Francisco Cascales

1634

Cartas sobre la poesía nueva de don Luis de Góngora

Édition de Mercedes Blanco y Margherita Mulas
2018
Source : Cartas Philológicas, Madrid: imprenta de Luis Verós, 1634.
Source : Cartas Philologicas, Madrid: Antonio Sancha, 1779.
Ont participé à cette édition électronique : Héctor Ruiz (Relecture), Aude Plagnard (Relecture, stylage word et édition TEI) et Felipe Joannon (Stylage word et édition TEI).

Introducción §

1. [Título] La “carta filológica” y la forja de un neologismo §

Los tres textos que publicamos forman una suerte de injerto en el volumen que Francisco Cascales publicó en 1634 bajo el título Cartas Filológicas en las prensas murcianas de Luis Verós. Este repertorio de “explicaciones de lugares, lecciones curiosas, documentos poéticos, observaciones, ritos y costumbres y muchas sentencias exquisitas”, según reza la portada, contiene treinta cartas o “epístolas”, divididas en tres “décadas”. Un siglo y medio más tarde, en 1779, en pleno auge de la Ilustración, se dio de nuevo a los tórculos en la imprenta de Antonio Sancha. El libro no es precisamente una rareza bibliográfica puesto que solo la Biblioteca Nacional de España conserva siete ejemplares de la edición de 1634 y tres de la de 17791.

Reunir cartas dirigidas a uno o varios corresponsales con el fin de publicarlas, ya sea en copias manuscritas, ya sea dándolas a la imprenta, es una práctica consolidada ya en la Antigüedad clásica y cristiana. En los albores del humanismo se señalan, por reanudar con esta costumbre antigua, y por su número e interés, las Epistolae familiares de Petrarca. Y es que la carta, en principio comunicación de persona a persona, que debería perder relevancia pasada la ocasión en que fue escrita, puede conservarla o acrecentarla, ya sea porque su contenido, en principio destinado a un individuo o a un grupo restringido de personas, y válido solo para una determinada circunstancia, tiene un meollo doctrinal, científico o testimonial que toca a muchos o a todos –así, las epístolas de san Pablo, dirigidas a modestos grupos de catecúmenos, se convirtieron en la columna vertebral del cristianismo– ; ya porque ofrece la imagen de una personalidad superior, cuya intimidad no pierde interés con la lejanía temporal: dechado de corrección y de soltura, de cortesía y de agudeza, de elegancia y de naturalidad, en lengua y estilo, modales y trato. En esta calidad modélica consiste el atractivo de las epístolas familiares, así llamadas y concebidas a partir del modelo ciceroniano. La combinación de ambos valores –de argumento y de forma, para decirlo llanamente– puede, por supuesto, darse con todas las dosificaciones imaginables.

Cuando no completamente inventada, como componente de la “novela epistolar” o como misiva forjada, apócrifa o espuria, este tipo de carta, sin perder las formas exteriores de una comunicación restringida a una o pocas personas, deja ver que fue pensada para ser leída en voz alta o transmitida por copias a un grupo amplio y de contornos indefinidos. Esta destinación a un tiempo singular y colectiva se manifiesta inequívocamente cuando, en calidad de dedicatoria, sirve de prólogo para una publicación, como sucede, dentro de nuestro corpus polémico, con la epístola de Quevedo a Olivares contra la oscuridad del estilo, destinada a los preliminares de su edición de las poesías de fray Luis de León2. Del mismo modo, cuando el autor conserva copias de sus misivas y las ordena en un conjunto, como lo hizo Cascales, produce confesadamente una obra literaria, y se apunta a un “género”: el de la literatura epistolar. Los gestos rituales del saludo y de la despedida y las demás reglas pragmáticas que rigen la enunciación en la carta pasan a ser una figura retórica, un simulacro que permite enunciar determinados contenidos de manera más suelta y más libre. Así el género desempeña funciones análogas a las que tendrán más tarde el ensayo y cierto periodismo de ideas, con los que puede combinarse en formas como la llamada “carta abierta” .

Existe una afinidad electiva entre la carta convertida en literatura y el humanismo, entre otras razones porque los modelos del género, Cicerón y Séneca, y en verso, Horacio, fueron para los humanistas figuras ideales. Por ello no extraña que uno de los subgéneros más comunes sea el de las cartas que califica Cascales de “filológicas”. Los textos reunidos bajo ese marbete tratan de las cuestiones que interesan a los humanistas y que son las que enumera el título completo del volumen: Cartas filológicas, es a saber, de letras humanas, varia erudición, explicaciones de lugares, lecciones curiosas, documentos poéticos, observaciones, ritos y costumbres y muchas sentencias exquisitas. El título debió de llamar la atención a los coetáneos de Cascales, mucho más que a la posteridad, porque el adjetivo “filológico” era insólito por entonces en castellano3 así como el término “filología” del que deriva4. Este, con la grafía helenizante “Philología”, lo define Autoridades como “Ciencia compuesta y adornada de la Gramática, Retórica, Historia, Poesía, Antigüedades, Interpretación de Autores, y generalmente de la Crítica, con especulación general de todas las demás Ciencias. Es voz Griega. Latín. Philologia”. Esta ciencia según se ve, es una “gramática” enriquecida por una cultura enciclopédica, propia de ese humanismo de altos vuelos que postula que la investigación racional, al tiempo que movida por el amor (que declara el prefijo philo o filo, compartido con la palabra filosofía), del lenguaje y de los grandes autores abraza todas las ciencias5, o confiere el privilegio de terciar en todas ellas, sin dejar inmune la fortaleza de los teólogos con su arsenal de filosofía escolástica: una idea, ideal o sueño, por lo demás de origen griego, que, según la opinión expuesta por Francisco Rico en El sueño del humanismo6, quedó derrotada, en lo que tiene de radical y de intransigente, desde los inicios del XVI y que, un siglo después, con la emergencia de la nueva ciencia, había perdido todo crédito. Sin embargo, este libro de Cascales es una de las muchas pruebas de la supervivencia de ese ideal, aunque lastrado por una timidez conservadora y una falta de grandes vuelos intelectuales que le retiran su potencial revolucionario. Él mismo se explica sobre ese ideal en una de sus cartas (III, 3), dedicada al elogio de la gramática:

Edifican los Moros sus más suntuosas casas sin aquella soberbia fachada de los Romanos, con una humilde frontera, con basto y grosero principio, con una puerta baja, tanto que sin encorvarse y revenirse no puede entrar un enano; y cuando, habiendo entrado, alza la cabeza, descubre una y otra sala fabricadas a las mil maravillas, el techo con resplandecientes artesones de oro, las paredes adornadas de diferenciados brutescos; aquí un cuarto de frutas, allí otro de animales, otro cuarto de países, otro de montería, y todo labrado con tan ingenioso artificio y con tanta variedad y formas de arquitectura, que turba la vista y pasma el entendimiento del curioso que lo mira.

Esta misma discreción afecta la gramática, que al principio es pigmea, y después filistea; al principio se humilla, después se encumbra sobre el mayor olimpo; al principio declina, conjuga y construye, después busca la elegancia, la frasis de oro, la figura, el tropo, la imitación del griego, la del hebreo, el concepto, la grandeza, el arte, la fábula, la historia, el secreto natural, los ritos, las costumbres de las naciones, las ceremonias de los sacrificios, los auspicios, los trípodes, las cortinas; da vuelta a todas las artes y a todas las ciencias y curiosidades divinas y humanas, si no de espacio y teniéndose años en cada una, a lo menos como caminante curioso, que por donde pasa no se deja cosa por ver, entregándolo a la pluma, y de la pluma a la memoria. No es, en fin, arrogante, si bien manirrota y franca, pues da mucho más de lo que promete. Y si por ser parte no se me debe crédito, hable Quintiliano, a quien nadie que bien sienta le perderá el respeto. En el lib. I, capítulo IV, dice así: Haec igitur professio cum brevissime in duas partes dividatur, recte loquendi scientiam, et poetarum enarrationem, plus habet in recessu quam fronte promittit.7

Lo que ostenta, pues, el autor, en estas cartas filológicas, es la competencia del gramático o pedagogo, que inicia a la juventud masculina a las letras humanas (figura y función heredadas del mundo clásico), desde el registro más técnico al más moral y filosófico, sin que haya verdadera discontinuidad entre ambos. Dentro de lo más técnico, se incluyen “las explicaciones de lugares”, o sea, de pasajes difíciles de autores clásicos (sea ejemplo la epístola II, 5, “En defensa de ciertos lugares de Virgilio”); y las “lecciones curiosas”, noticias de propiedades de animales y plantas que ayudan a entender los textos (como la epístola I, 5, “Sobre la púrpura y sindón” o la II, 8, “Sobre la cría y trato de la seda”); o bien “curiosidades” antropológicas, relativas a prácticas religiosas y culturales, cifradas en la expresión de “observaciones, ritos y costumbres” (II, 6, “Sobre un lugar de Cicerón, en que trata de las ceremonias del matrimonio”; III, 4, “Con muchas curiosidades de los baños y termas de los romanos”). En el segundo apartado, el de las “sentencias exquisitas” o de “instrucciones” y “gobierno”, nos topamos con cartas que aconsejan a corresponsales nobles, inculcándoles sabiduría y prudencia en el oficio que van a ejercer. Sea ejemplo de ello la epístola I, I, dirigida a don Alonso Fajardo, joven miembro de uno de los primeros linajes murcianos, cuando estaba para embarcarse como “gobernador y capitán general de Filipinas”. En prueba de la consideración en que el mismo Cascales, cuyo linaje no carecía de sombras y cuya profesión era medianamente estimada, tenía las letras humanas, vemos en esta carta que, pertrechado únicamente de estas, se propone enseñar a un noble investido de tan alta responsabilidad cómo debe habérselas en la organización del mando, en el trato con sus hombres y en su idea del valor militar. Por último, la enumeración que sirve de subtítulo al volumen incluye también los “documentos poéticos”, fragmentos de preceptiva o de crítica literaria, de que son ejemplo las cartas que editamos.

De modo acorde con el espíritu pedagógico que anima a la obra y con el oficio docente de su autor, el prólogo al lector incluye una pequeña lección anticuaria sobre el origen de las cartas y las formas concretas que revistieron en el mundo romano, atendiendo especialmente al soporte material. De ella nos interesa la explicación del sentido que él daba a las cartas que imprime y que califica de “filólogas” (lo de “filológicas” debió de ocurrírsele después):

La materia de cartas es en tres maneras: familiar, que es la propia de esta arte; pues la carta fue inventada para dar cuenta a nuestros amigos ausentes, o casi ausentes, de nuestras cosas, y comunicar nuestros intentos por medio de ellas; y ésta suele ser jocosa y alegre. Y otra seria, que trata de cosas graves tocantes a la razón de estado, a la paz, a la guerra, a las costumbres y cosas de veras, con cuidado escritas. La última es docta. Llamo docta aquella que contiene ciencia y sabiduría y cosas no de epístola vestidas con ropas de epístola. Esta también es tríplice: filósofa, como las epístolas de Séneca y de Platón; teóloga, como las de San Jerónimo, San Cipriano y San Basilio; y últimamente, filóloga, como las Questiones epistolicas, de Varrón, y las de Valgio Rufo, y en nuestro tiempo las de Justo Lipsio, que tratan de cosas de humanidad, curiosas y llenas de erudición. Las que pertenecen a la filología son materia propia de las mías.

Como observa José Manuel Rico: “El prólogo ‘Al Lector’ de las Cartas Filológicas representa una de las declaraciones más extensas sobre el género epistolográfico que se puede encontrar en las letras españolas del Siglo de Oro. Lo más pertinente de ella es la clasificación que establece de las especies de cartas”8. Esta tipología de la carta, contrariamente a otras más antiguas (como la de Niccolo Perotti en el De conscribendis epistolis), tiene el mérito de presentar un árbol taxonómico con dos niveles. De las tres maneras de carta que resultan de una primera división, familiar, seria y docta, la tercera, la carta “docta”, se subdivide a su vez, según la índole de la doctrina o saber que enseña, en “filósofa”, “teóloga”, y “filóloga”. A esta última categoría, afirma Cascales, pertenecen las suyas.

Hay que decir sin embargo que es poco lo que esta aclaración “sobre el género epistólográfico” aporta a la gloria legítima de nuestro “humanista”, puesto que es traducción libre (o menos cortésmente, plagio descarado) de lo que puede leerse en el capítulo V del famoso manual epistolar de Justo Lipsio, la Epistolica institutio:

Sed tamen diffusa coercere his terminis posse videor, ut omnis ea sit triplex: seria, docta, familiaris. Seriam dico, quae ad publica aut privata pertinet, sed uberius ea tractat, et cum cura. [...]. Doctam dico, quae ad scientiam aut sapientiam contine: et res non epistolae, epistolae veste velant. Talis triplex: aut enim philologa est, et in amoenioribus studiis occupatur, ut olim Varronis Questiones Epistolicae, Valgii Rufiii Quaesita per Epistolam. Aut philosopha, et de natura vel moribus agit: ut Senecae nostri epistolae; sed et Platonis. Aut denique theologa, quae in sacris rebus dedita: ut sunt Augustini, Hieronymi, Cypriani, Basilii, Gregorii utriusque. Denique familiarem dico, quae res tangit nostras aut circa nos, quaeque in assidua vita9.

Si bien es varia y multiforme [la materia de las cartas10] parece que puedo circunscribirla a los límites de tres tipos, seria, docta y familiar. Llamo seria la que toca a asuntos públicos o privados, pero los trata de modo copioso y pausado […]. Llamo docta aquella que toca a ciencia o sabiduría, y cubre, con velo epistolar, cosas que no son propias de epístola. Esta última también se subdivide en tres: o bien es filóloga y se ocupa de flores de erudición, como antaño las Cuestiones epistolares de Varrón, o los Asuntos investigados por epístola de Valgio Rufo. O filósofa y trata de la naturaleza o de las costumbres; como las epístolas de nuestro Séneca, pero también las de Platón. O finalmente se llama teóloga la que se dedica a asuntos sacros, como las de los santos Agustín, Jerónimo, Basilio, y los dos Gregorios. Por fin llamo familiar la que habla de cosas nuestras o de lo que nos rodea en la vida de todos los días.

Tanto de Varrón, célebre autor latino de época republicana, como de Valgio Rufo, aristócrata romano de tiempos de Augusto, poeta neotérico, amigo de Horacio y de Mecenas, se sabe que escribieron cartas sobre asuntos gramaticales, aunque de ellas solo subsistan noticias indirectas y fragmentos11. Estas eruditas referencias, discretamente hurtadas por Cascales al humanista flamenco, confieren abolengo a sus cartas filólogas o filológicas, porque los autores citados combinaron el interés por el lenguaje y las lenguas, incluidos los aspectos más técnicos, con una vasta cultura, un notable talento literario y una carrera política y militar destacada. No son, pues, simples gramáticos y pedagogos. Sin embargo, aunque nuestro autor oculta a Justo Lipsio como fuente de sus reflexiones sobre la carta, y del sonoro título que impone a su colección, en cambio lo nombra como único ejemplo moderno del subgénero, la “carta filóloga”, al que pertenecen las suyas. Y es que Lipsio, el más importante de los humanistas recientes del campo católico, tenía además la ventaja de ser un intelectual en toda la extensión de la palabra: gramático y rétor, comentarista y editor de los clásicos, pero también protagonista en las grandes controversias de su tiempo, incluyendo las filosóficas, teológicas y políticas. De la abundante colección de sus cartas, publicadas en forma de “Centurias” o grupos de cien, trescientas aparecieron durante su vida y doscientas póstumamente; el conjunto, impreso repetidas veces, contribuyó a su gloria, porque además de su riqueza de pensamiento y de su estilo nervioso e intenso, hacía patente la amplitud de su red de amigos y discípulos célebres y de alto rango12. La mayoría de las cartas de Justo Lipsio no son filológicas sensu stricto, sino que se sitúan en un territorio movedizo entre los dominios que él mismo delimita como lo familiar, lo serio y lo docto. Al incluirlas en el género de la “carta filológica”, Cascales procuraba a su libro el antecedente más distinguido posible, por más que ni el modesto número de sus treinta cartas ni el círculo de sus corresponsales pudieran medirse con los del belga, y además confesaba, en una especie de acto fallido, la fuente silenciada de su erudición sobre el género epistolar. Creemos que del calco de la palabra latina “philologa” usada por Lipsio en este pasaje, procede el uso insólito, tal vez inédito, de las palabras “filología”, “filóloga” y “filológica” en castellano. De la misma fuente procede también lo que Cascales compila, de manera harto pedante, en la sección última de su prólogo, sobre el uso y las técnicas de las cartas en la Roma antigua. Vierte ahí lo leído en el primer capítulo del opúsculo de Lipsio, “De nominibus variis Epistolae; et de forma apud veteres”.

El gramático murciano demuestra, pese a todo, una noble ambición al invocar a estos modelos y por otra parte ofrece al lector una idea fiel del volumen que da a las prensas. Claro que omite del panorama, por olvido o por considerarlas empeños menores, ciertas cartas de tono jocoso o paradoxográfico como la I, 4, “En defensa de los capones cantores”, o la I, 2, “Contra las letras y todo género de artes y ciencias. Prueba de ingenio”13, aunque los mejores humanistas no desdeñaron esta clase de juegos. Pasa por alto también que el volumen le sirve para publicar materiales que no hallan acomodo en otro lugar, como una pequeña colección de epigramas latinos, imitados de Marcial, que envía a Bartolomé Jiménez Patón, en la carta II, 1014. Por ello, no es de extrañar que haya incluido en la colección las tres cartas que editamos, una breve controversia sobre la poesía de Góngora, pese a su singularidad en el conjunto: por su carácter satírico y polémico más que por el tema, puesto que la crítica de poetas, basada en la preceptiva de cuño horaciano o aristotélico, es una de las prerrogativas, ya en la Antigüedad, de los gramáticos, por otro nombre más raro y menos malsonante, filólogos. El único otro ejemplo de carta satírica es la II, 5, dirigida a “don José de Pellicer, Defendiéndose el autor contra él por ciertas faltas que le puso injustamente”. Protesta Cascales por las críticas, anodinas en el fondo pero ofensivas en la forma, que le había propinado el escritor aragonés en su libro sobre El Fénix (1630)15. Quizá no sea casual que Pellicer sea también un notable imitador y comentarista de Góngora, pero no es por ello por lo que Cascales lo zahiere con su pluma más afilada, sino por sus errores gramaticales, insoportables por ir asociados a una soberbia inaudita y a una desaforada presunción de sabelotodo16.

Por lo demás, las tres cartas de materia gongorina que publicamos tienen la particularidad, en el conjunto del volumen, de que, junto con una primera carta, al parecer espontánea, se incluye la respuesta, y la respuesta a la respuesta, en ambos casos no directa, sino con mediación de un tercer personaje. El único otro caso de correspondencia no unidireccional tiene también un carácter de polémica literaria: se da al final del volumen de las Cartas filológicas. La III, 9 (única, con la de Villar que editamos, de otro autor que Cascales), la firma el maestro Pedro González de Sepúlveda, “catedrático de retórica en la universidad de Alcalá de Henares”, que escribe al catedrático de Murcia presentando, en tono cortés, una serie de reparos a sus Tablas poéticas, aparecidas en 1617. La carta es de las poquísimas del volumen que llevan fecha: “De Alcalá y de ese colegio, a 8 de agosto 1625”. La respuesta, firme pero no menos afable, la presenta Cascales en la última pieza de su colección, la III, 10. Por el tono morigerado y académico, pero también por su temática típicamente aristotélica (centrada en la trabazón de la fábula y en la delimitación de los géneros poéticos), esta pequeña controversia carece de relación con la que nos ocupa.

Las dos últimas cartas que editamos llevan en la prínceps títulos o epígrafes particulares: “Sobre la carta pasada de los Polifemos” (I, 9), “Contra su apología” (I, 10). El título dado a la carta de Villar adolece de cierto laxismo formal, puesto que se habla de Polifemos en plural, sin que sepamos si se apoda así el conjunto formado por las dos composiciones, “Polifemo” y “Soledades”.

El epígrafe de la tercera carta, destinada a refutar los argumentos de Villar, utiliza con propiedad la palabra “apología” para referirse a la defensa de los poemas censurados llevada a cabo por este último. El término y sus derivados aparecen en otras defensas del poeta como la Apología por una décima del Abad de Rute, los Discursos apologéticos de Díaz de Rivas, y el Apologético de Espinosa Medrano17.

En la tercera carta, Cascales menciona “la poesía nueva de don Luis de Góngora” fórmula que nos ha parecido la más adecuada para designar el tema de este debate epistolar y para dar título a la correspondencia que editamos: “Cartas sobre la poesía nueva de don Luis de Góngora”.

2. [Autor] Tres cartas, dos Franciscos y dos terceros §

Nuestro breve epistolario siguió un recorrido pragmático curioso, puesto que implicó en dos ocasiones a terceros. La primera carta del intercambio, publicada como la I, 8 en las Cartas filológicas y firmada por Francisco Cascales, iba dirigida a Luis Tribaldos de Toledo. No recibió, al parecer, respuesta de su destinatario, pero sí de un tercero sin relación con este, Francisco del Villar, a cuyas manos había llegado una copia, él no dice cómo; de esta omisión se deduce con probabilidad que fue el trinitario fray Juan Ortiz, a quien dirige su respuesta, quien se la procuró. En apertura de su misiva, Villar se escuda en la amistad que profesaba el trinitario por Cascales para escribir al primero una carta en realidad destinada al segundo. La frase apunta a una correspondencia habitual entre Villar y Ortiz, en la que ya habían hablado de los méritos del licenciado de Murcia:

En otras he dicho a V. P. mi sentimiento acerca de la erudición y ingenio del licenciado Francisco de Cascales, cuya amistad a V. P. envidio, y a quien quiero dé mis saludes y recomendaciones, y excuse esta niñería, pues mayores estudios lo serán en sus manos.

Esta “apología” de Góngora, como él la llama, la incluyó Cascales en su libro como carta I, 9. Fray Juan Ortiz había hecho, pues, lo que su amigo le pedía en términos velados: transmitir la carta a su verdadero destinatario, suscitando así la última misiva del intercambio, esta vez directamente dirigida de Cascales a Villar, última “epístola” de la década primera18.

De modo que, para situar mejor los textos que editamos, convendrá presentar, además de a los dos autores, a los dos silenciosos testigos de esta correspondencia indirecta, Luis Tribaldos de Toledo y fray Juan Ortiz.

