**** *book_ *id_body-1 *date_1635 *creator_cuesta Preámbulo El trabajo que presenta hoy el equipo ∏ólemos se compone, casi arqueológicamente, de tres estratos. El primero es la edición anotada y estudio de la Censura de Andrés Cuesta a las Lecciones solemnes de Pellicer, que realizó José María Micó en 1985, para una revista filológica de exigentes criterios y de efímera vida. Treinta años más tarde, fue lanzado en OBVIL (laboratorio de estudios literarios digitales de la Sorbona) el proyecto Góngora que tuve el honor de dirigir. Lógicamente, me puse en contacto con este distinguido gongorista, además de brillante traductor y poeta, para que reeditara los escritos de Cuesta en nuestro corpus de ediciones digitales de la recepción polémica de Góngora. Él no deseaba volver sobre ese antiguo trabajo suyo, pero, con gran generosidad, declaró no tener inconveniente en dejarnos su texto para que lo publicásemos, si ese era nuestro deseo. Begoña Capllonch, profesora e investigadora de la Pompeu Fabra, tuvo el espléndido gesto de prestarse a convertir el artículo impreso (del que no se conservaba, si es que lo había habido, archivo electrónico) en un texto electrónico en el formato Word preparado para nuestro proyecto, transcribiendo el texto de Cuesta, introduciendo un marcado para la codificación TEI, y adaptando las notas y la bibliografía según nuestras normas. Revisó también el estudio introductorio para adaptarlo al lecho de Procusto de nuestras directivas, reorganizándolo en los preceptivos epígrafes. El resultado de sus esfuerzos, o segundo estrato del trabajo que hoy presentamos y que nos entregó en diciembre de 2015, cumplía con el pacto establecido con Micó y con ella y era escrupulosamente fiel al contenido del trabajo original y a los criterios formales del proyecto. Sin embargo, al leerlo, estimé que no podía publicarse sin una revisión que afectara también al contenido; en realidad, me di cuenta de que, aunque excelso en su momento, el trabajo podía y debía mejorarse teniendo en cuenta la bibliografía aparecida desde entonces sobre los distintos campos que tocaba. Además, tomé conciencia de que la enorme agilización de la investigación filológica que ha traído internet –facilitando la búsqueda de información y especialmente la minería de datos en los textos antiguos, gracias a la disposición de bibliotecas digitales–, permitía mejorar en muchos puntos y con moderado esfuerzo, las notas aclaratorias y el estudio mismo. Ni Begoña Capllonch ni José María Micó quisieron o pudieron encargarse de ello y la cosa quedó tristemente parada. Recientemente, decidí acometer personalmente ese trabajo de necesario aggiornamento, con lo que ya tenemos el tercer y último estrato, presente en esta edición. La revisión es bastante profunda, como podrá verlo cualquiera que haga el cotejo (serán muy pocos los lectores tan curiosos o tan pacientes). Afecta a las dos terceras partes de las notas, y en proporciones variables a todos los epígrafes de la introducción. Hay evidentes cambios en la bibliografía, algunos invisibles y otros que cualquiera puede notar, viendo las entradas posteriores a 1985. No pretendo, sin embargo, haber actualizado todo: algunos textos se citan por ediciones que no son las más recientes, pero que me han parecido suficientemente fiables y eficaces para el papel que cumplen. Deploro no haber tenido tiempo para investigaciones en los archivos de Olmedo, Salamanca y Granada que hubieran permitido, posiblemente, perfilar mejor la trayectoria de Andrés Cuesta. Ya bastante se ha demorado la publicación del trabajo. El cambio macroscópico de mayor bulto es el objeto mismo de la edición. En su artículo pionero «Góngora en las guerras de los comentaristas. Andrés Cuesta contra Pellicer», José María Micó incluía la edición de dos escritos distintos –aunque conectados– contenidos en el ms.3906 de la BNE y que ya Dámaso Alonso atribuyó al helenista Andrés Cuesta. Se trata de autógrafos de trabajos inacabados que quedaron en manos ajenas al morir precozmente el autor. Uno de ellos, la Censura a las “Lecciones solemnes” de Pellicer, pasó íntegramente a su edición. El otro, un comentario al Polifemo, fue objeto de una selección drástica, puesto que solo se beneficiaron de la edición de 1985 aproximadamente el 20% de las observaciones de Cuesta. Además, se presentan en forma de notas numeradas, que no coinciden con las notas del autor, y que son en realidad excerpta o citas más o menos extensas. Ahora bien, esa operación de poda, hecha con criterios no explícitos, aparte del exquisito gusto del editor, cambiaba la naturaleza del texto, no daba una idea cabal de la labor de Cuesta, y era contraria a nuestra política de publicar (en la medida de lo posible) textos íntegros y sin selección previa. Como no estoy en condiciones de editar de acuerdo con esa política el comentario al Polifemo (sería muy de desear que alguien lo hiciera), me limito a la Censura, que he modificado en todo lo que me ha parecido oportuno, contando con la benévola liberalidad de su primer autor. Agradezco a Jesús Ponce Cárdenas, Adrián Izquierdo, Bartolomé Pozuelo Calero y Pedro Conde Parrado la atentísima y generosa relectura y sus valiosas sugerencias y correcciones. Espero que este trabajo a seis manos reúna las virtudes de las tres cabezas que lo forjaron y no sea percibido como la suma de sus defectos. Andrés Cuesta, verdadero sabio, hombre de gran agudeza y finura, pero al que no parece que haya sonreído la Fortuna, merece sin duda que así sea. Mercedes Blanco **** *book_ *id_body-2 *date_1635 *creator_cuesta Introducción 1. Título Andrés Cuesta compuso su Censura desde uno de los más importantes focos del gongorismo: Granada. En esa ciudad, ya en el verano de 1630, los eruditos Francisco de Amaya y Pedro de Quiñones acusan recibo del copioso comentario de la poesía de Góngora publicado bajo el título de Lecciones solemnes (que vio la luz ese año, aunque con censuras y privilegios que remontan a 1628). También tempranamente recibió su autor, José Pellicer de Salas, algunas cartas con objeciones puntuales a su erudición. Este joven literato nacido en Zaragoza en 1602, que había cursado estudios en el Colegio Imperial de Madrid –donde fue alumno de Juan Luis de la Cerda–, en la universidad de Alcalá y en la de Salamanca, era ya famoso gracias a una actividad frenética como escritor, erudito y cortesano que le había valido el cargo de cronista del reino de Castilla. Había impreso en la corte varios libros de mucho boato y relumbrón, correspondía con medio mundo, y ahora sacaba estas Lecciones solemnes que tanto hicieron por su fama, buena y mala, en vida y en muerte. En estos libros se preocupaba de darse importancia, y su difusión se acompañaba de un rumor de escándalo, en virtud de la temeraria guerra que sostenía contra el venerado Lope de Vega, que le llevaba cuarenta años. La guerra, todo hay que decirlo, había sido iniciada por el viejo poeta, que soportó muy mal que aquel jovenzuelo presuntuoso y gongorino fuera nombrado cronista del reino en vez de serlo él, aspirante al puesto desde hacía años. En Granada emprendió Cuesta, –a petición de Martín Vázquez Siruela, como se verá más adelante– su comentario del Polifemo y tentó una traducción latina del poema que se quedaría en un fragmento, puesto que no pasó de tres estancias y parte de una cuarta. Conforme avanzaba la redacción de su comentario, el docto humanista iría acumulando cruces y apostillas en los márgenes de su ejemplar de las Lecciones solemnes. En una ocasión asegura que le sería fácil «mostrar infinitos delirios de los intérpretes» de don Luis, y confiesa que «solo en uno tengo notados más de trecientos». No es muy aventurado suponer que este «uno» está señalando a Pellicer. Veladamente unas veces, abiertamente otras, Cuesta se yergue en sus notas contra las interpretaciones o la erudición espuria del joven «comentador». También Salcedo recibe su correspondiente vapuleo, pero las burlas más mordaces apuntan siempre al aragonés. Los disgustos eran tantos y de tal calibre, que Cuesta no tardó en creer oportuna una nueva empresa: la refutación sistemática de los gazapos de su colega. Así nació lo que una mano ajena al olmedano quiso bautizar, atinadamente, Censura a las «Lecciones solemnes» de Pellicer, el texto que publicamos. Aunque, como se ha dicho, no publicamos el comentario al Polifemo, nos parece necesario, dada su estrecha conexión con la Censura, describirlo a grandes rasgos. Se encuentra, como la Censura, en el ms. 3906 de la BNE, donde ocupa ciento veintiún folios (282 a 402) por ambas caras. El autor no dio título a su escrito. Una inscripción de otra mano y en tinta muy pálida, en el ángulo superior derecha de la página 282r, dice: «Notas al Polifemo del Lic.do Andres Cuesta. Murió muy mozo y dejó la obra imperfecta. Fue muy docto en las lenguas latina y griega». Y en tinta menos diluida continúa: «Fue natural de Olmedo. Y en Salamanca profesor de la lengua griega. Ve. Bibl. Hispana Nova tom. I, p. 57». Citamos en lo sucesivo el texto como Notas al «Polifemo». Comienza el comentario con la primera estancia de la fábula y se interrumpe en el verso 5 de la estancia 54, al final del folio 402. Es seguro que algo, unas líneas o unas páginas, debieron de traspapelarse porque Cuesta, por fulminante que fuese el accidente que pudo afectarlo, no hubiera interrumpido su labor en medio de una frase (o de una palabra, en el caso de la Censura). Por lo demás, parece casi seguro que murió por entonces o cayó gravemente enfermo, y parece que no terminó lo poco que quedaba por hacer del comentario, ocho estancias de un total de sesenta y tres. El texto es de fácil lectura, la claridad y firmeza de la letra son tan notables como las del pensamiento. Hay unas pocas tachaduras, y se observa una premura creciente: al principio, las estancias son copiadas íntegramente y más tarde el comentarista se contenta con dar el número de la estancia, en caracteres romanos, y el primer verso, o la primera mitad del primer verso. Es probable que su intención fuera pasar su comentario a limpio y que en ese paso al texto definitivo hubiera copiado o hecho copiar íntegramente las estancias, pulido el estilo, y tal vez amplificado algunas notas y argumentos. Por eso, Vázquez Siruela, cuando se refiere al documento en sus propias notas, habla de «borradores de Cuesta». El comentario tiene una estructura muy sencilla y clásica en este tipo de labores humanistas, similar, por ejemplo, a la del comentario de Virgilio por el padre La Cerda o al mismo comentario del Polifemo en las tan denostadas Lecciones solemnes de Pellicer. Cada octava, copiada por separado según el orden del poema, va seguida de un Argumento, luego de unas Notas. El argumento es una declaración concisa de lo que hace y dice ahí el poeta: por ejemplo, para la primera estancia: «Dedica la obra al señor Conde de Niebla». Pequeña diferencia significativa: Pellicer, después de copiar la estancia y antes de las notas, coloca una Explicación, o sea: una paráfrasis con incisos explicativos. Al elegir el término «argumento», tal vez pensaba Cuesta que el texto, suficientemente claro, no estaba necesitado de explicaciones, sino a lo sumo de hacer más explícitas ciertas alusiones, como lo hace el argumento de la primera estancia descifrando la alusión al dedicatario, el conde de Niebla, contenida en el verso 5, «ahora que de tu luz tu Niebla doras». Nunca hace alusión a la supuesta oscuridad de Góngora y todo parece indicar que, para sus ojos acostumbrados a Homero y a Píndaro, el texto de la fábula no oponía mayores dificultades. Después, al igual que en las Lecciones solemnes, empiezan las notas a ciertos lugares de la estancia, que no llevan número ni letra que remitan al texto, sino que transcriben el lugar al que se refiere la nota, subrayado (como corresponde a la cursiva impresa). Estas notas se ocupan de aclarar el significado, cuando este presenta alguna ambigüedad o dificultad, indican tradiciones o autores clásicos a los que hace eco Góngora y a veces relacionan este lugar en concreto con un hábito estilístico o una preferencia del poeta, ilustrada por otros textos suyos. Otras funciones de esas notas consisten en llevar la contraria a Pellicer y a veces a Salcedo Coronel (cuyo comentario al poema se había publicado unos meses antes que el de Pellicer) y en defender al poeta de sus detractores. 2. Autor Un humanista de vocación y formación sin obra visible En un curioso impreso granadino, titulado Alegación sobre el desacato de un clérigo a ciertos ministros, andan juntos dos nombres que se habían hermanado ya, con la intervención de la fortuna, en los folios del ms. 3906 de la Biblioteca Nacional de Madrid: Andrés Cuesta y Álvaro de Oca, mucho mejor documentado el segundo que el primero. Don Álvaro es un exponente de la brillante carrera que esperaba a los letrados más conspicuos. Venía, como tantos miembros de su familia, de las tierras orensanas de Celme; fue deán de Zamora y distinguido catedrático en la Universidad de Salamanca, primero de Sexto y Clementinas (1622-1624) y después de Vísperas en Cánones (1624-1629). Tras la etapa salmantina fue oidor en las Chancillerías de Granada y Valladolid. En 1635 obtuvo el hábito de Santiago y con el tiempo llegaría a ser Regente del Consejo Real de Navarra, oidor del Consejo de Órdenes y miembro del Consejo de Castilla, en cuyo seno ejerció la superintendencia de la justicia militar en Flandes. Aunque su nombre no haya sonado nunca en los estudios gongorinos, será de gran ayuda para poner contextos cronológicos y culturales a la labor de Andrés Cuesta. Este dice haber rescatado la Alegación entre los papeles desechados por Álvaro de Oca, de quien era secretario. En su calidad de catedrático de Vísperas en Cánones y de oidor (juez en lo civil), don Álvaro quiere poner coto a los privilegios excesivos a que se aferran algunos religiosos; desea que su obra sea «desengaño del que piensa que la inmunidad preserva de todo» (f. 10r), insistiendo en que la Iglesia no da exención a los clérigos en sus deberes de deferencia y veneración hacia la institución jurídica civil y real. Este curioso tratadillo, como parecía temer el propio Cuesta («aunque se llevará mal salga de repente...») y, mintiendo a medias, testificaría algún copista dieciochesco (pues prólogo y texto de la Alegación se conservan también en sendos tomos de «Varios papeles», mss. 11045 y 11028 de la BNE), «no se llegó a imprimir por algunos respetos» (ms. 11028, f. 202). El libro, claro –ya lo hemos visto–, sí se imprimió, pero debió de topar con dificultades inquisitoriales que impidieron su difusión. Según su biógrafa María Dolores Martínez Arce, don Álvaro fue depuesto de su cargo de oidor de Granada el 21 de abril de 1631 a consecuencia de un conflicto con la Inquisición, lo que sin duda tuvo algo que ver con la airada defensa de las prerrogativas reales y civiles llevada a cabo en la Alegación. Siguió fiel a sus principios en años sucesivos, puesto que, durante su período de virrey interino de Navarra, «fue uno de los implicados en las censuras y excomunión dictada en 1636 por el obispo, que condenaron al virrey, al regente, y a varios consejeros y alcaldes de Corte por protestar cuando el obispo fue incensado antes que las autoridades civiles en las vísperas del Corpus». Esta actitud de resuelta oposición a la prepotencia del clero, valiente, puesto que le había costado la pérdida de su cargo de oidor, no fue óbice para que se le nombrara miembro del principal consejo de la monarquía, el de Castilla. Todo parece indicar la solidaridad de Andrés Cuesta con esta postura rotunda a favor de la precedencia de lo civil sobre lo eclesiástico. Dámaso Alonso fue el primero en reunir unas breves noticias acerca de nuestro autor. Cita las palabras de la «Lista de los autores ilustres...» y remite en nota a las noticias de Nicolás Antonio. Veamos primero el testimonio del gran bibliógrafo, que da como casi única información la implicación de Cuesta en la publicación del libro sobre «el desacato de un clérigo», que, según él, fue «pronto condenado» por su inicuo ataque a la clericatura y a las exenciones de los hombres de Iglesia: ANDREAS DE LA CUESTA, Ulmetanus, Graecae linguae professor Salmantinus, inscripsit se eius libelli auctorem, quem sua in clericalem statum et in sacrorum hominum exemptionem iniquitas statim damnavit. Is est: Alegación sobre un desacato de un clérigo a ciertos Ministros de D. Álvaro de Oca. Granatae editus. El azar ha dejado que, en el transcurso de las Notas al «Polifemo», y comenzando pliego, la mano del ulmetanus trazase una misteriosa dedicatoria a don Álvaro de Oca, llamada a encabezar quizá el prólogo de la Alegación. En la Censura a las «Lecciones solemnes», se refiere efectivamente a la existencia (quizá tan solo al proyecto) de una «dedicatoria», pero hay que decir que esta iba enderezada al propio Pellicer y no puede ser, pues, la que tenemos en el manuscrito. Cuesta trazó después una línea y acabó aprovechando el papel para seguir con las Notas al «Polifemo». Compárese la dedicatoria manuscrita con la que encabeza el prólogo de la Alegación, que damos por entera por su evidente y delicioso interés: AL SEÑOR D. ÁLVARO / DE OCA / DEL CONSEJO DE SU MAJESTAD Y / SU OIDOR / EN LA REAL CANCILLERÍA / DE GRANADA / DEÁN EN LA S. IGLESIA DE ZA / MORA. COLEGIAL QUE FUE DEL CO / LEGIO VIEJO: Y CATEDRÁTICO DE / VÍSPERAS EN CÁNONES DE LA U- / NIVERSIDAD ⁎ ⁎ ⁎ AL SEÑOR D. ÁLVARO DE OCA del Consejo de su Majestad, y su Oidor en la Real Cancillería de Granada, Deán en la Santa Igle- sia de Zamora, Colegial que fue del Colegio viejo, y Catedrático de Vísperas en Cánones de la Universidad de Sala- manca. Restituyo a vuestra merced impreso lo que saqué en borrón de entre sus papeles. Que si bien al principio me pareció desecho de ellos, reconocido, le estimé por cosa tan grande que, si no era con la misma obra, no tenía satisfacción. Y por quedar sin escrúpulo, añadí por lo retardado el interés de mejor letra. Criéme en Olmedo con padre maestro de buenas letras, y casi supe formar primero las griegas y latinas que las españolas. Sucedíle en enseñar, cuando la edad era de aprender. Pasé a Salamanca deseoso de luz pura: que solo allí se goza el Sol sin nieblas. Primero recibí en ella beneficios que tuviese tiempo para merecerlos. Pues con el aliento de vuestra merced y el crédito de aquellos grandes maestros en lenguas, alcancé luego un partido de griego. Vine con buena ocasión a este reino de Granada: y a su casa de vuestra merced con la de reducir sus papeles a disposición. Dejé en orden muchos: y de los que sobraban llevéme algunos y, entre otros, este, cuyo asunto fue el que dice su título. Somos los gramáticos, y en particular los de gramática heredada, fiscales de períodos, persecución de toda impropiedad, expulsores de acentos y espulgadores de ápices. Pierde con nosotros un libro por una letra, y, si tocamos algo en filósofos, hacemos sueño los conceptos de Platón, y sin valor las sentencias de Séneca. Que, a la verdad, cuanto nos falta de comida nos sobra de boca. Pero, con todos estos achaques, aseguro que cuanto leí en griego, y en latín fue admiración de aquella edad, no iguala a estos trece pliegos. Porque la precisión y propiedad del lenguaje, el valor de la sentencia, la viveza en la reprehensión, la eficacia en la persuasión, lo docto en las ciencias, la erudición en letras divinas y humanas, la atención en la proporción sin sobra ni falta, no ha tenido hasta hoy ejemplo, y será mucho si tuviera desde hoy