**** *book_ *id_body-1 *date_1625 Introducción 1. Título A modo de escudo y espada El prefijo de valor opositivo «Anti-» seguido de la base léxica «Jáuregui» da una clara idea de la principal función del texto y de contra quién se posiciona. Este papel es una réplica directa al poeta y pintor sevillano Juan de Jáuregui (ca. 1583-1641), específicamente, a un discurso previo suyo que circuló sin autoría a finales de 1624: Al maestro Lisarte de la Llana, el licenciado Claros de la Plaza, su discípulo, hijo de Llanos de Castilla y Plaza, comúnmente editado como Carta del licenciado Claros de la Plaza, que en lo esencial es una denuncia de los vicios contra la pureza de la lengua castellana supuestamente cometidos por Lope en su epopeya Jerusalén conquistada (1609). Al ocaso del siglo XV y durante todo el siglo XVI, por buscar antecedentes inmediatos, el prefijo Anti- era común en obras que pretendían censurar ideas heréticas o postulados contrarios al humanismo renacentista. El Antibarbarorum (1494) de Erasmo, el Anti-Lutherus, de Josse van Clicthove (1524), el Antialcorán de Bernardo Pérez de Chinchón (1532), el Antichristus de Michael Hager (1578), o L'Anti-Christ et l'Anti-Papesse de Florimond de Raemond (1599) son buenos ejemplos de la inclusión de la partícula en una literatura polémica. No obstante, y salvando las diferencias morfosintácticas, es significativa la frecuencia de la voz Antidotum/us en tratados que también abrían debates en frentes similares: el Antidotum contra diversas omnium fere saeculorum haereses, de Kaspar van Gennep (1528), el Antidotus contra venerem ex sacrarum literarum arcanis, de Alfonso López de Soto (1546), un Antidoto spirituale contra la peste, de Gaspar de Loarte (1577), o los Antidota apostolica contra nostri temporis haereses, de Thomas Stapleton (1595). No es de extrañar, pues, que cuando lleguemos al contexto de la polémica gongorina y sus posteriores meandros todo ese bagaje editorial haya cincelado el prefijo Anti- como una idónea táctica para atacar a un hereje poético. Sabemos, así, del recién localizado Anti-Faristarcho de Angulo y Pulgar (1644), redactado para rebatir los ataques contra Góngora que Faria e Sousa había insertado dentro de sus Lusíadas comentadas. Pero, más que como prefijo, y de forma análoga a lo visto en siglos anteriores, el arranque Anti- quedaría irremediablemente asociado al Antídoto de Jáuregui (ca. 1614-1615), uno de los lances más feroces y sonados en este fuego cruzado. De hecho, su fórmula siguió resonando en subsiguientes embates, como en el Antídoto contra la Aguja de navegar cultos de Andrés de Uztarroz (1633) y en el resto de reacciones al azote del sevillano; véanse, por caso, el extraviado Anti-Antídoto de Francisco de Amaya (1615), el Examen del Antídoto del abad de Rute (1617) o la décima anónima «Antídoto ha intitulado» (ca. 1615-1624) que, como bien explican Blanco y Plagnard, propuso «rebautizar el Antídoto de Jáuregui, calificado de "Aristarco embozado", con el nuevo nombre de "Anti-doto" sobre el modelo de Antipapa y Anticristo, o sea, impostor que se hace pasar por docto». En ese mismo regate satírico creemos que puede situarse el Anti-Jáuregui, al burlarse de aquel papel incendiario y desenmascarar al autor de la Carta del licenciado Claros. Pero no solo debemos pensar en lo que nuestro título airea a las claras, sino también en lo que obvia: nótese que no participa de la ficción ideada por Jáuregui, en la que este se hace llamar Claros de la Plaza y se presenta como discípulo del maestro Lisarte de la Llana. Es, en otras palabras, un ataque que se sale por la tangente, pues desarma al contrincante dirigiéndose a él por su apellido real, si bien escoge para su autor un seudónimo que le sirva de abrigo: el licenciado don Luis de la Carrera. Así pues, vemos que mientras el título elegido blande la espada, la autoría enmascarada funciona a modo de escudo. Un enunciado, por consiguiente, de doble movimiento, de ataque y defensa. Tan solo la coletilla «al reformador de los poetas castellanos» parece ceder a la ironía con que sazonaba Jáuregui su papel. En este punto es obligado recordar las tantas veces citadas palabras de Dámaso Alonso cuando decía de Lope de Vega aquello de que gustaba «tirar la piedra y esconder la mano». Efectivamente, desde la fórmula del título hasta el vaivén argumental que veremos enseguida, el nombre de Lope surge como principal responsable del texto. Lo que propondremos a continuación retoma y desarrolla ideas claves ya expuestas en dos trabajos de Montero en los que trata el contenido y la estructura del escrito, amén de los argumentos a favor de la autoría lopesca. Tanto esos dos artículos como esta edición forman parte de un proyecto común de acercamiento al Anti-Jáuregui, de ahí la coincidencia inevitable en algunos análisis y valoraciones. 2. Autor Lope de Vega tras la máscara del licenciado de la Carrera Desde las primeras noticias dadas por Zarco Cuevas y Artigas hasta otros estudios más recientes, hay consenso entre los estudiosos en que Lope escribió el papel bajo un seudónimo que volvería a utilizar en otras ocasiones, dejando hasta cierto punto en evidencia la máscara que él mismo había forjado. La base para ello es que nadie salvo Lope y ciertos textos relacionados con él mencionan al tal licenciado Luis de la Carrera, lo que constituye un indicio vehemente de que se trata de un alter ego del Fénix, ensayado por primera vez en el Anti-Jáuregui. La práctica era bien conocida por Lope: baste pensar en el maestro Tomé de Burguillos, su debut en las justas isidriles allá por 1620-1622 y su posterior eclosión en las Rimas de 1634. En el caso del licenciado Luis de la Carrera, su siguiente aparición será en el prólogo de los Triunfos divinos (1625), desde donde se dirige a los «desapasionados y doctos», Jáuregui entre ellos, cómo no. Un año más tarde, Francisco de las Cuevas —seudónimo de Francisco de Quintana, amigo íntimo de Lope— aprovecha la dedicatoria a Lope de su libro Experiencias de amor y fortuna (1626) para elogiar «el discurso que escribió don Luis de la Carrera», refiriéndose al Anti-Jáuregui, señal inequívoca de que Cuevas lo conocía y de que sabía quién fue su autor. Un segundo elemento de prueba lo encontramos en los textos liminares de la Parte XX de comedias —volumen que salió a luz a principios de 1625—, en los que Lope se desahoga con frecuencia contra los envidiosos, especialmente «los que se vengan sin ella discreción, conduciendo sus sátiras de rama en rama y de flor en flor, no creyendo que el ordinario puede traer las respuestas, aunque sea desde Jerusalén, fiados en lo que dijo Cisneros, que había dos mil leguas de aquí a Sevilla, yendo por Jerusalén». Para Montero parece claro que las alusiones a «sátiras», «Jerusalén» y «Sevilla» de este pasaje de La discreta venganza ponen a Jáuregui en el centro de su mira y expresarían asimismo la inminencia de una réplica cuya redacción debió de coincidir con la de los textos liminares de esa Parte XX. El mismo Montero, espoleado por la voz discrepante de Robert Jammes sobre este asunto, ha querido reforzar las razones a favor de la autoría de Lope con argumentos originados en el proceso de anotación del texto para la presente edición, razones que ahora pasamos a resumir: a) Referencias autobiográficas: un par de detalles sobre la vida del autor y de su rival concuerdan bien con lo que sabemos de uno y otro. La primera alusión es: «Pues a fe que no le faltan a vuesa merced Jáuregui para cincuenta muchos, que en Sevilla conocí yo a vuesa merced buen mamantón ahora cuarenta años». El conocimiento personal de un Jáuregui infante hace suponer una estancia del Fénix en Sevilla en torno a 1584-1585, pormenor incierto aún entre sus biógrafos, pero no descartable, pues Lope pudo pasar por la capital hispalense antes de alistarse en la Armada en 1588. Otro apunte biográfico que nos regala el texto es: «Yo a lo menos no calificaría la proposición, aunque lo soy del Santo Oficio», que consideramos un auto-señalamiento interesante, pues, si bien Lope no fue calificador sino familiar del tribunal, sus pretensiones cortesanas no le impidieron presentarse en ocasiones con honores que no le correspondían. b) Conocimiento del mundillo literario de la corte y de la obra de Lope: el papel es obra de alguien que estaba bien informado de la vida literaria de la corte en ese momento, pues menciona unas anotaciones críticas no conservadas de María de Zayas, el soneto atribuido a Góngora «Es el Orfeo del señor don Juan» y papeles hoy desconocidos de Tamayo de Vargas, del alférez Estrada y del murciano don Juan de Quiroga. Se trata, pues, de alguien cercano a las contiendas literarias y con fácil acceso a los textos que la nutren. En cuanto a la obra de Lope, el autor del Anti-Jáuregui sabe que la palabra «gormáticos» de la Jerusalén es una errata, por no haber estado Lope presente durante el proceso de impresión, y localiza, además, su lectio correcta —«cromáticos»— en un pasaje de La Filomena (1621). Ahora bien, ni en la fe de erratas de la princeps ni en las ediciones modernas de la epopeya a cargo de Entrambasaguas o Carreño se señala el error. Es más, un apasionado de la obra de Lope como Diego Duque de Estrada copió el segmento «gormáticos redobles» en sus Comentarios del desengañado de sí mesmo (ca. 1614). Es decir, que solo alguien muy próximo a la composición de la Jerusalén y a la obra y estilo del Fénix podría aducir tal enmienda. c) Usos y rasgos expresivos paralelos a los de Lope: en el Anti-Jáuregui se detectan «ciertos términos o acepciones que no son de un uso generalizado pero que sí aparecen en Lope». De ellos, nos quedamos ahora con la voz antipófora, en este pasaje: «Y así he querido hacer una antipófora, no defenderle a Lope, pues no necesita de favor la opinión más recibida que han visto estos ni los pasados siglos». Llama la atención, por un lado, que Lope use el término —no recogido en Autoridades— del modo en que lo definió Jiménez Patón: «Sujeción (en griego antipófora) es cuando nos preguntamos y respondemos lo que el otro había de responder». Encontrar la obra de Patón en el horizonte léxico-semántico del Anti-Jáuregui es otro indicio que apunta a Lope, pues, como se sabe, la estima que se profesaron produjo transferencias en la producción de uno y otro. Como también lo es, por otro lado, que el término antipófora reaparezca en La Dorotea, por boca de Julio: «Preguntábale Virgilio a la suya musa que por qué causa había venido Eneas de Troya a Italia. Que esta figura en la retórica es como apóstrofe, o antipófora». En este mismo apartado, también cabría señalar un giro expresivo del Anti-Jáuregui para criticar la ignorancia del sevillano: «porque quien ignoró que baca era aquella fruta de los laureles por cuya insignia los graduados del nombre de vuesa merced se llaman bacalauros, ¿qué respuesta merece?», pasaje que revela un esquema retórico-sintáctico calcado al de la «Epístola séptima» de La Circe: «Pero quien siente que la poesía no tiene fundamento en la retórica, ¿qué respuesta merece?». d) Lugares comunes: Montero identifica diferentes pasajes del Anti-Jáuregui que se reelaboran y modelan en otras tantas obras de Lope. Entre las concomitancias advertidas, está, por ejemplo, el idéntico esquema argumentativo que comparten un pasaje sobre el tópico de los tres imposibles de la Antigüedad («el rayo de Júpiter, los versos de Homero y la clava de Hércules»), y el soneto LXXIV de las Rimas de Lope, similitud que consiste en contraponer aquellos tres con otros tantos de la edad presente: «ingenio de Lope, arte de don Luis de Góngora y desatinos de don Juan de Jáuregui» en el Anti-Jáuregui; las hazañas del Emperador, el Escorial y los versos del conde de Lemos en el soneto. Otra coincidencia de este tipo sale a relucir entre el pasaje: «que aquí no hacen disculpa el Mosquito de Virgilio, el Rábano de Marción, la Mosca de Luciano y la Pulga de don Diego de Mendoza» y el similar listado de obras del subgénero conocido como encomio paradójico de La Gatomaquia, silva V, vv. 43-69, filtrado, eso sí, por la manida Officina de Ravisio Textor. Podríamos cerrar estos argumentos con un repaso a las fuentes comunes que afloran tanto en el Anti-Jáuregui como en otros lugares de la producción de Lope, resultado, tal como lo ve Montero (en prensa), del trasvase de ideas y materiales que manejaba el autor, pero de ellas daremos debida cuenta en el apartado 5. Lo que hasta aquí se ha recogido sirve de botón de muestra de la amalgama de pruebas —biográficas, contextuales, expresivas, eruditas— que señalan una y otra vez al Fénix de los ingenios como autor legítimo del Anti-Jáuregui, sin perjuicio de remitir al lector a las notas que acompañan al texto para otros detalles complementarios. 