2.1 Francisco Cascales §

La figura de Francisco Cascales (Murcia, c. 1559– Murcia, 1642) ha sido objeto de una atención muy superior a la concedida a otros letrados de su época19. Se le ha venido describiendo como “humanista”, etiqueta de la que hacemos en el mundo hispánico un uso generoso20. Su fama y el espacio relativamente grande que ocupa en la atención crítica procede en parte de su calidad de temprano y elocuente historiógrafo de Murcia, por la que hoy todavía la erudición regional lo trata con particular afición; y en parte, de la importancia que le concedieron los ilustrados, en su búsqueda frenética de antecedentes españoles de su poética neoclásica. Sus principales obras se reimprimieron a finales del siglo XVIII21: el famoso impresor madrileño Antonio de Sancha publicó en 1779 la obra de Cascales en dos volúmenes con un prólogo del distinguido erudito Francisco Cerdá y Rico. El primero contenía las Tablas poéticas (con el añadido de su Arte poética de Horacio reducida a método, sus Observaciones gramaticales (ambas obras en latín) y el Discurso de la ciudad de Cartagena); el segundo, las Cartas filológicas. En Murcia se habían impreso cuatro años antes los Discursos históricos de la ciudad de Murcia22, con un prólogo del impresor, Francisco Benedito, que recoge con piadosa pulcritud los “justos encomios que han dado al licenciado Cascales autores del primer orden”. En La derrota de los pedantes (1789), Leandro Fernández de Moratín le hace comparecer junto con Cervantes y Luzán, desempeñando los tres el papel de sabios censores de la corrupción de las letras españolas. Justo García Soriano, que publicó en 1925 la primera monografía acerca de nuestro autor, Francisco Cascales. Su vida y sus obras. Estudio biográfico, bibliográfico y crítico, premiada por la Real Academia Española, y en 1930-1941, la edición de las Cartas filológicas en Espasa Calpe que seguimos manejando hoy, mantiene hacia Cascales una actitud no muy distinta de la de los neoclásicos, a quienes conoce bien, y lo estima por las mismas razones que habían llevado a estos a ensalzarlo. Y es que estamos, en este primer tercio del siglo XX, todavía en una España que se siente heredera de la Ilustración en materia artística y literaria (exceptuando una franja vanguardista del mundo de las letras, muy minoritaria):

Sería larga tarea recoger las menciones que, acreciendo su fama, han hecho de nuestro autor críticos posteriores. Pero cuando más reverdeció su prestigio y celebridad fue en el siglo XVIII, al restaurarse el gusto clásico. La Real Academia Española le puso entre las autoridades de la Lengua. Luzán, Nasarre, Montiano y Luyando, Velázquez, Silva y otros muchos escritores de aquella centuria acataron su venerable autoridad e hicieron de él grandes encomios. Su nombre pasó las fronteras. El literato francés Mr. [sic] [Raulin d’Essarts, al escribir en 1783 a un librero de Cádiz pidiéndole las obras maestras de la literatura castellana, y en primer lugar las de nuestro humanista, le decía: “Cascales, Sarmiento m’ont donné de votre littérature une toute autre idée que celle que m’avoit inspirée un voyageur moderne”23.

Además de su tratado titulado Tablas poéticas, donde critica a los poetas modernos y sistematiza, siguiendo a los italianos, las teorías de Aristóteles y Horacio, lo que valió esta buena fama a Francisco Cascales fue su acre censura de Góngora en las cartas que editamos. Gracias a ello, su figura resultó muy útil a quienes aspiraban a mostrar, en pro de la dignidad de España a ojos de propios y extraños, que algunos españoles, hasta en la peor época, se habían librado de las aberraciones de sus compatriotas (las de la literatura y el arte que hoy llamamos barrocos) y se habían pronunciado con valentía a favor de la razón y el buen gusto.

Lo que afirma García Soriano y se solía repetir acerca de las andanzas juveniles de nuestro personaje como soldado por Flandes, su estancia en Nápoles y sus contactos con humanistas europeos carece de documentación fuera de ciertas imprecisas alusiones en sus propias cartas, de modo que es poco lo que se puede afirmar al respecto. Por falta de documentos acerca de la familia, infancia y juventud, Justo García Soriano tuvo que rellenar ese vacío, en su “Vida y obra” mediante conjeturas más o menos fantasiosas. Hubo que esperar a los años ochenta del siglo xx para que el hallazgo del testamento de doña Leonor Cascales o de Cascales, fechado en 1571, estableciera con certeza que fue hijo legítimo de esta dama, de familia murciana tenida por hidalga, viuda de un tal Luis de Ayllón24. Manuel Muñoz Barberán, en su “nueva biografía” de 1992, fija el nacimiento de nuestro autor poco antes de 1560. Empero, el resultado más sensacional de la investigación del último medio siglo se debe a Jerónimo García Servet (1978): en 1564, fue relajado por judaizante, léase quemado, Luis de Ayllón, jurado de Murcia. Según afirma Juan Carlos Domínguez Nafría (1991), cuyo estudio se basa en la documentación inquisitorial (no en la del tribunal de Murcia, destruida, sino en la de la Suprema), este Luis de Ayllón era, pura y simplemente, el padre de nuestro Cascales, de quien se declara viuda doña Leonor en su testamento de 1571 y en documentos más tempranos.

El siniestro ritual en que murió este desdichado se inserta en una serie de autos de fe celebrados por la Inquisición de Murcia entre 1560 y 1571, que carece de paralelos antes o después, si se exceptúa un atroz preludio en Lorca. En esta pequeña ciudad, durante la década de 1550, la Inquisición murciana hizo reinar el terror entre varias familias de notables que intentaban borrar su pasado converso y una de las cuales había llegado a dominar el gobierno urbano25. En la década de 1560 le tocó el turno a la capital, Murcia, donde fueron reconciliados o relajados en persona o en estatua más de un centenar de presuntos judaizantes: hombres y mujeres, muchos artesanos, bastantes clérigos y no pocos mercaderes y miembros de la oligarquía municipal, regidores y jurados. Fue tal el descalabro de familias pudientes y respetadas, y tan brutales e irregulares los procedimientos de los dos inquisidores, Gregorio de Salazar y Jerónimo Manrique, que las víctimas y sus parientes, el concejo y el mismo cabildo catedralicio se quejaron al rey y al papa. Entre los que viajaron a Roma para presentar memoriales al pontífice, por mediación del cardenal Alciato, se contaron Francisco y Juan de Ayllón, hijos de un Pablo de Ayllón, relajado en un auto de 1562 y hermanos de Luis de Ayllón, preso por entonces. Todo lo cual se documenta en el trabajo de Domínguez Nafría (1991) y está estudiado a fondo y brillantemente narrado en el conocido libro de Jaime Contreras, Sotos contra Riquelmes. Regidores, inquisidores y criptojudíos (1992, reed. 2013). Este estudio, que no considera para nada a Francisco Cascales, corrobora que el Luis de Ayllón relajado en persona en 1564, mercader rico y jurado de la colación de san Nicolás, hermano de un Pablo de Ayllón que estuvo asociado a sus negocios, tiene las señas de identidad que atribuye Muñoz Barberán al padre de nuestro gramático. Y sin embargo, según este biógrafo, a quien han interesado menos los documentos de la Suprema que la documentación local (actas del cabildo y documentos parroquiales y notariales), este Luis de Ayllón víctima del Santo Oficio no fue el padre de Cascales, sino un homónimo y pariente cercano suyo, tal vez un primo hermano.

Los argumentos, además de confusos, nos parecen poco atendibles. El más importante es la inverosimilitud de que el hijo de un condenado a la hoguera lograse, treinta y cinco años después, la posición de catedrático de gramática en el seminario catedralicio, se casase dos veces con señoritas de buena posición y pasase por un notable intelectual y literario de la ciudad de Murcia, cuando, según las leyes y los usos, debería haber vivido como un infamado y apestado. Pero no hay tal inverosimilitud, creemos, si se interpreta la persecución contra los cristianos nuevos de Murcia a la luz del estudio de Jaime Contreras: la muerte del jurado Luis de Ayllón, lo hemos visto, no fue sino un horrendo detalle en un vasto ciclo de procesos y condenas; y este llegó a amenazar tan gravemente la paz de la ciudad que el mismo Santo Oficio trató de atenuar las huellas de su acción en aquellos años convulsos, hasta donde podía hacerlo sin merma de su autoridad y de su crédito. A raíz de la intervención del rey y del papa, llegó a la ciudad un visitador llamado Ayora, que deshizo la mayoría de las pruebas y absolvió a ciertos personajes que ya habían sufrido la pena de muerte, entre ellos Luis de Ayllón. Poco después, tomó a cargo el tribunal un nuevo inquisidor muy crítico con la acción de sus predecesores, Soto de Salazar. La oligarquía municipal restauró paulatinamente su maltrecha solidaridad y se esforzó por echar tierra al asunto y borrarlo de su memoria y de las ajenas, ganando nuevos blasones de hidalguía y cristiandad mediante su activa participación en la guerra contra los moriscos de la vecina Granada (1568-1570). Esta crisis demostró que era imposible desarraigar a los descendientes de cristianos nuevos y privarlos absolutamente de la riqueza y del poder adquiridos. No bastaba acusarlos de herejía en procesos tumultuosos e irregulares, como querían algunos extremistas y oportunistas en aquellos años que siguieron al triunfo del estatuto de limpieza en Toledo, cuando el azote de los cristianos nuevos, Juan Martínez Silíceo, ocupaba la sede primada de Toledo, después de haber sido obispo de Cartagena (cabeza de la diócesis a la que pertenecía Murcia) de 1541 a 154526. No se podía llevar hasta las últimas consecuencias la política de exclusión violenta sin desintegrar el tejido social, al amenazar de modo directo o indirecto a demasiados miembros de las clases altas y medias urbanas. De ahí en adelante, el disimulo, la memoria selectiva e intermitente, la máxima cautela o, si se quiere, la hipocresía, regularon el asunto de la limpieza de sangre en Murcia, como en otras ciudades.

No obstante, si se ha considerado factor que tener en cuenta, en el destino y la personalidad de otros escritores, incluido el mismo Góngora, el vínculo lejano con antepasados o colaterales infamados por una sospecha de judaizar27, se hace difícil creer que no dejara alguna huella en la personalidad de nuestro autor la muerte de un padre en la hoguera cuando era niño de cinco o seis años, precedida por la de un abuelo, sin hablar del descalabro financiero de la familia, no tan total como lo hubiera sido si se hubieran cumplido a rajatabla las leyes, pero grande sin duda. Claro que es imposible documentar directamente esa huella, y saber con certeza qué efectos tuvo.

Lo seguro es que, después de una formación universitaria, cuya existencia se deduce del título de licenciado que ostentaba, y que algunos sitúan hipotéticamente en la universidad de Granada28, otros fuera de la Península, en Flandes o Italia, Francisco Cascales enseñó gramática por encargo del concejo de Cartagena desde 1597. A partir de 1601, fue catedrático de gramática y latinidad en el recién fundado Seminario de San Fulgencio de Murcia, después de ganar una oposición en la que tenían voz y voto los canónigos. Como señal de gratitud, compuso el Discurso de la ciudad de Cartagena (1598) y sus Discursos históricos de la muy noble y muy leal ciudad de Murcia (1621).

García Soriano, que tiene a su biografiado por un eminente humanista, se vio forzado a confesar ciertos graves deméritos suyos desde el punto de vista de las Luces, ya delatados por los ilustrados que se ocuparon del caso, Francisco Benedito29, Francisco Cerdá y Rico30, y mucho antes, a medias palabras, por Nicolás Antonio31: a saber, la desdichada credulidad que manifiesta, en sus trabajos historiográficos, hacia los “falsos cronicones”32. Y es que eran poderosísimos los motivos que paralizaban un espíritu crítico del que hace gala en otras ocasiones33: sin las “pruebas” dadas por estos apócrifos de que el hispano san Fulgencio, hermano de san Isidoro y san Leandro, obispo de Écija en las primeras décadas del siglo vii, había sido también obispo de Cartagena (dato forjado por Román de la Higuera, urdidor de los cronicones, a favor de la homonimia con otro san Fulgencio, obispo de Cartago en África), algunas de sus reliquias y las de su hermana santa Florentina no hubieran sido trasladadas en 1594, por tenaz empeño del obispo Sancho Dávila, de Extremadura a Murcia34, ni hubiera escrito Cascales un epigrama que luego fue grabado “en campo de oro” en el tabernáculo que custodiaba las reliquias; ni se hubiera levantado en Murcia “un templo y seminario de colegiales” en honor a san Fulgencio, con 3000 ducados de renta, ni hubiera leído nuestro gramático en este colegio “la cátedra de latinidad, que esta iglesia catedral tiene desde el fundamento de ella”.

Dado el historial penal de su familia paterna, Cascales, como otros muchos descendientes de miembros de la oligarquía murciana marcados por la pesada mano del santo Tribunal, tenía el mayor interés en dar pruebas de un piadoso celo a favor del patrimonio de santidad y de antiguo cristianismo de la ciudad35. La oportunidad de manipular el lejano pasado en pro de los intereses de la diócesis era irresistible tentación para quien se había sometido a la imperiosa necesidad de borrar de la memoria el pasado reciente. Poco costaba leer en una inscripción romana una “s” ausente, como lo hizo para forzarla a dar testimonio de la mártir santa Victoria, naturalizada murciana por los falsos cronicones, alterando la lectura que él mismo había hecho de la “piedra” en un trabajo anterior:

Lo más de extrañar es que Cascales, alucinado con estos delirios, y olvidado de que en su primer Discurso de Cartagena tuvo con razón por romana y gentílica la inscripción: VICTORIAE. AUGUSTI. C. VALERIUS. FELIX. EX VOTO. D.D., que dice se hallaba en un pilar pequeño cuadrado en la Iglesia de Señora Santa Ana de Cartagena, en el discurso inserto en la Historia de Murcia, la altera sustituyendo VICTORIAE AUGUSTIS. Y añadiendo: curante Maximiano urbis Turbulanae patrono, fiado más en la fe de Luitprando, que en la de sus propios ojos. Y así no duda que semejante memoria se hubiese consagrado a Victoria, que el supuesto Luitprando supone llamaron Augustissima por su singular santidad y religión, y que padeció martirio en Tobarra, antiguamente Turbula o Trebula, afirmando, para hacer más creíble la patraña, que leyó entera la inscripción en Cartagena.36

Más difícil que inventar un pasado remoto y forjar sus pruebas era anular los indicios de un pasado todavía candente e ignorar los “polvorientos sambenitos” colgados en el paredón de la Iglesia, tras el coro, algo de lo que ya “nadie sabía nada” en 1572, según escribe Jaime Contreras en la conclusión de su libro. Sin conocer esos antecedentes, Justo García Soriano escribía: “Tanto impresionaron su ánimo e influyeron en la vida de Cascales todos aquellos acaecimientos [se refiere a la traslación de las reliquias de san Fulgencio y a las fundaciones que esta legitimó], que nunca se borraron de su memoria ni de su pluma, haciéndolos objeto de repetidas narraciones, y viniendo a ser algo así como su locus classicus, cuando no el eje, tema y motivo principal de sus obras históricas”37. La presencia de las reliquias en la catedral y la edad dorada de felicidad pública, en el nebuloso siglo VI, cuando la ciudad tuvo por pastor a este bienaventurado, tal vez ocuparon el lugar, en la memoria de Cascales, del quebranto sufrido por su familia y de la hoguera en que murieron sus próximos parientes. Acerca del santo, escribía en su Discurso de Cartagena: “Algunos quieren decir que no fue obispo de Cartagena: no los creo, y cuando no lo haya sido, bien lo honrará como obispo quien lo ama como madre”38. No se puede decir con más claridad que hay cosas más importantes que la verdad histórica, y que a ciertas verdades les conviene ser encerradas con diez llaves, como escribía Lope de Vega en el Arte nuevo, aunque dé “gritos la verdad en libros mudos”.

Entre sus obras destacan las mencionadas Tablas poéticas39 (1617), libro que compendia la teoría literaria sistemática creada por los italianos de la segunda mitad del Cinquecento (principalmente Robortello, Minturno y Tasso). Significativa es, asimismo, su traducción fragmentaria al español del Ars Poetica de Horacio40, a partir de la cual redactó un texto titulado Epistola Horatii Flacci de Arte Poetica in methodum redacta versibus Horatianis stantibus, ex diversis tamen locis ad diversa loca translatis (1639). Se contó, pues, entre quienes, deplorando el carácter suelto, a modo de charla improvisada, de la incomparable poética de Horacio41, decidieron reducirla a método, imponiéndole el corsé de un orden sistemático. Lo hizo mediante una reordenación de sus versos, con interpolación de otros tomados de lugares de Horacio ajenos a la epístola misma o imitados de estos: un trabajo, pues, muy consonante con las ocupaciones didácticas que le permitían ganarse la vida.

2.2 Francisco del Villar §

Mucho menos se sabe y nada se sabía hasta hace poco sobre el más oscuro Francisco del Villar, principal interlocutor, aunque no requerido, de su tocayo Cascales. No sabemos cómo le llegó la carta del gramático murciano destinada, se supone, a Luis Tribaldos de Toledo. Ciertamente, este escrito, que derrochaba gracejo y malicia sobre un asunto que despertaba vivo interés en el mundo de las letras, pudo haber corrido bastante antes de llegar a sus manos. Pero lo que parece más lógico es que el mismo Cascales la hiciera circular, como paso previo a su publicación en las Cartas filológicas. La hipótesis más sencilla y que nos parece más probable es que la comunicara a fray Juan Ortiz, que era amigo suyo y estaba en Murcia, y este a Villar, tal vez porque el fraile sabía lo mucho que su amigo iliturgitano admiraba a Góngora.

Francisco del Villar, nacido en Andújar hacia 1565, poco más joven, pues, que Cascales, y como él de edad respetable en el momento de la correspondencia, estudió teología en la Universidad de Alcalá, donde su nombre aparece en los libros de matrícula del colegio de San Antonio entre 1579 y 158242. Se ordenó de sacerdote en fecha que no ha podido determinarse con precisión. Después de ocupar durante diecisiete años una capellanía en Santisteban del Puerto y otros beneficios similares en varias localidades de Jaén, volvió a su ciudad natal, donde ejerció los cargos de vicario perpetuo del Arciprestazgo de Andújar y de comisario apostólico de la Santa Cruzada, amén de escribir poesías para fiestas y solemnidades religiosas y un Compendio poético manuscrito del que se ha conservado una copia fragmentaria. Fue aficionado a la astrología, lo que le valió leves disgustos con la Inquisición, y acabó su vida de modo dramático, asesinado por motivos desconocidos, como atestigua un documento fechado en junio de 1639, que condena a la horca a sus matadores (in absentia). La sección dedicada al “Autor” en la introducción de Jesús Ponce Cárdenas a su edición del fragmentario Compendio poético de Villar, resume un artículo – publicado por él paralelamente en Criticón–que contiene la investigación más completa hasta hoy sobre su figura, así como varios documentos, entre otros la citada condena de sus asesinos43. Estos trabajos, de donde extraemos los datos biográficos que hemos consignado, nos eximen de extendernos más, puesto que solo podríamos repetir lo ya dicho, excelentemente, por este estudioso.

Baste decir que, si Cascales, sin ser un humanista en sentido pleno, fue un hombre culto, discreto y de buena pluma, que trató de ser fiel a las lecciones, vitales e intelectuales, de Horacio y de Quintiliano, Francisco del Villar, entusiasta lector de Góngora, todavía se encuentra en un peldaño inferior en la jerarquía de los hombres de letras de la España, por no decir la Europa, de entonces.

Como ya dijimos, el intercambio entre Cascales y Villar se hizo posible por la mediación de los dos terceros, Luis Tribaldos de Toledo y fray Juan Ortiz. Esta situación peculiar no se entiende sin tener en cuenta lo ya dicho sobre la ambigüedad del estatuto de la carta, entre lo privado y lo público, que expresó en varias ocasiones, mejor de cuanto podríamos hacerlo, Claudio Guillén:

Todo cambia desde el momento en que cierta clase de carta deja de ser una comunicación dirigida a una sola persona real, a un solo “tú” empírico, y aparecen lectores virtuales. [...] Pour qui écrit-on? [...] lo que pretende ser leído principalmente por un “tú” es, en realidad, releído; y releído por ellos, por otras personas, por otras clases y grupos, o por otros públicos en diferentes tiempos. De tal manera lo que parecía mero existir privado, materia bruta de vida, se convierte en candidato a ser literatura.44.

Este “equívoco” se aplica perfectamente a la correspondencia que estudiamos aquí, donde solo en la carta tercera y última los protagonistas coinciden como emisor y destinatario. El radio de acción comunicativo de Cascales no se limita a Luis Tribaldos de Toledo o a Francisco del Villar, sino que abarca a un grupo amplio y abierto, a todos los interesados por Góngora y el revuelo que causó.

2.3 Luis Tribaldos de Toledo §

Acerca de Luis Tribaldos de Toledo (1558, San Clemente / Tébar de La Mancha – 1634, Madrid), a quien Cascales tomó por testigo y árbitro de su censura de Góngora, nos permitimos reproducir lo que escribe Begoña López Bueno en una nota de su edición las Advertencias de Almansa y Mendoza, de próxima publicación, puesto que reúne la mayoría de los datos relevantes:

[…] fue preceptor del conde de Villamediana, profesor de Retórica en Alcalá de Henares y bibliotecario del Conde-Duque, además de Cronista Mayor de Indias desde 1625. Elogiado y estimado por muchos contemporáneos (Lope de Vega, Espinel, Cascales y, entre los extranjeros, Justo Lipsio, con quien mantuvo correspondencia), fue conocedor de lenguas antiguas (entre ellas el griego y el hebreo) y modernas. Su obra refleja el amplio abanico de intereses de su talante humanístico: junto a obras originales, encontramos ediciones y traducciones; […] escribió en latín y en castellano, y tanto en prosa como en verso. En relación con el gongorismo, es de destacar la interesante ambigüedad de sus posicionamientos. Por una parte, defendió a Lope de Vega en la Expostulatio Spongiae (1618), preparó la edición de las Obras de Francisco de Figueroa (Lisboa: Pedro Craesbeeck, 1625), una edición programática, en cuyos preliminares participaron autores como Lope de Vega o Jáuregui, que desde posiciones clasicistas conllevaba una actitud de clara confrontación […]. Sin embargo, por otra parte, elogió a Góngora en su aprobación de 15 de noviembre de 1632 para la edición de Hoces […]45. Resulta evidente que los elogios de Tribaldos sobrepasan con mucho los formulismos y tópicos laudatorios habituales en este tipo de documentos.

Al dirigir su sátira contra Góngora a Tribaldos, Cascales elegía, pues, a una figura eminente de las letras hispánicas en aquellos años46, que ha despertado últimamente cierto interés de los investigadores47. Era Luis Tribaldos de Toledo hombre de señalada erudición, de los pocos españoles capaces de leer en griego y de componer un panegírico en hexámetros latinos48, al tiempo que cortesano próximo a los más altos círculos de poder, íntimo del Conde-Duque de Olivares –quien solo podía confiar su querida biblioteca a un hombre de su mayor consideración49– y, desde 1625, provisto del cargo prestigioso y bien remunerado de Cronista Mayor50. Intervino para defender y ensalzar a Lope de Vega en la Expostulatio Spongiae (1618)51, además de elogiarlo en otras ocasiones; y el famoso poeta no fue menos pródigo, como veremos, de alabanzas hacia Tribaldos. Atraer a este respetado hombre de letras al campo de los resueltos adversarios de Góngora, como intentó hacer Cascales, era una operación audaz, susceptible de ganarle las simpatías de Lope y de otros ingenios cortesanos de relieve. No tuvo éxito, si juzgamos por el elogio de Góngora que firma Tribaldos en su aprobación de la edición Hoces, cuyas fechas coinciden con la publicación efectiva de las Cartas filológicas. De un poeta que, según la carta de Cascales, estaba rematadamente loco o quería poner en ridículo, como buen farsante, a quienes lo tomaran en serio, de un Góngora culpable de “poesía inútil”, escribe Tribaldos que sus poesías “son la cosa más aguda y delgada, con sus partes de gravedad, que han salido en estilo lucido en España, que esta es la quintaesencia de un entendimiento delgado, sublime y por excelencia, aunque singular, de general agrado para todos estados”, y que “su grandeza es de manera que ni griegos ni latinos pueden competir con la vivacidad de sus conceptos, y las demás lenguas vulgares vuelan muy rateras en su comparación”. Más importante, vivo todavía Lope de Vega, añade que “de este solo talento se puede España gloriar, pero no esperar otro semejante en estas letras, en varias edades”. Como observa Begoña López-Bueno, este elogio no puede explicarse por las hipérboles al uso, y parece un homenaje meditado a un poeta definitivamente ascendido al cielo de los más grandes. Por lo demás, Tribaldos, como bibliotecario del conde-duque, estaba ya por entonces encargado de custodiar el manuscrito Chacón que recoge las poesías de Góngora, objeto excepcional en todos los sentidos, y cuya mera existencia, sin paralelos, da prueba de la veneración con que muchos miraron esas obras. De hecho, la edición de las poesías de Figueroa cuidada por Tribaldos e impresa en Lisboa en 1626, que a Begoña López-Bueno le parece contradictoria con la admiración hacia Góngora, no nos parece claro que signifique la “confrontación” que ella dice52. No son pocos los hombres de letras de entonces que se negaron a tomar partido en la rivalidad de Lope y del andaluz, y los juzgaron excelentes a ambos, como lo hacemos hoy muchos eclécticos. No es seguro que hubiera “interesante ambigüedad” en los posicionamientos de Tribaldos y, si Cascales la vio, tal vez lo hizo por un cálculo equivocado, lo que se verifica o en la ausencia de respuesta, o en una respuesta que no creyó oportuno consignar.