imitación. Cosa que ha empeñado mi inclinación de suerte que, olvidando mis libros, solo vivo con esta Alegación, y casi la tengo toda de memoria, estimando más ser su padrino que autor de muchos libros. Perdone vuestra merced el haberle impreso sin su licencia; que, aunque se llevará mal salga de repente a ojos de muchos lo que estaba olvidado en un rincón, el amor a esta obra no sufrió dilaciones. Y si esta disculpa no bastara, baste en mi instituto, que Diógenes por cínico no repara en perder a Alejandro. Humilde criado de vuestra merced y que sus pies besa. Andrés Cuesta Olmedano. No cabe duda de que los elogios que prodiga nuestro helenista al tratadillo son algo exagerados, pero ―a pesar del contenido doctrinal y la densa erudición― es seguro que muchas obras jurídicas fueron escritas con menos gracia, voluntad estilística y oportunos recuerdos de la tradición sabia o de los cuentecillos folclóricos. El libro se lee con interés por una mezcla de energía y habilidad muy en la tradición de la oratoria forense a la romana. Su ocasión fue el desacato de un individuo concreto, estudiante y sacerdote, contra los magistrados de la chancillería de Granada, delito y delincuente de los que no dice prácticamente nada; en cambio, se eleva de este pleito particular a una quaestio infinita, pasando a recomendar la mayor severidad con la prepotencia de los clérigos y especialmente con su actitud insolente ante la justicia del rey, tanto más grave por cuanto se ampara en la opinión popular y en la irresponsable lenidad de los jueces eclesiásticos. De modo que la justicia civil, que Álvaro de Oca pinta largamente, en el caso de la Real Audiencia de Granada, como un organismo admirable de celo e integridad, pierde autoridad por culpa de esos desacatos del clero, causando escándalo y amenazando abrir una brecha de incomprensión entre gobernantes y gobernados. Pese a su finalidad de poner coto a los abusos amparados en la condición eclesiástica, la Alegación, en su primer «artículo», de cinco que contiene la obra, se explaya majestuosamente sobre cuán inmensa, imponente y sagrada es la dignidad del sacerdocio, con un exordio por rodeo o insinuación, como el que recomiendan los rétores al defender una tesis paradójica o arriesgada (por ser sacerdote el impugnado), lo que llaman genus paradoxicum o incluso genus turpe. Lo cual no impide a don Álvaro llegar pronto a reflexiones que convierten esta tan decantada dignidad del sacerdocio en circunstancia agravante para cualquier acto de soberbia e ira en quienes deberían ser dechado de humildad y mansedumbre: Pues la gloria mayor del eclesiástico es la paciencia; el vencer, es el sufrir; y entonces se ponen sobre las coronas de los reyes, cuando sin replicar andan entre los pies de los hombres. Sal se nombran de la tierra, luz del mundo, ciudad edificada sobre monte, antorcha puesta en candelero, linaje escogido, gente santa, pueblo señalado, reyes y ángeles en el mundo, estrellas de la Iglesia militante. Esta grandeza de títulos no ha de servir de asilo para maldades, sino de atención para virtudes. Quien llamó al sacerdote sal, también añadió que la sal dañada para nada es buena, sino para arrojarla por las ventanas; y la luz ofende antes que alumbra si es de heces; ciudad a donde se amparan forajidos, mejor es para derribada que para conservada; ángeles atrevidos a sus superiores, de ángeles se truecan en demonios. Y cuanto es más excelso el orden sacerdotal, deben ser los ministros más puros, y sus excesos más severamente castigados. Estas reflexiones desembocan en una enérgica invectiva contra una Iglesia que se ha apartado de las costumbres del cristianismo primitivo. Queda así definida una postura no especialmente original y que no carece de respaldo en la patrística, entre los teólogos escolásticos, y sobre todo en el humanismo jurídico. Sin embargo, Álvaro de Oca, aunque siempre con habilidad y prudencia, se desliza en ocasiones hacia la sátira anticlerical al retratar con viveza a ciertos eclesiásticos muy pagados de su hidalguía y asidos a unos puntos de honra que confunden con la soberbia mundana del linaje, con un ánimo vengativo y con una jactancia de matachines. El castigo para los eclesiásticos que «pierden el respeto a los jueces seglares» (después de un estudio pormenorizado de la denominación del delito como crimen lesae Maiestatis), sentencia don Álvaro de Oca, es la «expulsión» (f. 50v). «De aquí tome lo que supiere quien quisiere» (f. 51v). De manera que el opúsculo prolonga en ciertos aspectos el discurso del humanismo de inspiración evangélica que, a estas alturas del siglo xvii, y en España, podríamos creer del todo desterrado. Nos hemos detenido sobre ello, porque no nos queda ningún otro documento (fuera de los borradores inacabados acerca de asuntos gongorinos) de la personalidad y las ideas de Cuesta, y de ahí el valor que posee para nosotros el testimonio indirecto que aporta este opúsculo. En Salamanca, Andrés Cuesta asistió a las clases de Gonzalo Correas, a cuya Arte griega (Valladolid, 1627) contribuyó con un poema griego acompañado de su versión latina en prosa. El poema nos interesa porque elogia los principios de racionalización y optimización del esfuerzo que rigen la labor del autor del Arte. Correas refuta, gracias a su enseñanza, el melancólico adagio hipocrático Ars longa, vita brevis. Al abreviar el arte gracias a una inteligente simplificación, Correas alarga la vida de sus discípulos. Entendemos que un hombre con tales principios y salido de tal escuela sintiera náusea ante el fárrago indigesto de Pellicer. Con el apoyo de don Álvaro de Oca (según dice el mismo Cuesta en la dedicatoria que hemos visto), llegó a ganar con precocidad una cátedra de menores de griego, que desempeñó entre 1627 y 1630, coincidiendo con la de su maestro Gonzalo Correas (1615-1631). De este magisterio queda huella en la curiosa ortografía del apellido Cuesta como «Kuesta» en la portada de la Alegación (como también en otros documentos en los que firma, muy kafkianamente, A.K.). Esta /K/ es señal de profunda deferencia hacia Gonzalo Correas. El sabio y excéntrico maestro salmantino defendió, como es sabido, una reforma ortográfica radical con criterios fonológicos, en la cual destaca, por pintoresca e inhabitual en el mundo latino, la grafía /k/ para la oclusiva velar sorda. Aunque ni en el cuerpo del impreso, ni en los papeles de su mano que nos quedan, adopta Cuesta los preceptos del Autor de la Ortografia kastellana nueva i perfeta, sí modifica su apellido en la portada, lo que solo puede interpretarse como marca de lealtad y casi de simbólico vasallaje. Como puntualiza Bartolomé Pozuelo: « Enriqueta de Andrés, en una breve semblanza de nuestro autor, aporta detalles sobre su paso por Salamanca: su nombramiento como catedrático tuvo fecha del 15 de enero de 1627; era opositor único; el examen incluyó sendos capítulos de Luciano y Homero; 'el examinador fue Gonzalo Correas, que dijo que Andrés de la Cuesta era 'muy hábil y suficiente en la lengua griega y que merecía que se proveyera en él dicha cátedra'; su ausencia se verifica poco antes del 18 de marzo de 1630, fecha en que tiene lugar el examen de quien lo sustituiría, Lorenzo Velasco. Efectivamente, en 1630 Cuesta abandonaba Salamanca, al partir para Granada donde sería secretario de su patrocinador, Oca, que había sido nombrado oidor en la Chancillería el año anterior». Además, sabemos que el olmedano estaba casado con una señora llamada doña Juana de Paz y que en su Olmedo les nació un hijo que se haría agustino. Fray José de la Cuesta profesó en el convento de Salamanca el día 15 de agosto de 1629, siendo su padre catedrático de griego en la universidad de esa ciudad; como también era «muy docto en la lengua griega», suplió alguna vez las ocasionales ausencias paternas de la cátedra. En 1635 (o 1634, según otras fuentes) se fue a Filipinas, donde permaneció ―con nuevos nombramientos y traslados― hasta su muerte, en 1662. Ya tenemos unas guías, por tanto, para el trayecto cronológico de Cuesta. Pero cabría trazar simultáneamente sus andanzas vitales y los avances de su labor gongorina. Para ello conviene citar el primer testimonio citado por Dámaso Alonso, la «Lista de autores ilustres y célebres que han elogiado a don Luis de Góngora»: Andrés Cuesta, gran Maestro de la lengua latina y griega y eruditísimo en las letras de humanidad, y comentó doctamente el Polifemo a persuasión mía. Téngole original. Y comenzó a traducir el mismo poema en verso latino elegantísimo. Cogióle la muerte en medio de esta obra; los fragmentos que dejó están en mi poder. En este testimonio, como en el anterior, deploramos la ausencia de toda fecha. Da la impresión que para el autor de la lista (Vázquez Siruela, con casi total seguridad) no se trataba de una muerte demasiado reciente. El manuscrito 3906 de la Biblioteca Nacional de Madrid, riquísimo en materiales gongorinos, conserva los desvelos de Cuesta citados por el autor de la lista, quien dice guardar en su poder «los fragmentos que dejó». Hoy podemos afirmar con un altísimo grado de probabilidad que tanto el ms. 3906, donde están estos fragmentos, como el ms. 3893 –ambos en la BNE–, se componen de papeles dejados por el difunto canónigo del Sacromonte y luego de Sevilla, infatigable lector e investigador de asuntos filológicos e históricos, Martín Vázquez Siruela. Fue él quien estableció la «Lista de autores», escribió el brillante Discurso sobre el estilo de don Luis de Góngora que encabeza el ms.3893 y compuso una larga serie de notas a Góngora cuyo borrador también se conserva en dicho códice (f. 55-231): poco menos de doscientos folios cubiertos por ambos lados de apuntes numerados (con muchas irregularidades) en una letra pequeñísima, con tachaduras, renglones interlineales y marginales. Interpretamos estas notas como unos materiales en bruto, pero muy cuidados en ciertos aspectos, con vistas a un comentario que este cultísimo y apasionado lector de Góngora no llegó nunca a redactar. En un lugar recóndito de este documento apenas explorado por razones comprensibles, Vázquez Siruela cita los «borradores» de Cuesta y los utiliza para su propio trabajo. No cabe duda de que ya en ese momento de la confección de las notas para el futuro comentario, tenía en su poder los papeles manuscritos dejados por el fallecido helenista, probablemente buen amigo suyo y compinche en los amores y odios gongorinos (amor por el poeta, aversión por sus ignorantes detractores y por la mediocridad de Pellicer y otros comentaristas). Una misma letra nos transmite las Notas al «Polifemo» (ms. 3906, f. 282r-403v) y la fragmentaria traducción latina del poema de Góngora (f. 406v-408, con espacios en blanco y después de una hojita que es ajena a nuestro catedrático). Viene luego la Censura a las «Lecciones solemnes» de Pellicer (f. 409r-435v), seguramente bautizada, como las Notas, por el antiguo colector. Como demuestran las tachaduras, correcciones y cambios de redacción, toda esa labor es autógrafa, y, aunque en el manuscrito solo se le atribuye el primero de los trabajos, se confirma lo que pensaba Dámaso Alonso: que la Censura es, sin duda, del mismo Cuesta. Por la dedicatoria-prólogo que hemos citado sabemos algo de lo que fue la vida de Cuesta (él no imaginaba que ya no le quedaba mucha), desde sus primeros años en Olmedo con un padre maestro de buenas letras hasta sus últimos años en Granada como secretario y amigo de don Álvaro (una amistad que se desprende del tono de la dedicatoria y de que ambos fueron colegas en el claustro de Salamanca, lo que los igualaba, pese a la probable diferencia de fortuna). Recapitulando los pocos datos que hemos reunido, Andrés Cuesta debió de nacer no mucho antes de 1600, en Olmedo, de un padre maestro de buenas letras, pasó la primera juventud en esta ciudad, y allí se casó y tuvo al menos un hijo, fue catedrático de menores de griego en la Universidad de Salamanca entre los años 1627 y 1631, coincidiendo con otra cátedra de su maestro Gonzalo Correas (1615-1631), quien ya había llevado la misma que su discípulo entre 1599 y 1615. En 1630 o 1631 dejó Salamanca ‑–la coincidencia con la muerte de su maestro tal vez no fue casual–, y se fue a Granada, seguramente con el nuevo empleo de secretario de don Álvaro de Oca. Con un talento indudable y prometedor, falleció joven en circunstancias que desconocemos, probablemente muy pocos años (dos o tres) después de mudarse a la antigua capital del reino nazarí. 3. Cronología Los problemas de datación de la labor de Cuesta En cuanto a la datación de la Censura, estamos por una redacción temprana, que no pudo empezar antes de 1630 (año en que aparecen las Lecciones solemnes y en que debió de encontrarse con Vázquez Siruela en Granada), en paralelo a sus Notas al Polifemo. Los textos de Cuesta no facilitan ninguna evidencia interna que resulte definitiva. A la luz de una alusión a Lope de Vega en la Censura, uno podría verse tentado de llevar su redacción a 1637 o a los años siguientes. En una consideración sobre la evolución de los imperios y las culturas, Cuesta vaticina que los eruditos del futuro «estudiarán nuestras comedias» y que la posteridad se admirará de que «un hombre haya escrito mil y quinientas». La frase supone un conocimiento de la afirmación lopesca en la Égloga a Claudio, de 1632, pero publicada en la colección póstuma de La Vega del Parnaso (1637); ahí ostenta el Fénix ese mismo número de «fábulas cómicas». Pero es el caso que hubo una edición suelta (una conservamos, al menos, sin lugar, sin impresor y sin año), en torno a cuya fecha no coinciden los lopistas. Pese a que Entrambasaguas la creyese posterior a La Vega del Parnaso, Rozas arguyó y lo confirma de la égloga Felipe Pedraza en su reciente edición, que debe ser anterior al volumen póstumo y aparecida en vida de Lope (y, seguramente, con su intervención). La Égloga, suponía Rozas, «interesó notablemente entre 1632 y 1637», y debió de conocerse bastante en los círculos eruditos y literarios del momento. Además, si Cuesta escribía después de 1637 ―y, por tanto, muerto ya Lope―, ¿por qué no prefirió la cifra más espectacular que Montalbán difunde en La fama póstuma, de 1636, donde el discípulo de Lope habla de mil ochocientas comedias y más de cuatrocientos autos? De las varias alusiones al monstruo de la naturaleza que se hallan en la Censura, una de ellas parece referirse, en presente, a un hombre vivo: «Puede vuestra merced acerca de esto ver el Laurel de Apolo, adonde el Fénix de España, aunque habla con claridad en otras cosas, está dudoso en esta». De haber escrito Cuesta su Censura pasada la muerte de Lope, cualquier referencia al dramaturgo nos hubiese hecho notar su pesadumbre, puesto que la gran admiración que le inspiraba se deja ver en la familiaridad con sus libros y sus comedias y en los elogios que le tributa, significativos en un hombre poco propenso a la lisonja o a exagerar su devoción. Por otra parte, si recordamos la dedicatoria (o las dedicatorias) de Andrés Cuesta a don Álvaro de Oca, es significativo que no se mencione en el currículum de don Álvaro el hábito de Santiago obtenido en 1635. Parece, por tanto, que ninguna de las obras que le conocemos a Cuesta puede ser posterior al año de la muerte de Lope. Muy probablemente nuestro gongorista había cumplido ya con su obligación de confirmar lo que dijo de él la famosa lista: «Murió mozo». 4. Estructura Labores truncadas La Censura a las «Lecciones solemnes» supone, en efecto, una censura reprobatoria al comento pelliceriano, pero los juicios no tienen la acritud ni la violencia propia de la invectiva, porque el tono es desdeñoso y condescendiente. El objeto de las críticas, sin embargo, no es en absoluto banal, pues Cuesta, en definitiva, apela a la ignorancia de Pellicer, a su falta de rigor, a su poca honestidad intelectual y a su tendencia a la charlatanería: evidencia su desconocimiento de lenguas (incluso del romance castellano), lo corrige en la precisión de fuentes y autoridades, lo acusa de no revelar el origen de informaciones que da como propias y de no contrastar suficientemente las ajenas. No es posible describir adecuadamente la estructura de un escrito que se quedó en borrador inacabado o amputado de su final. Si nos atenemos a lo que se ha conservado, la Censura se divide en dos partes. En la primera, desde el comienzo en el folio 409r hasta el folio 415, Cuesta critica el paratexto de las Lecciones solemnes o una parte de este: el título, en el cual censura la impropiedad ridícula del sustantivo y sobre todo del adjetivo «solemne»; el lema de la portada, Summa infelicitas invideri a nemine, donde delata el solecismo que afea la expresión; el enorme índice de autores, desacreditado por la inverosímil acumulación y la pretenciosa y caótica división en clases; el grabado con el retrato de Góngora por Juan de Courbes; y principalmente, el «Túmulo honorario». Con esta expresión designa el autor de las Lecciones solemnes la aparatosa inscripción funeral o epitafio del poeta que ocupa un folio entero de los preliminares, haciendo pareja con el mencionado retrato. Cuesta lee línea a línea la inscripción y, con objeto de hacer patente la pésima calidad del latín de Pellicer, va señalando los solecismos e impropiedades; así como ciertos equívocos involuntarios y atentados contra la lógica, con ánimo de poner en evidencia los fallos de su juicio. En conjunto, trata de ridiculizar al aragonés, lo que indudablemente consigue, como celebró Dámaso Alonso. Puede parecer algo mezquino y poco sensato dedicar tanta atención a lo que no es, al fin y al cabo, más que una página de un libro que tiene casi cuatrocientas, un detalle casi ornamental de los preliminares. Pero es fácil entender por qué a Cuesta le importó detenerse en este detalle. En primer lugar, como única muestra extensa de la expresión latina de Pellicer, le permitía señalar sus deficiencias en este campo, profundamente descalificadoras. Si Pellicer no era buen latino, menos todavía podía ser un pozo de ciencia y un experto en todas las lenguas de cultura (griego, ante todo, y también hebreo y francés), como se desprendía de sus propias jactanciosas declaraciones. El túmulo era, además un texto muy elaborado y verdaderamente, «solemne», y el aragonés pretendía con él, por un lado, ofrecer un retrato verbal de Góngora, y, por otro, retratar sus propias cualidades de humanista y de literato. Y es que la destreza tanto en descifrar como en componer inscripciones a la manera antigua (o sus variantes, epigramas, empresas, jeroglíficos y emblemas), era una de las más útiles y reveladoras maneras de demostrar pericia en letras humanas, y lo que viene a ser lo mismo, un conocimiento amplio y refinado de la Antigüedad. A fin de cuentas, la erudición no era otra cosa que el conocimiento a la vez teórico y práctico, científico y artístico, crítico y vivo, del mundo clásico, griego y latino, en todos sus monumentos materiales, pero sobre todo lingüísticos y literarios. Esta erudición, como ha comentado magistralmente Muriel Elvira, era lo que daba tanto valor a las obras de Góngora, lo que justificaba el comentario y permitía lucirse a los comentaristas. En esto estaban de acuerdo Andrés Cuesta, que celebra la honda «erudición» del poeta y el propio Pellicer, que escribe en su prólogo: La primera razón para el comentario es ser don Luis de Góngora el mayor poeta de su tiempo en nuestra nación, competidor, sin duda, de los más eminentes en Grecia, Roma, Italia y Francia; y parecerme a mí, y a todos, que en sus obras hallaría