Introducción §
1. [Título] Un (supuesto) intercambio epistolar entre Lope de Vega y un personaje de la nobleza sobre la «nueva poesía» §
El primero de los cuatro textos que conforman este documento de la polémica gongorina es una (supuesta) petición por parte de un personaje de la nobleza (un «señor de estos reinos») a Lope de Vega para que este le dé su opinión acerca de la poesía de Góngora (en concreto, sobre sus «dos poemas», que seguramente sean o el Polifemo y las Soledades, o la primera Soledad y la muy amplia parte que Góngora dejó escrita de la segunda).
En el segundo texto –el más extenso e importante–, Lope responde a la petición de ese «señor de estos reinos» de dar su opinión acerca de la poesía gongorina en lo que él mismo presenta (aunque no lo titule así) como una «censura».
En el tercero, el «señor de estos reinos agradece a Lope el envío de esa carta(-censura) acerca de la poesía de Góngora en particular, y de la «nueva poesía» en general.
Lope de Vega cierra, con un texto escuetamente titulado «La respuesta», esta correspondencia epistolar con el «señor de estos reinos», a la cual ha decidido reservarle un hueco en una de sus obras más ambiciosas, la miscelánea La Filomena, de 1621.
2. [Autor] Un noble ignoto y el gran rival de Góngora §
Se ignora cuál es la identidad de ese «señor de estos reinos». El candidato hacia el que se inclina la crítica es, como era de esperar, el duque de Sessa (del que Lope hacía unos años que venía ejerciendo como oficioso secretario, prácticamente en todos los sentidos de ese adjetivo y de ese sustantivo), pero también se ha propuesto que fuera el duque de Feria o el propio Lope (véase Tubau 2007: 41 y 2008: 256), hipótesis, a mi juicio, bastante verosímil, por más que indemostrable1.
Que Lope era perfectamente capaz de inventarse que un personaje de alta alcurnia le había solicitado su opinión sobre la llamada «nueva poesía» es algo que no solo no puede sorprender a nadie mínimamente familiarizado con su obra, sino que incluso podríamos decir que casi cuadra del todo con su ethos. La carta en la que el noble le pide supuestamente su opinión está escrita en puro estilo lopesco, tanto en los verba como, sobre todo, en la res: se observa perfectamente en esa carta la misma estrategia que, en público, siguió Lope casi siempre ante la polémica gongorina; es decir, un constante y a veces desquiciante vaivén entre extremos que van desde el elogio casi hiperbólico de Góngora hasta su acerba ridiculización. Resulta difícil negar que el «señor de estos reinos», quien parece tratar de aparentar imparcialidad, maneja una evidente ironía que, pese a esa apariencia, lo sitúa claramente en el bando anti-gongorino: dice que esa «nueva poesía» le produce «mucho gusto», pero que para entenderla ha tenido que recurrir a sus rudimentos de latín y de italiano, y se pregunta si es que a partir de ahora los poemas tienen que salir a la luz pertrechados ya con una panoplia de «comentos» para entenderlos, como si fueran libros antiguos, muchos de cuyos contenidos deben dilucidarse por medio de esa clase de aparato erudito.
Si ese noble existió y alimentaba de verdad esas dudas acerca de la reciente moda poética, lo cierto es que la censura de Lope debió de terminar de inclinarlo del lado anti-gongorino, puesto que en su posterior carta de agradecimiento a Lope (el tercer texto aquí editado) afirma claramente que con dicha censura este ha conseguido «desengañar» a muchos (se sobrentiende que a él el primero) de manera tan docta como cortés; y le pide que le haga ver «alguna cosa» (esto es, alguna composición poética) en el «estilo antiguo», o sea, en el de Garcilaso y Herrera, para que «se vea la diferencia» y así (aunque esto no lo dice expresamente) se remate la tarea de desengañar a los muchos incautos que han abrazado con tanto entusiasmo como ignorancia y necedad la muy difícil moda poética traída por Góngora al mismísimo centro del debate literario.
Sea como fuere, parece evidente que Lope trata de presentarse como alguien al que no le ha quedado más remedio que dar su opinión acerca de la «nueva poesía», puesto que se lo ha pedido alguien a quien sería descortés —casi un agravio— no obedecer. Pero entonces, si la petición del «señor de estos reinos» es cierta, podemos preguntarnos qué obligación tenía Lope de imprimir el intercambio epistolar a que dio lugar y por qué no podía haberse quedado en el ámbito de la privacidad entre el ignoto noble y él mismo. Por otra parte, en ningún momento nos aclara Lope si contaba con el permiso de aquel para airear en letras de molde las que se presentaban como cartas personales. Téngase en cuenta que estos cuatro textos se insertan inopinadamente, sin prólogo ni presentación alguna, entre las varias composiciones poéticas que conforman la parte final de La Filomena.
Y hay además algunas aparentes incoherencias en la actitud y en el comportamiento de Lope: por ejemplo, al comienzo de su censura hace referencia al peligro «que me amenaza si este papel se copia», cuando se supone que es él mismo quien ha decidido, no ya que se copie y corra manuscrito, sino imprimirlo en una de sus obras más peculiares y ambiciosas. Y es que Lope, sea o no ficticia esta relación epistolar que publica, parece jugar a conseguir que el lector olvide que lo que se le presenta como un intercambio privado de «papeles» está siendo en realidad divulgado a los cuatro vientos gracias a la imprenta.
En 1621, año de publicación de estos documentos incluidos, como se viene indicando, en la obra miscelánea La Filomena, Lope llevaba varios años sin dar a las prensas una obra de peso, habiéndose dedicado sobre todo a la impresión de sus partes de comedias a partir de la novena en 1617 (en 1621 publica nada menos que cuatro de esas partes: de la XV a la XVIII). En esos años de –solo aparente– «sequía», a Lope le habían aumentado los frentes de batalla que acostumbraba a tener permanentemente abiertos en su pelea por la primacía literaria de su nación y de su tiempo. Viviendo una muy delicada situación personal (la de sacerdote recientemente ordenado que mantenía conocidas relaciones con una mujer casada), la cual aprovecharían sus enemigos para zaherirlo con saña, había recibido en 1617 una cruda andanada desde el mundo académico universitario con la divulgación de la hoy perdida Spongia a cargo del gramático y aspirante a teólogo en Alcalá Pedro de Torres Rámila. En ella, al ataque personal contra sus licenciosas costumbres, se añadían censuras a la totalidad de su obra marcadas por las acusaciones de falta de cultura, de ignorancia del latín, de cometer atentados contra las normas canónicas que regulaban la creación literaria, etc. Como es sabido, la respuesta se articuló en torno a la enigmática (aunque ya lo es mucho menos: cf. Conde-Tubau 2015) Expostulatio Spongiae promovida desde el círculo de amigos más próximos a Lope, quien, por su parte, aprovechó casi todas las ocasiones que tuvo para ir dando réplicas al osado Torres (por ejemplo, en algunas de las dedicatorias a cada comedia que incluyó desde la Parte XIII o en la de El triunfo de la fe en los reinos del Japón, de 1618, dirigida al padre Juan de Mariana). Pero faltaba la réplica definitiva, y esta llegó en la segunda parte del poema mitológico que da título a toda la miscelánea de 1621, La Filomena: toda esa segunda parte está dedicada a contar el enfrentamiento alegórico entre el canoro y sublime ruiseñor (Filomena) y el ronco, envidioso y pedante tordo, trasunto indudable de Torres Rámila.
El otro frente, relacionado en parte con el anterior, pues el mismo Torres había velado públicas armas poéticas en el bando gongorino (véase luego), era el de la «nueva poesía», la sorprendente moda literaria que estaba difundiéndose de manera imparable a partir de la divulgación del Polifemo y las Soledades de Góngora en el bienio 1613-1614, y que Lope debió de vivir desde el primer momento, y con gran inquietud, como el mayor reto al que podía enfrentarse en su obsesivo empeño por ocupar de manera exclusiva el trono de la poesía española (y hasta europea) y obtener de ello réditos personales en su no menor obsesión por llegar lo más alto posible en el escalafón cortesano. Pero en este asunto su posición ya no era la de alguien que había sido públicamente agraviado con la difusión de un libelo contra su vida y obra, sino la de un ciudadano más, aunque fuera muy ilustre, de la «republica de las letras» que, en principio, ni siquiera tenía por qué dar a la luz pública ningún juicio acerca de esa «nueva poesía». Entre el extremo de guardar absoluto silencio ante esa moda, con indiferencia y desdén sinceros o fingidos (pero entonces Lope no habría sido Lope) y el de salir a la palestra publicando a su nombre una obra abiertamente polémica –teórica, satírica, burlesca, o seguramente mezcla de todas– contra Góngora y su bando (pero tampoco Lope habría sido Lope), el Fénix optó por su manera de proceder más o menos habitual: la misma por la que había optado frente a su otro gran rival, ya desaparecido por entonces, Miguel de Cervantes y que consistía en algo semejante a «tirar la piedra y esconder la mano», como bien lo definió Nicolás Marín (1994: 279-313), a propósito de su papel en la creación del Quijote de Avellaneda, cuyo prólogo proponía atribuirle.
Es esta censura, que sepamos, el primer texto en el que Lope trata de manera abierta y exclusiva, y por extenso, acerca de la «nueva poesía», y se presenta al público lector haciéndolo, sea o no cierto lo de la petición del «señor de estos reinos», de manera obligada y casi «a regañadientes», lo que a cualquier conocedor de su obra y de su postura ante el asunto ha de parecerle por fuerza muy poco creíble. No hay que olvidar que se le atribuyen, con bastante fundamento, algunos textos circulados de manera anónima, como ciertas cartas «echadizas» enviadas a Góngora no mucho después de que este divulgara sus conflictivos poemas, que también forman parte de esta polémica y que se editan en el presente proyecto2. Además, había incluido en alguna comedia posterior a 1614 parodias del estilo de la «nueva poesía», así como referencias negativas a él en algunos preliminares de otras comedias y en los arriba citados de El triunfo de la fe, donde se reúnen, pues, las críticas a Torres Rámila y a la reciente moda poética (y además se las pone en mutua relación)3.