En resumidas cuentas, siendo Villar un personaje inferior a Tribaldos en rango social y distinción literaria, el haber obtenido respuesta del primero, a quien no se había dirigido, y no del segundo, cuyo patronazgo tal vez esperaba, supuso a nuestro entender para Cascales un ligero desaire. Nótese que la carta a Tribaldos resulta extraña por la carencia de introducción o exordio: no parece normal que empiece una misiva con una historieta como la del sacristán de Paulenca, sin la menor entrada en materia, saludo o expresiones corteses que tengan en cuenta la persona del destinatario, y más no siendo este un vecino y amigo íntimo con el que existan relaciones cotidianas, sino al contrario un personaje elegido por su prestigio y que vive lejos. Contrasta este comienzo abrupto con las fórmulas zalameras con las que empiezan tanto la carta de Villar a Ortiz como la respuesta de Cascales a Villar. Creemos que no puede explicarse esta infracción a las leyes de la cortesía epistolar más que suponiendo que la carta sufrió modificaciones antes de pasar a la imprenta, y que los elogios y conciliatio benevolentiae que probablemente contenía al comienzo desaparecieron, tal vez para quitar peso, en la percepción del lector de Cartas filológicas, al destinatario y a su silencio.

  Si hubo desaire, lo cierto es que Cascales supo hacerle frente muy deportivamente, respondiendo con cortesía a quien se había alzado el reto de su censura y publicando junto a la suya la carta de Villar, con el añadido de su propia respuesta donde se reafirmaba en su postura contraria al estilo gongorino. Se reservaba, pues, la última palabra, lo que explica que el granadino Martín de Angulo y Pulgar considerase deber suyo escribir a su vez una respuesta, e imprimirla, un año después, en sus Epístolas satisfactorias53.

2.4 Juan Ortiz de Atienza §

Por lo que respecta a Juan Ortiz de Atienza (Granada, 1580 – Sevilla, 1636), quien hizo de intermediario entre Cascales y Villar, sabemos que fue un teólogo y un predicador afamado, que llegó a ser provincial de su orden en Andalucía, como se recoge en una investigación histórica sobre los trinitarios de Murcia:

…fue hijo de Granada, Doctor por su Universidad y Catedrático de la misma durante muchos años, Consultor y Calificador del Santo Oficio, Ministro sucesivamente de los Conventos de Málaga, Jerez de la Frontera, Córdoba, dos veces de Andújar, de Murcia y Granada, Visitador de su Provincia de Andalucía y, por último, Vicario General y Provincial. Su argumento fue el más temido y celebrado en las escuelas y sus sermones aplaudidos por un lúcido y numeroso auditorio. El Padre Ortiz sacó excelentes discípulos en cátedra y púlpito […]. Estando predicando una Cuaresma, fue sorprendido de una lenta calentura que, sin cumplir dos años de Provincial, le llevó a la tumba. Acudieron a sus honras y entierro todas las órdenes religiosas y nobleza de Sevilla, donde murió a la edad de 56 años; […] se celebró dicha función el día 25 de abril de 1636. Escribió muchas materias teológicas y predicables pero no sabemos que tenga algo impreso54.

De la amistad que trabó con Cascales, suponemos que mientras estuvo destinado al convento de Murcia, dan fe no solo Villar en su carta a Ortiz, sino el mismo Cascales, que en el exordio de su respuesta a Villar llama a fray Juan Ortiz, “oráculo de las letras humanas y divinas”. Además, le dirige una de sus cartas filológicas, la II, 7, una de las más copiosas e interesantes: “Al padre fray Joan Ortiz, maestro en teología y ministro del convento de la santísima Trinidad, en la ciudad de Córdoba. Acerca del uso antiguo y moderno de los coches”. Esta carta debe de ser posterior a las que editamos, que parece lógico pensar fueron escritas mientras el trinitario vivía en Murcia.

3. [Cronología] A zaga de La Filomena de Lope de Vega §

Por desgracia no podemos escapar sobre este punto a probabilidades y conjeturas. En ninguna de las tres cartas consta el año en que fueron redactadas y las de Cascales, de acuerdo con su costumbre, consignan solo el mes y el día. Así, la primera carta del intercambio, la I, 8, “Al licenciado Luis Tribaldo de Toledo”, cuyo autor es Cascales, está firmada en “Murcia y Noviembre 15”, mientras que la tercera, la II, 10, “A don Francisco del Villar, el licenciado Francisco de Cascales”, “en Murcia, y enero 13”. La “Epístola 9”, de “Don Francisco del Villar al padre fray Juan Ortiz... sobre la carta pasada de los Polifemos”, carece de fecha.

La aprobación eclesiástica de las Cartas filológicas lleva fecha de diciembre de 1626, y la del Consejo, de marzo de 1627, aunque la obra hubo de esperar siete años más para ser impresa (tal vez por no poder el autor costear los gastos ni encontrar quien lo hiciera). Sin embargo, como observó García Soriano55, la epístola a Pellicer (II, 5) contesta a lo publicado por este en sus Diatribes o Exercitaciones a la Phoenicología o naturaleza del Fénix (1630). De lo cual se deduce que el volumen fue modificado entre el momento de la aprobación y el de la impresión, y que, si pudo introducirse de contrabando la carta a Pellicer, otras también pudieron hacerlo en fecha posterior a la aprobación, o ser modificadas. Ciertamente esto último no es muy probable: fue, sin duda, por estar indignado contra la insolencia de Pellicer y deseoso de revancha, por lo que Cascales recurrió al procedimiento ilegal de imprimir un texto que no había pasado por la censura. Pero, si queremos atenernos a lo seguro, solo tenemos como terminus ad quem 1634, fecha de la publicación.

De lo que sabemos acerca del trinitario fray Juan Ortiz, que vivió en Granada hasta 1615, se deduce que Francisco del Villar no le pudo mandar su epístola antes de ese año, sino más adelante, cuando Ortiz se trasladó a Murcia, y luego a Córdoba y Andújar, para ser “ministro” de varios conventos de tales ciudades. Joaquín Roses infiere de ello que las tres epístolas debieron de escribirse después del final de 161556. Recuerda además que la carta I, 9, la de Villar, menciona La Andrómeda de Lope, fábula mitológica que narra la historia de Andrómeda y Perseo, publicada por vez primera en La Filomena con otras diversas rimas (Madrid, 1621)57. Otro dato ha sido aportado por Porres Alonso, que afirma que Ortiz fue ministro en el convento de los trinitarios de Murcia durante tres años, entre 1617 y 162058. De ser cierto59, se podría ceñir la de la carta II, 9 a este último trienio, puesto que parece natural que Villar mandase la carta a Ortiz cuando este residía en Murcia, pensando que la entregaría directamente a Cascales, verdadero destinatario de la misma; además, el epígrafe al frente de la epístola en Cartas filológicas dice “Al padre fray Juan Ortiz, maestro de la Santísima Trinidad de Murcia”. Sin embargo, hemos visto que Villar redactó su misiva en fecha posterior a la publicación de La Filomena con otras diversas rimas (la fe de erratas de este libro de Lope de Vega es del 7 de julio de 1621), discrepancia que no hemos podido resolver, a menos que la estancia del trinitario en la ciudad se haya prolongado más allá de 1620. Por otra parte, Jesús Ponce Cárdenas opina “que la relación amistosa entre el maestro Francisco del Villar y fray Juan Ortiz debió de cimentarse en el trato mantenido por ambos ingenios durante los años que el trinitario revistió las funciones de ministro en el convento de Andújar…”60, donde al parecer, estuvo destinado dos veces, antes y después de su período murciano.

En resumidas cuentas, ninguno de los datos externos disponibles permite precisar con certeza la fecha de las cartas, si bien hay indicios convergentes que las sitúan entre 1621 y 1626.

Ciertos rasgos internos invitan a pensar que la idea de la primera carta se le ocurrió a Cascales a raíz de su visita a Madrid de 1614, en el curso de un viaje emprendido para conseguir la licencia para sus Tablas poéticas y sus Discursos históricos de la muy noble ciudad de Murcia61: el conocimiento de primera mano del revuelo provocado en la corte desde el año anterior por la difusión del Polifemo y las Soledades podría explicar la imagen inicial del “sacristán de Paulenca”, que sugiere un ambiente de escándalo y de expectativa, a raíz de un acontecimiento reciente. Es posible que nuestro gramático escribiera, en Madrid o poco después de regresar a Murcia, unas notas o un borrador, y que el envío a Tribaldos de una carta que contiene partes jocosas y otras serias fuera una iniciativa más tardía, posterior al valimiento de Olivares y al encumbramiento de este erudito como protegido del ministro, o sea a 1621. Pero la razón más importante para pensar en un texto posterior a esta última fecha, además del verso de “Lope en la Andrómeda” citado en la carta de Villar (pertenece en realidad a otra fábula incluida en el mismo volumen, la primera parte de la “Filomena”), es que fue solo por entonces cuando Lope de Vega se pronunció contra la poética de Góngora en un texto firmado, publicado y de tono serio. Con alusión transparente, trata de ello en el texto programático “El teatro a sus lectores” que sirve de prólogo a su Décima quinta parte de las comedias, cuya tasa y fe de erratas están fechadas en diciembre de 1620. Se reconocen en esas breves líneas los principales argumentos que forman el andamiaje de la carta de Cascales:

Ellas [las comedias] son suyas, en la lengua que los poetas de este año llaman antigua: caso notable que tengan muchos por bueno aquello solo que no entienden. Creo que tienen razón, porque desconfiando de sus juicios, les parece cosa de poco ingenio la que con facilidad alcanza el suyo. Ya saben, señores, los que leen aquella máxima de Aristóteles en los Tópicos Omne inconsuetum est obscurum. Pues, ¡qué bien hablarían las Musas cómicas oscuramente!, la imitación es su nombre, su materia y su forma, luego esta es su lengua, que, aunque confieso las figuras retóricas a los que hablan, aunque sea en las calles, plazas y tiendas, no a lo menos las transposiciones, las locuciones inauditas y las metáforas de metáforas […]62.

Apuntando más directamente a Góngora, aunque con notable cautela, el Fénix se explica con mayor amplitud sobre los motivos de su rechazo del nuevo estilo gongorino en la respuesta un señor de estos reinos “en razón de la nueva poesía” que se incluyó en La Filomena (1621), libro donde se publicaron precisamente las fábulas de “Filomena” y de “Andrómeda”.

Por lo demás, este mismo libro misceláneo contiene varias referencias a Tribaldos de Toledo. En “El jardín de Lope”, epístola al sevillano Francisco de Rioja, otro personaje del entorno de Olivares de reciente encumbramiento en la corte, se lee:

Pararon los buriles y cinceles
en el docto Tribaldos de Toledo,
para quien fue Vicencio griego Apeles63.

Aparece ahí el bibliotecario de Olivares en un selecto Parnaso, precedido por célebres poetas extranjeros (Camões, Marino) y seguido por ilustres historiadores y eruditos españoles, Luis Cabrera, Juan Luis de la Cerda y Juan de Mariana. También es nombrado Tribaldos en la epístola, más temprana, dirigida al doctor Gregorio de Angulo, toledano a quien Lope invita a trasladarse a la corte, prometiéndole que conocerá allí a una serie de personajes eminentes: “Borja” (Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, virrey del Perú), Tribaldos de Toledo, y “el sol de Lemos”. No sin motivo, Lope llama “sol” a Pedro de Castro y Andrade, conde de Lemos, sobrino del valido Lerma, miembro de la alta nobleza de talento sobresaliente, que ocupó los más brillantes cargos de la monarquía, y fue gran aficionado a las letras:

Conoceréis al Borja, aquel que ha sido
de aquesta edad el más florido ingenio,
y al gran Tribaldos, de laurel ceñido.
Veréis sobre las cumbres de Partenio,
el Sol de Lemos, nuevo honor de Castro64

Otra mención significativa de nuestro personaje en el mismo libro se encuentra en el extraño poema titulado Segunda parte de la Filomena, que refiere en clave alegórica la polémica surgida del ataque del “tordo” Torres Rámila” al ruiseñor “Lope de Vega”. En el catálogo de quienes lo defendieron de su malvado enemigo, Lope nombra a Tribaldos en estas líneas:

Y así del gran Tribaldos de Toledo
el nombre que a los tiempos causa miedo,
pues quedarán vencidos,
él inmortal sobre mayor esfera,
y ellos entonces de correr corridos65.

En suma, docto, dos veces grande, ceñido de laurel, vencedor de los tiempos, defensor de los ruiseñores frente a los negros tordos, y de Apolo contra Marsias, equiparado a los más doctos cortesanos, a los mayores poetas de Europa y a los más cultos aristócratas de España, así aparece Tribaldos en varias piezas de La Filomena, de mano del agradecido Fénix, y esa pudo ser una de las razones, si no la de más peso, que incitaron al murciano a dirigirle su diatriba contra Góngora, lo que era ciertamente más discreto y diplomático que dirigírsela a Lope, rival directo del poeta cordobés. Creemos que Cascales, erudito provinciano (el término ya tiene sentido en estas primeras décadas del XVII), no se hubiera atrevido a terciar en la polémica contra un poeta célebre, todavía vivo, y sólidamente apoyado; hacerlo además escribiendo a un personaje con tan buena posición cortesana como Tribaldos, si no se hubiera sentido respaldado por el amigo de este, Lope de Vega, ídolo de los corrales y de muchos hombres de letras, y sin el pasaporte que constituía la esperada benevolencia, si no el expreso beneplácito, del madrileño66. Si Lope mismo tardó en atreverse a atacar a su rival a cara descubierta, menos se atrevería Cascales, que nunca pecó de temerario.

En cuanto a las ideas expresadas en esta carta I, 8, no tienen singularidad suficiente para determinar en qué otros textos polémicos pudo inspirarse: representan un planteamiento “semidocto” del problema, destinado a ser entendido por todos (véanse infra los apartados de la estructura y de las fuentes). La carta llama la atención no por la fuerza de los argumentos, ni por lo selecto de la erudición, sino por la viveza humorística y por el contraste tajante entre el vapuleo inmisericorde del Polifemo y las Soledades y el elogio desmedido de las obras anteriores del poeta cordobés. Las razones alegadas en contra de esta “nueva” poesía estuvieron presentes en la polémica desde el primer momento, así como las autoridades de Quintiliano, Horacio y Marcial que venían a apoyarlas, de lo más manido para todos los españoles cultos de entonces, y pan cotidiano para el maestro de gramática Cascales. Nuestra hipótesis es, pues, que la primera carta tomó su forma definitiva después de llegar a sus manos La Filomena de Lope, como muy pronto a finales del verano de 1621, y antes de la aprobación de las Cartas filológicas en diciembre de 1626, probablemente más cerca de la primera de esas fechas. Las otras dos siguieron con bastante rapidez, puesto que la carta que inicia la correspondencia lleva fecha de noviembre (¿de 1621?) y la tercera de enero (¿de 1622?).

4. [Estructura] Del cuentecillo chistoso al debate sobre el genio de las lenguas §

4.1 La primera carta de Cascales §

La correspondencia entre estos dos ingenios se abre de manera peculiar, con un cuentecillo gracioso acerca del sacristán de Paulenca. El recurso de la facecia como obertura no aparece en otro lugar de las Cartas filológicas67, y la anécdota introductoria tan solo en la primera epístola de la década segunda, “al doctor Salvador de León”: una carta familiar de tono jocoso, dirigida a un vecino de Murcia. De todos modos, esta no prescinde del saludo al destinatario que parece un aderezo formal indispensable, lo que Lipsio llama materia sollemnis, constante de las cartas, independientemente del tipo al que pertenecen: “Pregúntame vuestra merced, señor doctor, que cómo me va de pleito con Pedro de Molina…”. La comparación resalta la rareza del comienzo de la carta a Tribaldos y es un argumento más para pensar que desaparecieron de la versión publicada las fórmulas iniciales de cortesía que debieron de formar parte del original68.

La ocurrencia de Cascales, a la hora de empezar a disertar sobre la “oscuridad del Polifemo y Soledades de don Luis de Góngora” consiste en preguntarse si estas extrañas composiciones no se habrán escrito en broma. El personaje del sacristán en el cuentecillo, que alude maliciosamente a don Luis de Góngora, lleva la carga de desprecio de antiguo acumulada sobre esta figura; el sacristán ocupa el grado más bajo entre los hombres de Iglesia, y la voz popular, en el refranero, las coplas y los cuentos, lo pinta como bobo, rústico, ignorante y bebedor. En el ambiente post-tridentino, que toleraba menos la sátira anticlerical, el personaje cómico del sacristán, subalterno carente de dignidad y desprovisto de órdenes sacras, podía encubrir esta sátira representando al clero de modo inocuo. Lo expresa así Cotarelo:

Sacristán. Es el personaje que más abunda en los entremeses. Puede suponerse que representa mitigado el personaje clérigo o fraile de los cuentos de la Edad Media y de las farsas italianas, españolas, portuguesas y francesas del siglo XVI69.

A las connotaciones poco halagüeñas del oficio de sacristán se suman las que se desprenden de la mención de Paulenca, villorrio que puede suponerse poblado de toscos lugareños. Pues bien, igual que el sacristán de Paulenca, hombre de humor, tradúzcase, bufón y medio loco, subido en las alturas de su campanario, se jactaba de tener pendientes a quienes lo oían en la plaza, Góngora, llamado nada honoríficamente “el Archipoeta de Córdoba”70, desde la atalaya de su presunción delirante, bien pudo burlarse de los lectores que trataban de descifrar en sus composiciones los “enigmas de la Esfinge”– según la fórmula de Pellicer. El sacristán mantiene suspensos a sus feligreses con el sencillo procedimiento de interrumpir el toque del Ave María. Del mismo modo, Góngora deja pasmados a los “poetas de España”, a quienes mantiene en vilo, aguardando a que después de los golpes de efecto de su Polifemo y Soledades, se atreva (o no) a dar “la tercera campanada”. De hecho, la anécdota es también una especie de campanada y llamada de atención que, por su gracejo incisivo, explica en buena parte la fama de esta epístola. Su malicia queda resaltada por el contraste entre la insignificancia del sacristán de Paulenca, con su oficio ínfimo de limpiar la iglesia, echar a los perros y tocar las campanas, y el cargo de quien era racionero del honorable cabildo de la noble ciudad de Córdoba. Sin embargo, Góngora parece haber renunciado a las prerrogativas de este cargo, “arrojando la capa capitular por el ameno prado, para desenfadarse del continuo coro”, y prefiriendo así livianos deleites a las obligaciones de su beneficio eclesiástico. De modo que no cabe dudar de la malicia del apólogo, en todos sus detalles, que fue percibida tanto por Villar como por Angulo y Pulgar en sus respectivas respuestas:

Excuso esta niñería… que solo ha sido querer arrojar la capa, si ya no capitular por indigno, la propia al prado, para desenfadarme un poco (Villar).

En el folio 29, página 2, da principio vuestra merced a la Epístola 8 como gracejando con un cuento del sacristán de Paulenca y, después de haberlo aplicado ni bien ni mal, hace inventario de los defectos que atribuye a estos poemas (Angulo y Pulgar).

Esta malicia no es suavizada por los enfáticos elogios de Góngora en la duda retórica que sirve de transición hacia la parte más seria de la censura:

Porque ¿quién puede presumir de un ingenio tan divino que ha ilustrado la poesía española a satisfacción de todo el mundo, ha engendrado tan peregrinos conceptos, ha enriquecido la lengua castellana con frases de oro felizmente inventadas y felizmente recibidas con general aplauso, ha escrito con elegancia y lisura, con artificio y gala, con novedad de pensamientos y con estudio sumo lo que ni la lengua puede encarecer ni el entendimiento acabar de admirar, atónito y pasmado, que había de salir ahora con ambagiosos hipérbatos, y con estilo tan fuera de todo estilo, y con una lengua tan llena de confusión que parecen todas las de Babel juntas, dadas para cegar el entendimiento y castigar los pecados de Nembrot?

Cascales utiliza, en efecto, una táctica socarrona con estas alabanzas hiperbólicas, similar a la que suele emplear Lope de Vega. No pudiendo negar la superioridad del ingenio de Góngora, o no atreviéndose a desafiar a los muchos que creen en ella, opta por afirmarla con creces y al mismo tiempo negarla, trazando una línea divisoria tajante entre las dotes excelentes y el refinado artificio que le concede al poeta, y ciertas aberraciones deplorables en las que incurre, y que se agravan en sus aficionados y secuaces. Con ello consigue alejar la sospecha de envidia y odio, y sugerir que, si censura al poeta, lo hace porque la afición y la sincera benevolencia no bastan para disimular sus errores.

Pues bien, esa enormidad que tanto desdice de la maravilla peregrina que fue Góngora hasta tiempos recientes, consiste, dirá Cascales, en una poesía ciega, “enigmática y confusa, engendrada en mal punto y nacida en cuarta luna”, una lengua “tan llena de confusión, que parecen todas las de Babel juntas”, unos partos monstruosos y de mal agüero, unos versos llenos de “ambagiosos hipérbatos”, y con “estilo fuera de todo estilo”. Tales afirmaciones, carentes de todo elemento de prueba, dan a la epístola un carácter de libelo satírico, bastante ajeno al ethos prudente y modesto habitual de los escritos de Cascales, aún en lo faceto y lo crítico. Pero valía la pena emplear estos medios, puesto que, como diría Angulo y Pulgar, citando a Horacio, “después de incitados los ánimos, que o mal recatados del engaño o poco sabidos en las materias se dan a la fácil creencia, la palabra soltada no conoce el camino de vuelta’, nescit vox missa reverti”. Lo dicho con energía y convicción, sobre todo si es malicioso, sea cual sea el valor de los argumentos, siempre hace mella y deja huella.

Exorbitantes y calumniosas, estas frases de Cascales parecen propias de las primeras fases de la polémica. Recuerdan la carta anónima atribuida a Lope, donde por primera vez, que sepamos, se habla de la confusión de lenguas, digna de Babel, que sería atributo de las Soledades. También tienen parentesco con el Antídoto de Jáuregui, menos por el contenido que por lo que tiene su comienzo de ataque soez. Algo de soez hay también en la rechifla de Cascales y en la duda que manifiesta sobre la cordura de Góngora. Aquí también la estrategia retórica del murciano coincide con la de la conocida carta atribuida a Lope71, cuyo autor se pregunta si el intento del autor de las Soledades no habrá sido el de tender una trampa a las almas cándidas, para reírse a costa del desconcierto de tantos y de la admiración bobalicona del pobre de Almansa y Mendoza.