bastante campo para descoger mucha erudición, por estar sembradas sus frases de imitaciones griegas y latinas, llenas de fórmulas y ritos de la Antigüedad, que es lo que da materia para que pueda lucir el que comenta. Entre esas «fórmulas y ritos de la Antigüedad» los de la epigrafía, especialmente funeraria, ocupan un puesto eminente para el humanismo desde sus orígenes. Tanto es así que puede medirse el avance de la cultura renacentista por el manejo no solo de las letras humanas, entendidas como asimilación de un vasto caudal de textos clásicos y de conocimientos sobre la historia y la cultura de las que emanaron, sino de las letras en el sentido material de incisiones en la piedra, de formas y disposición de los caracteres en las lápidas y en las páginas. Sobre ello, remitimos a una monografía inédita de Roland Béhar, que empieza así: Les studia humanitatis – ce terme évite, contrairement à celui d'humanisme, la projection rétrospective de connotations bien postérieures – reposaient sur la foi dans la valeur et les vertus régénératrices de l'étude et de l'enseignement des lettres latines et tout spécialement des lettres grecques. Cette foi se traduisit dans une aspiration à la maîtrise de la langue non seulement dans ses aspects grammaticaux et lexicographiques – l'«humaniste» est grammaticus, selon Ange Politien, selon Antonio de Nebrija –, mais même dans sa matérialité, même dans la forme extérieure imposée aux lettres, aux mots, aux textes. De ahí que el Túmulo honorario que exhibe Pellicer sea una carta de presentación de sus cualidades de humanista, base de sus méritos también en otros ámbitos, los de la genealogía y la historia –actividades mejor remuneradas que la del gramático–, méritos que él mismo se encarga de alabar y en virtud de los cuales aspiró desde muy joven a una carrera brillante. De hecho, disfrutó por largos años de fama y honores, pese a su reputación algo empañada en los círculos más doctos, y a ciertas polémicas en las que estuvo profundamente implicado, como la que tocaba a los falsos cronicones. Por eso no debe extrañar que Cuesta dedicase al dichoso túmulo casi toda la primera parte de su Censura. En la segunda parte, pasa Andrés Cuesta al texto del comentario que forma el cuerpo de las Lecciones solemnes, criticando lugares concretos, localizados por columnas numeradas, al modo en que Pellicer lo escribió y en el orden en que se presentan en el libro. Así, el olmedano va saltando de una a otra columna deteniéndose allí donde ve algún punto especialmente censurable, e interrumpe su labor en la 302, a la altura del comentario de la estancia 49 del Polifemo (recuérdese que el poema se compone de 62 estancias). Por lo demás, como hace notar Jesús Ponce Cárdenas, el comentario del Polifemo cobra en las Lecciones solemnes una importancia desproporcionada puesto que consta de 351 columnas frente a menos de 485 columnas para el conjunto de las dos Soledades, el Panegírico y la Fábula de Píramo y Tisbe: la ratio entre la extensión del comentario y el número de versos queda dividida, pues, por seis o siete, en promedio, entre el comentario al Polifemo y el resto de la obra y va disminuyendo a medida que avanzamos en el volumen. Por esta razón, entre otras de bastante peso, Jaime Galbarro sostiene que durante mucho tiempo (hasta la publicación del Polifemo comentado de Salcedo en 1629), Pellicer tenía planeado limitarse a unas Lecciones solemnes sobre el «Polifemo» (Galbarro García 2021). Esta fisionomía de los comentarios previos impresos (los de Salcedo y Pellicer) en las fechas en que Andrés Cuesta y Martín Vázquez Siruela empezaron a anotar a Góngora desde Granada (en 1630 o 31, con toda probabilidad), contribuyó a que ambos se fijaran antes que todo en la Fábula. Vázquez Siruela empieza anotando algunos lugares de este poema, ya en completo desorden, pero muy pronto salta al Panegírico y a otros textos y empieza a aplicar su extraordinario método consistente en ir, no del texto a las fuentes, sino de las fuentes al texto. Esto es: va recorriendo numerosos autores antiguos, medievales o modernos (o partes de ellos, por ejemplo, un canto entero de la Tebaida de Estacio o un panegírico de Claudiano) en busca de lo que le puede servir para ilustrar a Góngora, cuyos versos atesora en su memoria; al hilo de esta exploración a priori infinita, asocia con ciertos lugares de lo que va leyendo un pasaje determinado del poeta. No sabemos lo que pensaba hacer, por su parte, Andrés Cuesta, pero en lo que hizo, tanto en las Notas como en la Censura, el Góngora que retiene su atención es el autor del Polifemo, aunque cita ocasionalmente lugares de la Fábula de Píramo y Tisbe o de otras poesías para ilustrar un argumento. En la parte de su Censura que consiste en reparos al comentario de Pellicer, utiliza los materiales de sus propias Notas al «Polifemo». Muchas críticas corresponden casi literalmente a lo que se lee en este comentario, que se interrumpe con una nota al verso «dio ya a mi cueva, de piedad desnuda» (v. 430). Cuesta, cuyos ideales, como veremos, son la claridad y la concisión, va directamente a los lugares sobre los cuales tiene algo que decir que no han dicho los «intérpretes», Salcedo y Pellicer, y, sobre todo, algo que pueda rectificar los errores que han cometido. Parece claro que las Notas al «Polifemo» y la Censura fueron textos redactados paralelamente en dos fajos de folios, con cierto retraso lógico del segundo, de ahí la distancia que va de la estancia 49 a la 54 del texto gongorino comentado, lugares en que se detienen respectivamente la censura y las notas. A medida que comentaba el poema, Cuesta iba apuntando los que eran para él no tanto errores como dislates de Pellicer. Ambos textos quedaron interrumpidos de modo igualmente brusco y quizá brutal: las Notas al «Polifemo», en medio de una frase, pero al final de un pliego, la Censura en medio de la palabra «Eurípides» al final del reverso del último folio. Con la misma brusquedad quedó truncada en mitad de una estancia su traducción del Polifemo. Una enfermedad o un accidente fulminantes son las únicas causas imaginables de esta interrupción, que nada permite presagiar en lo que precede. Ni el estilo, ni la firmeza del pulso presentan hasta el final el mínimo descaecimiento. El contraste entre el tranquilo disfrute por el autor de sus grandes conocimientos, buena pluma, destreza polémica y talento cómico y, por otro lado, la violencia del corte (golpe de la dura tijera de la Parca, que diría Góngora) parece la huella de un pequeño cataclismo privado. Claro que, más prosaicamente, pudieron perderse uno o varios folios al cambiar de manos el fajo con la muerte de su propietario. Una pérdida de unas líneas como mínimo parece segura, porque no es verosímil que Cuesta dejara su mesa, por grave que fuera el motivo, con una frase o palabra a medio escribir, y coincidiendo además con el final de un folio. 5. Fuentes Gramáticas, autores griegos y crípticas alusiones Tanto por su jerarquía académica como por lo que delatan empíricamente las certeras correcciones que le nota a Pellicer, la erudición de Cuesta se asienta en un sólido conocimiento de los clásicos grecolatinos, de la tradición bíblica y también de la literatura moderna (neolatina, italiana y, por supuesto, española); fuentes que maneja en original. Lo que quizás lo distingue de otros comentaristas es su marcada condición de lingüista y gramático, pues sobresalen ciertas reflexiones que prueban su conocimiento del griego, sus nociones no muy superficiales de hebreo, y su trato habitual de cuantos glosarios, vocabularios y gramáticas podían estar a su alcance. También demuestran esta calificación suya sus observaciones gramaticales y léxico-semánticas y su particular uso de la ortografía tal y como detallamos más abajo (en el apartado «Otras cuestiones»). Más todavía resalta su condición de helenista. Alega pocos autores latinos y siempre cuando su argumentación lo requiere, a menudo de manera familiar y jocosa o como réplica a algún gazapo de Pellicer (por ejemplo, el de atribuir a Propercio uno de los versos más famosos de Catulo). La lista de los autores latinos cuyos nombres aparecen con menciones fugaces (si nos circunscribimos a la Censura) se limita a Horacio, Cicerón, Claudiano, Marcial, Ovidio, Catulo, Tibulo y Propercio. Las fuentes sobre las cuales tiene más que decir son griegas: Homero, Hesíodo, Píndaro, Apolonio de Rodas, Luciano y Constantino Porfirogéneta. Los cinco primeros no sorprenden particularmente, el sexto un poco más, al menos a los que no somos especialistas de literatura griega y menos de la de Bizancio. Constantino Porfirogéneta es el nombre de un docto emperador bizantino del siglo X, autor de varias obras importantes, de índole histórica y política, que, por los años en que Cuesta redactaba su Censura, poco después de 1630, llevaban relativamente poco tiempo difundiéndose entre los eruditos gracias a humanistas alemanes, holandeses y franceses. Entre ellos destaca Johannes van Meurs (Leiden, Elzevir, 1611 y 1617), al que llama Cuesta Meursio y que es también autor de ese Glosario graeco-bárbaro que le sirve de argumento polémico hacia el final de la Censura. Sorprende sobre todo la misteriosa frase en la que el olmedano introduce el nombre del emperador: Y Constantino Porfirogéneta, libro que vuestra merced sabe bastantemente que yo he visto, en cuyo códice se halla escrito este nombre de varias maneras… La frase es alusiva de un modo inhabitual; en primer lugar, porque la expresión «Constantino Porfirogéneta, libro que» es formalmente incorrecta y de significado oscuro. Se atribuyen a Constantino VII múltiples escritos, varios de los cuales habían sido impresos, a finales del xvi y en las dos primeras décadas del xvii. Por la disertación que sigue a esta frase en el texto de la Censura, y que versa acerca de las varias grafías del antropónimo griego que corresponde a Luis o Ludovicus, pudo tratarse de la obra del emperador más difundida en aquel momento, el De administrando imperio, texto editado por primera vez por Meursius en 1611 y donde se habla repetidamente de varios Luises, emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico en los siglos IX y X (Luis I, Luis II y Luis III). Lo del «códice», si hay que entender manuscrito, no está demasiado claro, porque no hay manuscritos de esta obra en España, y no parece haberlos tampoco de los demás escritos de Constantino VII (en todo caso, no hemos dado con ellos). Por las razones que veremos en seguida, creemos probable que esté hablando Cuesta de la segunda de las ediciones que sacó a luz Meursius del emperador bizantino: Constantini Porphyrogennetae Imperatoris opera in quibus Tactica nunc primum prodeunt. Ioannes Meursius collegit, coniunxit, edidit (Leiden, Elzevir, 1617). En este volumen de 230 páginas, impresas en dos columnas respectivamente dedicadas al original griego y a la traducción latina, se contienen todas las obras hasta entonces conocidas del emperador: De administrando imperio. Tactica. Thematum Lib I. Thematum Lib II. Novellae Constitutiones XIII. Novellae IV. Para las dos primeras, la edición es debida a Meursius; las cuatro últimas son reediciones de otros autores. La única que se imprime por primera vez es Tactica, como anuncia la portada. Pensamos que de lo que habla Cuesta es de este volumen que, por reunir los principales escritos del emperador, pudo identificar con la obra por excelencia del autor: «Constantino Porfirógeneta, libro cuyo códice»: libro está aquí por autor y obra a la vez, y códice por testimonio material de la obra, testimonio de cierto bulto, ya sea manuscrito o impreso. Mucha metonimia es esa, ciertamente, pero nos parece difícil imaginar otra explicación. Lo más curioso es la expresión «que vuestra merced sabe bastantemente que yo he visto». Es curiosa, sobre todo, la coincidencia con un detalle de la aprobación de Juan Luis de la Cerda que va al frente del libro de Pellicer, El Fénix y su historia natural (1630), en medio de una especie de curriculum vitae encomiástico del que hoy sabemos que fue escrito por el interesado: Ha hecho versión latina de griego a Constantino Porfirogeneto emperador liber Tacticus y le ha ilustrado con notas latinas. De modo que, en 1630, Pellicer presumía en los preliminares de El Fénix, bajo el indulgente manto del sabio jesuita Juan Luis de la Cerda, de haber vertido del griego al latín la obra de arte militar del monarca bizantino, Táctica, y de haberla ilustrado con notas latinas; y eso en medio de una lista de obras no apócrifas, como las traducciones castellanas de la Argenis de Barclay y del De Palio de Tertuliano, y las Lecciones solemnes. No hemos podido encontrar ninguna otra huella de la existencia de dicha labor erudita, que hubiera situado a Pellicer entre los helenistas europeos notables. No aparece desde luego en la Bibliotheca de don Ioseph Pellicer de Ossau, i Tovar … (1671-1676) donde el viejo e incansable polígrafo publica y dedica a la reina Mariana de Austria un exhaustivo y ceremonioso catálogo de sus obras publicadas y de muchas «que no están impresas». Volviendo a la frase de Cuesta, lo más extraño es la expresión «Constantino Porfirogéneta, libro que vuestra merced sabe bastantemente que yo he visto». Esta frase es el único detalle de todo el escrito que indica un contacto personal entre Pellicer y su censor, que, de producirse realmente, como parece probable, pudo tener lugar en Salamanca cuando Cuesta enseñaba allí y Pellicer era estudiante de Leyes. Suena como un recuerdo de algo desagradable para el segundo y tiene algo de sordamente conminatorio. Teniendo en cuenta que uno de los puntos focales de la Censura es demostrar, sin dejar lugar a la mínima duda, que Pellicer ignora el griego o no ha pasado de los primeros rudimentos, se nos ofrece la conjetura siguiente: Cuesta supo que Pellicer pretendía haber traducido al latín la Táctica de Constantino Porfirogéneta, vio algo de esta traducción y entendió que era un plagio de la contenida en el libro de Meursius (o hipótesis alternativa que nos parece menos probable: que la tal traducción carecía de todo valor). Tal vez le hizo ver que lo había entendido y le advirtió secretamente que no debía publicarla, lo que explicaría hasta cierto punto la desaparición del libro en los jactanciosos catálogos de obras propias que diseña Pellicer. También es posible que Pellicer quisiera imprimirla y que el editor, u otra persona, la sometiera a la aprobación de Cuesta. Confesamos que todo esto no es más que suposición, pero no vemos muchas alternativas para entender la frase. De ser cierto algo de lo que sospechamos, Cuesta ya había tenido un encontronazo con el autor de las Lecciones solemnes antes de leer este libro y tenía mal concepto de su saber y de su integridad. Sin embargo, salvo esta única línea, no escribió absolutamente nada en su Censura que no se refiriera a las Lecciones publicadas por el aragonés, de modo que cualquier lector pudiera palpar y juzgar por sí mismo los argumentos de la crítica. Dio, en ese caso, muestra de virtudes de prudencia y de templanza, y no se mostró agrio, como quiere Dámaso Alonso, sino moderado y lleno de humor. Dicho esto, más quizá que el número relativamente exiguo de las fuentes que maneja resalta en este texto el uso que Andrés Cuesta hace de ellas y que es, casi siempre, conforme a los principios enunciados por él mismo al hilo de sus Notas al Polifemo. El primero, que justifica su arremetida contra Pellicer, es el de la sobriedad y economía: El coturno besar dorado intenta. «Coturno» era un género de calzado que, siendo como chapín, juntamente vestía la pierna como bota. Con este salían a representar las tragedias. Varia era la erudición que a este propósito podía traspalarse; mas ya repito muchas veces que no compongo entremés de hablador. Solo añado que los poetas también llamaban coturno un borceguí con suela de corcho que las aldeanas de Sayago llaman botín ..., y cualquier calzado se puede llamar poéticamente coturno. Para la inteligencia basta, y a mi juicio sobra, que algunas veces me alargo en alegar lugares y traer erudición a contemplación de muchos que piensan que la desnuda explicación, sin doctrina y ostentación de haber leído los antiguos poetas, es más de lego que de quien se tiene alguna opinión. Así que, forzado, me alargo, y todas las veces que puedo procuro ahorrar de papel y tinta, y tiempo, que es lo que menos me sobra. Por esto, aunque en mil partes podía calumniar ―digo mal calumniar, pues sin calumnia no me era dificultoso mostrar infinitos delirios de los intérpretes de este poeta, pues solo en uno tengo notados más de trecientos―, solo lo hago cuando es menester que este poeta sea defendido de las calumnias de los ignorantes. Estos párrafos declaran la aversión de su autor por la ostentación farragosa de lecturas, a la que solo concede lo estrictamente necesario para no descontentar a muchos que piensan que la «desnuda explicación es más de lego que de quien tiene alguna opinión». En consonancia con lo que escribía en su poema griego en honor al maestro Correas (1627), opina que hay que ahorrar papel y tinta, y lo más precioso, que es el tiempo. El arte es larga y la vida corta, y hay que procurar abreviar en lo posible el arte, sin perderse en rodeos, sino buscando el camino más breve para llegar a lo de veras importante. Esto que importa, tratándose del comentario de un poema, se limita a la inteligencia del texto y la defensa del poeta. Por ello para explicar el coturno, basta definirlo, recordar su uso más ilustre, el que hacían los actores en la escena trágica, y el más común: el de los poetas que llaman así un «borceguí con suela de corcho». Si podemos explicar de qué clase de calzado se trata señalando con el dedo el que llevan las aldeanas de Sayago y que llaman botín, no hace falta ir a buscar el De pallio de Tertuliano. Cuanto más común, más sencillo, más directo y más claro, mejor; y todavía mejor si explicamos una expresión culta con un uso popular. Principios diametralmente opuestos a los que aplica Pellicer. Así se explica el número relativamente corto de las citas y de las referencias, y la concisión con que se exponen. Un segundo principio queda gráficamente expresado en la observación siguiente, que se refiere a la filiación establecida por Salcedo (en realidad, antes que él la había propuesto el cordobés Pedro Díaz de Rivas) entre un verso del Polifemo de Góngora y un pasaje del Polifemo. Stanze pastorali de Tommaso Stigliani: O al cielo humano o al cíclope celeste. O a Polifemo a quien llama cielo humano, por tener sol en su frente; o al cielo que llama cíclope celeste por haber llamado ojo al sol. Este lugar alude a uno de Stilano, poeta italiano que compara al cielo con el cíclope: «E pur a un occhio in faccia, io dico, / il sole, con cui mira dai mori ai liti Eoi. / Ei sotto il mare, io nel mio scoglio il celo. / Ei Polifemo grande, io picciol cielo». Este lugar es muy ajustado al propósito, y raro, y por eso no quiero negar que se le debemos a don García Coronel en su comento; que soy tan ingenuo, que todo cuanto veo en otros que no sea fácil de hallar, siempre digo cuyo es. Mas lugares tan triviales que no, porque los vean los lectores en otros primero, deben pensar que los tomó de allí quien tan versado está en los poetas latinos. Se deduce de este lugar que alegar una fuente tiene sentido cuando el lugar «es muy ajustado al propósito y raro». Los versos de Stigliani expresan un concepto idéntico al de Góngora, que sería más o menos: el cíclope es un cielo y el cielo un cíclope, porque el cielo tiene un ojo único, el sol, y el ojo único de Polifemo merece por tamaño, potencia visiva y brillo llamarse sol. Lo hacen con expresión similar, en una octava que se cierra con un verso de estructura binaria donde se recogen dos metáforas en quiasmo, de signo opuesto. No es, pues, exagerado decir que el lugar es ajustado al propósito; pero esta gran semejanza no sería probatoria si el concepto fuese trivial (o sea: trillado), y se hallara en otros muchos textos. Como solo se halla en estos, y además en el mismo contexto narrativo-discursivo, la canción amorosa del cíclope a Galatea, y teniendo en cuenta que la consulta de Stigliani por Góngora es muy verosímil puesto que el poeta cordobés escribía una narración en octavas sobre Polifemo como la que había publicado el italiano una década antes, la probabilidad de la filiación es casi del 100%. Solo cuando la probabilidad es tan alta, merece la pena comparar los textos y entender por qué el poeta comentado incluyó el concepto de su antecesor y cómo lo reelaboró para mejorar su expresión y ajustarla a su propia estética y al contexto de su obra. Las condiciones, pues, para dar por buena una fuente o una «imitación», como se decía, incluyen que el autor imitado haya hecho algo «raro», diríamos hoy original, cuya conexión con el que lo imita sea ajustada y específica. No solo es el comentarista quien debe regir su labor por este principio, sino que el poeta solo merece llamarse erudito si sus imitaciones son selectas y hechas a su propósito de un modo ingenioso y único, porque solo así se combinan de modo admirable erudición y agudeza: Ni puedo tampoco dejar de advertir el gran cuidado de don Luis en encajar todo género de erudición en sus escritos, que esto es lo que se ha de advertir, y no llenar de cosas comunes los libros, juntando puerilmente lo que puede venir a todos los propósitos, con que no viene a ninguno. Y es tanta la que nuestro poeta tiene que, si no se mira con ojos de lince, se le pasa por alto al más advertido. Aunque Cuesta en algún caso (el de la palabra «faro, por ejemplo, que fue señalado por Micó, 1985), no observe sus propios principios y se deje llevar por la locuacidad del erudito, por lo general cumple con sus ideales de precisión y economía. En sus notas al Polifemo suele limitarse a señalar una o dos fuentes que suele encontrar en autores clásicos de primera magnitud. 