Lope, consciente de que no puede presentarse de repente en 1621 como alguien ajeno a la polémica que nunca ha disparado contra el bando gongorino, opta por mostrar una aparentemente «virtuosa» equidistancia y dar la imagen de alguien cuya postura ante el asunto no se ha interpretado rectamente: «ni querría dar gusto a los que esta novedad agrada ni pesadumbre a los que la vituperan, sino solo descubrir mi sentimiento, bien diferente de lo que muchos piensan, que dando crédito a sus imaginaciones son intérpretes equívocos de los pensamientos ajenos». Este deseo de aclarar la verdad de su sentimiento que muchos desvirtúan, unido a la petición del «señor», lo induce, según él, a salir a la palestra con esta «censura». Es posible que el devenir de los acontecimientos, no ya solo en el ámbito literario, sino también, y quizá sobre todo, en el político –y en concreto, la conciencia del predicamento logrado por la «nueva poesía» entre la nobleza mejor posicionada en la corte–, obligaran a Lope a esos difíciles equilibrios.
No sorprende, por tanto, que, partiendo de una postura tan tibia, nos encontremos ante un texto bastante elusivo y calculadamente ambiguo, en el que la tensión polémica se encona y se relaja de manera constante, sobre todo en lo que atañe a la visión que en él se ofrece sobre Góngora: se alaba repetidamente su «ingenio» (que llega a calificarse de «divino») e incluso se cierra el texto con un soneto, «recuperado» para la ocasión, de ditirámbica apariencia, pero también parece dudarse de ese ingenio4. Lope pone en la picota los principales recursos («esta lengua que desea introducir») sobre los que se sustenta su «revolución» poética, concediéndole –faltaría más– el derecho que tenía a desencadenarla: «Bien consiguió este caballero lo que intentó, a mi juicio, si aquello era lo que intentaba: la dificultad está en el recibirlo, de que han nacido tantas, que dudo que cesen, si la causa no cesa».
Es evidente que el giro poético gongorino pilló a contrapié y por sorpresa a Lope y a todos los poetas de ese tiempo. En muchos casos, como bien se sabe, la reacción fue, no ya de aceptación, sino de absoluta entrega por parte de un nutrido grupo de imitadores, que optaron por «recibir» (esto es, aceptar plenamente e imitar al máximo) el nuevo estilo poético. A ello se sumaba una, en general, favorable acogida de esos nuevos usos poéticos por parte de miembros de las clases nobles e incluso de los aristócratas más allegados al rey. Lope y en buena medida otros rivales de Góngora (así, Quevedo) van a adoptar una estrategia podríamos decir que conjunta y muy parecida: como «el mal» ya estaba hecho y no tenía remedio, lo prioritario era evitar que se propagara, y para ello no solo había que afear en el plano teórico los defectos de esa nueva moda, por un lado, y satirizarla y parodiarla en la práctica literaria, por otro, sino que había que tirar contra esa incipiente legión de seguidores para evitar que el gongorismo creara escuela: es decir, que siguiera siendo tan «recibido». La estrategia consistía en presentar los poemas de Góngora como una especie de monstrum, que había que contemplar como algo a medio camino entre la anomalía y la maravilla (un objeto de estudio teratológico o un imposible ser salido de la imaginación de un pintor tan genial como delirante: el Bosco5), y mostrar y demostrar que era imposible seguir por ese camino, pues no tenía más salida estética y poética que el precipicio y la ruina. Esa condena de los imitadores de Góngora (todos siempre y necesariamente malos) va a ser un leitmotiv de Lope en esta polémica, y para ello va a buscar un paralelo, que no se cansa de repetir, entre la lengua poética de Góngora y el estilo latino de Justo Lipsio. En efecto, el genial humanista brabanzón, gran dominador en cantidad y calidad del latín de todas las épocas de Roma, había puesto de moda entre el humanismo tardío un tan admirado como denostado estilo latino que, tras un período de clasicismo ciceroniano dominante durante casi todo el siglo XVI, ponía a los autores de la latinidad arcaica y tardía, especialmente a Tácito y Séneca, como modelos de un alambicado, condensado y, por ende, complejo estilo latino, el conocido como «estilo lacónico», Ese estilo, tan admirado como denostado, fue una de las fuentes de inspiración del conceptismo que se extendió en las literaturas vernáculas: sobre todo, como bien sabemos, en la española (puede verse al respecto el clásico estudio de Fumaroli 1980: 152-161, y la introducción a Conde-Tubau 2015). Es, por tanto, la figura de Lipsio un elemento que conecta las dos polémicas en las que se hallaba plenamente inmerso Lope en esos momentos: la mantenida contra Torres Rámila (mal imitador del latín lipsiano en su Spongia, según el autor de la Expostulatio y el propio Lope en los preliminares a El triunfo de la fe) y la mantenida contra la «nueva poesía» originada en los dos grandes poemas de Góngora, un Lipsio en castellano que había llevado a esta lengua a una tensión y torsión estilísticas tan fuertes, que intentar darle una «vuelta de tuerca» más (como hacían, lógicamente obligados, sus imitadores, que encima no tenían su privilegiado ingenium) suponía romper la cuerda y precipitarse, como decía, al abismo de la más indeseable oscuridad. Eso es lo que, según Lope, les sucedía a los imitadores del poeta cordobés, pobres ícaros que se veían forzados a «empezar por donde él acababa». Y como aquel había acabado dejando la poesía al borde del precipicio de la más absoluta oscuridad, ellos se limitaban simplemente, como decía aquel, a dar un paso adelante...
3.[Cronología] Entre 1616 y 1621 (tal vez en 1617…) §
Según explica con detalle y acierto Tubau (2007: 40-46 y 2008: 256-263), las fechas entre las que debe datarse la redacción de este texto son noviembre de 1616 (después de que Góngora presentara su poema, citado aquí por Lope, a las justas poéticas del Sagrario en Toledo, que fueron copadas por partidarios del cordobés y la «nueva poesía», como el profesor de Alcalá Pedro Torres Rámila) y el 31 de marzo de 1621 (fecha del fallecimiento de Felipe III, al que en la carta se presenta como monarca aún reinante en España).
La alusión por parte de Lope, recogida en su epistolario con el duque de Sessa, a un par de cartas suyas (que tal vez sean la misma) sobre la «nueva poesía» que le habría escrito (aunque al parecer no enviado) al propio duque6, ha permitido plantear la hipótesis de que esta «censura» se escribiera en la segunda mitad de 1617 (por lo que el «señor de estos reinos» tendría que ser dicho noble); pero nada seguro puede afirmarse, dado que no se poseen más datos al respecto que ayuden a aclarar si alguno de esos textos (si es que son dos distintos) era dicha «censura», aquí editada. Se ignora, por tanto, si se trata de un texto escrito poco antes de la publicación de La Filomena en 1621 —o incluso escrito ad hoc para incluirlo en ella— o si Lope recuperó y mandó imprimir un documento que tenía escrito desde tres o cuatro años antes como máximo.
4.[Estructura] La poesía de Góngora: un prodigio dudoso, aislado y de imposible «recepción» §
Texto I: Breve epístola en la que «un señor de estos reinos» expone a Lope las dudas que le plantean «los dos poemas» de «ese caballero» (sin duda, Luis de Góngora)7 y le pide su opinión al respecto. Dicho personaje noble, que confiesa no terminar de entender bien esa novedosa poesía —aunque afirma que le agrada en parte—, declara haber recibido un cierto «discurso» contra ella que se supone le adjunta a Lope (¿sería el Antídoto de Jáuregui?)8.
Texto II: Obedeciendo las reglas del arte epistolar, Lope abre su carta-respuesta (que enseguida presenta como una «censura») con un exordio, bastante dilatado, que ocupa los tres primeros (largos) párrafos del texto según se edita aquí (es decir, hasta el que comienza «El ingenio de este caballero»). Como era de esperar, lo primero que deja bien claro es que escribe respondiendo al ruego (que para él es una orden) del «señor de estos reinos», y entre consabidos tópicos de modestia (como su infirmitas y la falta de tiempo y espacio para afrontar la vasta tarea), aprovecha para lanzar su queja contra quienes, en estos casos de polémica literaria, prefieren atacar al rival (incluso con sucias acusaciones ad hominem) en vez de defender sus tesis con sólidos argumentos. Contrasta los denuestos, e incluso injurias, habituales en España con la índole serenamente «científica» de los italianos en estas lides literarias, aunque la verdad es que algunas de las polémicas suscitadas en Italia en el siglo anterior no fueron tan modélicas en ese sentido como él afirma. Aprovecha también para deslizar, como de pasada, una afirmación que constituirá una de las bases de su argumentación contra la poesía gongorina: que todo el «fundamento» del «arte de hacer versos» es la filosofía. Señala, así mismo, que esa reciente moda poética supone una «novedad» que ha causado la lógica y esperable «perturbación» y que, por tanto, es justo y necesario analizarla para ver si supone un avance o un retroceso de esa arte, no dando por hecho de manera acrítica que es lo primero y no lo segundo.
Entra ya en materia Lope acudiendo a su experiencia personal, que presentará en buena medida también como colectiva, y relatando qué conocimiento tenía de Góngora, a quien, por lo demás, recuérdese que nunca nombra explícitamente: además del indirecto obtenido por boca de un antiguo compañero de estudios en Salamanca (Liñán de Riaza), declara haberlo conocido en persona «ha más de veinte y ocho años», haberlo tratado en tierras andaluzas y haber tenido con él un trato cortés y amistoso. Apunta que, entre muchos ingenios que florecieron en la poesía de finales de siglo, Góngora llegó a alcanzar fama de ser el número uno, maestro y modelo de todos en «erudición y dulzura» (o sea, en prodesse y delectare), especialmente en lo satírico, «pues fueron sus sales no menos celebradas que las de Marcial, y mucho más honestas». Aquí resalta Lope de manera muy calculada e interesada una de las varias facetas de la poesía gongorina –la sátira, que se consideraba género menor– y un modelo clásico, Marcial, entonces tenido por ilustre, sobre todo en España, mas no como sublime, si bien es cierto que dicha faceta era realmente muy apreciada por sus coetáneos.