Contrasta todo ello con el resto de la carta, mucho más templada y más aburrida, donde Cascales desarrolla una argumentación con pocas ideas que no fueran ya conocidas. Puede resumirse en los apartados siguientes:

  • La oscuridad es vicio reprobado por todos los buenos autores, Tulio, Quintiliano, y “los demás maestros de la elocuencia”, y naturalmente por Horacio. Se ilustra esta trillada afirmación con lo que dictamina “Marco Fabio” (Quintiliano) en el capítulo VIII, 2 de sus Instituciones oratorias, el famoso De perspicuitate, de que tanto echaron mano todos los adversarios de Góngora. Afirma el máximo maestro de la elocuencia, y modelo profesional e intelectual de Cascales, que la oscuridad se explica por una ridícula afectación de quienes creen que pasarán por sabios si no son entendidos de nadie. Es más culpable todavía cuando no consiste en palabras ignotas, sino en un modo de combinarlas y ordenarlas que hace la oración ininteligible. Así sucede con Góngora, cuya oscuridad es viciosa por consistir en “palabras trastornadas con catacreses y metáforas licenciosas”, y no en eruditas referencias y alusiones: “Que si yo no la entendiera por las fábulas, por las historias, por las propiedades de plantas, animales y piedras, por los usos y ritos de varias naciones que toca, cruzara las manos y me diera por rendido y confesara que aquella oscuridad nacía de mi ignorancia y no de culpa suya, habiéndolo dicho dilúcida y claramente, como debe”. El argumento aparece en el Antídoto y en todos los textos posteriores que atacan a Góngora: su oscuridad es solo cuestión de palabras y no de cosas, de elocución y no de conceptos y doctrina. Solo resulta singular aquí la enumeración de contenidos que causarían una oscuridad disculpable, puesto que coinciden llamativamente con los de las mismas Cartas filológicas.

  • A contrario, es digna de encomio la luminosa claridad de todos los grandes poetas, “excepto algunos lugares de doctrina particular, historia recóndita, o secretos de naturaleza, que como padres de las ciencias y como curiosos humanistas siembran algunas veces por sus obras”. Son claros Virgilio, Horacio, Catulo, Propercio, Tibulo, Ausonio, Nemesiano, Fracastoro, Pontano, “juntamente con nuestros españoles Lucano, Marcial, Séneca y Claudiano”. La máxima que asienta de modo apodíctico la claridad de los grandes poetas se ilustra con un ramillete de poesías al parecer favoritas de Cascales, y que no tienen otro título para ser reproducidas en su carta: un epigrama de Ausonio, unos célebres versos de la Eneida, un epigrama de Marcial, y un soneto de “un amigo” que debe de ser el mismo Cascales. A propósito de varios de estos textos y de otros que no cita por extenso, aprovecha la ocasión para ejercer de pedagogo, explicando sus dificultades por sus sabrosas alusiones a costumbres y creencias antiguas.

  • Lo más reprobable en la oscuridad gongorina, debida “al modo de escribir peregrino y jamás usado ni visto en nuestra lengua”, es que es incesante y que no deja pausas para descansar. Con este reproche, que supone en los lectores una unánime pereza, Cascales se priva de una objeción algo más sutil forjada por Jáuregui, en el Antídoto como en el Discurso poético, cuando reprocha a Góngora su “desigualdad perruna”, que oscila entre lo altisonante y sublime, y lo pedestre, flojo y vulgar. Deja caer a continuación Cascales un nuevo concepto chistoso por analogía: el Polifemo se parece al paisaje volcánico en que habita su héroe el cíclope, y estas poesías son “hijas del Mongibelo [el Etna] que arrojan y vomitan más humo que luz”. Como a los lapitas y centauros, nacidos de las nubes y que apenas nacidos se mataron entre sí, así sucederá a estos Polifemos, “humosos y negros” y, como nacidos del fuego y la tiniebla, prometidos a la destrucción. Estos chistes son, sin duda alguna, lo mejor de la carta y lo que se suele recordar.

  • No siempre la oscuridad es viciosa: puede tolerarse, repite Cascales, cuando depende de “alguna doctrina exquisita” aludida por el poeta. Siguen ejemplos de dificultades en lugares de Marcial, que le permiten entregarse una vez más a su ejercicio favorito de mostrarse docto y leído. Tampoco es viciosa la oscuridad cuando sirve para velar honestamente algún contenido torpe (obsceno) o satírico. Es privilegio de los gramáticos y de sus discípulos entender estas gustosas alusiones que excluyen a los ignorantes.

  • Examen de algo de “nuestro Polifemo” que se demuestra culpable de hipérbatos y de metáforas licenciosas. Por fin, el censor llama a juicio al acusado y pasa revista a los testimonios; estos se limitan a unos pocos pasajes del Polifemo y casi siempre de las primeras octavas (sin tocar para nada a las Soledades). En la primera estancia de este poema, y en las siguientes, el contenido es de los más sencillos y no necesita “comento”, puesto que no toca ninguna erudición recóndita. Por lo tanto, su oscuridad consiste solo en las palabras, y no en estas “por ser antiguas, por ser inauditas, por ser ficticias, por ser nuevas o peregrinas”, sino por dos causas, sintáctica la una, semántica la otra: “la confusa colocación de las voces”, ilustrada por cuatro o cinco ejemplos de hipérbaton, junto con la supresión de los artículos “que son forzosos en nuestra lengua”; y, por otro lado, “las continuas y atrevidas metáforas”. Son “atrevidas”, sin que se diga por qué, las de “peinar el viento” y “mordaza es a la gruta de su boca”.

  • Conclusión. Con tan simple demostración, piensa Cascales haber dejado convicto y confeso a Góngora. Concluye asombrándose de que el poeta se empeñe en “desvelarse en buscar perífrasis oscuras y embelesarnos con fantásticas formas de decir”. Puede que sea por “ostentación y prueba de ingenio” (como la que da el mismo Cascales en una de sus epístolas, la I, 2: “Contra las letras y todo género de artes y ciencias. Prueba de ingenio”). Pero si va en serio y pretende que creamos que ese es el “camino cierto de la elocución” poética, se equivoca de medio a medio: la oscuridad destruye los tres “oficios” de la elocuencia (por el latinismo “oficios” se entiende cometidos y deberes), o sea, enseñar, deleitar y mover. Porque lo que no se entiende no puede transmitir enseñanza, ni agradar, ni menos suscitar emociones. De modo que no merece perder más tiempo con ello, concluye, displicente, invitando sin embargo a Tribaldos a darle su opinión, como tan gran crítico, que será para él “oráculo indubitable y cierto”.

El análisis de esta carta permite sospechar que fue escrita en varias fases distintas: el comienzo vigoroso, con su facecia, y algunos chistes de colegial como el del Mongibelo, y los nubígenas lapitas y centauros, o los Polifemos a quienes debería quebrar el ojo el marido de Penélope, parecen propios de las primeras fases de la polémica. Son sintomáticos de la sorpresa provocada por unos poemas que no se parecían a nada escrito hasta entonces en castellano, y a los que cabía acusar de manejar una lengua desconocida, una mezcla de lenguas “que parecen todas las de Babel juntas”. En cambio, en su segunda parte, procede Cascales con método discursivo y raciocinante, buscando los fundamentos teóricos de su censura: “Entrando, pues, en este crético laberinto, pregunto, si la oscuridad es virtud o vicio”. Simulacro de cuestión, que en ningún momento él plantea de verdad: pregunta retórica, que está ya respondida. Entre los chistes del principio y del final y el razonamiento interpolado entre ellos media una distancia similar a la que separa el virulento Antídoto de Jáuregui, escrito en el primer momento de la difusión de los poemas, y el Discurso poético, del mismo autor, no menos crítico pero de ethos cortés y argumentación seria, escrito diez años después. La comparación hace resaltar sin embargo, a nuestro juicio, el espíritu superficial de Cascales. Si los chistes tienen gracia, toda la parte teórica está compuesta de materiales o muy trillados (las citas de Quintiliano, Horacio, san Agustín y Marcial, que debió sacar de su memoria o de sus notas de clase) o del todo irrelevantes: no pinta nada en la argumentación contra Góngora la retahíla de versos en que Marcial resulta oscuro para los legos que no saben doctrinas tan profundas, como aquello de “que según Plinio los sármatas bebían una gachilla muy rala, de mijo, leche o sangre de caballo”, o que garo es “un licor delicado de las entrañas y sangre del pescado alache, que los romanos echaban en el vino por cosa de gran apetito; y el mejor era el de nuestra Cartagena”.

Todo ello invita a pensar que Cascales, sólidamente pertrechado de letras latinas, de ingenio vivo y ocurrente, debió de escribir una especie de libelo chistoso contra el Polifemo y las Soledades, durante su viaje a Madrid de 1614 o poco después, y que lo dejó entre sus papeles, no sabiendo qué salida darle. Más tarde, enterado, aunque solo fuera por La Filomena de Lope de Vega, de que Góngora todavía era materia de debate y que se tomaba en serio el asunto, decidió darle una apariencia de docta diatriba contra la oscuridad poética, con objeto de firmar el texto y mandarlo a Tribaldos de Toledo, quizá con recomendación de Lope, y, quien sabe, con esperanzas de interesar lo suficiente para lograr un cargo mejor remunerado que el suyo de profesor de retórica en el seminario de Murcia. Sus biógrafos nos dicen que, casado y cargado de hijas, pese a un sueldo generoso y su buena mano para los negocios, no nadaba en la abundancia.

4.2 La carta de Villar §

Al ver una copia de la carta de Cascales, Francisco de Villar, que era admirador ferviente de Góngora, como lo mostraría en su Compendio poético72, creyó necesario salir en defensa del calumniado poeta. No era hombre cuya posición social o notoriedad literaria le permitiese responder con modales prepotentes y despectivos. Comienza, pues, con muestras de desconfianza de sí y gran respeto ante su adversario. Deja entrever no obstante que lo más notable de la epístola a la que quiere contestar son los chistes del sacristán de Paulenca y de los Mongibelos, que celebra con un matiz casi indetectable de ironía: “Excelente cosa es comparar al Mongibelo las poesías oscuras, y llamarlas hijas suyas, pues como dice el amigo, todo es humo; […] no he visto mayor donaire en mi vida.” De ahí pasa a redactar una defensa, que dada la pobreza de la argumentación de su adversario, tiene que tirar por dónde pueda. Su carta, pese a la menor pericia retórica y a la menor cultura, contiene argumentos que, en su espontaneidad entusiasta, dan prueba de buena fe.

  1. Refutación del argumento de la oscuridad 1: La oscuridad es legítima en Góngora, y procede de la agudeza. Lo que a Góngora le autoriza ser oscuro, son las materias que trata “con tanta agudeza”. Y es que a agudo no le gana nadie, tanto que puede hurtar conceptos a Marcial y guisarlos con una sal que nada tiene que envidiar a este. Nadie satiriza tan superiormente. Y nadie “toca” “fábulas” con mayor, audacia y destreza que él, como se ve en el arranque de las Soledades, donde “toca”, con igual brillantez, “el punto de la astrología”. De ahí se infiere que hay en él esas curiosidades doctas de fábulas y secretos de la naturaleza cuya omisión le reprocha Cascales, pero no importa tanto en ellas la erudición como la belleza de la alusión y la fuerza de las figuras. Que haya muchas figuras no es reproche legítimo, porque “no cansan las cosas por tener mucho bueno”; hay quien no quiere “otra moneda que el oro”. Villar piensa ser de estos paladares refinados y, si defiende a Góngora, es porque ha disfrutado con sus textos.

  2. Refutación del argumento de la oscuridad 2: La oscuridad es legítima en ciertos géneros. Hay asuntos que piden total claridad, como las historias que refieren las hazañas, porque en ellas lo que importa es asegurar una comunicación que no deje resquicio para malentendidos. Pero no es este el caso de estas poesías, donde lo que gusta y resulta apropiado, puesto que se trata de deleite y de belleza, es lo insólito, audaz y algo misterioso del verbo. De modo que Góngora, hablando de cosas altas y remotas, hace bien en pedir al lector un grato esfuerzo. Esta idea de que cada materia requiere su estilo la desarrollará el mismo Villar en el Compendio poético donde afirma que Góngora fue un maestro en todos los estilos, desde el burlesco hasta el sublime.

  3. No puede culparse el hipérbaton, puesto que es admirado en los mejores poetas latinos. Los poetas latinos, “a cuya superioridad todo el mundo reconoce vasallaje y se rinde” usaron de transmutaciones, por otro nombre hipérbatos, desde los primeros versos de sus obras. Traducidos al pie de la letra estos versos latinos, de ellos resulta algo que en castellano parece “jerigonza”, como “O Títiro, que en una umbrosa recostado haya, tú silvestre ejercitas delicada musa con zampoña” (íncipit de la égloga primera de Virgilio). A este siguen ejemplos de Marcial, Tibulo, Catulo, y de otros “de más suavidad”, como Ovidio, Cornelio Galo, Lucano. Todos ellos usaron “transmutaciones” a veces especialmente duras, como la de Ovidio “Ad mea perpetuum deducite tempora carmen”, aunque este poeta pasa por parangón de “escribir natural”. Y si es tan ordinario “el oscurecerse y usar de transmutaciones y se alaba en los poetas latinos, ¿por qué en los españoles se habría de reprender, y más en quién los usa con tanto donaire y suavidad?”. En resumidas cuentas, gracias a la habilidad de Góngora, el castellano goza de las “exenciones y privilegios” que hasta entonces se reservaban indebidamente al latín. Lo mismo dirá más tarde el Lunarejo desde Lima, en su Apologético, con argumentación más fina y latinidad más consistente73.

  4. El hipérbaton es legítimo en poesía. El poeta tiene mayor latitud y licencia que el orador, y entre otras cosas en esto de las transmutaciones. Prueba de ello es que Cicerón y Paulo Manucio, prosistas latinos de fama, se leen como si hablaran en castellano, mientras que Horacio y Marcial requieren trabajo para entenderlos. Esta diferencia entre oratoria y poesía la enseñan los clásicos, lo que ilustra Villar con citas de Cornelio Galo y Juvenal.

  5. En conclusión, Góngora merece premio por “haber usado frases nuevas en nuestra lengua, imitadas de la latina, y haberlas amplificado con notable gala y agudeza”. No hay inconveniente en inventar frases nuevas puesto que lo autoriza Horacio en el Arte poética, cuando enseña que el uso es dueño y árbitro de las reglas y formas de decir.

En suma Villar, si bien torpe en ciertos detalles, tiene al menos dos virtudes: el entusiasmo sincero que en él despierta Góngora, basado en el conocimiento auténtico de su poesía (que Cascales no demuestra nunca en sus elogios, y poco en sus censuras); y la coherencia de una concepción creativa de la poesía y abierta del idioma, fundada, latamente, en la famosa frase según la cual no hay más norma y ley en el lenguaje que el uso: “usus, quem penes arbitrium est, et ius et forma loquendi”. Góngora inventa, inspirándose en los poetas latinos, nuevos modos de decir; el uso los avala y el castellano los acepta puesto que todos los imitan, incluido Lope en el mismo libro en que satiriza a Góngora, llamando a los ánades “naves de pluma” a imitación de las aves “cítaras de pluma” de las Soledades. También tiene Villar el mérito de proseguir, desde el frente de los defensores de Góngora, el debate sobre la naturaleza del idioma, lanzado por Lope en La Filomena, haciendo eco al argumento que da el propio Góngora en su “carta en respuesta” en defensa a sus novedades estilísticas: se le debe agradecer que la lengua española por su esfuerzo haya llegado “a la alteza de la latina”.

4.3 La respuesta de Cascales a Villar §

La tercera carta, respuesta de Cascales a Villar (I, 10) es cortés en la forma, aunque demoledora en el fondo, y empieza diciendo, contradictoriamente, acerca de Góngora, “que a ese caballero siempre le he tenido y estimado por el primer hombre y más eminente de España en la poesía y que es el cisne que más bien ha cantado en nuestras riberas”. Tanto en ese elogio tortuoso como en las expresiones usadas para nombrar al poeta, parece oírse el eco de la epístola de Lope en La Filomena. Cascales coincide con Lope en llamar a Góngora “este caballero”74. Lo que era lógico para el famoso poeta, que hablaba de Góngora como quien lo conocía y lo trataba desde hacía tiempo, al igual que lo trataba su probable corresponsal, el duque de Sessa, nos parece, bajo la pluma de Cascales, que tal vez no lo había visto en su vida, hablando con Villar, que tampoco se presenta como conocido suyo, un mero contagio, o un gesto de provinciano a quien gusta imaginarse que alterna con lo más granado de la corte. Lo cual nos parece un argumento más de que, al escribir sus dos misivas, Cascales actuaba movido por su lectura de La Filomena (1621).

Con todo, la argumentación de esta segunda carta de Cascales resulta más cuidada y precisa que en la primera. El orden de sus argumentos es el siguiente:

  1. Tesis: No se puede medir a Góngora por el rasero del Parnaso latino por lo que toca al uso del hipérbaton, porque la sintaxis del castellano y del latín son totalmente distintas: “La lengua latina tiene su dialecto y propio lenguaje y la castellana el suyo, en que no convienen”. Para demostrarlo, prueba Cascales que el hipérbaton y el “trastrueco de palabras” no son en latín atributos de la poesía, sino de la lengua en general, mediante la cita de siete ejemplos en prosa de “Cicerón, sol de la elocuencia”75. Siguiendo la táctica de su adversario, traduce todos ellos palabra por palabra, con objeto de demostrar que es imposible en castellano calcar la “colocación de los miembros de la oración”, que es característica de la prosa latina tanto como del verso76. Las lenguas vernáculas, en cambio, sigue Cascales, no admiten el “trastorno” de palabras ni siquiera en poesía –lo que él pretende probar con ejemplos de Petrarca, Ariosto y Du Bellay– y, a fortiori, no lo admiten en prosa.

  2. Rechazo de las objeciones (confutatio). Pasa luego Cascales a invalidar la aplicación de las autoridades alegadas por su adversario, y que son más o menos las mismas que las suyas. Rechaza la confusa interpretación que, en apoyo de su tesis, daba Villar de dos epigramas de Marcial, y que, en efecto, tienen poco o nada que ver con la defensa de la oscuridad que él quería ver en ellos. También recusa la aplicación que hace su adversario del famoso lugar de Horacio en que este justifica la innovación en el lenguaje, puesto que “de ningún modo alude a la frasis poética, sino a los vocablos nuevos, que es permitido hacerlos, como sea con modestia”. Da, pues, del controvertido pasaje horaciano, también manejado hasta la saciedad en la polémica gongorina, una interpretación limitada a las innovaciones léxicas, que es en efecto de lo que habla Horacio, aunque su frase final sobre la preeminencia absoluta del uso sobre la norma lingüística podría autorizar a extender la sentencia a todos los aspectos del lenguaje.

  3. Confirmatio. Después de demostrar a Villar que utiliza las autoridades a contrapelo, trae a su vez una autoridad, mejor elegida que las alegadas en la carta anterior, el epigrama II, 86 de Marcial, donde este afirma que no escribe para el vulgo, sino que se preocupa de los doctos; precisamente por eso, no busca rarezas ni pirotecnias. Él no hace “versos retrógrados, ni sotádicos, ni ecos, ni afectados ni muy coloridos”, porque esas piruetas y funambulismos, nuevas invenciones y artificios, no son para “los poetas insignes”.

  4. Peroratio. Concluye Cascales renovando e intensificando su ataque inicial a Góngora. No es más que un juglar extravagante, alguien que anda por la maroma, como el “petaurista” Arlequín, y la fama legítima exige que se hagan cosas de provecho, y no estos enigmas, “cosas inútiles y nugatorias que solo sirven para dar garrote al entendimiento”. De lo que se deduce la inutilidad de esta poesía, enérgica expresión que llamó la atención a Nadine Ly77:

Y que sea esta poesía inútil, pruébolo. Ella no es buena para poema heroico, ni lírico, ni trágico, ni cómico; luego es inútil. ¡Gracioso trabajo sería la Ulisea, o Eneida, escrita en aquel enigmático lenguaje! Pues una comedia o tragedia de aquella manera, ¿qué estómago le hará al auditorio? Parecerales que son sordos y necios, pues teniendo oídos no oyen, y teniendo alma no entienden.

En este último argumento asoma la razón más íntima de la postura de Cascales: hombre a quien, fuera de las horas de clase y de trato con los clásicos, no le gustaba “dar garrote al entendimiento”, devanarse los sesos, diríamos hoy, y que pensaba que la utilidad de la poesía castellana consistía en los buenos ratos de descanso y diversión que procuran los poetas a quienes van al teatro o leen novelas. De hecho, nada en sus Cartas filológicas indica que apreciara de verdad la poesía lírica o épica en lengua vernácula, aunque escribió algunos versos, como el soneto de marras. Familiarizado profesionalmente con la Eneida, esta se le hacía fácil y clara, aunque no tiene nada de tal para quien no se detenga mucho en su estudio o maneje traducciones y comentarios. En cambio le gustaban las comedias, especialmente las de Lope, como atestigua su interesante carta II, 3, “Al Apolo de España, Lope de Vega Carpio. En defensa de las comedias y representación de ellas”, y de hecho vivía pared por medio del teatro de Murcia, que debía de visitar a menudo. Concluye su carta con la afortunada frase: “si he de decir de una vez lo que siento, de príncipe de la luz se ha hecho príncipe de las tinieblas”. Este golpe de genio, si puede decirse así, junto con la historieta del sacristán de Paulenca, fue clave del éxito crítico de esta correspondencia.

5. [Fuentes] La latinidad enseñada a los adolescentes §

Para ambos contrincantes en nuestra pequeña controversia parece oportuno distinguir entre cuatro tipos de fuentes, que examinaremos por turno:

5.1 Fuentes gongorinas §

Consideremos primero las fuentes directamente relacionadas con la discusión de la poesía de Góngora: es decir, en primer lugar el texto del poeta y, en segundo lugar, los documentos de su recepción (comentarios, piezas polémicas y satíricas).

Acerca del primer punto, ninguno de los dos parece estar en posesión de la versión definitiva de los textos de cuyo valor debaten, el Polifemo y las Soledades.

De la versión que cita Villar del verso sexto de la Soledad primera, “en dehesas azules pace estrellas”, hay tres testimonios en manuscritos integri78, pero el conjunto de la tradición se decanta a favor de la que se encuentra en el manuscrito Chacón, “en campos de zafiro pace estrellas”, que puede considerarse definitiva. La variante “en dehesas azules” coincide con la lección de este verso que cita el abad de Rute en el Examen del Antídoto, fechado en 1617. Nada tiene de notable el hecho, y simplemente confirma que la fijación del texto del poema fue posterior a las primeras fases de su circulación, puesto que Góngora siguió modificándolo, y que la tradición no se estabilizó hasta después de aparecer impresos y comentarios, a raíz de la muerte del poeta y aun eso, con salvedades.