6. Conceptos debatidos Libertad de los poetas, erudición ingeniosa, autonomía de los idiomas Dado que Cuesta enfoca su labor a la luz del comento de Pellicer, la figura de Góngora queda algo desleída, especialmente en la Censura, donde apenas se trata de él. Sin embargo, en las Notas al Polifemo, siempre lo defiende cuando Pellicer emite algún juicio negativo y sobre todo si se trata de una consideración estilística, pues Cuesta es partidario de que los grandes autores hagan uso de las licencias poéticas (la diéresis, por ejemplo, como lo muestra en alguna de las notas), al comprender que conocer las reglas del arte no significa someterse a ellas, sino saber prescindir de ellas cuando el talento lo requiere. En consecuencia, se mostrará partidario, apelando al ingenio de un creador como Góngora, de la osadía de sus metáforas; juzgará adecuado que el cordobés emplee términos humildes junto con otros de tono elevado o pertenecientes a idiolectos sociales o profesionales; defenderá las soluciones menos previsibles y por ello más audaces que aunque parezcan complicar el sentido no merman la inteligibilidad (de hecho, Cuesta omite cualquier referencia a la supuesta oscuridad gongorina), y responde a quienes reprueban la falta de verosimilitud de algunos episodios del relato polifémico (como la circunstancia de que aparezcan tigres en Sicilia, identificando con el tigre la fiera de la estancia IX) apelando a la autoridad de los clásicos: Al escrúpulo de los críticos que acusan de poco advertido a don Luis por haber puesto tigres en Sicilia, no habiéndolos, bastantemente responden los comentadores de Virgilio, que, en el primero de su Eneida, puso ciervos en África, no criándolos aquella tierra. Aquí no hay para qué cansarnos, y para inteligencia basta decir que es licencia poética. Solo añado, más por mostrar que he visto alguna cosa más que otros que por ser para la inteligencia del lugar o defensa de nuestro poeta necesario, que don Luis fingió tigres en Sicilia imitando a Teócrito, que en el primer Idilio, contando los animales que lloraron la muerte de Daphnis, pone entre ellos al león de la silva, careciendo la isla de Sicilia no menos de leones que de tigres. .... La verdad es que los poetas no están atados a las leyes que los historiadores en semejantes cosas, y pueden atribuir a las provincias cosas que no haya en ellas, como contar por presente lo que no ha pasado en el tiempo de que se va hablando …. Lo cierto es que antes de defender a los tigres sicilianos con la excusa de la licencia poética, Cuesta había considerado la posibilidad de que el pellico del animal cazado con el que se reviste Polifemo en esta estancia fuera una piel de lince, «manchada de colores ciento». Pero descarta esta posibilidad porque el poeta describe al animal como una fiera formidable y sanguinaria, lo que no puede aplicarse al lince que es tímido y propenso a la fuga, como atestiguan Horacio y Estacio. En su ya clásica edición del poema, Jesús Ponce Cárdenas sostiene que el pellico es el de un lince y observa: «Por su parte, Andrés Cuesta dio con la solución al enigma en sus comentarios “pudiera por este verso entenderse del lince”, CU, fols. 307 v.-309 r.), pero por algunas imprecisiones zoológicas decidió descartarla, en favor de la hipótesis del tigre» (Góngora 2010: 210-211). Este brillante filólogo desarrolló este punto en uno de sus Cinco ensayos polifémicos, «El enigma de la fiera: sobre la zamarra del cíclope», donde queda fuertemente consolidada, mediante la comparación con un pasaje de Claudiano, la hipótesis del lince y donde se rastrea el origen del motivo en un refinado poema neolatino del Quattrocento, el Carmen XIII de la Lyra de Giovanni Gioviano Pontano. Después de dar cuenta de lo que dicen los comentarios impresos, cita todo el pasaje de Cuesta añadiendo que su «razonamiento es el más erudito y proporcionado». Sin embargo, lo que el helenista objeta a la identificación de la fiera con el lince pierde validez por estar basado esta vez en conocimientos zoológicos deficientes, puesto que cree que el lince es una especie de ciervo. Su ciencia de las cosas no estaba, pues, a la altura de su perfecto dominio de las lenguas y de las palabras. De ahí la importancia de los argumentos de autoridad bajo los cuales esgrime generalmente Cuesta su defensa de Góngora, aunque, por encima de todo, es el propio genio gongorino el que le proporciona al olmedano suficientes justificaciones; genio al que se añadiría, no obstante, el meticuloso y demorado quehacer del poeta, y de nuevo aquí no deja Cuesta de acudir a los tópicos (en este caso, al del virgiliano pulir un verso como la osa ―loba, dice él― lame a sus crías). Si nos atenemos a la Censura, y pese a que en apariencia se trata solo de zarandear a Pellicer allí donde muestra vanidad, ignorancia o falta de perspicacia, se abordan, con todo, cuestiones de fondo, que podrían calificarse de metodológicas o filosóficas, puesto que la oposición al autor de las Lecciones solemnes no tiene motivos personales, y, si los tiene, estos están cuidadosamente disimulados, como hemos visto. Uno de los principios, en donde se ve la mejor tradición salmantina de los maestros de lenguas, de la que son exponentes personajes como el Brocense o Correas, es la intolerancia a la falta de lógica, la idea de que ningún discurso es aceptable si prescinde de ella. De este principio emanan críticas a ciertas enumeraciones que ignoran el desnivel entre el género y las especies, como se ve en este ejemplo: Dice vuestra merced: «no solo se extiende la jurisdicción del Sirius a campos, criaturas y plantas, sino a los brutos y animales». A fuer de buen retórico divide vuestra merced, como si los brutos no fueran animales y todos no fueran criaturas. O bien este otro, donde se censura el mal uso de una conjunción causal para dos hechos independientes: Mas dice vuestra merced que don Luis se fue al cielo ‘porque murió el año de 1627'. Si esta razón basta, ¡oh quién se hubiera muerto aquel año! O este, donde se reprueba que se haga de algo singular y excepcional una descripción que puede convenir a toda una categoría que le está subordinada: y dice que el dictador era «oficio considerable en el P. R. Principado romano». Dispeream Que me maten si vuestra merced sabe qué es dictador más que la mula de Papiniano; porque la mayor dignidad que podía imaginarse no se puede llamar «oficio considerable», que de cualquier otro se dice. O el siguiente ejemplo, donde se critica la idea de que la métrica latina puede trasladarse al castellano, idioma que solo toma en cuenta el número de sílabas y colocación de los acentos. No puede reducirse a estos parámetros la distribución regular de largas y breves, propia de la métrica latina, puesto que versos latinos isosilábicos y con los mismos acentos son dispares desde el punto de vista métrico. La métrica de las lenguas clásicas se basa, pues, en un parámetro independiente de los que las lenguas romances son capaces de contemplar: Los latinos siguen la cantidad de las sílabas; nosotros, el número de acentos. Los latinos, con unas mismas sílabas y acentos, hacen diversos géneros de versos, solo mudándole la cantidad, como se podrá ver en estos ejemplos. Otros motivos generales que subyacen a la censura son principios de epistemología en materia filológica, de los cuales hemos visto algunos en el apartado anterior, como el de economía de esfuerzo y el de desechar conexiones intertextuales pleonásticas, innecesarias o indemostrables. Un tercer principio metodológico que cabría situar en este apartado es la denuncia del mal uso de los índices, cuando se encuentra en ellos un dato que uno no va a verificar en el texto del que procede, arriesgándose a confundir referentes homónimos, o ignorando el registro al que pertenece la cita: Confiésole a vuestra merced que no pude tener la risa, viendo –aunque de otros muchos, particularmente de este lugar– que vuestra merced se va por los índices de los libros y pone lo que ellos le dicen sin reparar de quién hablan. Hace allí Apolonio mención de uno de los Argonautas, compañeros de Jasón, que ni era cíclope ni tenía que ver con él con mil leguas; y viendo vuestra merced en el índice de los poetas griegos «Polyphemi velocitas», pensó que había hallado una cosa muy buena y a propósito. El mismo percance conoce Pellicer cuando critica a Góngora porque escribió «deidad, aunque sin templo, es Galatea», rebosando vanidosa satisfacción de mostrar mayor erudición que el poeta. Él sostiene que sí había templos a Galatea. Cuesta lo ataca no tanto por lo que afirma como por el modo en que cree probarlo con un texto de Luciano donde se habla de un templo dedicado a la nereida. Este Galateae templum lo ha encontrado en el índice de una edición latina o bilingüe de las obras del Samosatense, y no se percata que la expresión figura en un pasaje de la Historia verdadera que describe un país imaginario donde todo es absurdo y a contrapelo de la realidad, como si sostuviéramos que a veces se encuentran niñas vivas y enteras en el cuerpo de los lobos que las han devorado, basándonos en el cuento de Caperucita roja. Además de la lógica y el buen método filológico, lo que defiende particularmente Cuesta frente a Pellicer es cierto concepto del idioma o de los idiomas del que se aparta por completo el aragonés. Por eso se esfuerza en demostrar que este ignora del todo, punto al que volveremos, el latín e incluso el castellano. De ser cierto, se trataría de un pecado capital, puesto que su conocimiento de las lenguas es piedra angular de las pretensiones de omnisciencia del cronista, como lo sugiere la socarrona burla de Lope en el Laurel de Apolo: Ya don Jusepe Pellicer de Salas con cinco lustros solos sube al monte; Ya nuevo Anacreonte, Fénix extiende las doradas alas, que el sol inmortalice, y pues él mismo dice, que tantas lenguas sabe, busque entre tantas una que le alabe. (Silva VIII, 248-255). No es calumnia lo de «él mismo dice que tantas lenguas sabe» puesto que Pellicer escribía en El Fénix y su historia natural: Escribo las noticias del Fénix y escríbolas en el idioma de mi patria, si bien salpicadas de frases de la lengua griega, latina, francesa e italiana. Todavía en la Biblioteca redactada al final de su vida, vuelve sobre el asunto y se defiende del Laurel de Apolo que ponía en solfa sus méritos como políglota o le acusa de vanidad por estos méritos. Y es que descalificar el conocimiento de las lenguas del petulante cronista significaba destruir el más sólido fundamento de su reputación. No es casual en absoluto que Cuesta inicie su censura con estas demoledoras frases: Primero, cuánto se paga vuestra merced del ruido que en sus oídos hacen las palabras más que del sentido que en su juicio y mente deben hacer los conceptos, lo muestra bastantemente el título de la misma obra, Lecciones solemnes. Y cuando de mil partes, como adelante veremos, no se pudiera colegir que vuestra merced ni sabe latín ni romance, de este solo punto lo creyera. La argumentación que sigue y que nos parece irrebatible, se basa en que el adjetivo «solemnes», que puede ser tanto latino como castellano, es impropio aplicado al comentario de Pellicer, si lo interpretamos en su significado y uso latino; es, en cambio, muy propio en el romance castellano coloquial que gasta expresiones como «solemne pícaro», «solemne disparate o desatino». Las connotaciones burlescas de tan pomposo vocablo, muy propias de la sorna castellana, el cronista no fue capaz de percibirlas ni de temerlas, lo que demuestra que no era menos insensible a los matices expresivos de su propia lengua que incapaz de respetar el sentido auténticamente latino de un término. Esta crítica particular confluye con otras muchas, que señalan que Pellicer carece de discernimiento en materia lingüística, que no se abstiene de usar a autores griegos para documentar una expresión latina, que no distingue el texto de su traducción, y que, en términos generales, reina en su mente un completo desorden acerca de lo que se debe atribuir a cada idioma. Su conocimiento de las lenguas, desordenado y desprovisto de vigilancia crítica, tiende a una mezcolanza y a una confusión que es a ojos de Cuesta lo risible por excelencia. El mismo Pellicer lo confiesa cuando dice que «salpica» el idioma de su patria con frase griegas, latinas o francesas. Claro que colegir de ello que no sabe ningún idioma es un abuso y una exageración polémica. Por supuesto, sabe bastantes lenguas o mucho o poco de muchas lenguas, pero porque no respeta sus límites, tiende a destruirlas con su desenfrenada verborrea. La crítica, no solo personal, estriba en el conflicto de dos concepciones de la lengua. Según la que está implícita en Pellicer, existen lenguas más o menos nobles y distinguidas, y en la cúspide de esta jerarquía se sitúan, en este orden, el griego y el latín. La mejor estrategia para quien usa el castellano es dejar transparentarse en él retazos de griego y de latín, sin preocuparse mucho de las diferencias que separan a estos idiomas, ni tampoco de la corrección, exactitud y propiedad de cada uno de ellos, puesto que de lo que se trata es de impresionar al lector, presumiblemente ignorante o mediocremente docto. No importa lo que dicen las palabras tocadas o salpicadas de griego o de latín sino cómo suenan, del mismo modo que, en las interminables ristras de nombres de autores y obras, dados en abreviatura, lo de menos es que el lector aprenda o entienda algo, puesto que solo cuenta la impresión de aplastante sabiduría que recibe. La opinión de Andrés Cuesta, aprendida en Correas o compartida con él, es diametralmente contraria. Para él, cada idioma es un mundo, y todos estos mundos tienen la misma legitimidad. Lo importante, para quien maneja un idioma, es hacerlo, en la medida de lo posible, con fidelidad a sus normas explícitas o implícitas, respaldadas por el uso de quienes lo manejan o manejaban con la naturalidad y sinceridad de quienes no conocen otro. Cuantas más lenguas sepa un individuo, más debe preocuparse de no mezclarlas y de ser fiel a la propiedad de cada una, a sus usos y a su espíritu. El auténtico conocimiento del griego, del latín y del castellano debe tener por consecuencia el abstenerse de toda confusión entre ellas. De ahí la convicción de que la etimología, basada en el parentesco de las lenguas, no debe suponer una subordinación del derivado a su supuesto étimo. La ortografía debe acercarse lo más posible a la pronunciación. Y en cuanto a la forma misma de la palabra, la etimología carece de toda legitimidad para imponerla y la norma debe estar rigurosamente basada en el uso, sobre todo en el de aquellos que conocen íntimamente las cosas del mundo al que las palabras se refieren. Este principio tiene mayor validez cuanto más vivo y observable sea el uso en nuestra realidad. Y mayor también, claro está, cuando quien pretende legislar en nombre de la etimología lo hace atropellada y ridículamente, sin conocimientos y precauciones metodológicas suficientes: Esta voz alcándara dice vuestra merced que es griega, y da una ridícula etimología. No disputo de ella, porque quisiera notar solo lo que todos, y vuestra merced también, pueda entender. Mas reparo en que dice vuestra merced que no se ha de leer alcándara, sino alcandora. Semejante es vuestra merced a Herrera, que en el comento a Garcilaso dijo que no se había de leer ruiseñor sino ruiseñol, y da una razón tan ridícula como otras que suele. Yo solo digo que en los vocablos que ya no se usan, como son todos los griegos y latinos, y muchos de las Partidas, puede haber disputa si se han de leer de esta o de aquella manera y lo más cierto es, aunque no lo afirmo, acomodarnos a las etimologías, como Poliziano escribía adulescens y muchos Vergilius, de que hay sobrados ejemplos. Mas en los vocablos que usamos no se ha de mirar sino cómo pronuncia un vulgo, y de aquella manera se ha de escribir y hablar. En los vocablos raros –así llamo los que solo usan los de algún oficio–, ver cómo los pronuncian los tales, y aquella es su verdadera pronunciación. Todos los cazadores dicen alcándara; los libros escritos no tienen otra cosa. En todas las impresiones de Celestina está: «Abatióse el girifalte y fuile a enderezar en la alcándara» y en los demás libros también. Y quien latín no sabe, no ha de procurar ir, a título de griego, contra el corriente de lo que se pronuncia en toda España. Esto no significa que haya que abstenerse de enriquecer un idioma con palabras nuevas, cuando estas son significativas y forjadas de modo transparente, con la base de un conocimiento de primera mano del idioma extranjero del que son préstamos. Hay al menos dos ejemplos, que hayamos visto, de neologismos griegos usados por Cuesta, y que deben de tener pocos o ningún antecedente, a juzgar por los diccionarios y por el Corpus diacrónico del español: «antagonista», para definir la relación entre Pellicer y su rival Salcedo, y «grafomanía», para diagnosticar la enfermedad que afecta a la escritura del aragonés. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los usa con intención satírica y que, por ello, la pedantería que implica su uso cobra un matiz de humor o de burla. También es indicio de su buena conformación que se trate de términos aclimatados en el castellano de hoy. Por otro lado, parece que su planteamiento de una norma fundada en el uso común de los hablantes debería llevar a Cuesta, como a Correas, a desaprobar una poesía erudita como la de Góngora. Nos encontramos con todo lo contrario: Correas califica a Góngora de sublime y lo coloca, junto con Lope de Vega, en la nómina de sus contemporáneos cuya excelencia prueba que el castellano ha llegado a su edad de oro. Cuesta admira a Góngora, también por la calidad de su erudición, y lo respeta tanto que en ningún caso se atreve a enmendarle la plana en virtud de su mayor conocimiento de las lenguas y los autores ni en virtud de ningún precepto decretado por los doctos. Y es que el purismo de estos grandes gramáticos no consiste en aferrarse a un casticismo que rechazaría cualquier influencia griega o latina como contaminación. Quieren más bien que la incorporación de elementos alógenos se haga desde un completo dominio del castellano y un profundo conocimiento de los clásicos y que se inserte el giro extranjero con un genial discernimiento de sus posibilidades de producir sentido y de ensanchar el castellano sin traicionar su espíritu. De ahí su incondicional deferencia ante los grandes poetas. Son grandes los poetas cuando no tiranizan el uso sino que lo crean, e imponen su idiolecto a los que hablan el idioma, sin que estos lo sientan. De este dialecto o lengua extranjera de los poetas, que pronto se hace propia, hablaría más tarde Vázquez Siruela, de quien Cuesta fue amigo, en su Discurso sobre el estilo de don Luis de Góngora. Hay, en definitiva, discrepancia entre Cuesta y Pellicer en cuanto al concepto mismo de español o castellano. Para Pellicer las palabras castellanas son todas bárbaras, puesto que descienden de palabras latinas o griegas, pero a costa de una viciosa alteración: son bárbaras porque esta deformación es fruto de la ignorancia, o porque todo lo que no sea griego o latino es bárbaro. Tal vez por ello pretende estar haciendo un glosario hispano-bárbaro, lo que desencadena las iras de Cuesta. Para este, que recicla un tópico humanista, las lenguas son mortales: van creciendo hasta una edad adulta en la que conocen su esplendor o lo que es lo mismo, en la que coinciden con su verdadera identidad. Con respecto a este momento de apogeo, puede medirse la barbarie de dicciones o construcciones anteriores o posteriores, bárbaras o por arcaísmo y rudeza infantil o por degeneración senil. Para Cuesta, lo que supone otro humanismo más racionalista que el de los idólatras de las lenguas clásicas, el castellano (que no distingue del español) es una lengua que ha llegado política y literariamente a su madurez y cuyas palabras, independientemente de su origen, tienen una forma autorizada por un uso presente y vivo, y son clásicas porque las utilizan grandes escritores. Sólo en el futuro momento de declinación de la lengua, inevitable, habrá palabras hispano-bárbaras, porque estas palabras clásicas sufrirán alteraciones en su forma o porque aparecerán otras nuevas, que el idioma propio no tendrá ya la fuerza de hacer verdaderamente suyas. 7. Otras cuestiones 7.1 La ortografía de Cuesta La presente edición retoma la ya publicada en 1985, aunque en este caso se han modernizado los textos. Pese a ello, cabe señalar las características ortográficas de Cuesta (desaparecidas con esa modernización), dado que, como gramático, seguía unos criterios bastante fijos y de una manera muy consciente. Como hemos apuntado ya, nuestro autor fue discípulo de Gonzalo Correas. Conoció las doctrinas de su Arte de la lengua española y compartió muchas de las normas de la Ortografía kastellana, pero sin llevar demasiado lejos la tendencia de los paladines del fonetismo. Aunque no atendiésemos escrupulosamente a los hábitos ortográficos de Cuesta, pronto le veríamos en contra de la corriente etimologista y latinizante, participando con sus opiniones y con sus hechos del principio quintilianista que fomentaron, con más o menos innovaciones, Nebrija, Juan de Valdés, Mateo Alemán o el maestro Correas. Los dos presupuestos ortográficos más firmes de Cuesta son los del uso de la i latina y de la n ante bilabial. La conjunción copulativa se escribe siempre i, y el uso de tal grafía se extiende a todos los casos y en todas las posiciones: creiere, cuias, aia (‘haya'), constituien, mui, io, ia, etc. Es también general el uso de la n ante b y p; las pocas excepciones son curiosas y significativas, porque se producen siempre en contextos especiales (citas o recuerdos clásicos, términos eruditos o latinismos, bromas lingüísticas...). Por otro lado, nuestro licenciado quiere evitar –y lo consigue– todo uso de la u con valor consonántico; bastará recordar, en esa línea, la afinidad con la rigurosa distinción de Correas, quien se empeñó en que la imprenta fundiera una u mayúscula inexistente hasta entonces. Piénsese solo que Cuesta llegaba a incorporar esa U incluso a los textos latinos que escribía o copiaba (aun cuando el original, en nuestro caso Pellicer, trajese siempre V), y que, en cuanto pudo, echó mano de tal tipo de imprenta en la portada y los preliminares de la Alegación. En el sistema implícito de Cuesta, contrario a la tendencia etimologista, se evitan los grupos cultos y las consonantes dobles o duplicadas (cc, mn, ct, pt, gn, sc), como también la x, en posición implosiva (leción, solene, esagerar, esplicar, dicípulos, conceto, sinifica… aunque algunas veces leamos, excepcionalmente, lecciones y significar). Tampoco faltan las vacilaciones, que afectan primordialmente a la oposición b / v (las formas dominantes volver, volvedor, bervos, bocablos, bocabulario alternan con las menos frecuentes bolver, bovedor, verbos, vocablo o vocabulario). La v domina en el interior de la palabra, con soluciones nada excepcionales en la costumbre ortográfica de los Siglos de Oro. Más llamativa es la vacilación entre c y z (romance frente a romanze; hacen, hacían frente a hazer; contradecir, decimos frente a dezir, dizen, etc.). En cuanto a la h inicial, aparece en ejemplos consagrados por el uso o la aspiración (hacer, hallar y derivados), pero la norma es la ausencia en los demás casos: aver, avría, uviera, onbre, istoria, Omero, Oracio (aun cuando se le escape algún Homero si tiene cerca el texto de Pellicer), en connivencia con un presupuesto de Correas. En la ortografía de Cuesta conviven, con pareja función, los grafemas x, g y j, si bien el primero nunca aparece en posición inicial: dexo, dixo, exenplo, dexando, esagerar, corregir, tragedias, etimología, juicio, juntarse, hijo, junto a colige, debaxo y un largo etcétera. Asimismo, otras vacilaciones o grafías aisladas extrañas al hábito de Cuesta que cabe destacar son: filósophos, raçones, enrriquezido junto a enriquezen (con la doble grafía que defendía Correas en estos casos y que abunda en los manuscritos de la época), y latinizaciones como stadios o inteligentia. Y para terminar, vacilaciones aisladas en el vocalismo como quiriendo o difinitiva. Como se observará en esta edición, no pocas veces Cuesta amonesta a Pellicer por cuestiones gramaticales y ortográficas, lo que rubrica, sin duda, el prurito lingüístico de nuestro autor. 7.2. Ser o no ser griego: ‘that is the question' Mas ya que vuestra merced se puso a describir a Europa, ¿por qué, preciándose tan de griego, se olvidó vuestra merced de Grecia? Llama la atención en la Censura de Cuesta el gran espacio concedido a un objetivo que puede parecer secundario, demostrar que Pellicer se pone en ridículo siempre que quiere ostentar su dominio del griego. Veamos, entre muchos pasajes significativos, el siguiente: Dice vuestra merced que redil vino «de reptile, lugar donde se recogen las ovejas», y que «es voz de que usó Píndaro, Pyth. od. 1». Lo primero, reptile no sé que sea en aquella significación voz latina, y, cuando lo sea, no entiendo cómo diablos Píndaro pudo usar de ella, supuesto que escribió en griego y no supo más latín que yo arábigo, o vuestra merced, griego. Como se verá en las notas, la palabra reptile aparece, efectivamente, en la traducción latina de la oda por Henri Estienne, para describir metafóricamente los torrentes serpentinos de lava que vomita el Etna. Pero Pellicer comete dos dislates de bulto: primero, confundiendo la traducción con el original y diciendo que «de esta voz usó Píndaro», y segundo, dando a reptile un significado espurio, que no tiene ni en el texto de Estienne ni en otro, el de «lugar en que se recogen las ovejas». Autoriza así una extravagante ocurrencia de su propio caletre con desfachatez asombrosa, sobre una simple paronimia entre dos términos, uno castellano y otro latino, y sobre el imposible uso de una palabra latina por un poeta griego arcaico, cuya antigüedad y fama de grandeza lo hace venerable. Todo ello porque todas las lenguas son una sola en su concepto, la lengua poliédrica y polícroma del ventrílocuo don Josef Pellicer de Ossau y de Salas y Tovar. Veamos un segundo ejemplo, no menos interesante. Comenta Cuesta con sarcasmo la frase de Pellicer, «Véase el soldado veinticuatro de los cincuenta de don Lorenzo Ramírez». El autor de las Lecciones solemnes llama soldado a un capítulo de la obra de Ramírez de Prado porque esta se titula Πεντηκόνταρχος sive quinquaginta militum ductor, ‘Pentecontarco o capitán de cincuenta soldados' y está dividida en cincuenta capítulos, metafóricamente soldados. Al manejar la metáfora como si la tomara al pie de la letra, Pellicer hace un chiste para iniciados, y se muestra sin duda, en su opinión, ingenioso y faceto. Para Cuesta, no solo da prueba de muy mal gusto, sino que induce a error al lector, lo que es imperdonable. Por lo cual concluye: Así, suplico a vuestra merced que, cuando más claramente pueda vuestra merced hablar en griego que en romance, hable en griego, y procure no ser singular en cosas que, quien lo es, es figura. En otro lugar, y será nuestro último ejemplo, Cuesta se detiene en una enrevesada digresión de Pellicer acerca de la estrella Sirius y las enfermedades que provoca (entre otras cosas, hastío o falta de apetito y dificultad respiratoria), donde razona que kauma (calor) en griego y nasma en hebreo son lo mismo que asma, «porque quitada la n del hebreo y la k del griego, dice en español asma» (col. 178). Sobre esta olla podrida de varias lenguas, comenta Cuesta: Fuera de esto, que vuestra merced no sabe leer griego, sino que lo pinta cuando lo escribe, se colige de que dice que quitando la k de kauma queda asma, y no queda sino auma. Lo mismo le sucedió a vuestra merced en la palabra hebrea נאסמ, nasma, de la cual si quitamos la n queda, según vuestra merced piensa, asma; mas engáñase vuestra merced, que los hebreos no tienen vocales, y si quitamos la n es fuerza que se quite juntamente con ella la a, y así quedará en hebreo שֶׁ֫מַע, sema. En esto se ve qué grande hebreo es vuestra merced. Pese a su astuto disimulo y descarada exhibición, Pellicer comete a veces un tipo de error que de repente lo pone al desnudo como el rey Midas al quitarse la mitra. En estos casos, da pie a la sospecha que ni siquiera conoce las letras griegas, y que cuando las escribe, lo que hace es pintarlas, reproducir su aspecto exterior como lo haría un analfabeto. El gigantesco erudito ignora, pues, el principio mismo de las letras, no tiene las primeras letras. Cuesta tiene ojo de lince para desmontar la mistificación, y sin embargo corre el riesgo de parecer quisquilloso y de montar «tragedias» a propósito de menudencias (de lo que acusa al mismo Pellicer cuando este, con su acostumbrado engreimiento, reprende al gran Casaubon sobre la ortografía de la palabra «Fénix») Cabe sospechar que, si el olmedano le da tal importancia a un asunto baladí, es porque, en su condición de helenista, velaba celosamente sobre el territorio de su especialidad y mordía los tobillos de los osados que penetraran en ese exquisito reducto sin las credenciales de largos y serios estudios. Algo de ello hay, indudablemente, pero sus motivos no son solo los de un espíritu corporativo o de parroquia. Es más importante ver que, al velar sobre la autenticidad del griego, viene a coincidir con una preocupación que sobrepasa a su persona e incluso a su grupo profesional. Quizá la hallamos en su forma más enérgica en Góngora, quien, obviamente, no era helenista profesional, y que tuvo buen cuidado de que nadie pudiera saber a ciencia cierta si sabía el griego o lo ignoraba. Sin embargo, en algunos de sus versos satíricos contra Quevedo, a vueltas de acusaciones más serias, como la de ser intrigante y traicionero, y denuestos más groseros, como el que lo moteja de cojo y de borracho, no se priva de tacharlo de ignorancia del griego y de la pedantería de pretender saberlo: Con cuidado especial vuestros antojos dicen que quieren traducir al griego, no habiéndolo mirado vuestros ojos. El asunto del griego mal sabido también se entromete en la polémica entre Pellicer y Lope de Vega, cuya enemistad tuvo motivos profundos y expresiones violentas, por alusiones dispersas y, de modo patente, en uno de los sonetos satíricos de las Rimas de Tomé de Burguillos, que Lope dirige a su amigo, Francisco López de Aguilar: Que en este tiempo muchos saben griego sin haberlo estudiado Das en decir, Francisco, y yo lo niego, que nadie sabe griego en toda España, pues cuantos Helicón poetas baña, todos escriben en España en griego. Para entender el Venusino ciego, querrás decir, por imposible hazaña, si a las lenguas la ciencia no acompaña, lo mismo es saber griego que gallego. Cierto poeta de mayor esfera, cuyo discipulado dificulto, de los libros de Italia fama espera. Mas porque no conozcan por insulto los hurtos de Estillani y del Cabrera, escribe en griego, disfrazado en culto. El soneto, muy conocido y citado, tiene dificultades no del todo resueltas, pero se entiende suficientemente que es un ataque contra los cultos, como llaman Lope y otros a los seguidores de Góngora. Estos gongorinos (ahora, todos los poetas de España tocados de la misma enfermedad) posiblemente sepan lenguas, pero como la ciencia no las acompaña, su conocimiento del griego no es superior en quilates al del gallego (donde se ve, de paso, que la consideración por esta última lengua no era demasiado grande). Por lo demás, sepan o no la lengua de Platón, lo cierto es que escriben todos en griego, es decir, en una jerga incomprensible. En el fondo, lo que saben, en el mejor de los casos, es italiano, y por eso imitan, o más bien plagian, a Stigliani y a Chiabrera. Pretenden tapar a la vez sus hurtos y su ignorancia, escribiendo en griego (o lo que es lo mismo, escribiendo cosas sin sentido), pero griego disfrazado en culto, disfrazado de auténtica erudición, nunca mejor demostrada que cuando uno prueba que conoce la lengua de Píndaro y de Aristóteles. Fuera quien fuera la persona o personas a quien apuntaba Lope, lo cierto es que Pellicer se dio por aludido, a juzgar por un furibundo soneto escrito en respuesta a este, que encontró en un manuscrito y publicó Juan Manuel Oliver: A un poeta que decía que en España no había quien supiese la lengua griega Que ninguno en España entiende el griego, afirma un maldiciente encanecido, cuando él en el idioma que ha nacido y habló ochenta años, se nos muestra lego. Sus escritos dirán, pliego por pliego, la ignorancia abundante que ha tenido, pues siendo tantos, todos han salido dignos de la pimienta y aun del fuego. ¡Oh caduca insolencia! ¡Oh pluma loca, que, a tu patria, satírica, disfamas, con negarla aquella ática noticia! Selle plomo legal tu infame boca, para que ardiendo en tus mentales llamas, tu envidia te castigue tu malicia. Se reconocen aquí los temas de la sátira de Pellicer contra Lope, el motejarlo de viejo caduco, de charlatán que llena papeles con bazofia solo buena para envolver especias o para encender el fuego, y finalmente de envidioso. Pero dejando aparte los odios personales que impregnan esta y las demás invectivas que hemos visto, interesa lo que revelan sobre los valores vinculados al griego entre los literatos españoles de esta primera mitad del xvii. Por un lado, es lengua de inmenso prestigio, cuyo conocimiento se percibe como suprema distinción de un hombre de letras. Sin embargo, esta alta consideración es ambivalente. Desde sus inicios y de modo creciente, el helenismo se topa en España con dificultades mayores que las que conoce en otros países, algo en que coinciden cuantos se han interesado por el tema. De estas dificultades parecen ser los principales responsables, por un lado, la pobreza de la imprenta y la mezquindad del mecenazgo; por otro, una censura que considera como sospechoso el humanismo cuando no se limita al latín. Esto, a su vez, se explica porque el griego es una de las lenguas bíblicas y que, por lo tanto, desde el griego, se puede poner en entredicho la interpretación canónica de la Escritura por la Iglesia romana; por otra parte, los mayores helenistas de los siglos xvi y xvii gravitan en la órbita protestante y son hugonotes franceses o suizos, calvinistas o arminianos holandeses, o luteranos alemanes y reformados ingleses. Todo lo cual no impide que el griego se siga estudiando en varias universidades españolas y principalmente en la de Salamanca, y que se dispensen clases de este idioma en ciertos colegios jesuitas como el Colegio Imperial de Madrid. No significa tampoco negar que haya aportes españoles al helenismo, especialmente en lo que se refiere a la gramática, a la edición de textos (escasísima, hay que reconocerlo, en comparación con otras partes de Europa) y algunas traducciones al castellano de autores griegos, que pocas veces, sin embargo, consiguen salir de la tutela del omnipresente latín. El fenómeno es complejo y no deja de ser objeto, hoy mismo, de asedios que completan, y a veces matizan, este panorama. Lo que se percibe con certeza, en cuanto uno se asoma a la cuestión, aunque sea desde lejos, es una cierta marginalidad del griego, que pudo tener incidencia en la trayectoria poco afortunada de Andrés Cuesta, quien abandona su cátedra salmantina para acabar en Granada y que solo imprime la Alegación, un texto ajeno que no pudo circular. Es indudable el carácter minoritario de esta lengua, su fama de dificultad insuperable (fama que, por supuesto, no se limita a España), que explica los fáciles equívocos y chistes del soneto de Lope que hemos visto. Saber griego es algo admirable y envidiable, porque el idioma tiene muchísimo a su favor: ser lengua bíblica y patrística; lengua de los mayores filósofos, matemáticos y científicos; lengua de grandes historiadores y geógrafos; lengua de Homero y de Píndaro, respectivamente príncipes, como se decía, de la poesía heroica y de la poesía lírica; idioma que, durante varios siglos, tenían que manejar con soltura los romanos que querían destacar en cualquier ámbito del gobierno, las armas o las letras; especialidad de los humanistas y gramáticos más admirados como Guillaume Budé, Henri Estienne e Isaac Casaubon. Y, sin embargo, la dificultad y rareza de su aprendizaje, sobre todo en España, hacen que muy pocos puedan cerciorarse de la competencia de quienes pretenden saberlo. Es fácil simular que uno lo sabe puesto que la masa de los lectores, incluso relativamente cultos, es incapaz de desenmascarar al impostor. De ahí que los que lo saben de verdad se arriesguen a ser confundidos con estos impostores, estos pedantes que fingen o exageran su competencia en lo que llama Góngora «ático estilo» y Pellicer «ática noticia». Es un factor más que explica que muchos jóvenes curiosos y amantes de las letras no se animen a aprender griego: ese vínculo difícil de soltar que lo une a la pedantería y figurería, para usar un concepto de Gracián que queda apuntado en el texto de Cuesta. Con semejante panorama al fondo, el texto y el autor que editamos permiten discernir que toda esta problemática interfiere, de modo curioso, con la polémica gongorina. Creemos que es una de las vetas que la recorren y que aflora con mucha fuerza en nuestro texto. Lo cierto es que los helenistas del siglo XVII, flor y nata de los hombres de cultura, por lo general admiran a Góngora, como si reconocieran en él algo de la estética griega de lo sublime. Naturalmente hay excepciones, como Quevedo, que sabe algo de griego y traduce a autores griegos, aunque tampoco puede llamársele propiamente helenista. Parece haber una afinidad electiva entre dos grupos igualmente minoritarios, a un tiempo sospechosos y admiradísimos, que viven en dos mundos cerrados para el profano, donde se celebran grandiosas y misteriosas ceremonias y donde, al amparo de la opacidad del idioma, se abre un espacio para la libertad de palabra, para el erotismo y para la crítica. También se cuentan en las filas de los defensores de Góngora algunos que se hacen pasar por helenistas, en virtud de una especie de esnobismo de la sabiduría y a quienes los auténticos sabios miran con desprecio, como a impudentes impostores. Sin embargo, hay que reconocer que, si Pellicer fue uno de ellos, también hizo mucho más por la fama de Góngora, para darlo a leer y a entender en su tiempo y en el nuestro, que personajes como Cuesta o Vázquez Siruela, de mayor talla intelectual pero mucho más cohibidos por su propia honestidad y por negarse al compromiso, a la facilidad y a la adulación. 