Estando en esa cumbre de prestigio y fama, el poeta cordobés habría decidido dar un paso más (apostilla Lope que él cree que «con buena y sana intención, y no con arrogancia») y enriquecer el arte de la poesía, y aun la propia lengua poética española, con un estilo sorprendente por sus «exornaciones y figuras», aunque no tan novedoso como en principio pareciera, pues Lope apunta un posible precedente en cierto poeta italiano al que no nombra (he ahí un claro ejemplo de cómo se tira la piedra y se esconde la mano...). El problema que plantea, según Lope, ese novedoso estilo gongorino no reside en su creación y divulgación, sino en su recepción («la dificultad está en el recibirlo»), que, a su vez, suscita otros dos problemas totalmente interconectados: el de su inteligibilidad, muy lastrada por «la oscuridad y la ambigüedad de las palabras», y el de su imitación cabal y auténtica, prácticamente imposible. A propósito del primero, ensarta Lope unas cuantas citas de autoridades (tal como viene haciendo desde el mismo exordio y hará en el resto de la carta, tomando muchas de ellas de una polianthea que creo haber identificado)9 en las que se condena el abuso en el empleo de palabras raras e inusitadas: lo que lo lleva a introducir, si bien de manera muy somera y sucinta, un argumento habitualmente manejado por los detractores de Góngora durante esta polémica (Jáuregui en su Antídoto, por ejemplo): el de que la oscuridad –no excesiva, por supuesto (Lope dice «breve»)– puede estar justificada en las sententiae cuando se escribe sobre «materias graves y filosóficas», si bien ello tampoco ha de ser nunca en detrimento del adorno y la dulzura del texto.
El segundo problema o «dificultad» es, como decía, el de la posibilidad de imitación del nuevo estilo poético, el cual plantea una paradoja: siendo complejísimo su dominio, da la falsa impresión, según Lope, de ser al tiempo reducible a fórmulas simples. De tal modo que cualquiera puede creer que las domina mediante un ejercicio prácticamente de puro remedo, que es el que llevan a cabo los imitadores del poeta cordobés, quienes, atraídos por la novedad, «con aquellas trasposiciones [o sea, hipérbatos: véase luego], cuatro preceptos y seis voces latinas o frasis enfáticas se hallan levantados adonde ellos mismos no se conocen ni aun sé si se entienden». Es en este punto donde Lope introduce el ya citado10 parangón entre Góngora y Justo Lipsio, así como entre los imitadores de ambos, unos en castellano y otros en latín, que se han visto abocados al ridículo y al fracaso por haber querido seguir a sus respectivos modelos en la parte que era, a un tiempo, más personal (e inimitable) y más discutible del estilo que habían creado.
Lope señala a continuación que el recurso básico y fundamental de ese nuevo estilo gongorino es el «trasponer» (es decir, el hipérbaton), que provoca una dificultad «de lengua», no «de sentencia», la cual se agrava sobremanera en manos de sus (siempre malos) imitadores, pues recurren a ese expediente «con más dureza y menos gracia» que el modelo y maestro. Y más aún se agrava si a esa se acumulan otras varias figuras retóricas y se abusa ridículamente de ellas, cuando deberían emplearse «raras veces y según la calidad de la materia y del estilo».
Vuelve de nuevo Lope sobre las «trasposiciones», que ahora presenta ya no solo como el fundamento del nuevo estilo poético, sino como la figura «más culpada» en él, atribuyendo su abuso al hecho de que sea un simple recurso para facilitar la tarea de rimar los versos. Da a continuación una lista de ejemplos de «trasposición» tomados de varios poetas españoles, desde Mena hasta Herrera, siendo los dos ejemplos que cita del primero mucho más «duros» de aceptar que los que recoge de los poetas posteriores. Aun así, ninguno lo es tanto como uno del que Lope menciona solo las primeras palabras y que muy probablemente proceda de la segunda Soledad de Góngora, para indicar que aquellos, usados con moderación y oportunamente, resultan «dulcísimos», pero que este último es inaceptable, pues en él la «trasposición» pasa de posible virtud al indeseable vicio conocido como cacosíndeton.
Con todo ello está seguramente preparando el terreno para lanzar una nueva crítica contra la «nueva poesía», que va a ser a la que dedique ya la parte final de su «censura»: la evidente (re-)latinización, tanto léxica (cultismos) como sintáctica (hipérbatos), de la lengua castellana que trae consigo esa moda. Lo que supone un retroceso a épocas lejanas y ya superadas, como la del citado Juan de Mena, del que Lope reproduce un largo párrafo extraído del prólogo de la Coronación del Marqués de Santillana y plagado de «trasposiciones» salpicadas de latinismos bastante crudos.
Tras proponer como modelos dos fragmentos poéticos de Fernando de Herrera e insistir de nuevo en su rechazo a los imitadores de Góngora, que «comienzan por donde él acaba», Lope afirma, no sin antes poner la lengua castellana en pie de igualdad con la latina y la griega (argumento habitual entre los polemistas anti-gongorinos), que a estas debe recurrirse, como reconoce haber hecho él mismo ocasionalmente, solo cuando hay una estricta necesidad, porque falten vocablos en la propia lengua, y si los nuevos resultan en verdad «sonoros e inteligibles». De lo contrario, lo único que se logra en poesía es «dureza», y no «elegancia», «blandura», ni «hermosura digna de imitar y de admirar», como las alcanzadas por Herrera, cuyos «sonetos y canciones» afirma Lope que son «el más verdadero arte de poesía», por lo que nunca «se aparta de sus ojos». El dechado del poeta sevillano presupone, claro está, el de su modelo Garcilaso, que no podía faltar en este documento de la polémica y al que Lope ensalza recurriendo a la preterición: «de Garcilaso no pienso hablar palabra». Aunque no se priva de señalar que «algunos» se mofaban de quienes lo imitaban llamándolos «poetas mecánicos». Con ello alude a presuntuosos aficionados a Góngora que, ingratos a la memoria del insuperable Garcilaso, consideraban que este era un modelo periclitado y aun agotado precisamente por haberlo superado su ídolo. Lope, por el contrario, reivindica como aún muy válido y vigente ese modelo poético postulándose de manera implícita como tercero en la línea de sucesión al trono de la poesía española tras Garcilaso y Herrera.
En una «composición en anillo», cierra Lope su carta con un breve epílogo, reiterando que se ha visto forzado contra su voluntad (dice que ha supuesto «violencia» en él) a dar su opinión sobre la «nueva poesía». Como prueba de su rendida admiración hacia Góngora, recupera y reproduce íntegro un soneto en alabanza suya con el que censuraba la (supuesta) mala acogida general que sus poemas habían tenido en «su misma patria» (esto es, en Andalucía) frente a la (aún más supuesta) aceptación lograda por ellos entre los poetas que integraban el «coro del Tajo».
Texto III: Breve epístola en la que el «señor de estos reinos» agradece a Lope el envío de la anterior, lo anima a publicarla y le pide que le envíe algún poema que ilustre el «estilo antiguo» de la poesía española (el representado por Garcilaso de la Vega y Fernando de Herrera). Como muestra de agradecimiento, el «señor» dice que le envía unos Opera omnia de Justo Lipsio y una obra en verso de Benito Arias Montano, los Humanae salutis monumenta.
Texto IV: Respuesta final de Lope de Vega. Abren el mensaje final al «señor de estos reinos» unas consideraciones –punteadas con varias sententiae de autoridades antiguas (o sea, de polianthea) en torno a la scientia– en las que mezcla elementos de modestia propios de la captatio benevolentiae con ataques a los cultivadores de la «nueva poesía», a los que presenta como gregarios ignorantes. Tras ello, Lope anuncia a su corresponsal que le envía adjunta una égloga (impresa justo después de estos cuatro textos en la edición de La Filomena) dedicada a la muerte de su esposa Isabel de Urbina y cuya autoría atribuye a Pedro de Medina Medinilla, lo que le permite introducir algunas consideraciones acerca del género bucólico, tras ofrecer algunos datos biográficos sobre ese poeta.
Recomienda al «señor» la lectura y disfrute de dicha égloga, que encarece presentándola implícitamente como modelo de poesía frente a «la novedad de los exquisitos modos de decir», o sea, la poesía gongorina, a la que ataca crudamente, manteniendo el consabido argumento de que sus cultivadores no son más que meros imitadores malos de Góngora, a quien sin nombrarlo, como siempre, vuelve a parangonar con Justo Lipsio: verdadero leitmotiv11, como ya se ha indicado, de esta correspondencia filológica y literaria que así se cierra.
5. [Fuentes] Un enfoque retoricista basado en autores antiguos y modernos §
En primer lugar, y como es práctica más que habitual en Lope, debe tenerse en cuenta su indudable recurso a la literatura enciclopédica y compilatoria de su tiempo, de la que también aquí, como en muchos de los textos que entreveraba de citas (así, las dedicatorias de sus comedias desde la parte XIII), hace un uso extenso e intenso: extenso, por la notable cantidad de sententiae extractadas de esos compendios, e intenso, porque suele centrarse en secciones determinadas de ellos que exprime y a veces casi «saquea» para obtener una ristra de máximas con las que aparentar erudición y, al tiempo, tratar de apabullar a los lectores y a los posibles polemistas que puedan surgir de entre ellos (como veremos que lo será Diego de Colmenares). En este caso, considero indudable su recurso a una compilación de sententiae y exempla agrupados por temas debida al portugués André Rodrigues, también conocido como Andrés de Évora o Andreas Eborensis (en adelante me referiré a él como ‘Andrés Eborense’)12. Lope recabó varias sentencias en secciones de esa poliantea como las significativamente tituladas Ars et ingenium, Nouitas, Scientia, Veritas et affirmatio, Silentium, Vita y Principium. Así, en el comienzo de su respuesta final al «señor de estos reinos» (texto IV), encadena, como ya he apuntado en el epígrafe anterior, hasta cinco sententiae tomadas sin duda de la tercera de las secciones antes citadas, para hacer alarde de su mucha sabiduría (scientia) en materia de poética y afear la poca que demuestran los partidarios de la «nueva poesía».