Más curioso nos parece que Cascales escriba una carta contra el Polifemo y las Soledades y no cite ni un solo verso del segundo poema, y sí 15 versos diferentes del primero, algunos repetidos. Podría ser noble descuido o manifestación de santo horror por las Soledades, aun más abstrusas que su hermano mayor, el cíclope, pero la hipótesis no convence, porque semejante estrategia sería contraria al fin que propone de ridiculizar la nueva poesía gongorina en general. Añádase que incluso sus metáforas de la oscuridad, o su modo de designar los poemas que critica se centran exclusivamente en la fábula, con su paisaje volcánico (“poesías hijas del Mongibelo, que arrojan y vomitan más humo que luz”; “estos mal nacidos Polifemos, humosos y negros”, “la oscuridad del Polifemo no tiene excusa”); y que, aunque pretende referirse a los dos poemas e incluso a sus imitaciones (“la ambiciosa poesía de los Polifemos y Soledades y aquellas dificultades de los cultos”), a veces se le escapa que solo tiene presente una obra (“¡Oh diabólico poema! Pues, ¿qué ha pretendido nuestro poeta?”). Por ello, no creemos conjetura demasiado atrevida pensar que solo tenía en su posesión una copia del Polifemo, por lo demás bastante buena. No excluimos que, en algún momento, tal vez durante su viaje a Madrid, viera alguna copia de las Soledades o las oyera recitar, pero tampoco es imposible que las conociera solo de fama, y juzgara, a ojos cerrados, que eran eiusdem farinae que el Polifemo, que hacía profesión de aborrecer. Parece que tomó posición en el asunto con cierta ligereza. Todo lo cual es muy compatible con el gracejo de la primera carta, que desde el primer momento conecta, como diríamos hoy, con los lectores, sin exigir de ellos ni muchísima cultura ni menos mucha reflexión.

En cuanto a la literatura crítica, hecha de ataques, defensas, “nuevos pareceres y contradicciones”79, como lo expresa Díaz de Rivas, ni Cascales ni Villar estaban muy al tanto de lo que se había escrito de un lado y de otro de la línea divisoria entre aficionados y adversarios del poeta, y a ambos se les escapaba la cuestión de lo sublime, la majestad poética, lo heroico y la magnificencia, nociones e ideales con los que se legitimaba la novedad gongorina, y que los detractores más avisados, como Jáuregui, trataban de neutralizar. Cascales arremete contra la oscuridad, y sin necesitar más guía que sus propias luces de gramático, es capaz de observar que hay en el Polifemo menos artículos de lo acostumbrado, que el hipérbaton es más frecuente y más retorcido que los comúnmente admitidos en poesía, y que hay metáforas que le suenan atrevidas y licenciosas, porque no son tradicionales. Tampoco necesita que nadie le enseñe dónde se encuentran los cuatro textos de Horacio, Quintiliano, Marcial y san Agustín, que prueban que la oscuridad “es siempre viciosa” o algo parecido. En cuanto a encontrar oscuro el Polifemo, debió de ser sentimiento espontáneo de un hombre acostumbrado a construir el latín y a leer el castellano sin el menor esfuerzo. No es muy probable que hubiera leído el Antídoto, porque, de hacerlo, le hubiera sacado más partido a las maldades perspicaces que por ese escrito están diseminadas y hubiera intentado procurarse las Soledades, seguro de hallar en ellas más argumentos que en el mismo Polifemo. No hay ninguna coincidencia con el libelo de Jáuregui que no sea explicable por el objeto y por la cultura retórica compartida.

Es cierto sin embargo que está al tanto, en términos generales, de la polémica, puesto que empieza por referir, de modo muy gráfico, el asombro y consternación causado en los poetas de España por “el Archipoeta de Córdoba”, que “ha querido representar estos días al sacristán de Paulenca”, teniéndolos descaperuzados, “aguardando que dé la tercera campanada”. Lo que sugiere que Cascales asistió, a su paso por la corte, a la sensación causada por los poemas, y que guardó de ello un vivo recuerdo, todavía actual para él, como sugiere la expresión “estos días”. Por supuesto, oyó decir que los poemas eran incomprensibles, escritos en una jerigonza intolerable, y que se explicaban o bien como broma, o bien por alguna patología diabólica, “por un ramalazo de la desdicha de Babel”, como dice la carta anónima80. Lo oyó decir y no es imposible que lo leyera en esta misma carta, de la que debió de murmurarse que era de Lope, con lo que le convenció de que estaba ante un apetitoso escándalo, que podía ser noticia fresca en Murcia, como era comidilla en los mentideros de Madrid. Sus epístolas son, sin embargo, posteriores a estas primeras noticias del asunto –hemos visto que, cuando las redactó en su forma definitiva, él y Villar conocían La Filomena, impresa en el verano de 1621–, y llevan algunas huellas del tiempo transcurrido: por ejemplo, la idea de que estos extraños poemas han hecho émulos, han sido imitados por muchos, y que ahora puede hablar de “la ambiciosa poesía de los Polifemos y Soledades y aquellas dificultades de los cultos”, esto es, de “la poesía nueva de don Luis de Góngora” y de sus secuaces, los cultos. Ya a la altura de 1621 se puede ver, con alarma sincera o burlonamente exagerada, esta poesía nueva como una epidemia que está haciendo estragos. Todas estas nociones estaban en el aire, pero no necesitamos suponer una transmisión complicada o inmaterial, puesto que Cascales conoció sin duda al menos algunas obras de Lope en que se ventilaba el asunto: hay varias comedias en que el Fénix se mofa de los “cultos” (colectivo que arropa y enmascara al poeta cordobés), y entre las primeras debe contarse El capellán de la Virgen, incluida en la parte XVIII de las Comedias de Lope de Vega (1623), que Morley y Bruerton datan de 1615, y que según Orozco81, debió de ser escrita en 1616, cuando se preparaban las fiestas toledanas en honor de la Virgen del Sagrario, con justas poéticas de las que Góngora salió airoso82. Cascales pudo también ver la relación de la justa a la beatificación de san Isidro (1620), cuya introducción, firmada por Lope, promueve y celebra, con notable originalidad, la agudeza de los antiguos poetas castellanos y minimiza la importancia de la cultura en poesía. Con casi total seguridad conocía La Filomena (1621) con su “papel de un señor de estos reinos en razón de la nueva poesía” y la respuesta de Lope que, en nuestra opinión, fue el detonante del envío de su carta dirigida a Tribaldos de Toledo. Esta respuesta, por sí sola, explicaría la evolución de la reacción de Cascales desde el asombro indignado o divertido (propio de los primeros momentos de la polémica) hasta la reprobación razonada, trayectoria que recorre entre el comienzo y la parte central de su carta. Lope, en su censura de La Filomena, precede al murciano en el énfasis que pone en un corto número de argumentos contra “la poesía nueva de don Luis de Góngora”: la oscuridad, el hipérbaton, los tropos demasiado continuos, que no dejan descansar al oyente y lo ahogan entre asperezas y abrojos, y la idea de que se atropellan las leyes propias del idioma español, que no son las del latín.

En cuanto a Villar, no da señas inequívocas en su respuesta de haber leído otra cosa acerca de Góngora que la misma carta a la que responde, aunque él también sabía algo de la popularidad otorgada por algunos, Lope sobre todo, a este debate de alta literatura, y había leído, como mínimo, las piezas de La Filomena que se refieren al asunto, puesto que este libro le da pie a escribir que “después de satirizarlo, lo imitan todos”. Es muy posible que en alguna tertulia o academia andujareña se hubiera discutido de si era legítimo el uso que hacía Góngora del hipérbaton. Cuando escribe que “el mentido robador de Europa”, con aquel adjunto “mentido”, todas las veces que lo considera, le dan ganas de levantarle estatua, deja ver, creemos, que la Soledad primera se conoce en los círculos clericales y literarios por los que él se mueve, se comenta y tal vez se recita. Pero parece que Villar no había leído el Examen del Abad de Rute ni los Discursos apologéticos de Pedro Díaz de Rivas, cuya argumentación es más nutrida y refinada que la suya o la de Cascales, pese a la distancia relativamente corta que lo separaba de Rute y de Córdoba.

Ninguno de los dos parece haber visto comentarios de los poemas ni haber tenido clara noticia de su existencia; si el gramático murciano hubiera sabido de que se preparaban estos comentarios (los de Manuel Ponce y Díaz de Rivas estaban acabados o muy avanzados, y se estaban gestando los de Salcedo, Pellicer y Serrano de Paz) , no hubiera escrito con tanto aplomo que “en esta ni en las otras siguientes estancias del Polifemo, ni fábula, ni historia, ni secreto natural, ni ritos, ni costumbres de provincias veo que tengan necesidad de comento”; y, si Villar hubiera estado informado de ello, le hubiera recordado que un puñado de hombres doctos hallaban amplio campo para glosas eruditas en los versos del Polifemo y de las Soledades.

5.2 Fuentes doctrinales o argumentos de autoridad §

Ambos contrincantes alegan un corto número de lugares clásicos en apoyo de las proposiciones teóricas en las que basan sus opiniones acerca de Góngora. Como prueba de que la oscuridad es vicio, Cascales cita un ramillete de lugares comunes: Cicerón, sin más precisiones83; el “brevis esse laboro, obscurus fio”, verso donde Horacio, a decir verdad, presupone que la oscuridad es vicio, pero solo toca el tema, no lo desarrolla. Más por extenso recurre el crítico a Quintiliano, resumiendo el capítulo II del libro VIII, que trata de la transparencia (“De perspicuitate”) y que es tal vez la reflexión más completa sobre este asunto legada por la retórica latina, con sus ribetes satíricos y humorísticos, un pequeño tesoro de buen sentido pedagógico al que acuden todos los adversarios de Góngora. Añade nuestro gramático otro lugar común, que nunca falta para estos menesteres, el epigrama XXI del libro X, en el que Marcial se burla de un tal Sexto cuyos libros necesitan al mismo Apolo como intérprete; y la frase del De doctrina christiana, en que san Agustín afirma que es inútil la “locutionis integritas” (la perfección del estilo) si la inteligencia del auditorio no alcanza el sentido. Otros polemistas son bastante más disertos sobre el “vicio” de la oscuridad, como Jáuregui en su Discurso poético (1624) que con toda seguridad no había leído Cascales, otro indicio de que la correspondencia es de principios de la década de 162084. No hay ninguna de las autoridades doctrinales alegadas por Cascales que no figure tres o cuatro veces en los textos disponibles actualmente en la plataforma del labex OBVIL, y si dispusiéramos de un conjunto más importante, se multiplicarían sus ocurrencias; es probable que en cualquier manual o clase de retórica se encontraran agrupadas cuando se trataba de inculcar a los alumnos que había que escribir con claridad.

En cuanto a Villar, sus autores de referencia son casi los mismos: no cita a Quintiliano, pero sí a Horacio y a Marcial, y añade a Juvenal y a Maximiano Etrusco (pseudo-Cornelio Galo); estos dos últimos son más originales en calidad de autoridades teóricas. Pero lo notable de las citas del iliturgitano es que las aplica casi siempre de manera errónea o caprichosa, excepto la de Horacio sobre el uso que es ley en materia de idioma, lo que explica que el léxico no cese de evolucionar: “usus / quem penes arbitrium est et forma loquendi”. Las “frases nuevas” tomadas de la lengua latina, amplificadas por Góngora con notable “gala y agudeza” son buenas porque, además de galanas y agudas, son aceptadas por el idioma: “después de haberlo satirizado, lo imitan todos”. El atractivo y la viabilidad de esos modos de decir en castellano se demuestra en la práctica, en el uso, digan lo que digan los teóricos, o en otros términos, los gramáticos erigidos en instancia normativa.

En resumidas cuentas, Cascales y Villar entran en la palestra con armas ligeras; el uno, con las autoridades latinas más corrientes y que tiene más a mano; el otro, con lo primero que encuentra, venga o no al caso. Lo más interesante de sus fuentes es que representan la parte de la cultura escolar que permite discutir una cuestión literaria de modo fácil y descansado para un gran número de hombres medianamente instruidos. De ahí sin duda su impacto y relativa importancia. Se ve en estas cartas que la legitimidad de la poesía de Góngora no era solo un tema de discusiones exquisitamente eruditas, ni un pretexto para chistes populares contra los pedantes que fastidian al público con su jerga, sino también un tema de tertulias de aficionados sin mucha preparación específica.

5.3 Fuentes artísticas o modelos de excelencia en poesía §

Las fuentes doctrinales que acabamos de ver, en donde los dos polemistas van a buscar argumentos de autoridad, pruebas de que la opinión que defienden es refrendada por ilustres maestros, son menos numerosas, en realidad, que las citas de autores traídos a colación como modelos de excelencia, para servir de término de comparación que permita juzgar el caso de Góngora. La mayoría de los autores son citados como artistas, no como pensadores o críticos.

Cascales, para asentar su opinión de que ningún gran poeta pecó nunca de oscuro, afirma dogmáticamente que escribieron claro “Virgilio, Horacio, Catulo, Propercio, Tibulo, Ovidio, Ausonio, Nemesiano, Fracastoro, Pontano y otros mil, que entre los latinos reverenciamos, juntamente con nuestros españoles Lucano, Marcial, Séneca y Claudiano”. La primera enumeración parece abarcar el canon poético del gramático murciano en el orbe de los que llama los latinos. Es sorprendente que añada enseguida un segundo canon, el de “nuestros españoles”, que solo incluye poetas de la antigua Roma nacidos en Hispania (o que él supone tales, como Claudiano). La poesía digna de reverencia es, pues, en su sentir, enteramente latina y neolatina, con una importante provincia hispana (lo que, para él, es lo mismo que española), puesto que Ausonio, nacido en la Galia, o incluso Fracastoro y Pontano, italianos modernos, no se diferencian para él, desde el punto de vista de la nación, de Virgilio y Horacio. En cambio, sí forman grupo aparte los nativos de Hispania. Como muestra del paño de este escribir claro cita, con elección tan curiosa como significativa, un epigrama de Ausonio y un fragmento de la Eneida. Tenemos por un lado un epigrama de fácil agudeza, que celebra de modo redundante la trivial paradoja de que la vaca esculpida por Mirón pueda confundirse, para todos los efectos, con el animal vivo. Por otro lado, se nos da un texto (no especialmente fácil) en el que Virgilio cuenta de qué belleza sobrenatural es dotado Eneas por su madre Venus, cuando aparece de repente ante los ojos de los cartagineses: es lo radiante de esta aparición o apariencia, para usar de un tecnicismo teatral, el efecto del súbito abrirse de la nube o correrse del velo lo que, conscientemente o no, asocia Cascales con la idea de claridad : “scindit se nubes […] restitit Aeneas claraque in luce refulsit” (Eneida, I, 588-589).

Con todo, esta decantada claridad de los grandes poetas admite numerosas excepciones: “claro escribieron, excepto algunos lugares de doctrina particular o historia recóndita o secretos de naturaleza, que, como padres de las ciencias y como curiosos humanistas, siembran algunas veces por sus obras”. Los poetas son doctos, piensa Cascales, del mismo modo que lo es él mismo, y, como él, pueden ser calificados de “curiosos humanistas”: hombres pertrechados de un almacén de eruditas noticias, de una cultura enciclopédica. Por lo cual es significativo que cite, como ejemplo de claridad legítimamente enturbiada por alguna docta alusión, un epigrama de Marcial y un soneto de un innominado amigo que obviamente es el propio Cascales (manera casi convencional que tienen los autores para citarse a sí mismos), que contiene varias imitaciones literales de Marcial (véase nuestra anotación). El tipo de dificultad poética que él aprecia se produce cuando el poeta moviliza un vasto caudal de variopintas informaciones geográficas, botánicas, antropológicas e históricas, bebidas en los autores clásicos. En virtud de este almacén de noticias compartido por el poeta y el gramático, ambos viven en simbiosis y se necesitan mutuamente, hasta el punto de confundirse.

De todo lo cual se desprende la impresión de que los poetas que estima Cascales son o bien los que se explican en clase y el príncipe de todos ellos, Virgilio, poeta cuyos comentaristas han ido creando desde la Antigüedad una reserva inagotable de saberes humanísticos; o bien los epigramatarios, como Marcial o Ausonio, a quienes se siente capaz de imitar gracias a su viveza y talento para el chiste, y que se cuentan entre los clásicos más populares en su entorno, dado el gusto de los españoles por la agudeza. Marcial tiene un papel central en su canon, puesto que le sirve tanto como modelo de artista, como a título de autoridad doctrinal, puesto que el gran epigramatario no pocas veces comenta su propia poesía y juzga la de los demás.

Bastante distinto es el caso de Villar, para quien los poetas latinos forman a bulto y sin distinciones un canon que no es el suyo personal, sino el de “todo el mundo”: “los poetas latinos, a cuya superioridad todo el mundo reconoce vasallaje y se rinde”. Recurre a ellos con un objetivo inverso al de Cascales: mostrar que Góngora les imita y aun les “excede y sobrepuja”. Los trae a colación para poner de relieve que las licencias e infracciones a las leyes del idioma que se reprochan a don Luis son poca cosa al lado de las que se permiten estos tan reverendos poetas. En la práctica se trata de coleccionar sus ejemplos de hipérbaton, con objeto de demostrar la principal tesis de su carta, o sea, que la mejor poesía autoriza e incluso exige esta figura. Con esas citas, estamos en la frontera de un cuarto tipo de fuente: las autoridades lingüísticas.

5.4 Fuentes lingüísticas o modelos en el uso del idioma §

El que inicia el recurso a este tipo de autoridades es Francisco del Villar, cuando pretende examinar si los poetas latinos “usaron de transmutaciones”, o sea, de hipérbatos. Para lo cual, y “para no cansarse buscando”, va a mirar los primeros versos de sus obras. Con vistas a ese examen o experiencia, cita el inicio de la bucólica primera de Virgilio (v. 1-2), el del primer epigrama del primer libro de Marcial (v. 1-2), el de la primera elegía del primer libro de Tibulo (v. 1), el del más famoso carmen de Catulo, el 64 (v. 1), el de la oda primera del libro primero de Horacio (v. 1). Añade el íncipit de las Metamorfosis de Ovidio (v. 1-3) y el de la Farsalia de Lucano (I, 1); finalmente alega un verso de Ovidio en que el hipérbaton le parece especialmente duro (Met., I, 4), y un verso de Terencio (comediógrafo apreciado por la naturalidad con la que imita el lenguaje coloquial). No hemos averiguado si esta gavilla de ejemplos y este razonamiento son invención de Villar o si los encontró en algún manual de gramática o alguna poliantea o repertorio humanístico.

Sea como sea, el valor demostrativo de estas “autoridades” es elevado: un grupo nutrido de poetas latinos tenidos por excelsos, en sus obras más conocidas, apenas rompen a cantar, desde los primeros compases, por así decirlo, empiezan a usar transmutaciones. Parece, comenta Villar, que “lo tienen por oficio”. Es de notar además que ninguno es posterior a la época de Augusto, tenida por clásica por excelencia, excepto los “españoles” Marcial y Lucano, que tampoco son muy tardíos. Hay, pues, en este sentido una elección atinada de las autoridades, conforme a un argumento a maiori ad minus: si incluso los poetas que representan el apogeo del idioma latino, y son considerados como más puros y mejores, si incluso los más suaves como Ovidio y Lucano (sic), si hasta los más naturales y fáciles como Terencio y Ovidio, si incluso en los versos con los que comienzan sus obras y deben captar la atención de los lectores, usan transmutaciones, y lo hacen legítimamente, puesto que nadie se lo reprocha, con mayor razón estas transmutaciones dominan el resto de la poesía latina. Lo que le permite decir triunfalmente a Villar: “Pues, si el oscurecerse y usar de transmutaciones es tan ordinario, y se alaba en los poetas latinos, ¿por qué en los españoles se ha de reprehender, y más en quien los usa con tanto donaire y suavidad? Y si allí fue lícito, ¿qué delitos ha cometido nuestra lengua para no gozar de las exenciones y privilegios que la latina?”.

Ante semejante intromisión en su propio terreno, Cascales, gramático profesional y catedrático de retórica, tenía forzosamente que intentar echar abajo el razonamiento de su adversario y publicar esta demolición. Con ese objeto inserta esta correspondencia en su libro, y la concluye con su respuesta a Villar. Para refutar el razonamiento del clérigo iliturgitano, necesita decir que el hipérbaton, que él llama trastorno o trastrueco de palabras, para hacer de él una práctica lingüística como otra cualquiera, y no una figura, es “natural” en la lengua latina y no tiene nada que ver con un uso particular del lenguaje, ni menos es atributo preferente de la poesía: el latín permite jugar libremente con el orden de los miembros de la frase, y el hacerlo no es, pues, licencia poética, no es exención ni privilegio, es lo “propio” del idioma latino. Por ello, estas transmutaciones no se hallan solo en los poetas en donde fue a buscarlas Villar, sino también en los oradores o prosistas, y en el que entre todos ellos pasa por ser dechado del latín más irreprochable, a saber, Cicerón. Para demostrarlo alega el murciano siete ejemplos de hipérbaton de este autor, por el sencillo procedimiento de espigar frases, casi al azar, en unas cuantas páginas del diccionario ciceroniano de Charles Estienne (Tullii Ciceronis Thesaurus, 1558)85. En cambio, el castellano tiene vedados estos trastruecos por su propio genio o naturaleza, como lo muestra el hecho de que las frases de Cicerón, traducidas verbatim al castellano, arrojan resultados extravagantes y ridículos, se perciben como cuerpos dislocados o violentados. Lo mismo sucede con las demás lenguas modernas, lo que Cascales “demuestra” reduciéndolas todas a la pareja del italiano y del francés. Que ni el idioma toscano ni el galo toleran el trastorno de palabras se prueba a su vez con el procedimiento, singularmente expeditivo y sofístico, de citar dos versos italianos (de Petrarca y Ariosto) y uno francés de Du Bellay.

En resumidas cuentas, la elección de las fuentes lingüísticas, en los dos pequeños ensayos de sintaxis y estilística comparada llevados a cabo por nuestros dos autores, es modestamente sucinta, pero bien orientada por el principio de buscar, al menos en latín, lo más significativo, porque menos sospechoso de distorsión. Tenemos, pues, una lista bastante completa de los clásicos en el primero y más evidente sentido: los poetas y prosistas universalmente aprobados y que desde siempre se juzgan manifestación de lo que este idioma tiene de más puro y de más elegante.

Al movilizar estas fuentes, Cascales y Villar, europeos provincianos de la primera mitad del XVII, nos enseñan que la competencia que se arrogan para juzgar a un poeta moderno, que usa su idioma materno, está enraizada en su condición de hombres provistos de las claves de la literatura tomada universalmente. Tales claves se hallan todavía, para los europeos de entonces, en la familiaridad con los autores latinos, adquirida desde la infancia y adolescencia por quienes tenían acceso a una educación letrada (los individuos de sexo masculino, salvo contadísimas excepciones, familia acomodada o talento fuera de lo común).

6. Conceptos debatidos §

Hemos señalado estos conceptos en apartados anteriores, al repasar, a propósito de la estructura y las fuentes, la argumentación de ambos contrincantes. Nos limitaremos, pues, a una recapitulación, tratando de reconstruir, del modo más simple, el proceso discursivo que vertebra este intercambio.

6.1 Oscuridad vs claridad §

El concepto que sobresale es obviamente el de la oscuridad, que hay que ver inserto en la pareja de opuestos oscuridad-claridad. En principio, la cosa parece muy sencilla: la oscuridad es vicio, lo dicen todos los “maestros de la elocuencia”, que han establecido este precepto con fijeza inexpugnable. Lo corroboran, en su calidad de ejemplares o dechados, todos los grandes poetas, que “claro escribieron”. En cuanto a la oscuridad de Góngora, no hace falta demostrarla, puesto que salta a la vista, por decirlo así, y basta multiplicar los epítetos ponderativos: poesía ciega, enigmática, confusa, tenebrosa. Por consiguiente, son viciosas estas nuevas poesías de Góngora, tanto que ni merece la pena discutirlo y es casi increíble que haya quien las tome en serio: quod erat demonstrandum.