3. Cronología Entre finales de 1624 y el verano de 1625 El opúsculo fue compuesto probablemente hacia finales de 1624 o principios de 1625, pues en él se advierten las referencias al Orfeo de Jáuregui (verano de 1624) y a su rápida réplica, un segundo Orfeo en lengua castellana de Pérez de Montalbán (1624). En efecto, el poema del sevillano había propiciado en los meses siguientes a su aparición un rebrote de la polémica, en el que se incluyen otros ataques que exponen posturas próximas al Anti-Jáuregui; por ejemplo, Contra el Antídoto de Jáuregui y en favor de don Luis de Góngora por un curioso, o unas desconocidas Anotaciones de María de Zayas, entre otros papeles hoy no conservados. Aunque no podamos asegurar que el Anti-Jáuregui circulara antes de 1625, como sí se podría decir de Contra el Antídoto, lo cierto es que el terminus ante quem no podría ir más allá del verano de 1625. La razón de tal linde la ofrece Montero argumentando que la aprobación que Jáuregui concede a los Triunfos divinos de Lope el 27 de julio de 1625 sería claro indicio de una tregua entre ambos contrincantes. Es decir, que para entonces las pullas del licenciado Luis de la Carrera debían de estar más que difundidas y (relativamente) superadas. La mediación conciliadora de Paravicino en este duelo es asunto que queda en el aire, pero todo apunta a que en aquel verano se había puesto fin a la trifulca, como también se deduce de las Obras de Francisco de Figueroa (Lisboa, 1625), en cuyos preliminares se dan cita Jáuregui y Lope. En definitiva, y a pesar de que Lope lee la carta bastante tarde —«cuyo papel llegó a mis manos tarde»—, es razonable datar el Anti-Jáuregui pocas semanas después de la difusión de la Carta del licenciado Claros de la Plaza, sea en los últimos meses de 1624 o en los primeros de 1625. 4. Estructura Al hilo, pero sin olvidar los cánones A primera vista, el Anti-Jáuregui presenta una estructura algo caótica y ofrece la impresión de que Lope va rebatiendo los ataques y defendiéndose en un continuo vaivén sin rumbo aparente, ya sea siguiendo el orden de las invectivas de la Carta de Claros de la Plaza o bien posibles anotaciones personales sobre las obras de su oponente. En realidad, Lope contraataca sin perder de vista los cánones de la oratio retórica y diseña su papel sobre una clásica estructura cuatripartita con exordium, narratio, argumentatio y peroratio. Un diseño que había ensayado ya, mutatis mutandi, en las epístolas A un señor de estos reinos de La Filomena y La Circe. a) Exordium (119 palabras): Para fijar el interés del lector y el tono socarrón con que piensa devolver el golpe, Lope bromea con la actitud censora —reformadora— de Jáuregui: ataca sus ínfulas cortesanas al mismo tiempo que ridiculiza su papel de autoproclamado arbiter elegantiae en cuestiones de poesía. La comparación con Argote de Molina y sus cuadrilleros de mangas verdes pinta al sevillano en una pose de bufón envidioso en su etapa madrileña y desenmascara, por ende, al autor de la «veneranda carta» contra Lope. b) Narratio (652 palabras): Lope hace una primera presentación general del asunto. A su modo de ver, Jáuregui la ha emprendido primero contra Góngora, por medio de su Antídoto, y luego contra él mismo con su carta. La afrenta requiere, por tanto, de una respuesta que él denomina antipófora, en el sentido de «cuando nos preguntamos y respondemos lo que el otro había de responder». A esto sigue luego un autoelogio que lo lleva a emparejarse con Góngora o con el mismísimo Homero, rematado finalmente por el recordatorio de diferentes encomios expresados por autores contemporáneos, desde la conocida referencia a la frase Es de Lope en las Grandezas de Madrid (1623), hasta los ditirámbicos dísticos latinos de Tribaldos de Toledo en la Expostulatio Spongiae, pasando por la loa que le dedica Manuel Severim de Faria en la vida de Camões que insertó en sus Discursos varios políticos (1624). En una segunda presentación del estado de la cuestión, Lope se acerca al antecedente más inmediato de su texto y explica que todo el enfado de Jáuregui viene de la prefación que aquel había escrito para el Orfeo de Montalbán. A continuación, identifica a Jáuregui como el autor de la carta difundida bajo el seudónimo de Claros de la Plaza y se burla de la intencionalidad expresa en su título, que no es otra que la de satirizar al Fénix como paladín del estilo caste-llano. Informado el lector de los hechos y para rematar la narratio, Lope alude al paso del tiempo y prosigue sin más a rebatir una a una las acusaciones del adversario. c) Argumentatio (4314 palabras): Lope comienza dando la réplica a cuatro puntos de la introducción de la carta en el mismo orden en que los expuso Jáuregui: los bramidos del maestro Lisarte de la Llana en el tiempo de la polémica, reveladores de su disgusto con el rumbo de la poesía castellana; los azotes o palos que el discípulo pretendía dar al maestro en forma de buenos versos; el Castilla me fecit como límite infranqueable del latín al que aspiraba el tal Claros de la Plaza; y, por último, su alusión vejatoria a la avanzada edad de Lope. Tras lo cual afirma el Fénix su intención de no rebatir todos los reproches que le hace su fingido discípulo, sino refutar tan solo varios que sirvan de muestra del despropósito de la carta. Y para ello empieza por una serie de términos cultos que Jáuregui le recrimina, desde «mane» hasta «bacas», saltando de uno a otro según la huella o resquemor que le dejaran y siempre al hilo de sus chanzas, que no son pocas. Toda la argumentatio va a tomar una dinámica pendular de defensa y contraataque. Lope comienza vindicando la riqueza léxica de su Jerusalén como medio de alcanzar la varietas propia de un buen estilo, frente a la miserable reiteración de voces que, a su juicio, lastra el Orfeo de su rival. Al hilo de esto, menciona Lope la existencia de unas Anotaciones de María de Zayas que presumiblemente le enmendaron la plana al sevillano, aunque tal escrito no ha llegado hasta nosotros. Lope prosigue su argumento defendiendo los neologismos y términos inusitados que él introduce en la Jerusalén y ataca algunos del Orfeo de Jáuregui («palude», «morbo», «Dite», «Pluto»), que el sevillano debió de emplear, según Lope, forzado por el consonante. Por un lado, justifica el uso de «mane», «esqueleto», «penícoma», «nadir» o «teristro»; por otro, critica términos como «piltrafa», «gatafa», «dizque», «quizque» y «morro» que su adversario recogió en las Rimas de 1618. Y si se excusa la voz «gormáticos» como yerro de impresión en la Jerusalén, es para señalar a continuación los errores de lectura y la ignorancia de Jáuregui. A esa altura del texto y más adelante, casi al cierre, Lope deja caer un par de citas de versos sacados de poemas contra el Orfeo de Jáuregui; así le refriega, atribuyéndoselo a Góngora, el verso «tan santo le haga Dios como es Letrán», sacado del soneto «Es el Orfeo del señor don Juan»; o le aguijoneará después con aquello de «Poeta con albardas y acicates, / que a ti te matas y a los otros picas», del soneto anónimo contra el Discurso poético que empieza «Tú que del triunvirato de penates». Por ahí, el texto se alarga hacia las ineludibles alusiones ad hominem, que en algún caso demuestran el conocimiento personal que Lope tenía de su contrincante. De todas las razones con que Lope se escuda o aguijonea a su rival, nos parecen especialmente interesantes dos: el paralelismo que establece con la polémica de la Accademia della Crusca en torno al poema épico y el recurso machacón a la autoridad de los antiguos. Mediante el primero ensaya una relación analógica entre los ataques de Jáuregui contra él y los de los académicos de la Crusca contra T. Tasso. El parangón victimista forma parte en realidad de la vieja pretensión lopesca de emular y superar la obra del italiano, lo que ya le valió duras críticas en la Spongia. Así que verse envuelto en un episodio similar al que sufrió el autor de la Gerusalemme confirma subrepticiamente la altura poética a la que ha llegado el español. Dice así el texto: Pero, ¿quiere que le diga un secreto? Esto para que no lo sepa nadie: las apologías de Italia le han echado a perder. Todo su Discurso poético es traducción de la Academia de la Crusca de Florencia contra el Tasso, menos sus boberías, y la manera de calumniar a Lope con versos así sueltos porque parezcan feos, pues con la misma traza se los van sacando al Tasso los florentines, que versos que no concluyen la sentencia, claro está que han de parecer mal. Y así, al Tasso le sacaron de su Jerusalén muchos como vuesa merced a la de Lope –no tengo para qué referírselos, pues los tiene tan vistos– y de aquella manera parecen tan bajos. En cuanto a lo segundo, Lope recurre a un nutrido arsenal de referencias, sacadas unas veces de los rétores latinos, con Quintiliano a la cabeza, junto con Cicerón o la Rhetorica ad Herennium, y otras de autores ineludibles como Virgilio, Ovidio, Horacio, Séneca... Fuentes todas ellas que desglosaremos con más detenimiento en su correspondiente apartado. El engarce de citas y el cada vez mayor acaloramiento derivan en un Lope que se ensaña en ridiculizar los defectos de lengua y estilo en las Rimas de Jáuregui: la falta de decoro, el mal latín, los pleonasmos y no pocos versos malsonantes que proliferan en ese poemario, especialmente en la sección devota, desde el romance «Al Santísimo Sacramento» al epigrama «A la invención de la Cruz», sin olvidar los ladillos de la impresión y varios enigmas, como «Un cierto alcagüete soy» o «Este cielo, ¡oh vulgo loco!». d) Peroratio (339 palabras): Los dislates —«vinorradas», en boca de Lope— de las Rimas concluyen con un último y breve segmento en el que Luis de la Carrera insta a su sedicente discípulo a leer con mejor tino la Jerusalén y a sacar provecho de ella. Aquí el Fénix menciona ediciones de la obra en Aragón, Cataluña, Portugal y Amberes, así como una traducción aparecida en Inglaterra. La trayectoria editorial que desvela no cuadra bien con lo que conocemos de la Jerusalén, por lo que o bien Lope entrevera aquí ediciones de El peregrino en su patria, o bien se refiere exclusivamente a El peregrino y atestigua un par de lugares de impresión —Aragón y Portugal— con los que no se relaciona esta obra hasta la fecha. Es, desde luego, un ínfimo detalle que a nuestro juicio muestra la habilidad de Lope para inflar su currículo, si bien la (mala) memoria o la pérdida de ejemplares pueden variar esta interpretación. Por último, tras defender a Montalbán como autor del segundo Orfeo y poeta dotado de ingenio, Lope advierte a su rival de que su actitud censora solo podrá acarrearle odio y desprecio. 