Centrándonos ya en su carta-respuesta al «señor de estos reinos» (texto II), cabe señalar que, una vez entra al fin en materia tras el algo prolijo exordio, comienza acumulando varias citas para sustentar la tesis de que el abuso de palabras inusitadas redunda en indeseable oscuridad: la primera es el inicio del capítulo XI, 7 de las Noches Áticas de Aulo Gelio, significativamente titulado «Que se han de emplear muy poco palabras excesivamente antiguas, abandonadas y ya en desuso» y en el que se recogen dos anécdotas de oradores que no habían sido entendidos en sus discursos, y hasta habían provocado general hilaridad, por emplear arcaísmos que nadie ya entendía; sigue otra atribuida a Cipriano Suárez en su por entonces muy conocido y frecuentado manual de retórica, pero en realidad procedente de la Retórica a Herenio, tenida por de Cicerón en esos tiempos; y se remata la serie con hasta cuatro citas procedentes de la Institutio Oratoria de Quintiliano, en todas las cuales se aboga por no oscurecer el discurso con palabras que no sean de uso común.
El recuerdo de una célebre disputa escolástica mantenida en la segunda mitad del siglo XV por Giovanni Pico della Mirandola y Hermolao Barbaro acerca de la relación entre filosofía y elocuencia sirve a Lope para defender su tesis de que la oscuridad, y no excesiva, es solo admisible cuando la res de que se está tratando la hace casi irremediable, al ser dicha res dudosa y ambigua por profunda y grave.
La «nueva poesía», hemos visto que afirma Lope, está en manos de pésimos imitadores que, en su pueril ignorancia, se han visto epatados por la novedad de esos «exquisitos modos de decir», los cuales además han pervertido. Dicha idea se sustenta sobre todo en un pasaje del Doctrina Christiana de san Agustín (una obra y un autor que darán bastante juego en la posterior polémica con Colmenares) y en otro de la Ética nicomaquea de Aristóteles (tomado de la mencionada compilación de Eborense), en el que se afirma que es habitual que lo novedoso deleite al principio precisamente por serlo, pero que después suele perder su inicial encanto.
En las cuestiones sobre la elocutio (el abuso de la «trasposición» y de otras varias figuras retóricas que se censura en la nueva moda poética) se recurre de nuevo a las Noches Áticas de Gelio (esta vez al capítulo XII, 2) y al Ad Herennium (en un pasaje en el que se rechazan las anfibologías como cosa propia de los dialectici), se cita de pasada al antiguo rétor Aftonio de Antioquía y a Francisco Sánchez de las Brozas, comentarista de aquel, y se remite también al tratadista italiano sobre poética Bernardino Daniello, tanto para conocer las figuras (de las que Lope da una amplia lista a modo de ejemplo) como para sustentar la idea de que estas deben usarse siempre con mesura y criterio. Más adelante, y tras una secuencia de ejemplos de «trasposición» en la poesía castellana anterior, Lope vuelve a remitir (en este caso al propio «señor de estos reinos» y sin indicar un pasaje concreto) a la autoridad, a sus ojos incontrastable, de san Agustín en el De doctrina Christiana para que se informe «de las cosas oscuras y ambiguas, y cuánto se deben huir». Recurriendo también a la autoridad de este Padre de la Iglesia, pero esta vez en su otra obra capital, el De ciuitate Dei, equipara Lope la poesía de Góngora al libro del Apocalipsis y apunta con toda ironía que para entender el «secreto de este divino estilo» no pide menos que todo un Platón, quien afirmaba que en las obras de Homero se encerraban todas las cosas divinas y humanas (no así —viene a sugerir Lope— en las del que muchos pretendían hacer pasar por el Homero español: recuérdese el título de la edición de los poemas de Góngora que publicará López de Vicuña en 1627).
En fin, tras traer a colación una frase procedente de una carta de Bartolomeo Scala a Angelo Policiano, Lope cita el De poetis Latinis del discípulo del segundo, Pietro Crinito, donde se hace mención de un antiguo poeta que mereció el calificativo de ferreus por parte de Cicerón a causa de la «dureza» de sus versos, defecto que Lope achaca también, como ya se ha indicado, a los cultivadores de la poesía gongorina.
Así pues, Lope, en la parte más sustanciosa de su texto (no en la de mero lucimiento de erudición made in Eborense), combina con habilidad un abanico de fuentes, no muy amplio, pero efectivo, con el que logra transmitir una imagen de sabio capaz de enlazar opiniones de autoridades clásicas (Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, Aulo Gelio, Aftonio), patrísticas (san Agustín), del humanismo italiano más ilustre, el de finales del siglo XV (Pico, Barbaro, Scala, Policiano, Crinito) y de teoría literaria más o menos coetánea (Cipriano Suárez, Bernardino Daniello): una imagen, puede decirse, de auténtico humanista cristiano.
Sorprende, en principio, la poca atención prestada a las dos grandes Poéticas de la antigüedad, la aristotélica y la horaciana, y a sus continuadores renacentistas (con la aparente excepción de Bernardino Daniello13), si bien es cierto que se alude a ellas de pasada casi como dando por descontada su autoridad: «tenemos singulares obras suyas [esto es, de Góngora] en aquel estilo puro, continuadas por la mayor parte de su edad, de que aprendimos todos erudición y dulzura, dos partes de que debe de constar este arte, que aquí no es ocasión de revolver Tasos, Danielos, Vidas y Horacios, fundados todos en aquellos aforismos de Aristóteles». Pero lo cierto es que el enfoque de Lope parece clara y casi exclusivamente retoricista: así, cuando recurre sobre a todo a Quintiliano, maestro de rétores y oradores, para censurar el empleo de palabras poco comunes; a anécdotas de Gelio protagonizadas por oradores; o bien a pasajes del De doctrina Christiana agustiniano en los que los consejos van dirigidos al piadoso orator cristiano, no al poeta. Por lo que esa mera alusión a las poéticas clásicas y neoclásicas, recurriendo a la preterición, puede verse también como una interesada elusión: de hecho, el núcleo de la polémica que encenderá Diego de Colmenares cuando responda a esta carta de Lope será precisamente el de la necesidad, propugnada por aquel, de defender la poesía desde planteamientos de poética y no (solo) de retórica.
6. [Conceptos debatidos] §
Por mor de claridad y precisión, y puesto que ya se han mencionado con mayor o menor detenimiento en los epígrafes anteriores, expondré los conceptos debatidos en estos documentos de manera esquemática y en forma de lista:
Texto I (Del «señor de estos reinos»)
1. Necesidad de conocer el latín para entender la poesía gongorina.
2. Necesidad de conocer el italiano para entender la poesía gongorina.
3. Novedad inquietante de este estilo poético.
4. Influencia (se duda si positiva o negativa) de la nueva poesía sobre el castellano.
5. Necesidad (apuntada con apariencia de ingenuidad, pero probablemente con ironía) de que los poemas escritos en ese estilo se editen directamente con «comentos».
6. Los «comentos» son admisibles para obras cuyos contenidos plantean dudas por haber sido escritos hace mucho tiempo y hablar de otras épocas y sociedades.
Texto II (De Lope de Vega)
1. Gran valor, en erudición y deleite, de las obras de Góngora anteriores a los poemas mayores.
2. Intento por parte de Góngora de ir más allá en su poesía: intento loable, pero no aceptable a causa de la oscuridad y la ambigüedad de las palabras.
3. La breve oscuridad de las sentencias puede estar justificada en las materias graves y filosóficas, pero teniendo en cuenta no descuidar el ornamento y la dulzura.
4. Atracción que ejerce el estilo gongorino debido a su novedad.
5. Excesiva facilidad de la «nueva poesía», que puede llegar a dominarse con un escaso número de recursos estilísticos.
6. Parangón de la «nueva poesía» con el difícil estilo latino de Justo Lipsio, que tiene aspectos positivos y negativos (oscuridad): debe ser imitado solo en los primeros.
7. El recurso básico del estilo gongorino son las «trasposiciones» (hipérbatos), lo que provoca grandes dificultades de intelección en el plano de los verba (las palabras), no de la res (las sentencias).
8. La «nueva poesía» acumula en exceso figuras cuyo uso debería estar muy medido para lograr el ornato adecuado: especialmente pleonasmos, anfibologías y «encarecimientos».
9. Debe evitarse tanto un estilo que sea todo «sentencias» como otro que sea todo figuras, y estas deben emplearse siempre decorosamente: «según la calidad de la materia y del estilo».
10. La «nueva poesía» supone un retroceso en la evolución de la lengua poética castellana a los tiempos del siglo XV (época de Juan de Mena).
11. Hay que lograr una poesía que se haga con gran esfuerzo y que se lea con facilidad.
12. Necesidad de moderación en el empleo de voces latinas y griegas, que deben aparecer allá donde sean estrictamente necesarias y no resulten desagradables.
13. Fernando de Herrera como modelo poético.
Texto III (Del «señor de estos reinos»)
Contraposición entre el «estilo (poético) antiguo» (el de Garcilaso y Herrera) y la poesía gongorina.
Texto IV (De Lope de Vega)
1. Oscuridad y escaso contenido sentencioso (es decir, de ciencia) de la «nueva poesía».
2. Excesiva facilidad de la «nueva poesía», que puede llegar a dominarse con un escaso número de recursos estilísticos.
3. La «nueva poesía» no es avance, sino perjuicio, para el castellano.
4. La «nueva poesía» y sus perniciosos efectos como producto de malos imitadores de Góngora.
5. Insistencia en el parangón de Góngora, en su empleo del castellano, con Justo Lipsio en el del latín.
Como se ve, el cuarto texto puede leerse como un sucinto repaso de las ideas principales que sustentan la argumentación de Lope en el segundo, que es, como se ha visto, el más extenso e importante en este (supuesto) intercambio epistolar.