Sin embargo, la cosa se complica, y ya desde que empieza a razonar, el mismo Cascales deja remontar del fondo de su conciencia una objeción. Él sabe muy bien, por oficio y por hábito, que, si los poetas fueran tan fáciles y claros, los filólogos o gramáticos como él se quedarían sin trabajo: ¿por qué, entonces, se hubieran publicado tantos volúmenes de comentarios de Virgilio, sin ir más lejos, o de Marcial? ¿Por qué habría, sobre la mayoría de los grandes poetas, tantos conflictos de interpretación? Algunos de estos comentarios son obra de filólogos españoles, como los recientes de Virgilio del padre Juan Luis de la Cerda (1608 y 1612), o el de Marcial de Lorenzo Ramírez del Prado (1607), doctas fatigas que con seguridad manejó Cascales. No hay más remedio, pues, que reconocer que hay oscuridades poéticas que merecen respeto, que son legítimas. ¿Cuáles son estas? Las que “tocan” algún punto de erudición, o sea, las que pueden resolver los gramáticos: para ser entendidos, los poetas presuponen cierta información que no dan, o solo de modo parcial: presentan, pues, un enigma para el lector que no disponga de esa información, ocultan algo para los legos. Para eso están los expertos en letras humanas, que aclaran la alusión. Es ese, indudablemente, el sustrato esencial de las consideraciones de Cascales en su primera carta. Después de haber sentado que la oscuridad es vicio (ergo, que Góngora es vicioso) se ve obligado a hacer distingos entre una oscuridad perdonable, o más bien valiosa, la que procede de la erudición, y otra que no lo es, la que denuncia.

¿En qué consiste entonces la oscuridad de Góngora? Pues bien, no en los contenidos “tocados”, sino en el lenguaje únicamente, que es intrincado, retorcido, enrevesado. Para explicar las características de ese lenguaje opaco y tenebroso, tiene que introducir conceptos que le sacan, tal vez mal de su grado, de la mera denuncia de la oscuridad. La respuesta de Villar contribuye a este desplazamiento de la cuestión, puesto que despacha el tema de la oscuridad en pocas líneas. Sin embargo, aunque de modo elíptico, rebate a su adversario con dos argumentos. En primer lugar no es cierto que Góngora no “toque” puntos de erudición: “toca fábulas con más valentía que ninguno”, por ejemplo la fábula de Júpiter y Europa en el comienzo de la Soledad primera, donde también toca el “punto de la astrología”. Lo que cuenta es que lo hace con una agudeza excepcional: no es la erudición lo que importa, sino el ingenio con que la maneja. No es tanta la necesidad que tenemos de gramáticos con sus copiosos almacenes de datos y noticias; importa más la agudeza del lector, su perspicacia, respondiendo a la sutileza del poeta. En segundo lugar, la claridad no es ni mucho menos un precepto tan universal como lo pretende Cascales: es importante ser claro cuando se es cronista de hechos heroicos, porque no debe haber ambigüedad cuando se trata de ensalzar hazañas y proponer su imitación. Pero las galanas fábulas, conceptos sutiles y otros deleites poéticos son para unos pocos que saben apreciarlas, y tienen que tener su misterio, que al parecer, a ojos de Villar, es inseparable de su belleza: una pintura es tanto más linda cuanto más insólita. La oscuridad legítima, en suma, es la de la agudeza, la del pensamiento extraordinario, y es esa la que abunda en Góngora.

En suma, el concepto de oscuridad como vicio de la oración, lejos de ser tan robusto y monolítico como parecía, se descompone y se refracta, dando lugar a una cuestión abierta: ¿qué clase de oscuridad, al parecer inevitable, debemos considerar legítima en materia poética?

6.2 El hipérbaton y la metáfora §

Al buscar las causas de la oscuridad condenable de Góngora, ya en su primera carta, Cascales pasa a analizar el estilo del Polifemo, y a caracterizarlo por infracciones sintácticas y semánticas. Las primeras consisten en “la mala colocación de las partes” y la “privación de los artículos castellanos, que son forzosos”. En guisa de prueba, transforma ciertas construcciones del Polifemo en otras equivalentes, pero en su opinión correctas, por ejemplo: “Ninfa, de Doris hija, la más bella/ adora, que vio el reino de la espuma”, se explicaría como trastorno o trastrueque, para usar los términos de nuestro autor, de una construcción normal y regular: “Adora a la hija de Doris, la más bella que vio el reino de la espuma”. Cascales se abstiene de profundizar mucho: si lo hiciera, tal vez vería que su traducción sacrifica el ritmo y la expresividad, sin que la ganancia de claridad sea obvia. La misma facilidad de la reformulación que propone retira fuerza al argumento de que estas construcciones sean la causa de esa oscuridad que ha sido descrita como impenetrable. Sobre este punto gira lo esencial de la respuesta de Villar, quien dirá que estas transmutaciones son el oficio del poeta, y lo probará acumulando ejemplos latinos. ¿Por qué gustan tanto los poetas latinos, si no por esta facultad que se arrogan de colocar las palabras como mejor les parece para el ritmo, para la imagen, para la hermosa extrañeza que se espera de la poesía?

En cuanto a las metáforas, Cascales censura algunas como “atrevidas”: “peinar el viento”, “mordaza es a una gruta de su boca”. Son atrevidas porque son comparables a metáforas censuradas por Horacio y Quintiliano, “Júpiter que escupe nieve en los Alpes” y “montes verrucosos”. El argumento es caprichoso, puesto que la correspondencia entre las dos series de ejemplos no es algo objetivamente demostrable. De todos modos, parece de poca monta este factor para causar esa oscuridad tenebrosa de la que ha acusado al poeta. La mordaza expresa de modo enérgico y nada enigmático la obstrucción de la gruta por la roca; el “peinar el viento” parece resultar de una transposición al caso de la cetrería del “fatigar la selva” que usaba Virgilio para las cacerías de venados, imaginando aves cetreras que con sus afiladas garras “peinan el viento”, se llevan por delante cuantos pájaros encuentran: la imagen requiere cierto esfuerzo de comprensión, porque no es tradicional, no tiene antecedentes clásicos, es una invención. Pero parece excesivo prohibir toda invención a los poetas, por lo que Cascales se refugia en la idea de que, malas o buenas, estas metáforas son excesivas por estar demasiado cerca unas de otras. Hay demasiadas metáforas, que no dejan tiempo para descansar. El problema de la metáfora desemboca en otro, que sería el de la tensión fatigosa, el esfuerzo demasiado constante. Sobre este punto responde Villar, simplemente, que a él le gusta el esfuerzo, cuando es recompensado por la belleza.

6.3 Las lenguas vulgares y el latín §

La cuestión del hipérbaton lleva a los dos contrincantes a discutir sobre la relación entre estilo y lengua: hasta qué punto las leyes de la lengua son inviolables, y qué deben hacer con ellas los poetas. Para Cascales, Góngora ha querido absurdamente forzar el castellano, que por naturaleza impone un determinado orden a los miembros de la frase (como todas las lenguas vulgares, según él), a comportarse como el latín, que no está sujeto a esta regla. La naturaleza de la lengua es algo que no puede ser cambiado por los escritores. Para Villar en cambio, no hay más legislador de la lengua que el poeta, con tal de que el uso acepte sus creaciones. Son, pues, dos conceptos de la lengua los que se enfrentan, el uno basado en la idea del idioma como naturaleza, sobre la que no tiene poder el arte; la otra en la idea de que el idioma es el producto históricamente cambiante del artificio que busca nuevos modos de decir.

7. Otras cuestiones §

7.1 Una polémica bajo el signo de Marcial §

En nuestro tiempo renació un Marcial cordobés en don Luis de Góngora, requiebro de las musas, y corifeo de las gracias, gran artífice de la lengua castellana, y quien mejor supo jugar con ella y descubrir los donaires de sus equívocos con incomparable agudeza. Cuando en las veras deja correr su natural, es culto y puro, sin que la sutileza de su ingenio haga impenetrables sus conceptos, como le sucedió después, queriendo retirarse del vulgo y afectar la oscuridad. [...] Tal vez tropezó por falta de luz su Polifemo, pero ganó pasos de gloria86.

Este texto de otro murciano, Diego de Saavedra Fajardo, publicado póstumo en 1655, ofrece un buen observatorio de la percepción que se tenía de Góngora en la última fase de la polémica. Se le concedía entonces a don Luis un lugar privilegiado en el Parnaso; pero esto se hacía dividiendo su obra en una parte clara, la de burlas, y otra oscura, la de veras, aunque sin llegar a los extremos de Cascales. Siguiendo el mismo criterio, también Suárez de Figueroa había escrito: “Este es aquel monstruo de los ingenios, aquel fénix de las agudezas, don Luis de Góngora: el solo poeta español, el moderno Marcial, más agudo en las burlas, y en las veras otro Papino Estacio”87. Asimismo, Jiménez Patón afirmaría en su Elocuencia Española en Arte: “En nuestro castellano se han hecho cosas de mucho artificio en este modo, cual es el soneto que hizo don Luis de Góngora, nuevo Marcial castellano”88. Los textos que acabamos de citar comparten, además del paralelo con Marcial, la idea de una etapa oscura en la obra de Góngora. Suárez de Figueroa usa la comparación con el poeta latino Estacio, que “tenía fama de oscuro y extraño, también entre eruditos”89. De hecho, Jáuregui aduce en su Antídoto, al referirse a Góngora, que “Estacio Papino, insigne poeta, es tenido por áspero y atrevidísimo, y osaré apostar que no se halla en toda la Tebaida tan espantoso grimazo como el menor de los que vuestra merced emprende”90.

Otros críticos, como Vázquez Siruela, Portichuelo y Díaz de Rivas rechazan la idea de que Góngora tuvo dos épocas drásticamente diferentes y, sobre todo, su caracterización como príncipe de las tinieblas. Siguiendo la estela de Carrillo, están convencidos de que la dificultad para aprehender el sentido de los versos del cordobés obedece a la ignorancia del lector. Por eso Pedro de Valencia compara a Góngora con el griego Píndaro, que “era difícil, pero claro al lector erudito a quien se dirigía”91: “... digo que no comparen a vuestra merced con Homero, sino con Píndaro, el más grandílocuo de los poetas y casi inimitable, que corriendo tan claro como cualquiera arroyuelo, el raudal de su corriente y su profundidad lo oscurece y casi lo hace inaccesible”92.

Aun cuando no se mantenía la distinción entre dos tipos de poesías gongorinas (Marcial contra Estacio, digamos, o contra Píndaro), la comparación con Marcial era caso particular de una práctica extendida: la de elogiar, con ánimo patriótico, a los vates latinos nacidos en Hispania, como Séneca, Lucano y Marcial, por la agudeza de su ingenio. El mismo Lope había asociado la altura poética de Góngora con la de sus antiguos compatriotas cordobeses: “ni a Séneca, ni a Lucano, nacidos en su patria, le hallo diferente”93. Incluso Marcial, pese a ser aragonés, era visto como el gran maestro de la agudeza por los poetas andaluces que fueron agrupados por Henri Bonneville bajo el marbete “poetas de la sal”94.

El paralelo entre Góngora y Marcial fue generalmente aceptado por los dos bandos de polemistas. En su conjunto, los debates en torno a la oscuridad solían relacionarse con la afirmación de una nueva estética y, en este contexto, la elección de Marcial como auctoritas provoca una serie de variaciones argumentales cruciales para captar las dinámicas apologéticas de cada polemista y, al tiempo, revela las dos tendencias que se iban asentando, la conservadora y la moderna. Con todo, las referencias a los antiguos no tienen un sentido predeterminado; dependen más bien de su uso en la línea argumental de cada polemista. Como subraya Azaustre Galiana,

uno de los más frecuentes [procedimientos retóricos] consiste en extraer y citar solo aquella parte del texto que más se adecúa a [los] intereses [del polemista] […]. Otra forma consiste en torcer el sentido de la fuente matizando el significado de alguna de sus frases o palabras para acercarlo a la postura propia: las citas de autoridades traducidas de otras lenguas sufren a menudo este tipo de adaptación95.

Marcial es uno de los principales temas de debate entre nuestros dos Franciscos. En efecto, los separan de manera categórica sus posturas acerca del canon latino. Villar establece con las autoridades una relación horizontal que se amolda a un proceso de “nivelación de antiguos y modernos”96, decantándose por lo nuevo al cotejar el texto gongorino con el del autor latino. En cambio, Cascales traba con sus auctoritates una relación vertical, y tiende a considerar insuperable el modelo clásico. El principal denominador común de esta tensión literaria radica en recurrir constantemente a los epigramas de Marcial, con cuyos versos los dos Franciscos se retan en duelo.

7.2 Ecos de las cartas en el Compendio poético de Villar §

Alrededor de dos lustros después de la redacción las tres cartas aquí editadas, Francisco del Villar escribió también un Compendio poético97 en el que intentaba profundizar en las claves de la polémica gongorina, alabando a don Luis y subrayando su competencia en todo tipo de versos. Hoy en día lo que conservamos de esta obra se reduce a unos pocos fragmentos, copiados en un manuscrito tardío (s. XVIII) custodiado en la BNE. La fecha de redacción del Compendio se situaría en 1636, dos años después de la publicación de las Cartas filológicas de Cascales y diez después del terminus ante quem de la correspondencia con Cascales98. Entretanto, la querelle había evolucionado, pasando de la primera fase de debates epistolares a una etapa bastante más reflexiva, de comentario de los textos y de general aceptación de la entrada de Góngora en el Parnaso español. El Compendio de Villar testimonia de este giro, aunque las tesis que defiende no hayan cambiado de manera significativa respecto a las de las cartas. De hecho, conserva la misma estrategia argumentativa, conforme con las ideas de Carrillo Sotomayor y del mismo Góngora, y observa que la impenetrabilidad de los versos de don Luis responde mucho más a la ignorancia del lector que a una oscuridad de las “atrevidas metáforas” y al uso libre del “ambagioso hipérbaton” (según decía Cascales en I, 8). Góngora reivindicó con firmeza su papel de renovador de la lírica: “me holgara de haber dado principio a algo; pues es mayor gloria empezar una acción que consumarla”99. A continuación, la argumentación de Villar se basa sobre la premisa de que el cordobés fue un gran poeta, un innovador en todos los géneros, comparándolo, igual que en su carta, con un rosario de autoridades eminentes en diversos géneros. Parte de su disputa con Cascales sobrevive en este Compendio, no por lo que se refiere al diseño retórico, pero sí en algunos detalles. Por un lado, permanecen las citas de Marcial, aunque ahora Villar recalca que, frente al epigramatista, Góngora ha descollado en todos los géneros. Por otro lado, al hablar de los satíricos, el Compendio cita precisamente a Cascales:

Cuestión ha sido controvertida, y su resolución no poco dudosa, qué estilo ha de guardar la sátira. Algunos dicen que ha de ser obscuro y dificultoso, lo uno porque la fealdad del vicio, que reprehende, no lleve descubierta la cara y ofenda el recato de quien la leyere, y lo otro, porque sea como la píldora, que se receta cubierta de oro, para que al enfermo le brinde su hermosa apariencia, y lleve rebozado su amargor y desabrimiento; de este parecer he visto personas bien entendidas, y con ellas el licenciado Francisco de Cascales, en una de sus epístolas100.

7.3 Singularidades de Cascales §

A pesar de las críticas del gramático murciano a lo atrevido de las metáforas gongorinas, es curioso constatar que los pasajes más originales y cautivadores de sus cartas se caracterizan por la misma bizarría metafórica de la que hiciera gala el cordobés. A partir de la historieta del cura de Paulenca, todo su razonamiento se engasta dentro de un marco literario metafórico. Es más, en el punto central, donde Cascales concluye su propositio afirmando que la oscuridad de Góngora no procede de conceptos extraños o difíciles, sino de una frasis retorcida, desliza una similitud feliz, por llamativa, que vincula los versos del cordobés con los imprevisibles movimientos de un lobo: “el modo de hablar peregrino y jamás usado ni visto en nuestra lengua, ni en otra vulgar, toscana, tudesca, flamenca ni francesa, camina como el lobo, que da unos pasos adelante y otros atrás, para que, así confusos, no se eche de ver el camino que lleva”.

Al hablar en general de las Soledades, escribe: “Entrando, pues, en este crético laberinto, pregunto si la obscuridad es virtud o vicio”. Y más adelante, precisamente para refutar a Villar, al pasar lista a las pocas excepciones que se admiten en detrimento de la claridad de la frasis, el murciano coteja la poesía de los satíricos con la píldora dorada.

Finalmente, en I, 10, se localiza la metáfora que ha otorgado mayor celebridad a este breve epistolario, marcando en buena medida la recepción crítica de Góngora hasta mediados del siglo XX; es decir, la antinomia entre el poeta de los romances y las letrillas, príncipe de la luz, y el oscurísimo príncipe de las tinieblas del Polifemo y las Soledades.

Estas tres metáforas, la del lobo, la del crético laberinto y la del príncipe de las tinieblas, dibujan una máscara monstruosa y nocturna para el poeta cordobés, más grave que la mordaz figura del cura de Paulenca.

7.4 Algunos datos sobre los impresores de la obra de Cascales §

Poco sabemos de Luis Verós, el editor murciano que, tras un proceso de compilación que se remonta a 1626, estampó las Cartas filológicas en Madrid en 1634. Aquel año también se ocupó de la burlesca Fábula de Apolo y Dafne (1634) y de los Ocios de la Soledad (1633) de Jacinto Polo de Medina101, amén de imprimir las Auroras de Diana (2ª edición, 1632) de Pedro de Castro y Anaya. Pocos años antes (1628), el mismo librero se había encargado de la publicación del Discurso jurídico por la Inmaculada Concepción de María de Alonso de Mergelina y Montejo, con prólogo de Cascales (se registran un par de ejemplares en el Archivo Municipal de Murcia, 2-B-11, y en la BNE el ejemplar R/13939)102; y también un poco antes publicó los Discursos históricos de la ciudad de Murcia y de su reino (1621, 1622, 1624) de nuestro autor.

En cambio, disponemos de numerosas noticias sobre el editor de la reimpresión de 1779: Antonio de Sancha (Guadalajara, 1720 – Cádiz, 1790), discípulo de Antonio Sanz y de Joaquín Ibarra, ofició como impresor de la Real Academia de la Historia y después de la de la Lengua, además de culminar una larga carrera como encuadernador de la Real Biblioteca. A él se deben la edición de las Eróticas de Villegas en dos tomos con hermosas ilustraciones (1774); otra de la Araucana de Ercilla (1776), en dos volúmenes, con estampas de Antonio Carnicero; y una de las más notables del Quijote (1777), en cuatro tomos con dibujos de José Camarón grabados por Manuel Montfort. Es celebrado hoy por haber resucitado durante el último tercio del XVIII a varios escritores barrocos, con iniciativas como la Colección de las obras sueltas de Lope de Vega (1776-1779), a la que seguirían la serie dedicada a Cervantes (1781-1797) y la de Quevedo (1580-1645)103.

8. Conclusión §

A pesar de su modesta extensión, el trébol de epístolas encierra las temáticas fundamentales de la querelle gongorina. La estructura tripartida y la doble autoría transforman estos textos en una especie de miniatura de la misma polémica, ya que aquí se manifiestan in nuce tanto las posturas a favor (Villar) como en contra (Cascales) de la obscuritas.

Como una de las armas con las que se retan los protagonistas de este enfrentamiento son los modelos latinos, nuestro estudio ha hecho hincapié en el uso flexible de dichas auctoritates, y ha subrayado que Cascales y Villar, como los demás polemistas, las amoldaban a sus respectivas argumentaciones. Pero este fenómeno revela, por lo demás, diferentes visiones del legado de los antiguos: si, por un lado, Cascales construye una relación vertical de total subordinación de la poética vernácula a los dictámenes poéticos horacianos, Villar, por su parte, establece una relación horizontal que le permite colocar en el mismo Parnaso poético tanto a Góngora como a sus fuentes latinas.

Cascales, que tiene la voz cantante y la iniciativa, actúa en virtud de un espíritu conservador determinado por todos los aspectos de su figura: la de un hombre que ha contribuido a restaurar un quebrantado patrimonio familiar de fortuna y de honra, la de un profesor de latinidad que vive a la sombra de una institución eclesiástica, con un fuerte arraigo local. La carta representa una tentativa de salir de este marco estrecho, terciando en una controversia sobre poesía moderna. Habituado al disimulo, oculta que Góngora es aquí un pretexto y que lo que más le importa es alinearse con un autor, Lope de Vega, que por su popularidad, y por haber alzado (tal vez a pesar suyo) el estandarte de la llaneza, necesita a doctos que lo defiendan, como Tribaldos y como el mismo Cascales. Por lo demás, poetas como Lope contribuyen a la cohesión social, sirviendo de lazo de unión entre el pueblo y los cortesanos, los hombres de letras y los ignorantes, y en cierto modo obran por la paz, a la que está tan apegado, por tantas razones, el profesor del colegio de san Fulgencio.

9. Establecimiento del texto §

Para la edición de estas tres cartas, nos hemos basado en la prínceps, utilizando el ejemplar BNE, R/3507. Este es el único ejemplar en el que aparecen notas manuscritas en los marginalia del texto que posiblemente pertenecen a una mano del siglo XVIII. De todas formas, resultan, por lo general, poco relevantes, ya que solo registran las oscilaciones lingüísticas de algunas palabras. Entre los testimonios cotejados, es decir, los ejemplares guardados en la BNE, no hay elementos destacables, visto que los ejemplares de la misma tirada no presentan variantes de estado. También hemos consultado, por supuesto, en casos de duda o en que parecía necesario corregir alguna errata, la edición de Justo García Soriano, que ha sido una gran ayuda para la anotación.

10. Bibliografía §

10.1 Obras citadas o consultadas por el polemista §

 

Ariosto:

–, Orlando furioso

Ausonio:

–, véase Vinet.

Carrillo, Luis de:

–, Obras de don Luis Carrillo y Sotomayor, caballero de la Orden de Santiago, Comendador de la Fuente del Maestre, Cuatralbo de las galeras de España, natural de la ciudad de Córdoba […] Madrid, Juan de la Cuesta, 1611.

Cerda, Juan Luis de la:

–, P. Virgilii Maronis priores sex libri Aeneidos Argumentis, Explicationibus Notis illustrati. Auctore Ioanne Ludouico de la Cerda Toletano Scietatis Iesu, in curia Philippi Regis Hispaniae Primario Eloquentiae Professore. Editio quae non antea lucem vidit […], Lugduni, Sumptibus Horatii Cardon, 1612.

Cicerón:

–, De Finibus
–, Pro Marcello
–, Philippicae
–, Pro Clodio
–, Laelius sive de amicitia

Estienne, Charles:

–, Thesaurus M. Tullii Ciceronis, Paris, apud Carolum Staphanum, 1556.

Lipsio, Julio:

–, Epistolica institutio

Marcial:

–, Epigrammata

Petrarca:

–, Canzoniere

Quintiliano

–, Institutio oratoria

Salmon Macrin, Jean:

Vega Carpio, Lope de:

–, La Filomena con otras diversas Rimas, Prosas y Versos … Madrid, en casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1621.

Vinet, Élie:

–, Ausonii Burdigalensis Viri Consularis, omnia, quae adhuc in veteribus bibliothecis inveniri potuerunt […] Cuncta ad varia vetera, novaque exemplaria, hac secunda editione emendata, commentariisque auctioribus illustrata, per Eliam Vinetum.., Iosephum Scaligerum & alios… Burdeos, Apud S. Millangium, 1590.

Virgilio

–, Eneida, véase La Cerda.