8. Conclusión Ya Dámaso Alonso comentó magistralmente las relaciones entre la obra de Andrés Cuesta y las Lecciones solemnes de Pellicer, mostrando las burlas y desacuerdos del sagaz licenciado y dejando ver alguna vez su crítica algo quisquillosa y despectiva de la erudición ajena. Cada comentarista esperaba de sus colegas un desliz o un despiste. Si advertía el primero, estaba asegurada la crítica mordaz –más o menos risible, según la habilidad de cada cual–; si el segundo, el lector se podía preparar para una ‘inédita' ristra de erudición amazacotada. Y es que «en esto del garlar todos los comentaristas tenían el tejado de vidrio». No obstante, en este caso cabría destacar la familiaridad con que Cuesta se vale de la guerra particular que mantuvieron Lope de Vega y Pellicer. Buen conocedor de esa disputa, el olmedano se divierte recordándole al comentarista las referencias bibliográficas que más podían dolerle. A la vista del combativo prólogo de las Lecciones solemnes (ahí Pellicer ostenta su juventud y critica ofensivamente a Lope), Cuesta contradice filológicamente el presuntuoso lema del mozo que trabucaba otro del Fénix. O acude al dramaturgo (aunque «está dudoso») para ilustrar algún ‘error significativo' de Pellicer. Como en Cascales (Cartas filológicas, II, iii), en Cuesta se siente la alternancia entre la alabanza de la gramática y la conciencia de su mala reputación. Los gramáticos («de que Dios nos libre», añadiría Lope de Vega) y su oficio son un tema fundamental en Cuesta y en la época, y, para comprenderlo, nada mejor que leer el delicioso pasaje de la dedicatoria de la Alegación, donde habla, con humorística auto-depreciación, de los «fiscales de períodos, persecución de toda impropiedad, expulsores de acentos y espulgadores de ápices». Mucho de su profesión acarrea Cuesta gozosamente al encargarse de las Lecciones solemnes. Y, a ratos, parece que con él no cuadra aquello de que felix Grammaticus non est. Un estudio estilístico comparativo de la producción del licenciado debería hacernos hablar, además, de los muchos opúsculos satíricos de tema literario y las muchas censuras que comparten con la suya toda una tradición de modismos, latinismos y agudezas burlonas que los humanistas aplican a sus opúsculos polémicos. En las notas damos cuenta, en lo posible, de tales paralelos, atendiendo preferentemente a las demás obras de la batalla gongorina y a las que mantienen con ella una afinidad más o menos destacada. Y tampoco desatendemos la relación de algunas tonalidades festivas de la Censura de Cuesta con el lenguaje particular de las pullas universitarias y las disputas docentes de la época. Casi todos los humanistas españoles de aquella época verían en Pellicer un retrato exasperado de su propia condición. Como aquella sabiduría paciente y azorada, como la desmesura que ocultaba a veces la joya de la burla o de la brillante interpretación. Y los textos de Cuesta, en definitiva, no son sino la prueba de todo ello. 9. Establecimiento del texto Los folios 282r-435v del ms. 3906 encierran, como habíamos apuntado ya, toda la labor gongorina de Cuesta. No se conocen más copias, y los testimonios que poseemos, sin duda de ninguna clase, son autógrafos. Basta repasar las tachaduras que motean el manuscrito: esconden cambios de redacción que no pueden sino deberse al autor. Lógicamente, pueden existir ciertos tipos de error de copista, porque no en vano al autor también pueden írsele los ojos a una palabra escrita ya, pero nunca se darán, por caso, errores del tipo de la omissio ex homoioteleuto (por anticipación de una palabra posterior o salto de igual a igual). Los puntos textualmente significativos de la Censura y las Notas al «Polifemo» están implicados en fallos típicos del dictado interior (palabras o frases sin terminar, por ejemplo) o en variantes de redacción. Todas las labores gongorinas de Cuesta quedaron sin terminar. Quizá emprendió también otras, porque alguna vez dice estar haciendo «tratado aparte» de algún aspecto particular, pero hasta el momento no se tiene noticia de nada más. Como hemos señalado más arriba, el texto de la Censura de la presente edición retoma el de la edición de 1985 (que daba la Censura completa, o mejor dicho daba completo el testimonio que nos queda de ella, testimonio de un escrito que quedó truncado), aunque adaptando el texto a los criterios del proyecto ∏ólemos). En cambio, en el caso de las Notas al Polifemo, José María Micó no editó el testimonio completo, que consta, como hemos dicho, de una serie continua de notas al hilo de las octavas del Polifemo que se interrumpe poco antes del final del poema, sino unos cuantos fragmentos que le interesaron (y que no son notas completas sino trozos de ellas). Si hemos renunciado a editar esos fragmentos, que el lector interesado podrá ver en la publicación de 1985, es porque los criterios de la publicación en ∏ólemos implican que se editen los testimonios completos, y no seleccionando lo que nos parece más interesante, con criterios que solo son válidos de modo circunstancial y variable. La anotación de los textos pretende aclarar los problemas literarios, bibliográficos, históricos y culturales que plantea la labor de Cuesta. Era imprescindible trabajar con los libros que, presumiblemente, manejaron los humanistas españoles de los siglos xvi y xvii, y aunque esto no ha dejado de acarrear dificultades insolubles, la necesidad de tal proceder debería ser común a toda edición de textos antiguos; el trabajo de Cuesta, en definitiva, no solo refleja el interés que suscitó el comento pelliceriano de la obra de Góngora o la justificada envergadura que esta alcanzó, sino el de una actitud intelectual exigente que nunca volvería a repetirse, con la misma intensidad, en toda la historia de la poesía hispánica. 10. Bibliografía 10.1 Obras citadas o consultadas por el polemista Ariosto, Ludovico: Apolonio de Rodas: Botero Benés, Juan (Giovanni Botero): Calepino, Ambrosio: Catulo: Cervantes, Miguel de: Constantino VII Porfirogéneta (emperador): Covarrubias, Sebastián de: Erasmo: Estienne, Henri: Eustacio (arzobispo de Tesalónica): Fernández de Córdoba, Francisco: Galeno de Pérgamo: Herrera, Fernando de: Horacio Flaco, Quinto: Lectius, Jacobus (Jacques Lect): Luciano de Samosata: Meursio, Juan: Nebrija, Elio Antonio: Nizolio, Mario: Ovidio: Persio Flaco, Aulio: Pellicer, José: Píndaro: Plinio: Poliziano, Angelo: Quintiliano: Raderus, Matthaeus (Mateo Rader): Rojas, Fernando de: Ramírez de Prado, Lorenzo: Teócrito: —, Idilios. Tralliano, Alexandro: Valerio Máximo: Vega, Lope de: Virgilio: 10.2 Obras citadas por el editor 10.2.1 Manuscritos Cuesta, Andrés: Vázquez Siruela, Martín: 10.2.2 Impresos anteriores a 1800 Arbolanche, Jerónimo de: Cicerón, Marco Tulio: Constantino VII Porfirogeneta (emperador): Correas, Gonzalo: Díaz Rengifo, Juan: Erasmo, Desiderio: Estienne, Henri: Estienne, Robert (Roberti Stephani): Forcellini, Egidio (Aegidio Forcellini): Homero: Isla, José Francisco de: Lorini, Giovanni: Luciano de Samosata: Marcial, Marco Valerio: Nani Mirabelli, Domenico: Pantoja de Ayala, Pedro: Pellicer y Tovar, José: Pollux, Julius: Quevedo, Francisco de: Salcedo Coronel, José García de: Stigliani, Tommaso: Stobeo, Giovanni: Suetonio (Gaius Suetonius Tranquillus): Vega, Lope de: 10.2.3 Impresos y ediciones digitales posteriores a 1800 Alemán, Mateo: Alonso, Dámaso: Angulo y Pulgar, Martín de: Antonio, Nicolás: Arbolanche, Jerónimo de: Arco y Garay, Ricardo del: Arellano, Ignacio: Aristóteles: Artigas, Miguel: Asensio, Eugenio: Barreda y Leirado, Cayetano Alberto de la: Béhar, Roland: Blanco, Mercedes: Bouza, Fernando: Carilla, Emilio: Caro, Rodrigo: Cascales, Francisco: Castillejo, Cristóbal de: Cervantes, Miguel de: Céspedes, Valentín de (alias Juan de la Encina): Cicerón, Marco Tulio: Colón Calderón, Isabel: Conde Parrado, Pedro: Pezzini, Sara y Conde Parrado, Pedro: Constantino VII Porfirogéneta (emperador): Contreras, Alonso de: Correa Calderón, Evaristo: Correas, Gonzalo: Cotarelo y Mori, Emilio: Covarrubias, Sebastián de: Cuesta, Andrés: Cruz Casado, Antonio: De Andrés, Enriqueta: Díez Echarri, Emiliano: Egido, Aurora: Elvira, Muriel y Plagnard, Aude: Elvira, Muriel: Entrambasaguas, Joaquín de: Esperabé Arteaga, Enrique: Espinel, Vicente: —, Vida de Marcos de Obregón, ed. Samuel Gili Gaya, Madrid, Espasa Calpe, 1969-1970, 2 vols. Fernández de Córdoba, Francisco: Fernández de Navarrete, Eustaquio: Fernández Duro, Cesáreo: Ford, Philip: Gallego Morell, Antonio: Galbarro García, Jaime: Gates, Eunice Joiner: García Carrafa, Alberto y Arturo: Gil, Luis: Godoy Alcántara, José: González Palencia, Ángel: Gracián, Baltasar: Herrero García, Miguel: Herrero Salgado, Félix: Homero: Iglesias Feijoo, Luis: Izquierdo, Adrián (ed.): Jauralde Pou, Pablo: Jáuregui, Juan de: Jenkins, Romilly J. H. (ed): Jordán de Urríes y Azara, José: Kagan, Richard L.: Kripke, Saul: López Bardón, Tirso: López Pinciano, Alonso: López Ruiz, Antonio y López Cruces, Antonio José (ed.): Marías, Fernando: Mañas Nuñez, Manuel: Martínez Arce, María Dolores: Menéndez Pelayo, Marcelino: Menéndez Pidal, Ramón: Micó, José María: Montero, Juan: Muñoz Sánchez, Juan Ramón (ed.): Núñez Rivera,Valentín: Oliver, Juan Manuel: Orozco Díaz, Emilio: Ortega Mentxaca, Eneko: Pellicer de Salas, José de OBVIL, 2018. —, Segundas lecciones solemnes, ed. Valentín Núñez, Paris, Sorbonne-Université, LABEX OBVIL, 2019, https://obvil.sorbonne-universite.fr/corpus/gongora/1638_segunda-lecciones Omata Rappo, Hitomi: Pérez Martín, Irene: Pfeiffer, Rudolf: Ponce Cárdenas, Jesús: Portús, Javier: Pozuelo Calero, Bartolomé (ed.): Prete Jacopín: Quevedo, Francisco de: Reyes, Alfonso: Reynolds, Leighton Durham y Wilson, Nigel Guy: Rico Verdú, José: Rodríguez Conde, Raquel y Valiente Romero, Antonio: Rodríguez Marín, Francisco: Rojas, Fernando de: Rosenblat, Ángel: Rozas, Juan Manuel: Rufo, Juan: Ryan, Hewson A.: Saavedra Fajardo, Diego: Sánchez Prieto, Ana-Belén: Salas Álvarez, Jesús: Santiago Vela, Gregorio de: Shchavelev, Aleksei S.: Solís de los Santos, José: Stefan, Silvia -Alexandra: Tobar Quintanar, María José: Usunáriz Iribertegui, Miren: Vega, Lope de: Vignau, Vicente y Uhagón, Francisco R.: Villar, Francisco de: Villalón, Cristóbal de: Viñas, Antonio: Walther, Hans: Zabaleta, Juan de: Zappala, Michael O.: **** *book_ *id_body-3 *date_1635 *creator_cuesta Texto de la edición Censura a las Lecciones solemnes de Pellicer Primero, cuánto se paga vuestra merced del ruido que en sus oídos hacen las palabras más que del sentido que en su juicio y mente deben hacer los conceptos, lo muestra bastantemente el título de la misma obra: Lecciones solemnes. Y cuando de mil partes, como adelante veremos, no se pudiera colegir que vuestra merced ni sabe latín ni romance, de este solo punto lo creyera. Si miramos qué significa solemnis en latín, es aquello que en señalado día se hace cada un año. De aquí Valerio Máximo llamó a las ceremonias statas solemnesque, porque en cierto tiempo se hacían. Dejo infinitos lugares. De aquí, las lecciones que los maestros leen en las escuelas: porque se leen en público y a hora determinada, y porque se suelen leer cada año, se llaman lectiones solemnes, y aunque estas se impriman después obtienen el mismo título. Así, podemos llamar solemnes lectiones gran parte de las obras de Cujasy otros que, después de haberlos leído públicamente a sus discípulos, imprimieron sus escritos o, como dicen vulgarmente, sus materias. Mas aquello que vuestra merced no leyó en hora determinada –si no es que fuese en su aposento– ni comunicó con nadie –porque ninguno habría, por idiota que fuese, que, siendo verdadero amigo, no le advirtiese a vuestra merced de tantos disparates–, no sé, por Dios, qué se pensaba vuestra merced cuando se le ofreció que lo podía llamar Lecciones solemnes. Esto es si tomamos el solemnes en significación latina. Vamos a la nuestra. En romance, solene (que así debe escribirse, y no, como vuestra merced, solemnes) llamamos casi lo mismo que los latinos, bien que se ha coartado a significar alguna fiesta o procesión que con mucho concurso se celebra; y más ordinario decimos que se hace ‘con mucha solemnidad' para exagerar la grandeza con que se celebra. Y no sé que pueda juntarse bien con otro sustantivo , si no es que a lo burlesco digamos de uno que es ‘solemne persona' o ‘solemne pícaro', y ‘solemne disparate o desatino'. Así, si vuestra merced hubiera intitulado su comento Disparates solemnes se hubiera ajustado más a la significación y uso del vocablo, y no se pudiera hallar otro título que con tanta comprehensión dijera lo que en el libro se contiene. Fuera de esto, en la misma página pone vuestra merced una sentencia latina cuyas palabras son Summa infelicitas invideri a nemine. Vuestra merced suele en esta obra decir que es mal coronista (o, si vuestra merced quiere, aunque mal, cronista) de las fábulas. Y cierto tiene razón, pues siendo una de las principales obligaciones del comentador explicar las historias y fábulas del poeta que interpreta, siempre nos remite vuestra merced a los libros que ha oído decir que trataron de ellas. Mas aquí yo, como gramático, digo que vuestra merced es muy mal volvedor de activa en pasiva, porque habiendo, con la modestia acostumbrada, el insigne Lope Félix de Vega en su Laurel de ApoloSumma felicitas invidere nemini, vuestra merced, queriendo contradecir en alguna manera esto, dijo Summa infelicitas invideri a nemine, en que quiso vuestra merced decir que era suma infelicidad no ser envidiado de ninguno. No disputo de la sentencia, que muy conforme es con una que vulgar anda de Píndaro y celebrada con un epigrama griego que, traducido, puede vuestra merced haber visto. Yo, aunque pudiera alegar uno y otro en griego y latín, por no querer poner en este papel cosa, si es posible, que no sea castellana, no los digo. Solo, como gramático, noto un grave solecismo. Sepa vuestra merced, señor don José, que en los verbos que en activa quieren dativo no se pueden sus oraciones volver por pasiva. Así, no pudo vuestra merced decir Summa infelicitas invideri a nemine. Y no ignoro que Horacio puso por ejemplo de una voz nueva a invideor; y cuando deba o pueda ser en aquella sola imitado, no podremos darle ablativo con preposición. Perdóneme vuestra merced, que uso de términos gramáticos; que, aunque vuestra merced es coronista o cronista, pienso que hablo con niño de escuela, y como estoy hecho a corregir en los niños yerros semejantes, no puedo abstenerme de enmendar los temporistas, digo los que tratan de tiempos. Mas, volviendo al punto, digo que esta oración que vuestra merced quiso poner en latín, ‘es suma infelicidad no ser envidiado de nadie', no se hace en latín como vuestra merced dijo, Summa infelicitas invideri a nemine, que, cuando tenga algún sentido, es ser suma infelicidad que no haya envidioso en el mundo, cosa muy diferente de lo que vuestra merced pensó y quiso decir. Pudo escribir vuestra merced Summa infelicitas invidiosum non esse y otros muchos modos que, por no oler tanto a gramático, no digo. Y así saltemos un poco. Dejando, pues, dedicatorias y prólogos y clases de autores –a quien vuestra merced como cónsul o censor clasifica–, y el retrato de don Luis –que no sin providencia divina le pintó vuestra merced como mártir del Japón para darnos a entender que estaba martirizado con tales comentos–, demos con nuestro cuerpo en aquel «Túmulo Honorario», no digo el del romance, que dejo para que de él se rían los niños, sino el que vuestra merced, por dar a entender que sabía latín, quiso poner en esta lengua; y veremos qué gran latino es vuestra merced. Si pareciera muy gran censor, perdone vuestra merced el atreverme a tan gran senador, que no es para excluirle del senado, como solían hacer los tales. Mas al caso. Dice así: D. O. M. S. PIIS AC ERUDITIS MANIBUS CL. V. D. D. LODOYCI DE GONGORA ET ARGOTE LUDOVICI ET ELEONORAE FILIUS. EX NOBILISS. EXPUGNAT. CORDUB. FAMIL. ORIUND. Paremos un poquito. Y perdonando aquel eruditis, que no le viene bien a manibus, se me ofrece una duda, porque, siendo padre e hijo de un mismo nombre, llamándose entrambos Luises, al hijo le llamó vuestra merced Lodoyco y, al padre, Ludovico. Si es por mostrar y ostentar copia de oración, sepa vuestra merced que en los nombres propios no debe hacerse, que es cosa ridícula. Mas ya me parece caigo en la cuenta. Vuestra merced siguió la regla del Poeta del entremés que, entrando a pedir limosna a un conde, y preguntado por él qué orden tenía en su poesía, entre otras cosas respondió: «Señor, en lo que toca a los nombres, si es Juana llamámosla Juanilis; si María, Amarilis; si Mariana, Marianilis». A esto el conde: «Luego a mí que soy conde llamaréisme Condilis». Así vuestra merced, pareciéndole que don Luis de Góngora era poeta y que a su modo debía ser nombrado con diferente nombre que los demás Luises, le puso vuestra merced Lodoyco, pudiendo llamarle Luisilis. Mas ya que vuestra merced escogió Lodoyco, ¿para qué lo escribió con y griega, supuesto que este vocablo es más latino que griego, si no es que sea más bárbaro que latino? Y Constantino Porfirogeneta, libro que vuestra merced sabe bastantemente que yo he visto, en cuyo códice se halla escrito este nombre de varias maneras, nunca le puso con y, sino una vez Λοδοήχος, otra Λοδοίχος, como debe escribirse, porque los griegos quitan la v consonante de nuestros vocablos. Así, Δάος de Davus, διός de divus, y otros muchos. Mas esto para vuestra merced es griego. Debió vuestra merced escribir Lodoíco, sin “y”; mas vaya, sea yerro de los pinceles del ganso o de la impresión. Pero no sé cómo podrá vuestra merced defender aquel filius en