5. Fuentes Repertorio funcional de antiguos y modernos Aquí nos ocuparemos de los autores ajenos aludidos, mencionados o citados en el Anti-Jáuregui, pero descartando tanto los títulos del propio Lope —Jerusalén conquistada y La Filomena— como los de su interlocutor directo traídos al hilo del debate —Antídoto, Rimas, Discurso poético, Orfeo y la Carta del licenciado Claros de la Plaza—. En cuanto a las fuentes con las que se pertrecha Lope, estas tienen básicamente cinco funciones: hacer un breve estado de la cuestión, reforzar el encomio propio, justificar sus elecciones estilísticas, fundamentar su visión poética y burlarse de Jáuregui. La nómina de autores antiguos y modernos que se citan a tal fin roza la cincuentena, por lo que abordaremos unos y otros por separado para facilitar la claridad expositiva y nuestro examen. 1. Antiguos Como cabía esperar, en el Anti-Jáuregui, las fuentes antiguas son primordialmente latinas, con una excepción a medias: un par de citas de Sófocles, en la versión latina con notas de Camerarius (Sophokleous ai epta tragõdiae / Sophoclis tragoediae septem … quibus accesserunt Joachimi Camerarii necnon Henrici Stephani annotationes, 1603), motivo por el que nos ocuparemos de esta obra en el apartado de modernos. De manera que el autor antiguo con mayor peso en el escrito es Quintiliano, quien, desde La Filomena (1621) y la polémica con Colmenares, era la autoridad clásica preferida por Lope a la hora de zanjar cuestiones retóricas, especialmente los libros VI-IX de la Institutio oratoria. En consecuencia, el Anti-Jáuregui trae hasta seis pasajes de este tratado para abordar varios puntos del debate: la agnominación o paranomasia, a la que era tan propenso el humor caústico de Jáuregui; el necesario equilibrio entre el decorum y la varietas en la elección léxica o la preeminencia del natural en el debate Ars vs. Natura, tan caro a Lope. En el marco de tales citas, descontextualizadas a veces, se colaban de manera indirecta otros autores que reforzaban la polifonía textual con que se quería avasallar al oponente, como las citas de Virgilio y Horacio a propósito de la adjetivación que aplican a la palabra mus en las Geórgicas y en el Arte poética. Salta a la vista que Lope no cambió su práctica argumentativa por mucho que Colmenares le criticara el uso de preceptos de oratoria para discurrir en poesía. Quintiliano había sido piedra angular en la educación recibida por Lope entre los jesuitas, era caladero frecuente en el manejo de autoridades por parte de sus contemporáneos y seguía siendo figura imprescindible para Lope a la hora de ilustrar su ideal elocutivo. Junto a la preceptiva de la Institutio destaca el papel de la Rhetorica ad Herennium, atribuida entonces a Cicerón, que Lope cita para recordarle a Jáuregui los tres estilos de la elocución viciosa: el hinchado, el fluctuante y el seco. El manual también había sido esgrimido anteriormente en La Filomena para calificar el conocimiento de las anfibologías de «potius maximo impedimento», y en La Circe a propósito de la prosopopeya. Los poetas e historiadores romanos, en cambio, sirven a Lope para entresacar una sentencia en contra de la actitud maliciosa del rival —como la virgiliana «Furor arma ministrat»— o para advertirle de la dificultad de ejercer la crítica, blandiendo lo de «Vivorum ut magna admiratio, ita censura difficilis est» de Cayo Veleyo. E igualmente le sirven para ejemplificar una determinada opción estilística. Así, un verso de la Eneida puede valer para explicar los presuntos pleonasmos de la Jerusalén, mientras que otros tomados de Virgilio, Ovidio, Horacio o Marcial pueden ilustrar un tropo como el canto del gallo para significar la alborada o ilustrar el correcto empleo del epíteto tenaz. Las breves citas que espiga de tales autores proceden generalmente de los Epitheta de Ravisio Textor o del Parnassus poeticus biceps de Nicolas Nomexy, práctica que explica que lleguen a veces deturpadas, mal leídas y muy lejos de su contexto original. No podemos precisar siempre de qué compilación exacta toma Lope la cita, pues son obras que se copian y asemejan entre sí. En ocasiones ni siquiera somos capaces de identificar la posible transmisión intermedia que deturpa el texto citado, como ocurre con la sentencia «Praesumptio spiritus audaciam et superbiam significat» del De sermone Domini in monte de san Agustín, autor de gran resonancia en la lírica sacra lopesca. Otro tanto pasa con la Historia naturalis de Plinio, ampliamente consultada en el Siglo de Oro, o el De divinatione de Cicerón, referencia muy presente en los paratextos teatrales del Fénix. Sobre ambas fuentes se apoya Lope para demostrar que sus cultismos están autorizados por ilustres autores, como ocurre con el término baca, referido a los frutos de los laureles e incluso de todo género de árboles, según se lee en las dos auctoritates mencionadas. Pues bien, la cita ciceroniana del De divinatione que proponemos en nota, si bien de idéntico sentido, no concuerda con la que da nuestro poeta, que tampoco hemos sido capaces de localizar. Como apuntábamos, puede que «baccae arborum terraeque fruges» proceda de una lectura corrupta transmitida en polianteas o un lexicón latino como el Lexicon latinum del jesuita Franz Wagner, que trae punto por punto esta del Anti-Jáuregui. 2. Modernos Dado que el Anti-Jáuregui está escrito sobre el trasfondo de las guerras literarias del momento, nada tiene de sorprendente que, junto al propio Jáuregui, tengan presencia destacada en el escrito autores que, como Góngora o Pérez de Montalbán, estaban en el centro de la polémica, sin olvidarnos de T. Tasso y su Gerusalemme, objeto de controversia en Italia. Sí resulta singular, en cambio, el conocimiento que tiene el licenciado Carrera de los detalles menudos de las polémicas de su tiempo, como lo demuestra la mención de esos cuatro escritos ya citados de cuya existencia solo hay noticia por el Anti-Jáuregui. Uno de ellos es el papel que escribió un tal alférez Estrada «en defensa de don Luis de Góngora». Robert Jammes y Antonio Carreira lo fechan hacia 1618, tras la publicación de las Rimas de Jáuregui, sin proporcionar mayor detalle sobre el personaje en cuestión. Para Jammes este papel hubo de ser poco conocido entre los amigos de Góngora, ya que no lo menciona ninguno de sus comentaristas, y no aparece en la lista de Autores... que han comentado, apoyado, loado y citado las poesías de D. Luis de Góngora, publicada por Ryan (LX). Los otros tres son ataques contra el Orfeo de Jáuregui, atribuidos respectivamente a María de Zayas, a Tomás Tamayo de Vargas y a Juan de Quiroga Fajardo. El escrito pone especial énfasis en el primero de ellos, por la condición femenina de su autora. A este respecto, cabe recordar que el Fénix no incorporaba a Zayas en sus listados o parnasos personales previos a la polémica generada en 1624. Pero la novelista participa en los preliminares del Orfeo en lengua castellana con un elogio a Montalbán y puede que este apoyo que le brinda la dama a Lope y Montalbán contra el sevillano tenga mucho que ver en su inclusión, ya por 1630, entre las cabezas coronadas del Laurel de Apolo. La voluntad de autoelogio que domina en los compases iniciales del Anti-Jáuregui se explaya en citas extraídas de obras como la Expostulatio Spongiae, el Teatro de las grandezas de la villa de Madrid, de González Dávila, y los Discursos varios políticos, de Manuel Severim de Faria. Con el mismo propósito, pero a medio camino entro lo antiguo y lo moderno, comparece inicialmente la ya mencionada edición bilingüe de las tragedias de Sófocles con los comentarios de Camerarius,que Lope refirió para alabar su fecunda vejez y obra, pero acaso leyéndola tan apresuradamente como para confundir Macrobioi, una obra atribuida a Luciano, con Macrobio. Parecida estratagema tenemos con la Historia Romana de Cayo Veleyo –otro antiguo que traemos aquí a partir de la edición de Lipsio–, de cuyas alabanzas a la figura de Homero se apropia el licenciado de la Carrera en favor de Lope. Al cierre del escrito, la edición del erudito flamenco resurgirá una última vez al calor del ejercicio de la crítica. Es bien palpable el entusiasmo con que Lope leyó a Lipsio, la manera progresiva y personal en que adoptó su neo-estoicismo y la severidad con que criticaba su estilo lacónico, o más bien el de sus imitadores. No sorprende, por ello, que sus comentarios en las Animadversiones in tragoedias quae Lucio Annaeo Senecae tribuuntur se aprovechen también para poner en solfa el estilo de Jáuregui, declarándolo oscuro, vano e irrisorio. Al igual que ocurriera con los autores clásicos, los modernos también emergen para vindicar los presuntos descuidos en la elección léxica denunciados por el «reformador». Así, las obras de Gerard Cremer, Wolfgang Lanz, Kedrenos y Johannes Cuspinianus, todas ellas centradas en hechos de los turcos, sirven para avalar un antropónimo inusitado como Trangolipico. Por otro lado, la Agricultura de jardines de Gregorio de los Ríos ofrece a Lope un tesauro válido de flores y plantas, como también sucediera probablemente en su comedia Los Ponces de Barcelona (ca. 1610-1612), «donde se aducen treinta y tres nombres de hierbas y verduras en apenas veintiún versos» (Zugasti 2001: 90). Y cuando la acomodación del término no se ha producido, el Fénix no tiene inconvenientes en aceptar el extranjerismo conforme a algún diccionario latino. Ejemplo palpable de esta coyuntura se da con la voz teristro (un tipo de velo), que el autor toma y define a partir del Lexicon ecclesiasticum latino-hispanicum de Diego Jiménez Arias, referencia que también se documenta en algunos ladillos de la Jerusalén. Las fuentes modernas con las que Lope cimenta su teoría literaria son igualmente variadas. El Compendium totius philosophiae, tam naturalis quam moralis de Girolamo Savonarola afloraba en la «Epístola séptima» de La Circe para apuntalar, entre otras cosas, la importancia del «uso» en una conceptualización de la poesía. En esta ocasión, el Apologeticus, o libro tercero del compendio de Savonarola, se esgrime de nuevo para tratar los fundamentos del arte en tanto que medio por el que llegar a una determinada práctica. Independientemente de la trabazón entre poesía y filosofía racional, salta a la vista que el «uso» de La Circe y «los actos» del Anti-Jáuregui manifiestan una misma postura hacia el ejercicio público de la escritura como prueba legitimadora del poeta –así lo recuerda el soneto «Silvio, si conocer poetas quieres, / a las obras impresas te remite», en La Circe–. Este manejo interesado y peculiar de la obra del predicador dominico con el objetivo de respaldar un fértil estro poético es una de las pruebas más rotundas de que la pluma de Lope se esconde detrás del Anti-Jáuregui. Todas estas fuentes cultas van salpicadas de juegos verbales, letrillas y versos sueltos que evocan un universo lírico popular o popularizado con el que Lope juega para cargar de efecto sus burlas y desarmar a su adversario. Un chiste de Antonio Hurtado de Mendoza en la comedia Cada loco con su tema, un par de versos de la oración tradicional conocida como Las cuatro esquinas, dos de una letrilla atribuida a Liñán, otro sacado del romance de Arbolán (obra, por cierto, de Juan de Salinas, emparentado con Jáuregui), los estribillos de la zarabanda o los dos versos de un cantarcillo, sin olvidar la mención de personajes proverbiales como Juan del Carpio, Pero Hernández o Vinorre, se enjaretan aquí y allá, compensando la erudición exhibida e intentando llevar la trifulca a un terreno más cercano y humorístico. En la misma línea hay que situar, finalmente, el parangón que establece el texto entre Jáuregui y dos autores, Arceo (Francisco de Arce) y Miguel Venegas de Granada, cuya impericia y futilidad contrastan con el renombre de eruditos extranjeros con los que se equipara Lope (Peter Schrijver o Martín Antonio del Río, por caso). De este repaso a las fuentes se desprende, por un lado, que las autoridades aludidas por don Luis de la Carrera habían sido manejadas por Lope en uno u otro momento de su carrera, lo que refuerza nuestra atribución autorial; y por otro, que el destinatario ideal del Anti-Jáuregui debía poseer una cultura esmerada, pero sin renunciar por ello al disfrute del acervo popular en sentido amplio. Un perfil que cuadra con el del propio Lope como vir doctus et facetus y con los espacios de socialización académica en los que se movía habitualmente. 6. Conceptos debatidos Una ensalada de vieja receta El argumentario a favor del estilo propio y en contra del de su rival pone negro sobre blanco buena parte de los conceptos discutidos desde los inicios de la polémica gongorina.El grueso del debate transcurre en torno a la licitud de las voces cultas cuando se acomodan con propósito y cuentan con cierta tradición literaria, sin por ello caer en un tono pedante o contradecir un estilo "llano". Es decir, en intentar salvar la Jerusalén y su propia visión poética de discordancias que se dan por inexistentes, dado que Lope se autodefine como «perpetuo estudiante que ha igualado la naturaleza al arte». Por el contrario, su rival carece de ambas cualidades, de manera que un natural «tan cuitado» solo puede dar de sí ignorancia en el conocimiento de los preceptos y confusión a la hora de aplicarlos, sea en la poesía o en la pintura. De ahí vicios como la imitación servil, la falta de decoro, el pleonasmo o la ignorancia de las fuentes clásicas. Todo ello regado con los inexcusables ataques ad hominem mediante los cuales Lope nos retrata a un contrincante maldiciente, entrometido, seco de carnes y falto de virilidad. Puesto que los conceptos debatidos ya se han mencionado con mayor o menor detenimiento en los epígrafes anteriores, aquí solo los expondremos de manera esquemática y con alguna que otra cita que los ilustre: a) Variatio. La cantidad de versos de la Jerusalén fuerza a Lope a no repetir voces y a escoger otras «con hermosura». El Orfeo de Jáuregui, en cambio, cae en redundancias que ya fueron reprobadas por María de Zayas: El Jerusalén tiene tres mil y tantas estancias, donde verá cualquiera que tenga entendimiento que en tanta copia de versos era forzoso duplicar los términos –cosa enojosa a cualquiera buen juicio–, y así fue forzoso variarlos con hermosura. b) Decorum. La extensión y variedad de la Jerusalén le permiten a Lope justificar tanto la presencia tanto de cultismos y voces inusitadas como de otras más cercanas a lo común y prosaico. Aquellas pueden excusarse siempre y cuando ya hayan sido aceptadas y contribuyan al estilo sublime: Dijo Lope en la prefación del Orfeo del licenciado Juan Pérez, que tan flaco trae a vuesa merced y tan cuitado, esta máxima, hablando del título: «con cuyo advertimiento se abstrae de toda voz y locución peregrina, menos las recibidas y que blandamente sirven de ornamento al estilo grande». Dígame vuesa merced si esta excepción podrá salvar las voces de la Jerusalén. En cuanto a las segundas, se justifican en tanto que derivan de la imitación de fuentes autorizadas, como las Sagradas Escrituras: Con esto me excusaré de otras cosas en que vuesa merced se halla tan ignorante, como en los lugares de la Escritura, hablando en las víctimas de Salomón: «boum viginti duo millia, et ovium centum viginti millia». De esta carne se cansó vuesa merced, pues en verdad que no lo dijo Lope de Vega, sino el tercero libro de los Reyes. El mismo argumento sirve para defender en otro pasaje una voz peregrina (cálatos ‘cestos'), frente a los términos vulgares de su oponente: Pues cálatos es del lugar del profeta, y aquí bien pienso yo que vuesa merced dijera banastos o cestos, cosa tan ordinaria como en sus Rimas «piltrafa, gatafa, dizque, guizque y morro». c) Peritia. El término «blandamente» exige, para Lope, que las voces peregrinas se acomoden con elegancia para contribuir al ornatus y no forzadas como consecuencia de la impericia del versificador: Y en lo de morbo, porque no use vuesa merced otra vez esta voz para consonante de estorbo y corvo, le quiero advertir que es nombre y verbo sorbo, y que hay torvo y Pancorbo; y para indica, tica y mica, y si vuesa merced se hallase en grande aprieto, no se le dé nada de poner borrica, no le tiente el diablo de poner alguna cosa mala .... d) Auctoritas. Una crítica habitual contra los cultos era su desconocimiento real del latín, que les llevaba a cometer errores y a ridiculizarse con el contraste entre pretensiones de recóndita erudición e ignorancia de los rudimentos. Lo mismo le pasa a Jáuregui: ... una negra palabrita que se atrevió a decir en su Discurso poético, que si fuera de otro le llamara vuesa merced frenético, no fue menos que «verbum fortem». Mire si se le ajusta el lugar (que si supiera latín como sabe griego, yo sé que me le agradeciera) .... e) Imitatio. La imitación servil de estilos o tácticas retóricas ajenas evidencia la falta de ingenio innato o natural, y desemboca en defectos como la obscuritas basado en rarezas e impropiedades del léxico y no como la de Góngora en la pericia sintáctica y la alusividad ingeniosa (verba singula) o el mimetismo irreflexivo: El primer examen que vuesa merced hizo fue en las Soledades de don Luis de Góngora, a quien reformó tan mal, que se quedó con imitarle, no en la grandeza, hermosura y erudición, sino en la peregrinidad .... Todo su Discurso poético es traducción de la Academia de la Crusca de Florencia contra el Tasso, menos sus boberías, y la manera de calumniar a Lope con versos así sueltos porque parezcan feos, pues con la misma traza se los van sacando al Tasso los florentines, que versos que no concluyen la sentencia, claro está que han de parecer mal. f) Defectos de la elocutio. Aparte de recordarle la triple división de la elocución viciosa conforme a la Rhetorica ad Herennium, Lope denuncia dos vicios mayores en su rival: el pleonasmo y el cacofatón. A su vez, defiende determinadas construcciones suyas que, si bien pueden parecer pleonásticas, solo evitan un modo de aposiopesis o bien enfatizan la expresión, tal y como se recoge en numerosos autores latinos: ¿Ve vuesa merced cómo dice bien que aquello dijo con la lengua y que lo demás acabaron los ojos, significando la fuerza que mostró en ellos? Pues en verdad que el lugar es de Virgilio, mírele qué claro, señor reformador: «Talia voce refert, premit altum corde dolorem» y «spem vultu simulat». En cuanto al cacofatón, Lope le afea a Jáuregui varios versos que generan frases malsonantes y refleja, en consecuencia, una mayor sensibilidad prosódica que la que se trasluce en las quejas del sevillano: «Muchos, tras Él, resucitar fue visto»: si a vuesa merced le parece, ¿no fuera mejor trasero? Con estos versos bien puede competir aquel de su Orfeo de vuesa merced: «en el alga tenaz hunde la quilla». Porque, fuera de ser Undelaquilla dueña de honor de doña Lambra, mujer de Ruy Velázquez, el alga tenaz es desatino, si no quiere vuesa merced que se parezca a la miel y a la cera, como en Virgilio y Ovidio. Pero, en muchos casos, las disonancias proceden de querer extender la gama tonal expresiva de la poesía, cuando se buscaba la sorpresa y la novedad a través de contrastes entre lo vulgar y lo raro con cierta cacocelia o pretenciosidad. h) Frialdad y blasfemia. Los chistes o juegos de palabras que esgrime Jáuregui como instrumento crítico tergiversan las lecciones originales de Lope: A un moro que Lope llama Candeloro, llama vuesa merced Candelero. ¡Bien haya la madre que le parió! Cierto que merecía, con el mismo, el barato de Juan del Carpio. Y para que vea que todas sus gracias son con esta misma frialdad, mire cómo a los azapos del Turco llamó gazapos; a Lope, Lopo, y aquello de las tías equivocó, pues los que leyeren su Discurso de vuesa merced, solo escrito para legos, no sabrán que tías es árbol .... Y están de suerte estos chistes vinculados en su ingeniote de vuesa merced, que temo que si responde, siendo mi apellido Carrera, me ha de llamar Carreta. ¡Esta sí que es buena agnominación! En varias ocasiones, Lope insinúa que el lenguaje irrespetuoso de Jáuregui bordea la blasfemia. En ese caso, cuando el humor toma como presa asuntos sagrados, el autor no pasa por alto una reprimenda que le sirva para recordar su condición de clérigo, su vínculo con el Santo Oficio o su piedad y conocimiento de las Escrituras: Entra vuesa merced luego diciendo que el tal maestro anda estos días lanzando bramidos. Aquí no digo nada —vuesa merced se entienda—, como en aquello de los azotes y palos, que verdaderamente causa risa el ver que vuesa merced hable a un clérigo en bramidos, palos y azotes. ... así vuesa merced arrojaba contra el Jerusalén de Lope todo cuanto se le ponía delante, hasta el incensario del rey Ozías, diciendo, con aquella ordinaria nieve, que un sacristán se le hurtó a un cura, siendo el lugar de las sagradas letras. ¡Pero qué mucho, si vuesa merced se ríe de que se nombre el Evangelio, la misa, el nombre de Jesús y de María en un poema sacro! 