7.[Otras cuestiones] Lope sobre la «nueva poesía»: un diagnóstico muy discutible, pero un pronóstico acertado §
Conectando con el final del epígrafe 2. («Autor»), cabe recordar que uno de los pilares de la argumentación de Lope en su censura sobre la «nueva poesía» es la imposibilidad de ir más allá en el muy discutible estilo poético de Góngora y, por tanto, de que su poesía pudiera crear escuela, pues aquel había llevado a la lengua poética española a un punto de proximidad a la lengua latina más allá del cual era imposible avanzar sin incurrir en la pura agramaticalidad por solecismo y barbarismo: es decir, que Góngora había apurado al máximo las posibilidades de, digámoslo así, escribir en latín pero empleando el castellano. Es exactamente lo que quiere decir Lope cuando, tras citar el verso de Góngora «Fulgores arrogándose presiente», apostilla que es «todo meramente latino», y lo es tanto en la disposición de las palabras como en el hecho de que estas sean latinismos prácticamente inusitados hasta entonces en nuestra lengua.
Cabe señalar que, vista desde la perspectiva de nuestro tiempo, esa tesis resultó bastante acertada, pues entre los muchos seguidores de Góngora no hubo ninguno que igualara ni, mucho menos, superara al genial modelo, y sí, como critica Lope, mucho repetidor mecánico de unas fórmulas que solo la genialidad podía manejar con solvencia. Y no olvidemos que eso fue, sobre todo, lo parodiado por Lope, Quevedo, Jáuregui, Vélez de Guevara, Castillo Solórzano y otros paladines de la cruzada anti-gongorina, quienes por ser poetas eran –seguro– muy conscientes en su fuero interno del envidiable prodigio logrado por el genio cordobés; por ello, también lo fueron del hecho de que para escribir como él había que ser él: un poeta irrepetible.
8.[Conclusión] Un (supuesto) sí a Góngora y un no rotundo al gongorismo, moda poética superflua, insustancial y pasajera §
En las últimas líneas de su «censura» (texto II) acude Lope, para ilustrar su visión de la «nueva poesía», a dos símiles que, lejos de ser mero adorno retórico, son muy ilustrativos de esa visión, y ambos remiten a un conjunto de nociones (lo superfluo, lo excesivo, lo gratuito, lo impertinente…) que pueden reducirse a dos formulaciones solo aparentemente paradójicas: por un lado, aquello que, exigiendo mucho tiempo y esfuerzo, cansa en vano y rinde al fin escaso fruto; por otro, aquello que, al añadirse a algo, le confiere en apariencia un mayor valor, cuando en realidad se lo quita.
La primera comparación de las citadas lo es con el juego del ajedrez. En primer lugar, Lope parafrasea un dicho (apócrifo, por atribuido a muchos pensadores) que sigue vivo hoy en día y que ya debía de circular por entonces: que el ajedrez es «excesivo para ser un juego y demasiado poco para ser una ciencia», pues exige mucho tiempo y esfuerzo para no producir ningún tipo de conocimiento, siendo una pura y muy dura «gimnasia» mental; y luego propone una perfecta equiparación (por muy discutible que sea) de ese juego con la «nueva poesía», pues ambos resultan ser un «estudio importuno del entendimiento». Es, en realidad, otra manera de formular una de las críticas más graves y repetidas contra la corriente poética gongorina: velos de oscuridad verbal y sintáctica muy trabajosos de descorrer, para al fin, cuando se logra apartarlos, no hallar apenas ciencia alguna que llevarse a la mente; tal cual el jugador que pasa horas ante el tablero rompiéndose la cabeza: imagina mil combinaciones distintas de sus piezas para intrigar y desorientar al adversario (como el poeta gongorino al lector con los verba oscureciendo su estilo), pero sin lograr nunca salir, ni él ni su rival, más informados y más cultos (o sea, con más res en sus cabezas).
La otra comparación es con la «liga», o sea, con «la porción pequeña de otro metal, que se echa al oro o a la plata, cuando se bate moneda, o se fabrica alguna pieza», según lo definía el Diccionario de Autoridades. Dicha moneda o dicha pieza será más grande y pesará más, por lo que aparentará ser (o se la podrá hacer pasar por) más valiosa, pero en realidad habrá perdido tanto valor cuanto menos puro haya quedado el metal precioso de base. Esa misma proporción inversa es la que establece Lope en la «nueva poesía» entre la res del texto y la oscuridad que le confiere el abuso de recursos como la trasposición y los cultismos: «yo hallo esta novedad como la liga que se echa al oro, que le dilata y aumenta, pero con menos valor, pues quita de la sentencia lo que añade de dificultad». Es decir, la impactante y rutilante poesía gongorina vista prácticamente como pura ganga inútil.
En estas dos comparaciones finales, Lope sigue jugando, como durante toda su «censura», al despiste constante del lector: cuando habla de «esta novedad», ¿se refiere a la poesía de Góngora y a toda su estela de imitaciones o solamente a estas? Jamás lo deja claro, porque esa es precisamente su estratagema en esta batalla; no es exactamente la de «amagar y no dar», sino la de amagar y dar siempre, pero sin que sepamos nunca exactamente a quién: en ese sentido, el texto de Lope resulta en su «sentencia» tan ambiguo y oscuro, cuando menos, que los poemas cuya oscuridad formal tanto critica. En todo caso, esa indefinición y esa ambigüedad hacen que ninguno de los elogios de Lope a Góngora (o al menos al Góngora post 1614) en este importante documento de la polémica pueda tenerse, a mi juicio, por sincero. Solo que el astuto Lope ya se encarga de difuminar, cuando no emborronar, su mensaje para que no haya una pista definitiva y concluyente por la que pueda acusársele de mentir como un bellaco respecto al poeta cordobés cuando dice que en esta carta ha hablado solo «de la mala imitación» (resulta que al final nos enteramos de que podría haberla buena, pero no nos dice cómo ha de ser), pero que «reverencia a su primero dueño».
En definitiva, un constante, y a ratos hasta desquiciante, «sí pero no» y «no pero sí» respecto a Góngora que parece conscientemente buscado por parte de Lope para que nadie supiera al fin a qué atenerse y para poder, entre otras cosas, seguir burlándose y parodiando, sin jamás nombrar a su «primero dueño», el estilo gongorino en sus comedias, poemas y novelas hasta el final de sus días. Y así lo hizo.
N.B.
Debe recordarse al lector de estas líneas que los textos aquí editados tienen continuación en la polémica que surgiría muy poco después entre Lope de Vega y el erudito segoviano Diego de Colmenares, cuando este respondió, defendiendo la poesía de Góngora, a la «censura» incluida en La Filomena. Dicha controversia la integran tres textos, igualmente a mi cargo, que forman también parte de esta edición electrónica de la polémica gongorina.
9. [Establecimiento del texto] §
El texto se establece a partir de la princeps de La Filomena de Lope de Vega (Madrid: En casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1621). No hay variantes respecto a la edición de Barcelona: Por Sebastián de Cormellas, 1621 (f. 204-204v).
10. [Bibliografía] §
10.1 Obras hipotéticamente citadas o consultadas por el polemista §
Aftonio de Antioquía:
Alderete, Bernardo de:
Anónimo (pero atribuida generalmente a Cicerón en tiempos de esta polémica):
Arias Montano, Benito:
Aristóteles:
Gelio, Aulo:
Barbaro, Hermolao:
Crinito, Pietro:
Coler, Christopher:
Daniello, Bernardino:
Eborense, Andrés (Andrés de Évora/Andreas Eborensis/André Rodrigues):
Gracián Dantisco, Lucas:
Gribaldi, Matteo:
Hermes Trismegisto:
Horacio Flaco, Quinto:
Jiménez Patón, Bartolomé:
Lipsio, Justo:
Nizzoli, Mario:
Pico della Mirandola, Giovanni:
Platón:
Quintiliano, Marco Fabio:
San Agustín:
Scala, Bartolomeo:
Suárez, Cipriano:
Turnèbe, Adrien (Adrianus Turnebus):
Valdivielso, José de:
10.2 Obras citadas por el editor §
10.2.1 Manuscritos §
10.2.2 Impresos anteriores a 1800 §
AA. VV.:
Castelvetro, Ludovico:
Cervantes, Miguel de:
Erasmo de Rotterdam:
Herrera, Fernando de:
Lang, Joseph:
Madrigal, Miguel de (ed.):
Pellegrino, Camilo:
Pérez de Montalbán, Juan (ed.):
Quevedo, Francisco de:
Sánchez de las Brozas, Francisco:
Suárez de Figueroa, Cristóbal:
Tasso, Torcuato:
Torres Rámila, Pedro de:
Vega, Lope de:
10.2.3 Impresos posteriores a 1800 §
Aristóteles:
Bausi, Francesco:
Campana, Patrizia:
Cicerón, Marco Tulio:
Conde Parrado, Pedro-Tubau Moreu, Xavier (eds.):
Diomedes:
Entrambasaguas y Peña, Joaquín de:
Fumaroli, Marc:
Góngora, Luis de:
Horacio Flaco, Quinto:
Jáuregui, Juan de:
Lissorgues, Yvan:
Menéndez y Pelayo, Marcelino:
Marcelo, Nonio:
Marín López, Nicolás:
Montero, Juan:
Ovidio:
Platón:
Quevedo, Francisco de:
Rico García, José Manuel:
Servio:
Tubau, Xavier:
Vega, Lope de:
Texto de la edición §
[I] Papel que escribió un señor de estos reinos a Lope de Vega Carpio en razón de la nueva poesía §
Con mucho gusto he leído los dos poemas de ese caballero14, solicitando entenderle con algún estudio de la lengua latina, en que he pasado los poetas que en ella tienen más opinión, y de la toscana, que aprendí en mis tiernos años, cuando el duque mi señor asistió en Roma15; pero habiéndome enviado un amigo este discurso contra ellos16, he quedado dudoso, aunque no por eso he perdido el gusto de muchas partes que hay en estos dos poemas, dignos del nombre de su autor17. Mas confieso a vuestra merced, señor Lope, que querría que me dijese lo que siente de esta novedad y si le estará bien a nuestra lengua lo que hasta agora no habemos visto: porque si en esta frasi se escriben libros, será necesario que salgan la primera vez con sus comentos, y estos [f. 190r]pienso yo que se hacen para declarar después de muchos años las dificultades que en otras lenguas o fueron sucesos de aquella edad o costumbres de su provincia; que en lo que es historia y fábula18 ya tenemos muchos, y pienso que los que ahora comentan no hacen más de hacer otras cosas a propósito por ostentación de sus ingenios. Esto deseo saber del que en vuestra merced es tan conocido19: no lo rehúse, que este advertimiento es porque le conozco y porque yo fío de su modestia que a nadie le parecerá mal su censura, y yo le quedaré en mucha obligación. Dios guarde a vuestra merced como deseo.