nominativo, habiendo pasado Lodoyci, genitivo. Muy mala concordancia es; aquí llevaba vuestra merced una docenita de azotes si fuera al estudio. Otra vez puede vuestra merced poner una “f…” sola para que el lector lo acomode, como hizo en caso semejante, bien que más dificultoso, Cicerón; y no fue poco venturoso en poner abreviado el renglón siguiente, que quizá cayéramos en otros solecismos . Mas prosigamos el tumulico. Qui post studia iuris in magno Salmanticensi lyceo Ad Sacerdotii munus electus, virtute ac modestia florens Primo in alma Cordubensi Eclesia Portionarius Postea potentissimi Philippi Hispaniarum Induperatori Maximi Regius Capellanus fuit designatus. Aquí poco hay que notar, y lo que hay son más escrúpulos que pecados. De este género es haber vuestra merced puesto primo, y luego postea, que no me acuerdo haber visto en autor alguno. Debió vuestra merced decir primum. Induperatori solamente puede usarse en verso, y si Quintiliano dice que siempre que se usa de esta licencia se comete barbarismo, mire vuestra merced con cuánta elegancia se puede poner en prosa. Pasemos adelante. Denique ad Musarum delicias adeptus Pindarum superavit, Horatium subegit Omnium aevi nostri Poetarum facile Princeps. Primero, no sé qué significa aquel adeptus, aunque no ignoro lo que vuestra merced quiso que significase; ordinariamente se toma en significación activa, y cuando se tome en pasiva, que también lo he visto, no viene a propósito, ni vuestra merced supo lo que se dijo. Estuviera menos malo si del rengloncico quitáramos la preposición ad, mas así no tiene humana escapatoria. Confieso que en el segundo renglón no pude tener la risa cuando vi que, queriendo vuestra merced decir que don Luis era mayor poeta que Horacio, dijo Horacium subegit, que, de buen latín traducido en buen romance, quiere decir que ‘fornicó a Horacio'. Debió vuestra merced acordarse del dicho de los soldados de César que refiere Suetonio: Caesar triumphat qui Gallias subegit Nicomedes non triumphat qui subegit Caesarem. Y no ignoro que subigo algunas veces se halla por ‘sujetar', mas también sé que, las más que se le da acusativo de persona, significa ‘fornicar'. No sé cómo se me acordó ahora también otro dichido de vuestra merced que pone más adelante, adonde para decir que don Luis de Góngora imitó al Ariosto, dice vuestra merced que se rozó con él. Para notar que un hombre repite en muchas partes unos mismos versos o pensamientos, decir que se roza, vaya con Dios, mas decir que se roza un poeta con otro, y más italiano, y que si le dieran a escoger quizá dejara a Angélica por Medoro, no sé que pueda parecer bien aun al más socrático filósofo. Prosigamos. Hispanici Idiomatis, invidia favente, maximus exaltator. No sé qué dijera más un sacristán; porque este vocablo exaltator más es de algún breviario viejo que de autor latino. Exaltare podrá significar levantar algún montón de tierra, pero la lengua... purus putus Pellicerismus est. Debió vuestra merced decir –que, por no perder del todo el tiempo, quiero enseñarle– Eloqui hispani auctor maximus, que aquel invidia favente no sé qué hace allí. Adelante. Proh dolor! Fuit viator, sed fuit; Es, sed non eris hospes, Omnes huc imus. Aquí, cuando no tenga otro disparate sino el que está en Fuit viator, sed fuit, basta por muchos . Porque decir ‘fue, mas fue' es lo mismo, y grandísimo desatino. Debió decir vuestra merced ‘no es, mas fue': Non est viator, sed fuit. En esto se echa de ver cuánto piensa vuestra merced lo que dice. Lo que se sigue es lo mejor que tiene; con todo eso, tengo un escrupulillo. Dice, pues: Nam obijt anno M. DC. XXVII. Vera Posteritas aether est. illuc Noster migravit. No hay aquí solecismo, confiésolo. Mas dice vuestra merced que don Luis se fue al cielo ‘porque murió el año de 1627'. Si esta razón basta, ¡oh quién se hubiera muerto aquel año! Fuera de esto, la palabrica griega  tiene dos yerros de ortografía, porque la primera sílaba ha de ser , y la tercera lo cual no notara si no le viera a vuestra merced levantar tragedias porque en Casaubon halló Phoenix con diptongo de oe. Ya llegamos al comento mismo; y para que mejor se pueda ver, iremos notando por columnas, pues vuestra merced escribe por ellas. Y por ahora no le notaré a vuestra merced los vocablos que de otras lenguas, pensando de este modo engañar idiotas, quiere introducir en la nuestra, que de esto tratado aparte se va haciendo; ni los autores a trochi mochi alegados, porque cuando leí una vez, sin intento de notar, parte de ellos, me pareció, viendo tantos títulos de libros medio quebrados –digo en abreviatura– y tantos números de folios en guarismo, que harto fue que el guarismo tuviese números para tantos folios; me pareció su insuavísima lección, como dije a vuestra merced en la dedicatoria, una muy cerrada celosía llena de dos mil púas, que entonces me apalearon la vista, sin ser Belisa, y ahora no quiero que segunda vez me puncen los ojos. Así vuestra merced perdone si en esta parte no le advirtiese de los autores que suele alegar unos por otros, mudándoles, sin ser ni medio obispo, más de la mitad de los nombres –digo las últimas sílabas– siempre que, habiéndolos vuestra merced visto alegados en cifra por otros, se atreve –siquiera por variar en esto– a llenar en su libro o traslado las letras que les faltan a los tales nombres; que, si vuestra merced me agradeciera esta primera parte, le haré segunda, y aún más, porque en esta solo van puerilidades. Mas al caso. Columna 2. Dice vuestra merced que los versos de arte mayor son los mismos que los sáficos latinos. Pone vuestra merced por ejemplo de aquellosAl muy prepotente don Juan el Segundo, y de estosSedibus gaudens variis dolisque; «y así (prosigue vuestra merced) el de la octava consta de once sílabas, como aquel de Propercio: Passer deliciae meae puellae». Primero, este verso no es de Propercio, ni tal género de verso escribió este poeta en su vida, sino de Catulo. Así, suplico a vuestra merced que, aunque Catulo y Propercio y Tibulo hayan hecho triunvirato, no atribuya vuestra merced los actos del uno al otro; porque ni Augusto César ni M. Antonio ni Lépido, aun cuando fueron muy amigos, gustaban que los suyos saliesen con nombre de otro. Lo segundo, yo siempre he tenido por imposible ajustar la medida de nuestros versos a los números latinos; porque ¿qué cosa más dificultosa que venir a parar en una misma parte los que siguen diferentes nortes? Y dijo bien un docto moderno que deseaba que algún buen espíritu redujese los versos castellanos a los latinos; mas pienso que aun a la potencia angélica es imposible. Los latinos siguen la cantidad de las sílabas; nosotros, el número de acentos. Los latinos, con unas mismas sílabas y acentos, hacen diversos géneros de versos, solo mudándole la cantidad, como se podrá ver en estos ejemplos: O et praesidium et dulce decus meum. Paterna rura bobus exercet suis. Curas mitifican t fila lyrae dulcis. O sola fortes garrulitate senes. Velaquí cuatro versos de a doce sílabas, y acaban en iguales dicciones y constituyen diverso género de versos. El primero es asclepiadeo; el segundo, yambo; el tercero, anacreóntico dímetro; el cuarto, pentámetro. ¿Cómo, pues, podemos ajustar unos con otros? Mas ya que vuestra merced quiere parecer en esto docto, no sé cómo puede decir que los sáficos son los de arte mayor, pues estos constan, estando enteros, de doce sílabas, y los sáficos no tienen más de once; y cuando los de arte mayor no tengan sino once porque la primera sílaba no hace falta al acento, tampoco son sáficos, pues más se llegan a la tonada de los endecasílabos. En efecto, sea lo que fuere, los de arte mayor no son sáficos. Puede vuestra merced acerca de esto ver el Laurel de Apolo, adonde el Fénix de España, aunque habla con claridad en otras cosas, está dudoso en esta. Columna 4. Dice vuestra merced que las octavas se ven ennoblecidas porque en ellas escribió su Infierno el Dante. Bien se conoce qué versado está vuestra merced en los poetas italianos o etruscos, como vuestra merced dice en su Diatribas, pues habiendo escrito el Dante en tercetos, dice que escribió en octavas. Columna 7. Dice vuestra merced que dictó viene de dictio. Por cierto, donosa etimología. Sepa vuestra merced que una palabra y otra salen del supino dictum. Mas lo que me causa risa es que para confirmación de que dictio «es lo mismo que oráculo», use vuestra merced de la autoridad de Pollux, autor que no supo latín en su vida. Sepa vuestra merced, señor, que es muchachería alegar los autores griegos para mostrar el uso de las voces latinas, que ni ellos ni sus intérpretes tienen autoridad. Más abajo dos rengloncicos nos enseña vuestra merced una cosa notable, y dice que el dictador era «oficio considerable en el P. R.». Dispeream si vuestra merced sabe qué es dictador más que la mula de Papiniano; porque la mayor dignidad que podía imaginarse no se puede llamar «oficio considerable», que de cualquier otro se dice. Columna 8. Dice vuestra merced que ritmo se llama en latín concinnitas «y en español canto no de cino sino a concinendo». No sé, por Dios, qué quiere vuestra merced que sepamos con esta su etimología. Porque decir que canto no vino de cino, yo lo confieso, que ninguna palabra puede venir de la que no hay ni hubo, y cino no le hay en el mundo. Si es yerro de imprenta y quiso decir vuestra merced cano, es yerro, porque canto vino de cano; mas debióle de engañar a vuestra merced la reglilla del Arte que a cano no le da supino. Mas sepa vuestra merced que si por ahí se guía dirá grandes disparates, y canto de concinendo no sé cómo puede venir, siendo al revés. Columna 12. Dice vuestra merced que Persio, en aquel verso Nec in bicipiti somniasse Parnaso / memini aludió a los sueños de Hesíodo y Ennio. De Ennio pase, pero de Hesíodo nunca se lee que soñase en el Parnaso, sino que siendo pastor se le aparecieron en Ascra las musas. A esto aludió Ovidio, 1, Artes: Nec mihi sunt visae Clio Cliusque sorores servanti pecudes vallibus, Ascra, tuis. En la misma columna dice vuestra merced que «los romanos no tenían horas, sino vigilias». Los romanos tenían doce horas de día y doce de noche mas estas las dividían en tres partes que llamaban vigilias. Mas esto no es carecer de horas. Columna 21. Esta voz alcándara dice vuestra merced que es griega, y da una ridícula etimología. No disputo de ella, porque quisiera notar solo lo que todos, y vuestra merced también, pueda entender. Mas reparo en que dice vuestra merced que no se ha de leer alcándara, sino alcandora. Semejante es vuestra merced a Herrera, que en el comento a Garcilaso dijo que no se había de leer ruiseñor sino ruiseñol, y da una razón tan ridícula como otras que suele. Yo solo digo que en los vocablos que ya no se usan, como son todos los griegos y latinos, y muchos de las Partidas, puede haber disputa si se han de leer de esta o de aquella manera y lo más cierto es, aunque no lo afirmo, acomodarnos a las etimologías, como Poliziano escribía adulescens y muchos Vergilius, de que hay sobrados ejemplos. Mas en los vocablos que usamos no se ha de mirar sino cómo pronuncia un vulgo, y de aquella manera se ha de escribir y hablar. En los vocablos raros –así llamo los que solo usan los de algún oficio–, ver cómo los pronuncian los tales, y aquella es su verdadera pronunciación. Todos los cazadores dicen alcándara; los libros escritos no tienen otra cosa. En todas las impresiones de Celestina está: «Abatióse el girifalte y fuile a enderezar en la alcándara», y en los demás libros también. Y quien latín no sabe, no ha de procurar ir, a título de griego, contra el corriente de lo que se pronuncia en toda España. Columna 25. Dice vuestra merced que el correr toros es «ceremonia tan antigua» «que la toca Claudiano». Dejo aquella palabra ceremonia y digo que mucho más antiguo es Marcial y se hace mención de toros en su Anfiteatro. Más adelante dice vuestra merced que la cópula de los lebreles «no era de seda, sino de cadenas». No sé que haya español ni garamanta que entienda por «cópula», en los perros, el lazo. Columna 46. Dice vuestra merced que redil vino «de reptile, lugar donde se recogen las ovejas», y que «es voz de que usó Píndaro, Pyth. od. 1». Lo primero, reptile no sé que sea en aquella significación voz latina, y, cuando lo sea, no entiendo cómo diablos Píndaro pudo usar de ella, supuesto que escribió en griego y no supo más latín que yo arábigo, o vuestra merced griego. Por una parte me admiro de que haya hombre tan atrevido que se atreva a decir lo que no ha visto, y por otra tengo lástima a los que se ceban en tales libros. En la misma columna, nota 5, dice vuestra merced que «cabrío se llama no solo el ganado de cabras, sino la punta del árbol». Debió vuestra merced advertir que se diferencia en el acento: cábrio el madero y cabrío la copia de cabras. Columna 47, nota 6. Charta, dice vuestra merced, se dijo «de Charta, ciudad de Tiro», porque junto a ella se hallaron los juncos. No sé de quién aprendió vuestra merced esta etimología, pues charta se dijo de χαίρειν, que es la primera palabra que en ella se escribía. Columna 61. Después de haber fuera de propósito hablado del río Leteo, diciendo que Guadalete es el Leteo de los antiguos y que los árabes le añadieron guadal porque «allí se dio a olvido la monarquía de Rodrigo», no cuadra bien el ejemplo que vuestra merced pone de los Túrdulos, porque ellos pudieron llamar ‘río de olvido' adonde perdieron su capitán, mas los árabes ‘río de memoria' debieron nombrar el río adonde tanto ganaron. Columna 65, nota 3. Son palabras de vuestra merced: «De la ligereza de Polifemo, Apolonio Rodio, lib. 2 Arg., pondera que, corriendo por el mar, apenas mojaba las plantas». Confiésole a vuestra merced que no pude tener la risa, viendo –aunque de otros muchos, particularmente de este lugar– que vuestra merced se va por los índices de los libros y pone lo que ellos le dicen sin reparar de quién hablan. Hace allí Apolonio mención de uno de los Argonautas, compañeros de Jasón, que ni era cíclope ni tenía que ver con él con mil leguas; y viendo vuestra merced en el índice de los poetas griegos «Polyphemi velocitas», pensó que había hallado una cosa muy buena y a propósito. Lo mismo le sucedió a su antagonista de vuestra merced Coronel; consuélese vuestra merced con él. Columna 66. Después de haber hecho el papel del número de ciento, dice vuestra merced: «y de aquí se llaman centones los versos que se componen de pedazos de otros: porque constituyen cuerpo perfecto y poema consumado». Cento significa una vestidura hecha de muchos remiendos, de aquí centones los versos hechos de muchos pedazos de otros. Mas dame mucho gusto la razoncilla que vuestra merced da: «porque constituyen cuerpo perfecto y poema consumado». Luego las obras de Homero y Virgilio podrán llamarse así con mucho mejor título. Columna 68. En la explicación de la octava 10, para decir que está clara dice vuestra merced que no tiene necesidad de «mucho Edipo». En muchas cosas tiene vuestra merced mil donosuras con que no poco pasatiempo da a los doctos, mas en traducir los adagios latinos a nuestra lengua es graciosísimo. No acabamos de reírnos de aquel que traduciendo a Don Quijote en italiano, llegando a la fórmula española «tomó las de Villadiego», dijo «piglio le calzette di vigla Iacobo». Y quiere vuestra merced que en medio de Castilla nos admiremos de quien dice que no hay necesidad de «mucho Edipo», «no le cantaremos la palinodia», «ofrecer símbolo», «dar segunda esponja» y otros semejantes delirios. Columna 78, nota 5. Alega vuestra merced a «Teognis in Gryph». No sé qué libro es: vuestra merced me la haga de decírmelo. Columna 83. Dice vuestra merced que Galatea se dijo de γάλα, lac, ‘la leche', «por la espuma láctea o cándida del mar». Y tiene razón, porque como dice el lugar de Eustacio que vuestra merced alega, propter fluctuum lacteam formam sic vocatur. Mas añade vuestra merced que «los marineros dicen por esto del sosiego del mar que está en leche». No he oído en mi vida cosa más ridícula, ni espero leerla en libro ninguno, si no es que vuestra merced piensa alguna sutileza de las que suele. Mas adelante. ¡Miren si los marineros habían de deducir de Galatea el estar el mar en leche! Leche me vuelva yo, que es imposible, porque soy negro, si vuestra merced sabe qué cosa es estar el mar en leche. Estar «en leche» el mar decimos lo que los latinos stratum aequor: vulgares son los lugares en los poetas. De aquí el italiano «stare in letto», el español «estar en lecho» y, corruptamente, «estar en leche». Esta es la verdad, porque si leche, como piensa vuestra merced, hace alusión a la espuma, sepa vuestra merced que nunca tiene el mar menos espuma que cuando está en leche: rúmielo vuestra merced y lo verá. Columna 84. Hace vuestra merced una pepitoria sin pies ni cabeza del número ternario, y poniendo vuestra merced cosas de poca importancia, como que habló tres veces la burra de Balán, se olvidó vuestra merced de muchas muy importantes a la república, como que las personas de la gramática son tres: ego y nos, de la primera; tú y vos, de la segunda; ille, con todo lo demás, de la tercera. Y de que son tres las tres Marías. Y debía vuestra merced advertir y comentar aquella copla que dice: Siete son los Sacramentos, siete los cuatro elementos y siete las tres Marías; siete son las chirimías que en mis bodas se tañeron, siete son y siete fueron. Y también: Tres en el año, y tres en el mes; tres en el día, y cada vez tres. Y explicar este refrán y traer sobre él a todo Galeno con razones filosóficas. Pero de esto basta. Columna 126. Sobre aquel verso Las provincias de Europa son hormigas, traslada vuestra merced lo que Juan Botero Benés dijo de todas las provincias de Europa. Fue venturoso don Luis, o, por mejor decir, nosotros desgraciados, en que no dijese ‘las provincias del mundo son hormigas', que aquí nos encajara vuestra merced hasta las Indias orientales y occidentales. Mas ya que vuestra merced se puso a describir a Europa, ¿por qué, preciándose tan de griego, se olvidó vuestra merced de Grecia y solo puso algunas pequeñas partes o –como vuestra merced dijera– trozos de la provincia que no era la que menos participaba de la fertilidad de Sicilia? En fin, por su descripción de vuestra merced no sabremos que Grecia está en Europa. Columna 140, nota 3. Dice vuestra merced que Marcial llamó al agua ‘vellón' en aquel verso Aspice quam densum tacitarum vellus aquarum, y allí entiende los hielos. En la misma nota, columna 141, sobre aquel lugar del Salmo 147, Qui dat nivem sicut lanam, dice vuestra merced: «Véase el soldado veinticuatro de los cincuenta de don Lorenzo Ramírez». Cuanto más claro era decir ‘en el capítulo 24 del Pentacontarco', y no hubiera vuestra merced engañado a muchos que, pensando saber con solo su libro de vuestra merced lo que no han estudiado en muchos años, le leen sin entenderse ni entenderle. Uno de estos estaba en una librería, y llegando yo aquella sazón, comencé a explicar –viniendo a propósito– una propiedad hebrea, y es que en esta lengua falta muchas veces el adjetivo. Puse algunos ejemplos que allí se me ofrecieron. Entre ellos fue este, que en hebreo hace sentido: qui dat nivem albam sicut lanam. Alegué también aquel lugar de Isaías, c. 1: Si fuerint peccata vestra ut coccinum, quasi nix dealbabuntur; et si fuerint rubra quasi vermiculus, velut lana alba erunt, diciendo cómo alba erunt faltaba en el texto hebreo. A esto respondió uno: «De eso trata un soldado de don Lorenzo Ramírez». Yo híceme de nuevas, y dije: «Espántome que un soldado