7. Otras cuestiones La relación Lope-Jáuregui, con Góngora al fondo Las diferencias entre Lope y Jáuregui vienen de antes de 1624, según nos hizo ver Montero. Bien es cierto que el momento más virulento de la polémica se produce tras la difusión en 1624 de los Orfeos y el Discurso poético, pero hay que retroceder mucho más para comprender la peculiar relación que se había gestado entre el madrileño y el sevillano. El punto de arranque esta, inevitablemente, en los años 1614-1615, cuando se difunde el Antídoto de Jáuregui contra las Soledades de Góngora. La reacción de Lope ante esa arremetida es difícil de calibrar: bien podríamos pensar que viese en Jáuregui un potencial aliado contra un enemigo común, o bien que Lope respaldase públicamente a Góngora y marcase distancias con Jáuregui, condenándolo en su soneto «Canta, cisne andaluz, que el verde coro», donde habría que interpretar como alusión contra el Antídoto y su autor versos como estos: «si, ingrato, el Betis no responde atento / al aplauso que debe a tu decoro» . El siguiente punto de inflexión vendría con las Rimas de Jáuregui (1618), cuyo prólogo esboza su ideal poético, al mismo tiempo que ataca, sin dar nombres, a todos por igual. Es probable que su posicionamiento no terminara de agradar al Fénix, y mucho menos cuando en 1619 el sevillano fija su residencia estable en la corte, dando ocasión a numerosos roces con sus colegas: Así ocurrió con motivo de las justas poéticas celebradas en Madrid entre 1620 y 1622, según afirma el propio Lope en el Anti-Jáuregui aludiendo a los éxitos cosechados en ese tipo de certámenes por Pérez de Montalbán en competencia con el sevillano. Una de esas justas es probablemente la de la beatificación de san Isidro, con Lope como maestro de ceremonias, y la otra es con toda seguridad la que organizó el Colegio Imperial por la canonización de san Ignacio y de san Francisco Javier, certamen al que Jáuregui presentó un total de tres composiciones, pero en el que sólo alcanzó un modesto tercer premio, mientras que el joven Montalbán obtuvo un primero y un segundo, este último en el apartado de glosas y en concurrencia con Jáuregui, que no obtuvo en él ningún galardón. Lope no formaba parte del jurado ... pero fue secretario de la justa y no puede descartarse que también interviniese en el fallo. La rivalidad entre Lope y Jáuregui en estos años decisivos tiene que entenderse, en última instancia, dentro de la búsqueda de apoyos que el Fénix puso en marcha a partir de 1621, con un nuevo rey y sus consabidas mercedes por estrenar. De los análisis socio-literarios que López Lorenzo (en prensa) aplica a La Filomena y La Circe se desprende que el Fénix, por un lado, quiso reforzar su vínculo con el foco poético sevillano, años después de su estancia en la ciudad entre 1598 y 1603. Para ello, dirige y publica en La Filomena la correspondencia mantenida con algunos de ellos: Diego Félix Quijada y Riquelme (epístola IV), Francisco de Rioja, «en Sevilla» (epístola VIII) y Juan de Arguijo, «veinticuatro de Sevilla» (epístola IX). Al año siguiente bendecirá desde Madrid la justa hispalense de 1622 a la canonización de san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier, recopilada por el contador Juan Antonio de Ibarra y publicada en 1623 bajo el título Encomio de los ingenios sevillanos. En ella, Lope se erige en norte estético definitivo de las plumas andaluzas, en un recorrido histórico que lo emparenta con Herrera. Tal y como explica López Lorenzo, a partir de Montero (2020), la idoneidad de este foco hay que entenderla dentro del polo de atracción que suponía Madrid para los poetas andaluces al paso que el conde-duque ganaba más y más peso en la política del país. Montero respalda esta idea a partir de lo que él denomina el «factor Olivares» ... Es decir, que auxiliarse en este núcleo era, por extensión, cobijarse a la sombra de don Gaspar de Guzmán. Ese ascenso y otros factores coyunturales, concluye Montero, justificarían la «política poética» de Lope hacia los círculos sevillanos. Sin embargo, Jáuregui, con sus firmes ideas estéticas aireadas en las Rimas, y los poetas sevillanos que escribieron contra el Fénix la sonetada del Cartapacio de Palomo se resistían a caer en los brazos del estilo “llano”, lo que ponía en peligro el aval unánime de Lope ante la nueva corte. Está claro que Jáuregui tenía una buena posición bajo el amparo de Olivares y Lope tiene que contraatacar de alguna manera; de ahí en parte que el certamen isidril de 1622 fuese tan desfavorable al sevillano, y de ahí también que lo presente como bufón de los señores nada más empezar el Anti-Jáuregui. Es más, todo el opúsculo puede leerse aún en esa clave de conformación de bastiones prolopescos. Por ejemplo, las referencias a los papeles de Zayas, Tamayo de Vargas y Juan de Quiroga, o esas otras a la comedia de Antonio Hurtado de Mendoza —destinatario de la «Epístola I» de La Circe— y a la letrilla de Liñán —si bien ya fallecido por entonces— pueden ser estratagemas del Fénix para definir lindes y apoyos contemporáneos que lo amparasen en su anhelo cortesano. En este marco, el Anti-Jáuregui otorga a Góngora una posición estratégica, ya que le permite a Lope emparejarse con él en su condición común de damnificados por el reformador sevillano. De ahí que lo nombre con respeto y lo cite como autoridad (satírica, al menos), sin que ello le obligue a ir más allá de la admiración ambivalente que rezuman La Filomena y La Circe: don Luis posee un talento extraordinario y peregrino; no así sus seguidores. Este conjunto de factores hace comprensible que, cuando en 1624, Jáuregui dé a luz su Orfeo y su Discurso poético, donde ataca por igual a cultos y a llanos, más la anónima y maliciosa carta contra la Jerusalén, Lope cargue contra él como nunca antes se había atrevido a hacerlo. 8. Conclusiones Licencias de un alter ego literario En su conjunto, el Anti-Jáuregui no es un documento que arroje novedades de concepto en el desarrollo de la polémica gongorina. Sus argumentos y posturas se han manifestado anteriormente en libelos y comentos de otros defensores del estilo llano o en proclamas poéticas del mismo Lope de Vega. En sus detalles y guiños, no obstante, tiene más valor del que podamos reconocerle a simple vista. Por ejemplo, gracias a él conocemos otras censuras implicadas en la contienda a raíz del Orfeo de Jáuregui, además de pormenores ecdóticos de la Jerusalén y su caudal de fuentes consultadas. Justamente en esa ojeada a las autoridades citadas, al estilo elocutivo, a la información biográfica y contextual es donde la pluma enconada de Lope de Vega aflora de manera inconfundible, salva la autoridad de Jammes y sus reparos. La pose neo-estoica y los lemas latinos alusivos a la mediocritas con que el Fénix construye su máscara autorial estos años —recuérdese la guinda del «Nec timui nec volui» en la portada de La Filomena— no evitan que el poeta pudiera explayarse a gusto bajo heterónimos burlones, desdobles tras los cuales poder mirarse a sí mismo del modo en que le gustaría que lo hicieran sus adláteres. Los argumentos en favor de esa atribución de Montero y sobre los que ahora insistimos tocan tantísimos flancos y con tanta intensidad que no cabe más que pensar en un Fénix haciendo de las suyas: pregonar la identidad del rival y emborronar sus propias huellas. La estructura del escrito revela, además, que se tomó muy a pecho las incongruencias que le echaba en cara Jáuregui y, si bien decidió no abandonar el esquema cuatripartito de la oratoria clásica, fue bastante concienzudo en defender una a una las (primeras, al menos) voces de la Jerusalén que según el sevillano pecaban en faltar al decoro y al mismísimo ideal estético de su creador. Hemos visto cómo léxicos latinos, las Sagradas Escrituras o aun compendios de agricultura sirvieron al autor para justificar los cultismos con los que ornó la obra de 1609. A la frecuente consulta de enciclopedias se suma el peso de los antiguos —Sófocles, Quintiliano, Virgilio, Cicerón, Séneca (supuestamente), Horacio, Petronio, Veleyo— y el crédito de los modernos —Savonarola, Camerarius, Lipsio—, junto con el usual filtro de Ravisio Textor o Nomexy. Suficiente armamento, en suma, para tratar cuestiones que volvían una y otra vez al debate generado por la 'nueva poesía': la licitud de cultismos y, ocasionalmente, voces comunes por mor de la variatio, el grado de conocimiento del latín y los clásicos, la imitación servil para encubrir la falta de ingenio natural, etc. En fin, su gran epopeya trágica le volvía a dar quebraderos de cabeza y eso que ya habían pasado más de quince años desde su publicación. No creemos que Lope tuviera necesidad a estas alturas de poner tanto empeño en replicar a Claros de la Plaza si no fuera porque los años veinte, con el cambio de reinado, pusieron al madrileño en una tesitura crucial en su intento de prestigiar su quehacer poético frente a los secuaces de don Luis de Góngora. Los nuevos vientos que soplaban desde la corte de Felipe IV, con Olivares y la Junta de Reformación a la cabeza, ofrecían una oportunidad de medro que no se podía desatender. Sus aspiraciones al puesto de cronista real o el modo con que entonces se bate contra sus adversarios —Rámila, Amaya, Colmenares— son muestras, a nuestro entender, de que el Fénix había decidido poner su pica en la corte al precio que fuera y que Jáuregui se había atravesado en su camino en el momento más inoportuno. Para ello, se presenta con una actitud renovada. Si el nuevo disfraz no le permitía salir a la palestra satírica, contaba aún con altavoces como Pérez de Montalbán o con las licencias de un alter ego literario. El Anti-Jáuregui, tal y como hemos ido presentando, es buen ejemplo de lo segundo. 9. Establecimiento del texto Del Anti-Jáuregui solo se conoce actualmente un testimonio antiguo, la copia conservada en los. ff. 222r-230v del ms. L-I-15 de la Biblioteca del Escorial (sigla = E), que procede de la biblioteca del conde-duque de Olivares y que sirvió de base para la edición del texto por parte del padre Zarco Cuevas (1925) (sigla = Za). De esa copia proceden los demás testimonios directos o indirectos que nos han llegado. A saber, un traslado hecho por Bartolomé José Gallardo (1776-1852) que se perdió en diciembre de 1937, durante el incendio accidental que destruyó casi por completo la rica biblioteca que Luis de Lezama Leguizamón y Sagarminaga (1865-1933), había reunido en su casa palacio de Algorta (Getxo, Vizcaya); antes de su pérdida, sirvió de base para la edición de Miguel Artigas en 1925 (sigla = Ar). Un segundo traslado del siglo XIX se ha conservado entre los manuscritos de José Amador de los Ríos (1818-1878) adquiridos en 1908 por la Biblioteca Nacional a su hijo Rodrigo; concretamente la copia se halla en los ff. 77-83v del actual BNE ms. 19166 (sigla = Am). Su dependencia del manuscrito escurialense es fácil de demostrar, ya que el cotejo muestra, junto a diferencias menores, numerosas similitudes en detalles mínimos de la escritura, como la puntuación, el uso de las abreviaturas, los subrayados, las notas marginales, etc. En el caso de la copia perdida de Gallardo, la cuestión puede aclararse con relativa facilidad, pues de entrada contamos con un indicio significativo: es seguro que el ilustre bibliógrafo consultó el ms. escurialense L-I-15, ya que han quedado huellas de su escritura al menos en una de las piezas ahí recogidas (la primera: Los Reies de España: y los autores que en particular escriuieron dellos). Si nos atenemos a lo estrictamente textual, no hay nada que obligue a pensar que Gallardo manejase una fuente hoy desconocida: todas las variantes de la edición de Artigas con respecto a E pueden explicarse como resultado del doble proceso de copia y posterior edición. Y si a esto añadimos que no se conoce ningún testimonio anterior al siglo XIX que no sea el del Escorial, creemos que el círculo queda suficientemente cerrado. Así las cosas, la edición del texto ha de seguir el testimonio E, sometiéndolo a enmienda por conjetura en aquellos casos en que resulte necesario y posible. La utilidad de los demás testimonios se reduce a servir de ayuda en la transcripción del texto base, no tanto a la hora de resolver problemas paleográficos, que prácticamente no los hay, como los derivados de la dificultad de leer los últimos caracteres de algunas líneas en el margen interior del vuelto de las hojas, a causa de lo apretado de la encuadernación. Estos casos se indicarán en el aparato crítico, cuya norma básica será desechar, y por tanto no consignar, las variantes de Am, Ar y Za con respecto a E como meros descuidos de transcripción, salvo cuando pudieran constituir, expresamente o no, enmiendas de posibles errores de E. Tales descuidos son numerosos tanto en Za como, especialmente, en Ar. 10. Bibliografía 10. 