10.2 Obras citadas por el editor §

10.2.1 Manuscritos §

BNE, ms/ 18969: Arte de la lengua española castellana, de Gonzalo Correas, 1625.
BNE, ms/2529: Capítulos de un libro en defensa de don Luis de Góngora, de Francisco del Villar, 1630, f. 1 v.-73 v.
BNE, ms/3906: Papeles varios gongorinos, fol. 114 v., Anotaciones al Polifemo de Góngora por Díaz de Rivas.

10.2.2 Impresos anteriores a 1800 §

 

Angulo y Pulgar, Martín de:

–, Epístolas satisfactorias. Una a las objeciones que opuso a los poemas de D. Luis de Góngora, el Licenciado Francisco de Cascales, Catedrático de Retórica de la S. iglesia de Cartagena. Otra, a las proposiciones de cierto sujeto grave y docto por D. Martín de Angulo y Pulgar, natural de la ciudad de Loja, Granada, Blas Martínez, 1635.

Argaiz, Fray Gregorio de:

–, Población eclesiástica de España y noticia de sus primeras honras continuada en el Chronico de Flavio Lucio Dextro y su varia historia… Tomo segundo, Parte primera. Madrid, Lucas de Vedmar, 1669.

Ariosto, Lodovico:

–, Orlando furioso…tutto ricorretto e di nove figure adornato, Venecia, appresso Felice Valgrissi, 1603.

Cascales, Francisco:

–, Epistola Horatii Flacci de Arte Poetica in methodum redacta versibus Horatianis stantibus, ex diversis tamen locis ad diversa loca translatis, Valencia, Silvestre Esparsa, 1639.
–, Cartas philológicas, es a saber de letras humanas, varia erudición, explicaciones de lugares, lecciones curiosas, documentos poéticos, observaciones, ritos y costumbres y muchas sentencias exquisitas […] Murcia, Luis Verós, 1634.
–, Tablas poéticas del Lic. Francisco Cascales. Añadese en esta II. Impresión Epistola Q. Horatii Flacci de Arte poética in methodum redacta versibus horatianis stantibus ex c-diversis tamen locis ad diversa tamen locis ad diversa loca translatis. Item: Novae in Grammatica observationes. Item: Discurso de la ciudad de Cartagena. Madrid, Antonio de Sancha, 1779a.
–, Cartas philológicas, es a saber de letras humanas, varia erudición, explicaciones de lugares, lecciones curiosas, documentos poéticos, observaciones, ritos y costumbres y muchas sentencias exquisitas […]. Madrid, Antonio de Sancha, 1779a.
–, Al buen genio encomienda sus Discursos históricos de la muy noble y muy leal ciudad de Murcia, el licenciado Francisco Cascales. Segunda impresión añadida e ilustrada con algunas notas críticas, Murcia, Francisco Benedito, 1775.

Cicerón:

Du Bellay, Joachim:

–, Les oeuvres francoises… reveuës & de nouveau augmentees de plusieurs Poësies non encore auparavant imprimees, Paris, Federic Morel, 1572.

Giovio, Paolo:

Jiménez Patón, Bartolomé:

–, Elocuencia Española en Arte, Toledo, Thomas Guzmán, 1604.

Lucio Espinosa y Malo, Félix de:

–, Ocios morales: divididos en descripciones simbólicas y declamaciones heroicas, Zaragoza, Francisco Moreno, 1693.

Fernández de Moratín, Leandro,

–, La derrota de los pedantes, Madrid, Benito Cano, 1789.

Quintiliano:

–, Fabii Quintiliani Institutionum oratoriarum Libri duodecim summa diligentia ad fidem vetustissimorum codicum recogniti ac restituti. Accesserunt huic renovatae editioni Declamationes quae tam ex P. Pithoei, … colligi potuerunt. Colonia, sumptibus Samuelis Crispini, 1618.

Raderus, Matthaeus:

–, M. Valerii Martialis Epigrammaton libri omnes, nouis commentariis, multa cura, studioque confectis, explicati, illustrati […] a Matthaeo Radero, de Societate Iesu, Ingolstadt, Ex Typographeo Adami Sartorii, 1602.

Ramírez de Prado, Lorenzo:

Ortiz, Juan (fray):

–, Sermón publicado en el convento ede la Santísima Trinidad de Granada, en una fiesta que en él hizo de la Inmaculada Concepción de la Virgen nuestra señora, domingo, veinte de diciembre, año 1615, por el Reverendo Padre Maestro Fray Juan Ortiz, de la dicha orden, catedrático en Santa Teología, Granada, Martín Fernández, 1616.

Pellicer de Ossau y tovar, José:

–, Bibliotheca formada de los libros y obras públicas, Valencia, Gerónimo Vilagrafa y Milino de Rovella, 1671.

Stock, Christianus:

–, Clavis Linguae Sanctae V.T., cui accedit breve dicionarium chaldaeo-rabbinicum, Lipsiae, Officina Weidmaniana, 1753.

Vega Carpio, Lope de:

–, El capellán de la Virgen
–, Justa poética y alabanzas justas que hizo la insigne villa de Madrid al bienaventurado san Isidro en las Fiestas de su Beatificación, recopiladas por Lope de Vega Carpio, Madrid, por la viuda de Alonso Martín, 1620.
–, La Circe con Otras Rimas y Prosas, Madrid, Viuda de Alonso Martin, a costa de Alonso Pérez, 1624.
–, Colección de las obras sueltas de frey Lope de Vega y Carpio, Madrid: imprenta de Don Antonio Sancha, 1779.

Villar, Francisco del:

–, Relación de la fiesta que celebró el muy observante convento de San Francisco, de Andújar, al glorioso San Pedro Baptista y sus compañeros, primeros mártires del Japón, Granada, Martín Fernández, 1629.
–, Relación del solemne recibimiento que en la Ciudad de Andújar se hizo a una Imagen de la Concepción de la Virgen Santísima Nuestra Señora, Jaén, Francisco Pérez de Castilla, 1633.
–, Fiestas a la conducción del agua y primeras fuentes de la ciudad de Andújar, Granada, Martín Fernández, 1635.

Villén de Biedma, Juan:

–, Q. Horacio Flacco poeta lírico: Sus obras con la declaración Magistral en lengua Castellana por el Doctor […], Granada, Sebastián de Mena, 1559.

10.2.3 Impresos posteriores a 1800 §

 

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–, “Antonio Sancha: El alcarreño que recuperó a Cervantes”, Añil, 30, 2006, p.29-30.

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Texto de la edición §

Epístola VIII. Al licenciado Luis Tribaldo de Toledo104 §

Había en Paulenca, una de las villas de la ínclita Granada105, un sacristán, si tosco por el lugar de su nacimiento, hombre de humor106 por lúcidos intervalos, que a veces le fatigaban107. Este, señor Licenciado108, estando un día en el campanario de su iglesia para tocar a las Aves Marías –costumbre santa de nuestra España–, dio los primeros golpes con el compás ordinario; y, viendo desde la torre toda la gente, que estaba recogida en la plaza rezando, descubierta, detúvose en el postrero golpe un gran rato, y dijo a un compañero suyo:

–¡Hola, mira cómo te los tengo! 109

A fe de hombre de bien que me parece que el Archipoeta110 de Córdoba –quem honoris gratia nomino111– ha querido representar estos días al sacristán de Paulenca, teniendo con buen capricho a los más poetas de España descaperuzados112, aguardando que dé la tercera campanada113.

No digo yo que este humor es natural en él, sino que ha sido eutrapelia y rato de entretenimiento114, arrojando la capa capitular115 por el ameno prado, para desenfadarse del continuo coro116, gustando de dar papilla117 a los demás poetas con esta nueva secta de poesía ciega118, enigmática y confusa, engendrada en mal punto y nacida en cuarta luna119. Porque ¿quién puede presumir de un ingenio tan divino que ha ilustrado la poesía española a satisfacción de todo el mundo, ha engendrado tan peregrinos conceptos120, ha enriquecido la lengua castellana con frases de oro felizmente inventadas y felizmente recibidas con general aplauso, ha escrito con elegancia y lisura121, con artificio y gala, con novedad de pensamientos y con estudio sumo lo que ni la lengua puede encarecer ni el entendimiento acabar de admirar, atónito y pasmado122, que había de salir ahora con ambagiosos123 hipérbatos, y con estilo tan fuera de todo estilo, y con una lengua tan llena de confusión que parecen todas las de Babel juntas, dadas para cegar el entendimiento y castigar los pecados de Nembrot?124

¿Es posible, poetas, que no habéis conocido que esto ha sido hecho o para prueba de su ingenio, como inventó Ausonio los versos monosílabos125 y se inventaron antes los ropálicos126 y los leoninos127, no porque ellos sean buenos, sino para probar las fuerzas y caudal proprio, o para reírse de vosotros128? Pues ¿quiere a fuerza de ingenio, con estas ilusiones, haceros recibir por bueno lo que él conoce ser malo, vicioso y detestable? Y si acaso –lo que no pienso– habla de veras, y le parece que esta nueva secta de lenguaje poético debe ser admitida, confesaré de plano129 que, o yo he menester purgarme con las tres Antíciras de Horacio130, o él va totalmente fuera de trastes131.

Entrando, pues, en este crético laberinto132, pregunto si la oscuridad es virtud o vicio. Cualquiera responderá, con Tulio y con Quintiliano133 y con los demás maestros de la elocuencia, absolutamente, que es vicio: Brevis esse laboro, oscurus fio134, ‘procurando ser breve, peco de oscuro’135. La brevedad es virtud; digo, la oración concisa y casta, que no tiene más ni menos de lo que ha menester; porque, si tiene más, es ambiciosa, si menos, es oscura, y, por consecuencia, viciosa136.

¿Quién nos sabrá decir la causa de los que afectan la oscuridad? A la mano tenemos a Marco Fabio, en el lib. VIII de sus Instituciones oratorias, capítulo 2: Hinc enim aliqui famam eruditionis affectant, ut quaedam soli scire videantur137. Había tratado de la oscuridad, y dice luego: ‘Con esta algunos pretenden la fama de erudición, para que se entienda que ellos solos saben’. Y este no es nuevo vicio; pues escribe Tito Livio que hubo un maestro que mandaba a sus discípulos hablasen oscuro; y así, cuando alguno venía con oración muy intrincada138, ‘esta sí (decía) es mucho mejor; que yo no la entiendo’: Tanto melior, ne ego quidem, intellexi139. De esto se ríe bravamente Quintiliano; pero ¿quién no? Y él mismo dice lo que siente acerca de esto: At ego otiosum sermonem dixerim, quem auditor suo ingenio non intelligit140. ‘Ocioso, vano y sin fruto es el lenguaje que el oyente ingenioso no entiende’141. Y luego dice: Quidam, emutatis in perversum dictis, de figuris idem vitium consequuntur; pessima vero, quae verbis operta, occulto sensu sunt142. ‘Algunos (dice), depravando los conceptos con figuras, incurren en el mismo vicio; y lo peor de todo es que palabras muy claras producen sentido muy oculto’. ¿Hay más que decir para nuestro propósito? No por cierto143.

¿Qué otra cosa nos dan el Polifemo y Soledades y otros poemas semejantes, sino palabras trastornadas con catacresis144 y metáforas licenciosas, que cuando fueran tropos muy legítimos, por ser tan continuos y seguidos unos tras otros, habían de engendrar oscuridad, intrincamiento y embarazo? Y el mal es que de sola la colocación de palabras y abusión de figuras nace y procede el caos de esta poesía. Que si yo no la entendiera por los secretos de naturaleza, por las fábulas, por las historias, por las propiedades de plantas, animales y piedras, por los usos y ritos de varias naciones que toca, cruzara las manos y me diera por rendido, y confesara que aquella oscuridad nacía de mi ignorancia, y no de culpa suya, habiéndolo dicho dilúcida y claramente como debe145. Oigamos a Horacio lo que siente sobre esto, que es su voto de los mejores:

Vir bonus et prudens versus reprehendet inertis,
culpabit duros; incomptis allinet atrum
transverso calamo signum, ambitiosa recidet
ornamenta, parum claris lucem dare coget,
arguet ambigue dictum, etc146.

Oigamos también a Marcial, libro X, epigrama 21:

Scribere te quae vix intellegat ipse Modestus,
et vix Claranus, quid rogo, Sexte iuvat?
Non lectore tuis opus est, sed Apolline, libris:
iudice te maior Cinna Marone fuit.
Sic tu laudentur: sane mea carmina, Sexte,
grammaticis placeant, et sine grammaticis147.

Quid enim prodest (dice San Augustín, libro IV, De doctrina christiana) loquutionis integritas, quam non sequitur intellectus audientis?148: ‘¿Qué importa el peregrino pensamiento, dicho con perfectísima gala, si no le alcanza el oyente?’. Que hable el poeta como docto, consiéntolo y apruébolo; y es bien que, ya por la divinidad de la poesía, ya porque los poetas son maestros de la filosofía y censores de la vida humana, hablen en sublime estilo y toquen cosas arcanas y secretas149.

Lectorem delectando, pariterque monendo150.

Virgilio, Horacio, Catulo, Propercio, Tibulo, Ovidio, Ausonio, Nemesiano151, Fracastoro152, Pontano153, y otros mil que entre los latinos reverenciamos154, juntamente con nuestros españoles Lucano, Marcial, Séneca, y Claudiano155, claro escribieron, excepto algunos lugares de doctrina particular o historia recóndita o secretos de naturaleza, que, como padres de las ciencias y como curiosos humanistas, siembran algunas veces por sus obras156. Y digo bien algunas veces, porque, si lo hicieran siempre, cayeran en el vicio de oscuridad, condenada de todos los que bien sienten. Escucha a Ausonio, sobre la vaquilla que esculpió Mirón:

Bucula sum, caelo divini facta Myronis 157
aerea, nec factam me puto, sed genitam.
sic me taurus init, sic proxima bucula mugit.
Sic vitulus sitiens ubera nostra petit.
Miraris quod fallo gregem? Gregis ipse magister
inter pascentes me numerare solet158.

¿Qué más claro? ¿Qué más elegante? ¿Qué más bien dicho? Entre Virgilio; veamos cómo lo hace:

Vix ea fatus erat, cum circumfusa repente
scindit se nubes, et in aether purgat apertum.
Restitit Æneas claraque in luce resistit,
os, humerosque Deo similis; namque ipsa decoram
cesaeriem nato genetrix, lumenque iuventae
purpureum, et laetos oculis afflarat honores159.

¿Hay claridad con tanta elegancia? ¿Hay elegancia con tanta claridad?160 Bien sé que de cuando en cuando suelen estos graves autores tocar algo, en que se detenga el lector, y repare en la sentencia, por estar oculta con algún paso de erudición, como se ve en nuestro Virgilio, cuando dijo: Parmaque inglorius alba161; y en otra parte: Et mutas agitare inglorius artes162; lugares ambos clarísimos en la forma de decir, si bien tocan algo de humanidad; porque, si dijo adarga blanca, fue porque los soldados no podían poner en el escudo, o adarga, cifra ni empresa, sin haber hecho primero alguna hazaña; y si dijo mudas artes, fue para significar la empírica y la cirugía, artes con que no se gana gloria ni fama, como de la medicina hipocrática, facultad gloriosa y digna de ser alabada163. Marcial tocó, en los versos que diré luego, una costumbre de los antiguos, que cuando se juntaban a hacer buena jera164 y beber alegremente, se ponían a la mesa coronados, y bebía cada uno tantas copas de vino como letras tenía el nombre de su dama. Entendida esta costumbre, ¿qué más claro pudo hablar Marcial? cuando dijo:

Naevia sex cyathis, septem Lucrina bibatur,
quinque Lycas, Lyde quattuor, Ida tribus.
Omnis ab infuso numeretur amica Falerno:
et quia nulla venit, tu mihi somne veni165.

Un amigo hizo este soneto “A la Muerte inexorable”:

  Si igualas en el vuelo al Tiempo cano,
en ligereza al ciervo fugitivo,
no pongas duda, cogerate vivo
la que a Dios alcanzó en disfraz humano166.
  Escudo que forjó mágica mano,
templado en aguas de Jalón lascivo167
no es bastante defensa, irás captivo
en la sarta común tarde o temprano.
  Áureo cetro de rey, sacra tïara,
egis168de Palas, maza hercúlea fuerte
quebranta, y desmenuza como alheña169.
  Hombre, ten por verdad, más que el sol clara,
que si llegó la hora de la Muerte,
en la mitad de Tíbur170 es Cerdeña171.

En este soneto solo el postrer verso es oscuro para quien no supiere que Tíbur fue lugar sanísimo, y Cerdeña tan enferma y pestilente, que por ello fue un tiempo inhabitable. Sabido esto, no tiene el verso oscuridad ninguna; lo que no vemos en esta poesía culta172, que, sin haber doctrina secreta, sino solo el trastorno de las palabras, y el modo de hablar peregrino y jamás usado ni visto en nuestra lengua, ni en otra vulgar, toscana, tudesca, flamenca ni francesa, camina como el lobo, que da unos pasos adelante y otros atrás, para que, así confusos, no se eche de ver el camino que lleva173.

Y cuando aquel modo de escribir intricado174 se usara raras veces, pudiérase llevar, y se hallara menos cansado nuestro entendimiento, pues tenía pausas para descansar, y uno con otro fuera comportable. Mas un perpetuo modo de hablar oscuro, o habemos de decir con San Jerónimo, lo que dijo leyendo a Persio: Non vis intelligi, neque intelligaris175, estrellándolo en una pared, o traer atada al cinto la Sibila Cumea176, que nos lleve por aquellos soterranos177, y nos diga qué países y qué gentes son aquéllas, y qué moneda es la que allí corre, que como ni tiene cruz, ni columnas de Hércules, ni castillos, ni leones178, no la conocemos. Y el poeta, según Horacio, no puede sino,

Signatum praesente nota producere nomen. 179

Estas nuevas y nunca vistas poesías son hijas del Mongibelo180, que arrojan y vomitan más humo que luz181. Los lapitas y centauros182 fueron nubígenas, engendrados de las nubes; y así como nacieron, tomaron las armas unos contra otros, y dándose la batalla, brevísimamente remataron su plana183. Otro tanto creo les ha de suceder a estos mal nacidos Polifemos, humosos y negros, y que, por lo menos, les ha de quebrar el ojo el astuto marido de la casta Penélope184.

No siempre la oscuridad es viciosa, que cuando –como acabamos de decir– proviene de alguna doctrina exquisita que el poeta señaló –no siendo muy a menudo–, es loable y buena, como aquello de Marcial: Venit et epoto Sarmata pastus equo185; que, según Plinio, los sármatas septentrionales bebían una gachilla muy rala, de mijo, leche y sangre de caballo186.

Ni es viciosa, cuando alguna palabra ignorada de los hombres semidoctos escurece la oración, como aquello del mismo autor: Cui pila taurus erat187; y ese otro: et crescunt media paegmata celsa via188; y aquel: Addet et arcano mista Falerna garo189. Donde pila significa el dominguillo190; paegmata191, las apariencias del teatro 192; garo193, un licor delicado, hecho de las entrañas y sangre del pescado alache194, que los romanos echaban en el vino por cosa de gran apetito, y el mejor era el de nuestra Cartagena.

Ni es viciosa, cuando queremos con ella disimular algún concepto deshonesto y torpe, porque no ofenda las orejas castas; que esto todos los escritores lo guardan195; y así Virgilio dijo geniale arvum196. En esto no reparan los epigramatarios, que la materia de suciedad es suya; y eso es lo que advierte Marcial en el proemio del primero libro: Lascivam verborum licentiam, id est epigrammatum linguam excusarem, si meum esset exemplum. Sic scripsit Catullus, sic Marullus, sic Pedo, sic Getulicus, sic quicumque perlegitur197. ‘La deshonesta licencia de palabras, o por mejor decir, la lengua de los epigramas, excusárala, si yo fuera el primero. Así escribió Catulo, así Marulo, así Pedón así Getúlico198 y cualquiera poeta epigramatario que se lee’.

Ni es viciosa la oscuridad en los poetas satíricos porque, como ellos tiran flechas atosigadas199 a unos y a otros, y les hacen a los viciosos tragar la reprehensión como píldora, la doran primero con la perífrasis intrincada200, y fingiendo nuevos nombres, para que quede disimulada la persona de quien hablan satíricamente; y esta es la causa que tiene por disculpa la tal oscuridad.

En los demás lugares siempre es viciosa, siempre es condenada de los retóricos, a quien toca el juicio de este pleito; y así todos la debemos impugnar como a enemigo declarado, aborrecer como a furia del infierno, evitar como a peste de la poética elocución.

Agora, pues, examinemos algo de nuestro Polifemo, y veremos si hay en él las causas que disculpan y defienden a la oscuridad. La primera estancia de él es esta:

culta sí, aunque bucólica, Talía,
¡oh excelso conde!, en las purpúreas horas
que es rosa el alba y rosicler el día,
en tanto que de luz tu Niebla doras,
escucha al son de la zampoña mía,
si ya los muros no te ven de Huelva
peinar el viento, y fatigar la selva201.

En esta ni en las otras siguientes estancias del Polifemo, ni fábula, ni historia, ni secreto natural, ni ritos, ni costumbres de provincias, veo que tengan necesidad de comento202. Luego síguese que el velo que entenebrece los conceptos de esta fábula es sola la frasis203. ¡Harta desdicha que nos tengan amarrados al banco de la oscuridad solas palabras!204 Y esas, no por ser antiguas, no por ser inauditas, no por ser ficticias, no por ser nuevas o peregrinas, sino por dos causas: la una por la confusa colocación de partes, la otra por las continuas y atrevidas metáforas205, que cada una es viciosa si es atrevida, y juntas mucho más.

Que la mala colocación de las palabras cause confusión, vese claro en estos versos,

culta sí, aunque bucólica, Talía

por ‘Estas rimas sonoras que me dictó la culta Talía, aunque bucólica’,

por ‘Treguas sean del ejercicio robusto’,v

por ‘Rico de cuanto ofrece el pobre huerto’,

por ‘A las harpías, que esta montaña engendra’,

y otros muchos versos de este género210. Y también queda confusa la frasis con la privación de los artículos castellanos, que son forzosos en nuestra lengua, so pena de hablar vizcongado 211, como,

por “En tablas dividida la rica nave”,

adora, que vio el reino de la espuma213

por “Adora a la hija de Doris, la más bella ninfa que vio el reino de la espuma”.

Y otros infinitos versos de esta manera. Las perpetuas metáforas son también la principal causa de esta confusión y oscuridad, como,

Aquí peinar el viento es atrevida metáfora, de que fue reprendido Ennio, porque dijo:

Iuppiter hibernas cana nive conspuit Alpes215.

‘Júpiter escupió blanca nieve sobre los fríos Alpes’.

También es atrevida aquella metáfora:

Como ha sido notado el otro autor217, porque dijo: “montes verrucosos”218. En fin, todo está lleno de metáforas, que aunque sean muy buenas, por hallarse tan a hita vista unas de otras, y ser tan particulares y nuevas, se dejan sentir más presto; que las comunes lo son y no lo parecen.

Según lo dicho –que no quiero salpicarlo todo–, bien claro consta que la oscuridad del Polifemo no tiene excusa; pues no nace de recóndita doctrina, sino del ambagioso hipérbato, tan frecuente y de las metáforas tan continuas, que se descubren unas a otras219, y aun a veces están unas sobre otras.