[II] Respuesta de Lope de Vega Carpio §
Mándame vuestra excelencia que le diga mi opinión acerca de esta nueva poesía, como
si concurrieran en mí las calidades necesarias a su censura: de que me siento confuso
y atajado, porque por una parte me fuerza su imperio –en mis obligaciones ley precisa–
y por otra me desanima mi ignorancia y aun por ventura el peligro que me amenaza si
este papel se copia, en el cual ni querría dar gusto a los que esta novedad agrada ni
pesadumbre a los que la vituperan, sino solo descubrir mi sentimiento, bien diferente
de lo que muchos piensan, que dando crédito a sus imaginaciones son intérpretes
equívocos de los pensamientos ajenos. Discurso era este para mayor espacio del que
permite un papel que responde a un príncipe en término preciso, y más en esta ocasión
y donde tantos están a la mira del arco, «como si el más diestro tirador (como
dijo) pudiese dar siempre al blanco»20; y así procuraré con la mayor brevedad que me sea
posible decir lo que siento, que pues en el libro primero
de sus Tópicos dejó advertido que los filósofos por la verdad
«debent etiam sibi [f. 191r]contradicere»
21, bien puede el arte de hacer versos, pues todo su
fundamento es la filosofía (como consta de los antiguos, no sin afrenta de muchos de
los modernos –con el debido respeto a tanto varón–), no digo contradecir, pero dar
licencia a un hombre para decir lo que siente. Mas hay algunos que a las cosas del
ingenio responden con sátiras a la honra, valiéndose de la ira donde les falta la
ciencia, y quieren más mostrarse ignorantes y desvergonzados, negando lo que escriben,
que doctos y nobles en lo que defienden. En las academias de Italia no se halla
libertad ni insolencia, sino reprehensión y deseo de apurar la verdad: si esta lo es,
¿qué pierde porque se apure ni qué tiene que ver el soneto deslenguado con la
oposición científica? No lo hizo así el Tasso, reprehendido en la Crusca por la
defensa del Ariosto22; no así el Castelvetro por la
de Aníbal Caro23; pero, en efecto,
España ha de hacer lo que dicen los extranjeros, como se ve por el ejemplo de Antonio
Juliano, de quien se rieron los griegos en aquel convite «tanquam barbarum et agrestem qui ortus terra Hispaniae foret»
24.
Yo, señor, responderé a lo que vuestra excelencia me manda con las más llanas razones
y de más cándidas entrañas, porque realmente –y consta de mis escritos– más se aplica
este corto ingenio mío a la alabanza que a la reprehensión, porque alabar, bien puede
el ignorante, mas no reprehender el que no fuere docto y tenido en esta opinión
generalmente; aunque en esta infelicísima edad vemos hombres anotar y [f. 191v]reprehender cuando fuera justo que comenzaran a aprender; pero atájales
la soberbia el camino de conseguir las ciencias con la humildad y contemplación:
porque si todos los artes, como los antiguos dijeron, «in meditatione
consistunt»
25, quien toma los libros para
burlarse con arrogancia y no para inquirir con humildad lo que enseñan, claro está que
se hallará burlado y mal quisto: justo premio de su locura. Cuán diferente juicio sea
el de los hombres sabios, díjolo muy bien por estas palabras: «Faciunt hoc alba et (ut Graeci
dicunt) bene nata ingenia, quorum summa et certa prop[r]ietas est nunquam docere,
doceri semper velle; iudicium odisse, amare silentium: quibus duobus tota
Pythagoricorum et Academicorum continetur praeceptio»
26. De estos refiere que callaban dos años27: pues ¿de quién son discípulos
estos que siempre hablan? Bien dijo del callar:
«Nescio quid egregium Socraticum aut potius Herculeum
praesefert»
28. No es buena manera de disputa la calumnia, sino la
animadversión29, que si «vita nostra in
remissionem et studium est diuisa»
, no lo dijo 30 por la educación de estos hombres, que no es este el
estudio que se distingue de la remisión.
Presupuestos, pues, estos principios como infalibles, y dando por ninguna la objeción
de los que dicen que no se deben poner31
a las novedades de que una facultad recibe aumento, porque «omnium rerum
principia [f. 192r]parua fiunt, sed suis progressionibus usa augentur
32, ¿cuál
hombre será tan fuerte, como dijo, que «non rei
nouitate perturbetur»
33 y atienda a penetrar la causa, de que nació la filosofía? Y
si una de las tres partes en que la divide es «de
dis[s]erendo et quid verum et quid falsum, quid rectum in oratione, quid prauum,
quid consentiens, quid repugnet iudicando»
34, esta es mejor manera de hablar que responder con desatinos
en consonantes35,
que más parecen libelos de infamia que apologías de hombres doctos. Finalmente, yo
pienso decir mi sentimiento: tengan el que quisieren los que obliquis
oculis36 miran la verdad impedidos de la pasión, porque «minime
profecto fraudi esse debet (como
dice) iuvandi studium,
quod amplexi obtrectatores contemnimus»37; de cuyos ingenios no puede temer
ofensa quien desea la verdad con honestas palabras.
El ingenio de este
caballero38 desde que le
conocí, que ha más de veinte y ocho años, en mi opinión (dejo la de muchos), es el más
raro y peregrino que he conocido en aquella provincia, y tal que ni a Séneca ni a
Lucano, nacidos en su patria, le hallo diferente, ni a ella por él menos gloriosa que
por ellos. De sus estudios me dijo mucho Pedro Liñán de Riaza, contemporáneo suyo en
Salamanca39; de suerte que non
indoctus, pari facundia et ingenio praeditus40 rindió mi voluntad a su
inclinación, continuada con su vista y conversación, pasando a la Andalucía41, y [f. 192v]me pareció siempre que me favorecía y amaba con alguna más estimación
que mis ignorancias merecían. Concurrieron en aquel tiempo en aquel género de letras
algunos insignes hombres que quien tuviere noticia de sus escritos sabrá que
merecieron este nombre: Pedro Laínez, el excelentísimo señor marqués de Tarifa,
Hernando de Herrera, Gálvez Montalvo, Pedro de Mendoza, Marco Antonio de la Vega,
doctor Garay, Vicente Espinel, Liñán de Riaza, Pedro Padilla, don Luis de Vargas
Manrique, los dos Lupercios y otros42, entre
los cuales se hizo este caballero tan gran lugar, que igualmente decía de él la fama
lo que el oráculo de Sócrates43. Escribió en todos
estilos con elegancia, y en las cosas festivas, a que se inclinaba mucho, fueron sus
sales no menos celebradas que las de Marcial, y mucho más honestas. Tenemos singulares
obras suyas en aquel estilo puro, continuadas por la mayor parte de su edad, de que
aprendimos todos erudición y dulzura, dos partes de que debe de constar este arte, que
aquí no es ocasión de revolver Tassos, Danielos, Vidas y Horacios44, fundados
todos en aquellos aforismos de 45. Mas no contento con haber hallado en aquella
blandura y suavidad el último grado de la fama, quiso (a lo que siempre he creído, con
buena y sana intención, y no con arrogancia, como muchos de los que no le son afectos
han pensado) enriquecer el arte y aun la lengua con tales exornaciones [f. 193r]y figuras, cuales nunca fueron imaginadas ni hasta su tiempo vistas,
aunque algo asombradas de un poeta en idioma toscano que por ser de nación genovés no
alcanzó el verdadero dialecto de aquella lengua46,
donde hay tantas insignes obras inteligibles a la primera vista de los hombres doctos
y aun casi de los ignorantes. Bien consiguió este caballero47 lo que intentó, a mi juicio, si aquello era lo que intentaba: la
dificultad está en el recibirlo, de que han nacido tantas,48 que dudo que cesen, si la causa no cesa. Pienso que la oscuridad y
ambigüedad de las palabras debe de darla a muchos: «verbis uti (dijo
; pero más molesta y
culpable cosa ) nimis obsoletis ex[c]ulcatis quae aut insolentibus nouitatis
quae durae et illepidae par esse delictum videtur»«verba noua, incognita et inaudita dicere»
etc49. Y hablando
de la onomatopoeia,
en su Retórica dice: «At nunc raro et cum magno iudicio hoc
genere utendum est, ne noui verbi assiduitas odium pariat; sed si commodo quis eo
utatur et raro, non ostendet nouitatem, sed etiam exornabit orationem»
50. Pero
lo dijo todo en una palabra: «Usitatis tutius
utimur; noua non sine quodam periculo fingimus»
51. Y más
adelante, en el capítulo sexto: «Consuetudo vero certissima loquendi magistra,
utendumque plane sermone ut nu[m]mo, cui publica forma est»
52; y
aunque en él se puede ver tratada esta materia abundantemente, no puedo dejar de citar
un aforismo suyo que lo [f. 193v]incluye todo, pues la autoridad de
carece de réplica: «Oratio, cuius summa virtus est perspicuitas, quae sit
vitiosa si egeat interprete!»
53 Y cuando en el libro 8 concede alguna licencia, es con esta
limitación: «sed ita demum si non appareat affectatio»
54.