1 Obras citadas o consultadas por el polemista Agustín, San: Ambrosio, San: Camerarius, Joachim: Véase SÓFOCLES. Compendium theologicae veritatis (atribuida a Alberto Magno y a Buenaventura). Cicerón, Marco Tulio: Crinito, Pietro: Crusca, Accademia della: Cuspinianus, Johannes: Estrada, Alférez: —, Papel en defensa de don Luis de Góngora Faria, Manuel Severim de: Góngora, Luis de: González Dávila, Gil: Horacio Flaco, Quinto: Hurtado de Mendoza, Antonio: Hurtado de Mendoza, Diego: Jáuregui, Juan de: Jiménez Arias, Diego: Kedrenos, Georgios: Lazius, Wolfgang: Liñán de Riaza, Pedro: Lipsio, Justo: Lucano, Marco Anneo: Luciano de Samósata: Marcial, Marco Valerio: Mercator, Gerhard Kremer: Monforte y Herrera, Fernando: Ovidio Nasón, Publio: Pérez de Montalbán, Juan: Petronio Árbitro, Cayo: Plinio Segundo, Cayo (El Viejo): Prudencio, Aurelio: Quintiliano, Marco Fabio: Ríos, Gregorio de los: Romance del gallardo Arbolán («A la jineta y vestido / de verde y flores de plata»). Savonarola, Girolamo: Sófocles: Tamayo de Vargas, Tomás: Terencio Afro, Publio: Vega, Lope de: Veleyo Patérculo, Cayo: Virgilio Marón, Publio: Zayas, María de: 10.2 Obras citadas por el editor 10.2.1 Manuscritos Jáuregui, Juan de: 10.2.2 Impresos anteriores a 1800 Buenaventura, San: Covarrubias Orozco, Sebastián de: García, Marcos: Jáuregui, Juan de: Luis de Granada, Fray: Monforte y Herrera, Fernando: Pellegrino, Camillo: Persio, Félix: Pineda, Juan de: Quiroga Fajardo, Juan de: Ravisio Textor, Johannes: Rossal, Michael: Soto, Hernando de: Soto de Rojas, Pedro: Tamayo de Vargas, Tomás: Tomás de Aquino: Vega, Lope de: Venegas de Granada, Miguel: 10.2.3 Impresos posteriores a 1800 Alatorre, Antonio: Alemán, Mateo: Alín, José M.ª, y Barrio Alonso, María Begoña: Alonso, Dámaso: Arce de Otálora, Juan de: Argensola, Bartolomé Leonardo de: Argote de Molina, Gonzalo: Aristóteles: Artigas, Miguel: Blanco, Mercedes (ed.): Blanco, Mercedes, y Plagnard, Aude (eds.): Bonilla Cerezo, Rafael: Brioso Santos, Héctor: Brito Díaz, Carlos: Carabias Orgaz, Miguel: Cancionero de Baena, Brian Dutton y Joaquín González Cuenca (eds.), Madrid, Visor, 1993. 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Fernández de Córdoba, Francisco: Fernández Gómez, Carlos: Ferrer Alba, Inmaculada (ed.): Festini, Patricia: Frenk, Margit: Gallardo, Bartolomé José: Gallego Montero, Jesús: García Baena, Pablo: García Jiménez, Salvador: Gates, Eunice J.: Góngora, Luis de: González Barrera, Julián: Horacio Flaco, Quinto: Huerta, Jerónimo de: Hurtado de Mendoza, Antonio: Iglesias Feijoo, Luis: Jammes, Robert: Jáuregui, Juan de: Jimenez Patón, Bartolomé: Jordán de Urríes y Azara, José: Juan Bautista de la Concepción, San: Laplana Gil, José Enrique: Lezcano Tosca, Hugo: López Bueno, Begoña: López Estrada, Francisco: López Lorenzo, Cipriano: López de Úbeda, Francisco: Lucano, M. Anneo: Luis de Granada, Fray: Luján, Pedro de: Maluenda, Jacinto Alonso: Marcial, Marco Valerio: Martín Abad, Julián: Mascia, Mark J.: Matas Caballero, Juan: Mena, Juan de: Millé y Giménez, Juan: Montero, Juan: Montiel, Carlos-Urani: Moure Casas, Ana: Navascués Benlloch, Patricio: Núñez Rivera, Valentín: Osuna Cabezas, María José: Ovidio Nasón, Publio: Özmen, Emre: Pabón de Acuña, Carmen Teresa: Pacheco, Francisco: Palencia, Alfonso de: Pedraza Jiménez, Felipe B.: Pedrosa, José Manuel: Pérez de Montalbán, Juan: Pérez Pastor, Cristóbal: Persia, Juan de: Petronio Árbitro, Cayo: Pineda, Juan de: Plata, Fernando: Plinio Segundo, Cayo (ElViejo): Profeti, Maria Grazia: Prudencio, Aurelio: Quevedo, Francisco de: Quintiliano de Calahorra: Retórica a Herenio, Salvador Núñez (trad.), Madrid, Gredos, 1997. Rascón García, Elisabet M.: Rico García, José Manuel: Rico García, José Manuel, y SOLÍS DE LOS SANTOS, José: Rozas, Juan Manuel, y Quilis, Antonio: Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de: Salinas, Juan de: Sánchez Jiménez, Antonio: Sánchez Jiménez, Antonio, y Sáez, Adrián J. (eds.): Sliwa, Krysztof: Soria Mesa, Enrique: Soriano Sancha, Guillermo: Terencio Afro, Publio: Tubau, Xavier: Vega, Lope de: Veleyo Patérculo, Cayo: Virgilio Marón, Publio: Voc. = ver FERNÁNDEZ GÓMEZ, Carlos Vitali, Noelia: Vosters, Simon A.: Wagner, Franz: Weinberg, Bernard: Zarco Cuevas, Julián: Zugasti, Miguel: **** *book_ *id_body-2 *date_1625 Texto de la edición Ms. L-I-15 de la Biblioteca del Escorial Anti-Jáuregui Del licenciado don Luis de la Carrera al reformador de los poetas castellanos. Después que vuesa merced, señor don Juan, vino de la Andalucía a ser reformador de los poetas de la corte, me han preguntado varias personas, viendo lo que le cuesta, si es oficio provechoso, y yo he respondido que, pues vuesa merced le usa con tanta fatiga de su espíritu, descomodidad de su persona y poca satisfacción de su entendimiento, es imposible que no lo sea; mayormente, introduciéndole con los señores, cosa digna de la estimación que entre ellos tiene . Y así les ha parecido que vuesa merced debía entrar en esta corte –pues ya la poesía se ha hecho Hermandad– con sus ballesteros y pendón verde, como entró en Sevilla su provincial Argote de Molina. El primer examen que vuesa merced hizo fue en las Soledades de don Luis de Góngora, a quien reformó tan mal, que se quedó con imitarle, no en la grandeza, hermosura y erudición, sino en la peregrinidad, de que salió tan mal, que por huir de quien le puede enseñar, con la aversión natural que a todo ingenio tiene, hizo un Orficalepino de tantas lenguas, que puede servir a un sábado, pues las hay hasta de carnero y puerco. El segundo fue en la Jerusalén de Lope, cuyo papel llegó a mis manos tarde, donde vuesa merced esgrime con valentía aquellos sus donaires de Guadarrama entre palabras imprudentes y que pudieran excusarse, como se lo tienen advertido tantos ejemplos. Y así he querido hacer una antipófora, no defenderle, pues no necesita de favor la opinión más recibida que han visto estos ni los pasados siglos, por quien no hubiera dicho Séneca que «semel concepta vix deponitur», sino que la pusiera entre el rayo de Júpiter, los versos de Homero y la clava de Hércules, imposibles de la Antigüedad que ahora se entienden por ingenio de Lope, arte de don Luis de Góngora y desatinos de don Juan de Jáuregui. Y no le parezca a vuesa merced que me adelanto mucho, pues cuando Veleyo dijo «sine exemplo maximum qui magnitudine operum, et fulgore carminum solus apellari poeta meruit», y Lipsio, comentándole, que «non summus sed solus», fue más pronóstico de Lope que alabanza de Homero. Esto le dirá a vuesa merced la excelencia a que ha llegado, pues para que una cosa sea buena se ha de llamar con su nombre, como refiere el coronista Gil González de Ávila en su libro de las Grandezas de Madrid; sin tantos autores que le dirigen sus obras, como puede ver vuesa merced en un libro latino impreso en Francia cuyo título es Expostulatio Spongiae, y entre tantas alabanzas, esta inscripción: «Lupo a Vega Carpio Aristophanico, Virgiliano, Pindarico Hispanicarum Musarum theatralisque plausus, et gloriae iam pridem vindici, aeternum in posterum foelici magno, optimo Imperatori, etc.», sin otras muchas que, por no dar veneno a vuesa merced, no las refiero. Pero porque no diga que castellanos las hicieron, oiga a Manuel Severim de Faria, chantre y canónigo de Évora, en la Vida del Camões: «O grande conceito queLopo da Vega, celebérrimo poeta de nossos tempos, faz do nossoLuís de Camões se ve bem em seus escritos, dando-lhe sempre o epíteto de excelente», y esto dice para calificarle. Vuesa merced se enfadó de una palabra general que Lope escribió en una prefación, midiendo mal la venganza con la ofensa, acción tan bárbara cuanto merecida de Lope, que en tres libros impresos alaba a vuesa merced con mil mentiras, a quien reprehendiendo yo, me respondió: “Señor licenciado, no se pierde nada en alabar, porque si un hombre lo merece es justicia, y si no, es ironía, que no está de balde entre las figuras retóricas”. Luego tomó vuesa merced la pluma y, guiado de su libertad por la oscuridad de su ignorancia, introdujo al licenciado Claros de la Plaza, con su padre Llanos de Castilla y Plaza, reprehendiendo al maestro Lisarte de la Llana, nombres ingeniosísimos para decir liso, llano, claro, castellano y de la plaza. Cierto, señor, que cuando veo este título pierdo el gusto de responder, pareciéndome que con repetir estos nombres he respondido. Pero ya que me resolví a gastar mal dos horas, pasaré adelante, no para defender, como dije, sino para que este papel también ande por los bufetes de los señores –pues quiere vuesa merced que lo seamos–, y que ellos se entretengan en ver cómo se arañan y desgreñan las musas andaluzas con las castellanas. Entra vuesa merced luego diciendo que el tal maestro anda estos días lanzando bramidos. Aquí no digo nada _vuesa merced se entienda_, como en aquello de los azotes y palos, que verdaderamente causa risa el ver que vuesa merced hable a un clérigo en bramidos, palos y azotes. Digamos solo a vuesa merced lo que dijo en un soneto don Luis de Góngora a la tela de Madrid: «esas palabras no son de doncella». Pues ojalá tuviera vuesa merced tan virgen la envidia como la espada, y advierta vuesa merced que «acerbitas animi tui _como dijo Electra a Clitemnestra en Sófocles_ et tua facinora mihi per vim istas voces exprimunt: a turpibus enim turpia discuntur». Dice luego vuesa merced que no piensa saber más latín que «Castilla me fecit», y dice muy bien vuesa merced y lo ha probado con ejemplos, pues una negra palabrita que se atrevió a decir en su Discurso poético, que si fuera de otro le llamara vuesa merced frenético, no fue menos que «verbum fortem». Dios se lo pague, que tanto nos alegró a todos, que, a ser las de vuesa merced, se nos hubieran caído las quijadas. Con esto, en prosecución de sus gracias, trae la edad de Lope como en afrenta, juzgada de muchos por bien empleada en tantos estudios de letras divinas y humanas, en la inmensidad de sus escritos perpetuo estudiante que ha igualado la naturaleza al arte, de quien dijo el toledano Francisco Gutiérrez: «semper inexhausto prodigus ingenio». Pues a fe que no le faltan a vuesa merced para cincuenta muchos, que en Sevilla conocí yo a vuesa merced buen mamantón ahora cuarenta años, mas cierto que nadie trataría a vuesa merced o leería sus obras que no le juzgue por de catorce o quince. Pero lea vuesa merced lo que de la tragedia Edipo del griego Sófocles escribe Tulio en lo De senectute y refiere Joachim Camerario, que, por advertimiento de Luciano en Macrobio, los griegos llamaron estupenda. Sabrá de paso lo que