sepa lo que me ha costado a mí mucho trabajo, pero debe de ser hombre docto». A esto respondió: «No se espante vuestra merced, que un arquero tuvo su majestad que era muy grande astrólogo y hacía muy buenos pronósticos». Yo no pude disimular la risa y descubrí el cuento, y fue muy celebrado de los circunstantes. Así, suplico a vuestra merced que, cuando más claramente pueda vuestra merced hablar en griego que en romance, hable en griego, y procure no ser singular en cosas que, quien lo es, es figura. Esto le digo como amigo. Vamos adelante. En la columna misma. Del número de mil dice vuestra merced mil donaires. Entre ellos es que Homero dice que la ira de Aquiles «fue causa de mil dolores a los griegos». Ya le he apuntado a vuestra merced, no sé cuántas veces, que en autor griego ni dé ni tope su ingenio de vuestra merced, porque dirá desatinos. Homero no dijo ‘mil', sino ‘diez mil'; mas el intérprete latino, como en esta lengua no hay voz particular para significar tal número, traduciendo al sentido, puso ‘mil', número que los latinos suelen poner por infinito, como ‘diez mil' los griegos. Y con la misma propiedad pudo traducir sexcentos dolores, u otro número. Columna 143, nota 8. Sobre aquel verso:Deidad, aunque sin templo, es Galatea. Son palabras de vuestra merced: «Decir que Galatea no tuvo templo ni hubo memoria de que le tuviese en los poetas o historiadores es no haberlos visto a todos y contentarse con algunos sin haber ahondado en la erudición. (¿Quién ha de sufrir esta arrogancia?). Y así, al que lo dijere le cito al tribunal de Luciano, que, aunque griego, está traducido en latín, y dice en el libro 2 de la Historia verdadera así del templo de Galatea: In media insula templum Galatheae Nereidi sacrum extructum erat, ut inscriptio declarabat». Quedará vuestra merced muy contento con haber hallado templo de Galatea, pensando que nos ha de hacer creer que ha visto todos los poetas e historiadores y, no contentándose con algunos, «haber ahondado en la erudición». Mas qué bien los ha vuestra merced visto y entendido lo muestra, entre muchos, este solo lugar, en que le sucedió a vuestra merced lo mismo que en Apolonio cuando habla de la ligereza de Polifemo. Fuese vuestra merced al índice de Luciano –que, aunque griego, como vuestra merced dice, está traducido en latín–, para ver si a poca costa podía hallar alguna cosa de Galatea que encajar en su prolijo comento, y vio Galatheae templum; y muy gozoso, pensando que tenía una cosa muy singular con que contradecir a don Luis, buscó las palabras en el citado folio y, sin mirar a qué propósito va hablando Luciano, las trasladó sin entenderlas, pues ni al mismo Luciano le pasó por el pensamiento dar templo a Galatea. Y para que se vea cuán verdad es esto, quiero, para los que no tuvieren lugar de verlo, explicar el intento de Luciano. Compuso Luciano un libro en que da preceptos de cómo se debe escribir una historia; y después, para ejercitar estos preceptos, hizo dos libros de una que él llamó Historia verdadera, pero tan fabulosa que no tiene cosa que pueda ser verdad, porque afectó mentir en todo, pues compuso más para reír que para otra cosa aquel libro. Cuenta allí que encontró una isla que en lugar de moradores tenía Candiles, y que en medio estaba un Candilón como rey y juez a quien los demás respetaban y sentenciaba las dudas que se ofrecían. Allí conoció un Candil suyo y le preguntó por las cosas de su casa. Pasó también por un mar todo de leche. Mas, para que mejor se vea, pondré sus palabras traducidas fielmente del texto griego. Dice así: «Poco después entramos en un mar no de agua, sino de leche. En él se descubría una isla blanca llena de vides; mas era esta isla un grandísimo queso muy bien cuajado, como después comiendo de él lo conocimos. Su grandeza sería de veinticinco estadios. Las vides estaban llenas de racimos, de los cuales no exprimimos vino, sino leche. En medio de la isla estaba un templo edificado a Galatea, hija de Nereo, según decía su inscripción. Y todo el tiempo que allí estuvimos nos dio comida la tierra (porque era queso) y bebida la leche que salía de los racimos. Decíase que reinaba en estos lugares Tiro (que significa la quesada), hija de Salmoneo», etc. Este es el templo que tiene Galatea. Y si por verdad lo cuenta vuestra merced, también puede decir que tuvieron los candiles ciudad y otras cosas que allí cuenta Luciano. Suplico a vuestra merced de aquí adelante no fíe tanto de su ingenio que, sin mirar el propósito a que hablen los autores, dé por verdad lo que ellos quisieron que se tuviese por mentira, ni tan poco de nuestro cuidado que piense que no hemos de conocer tantos y tan grandes yerros. Y procure de aquí adelante poner la opinión más en sabiduría propia que en ajena ignorancia. Pero vamos a lo que se sigue, que es una agudeza que bien baila. Columna 148. En aquel largo y fuera de propósito discurso que vuestra merced hace de los diezmos, hallo una primicia de la fruta que vuestra merced suele coger de sus huertos, y es que piensa vuestra merced que es lo mismo pollucere que polluere, y uno y otro explica vuestra merced por ‘profanar'. Pollucere es verbo particular de los sacrificios y significa ‘ofrecer', y no poco entretenimiento me dio cuando leí que pollucere dapem era «profanar la comida». Vuestra merced estudie y sepa latín, y luego escriba. Y cuando no pueda vuestra merced echar de sí esa grafomanía, puede darla algún alivio con escribir coplas de Gaiferos. Columna 149. No sé quién le dijo a vuestra merced que primicias se decía de primus y cieo. Estas etimologías ya están desterradas de los libros de letra nueva. Columna 157. Sobre el vulgar lugar de S. Lucas ignoto Deo, disputando que no estaba ignotis Diis, dice vuestra merced que, cuando estuviera, pudiera San Pablo «interpretar a Dios trino y uno», y que esto «era más fácil en el idioma griego, porque los griegos reconocen en Dios tres divinas hipóstasis, que los latinos interpretan tres personas, y la voz hebrea Heloim, aunque en plural no significa por eso tres dioses, sino tres personas». Hasta aquí vuestra merced. Pero, podemos decir, ¿qué tienen que ver lechugas con falsas riendas? Lo primero más toca a teólogo que a mero humanista, y por eso lo dejo, que me fuera dificultoso probar que decir que ‘es más fácil en el idioma griego que en el latino' tiene debajo de sí alguna impiedad. Puesto que, si por hipóstasis entendemos ‘persona', no sé que más fácil pueda ser. Cuanto a la palabra hebrea, digo que no por entender a Dios ‘trino y uno' le nombraron los hebreos con número plural, sino porque los nombres de dominio se suelen poner en plural, de lo cual disputara más largo si vuestra merced me entendiera. Columna 162. Por parecer vuestra merced que ha visto libros que otros no leen, suele muchas veces alegar autoridades que están en libros muy vulgares y muy antiguos como que son de modernos. En otros lo llevo de mejor gana; mas no puedo disimular que alegue vuestra merced por del Concilio 4 Toledano, Canon 23, una autoridad, prona est omnis aetas ab adolescentia in malum, la cual está tres mil años antes en el Génesis, cap. 8. Columna 167. Dice vuestra merced que «hay gran batalla» sobre si Favonio es lo mismo que Céfiro, y después de haber puesto algunos que dicen que sí, escribe vuestra merced que del contrario parecer es Homero. Yo no sé cómo diablos puede ser Homero letrado en este pleito, supuesto que Favonio es voz latina que él ignoró, y quizá en su tiempo tampoco era usada en Italia. Suplico a vuestra merced me diga qué le movió a esto, pues ningún juez sin conocer ambas partes puede sentenciar, y Homero no conoce sino al Céfiro, si no es que, como metió en un cuero todos los vientos, los haya puesto en su cabeza de vuestra merced y de ahí sepa vuestra merced que de contrario parecer es Homero. Columna 178. El tiempo que sale la canícula dice vuestra merced que llaman los griegos siriasis y que de ahí se dijo anorexia el hastío, que Alexandro llama cauma. Concertáme esas medidas. Lo primero, anorexia no tiene parentesco alguno con siriasis: siriasis viene de sirius, ‘la canícula'; anorexia, de orexis, que significa ‘el apetito', que aun Juvenal usó –rabidam facturus orexim–, y, con la an- privativa, ‘falta de apetito'. Miren qué tiene que ver con siriasis. Lo segundo, cauma significa æstus, y nunca Alexandro llamó así al hastío. Fuera de esto, que vuestra merced no sabe leer griego, sino que lo pinta cuando lo escribe, se colige de que dice que quitando la k de kauma queda asma, y no queda sino auma. Lo mismo le sucedió a vuestra merced en la palabra hebrea נאסמ nasma, de la cual si quitamos la n queda, según vuestra merced piensa, asma; mas engáñase vuestra merced, que los hebreos no tienen vocales, y si quitamos la n es fuerza que se quite juntamente con ella la a, y así quedará en hebreo שֶׁ֫מַע, sema. En esto se ve qué grande hebreo es vuestra merced. Columna 179. Dice vuestra merced: «no solo se extiende la jurisdicción del Sirius a campos, criaturas y plantas, sino a los brutos y animales». A fuer de buen retórico divide vuestra merced, como si los brutos no fueran animales y todos no fueran criaturas. Columna 181. «Con licencia del M(aestro) F(rancisco) Sánchez, D. Tomás Tamayo y D. Pedro Pantoja», lee vuestra merced en Garcilaso: Huye la polvorosa palestra como a sierpe ponzoñosa. Mas, con licencia de vuestra merced, le digo que no sabe romance, pues este verbo huir, cuando le damos acusativo de persona con a, significa lo mismo que ‘acogerse': «yo huyo al rey» no significa ‘yo huyo del rey', sino ‘acójome'; así, «huyo a Pedro». Así, es ridícula la enmienda. Rúmielo vuestra merced, que no puedo explicarme más. Columna 182. Sobre aquel verso en Simetis, hermosa ninfa, habido, dice vuestra merced que habido es «tenido, procreado, Cicerón, libro 10, c. 24: Hunc filii loco et illius et vestro iudicio substitutum, non perinde habere turpe mihi videtur». Lo primero, no sé que Cicerón escribiese libro por capítulos. Lo segundo, habere aquí no significa ‘procrear', sino lo que suena: ‘tener en lugar de hijo sin serlo'. Columna 183. Son palabras de vuestra merced: «είδος es ‘forma' y forma significa ‘hermosura'; con razón, siendo tan hermosa Galatea, la llama ídolo». Lo mismo le sucedió a vuestra merced que a uno de los mayores predicadores de España, y no es cuento, que yo lo oí. Tocó aquel lugar del capítulo 22 de San Juan adonde la Madalena pregunta a Nuestro Redentor ubi posuisti eum?, y dijo: «Lo mismo es decir ubi posuisti eum? que ‘adónde pusiste a Dios'; porque ubi posuisti eum significa ‘adónde le pusiste a él', y él en hebreo significa ‘dios', luego lo mismo es que decir «adónde pusiste a Dios». Columna 210. En aquella rudis indigestaque moles que vuestra merced hace sobre el tema de monstruo, están estas palabras: «De donde en español decimos a la guerra batalla, no de la dicción hebrea bathach, como sueña Covarrubias no solo en esta, pero en muchas voces, como yo probaré (Deo volente) algún día en mi Glosario Hispano-bárbaro y Castellano». No puedo dejar de extender aquí la pluma algo más de lo que pensé, porque veo que su atrevimiento de vuestra merced llega a tanto, que no solo promete libros que no ha hecho y que otros trabajaron, sino que, movido de que piensen que hace prodigios, dice que ha de sacar un libro que es imposible que pueda alguno hacerle. Prométenos un vocabulario hispano-bárbaro en el tiempo que más florece nuestra lengua. Bárbaro me vuelva yo si vuestra merced sabe qué cosa es «bárbaro». Mas para que vuestra merced no piense engañarnos f. 431 con tal parto y, si le tiene embrión, salga de la cabeza de tan gran Júpiter tal Minerva, quiero enseñarle a vuestra merced qué vocablos pueden llamarse bárbaros y cuándo podrá sacar su vocabulario. Todas las cosas humanas, como vuestra merced nota en su número ternario, tienen principio, estado y declinación, y es tan verdad esto, que ni los grandes imperios, por bien fundados que estén, se ven libres de esta regla. Sabidos son estos tres tiempos en los imperios romano y griego. La condición del imperio sigue la lengua, en la cual se hallan estas tres diferencias, como colegimos de los libros que en griego y latín gozamos escritos. Comenzó la cultura de la lengua griega antes de los tiempos de Homero, y fuese prosiguiendo hasta que llegó el imperio griego a su colmo y grandeza en tiempo de Alejandro, en que se vio en suma perfección la cultura de la lengua y el conocimiento de todas las artes. Entonces dio tantos y tan insignes oradores, tan grandes filósofos, que quedó la lengua como abortada, y así después ninguno hubo que, por grande que fuese, así en el esplendor de la oración como en el conocimiento de las cosas, igualase a los de aquella era. Y poco a poco, con la entrada de gentes extranjeras y guerras continuas, vino la lengua griega a estar tan corrupta, que se diferencia aun más de la antigua que la italiana de la latina. Lo mismo podemos considerar en el pueblo romano. Su lengua comenzó a pulirse por los tiempos de Ennio, cuando su imperio comenzaba a salir de mantillas. Llegó a su perfección en tiempo de Augusto César, en que florecieron no menores oradores y filósofos e historiadores que en Grecia en el de Alejandro. Fue declinando, y tan aprisa que aun cayó antes que la griega. Y para conocer, pues, los sucesos de estos tres tiempos y entender los libros que en ellos se escribieron, pusieron hombres doctos su cuidado en recoger los vocablos de estas tres eras. Así, Henrico Estéfano hizo un vocabulario griego de los vocablos antiguos, que llamó Glosario, porque glosas se llaman las voces que, habiéndose usado, ya no se usan. Y Galeno hizo un libro que intituló De glosis Hipocratis, en que explicó todos los vocablos que se hallaban en Hipócrates y en su tiempo no se conocían. Fuera de esto, vulgar es haber cuidado muchos doctos de sacar vocabularios de las voces que se usaban cuando florecía la lengua. Agora Juan Meursio publicó el vocabulario último que llamó Graeco-barbaro, en que solamente pone los vocablos que usaron los griegos en la declinación de su lengua. Lo mismo vemos en latín. Diccionarios vemos de las voces antiguas; vocabularios muy copiosos de los vocablos de la mejor edad. Y Meursio va haciendo el latino-bárbaro, en que pone los que, cuando iba la lengua latina de caída, usaron sus autores. De modo que podrá vuestra merced colegir de aquí que «bárbaros» son aquellos vocablos que nacen o vienen en la declinación de la lengua. Mas lo mismo que hemos visto en las lenguas latina y griega verán los siglos venideros en la nuestra. Comenzó a pulirse en tiempo de rey don Fernando, cuando en España cesaron las guerras y descubrió asomos de lo que había de ser tan grande monarquía. Ha llegado, así lengua como imperio, a toda la grandeza que tener puede. Testigos son tantos y tan grandes ingenios como cada día en esta edad con admirables escritos la han enriquecido y enriquecen. Está, pues, nuestra lengua en el estado, como también nuestro imperio. Y si no es que Dios, por ver que en España se conserva la pureza de la fe, hace milagro particular, es fuerza que, así de imperio como de lengua, se sienta dentro de pocos años la declinación. Vendrán gentes extranjeras, como en los demás imperios ha sucedido. Procurarán saber nuestras cosas y gobierno de señorío tan grande –al modo que ahora nosotros ponemos cuidado en el conocimiento de las griegas y latinas–, qué señores hubo en España, qué oficios en palacio, adónde había audiencias, qué hombres florecieron en cada tiempo en armas y letras... Para esto les será fuerza aprender nuestra lengua, que ya estará del todo perdida. Daránse todos a la inteligencia de nuestros oradores y poetas, para alcanzar el conocimiento de tantas cosas. Estimaránse entonces cualesquier coplitas de que nos reímos ahora. Estudiarán nuestras comedias. Admiraráse la posteridad de que un hombre haya escrito mil y quinientas. Sobre todo, habrá gramáticos y críticos que pleiteen si este verso es de este o de aquel poeta, no menos que ahora procuramos restituir las obras griegas y latinas a los verdaderos dueños. Y ante todas cosas habrá quien haga vocabularios. No faltará quien recoja todas las voces que se hallaren en el Fuero juzgo, Partidas y libros antiguos, haciendo de estas voces un Glosario al modo que de los griegos H. Estéfano. Haránse muchos vocabularios de los vocablos de este tiempo, que es el más florido. Y no faltarán Nizolios que, como este recogió todas las palabras de Cicerón, recoja las de fray Luis de Granada, que es quien más y mejor ha escrito en estos siglos. Y porque habrá muchos libros escritos cuando ya la lengua se iba perdiendo, vendrán Meursios que hagan glosarios hispano-bárbaros de las voces que de aquellas gentes, o la comunicación de otras, introdujo en nuestra lengua. Entonces, si vuestra merced es vivo –Deo volente–, podrá tomar por su cuenta este trabajo, que será de aquí a mil años y quizá nunca, que ahora no hay en nuestra lengua vocablos que podamos llamar «hispano-bárbaros». Porque, si llama vuestra merced bárbaros los de las Partidas, engáñase, pues ningunos hay más lejos de serlo; si los de ahora, ninguno habrá que a vuestra merced se lo consienta, y los venideros no han llegado. Mas si vuestra merced me dice que llama «hispano-bárbaros» los vocablos que procura introducir –colofón, cataclismo y otros desatinos que tiene en sus libros–, concédole que podrá hacer un vocabulario bárbaro del todo, y no solo hispano-bárbaro. Así, señor mío, vuestra merced mude de trabajo o de título. Y sepa que nunca le he sido más amigo que en esta nota, porque quizá le moverá a que no saque ese trabajo impertinente –aunque pienso que más debe de estar en la idea ahora, como otros muchos que promete vuestra merced, al modo del poeta que tenía comenzadas quinientas obras heroicas y de cada una tenía hechos tres versos. Y no me parece que será fuera de propósito advertir aquí a vuestra merced cuán fuera de él suele vuestra merced de muchas voces castellanas decir que son latino-bárbaras o greco-bárbaras. Si en algún libro griego o latino hallara vuestra merced estas voces, bien estaba advertir que eran latino- o greco-bárbaras; mas comentando libros castellanos, no sé a qué propósito hace vuestra merced tal advertencia. Columna 249. Dice vuestra merced que S. Dionisio Areopagita y Filóstrato usan por media esta voz venenum. Ni uno ni otro supo latín: ¿cómo pudieron usar de esta voz por media? Columna 273, o si no 261. Muestra vuestra merced su cuidado en la coherencia de la oración. Dice, pues: «Pero engáñanse los que hacen a los atenienses los inventores, porque antes parece que los lidios hallaron esta novedad, gente la más dada a las delicias de toda la Asia; cuyas mujeres, para añadir su estatura y parecer mayores, según escribe D. Francisco Fernández de Córdoba in Didascal. 24». Gran retórico es vuestra merced, pues aun sin querer usó tan elegante anantapódoton. Columna 273. Dice vuestra merced que las palomas guiaron a Eneas «para el hallazgo del ramo de oro». Hallazgo en romance significa el premio de haber hallado alguna cosa, y no el mismo hallar. Columna 281. En la etimología de esta voz roca dice vuestra merced que erró Covarrubias en decir que venía de rupes, porque es voz greco-bárbara. Sepa vuestra merced que primero se usó roca en España que en Grecia; y greco-bárbaros, como atrás queda dicho, son los vocablos que de otras lenguas tomaron los griegos cuando iban perdiendo la suya. Así, bien puede ser greco-bárbara y venir de rupes. Columna 302. Dice vuestra merced que don Luis imitó a Eurí pides ...