Supuesta esta verdad, ¿qué le mueve al autor de éste y de otros tales poemas a desvelarse en buscar perífrasis oscuras, y embelesarnos con fantásticas formas de decir, para que no le entendamos? No hallo qué le mueva más de la razón arriba dicha, que es: prueba de ingenio y ostentación de sus fuerzas. Si es eso, ya le concedemos esa gloria, y le confesamos que tiene tan feliz ingenio, que podrá hacer imposibles; como no quiera sustentar que tiene ese por camino cierto de la elocución poética; pues me ha de conceder que cualquier escritor pretende en sus obras enseñar, deleitar y mover, y que la oscuridad cierra a cal y canto220 las puertas de los tres oficios. Porque ¿cómo será enseñado el que no entiende la cosa? ¿Cómo deleitará el que no es entendido? ¿Cómo moverá los ánimos al lector, que se queda ayuno de cuanto lee una vez y otra?221

No quiero apretar más los cordeles222; que ya la verdad centellea por los ojos, y como hacha223 resplandeciente alumbra y se deja ver. El lector se corre224 de volver y revolver225 tantas veces sin adivinarlos, el oyente se duerme al son de los incomprensibles enigmas, y, finalmente, yo me canso perdiendo el tiempo, joya preciosísima, en cosa menos útil que molesta, y más temeraria que gloriosa.

Vuestra merced, señor licenciado, eche su bastón226 y como tan gran crítico227, me diga su sentimiento, que será para mí oráculo indubitable y cierto. Nuestro Señor guarde a vuestra merced , etc. De Murcia y noviembre 15

Epístola IX. Don Francisco del Villar al Padre Maestro Fray Juan Ortiz228, Ministro de la Santísima Trinidad en Murcia, sobre la carta pasada de los Polifemos. §

En otras he dicho a vuestra paternidad mi sentimiento acerca de la erudición y ingenio del licenciado Francisco de Cascales, cuya amistad a V. P. envidio, y a quien quiero dé mis saludes y recomendaciones, y excuse esta niñería, pues mayores estudios lo serán en sus manos, que solo ha sido querer arrojar la capa, si ya no capitular, por indigno, la propia al prado, para desenfadarme un poco229.

Excelente cosa es comparar al Mongibelo las poesías oscuras, y llamarlas hijas suyas; pues, como dice el amigo, todo es humo; y el faltarles la luz, pienso que nace de que, divertidos en el ambage y circunloquios, no buscan los conceptos. ¡Oh, qué bien dice San Jerónimo230! No he visto ni oído mayor donaire en mi vida; parece que le sobornó para el intento. Y lo que más estimo es que concluye con aquel argumento tan insoluble y doctrina tan importante de proponer las obligaciones que cualquiera debe procurar cumplir en sus escritos, y que todas se pierden con la oscuridad231.

Yo sospecho que lo que a este poeta le ha hecho oscurecerse es permitirlo las materias que ha tratado con tanta agudeza. Perdone Marcial; aunque no sé si le perdonara los muchos conceptos que le hurta y la sal con que los guisa. Si ha satirizado superiormente, dígalo el Coridón232; si ha tocado fábulas con más valentía que otro ninguno, dígalo el principio de las Soledades:

en que el mentido robador de Europa
media luna las armas de su frente,
y el sol todos los rayos de su pelo,
luciente honor del cielo,
en dehesas azules pace estrellas233.

Que parece que eleva, y más con aquel adjunto, mentido, que siempre que lo considero, me dan impulsos de levantarle estatua. Pues bien se toca el punto de astrología234; y el pacer estrellas en dehesas azules escríbase con letras de oro. Y no cansen las cosas por tener mucho bueno, que es lástima que los retóricos presuman de un ingenio que se cansa de agudezas y metáforas continuas235, como si no hubiera hombres que en su vida pudieran llevar el agrio en ninguna comida, y otros que no estiman otra moneda que el oro.

Si nuestro poeta tratara de alguna historia, culpáramosle en hora buena; porque, como los heroicos hechos y grandiosas hazañas se proponen para que todo el mundo las imite y entienda, es bien se traten con el estilo claro; mas conceptos sutiles, levantados de punto, singulares alusiones, pinturas fabulosas, galanas fábulas a propósito, qui potest capere capiat236. Y si sabe hacer todo esto, díganlo sus obras todas, y comencemos por el principio del Polifemo, que es pasmoso:

el pie argenta de plata al Lilibeo
bóveda o de las fraguas de Vulcano
o tumba de los huesos del Tifeo237.

¿Qué mayor gala? ¿Qué más linda pintura de aquellos volcanes? ¿Qué más bien tocada238 la fábula de los gigantes? ¿Y qué más bien dispuesta la descripción del sitio?239 Y particularizando más mi intento, cotejemos a don Luis con los poetas latinos, a cuya superioridad todo el mundo reconoce vasallaje y se rinde, y veremos si les imita y aun si les excede y sobrepuja240. Por cierto que no supieron ellos más bien su lengua que el nuestro la suya. Y veamos si usan de trasmutaciones, y no nos cansemos buscando, sino miremos desde los primeros versos de sus obras, que parece que lo toman por oficio241.

Virgilio:

Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi,
sylvestrem tenui Musam meditaris avena242.

Que si ahora dijera uno: ‘¡Oh Títiro, que en una umbrosa, recostado, haya, tu silvestre ejercitas delicada musa con zampoña!’!’, sin duda dijéramos que hablaba en jerigonza243.

Marcial:

Barbara pyramidum sileat miracula Memphis,
assiduus iactet nec Babylona labor244.

Tibulo:

Divitias alius fulvo sibi congerat auro245.

Catulo:

Peliaco quondam prognatae vertice pinus,
dicuntur liquidas Neptuni nasse per undas246.

Horacio:

Maecenas atavis edite regibus247.

Mas dejemos estos que se precian de oscuros248, y vamos a otros de más suavidad. Ovidio, en sus Metamorphoses:

In nova fert animus mutatas dicere formas
corpora. Di caeptis nam vos mutatis et illa
adspirate meis249.

Cornelio Galo:

Aemula cur cessas finem properare senectus?250

Lucano:

Bella per Emathios plusquam civilia campos251.

Todos los cuales usan licencias y transmutaciones, harto más atrevidas y temerarias que las nuestras. Pues Terencio aparta el adverbio de su adjetivo: Omnes quibus res sunt minus secundae, magis sunt nescio quomodo suspiciosi252. ¿Y qué mayor transmutación, ni más dura, que esta de Ovidio?

Ad mea perpetuum deducite tempora carmen253.

Pues bien sabemos que ninguno se la gana en facilidad natural; y así el oscurecerse lo hace muy de intento. Y si era falta el escribir claro, véase a Marcial respondiendo a una objeción de Zoilo, libro II, epigrama 58254:

Pexatus toties rides mea, Zoile, trita.
Sunt haec trita quidem, Zoile, sed mea sunt255.

De manera que parece que en este tiempo andaban los mismos pleitos que hoy tenemos256. Más claro lo dice él mismo, libro II, en un epigrama al lector:

Qui gravis es nimium, potes hinc iam, lector, abire
quo libet: urbanae scripsimus ista togae257.

Y por imitar en todo al nuestro, parece que tuvo este autor dos métodos de escribir258; y habiéndole cansado el primero, siguió el segundo, aunque contra el parecer de muchos. Bien claro lo dice en el libro VI, epigrama 60:

Laudat, amat, cantat nostros mea Roma libellos.
Meque sinus omnes, me manus omnis habet.
Ecce rubet quidam, pallet, stupet, oscitat, odi.
Hoc volo: nunc nobis carmina nostra placent259.

Pues si el oscurecerse y usar de transmutaciones es tan ordinario, y se alaba en los poetas latinos, ¿por qué en los españoles se ha de reprehender, y más en quien los usa con tanto donaire y suavidad? Y si allí fue lícito, ¿qué delitos ha cometido nuestra lengua, para no gozar de las exenciones y privilegios que la latina260? Pues si la disparidad está en que no hace tan buena consonancia al oído, muchos la aprueban, aunque la reprueban muchos; y no habiendo otra razón que el gusto de cada uno, no debe reducirse a disputa, pues de gustos no la ha de haber261, sino que cada uno siga lo que más bien le parezca.

Yo sospecho que lo que a Horacio le ocasionó a poner en su Arte una cuestión que comienza:

Natura fieret laudabile carmen an arte,
Quaestium est, etc262.

nació de esta variedad en la disposición en las partes de la oración y de la licencia que la poesía se ha tomado para tropos y figuras licenciosas. Mas el argumento mayor que yo me hago para excusar la oscuridad de los escritos de don Luis es ver que en la lengua latina escribieron Cicerón y Paulo Manucio263, y en la misma Horacio y Marcial, y a aquellos entendemos como si hablaran en la nuestra materna, y estos nos hacen trabajar, como si no tuviéramos principios de la Gramática264. Pues supuesto que los unos y los otros aciertan, ¿de dónde hemos de tomar tan notable diferencia, si no es del diferente modo de disponer las frases que tiene el orador del poeta? Oficios son bien diferentes, como dicen todos los retóricos. Algo dice Cornelio Galo elegía I:

Dum iuvenile decus, dum mens sensusque manebat,
orator toto clarus in orbe fuit.
Saepe poetarum mendacia dulcia finxi, etc.265,

Pero más claro Juvenal, y más a propósito, en la sátira VII:

Sed vatem egregium, cui non sit publica vena,
qui nihil expositum soleat deducere, etc266.

Si ya no es que ha de dañar a este caballero lo que le hace digno de premio, que es haber usado de frases nuevas en nuestra lengua, imitadas de la latina, y haberlas amplificado con notable gala y agudeza267; pues mirando la mejor retórica que hasta hoy tenemos, y lo mejor de sus obras, que es el Arte poética de Horacio, veremos que esto no tiene inconveniente; pues, como en todas las cosas, también se extiende a las palabras la jurisdicción del uso:

Ut silvae foliis pronos mutantur in annos, etc268.

Y más abajo:

Multa renascentur quae iam, cecidere, cadentque
quae nunc sunt in honore vocabula, si volet usus.
Quem penes arbitrium, est, et ius et forma loquendi269.

No sé qué más claro se pueda decir. Y lo que me admira es que después de haberlo satirizado, le imitan todos, quedando pasmados de oír que a las aves llamaba cítaras de pluma270; y Lope, en su Andrómeda llama a los ánades naves de pluma271; y otras infinitas imitaciones, que dejo por no cansarme y cansar a vuestra paternidad., a quien suplico a estas impertinencias dé tantas permisiones cuantas yo di admiraciones y alabanzas al ingenio del amigo, que por ser el que así lo es otro yo272, pienso lo habrá reputado V. P. por servicio personal; a quien nuestro Señor, etc.

Epístola X. A don Francisco del Villar, el licenciado Francisco de Cascales §

Por lo que yo he visto en la apología de vuestra merced, y por lo que me ha dicho nuestro padre ministro, fray Juan Ortiz, oráculo de letras humanas y divinas, conozco el favor que se me hace honrándome con su voto, que si no viniera tan lleno de afecto273, pudiera haberme desvanecido274; si bien le estimo, por ser de vuestra merced, por bastante a calificar al mejor sujeto de España.

La deuda en que vuestra merced me pone es mucha; y pues no puedo –confiésolo– pagarla, hago cesión de bienes desde luego, y me doy por esclavo de vuestra merced, de quien se puede servir como, en fin, de cosa propia. Y pues ya estoy dentro de los umbrales y de la casa y museo275 de vuestra merced, quiero animarme a cosas mayores y probar la mano276 en conferir algo con vuestra merced acerca de la poesía nueva de don Luis de Góngora y su defensa.

Lo primero que vuestra merced hace en su discurso ingenioso y docto, es citar algunos lugares elegantes, agudos y cultos de sus obras. Mas ¿cuáles no lo son? Digo, pues, conformándome con vuestra merced, que a ese caballero siempre le he tenido y estimado por el primer hombre y más eminente de España en la poesía, sin excepción alguna, y que es el cisne que más bien ha cantado en nuestras riberas277. Así lo siento y así lo digo278. Pero, como yo concedo esto, me ha de conceder vuestra merced y todos los doctos, que han de ser en esto solamente oídos, que aquella oscuridad perpetua debe ser condenada.

No quiero repetir las razones que tengo dadas en esa otra carta, que vuestra merced ha visto, que sería actum agere279; solo iré satisfaciendo con la brevedad posible a las que vuestra merced da en su apología.

Dice vuestra merced que no hizo cosa nueva don Luis en la disposición de su lenguaje y en el trastrueco de palabras, pues lo mismo se halla en todos los poetas latinos; y que si aquellos son alabados por ello, o a lo menos no reprehendidos, que por qué lo ha de ser don Luis, siguiendo las pisadas de tan doctos varones como fueron Virgilio, Tibulo, Horacio, Ovidio y Juvenal, a quien vuestra merced alega para librarle de culpa y enviarle hecha la barba al templo de Júpiter Capitolino280. La solución de este argumento me parece fácil, porque la lengua latina tiene su dialecto y proprio lenguaje, y la castellana el suyo, en que no convienen. Que el trastorno de palabras sea natural en la latina, si es menester, traeré para ello seiscientas autoridades. Y para que vuestra merced entienda que esto no solo corre en los poetas, ni es estilo proprio de ellos, sino común a la lengua, serán todas de prosa latina, y de solo Cicerón, sol de la elocuencia:

Animadverti, iudices, hanc accusatoris causam in duas divisam esse partes281 (En la oración Pro Rabirio). ‘Considero, jueces, esta del acusador causa, en dos dividida estar partes’.
Quae sunt urbanarum maledicta litium282 (Philippicae XIV). ‘Que son de urbanos murmuraciones pleitos’.
Testis est Gallia, per quam legionibus nostris in Hispaniam iter Gallorum interemptione patefactum est283. (Pro lege Manilia). ‘Testigo es Francia, por la cual a legiones nuestras para España camino, con de los franceses matanza, abierto fue’.
Cum multa annorum intercesserint millia, ut omnium siderum, eodem unde profecta sunt fiat ad unum tempus conversio284(De finibus). ‘Como muchos de años hayan pasado millares, para que de todas las estrellas, allá, de donde salieron, se haga a un tiempo conversión’.
Gloria est illustris ac pervagata multorum et magnorum vel in suos cives, vel in patriam, vel in omne genus hominum fama meritorum285 (Pro Marcello). ‘La gloria es una ilustre, extendida de muchos, y grandes, o para sus ciudadanos, o para la patria, o para todo género de hombres fama méritos’.
Messoria se corbe contexit Gracchus286 (Pro Sextio). ‘Con la segadora se corbilla cubrió Graco’.
Coriolanus. quod adiutor contra patriam ei inveniretur nemo, mortem sibi conscivit287 (In Laelio). ‘Coriolano, porque ayudante para la patria hallaba ninguno, muerte se dio’.

No quiero cansar ni cansarme con más ejemplos, que es trabajo infinito288. De manera que este es idioma de la lengua latina, y no de la castellana, ni de otra ninguna vulgar, hijas de la romana, que son la española, italiana y francesa289. De la nuestra no son menester testimonios, pues es cosa más clara que el sol. La italiana tampoco admite esos trastruecos.

Petrarca:

Voi che ascoltate in rime sparse il suono290.

Ariosto:

Fina che tolli Durindana al Conte291.

Ni menos la francesa, así en prosa como en verso. En Salmonio Macrino hay este título en prosa: Ode à Salmon Macrin, sur la mort de sa Gelonis, par Joachim du Bellay. “Oda a Salmón Macrín292 sobre la muerte de su Gelonis, por Joachim de Bellay”. Y luego comienza la oda:

Tout ce qui prend naissance,
est périssable aussi,
l ’indubitable puissance
du sort le veut ainsi293, etc.

‘Todo lo que tiene nacimiento es fuerza ser perecedero y sujeto al inevitable hado’. Donde se ve que ni en prosa ni en verso usa el francés ni el italiano de las trasposiciones de don Luis.

No niego yo que la frasis poética sea algo más escura, pero no es revuelta ni confusa en la manera dicha. El poeta dice “la cuarta luz” por “el cuarto día”; “sale Titán de lavar sus caballos en el oriental Océano”, por “sale el sol”; “era el tiempo que Apolo doraba los cuernos del toro”, por “era el mes de abril”; “la copa de Marte”, por “el escudo”; “la tierra Mavorcia”, por “Roma”; “ríe dulce”, por “dulcemente”; “pisa gallardo”, por “gallardamente”, y otros mil modos, por tan usados, bien claros294.

Siendo, pues, cierto que la lengua latina y castellana corren por diferentes caminos, quererlas don Luis llevar por una misma madre es violentar a la naturaleza y engendrar monstruosidades.

Dice vuestra merced adelante que Marcial padeció en su tiempo lo mismo que don Luis ahora, que del estilo claro se pasó al oscuro. Yo no veo por dónde se pruebe eso, porque el epigrama Pexatus pulchre dice que Zoilo iba con una toga de pelo, mas ajena, y que él, aunque la llevaba raída, era suya. Y en el epigrama Qui gravis, etcétera, dice Marcial que los hombres severos y graves no lean sus versos, que son saturnalicios295, y por consecuencia lascivos; que él no los escribe sino para la gente popular, que gusta de picardías. Y el epigrama Laudat, amat, etcétera, habla contra un maldiciente, que no podía sufrir que Marcial fuese tan celebrado por toda Roma, y dice que sin duda eran buenos sus epigramas, pues aquél hacía tantos extremos, rabioso de envidia.

Y aquello de Horacio, Multa renascentur296, etcétera, de ningún modo alude a la frasis poética, sino a los vocablos nuevos, que es permitido hacerlos, como sea con modestia, parce detorta297 y ese otro lugar: Natura fieret laudabile carmen, an arte298 etc., ni se acuerda de este nuevo estilo, ni habla de la licencia de los tropos y figuras. La duda fue: ¿qué hacía más excelente a la poesía, la vena o el arte? Y responde, que ambas son necesarias juntamente, y que la una a la otra se dan las manos. Puede ser que ojos más linceos299 que los míos juzguen esto de otra manera.

También afirma vuestra merced que los poetas latinos afectaron la oscuridad, y que señaladamente lo dice Juvenal en la sátira VII:

Sed vatem egregium, cui non sit publica vena,
qui nihil expositum soleat deducere, etc300.

Yo añado a esto lo que dice Horacio:

  Neque enim concludere versum
dixeris ese satis; neque si quis scribat, uti nos,
sermoni propriora, putes hunc ese poetam.
Ingenium cui sit, cui mens divinior atque os
magna sonaturum, des nominis huius honorem301.

Considérese, pues, bien, que de ningún modo dicen Juvenal ni Horacio que el poeta haya de ser oscuro, sino que no ha de ser trivial, ni trovador humilde, antes severo y docto, que diga grandes conceptos y toque cosas de erudición. Dice Marcial, libro II, epigrama LXXXVI, que las nuevas invenciones son cosas de vulgo:

Scribat carmina circulis Palaemon,
me raris iuvat auribus placere302.

‘Escriba Palemón versos al vulgo, que yo a los doctos dar contento quiero’.

Y este mismo epigrama tiene arriba lo que yo he menester para mi propósito:

Quod nec carmine glorior supino,
nec retro lego Sotadem Cinaedum,
nusquam gracula quod recantat Echo,
nec dictat mihi luculentus Atys
mollem debilitate galliambon,
non sum, Classice, malus poeta.
Quid si per graciles vias petauri
invitum iubeas subire Ladam?
Turpe est difficiles habere nugas,
et stultus labor est ineptiarum303.

Dice Marcial que si bien él no hace versos retrógrados, ni sotádicos304, ni ecos, ni afectados y muy coloridos, como Atis, que no por eso es mal poeta; antes bien quiere seguir el camino que todos los poetas insignes han tenido, sin nuevas invenciones y artificios; y que esas novedades son buenas para el vulgo, y no para los doctos, a quien él pretende dar gusto; y que no porque el famoso corredor Lada no sepa andar por la maroma, como petaurista305 arlequín, perderá la buena opinión de gran corredor. Como tampoco la perderá el poeta que dejase la ambiciosa poesía de los Polifemos y Soledades, y aquellas dificultades de los cultos306, sin provecho ninguno.

Y que sea esta poesía inútil307, pruébolo. Ella no es buena para poema heroico, ni lírico, ni trágico, ni cómico; luego, es inútil. Gracioso trabajo sería la Ulisea, o Eneida, escrita en aquel enigmático lenguaje. Pues una comedia o tragedia de aquella manera, ¿qué estómago le hará al auditorio? Pareceráles que son sordos y necios, pues teniendo oídos no oyen, y teniendo alma no entienden.

En fin, todo esto es un humor grueso que se le ha subido a la cabeza al autor de este ateísmo y a sus sectarios308, que, como humor, se ha de evaporar y resolver poco a poco en nada. Tantos tropos causan alegorías, tantas alegorías engendran enigmas, y los enigmas no son para la poesía, ni son cosa que merece respuesta.

Dice el Mantuano :

Dametas:

Dic, quibus in terris et eris mihi magnus Apollo,
tres pateat coeli spatium non amplius ulnas?

Responde Menalcas:

Dic, quibus in terris inscripti nomina regum
Nascantur flores, et Phyllida solus habeto?309

Aquí el uno pregunta, y el otro no responde, sino repregunta; y ninguno desata al otro el enigma propuesto. Pues ¿por qué? Porque son indisolubles, inútiles y nugatorias, que solo sirven de dar garrote310 al entendimiento. De Homero se dice que murió de pena de no haber podido dar solución a un enigma que le propusieron ciertos pescadores.

¡Oh diabólico poema! Pues ¿qué ha pretendido nuestro poeta? Yo lo diré; destruir la poesía con este silogismo: ‘Yo he subido la poesía en la más alta cumbre que se ha visto, y no he sido premiado por ella condignamente. Si la fuerza de mi caudal poético vive en mí, como suele, quiero dar fin y cabo a trabajos tan mal agradecidos’.

Y así, echando el cartabón, vio que por este camino resolvería en cenizas frías esta arte tan infelice. ¿En qué manera? Volviendo a su primero caos las cosas, haciendo que ni los pensamientos se entiendan, ni las palabras se conozcan con la confusión y desorden.

Si don Luis se hubiera quedado en la magnificencia de su primer estilo, hubiera puesto su estatua en medio de la Helicona311; pero con esta introducción de la oscuridad, diremos que comenzó a edificar y no supo echar la clave al edificio; quiso ser otro Ícaro, y dio nombre al mar Icario:

Qui variare cupit rem prodigaliter unam,
delphinum in siluis appingit, fluctibus aprum312.

Por realzar la poesía castellana, ha dado con las columnas en el suelo. Y si tengo de decir de una vez lo que siento, de príncipe de la luz se ha hecho príncipe de las tinieblas313; y el que pretende con la oscuridad no ser entendido, más fácilmente lo alcanzara callando. Así lo dijo Favorino: Quod si intelligi non vis, hoc abunde consequeris tacens314. No le quito yo la licencia de algunos lugares oscuros con causa; mas afectar315 la oscuridad, eso se vitupera. La poesía es como la pintura316 (testigo Horacio), la cual mucho tiempo se usó sin sombra: inventola Polignoto con gran felicidad317; porque, realmente, la sombra hace campear318 las demás partes, que estaban sin ella lánguidas y casi muertas. Eso también debe hacer el poeta: traer algunos pasos de recóndita erudición que levante la poesía, y con eso parecerá docto y hará lo que los poetas griegos y latinos con grande alabanza hicieron; porque siendo todo oscuro, es pintar noches, que aunque pintura valiente319, es desagradable y no para ordinaria.

Perdone vuestra merced, que me he arrojado temerariamente; pues bastaba que vuestra merced tuviera otro parecer y gusto, para que me ajustara con él. Pero habrá valido mi atrevimiento para distinguir la prudencia de vuestra merced de mi ignorancia, que confieso llanamente. Nuestro Señor a vuestra merced guarde. De Murcia y enero 13.