le pasó al viejo con sus hijos. Aquí vuesa merced comienza a traer los versos en que hay palabras que no son castellanas, y verdaderamente quisiera responder por todas, pero, por huir de ser prolijo, pienso que he de quedar corto, pues por las unas se entenderán las otras. El Jerusalén tiene tres mil y tantas estancias, donde verá cualquiera que tenga entendimiento que en tanta copia de versos era forzoso duplicar los términos –cosa enojosa a cualquiera buen juicio–, y así fue forzoso variarlos con hermosura. No como vuesa merced, que en las miserables estancias de su Orfeo dice mil veces una cosa misma, afectando disimulos y muchos, y cediendo afectos y defectos; como se ve en las Anotaciones de doña María de Zayas, que si bien ilustre ingenio, es poco honor de vuesa merced que una mujer le haya reprehendido. Y todo esto se pudiera excusar con traer las palabras mismas de la prefación, pero quien quiere sin letras ser sofístico, claro está que ha de huir el rostro a la proposición, porque discurriendo desde su principio se viene a la conclusión. Y porque el arte imita a la naturaleza, como ella procede de las causas a los efectos, así la ciencia racional procede de las proposiciones a la conclusión de quien son causa, que así las llaman los lógicos. Dijo Lope en la prefación del Orfeo del licenciado Juan Pérez, que tan flaco trae a vuesa merced y tan cuitado, esta máxima, hablando del título: «con cuyo advertimiento se abstrae de toda voz y locución peregrina, menos las recibidas y que blandamente sirven de ornamento al estilo grande». Dígame vuesa merced si esta excepción podrá salvar las voces de la Jerusalén. Mas, ¿cómo podrá negarlo? Y si dice blandamente, ¿cómo librará las suyas, palude, morbo, Dite, Pluto (que otros leen puto, chiste de vuesa merced en su maestro Lisarte)? De palude tuvo dicha vuesa merced que fuere muerto el presidente Laguna, que no sufriera que vuesa merced llamara paludes a los de este linaje de Laguna. Y en lo de morbo, porque no use vuesa merced otra vez esta voz para consonante de estorbo y corvo, le quiero advertir que es nombre y verbo sorbo, y que hay torvo y Pancorbo; y para indica, tica y mica,, y si vuesa merced se hallase en grande aprieto, no se le dé nada de poner borrica, no le tiente el diablo de poner alguna cosa mala; que para Dite no faltará chite, escondite y el Conde de Belchite; que Pluto ahí se tiene oste puto, langaruto y zambacañuto. Las de Lope son dulces, sonoras, graves y hermosas, y no fuera de su lugar y propósito, «nam ea sunt idem genere, quae sunt sub eodem genere». Mas esto es hablar a vuesa merced en tudesco. Mane y esquéleto, de quien vuesa merced hace tanta fiesta, están recibidos, y así entran en la excepción. Penícoma es ilustre para ornamento; nadir es propio vocablo opuesto a zenit, que no tiene otro; pues a los antropofagos, ¿qué quería vuesa merced, que los llamase toledanos? Teristro no le hay en nuestra lengua, porque es «velum aestivale, peplum et amictum lineum». Pues cálatos es del lugar del profeta, y aquí bien pienso yo que vuesa merced dijera banastos o cestos, cosa tan ordinaria como en sus Rimas «piltrafa, gatafa, dizque, guizque y morro», sin los que remito al papel del Alférez Estrada en defensa de don Luis de Góngora. Gormáticos es yerro de la impresión, que fue en su ausencia; pruébase con el fin del segundo canto de la Filomena, donde dice cromáticos. Dulimán es nombre que bárbaramente llama el vulgo turbante. De los nombres historiales no hallo más defensa que su poca literatura de vuesa merced, y si Trangolipico fue soldán turco, como refieren Gerardo Mercator, Volfango Lacio, Cedreno y Cuspiniano en su Origen, ¿quería vuesa merced que le llamase Pero Hernández o Lisarte de la Llana porque le parece áspero a vuesa merced? Que no sé si es más dulce Jáuregui, pues cuando vuesa merced fuera tan santo como deseó don Luis de Góngora cuando dijo: «tan santo le haga Dios como es Letrán», pienso que por la aspereza de su nombre solo le invocaran a vuesa merced los del valle de Jauja. La ciudad que pintó san Juan en el Apocalipsi, capítulo 21, tiene por la décima piedra al crisopaso. Braza, briol y chafaldete son nombres propios de las jarcias de las naves, y no los habiendo de otra suerte, muestra vuesa merced muy bien que ignora la mar como la tierra y que solo anda en el aire, lleno de presunción, fantasía y atrevimiento. Así declaró san Agustín el lugar del sabio: «Praesumptio spiritus audaciam et superbiam significat». Ni querría cansar ni cansarme, mayormente viendo que vuesa merced cubre su ignorancia con donaires tan viles, que tengo vergüenza de tomarlos en la boca. A un moro que Lope llama Candeloro, llama vuesa merced Candelero. ¡Bien haya la madre que le parió! Cierto que merecía, con el mismo, el barato de Juan del Carpio. Y para que vea que todas sus gracias son con esta misma frialdad, mire cómo a los azapos del Turco llamó gazapos, a Lope, Lopo. Y aquello de las tías equivocó, pues los que leyeren su Discurso de vuesa merced, solo escrito para legos, no sabrán que tías es árbol. Con más gracia lo dijo don Antonio de Mendoza en su comedia, enfadado de una tía, que estaba bien con Matatías. Y están de suerte estos chistes vinculados en su ingeniote de vuesa merced, que temo que si responde, siendo mi apellido Carrera, me ha de llamar Carreta. ¡Esta sí que es buena agnominación! Oya a Fabio Quintiliano: «Et haec tam frigida quam est nominum fictio adiectis, detractis, mutatis literis, como Acisculum Pacisculum, Placidum Acidum, Tullium Tollium». Mire si se le ajusta el lugar (que si supiera latín como sabe griego, yo sé que me le agradeciera), y si peca en enigma, como la metalepsis de Fabio Máximo contra Augusto, y así las reprehende el mismo por truhanescas hasta en el mismo Cicerón, alabándole las sentenciosas, como la que respondió a la muerte de Clodio. Pero en razón de mudar las letras, ningún lugar en el mundo como en Pedro Crinito, De honesta disciplina: «quem per ignominiam etiam per e literam appellabant Chrestum per Christum». Y porque todas las demás objeciones son como el primer ejemplo, no quiero defenderlas, ni llegar adonde vuesa merced se cansa de los nombres de las flores y de los animales, siendo sus nombres propios, ellas en Gregorio de los Ríos y ellos en Marcial, Plinio y Lucano, particularmente de la hemorrois, libro 9: squamiferos ingens haemorrhois explicat orbes, que vuesa merced tan agudamente aplica a las almorranas, para cuya enfermedad no hay remedio más eficaz que ponerse en ellas hojas de su Orfeo de vuesa merced. Pero, como en las pendencias súbitas no mira un hombre lo que toma, porque furor arma ministrat, así vuesa merced arrojaba contra el Jerusalén de Lope todo cuanto se le ponía delante, hasta el incensario del rey Ozías, diciendo, con aquella ordinaria nieve, que un sacristán se le hurtó a un cura, siendo el lugar de las sagradas letras. ¡Pero qué mucho, si vuesa merced se ríe de que se nombre el Evangelio, la misa, el nombre de Jesús y de María en un poema sacro! Esto, ello se está defendido, pero no le asombre a vuesa merced haber dicho Lope, para significar la mañana, que cantó el gallo, pues fuera de haberse aplicado al ejemplo del Apóstol, como se ve en la estancia, Virgilio no se despreció de haberlo dicho: «excubitorque diem cantu praedixerat ales», ni Ovidio: Iamque pruinosusmolitur Lucifer axes inque suum miseros excitat ales opus; ni Horacio: «sub galli cantum consultor ubi ostia pulsat»; ni Marcial: «nondum cristati ruperesilentia galli», y también en el último epigrama. Ni se les olvidó a los poetas sagrados, en los cuatro himnos de la mañana: «Praeco diei iam sonat; gallus iacentes excitat; gallo canente spes reddit; ales diei nuncius». Con esto me excusaré de otras cosas en que vuesa merced se halla tan ignorante, como en los lugares de la Escritura, hablando en las víctimas de Salomón: «boum viginti duo millia, et ovium centum viginti millia». De esta carne se cansó vuesa merced, pues en verdad que no lo dijo Lope de Vega, sino el tercero libro de los Reyes. Extraño odio tiene vuesa merced con la carne, pues aun no la trae sobre sí mismo. Deje vuesa merced a Salomón que mate lo que quisiere, y pues Dios se agradó de este número, no se desagrade vuesa merced. Y este «libro de despensa», como vuesa merced dice, no sea en la del embajador de Inglaterra, que le veo malintencionado con los mártires. Pero, ¿quiere que le diga un secreto? Esto para que no lo sepa nadie: las apologías de Italia le han echado a perder. Todo su Discurso poético es traducción de la Academia de la Crusca de Florencia contra el Tasso, menos sus boberías, y la manera de calumniar a Lope con versos así sueltos porque parezcan feos, pues con la misma traza se los van sacando al Tasso los florentines, que versos que no concluyen la sentencia, claro está que han de parecer mal. Y así, al Tasso le sacaron de su Jerusalén muchos como vuesa merced a la de Lope –no tengo para qué referírselos, pues los tiene tan vistos– y de aquella manera parecen tan bajos. Pero quiero disculparlos a entrambos, con la autoridad de Quintiliano, en lo que a vuesa merced y a la Crusca les parece que desmayaron: «Non augenda semper oratio sed submitenda nonnumquam est», y trae por ejemplo en Virgilio, Geórgica primera, «exiguus mus», como en Horacio «ridiculus». Y esto es muy ajustado a la verdad, porque «alibi magnificum, alibi tumidum». Ni es otra cosa el arte «quam quaedam rationis ordinatio», con la cual por sus debidos medios se llega al fin en que se prueban los actos. No como en el Orfeo de vuesa merced, de quien no traigo ejemplos por haber escrito don Tomás Tamayo y don Juan de Quiroga» tan doctamente; pero diré con Lipsio, en sus Animadversiones a Séneca trágico: «fracta, minuta quaedam dicta, obscura aut vana: quae aspectu blandiantur, excussa moveant risum». Y qué mayor que hacerla de aquel verso, «la obencadura le cortó a la Rosa», siendo Rosa el nombre de una nave y obencadura la jarcia del árbol mayor, dando a entender vuesa merced, como ignorante a los que lo son, que la rosa estaba en algún jardín y que la obencadura era la rama de quien se corta. Y porque se vea más clara la malicia de lo que voy tratando, pondré un verso de Lope donde vuesa merced hace gran chacota: «¿esto merezco?, dijo con la lengua», y añade vuesa merced que fuera mucho decirlo con la nariz. Pues oiga lo que la estancia dice: Airado Garcerán, viendo que amengua el Rey su honor con públicos enojos, ¿esto merezco?, dijo con la lengua, porque acabaron lo demás los ojos. ¿Ve vuesa merced cómo dice bien que aquello dijo con la lengua y que lo demás acabaron los ojos, significando la fuerza que mostró en ellos? Pues en verdad que el lugar es de Virgilio, mírele qué claro, señor reformador: «Talia voce refert, premit altum corde dolorem» y «spem vultu simulat». Pues mire si en Terencio «hisce oculis egomet vidi» será gran yerro, que claro está que no había de ver con la boca. O aquello de «ore locuta est», ¡pues no había de hablar con la nariz! Ahora esto pase por ignorancia, que cierto que si fuera otro, que lo habíamos de llamar tacañería, pues crea vuesa merced que si a todos los versos se siguiera la sentencia, sucediera lo mismo, pero quien miente, miente a uso del duelo. Y cuando no fuera aposiopesis, ¿no pudiera ser pleonasmos? Si bien