En las materias graves y filosóficas confieso55 la breve oscuridad de las
sentencias, como lo disputa admirablemente a Hermolao Barbaro: «Vulgo non scripsimus, sed tibi et
tuis similibus»
; y acuérdase de los Silenos de Alcibíades: «erant
enim simulachra»
, por lo exterior fiera y hórrida, pero con deidad
intrínseca y donde dijo «que estaba escondida la
verdad»
56. Pero si por aquellas
cosas que llamaba «teatrales» desterró los poetas de su
república57, el medio tendrá pacíficos los dos extremos para
que no esté tan enervada la dulzura, que carezca de ornamento, ni él58 tan frío59, que no tenga la dulzura que le compete. Creo que
muchas veces la falta del natural es causa de valerse de tan estupendas máquinas el
arte, pero «arte non conceditur quod naturaliter denegatur: l. ubi repugnantia
§ 1 de regulis iur»
60.
No se admire vuestra excelencia, señor, si en esta parte me dilato, por ser tan alta
materia el hablar, que de ella dijo «solo al hombre había
Dios concedido la habla y la mente, cosas que se [f. 194r]juzgaban del mismo valor que la inmortalidad»
61. Pero volviendo al propósito, a muchos ha llevado la
novedad a este género de poesía, y no se han engañado, pues en el estilo antiguo en su
vida llegaron a ser poetas, y en el moderno lo son el mismo día: porque con aquellas
trasposiciones, cuatro preceptos y seis voces latinas o frasis enfáticas se hallan
levantados adonde ellos mismos no se conocen ni aun sé si se entienden. escribió aquel
nuevo latín de que dicen los que le saben que se han reído Cicerón y Quintiliano en el
otro mundo, y siendo tan doctos los que le han imitado, se han perdido; y yo conozco
alguno que ha inventado otra lengua y estilo tan diferente del que Lipsio enseña, que
podía hacer un diccionario, como los ciegos a la jerigonza62: y así, los que imitan
a este caballero63 producen partos monstruosos que salen de
generación, pues piensan que han de llegar a su ingenio por imitar su estilo; mas
pluguiera a Dios que ellos le imitaran en la parte que es tan digno de serlo, pues no
habrá ninguno tan mal afecto a su ingenio, que no conozca que hay muchas dignas de
veneración, como otras que la singularidad ha envuelto en tantas tinieblas, que he
visto desconfiar de entenderlas gravísimos hombres que no temieron comentar a Virgilio
ni a Tertuliano64.
Puédese decir por él en esta parte lo que dice de la [f. 194v]elocuencia, que no siempre persuade la verdad: «Non est facultas
ipsa culpabilis, sed ea male utentium peruersitas»
65. Otros
hay que tienen este nuevo estilo por una fábrica portentosa y se atreven a tantas
letras y partes dignas de sumo respecto en su dueño porque dijo el antiguo poeta
que «multa hominum portenta in Homero versificata monstra
putant»
66. Ello por lo menos tiene pocos que aprueben y muchos
que contradigan; no sé lo que crea, pero diré con :
«Quaedam delectant noua quae postea similiter non faciunt»
67.
Todo el fundamento de este edificio es el trasponer, y lo que le hace más duro es el
apartar tanto los adjuntos de los sustantivos, donde es imposible el paréntesis: que
lo que en todos causa dificultad la sentencia, aquí la lengua; y como esto en los que
imitan es con más dureza y menos gracia, cuando ellos fueran Virgilios, hallaran algún
Séneca que les dijera, por la novedad que quiso usar con los vocablos de Ennio (aunque
68 de esta censura): «Virgilius quoque noster
non ex alia causa duros quosdam versus et enormes et aliquid super mensuram
trahentis interposuit»
.
Los tropos y figuras se hicieron para hermosura de la oración: estas mismas 69 y los demás las hallan viciosas, como los pleonasmos y anfibologías y
tantas maneras de encarecer, siendo su naturaleza adornar; y si no, lean a
Ad Herennium y verán lo que siente de los dialécticos [f. 195r]después de haber dicho «cognitionem amphiboliarum eam quae a
dialecticis profertur non modo nullo adiumento esse, sed potius maximo
impedimento»
etc.70 Y engáñase
quien piensa que los colores retóricos son enigmas, que es lo que los griegos llaman
scirpos (perdónenme los que le saben, pues que son pocos, que
hasta una palabra bien podemos traerla siendo a propósito)71. Pues hacer toda la composición figuras es tan vicioso y indigno
como si una mujer que se afeita, habiéndose de poner la color en las mejillas –lugar
tan propio–, se la pusiese en la nariz, en la frente y en las orejas; pues esto, señor
excelentísimo, es una composición llena de estos tropos y figuras:72 un rostro colorado a manera de los ángeles
de la trompeta del Juicio o de los vientos de los mapas, sin dejar campos al blanco,
al cándido, al cristalino, a las venas, a los realces, a lo que los pintores llaman
encarnación, que es donde se mezcla blandamente lo que dijo,
tomándolo de : «En tanto que de rosa y
azucena»
73.
La objeción común a Séneca es que todas sus obras son sentencias, a cuyo edificio
faltan los materiales74, y por cuyo defecto dijo que «hay muchos hombres a quien sobrando la doctrina
falta la elocuencia»
75. Las voces
sonoras nadie las ha negado, ni las bellezas –como arriba digo– que esmaltan la
oración, propio efecto de ella, pues si el esmalte cubriese todo el oro, no [f. 195v]sería gracia de la joya, antes fealdad notable. Bien están las
alegorías y traslaciones, bien la similitud por la traslación, bien la parte por el
todo, la materia por la forma y, al contrario, lo general por lo particular, lo que
contiene por lo contenido, el número menor por el mayor, el efecto por la ocasión, la
ocasión por el efecto, el inventor por la invención, y el accidente del que padece a
la parte que le causa; así las demás figuras: agnominaciones, apóstrofes,
superlaciones, reticencias, dubitaciones, amplificaciones, etc., que de todas hay tan
comunes ejemplos: mas esto raras veces y según la calidad de la materia y del estilo,
como escribe en su Poética76. Verdad es que muchos las usan sin arte, y es causa de que yerren en
ellas, porque la retórica quiere una cierta diferencia de ingenio, de quien dijo, tomándolo de en el libro De
oratore: «Nisi quis cito possit, nunquam omnino possit
perdiscere»
77. El ejemplo para todo esto sea la trasposición –o trasportamento, como los italianos le llaman, que todo es uno–78, pues esta es la más culpada en este
nuevo género de poesía, la cual no hay poeta que no la haya usado, pero no
familiarmente ni asiéndose todos los versos unos a otros en ella, con que le sucede la
fealdad y oscuridad que decimos; si bien es más fácil manera de componer, pues pasa el
consonante, y aun la razón, donde quiere el dueño, por falta de trabajo para
ablandarla y seguirla con lisura y facilidad79. [f. 196r] dijo: «A la moderna
volviéndome rueda»
80, «Divina me puedes llamar
providencia»
81. : «Aquel de amor tan
poderoso engaño»
82. : «Una extraña y no vista al mundo idea»
83. Y , que casi nunca usó de esta figura, en la Elegía
tercera: «Y le digo: señora dulce mía»
84. Y , en la traducción del Parto de la Virgen del
Sannazaro: «Tú sola conducir, diva María»
85; y así los italianos, de que serían impertinentes los ejemplos.
Esto, como digo, es dulcísimo usado con templanza y con hermosura del verso, no
diciendo: «En los de muros» etc., porque casi parece al poeta que refiere en su Elocuencia cuando dijo:
«Elegante hablastes mente»
, figura viciosa que él allí llama
cacosíndeton86. Finalmente, de las cosas oscuras y ambiguas, y
cuánto se deben huir, vea vuestra excelencia a en el libro 4 De
doctrina Christiana, [f. 196v]porque pienso que su opinión ninguno será tan atrevido que la
contradiga87.
«In hoc quidem libro cuius nomen est Apocalipsis obscure multa
dicuntur, ut mentem legentis exerceant»
88. Mas viniendo a una verdad infalible, no deja de
causar lástima que lo que los ingenios doctos han procurado ennoblecer en nuestra
lengua desde el tiempo del rey don Juan el Segundo hasta nuestra edad del santo rey
Filipo Tercero ahora vuelva a aquel principio, y suplico a vuestra excelencia
humildísimamente, pues está desapasionado, juzgue si es esto así por estas palabras de
la prosa que se hablaba entonces, que con ejemplos no le quiero cansar, pues el de
, autor tan conocido, basta en el comento que
hizo a su Coronación, donde dice así, hablando de la fama del gran
marqués de Santillana don Íñigo López de Mendoza: «Y no quiere cesar ni cesa de
volar fasta pasar el Cáucaso monte, que es en las sumidades y en los de Etiopia
fines, allende del cual la fama del romano pueblo se falla no traspasase, según en
el De consolación Boecio; pues ¿cómo podrá conmigo más la pereza que no la gloria
del dulce trabajo o por qué yo no posporné aquesta por las cosas otras: es a saber,
por colaudar, [f. 197r]recontar y escribir la gloria del tanto señor como aqueste? Más
esforzándome en aquella de Séneca palabra, que escribe en una de las epístolas por
él a Lucilio enderezadas, etc.
89».
¿Puede negarse una cosa tan evidente? Pues certifico a vuestra excelencia que le
pudiera traer infinitos ejemplos, como decir: «por la de la buena fama
gloria»
y «por ende, las conmemoradas acatando causas»
y
«láctea emanante»
, «temblante mano»
y
«peregrinante principio»
90, cosas que tanto embarazan la frasis de
nuestra lengua, que las sufrió entonces por la imitación latina, cuando era esclava, y
que ahora que se ve señora, tanto las desprecia y aborrece. Decía el , poeta laureado por la universidad de Alcalá, como él dijo
en aquella canción,
Tengo una honrada frentede laurel coronada,de muchos envidiada, etc.,
que «la poesía había de costar grande trabajo al que la escribiese y poco al
que la leyese»
91. Esto es sin duda infalible dilema 92 y que no ofende al
divino ingenio de este
caballero93, sino a la opinión
de esta lengua que desea introducir; mas, sea lo que fuere, yo le he de estimar y
amar, tomando de él lo que entendiere, con humildad, y admirando lo que no entendiere,
con veneración; pero a los demás que le imitan con alas de cera en plumas tan
desiguales94, jamás les seré
afecto, porque comienzan ellos por donde él acaba; a quien [f. 197v]dijera yo lo que a Policiano, dudando el
estilo de una epístola suya: «non sapit salem tuum: multa miscet, omnia
confundit, nihil probat»
95. La dureza es imposible que no ofenda la poesía, pues no deleita,
habiéndose hecho para escribir deleitando. Memoria hace de la que tuvo Atilio
trágico, y que no menos que de fue llamado «ferreus
poeta»
96, aunque no sé si les viene bien el apellido de poetas de
hierro, pues ningunos en el mundo tanto oro gastan, tanto cristal y perlas. Las voces
latinas que se trasladan quieren la misma templanza. Juan de Mena usó muchas, verbi gratia: «El amor es ficto, vaníloco, pigro»
y
«Luego resurgen tan magnos clarores»
97. Como en este caballero98: «Fulgores arrogándose presiente»
, que es
todo meramente latino99. No digo que las locuciones y voces sean
bajas, como en :
«Retoza ufano el juguetón novillo»
100, pero que con la
misma lengua se levante la alteza de la sentencia puramente a una locución heroica.
Sea ejemplo el divino :
Breve será la venturosa historiade mi favor, que es breve la alegríaque tiene algún lugar en mi memoria.
Cuando del claro cielo se desvíadel sol ardiente el alto carro apena,y casi igual espacio muestra el día,
con blanda voz, que entre las perlas suena,teñido el rostro de color de rosa,de honesto miedo y de amor tierno llena,me dijo así la bella desdeñosa etc.101
Esta es elegancia, esta es blandura y hermosura digna de imitar y de admirar, que no es enriquecer la lengua dejar lo que ella tiene propio por lo extranjero, sino despreciar la propia mujer por la ramera hermosa. Pues si queremos subirlo más de punto, léase la canción a la traslación del cuerpo del señor rey don Fernando que por sus virtudes fue llamado el Santo, y entre sus estancias esta:
Cubrió el sagrado Betis de floridapúrpura y blandas esmeraldas llenay tiernas perlas la ribera undosa,y al cielo alzó la barba revestidade verde musgo, y removió en la arenael movible cristal de la sombrosagruta y la faz honrosade juncos, cañas y coral ornada;[f. 198v]tendió los cuernos húmidos, creciendola abundosa corriente dilatada,su imperio en el océano extendiendo102
Aquí no excede ninguna lengua a la nuestra —perdonen la griega y la latina—; pero
dejándola para sus ocasiones, podrá el poeta usar de ella103 con la templanza que quien pide
a otro lo que no tiene, si no es que las voces latinas las disculpemos con ser a
España tan propias como su original lengua, y que la quieran volver al estado en que
nos la dejaron los romanos y prueba con tantos ejemplos el doctísimo en su Origen de la lengua castellana104. Yo por algunas razones no querría discurrir en esto, que tal vez105 he usado alguna, pero adonde me ha faltado, y puede haber sido sonora
y inteligible. Por cuento de donaire se escribía y se imprimía no ha muchos años el
estilo de aquel cura que hablaba con su ama esta misma lengua, pidiendo el
«ansarino cálamo»
y diciéndole que «no subministraba el
etiópico licor el cornerino vaso»
106.
No quiero cansar más a vuestra excelencia y a los que no saben mi buena intención, sino acabar este papel con decir que nunca se aparta de mis ojos Fernando de Herrera, por tantas causa divino: sus sonetos y canciones son el más verdadero arte de poesía. El que quisiere saber su verdad imítele y léale, que de Garcilaso no pienso hablar palabra, pues han llegado algunos a tanta libertad, que [f. 199r]llaman poetas mecánicos los que le imitan: cosa tan lastimosa que, por locura declarada, carece de respuesta. Harto más bien lo sintió el divino cuando dijo en aquella elegía que comienza «Si el grave mal que el corazón me parte», que a juicio de los hombres doctos había de estar escrita con letras de oro:
Por esta senda sube al alto asientoLaso, gloria inmortal de toda España.107
Muchas cosas se pudieran decir acerca de la claridad que los versos quieren para deleitar, si alguien no dijese que también deleita el ajedrez, y es estudio importuno del entendimiento108: yo hallo esta novedad como la liga109 que se echa al oro, que le dilata y aumenta, pero con menos valor, pues quita de la sentencia lo que añade de dificultad. Con esto vuestra excelencia, señor, crea que lo que he dicho es cosa increíble a mi humildad y modestia, y si no es violencia en mí, plegue a Dios que yo llegue a tanta desdicha por necesidad, que traduzca libros de italiano en castellano110, que para mi consideración es más delito que pasar caballos a Francia111, o a tanta soberbia por falta de entendimiento, que haga reprehensiones a los libros a quien todos los hombres doctos han hecho tan singulares alabanzas.112 Y para que mejor vuestra excelencia entienda que hablo de la mala imitación113 y que a su primero dueño reverencio, doy fin a este discurso con este soneto que [f. 199v]hice en alabanza de este caballero, cuando a sus dos insignes poemas no respondió igual la fama de su misma patria114:
Canta, cisne andaluz, que el verde corodel Tajo escucha tu divino acento,si ingrato el Betis no responde atentoal aplauso que debe a tu decoro.
Más de tu Soledad el eco adoroque el alma y voz del lírico portento,pues tú solo pusiste al instrumentosobre trastes de plata cuerdas de oro.
Huya con pies de nieve Galatea,gigante del Parnaso, que en tu llamasacra ninfa inmortal arder desea,
que como, si la envidia te desama,en ondas de cristal la lira orfea,en círculos de sol irá tu fama.
[III]
Del mismo señor a Lope de Vega §
He visto este papel de vuestra merced, y no puedo encarecerle la que me ha hecho115 con haber, a mi juicio docta y cortésmente, desengañado a muchos, que aunque vuestra merced por su humildad no desea comunicarle116, no permitirán sus amigos que no salga en público. Sólo quisiera, si he de confesar todas mis dudas, ver alguna cosa que no fuera de vuestra merced, de otro ingenio en el estilo antiguo117 —antiguo digo, en el que parece que fue de y de , hombres en aplauso común, luces eficaces en esta facultad a todo castellano ejemplo—, con que, si fuese obra digna de la aprobación de vuestra merced, se viese la diferencia. En pago del estudio que esto habrá costado, envío a vuestra merced todas las obras de de la mejor impresión que han venido a España118, y encuadernadas a mi gusto, y ese librito que llamó Humanae salutis monumenta119, cuyos versos no deben nada a cuantos están escritos, la Antigüedad perdone.
Dios guarde a vuestra merced como deseo.
[IV]
La respuesta §
Con temor grande envié a vuestra excelencia, señor, este papel, pero ya le he
perdido120 con su aprobación, seguro de
su ingenio y letras, y del gusto y conocimiento que tiene de esta ciencia, que
hablando de la sabiduría dijo : «quae nullus
sine illa bene iudicat»
121. Creo que hallé algo de la
verdad con mi ignorancia, y aunque «es señal de la ciencia poder
enseñar»
, como lo siente en el primero de su
Metafísica122, aquí no se trata sino de solo advertir o por lo menos decir lo
que se siente. Finalmente, señor, está bien dicho de que «no es ciencia, sino opinión, la que es por causa de
los ingenios inconstante y varia»
123. Muchos
siguen esta manera oscura y poco sentenciosa124. «El modo de saber se ha de
inquirir primero que la ciencia»
, que no fue opinión menos que de 125. Presto, como dije en este papel, se hallan poetas muchos, pero
no les queda para la segunda composición cosa nueva que decir, respecto de haber
imaginado: que se incluye en tres locuciones toda esta novedad, y que con decirlas y
reiterarlas infinitas veces ha de hallar armonía el que los lee, ni gusto el que los
oye. «Muchos estudian más las cosas altas, que saber las que les
convienen»
126.
Obedeciendo a vuestra excelencia, y en prueba [f. 201r]de esta verdad, le envío esa égloga de Pedro de Medina Medinilla127, un hidalgo que conocí en servicio de don Diego de Toledo,
aquel caballero gallardo y desgraciado que mató el toro, y hermano del excelentísimo
señor duque de Alba128. Esto solo hallé de lo
que escribió de edad de 20 años. Pasó a la India Oriental, inclinado a ver más mundo
que la estrecheza de la patria, donde por necesidad servía, con algo de marcial y
belicoso ingenio; perdiose en él el mejor de aquella edad, aunque a muchos de esta no
lo parezca la rusticidad de esta égloga, que ni han visto a ni saben qué preceptos se deben a
su género; todo poema tiene tres: «aut enarrantium129 aut actiuum aut mixtum: omnium vero harum specierum mixtura
quaedam est bucolicum»
130, y por
esta varia elocución, gracioso y agradable a todos, como se ve en Tito Calfurnio [sic], Olimpo Nemesiano, Petrarca, Pomponio Gáurico y el Sannazaro131. Busqué algunas obras de Pedro de Mendoza, ayo y
maestro del duque de Alba, que conocí en sus postreros años, de Pedro Laínez, Marco
Antonio y otros132, y aunque
las hallé, no tan corregidas como esta, porque estaba de propia mano, y escrita a la
muerte de prenda tan mía y tan amada como doña Isabel de Urbina. Vuestra excelencia la
lea, que yo pienso que la he pasado más veces que tiene letras, digan lo que quisieren
los que no atienden a la sentencia y grandeza del estilo, sino a la novedad de los
exquisitos modos de decir, en que ni hay verdad ni propiedad ni aumento de [f. 201v]nuestra lengua, sino una odiosa invención para hacerla bárbara, mal
imitada de quien solo pudo ser Lipsio de los poetas133 y veneración justa de su patria.
Dios guarde a vuestra excelencia muchos años, como deseo.