Cicerón, como refiere Fabio, aprobó muchas figuras que reprobó después; pero vuesa merced, que por instantes da en la mala elocución, ¿cómo no se mira, cómo no se oye, cómo no escucha lo que dicen en tantas sátiras poetas mayores y menores, que a todos los tiene cansados y ofendidos? Si no sabe –que claro está que no sabe–, en qué partes se divide, sepa que en tres: hinchada, fluctuante y seca. En la hinchada se incurre cuando «aut novis, aut priscis verbis, aut duriter, aliunde translatis aut gravioribus, quam res postulat, aliquid dicimus». ¿Pues qué le diré yo de la fluctuante? ¿Pues qué de la seca? No ha hecho Dios natural tan cuitado como el de vuesa merced. ¿Para qué anda con los preceptos matándose a sí y picando a los otros, como dice el verso del soneto: poeta con albarda y acicates, que a ti te matas y a los otros picas? Pues sepa, rey mío, que «illud autem in primis testandum est, nihil praecepta atque artes valere nisi adiuvante natura». Pues créalo de Fabio en su primer libro de las Instituciones oratorias. ¡Qué de cosas ensarta, todas fuera de su lugar porque parezcan viles! ¡Qué bien dijo Sófocles en su Áyace: Mihi turpissimum est audire hominem stolidum inania verba effutientem! Como en aquel verso, que reprehende «iluminada teofanía», que no sabiendo lo que es, lo hace chacota con sistema, frigidísimamente. Pues mire cuán bien dijo iluminada teofanía. Hay un cierto conocimiento angélico en que los mayores enseñan a los menores por divinas teofanías: «Theophania vero est ostensio alicuius cognoscibilis de Deo per illuminationem de Deo venientem», lo cual puede ser en símbolos o «facie ad faciem». Pero es lástima hablar con vuesa merced en seso, porque quien ignoró que baca era aquella fruta de los laureles por cuya insignia los graduados del nombre de vuesa merced se llaman bacalauros, ¿qué respuesta merece? Pero mire el lugar de Plinio hablando del laurel, libro 15, capítulo 3: «maximis baccis atque e viridi rubentibus». Aunque Cicerón las tiene por comunes a todos los árboles: «baccae arborum terraeque fruges». Y fue notable grosería quejarse de sarcófago, habiendo de nombrar en aquel poema tantas veces sepulcro, variándole ya túmulo, ya pirámides, ya con otras diversas especies de este género. Y lea, si sabe, a Plinio, «De lapidibus qui cito absumunt corpora in eis condita», de donde comúnmente se vino a llamar sarcófago al sepulcro. Yo no sé qué lugares tópicos siguió vuesa merced en este papel, ni de la definición, ni del género, ni de la especie, ni de las demás partes; solo fue trasladando a su propósito los versos, a la traza que en la Crusca contra el Tasso, con su frialdad, de diez en diez como paternostres. Cierto que vuesa merced es hombre de poca o ninguna memoria, pues defendiendo las voces peregrinas con tanta cólera, se olvida de estos versillos suyos en un romance impreso en las Rimas que vuesa merced llama alegórico, que es notable título para un romance: Lenguaje de Dios al fin, no del tosco estilo nuestro: pan por pan, vino por vino, mar de profundo misterio. Y para que vea el latín que sabe, pone al margen «In fine dilexit», cosa indigna de un varón tan sabio y maestro, por sus impresores, de las ceremonias poéticas. De suerte, señor don Juan mío, que el lenguaje de Dios es pan por pan, vino por vino, y el de vuesa merced palude por laguna y morbo por enfermedad. ¡Y a fe que es gentil teólogo! Yo a lo menos no calificaría la proposición, aunque lo soy del Santo Oficio, porque el pan, con licencia de vuesa merced, no es pan, ni el vino es vino, que en el instante de la prolación última de las palabras es Dios, y no pan por pan y vino por vino. Pero mire qué versitos: No le basta que sus obras cuenten Marcos y Mateo Aquí por vida mía que entraba bien lo de Cuatro pilares hay en el cielo, Lucas y Marcos y Juan y Mateo. Pues mire este otro: «escritas de verbo ad verbum». Mire qué lindo latín para en un romance. Pues cierto que no lo busqué, que lo mismo hallara por cualquiera parte que le abriera, y más por estas márgenes de que vuesa merced está tan olvidado; pero pondrele algunos versos para confusión suya, si bien se parecen todos unos a otros, como su ingenio y su cara, y ya le advierto que no los he buscado. «Si en ella Cristo se recuesta y mora»: mire qué recuesta este y qué «mora que enamora y mata», y mejor que el Rey Josías de que vuesa merced se burla, como si ser santo un rey fuese lo mismo que bueno, pues santo y bueno no son convertibles, que puede ser santo un príncipe y no bueno para el gobierno, y bueno para el gobierno y no ser santo, de que hay tantos ejemplos. Pero volvamos a los versos: «hoy a la cruz Elena busca y halla»; pues no dicen que la halló tan presto. «Ella a Majencio rompe y avasalla»: maje despacio vuesa merced. «Muchos, tras Él, resucitar fue visto»: si a vuesa merced le parece, ¿no fuera mejor trasero? «Él vence y huella la región precita»: débelo de estar sin duda quien hizo tales versos. «Mas como, dividido en partes ciento»: este es verso boticario, uncias duas. Pues mire traduciendo al Tasso: «esme forzoso andar huyendo de ella». Mire qué esme y qué huyendo de ella. Pues este lo enmienda: «por ser puestas en uso uvas y trigo». Y en materia de ganado, mire estos dos versitos: corderos y novillos y errantes cabritillos. Aquí no le enfadó a vuesa merced la carne: debía de ser después de la Cuaresma. «Ya del dragón en la caverna o nido»: si caverna, ¿para qué nido Y si nido, ¿para qué caverna? Parécese a la letra de Liñán: Si aparador, ¿para qué candil? Si candil, ¿para qué aparador? Pues ¿qué diré del soneto de la Virgen? Sois orbe cuya bella compostura nunca nocivas apariencias hace, ni con lo adverso lo feliz alterna. Dígame, señor don Juan, ¿qué hipérbole es decir a la Virgen que no hizo mal a nadie y que no mudó con las adversidades la felicidad? A la fe que fuera mejor que vuesa merced escribiera sus disparates, que no que se pusiera con su ignorancia en cosas que, de vergüenza de su afrenta y aun de lástima, las dejo. ¿Pues estos dos versos paralelos: romperé sus cadenas y sus grillos cual mimbres delicados y sencillos? Con estos versos bien puede competir aquel de su Orfeo de vuesa merced: «en el alga tenaz hunde la quilla». Porque, fuera de ser Undelaquilla dueña de honor de doña Lambra, mujer de Ruy Velázquez, el alga tenaz es desatino, si no quiere vuesa merced que se parezca a la miel y a la cera, como en Virgilio y Ovidio. Pero mejor que entrambos lo dijo Horacio de la grama, con excelente propiedad, en la vida rústica del Epodon: «modo in tenaci gramine». Pero era Horacio, aunque no tan leído como vuesa merced en las cosas del otro mundo. ¿Pero qué puede igualar a decir a la hostia: «el corte y la rotura»? Allí sí que entraba: Para mi ventura, Zarabanda y dura. Esto sí, que no los cernícalos del tejado, verdadera historia de la teja que mató al Rey. ¿No fuera mejor haber dicho fragmento, señor culto? Pues a la Hostia no se dice romper, por decencia, sino frangir. Y vuesa merced, que se cansó de aquel verso de Lope, «unas veces Jesús y otras María», ¿cómo dijo: «Mas, ¡oh Jesús precioso!»? Esto a fe que lo aprendió vuesa merced en el Ajarafe de Sevilla. ¡La Virgen con su Hijo precioso! Pero dejando las cosas divinas, diga, por su vida, qué quiso decir en aquella sátira A una dama flaca, que yo pensé que vuesa merced hablaba de sí mismo, que es lo uno y lo otro: «mas la vejez en ti ya es cosa añeja». Mire qué adjunto este y qué añeja, tomado del poeta Queso. Y más adelante: que agora yo deslindo, presume Satanás de hermoso y lindo. ¿Qué labrador hubiera dicho deslindo? Aquí sí que anda Satanás mejor que en el desierto Lopo. ¡Oh ingenio fertilísimo!, ¡oh asombro de las naciones extrañas!, ¡oh gloria de la nuestra, como encarece aquella veneranda carta! Pues este concepto, «creyendo haber diez horas que moriste»: mire qué puntualidad esta y qué moriste. Pero hombre que dijo: «y las esferas, que sus vuelcos rigen», ¿había de osar hablar en el mundo? Pues el otro verso, «Vese en Arjona el duque, en aciago»: aciago fue el día que vuesa merced tomó la pluma y los pinceles, tan aborrecido de los poetas como chacoteado de los pintores. Pues en las quesquesicosas que llama enigmas , oiga este verso: «Mil embustes y falacias». Deo gracias, señor don Juan, que viene aquí famosamente, pues vuesa merced dice que es el torno de las monjas. Luego prosigue: «es arrebatado, y ellas». Estas voces con arre, señor don Juan, son peligrosas; pero ya vuesa merced, por no hacernos penar, dice que es el coche. Dijéronme que era de vuesa merced aquella letra: Jesucristo nació esta noche. ¡Coche, coche, coche!, y no lo había creído hasta que vi este enigma. Pues oiga este: «tales porrazos me dieron»; «flaco, enjuto y boquiseco»; y en acabando: «Es el cañón de la escopeta». ¡Cierto que lo quise decir! Pero rematemos estas vinorradas con el que vuesa merced llama Enigma extraordinario: No presumo de discreta ni soy de las muy letradas, mas tengo letras sobradas para ser grande poeta. Y por la margen pone vuesa merced: aroma, Maro, mar, y Roma. ¡Toma, capitán, toma aquello de la redoma! Cosa es esta que, si no la vieran mis ojos impresa con su nombre de vuesa merced, era imposible creerla, con tenerle en la opinión que le tengo, porque no se ha dicho ni imaginado tal disparate de Arceo ni de don Miguel Venegas, que aquí no hacen disculpa el Mosquito de Virgilio, el Rábano de Marción, la Mosca de Luciano y la Pulga de don Diego de Mendoza. Ahora, señor, vuesa merced, pues ha leído el Jerusalén, se enmiende de aquí adelante y sepa aprovechar en buen hora lo que ha leído, aprendiendo de aquel estilo así el artificio como la hermosura de los versos, porque «grandis et pudica oratio, como dijo el comentador de Petronio, non est maculosa, nec turgida, sed naturali pulchritudine exurgit», que es lo que se alaba en Lope. Y aprenda a hablar con respeto de libro que han impreso, por su dulzura y erudición, Aragón, Cataluña, Portugal y Amberes, y que anda en Inglaterra traducido; y advierta que Lope tiene impresos cuarenta libros y que con ellos no entra lo del poeta satírico, porque estos son todos persios y el suyo es marsio. Finalmente, quiero preguntarle que cómo acaba su papel diciendo que Lope le debe honras y beneficios, porque es sin duda testimonio, como otros que se le antojan, atribuyéndole el Orfeo del licenciado Juan Pérez de Montalbán, en agravio de los estudios, ingenio y opinión de este mancebo, tan conocida y acreditada, y con premios que ha ganado a vuesa merced en dos certámenes, aunque en esto hizo poco. Pero ¿de qué me admiro?, pues andan libros impresos con el título de alguna persona grave cuyos autores dicen que se los vendieron, y de esta opinión no hay sacar a toda España, y aun en Francia se lo murmuran, testigos Escriverio, Del Río y otros. Vuesa merced hable y escriba cuerdamente, que si no, le prometo que le esperan grandes trabajos, fuera de que «maledictis provocatus te maledicit», por consejo de Ulises a Teucro en el griego trágico. Y cuando censure las obras, excuse las palabras, que fuera de que «vivorum ut magna admiratio, ita censura difficilis est», mientras más ocasiones diere, tendrá más pesadumbres, que Lope no teme gozques. Y avergüéncese de traer tan fuera de propósito «ante Portam Latinam», que le podrán decir que es «verbum fortem».