**** *book_ *id_body-1 *date_1624 *creator_lope_de_vega Introducción 1. Título Texto I: Una respuesta, al parecer inesperada, a la censura de la «nueva poesía» por Lope de Vega en La Filomena (1621): Diego de Colmenares El título que porta el texto I («Respuesta a la censura antecedente») se entiende en el contexto de la secuencia de los cuatro textos (censura de Lope en La Filomena, de 1621 + respuesta de Colmenares a esa censura + respuesta a la anterior por Lope en La Circe, de 1624 + respuesta a la anterior por Colmenares) que se reunieron en el impreso titulado Discurso de la nueva poesía (s.l. s.n. s.a.), probablemente ideado y mandado imprimir por el propio Diego de Colmenares, según hipótesis de Xavier Tubau, y que es el único testimonio (conservado actualmente en unos pocos ejemplares) que tenemos hoy del texto III, puesto que del I poseemos también un manuscrito autógrafo. El hecho de que la carta de Lope incluida en La Filomena (1621) vaya titulada en dicho raro impreso como «Censura de Lope de Vega Carpio, impresa en su Filomena año 1621. Sobre la poesía culta» explica el escueto título, ya citado, de «Respuesta a la censura antecedente» que encabeza el texto I. Debe recordarse que Lope no tituló el suyo como «censura», si bien es cierto que emplea el término nada más iniciarlo. Texto II: Respuesta indirecta de Lope a un antagonista fantasma en forma de nueva carta a «un señor de estos reinos» Se presenta Lope en La Circe (1624) escribiendo de nuevo una epístola a un (presunto) «señor de estos reinos», que se supone que es el mismo al que remitió la incluida en 1621 en La Filomena (1621_censura-lope); de nuevo la inserta en una miscelánea entre otras varias epístolas, todas en verso, dirigidas a diferentes personajes y sobre diversos asuntos; y también de nuevo la incluye seguida de una composición poética ajena (en este caso del príncipe de Esquilache) que serviría como modelo poético frente a la «nueva poesía», si bien en esta ocasión Lope parece hacerlo motu proprio y no por el (supuesto) ruego del «señor de estos reinos», como sucedía en el caso de la elegía de Pedro de Medina incluida tras las cuatro cartas impresas en La Filomena. Esa epístola de Lope, aunque no se declare en ningún momento, es evidente respuesta al texto I, de Diego de Colmenares, de cuya difusión –se supone que manuscrita– nada se sabe (solo, lógicamente, que le llegó a Lope). De hecho, en el ya mencionado impreso que reúne los cuatro documentos principales de esta polémica, titulado Discurso de la nueva poesía, el tercero de ellos lleva el título «Respuesta a la carta antecedente esto es, al texto I de los aquí editados, obra de Colmenares, de Lope de Vega Carpio. Impressa en la Circe. Año de 1624». Texto III: Colmenares no se rinde Nueva (y última) respuesta a la carta de Lope en La Circe. Es el cuarto documento recogido en el citado impreso titulado Discurso de la nueva poesía. 2. Autor Diego de Colmenares (textos I y III) El gran poeta madrileño desafiado por un erudito de provincias muy aficionado a la poesía La identidad del autor de los textos I y III, Diego de Colmenares, no ofrece dudas, puesto que él mismo los firma. De este erudito, hoy conocido especialmente por haber escrito una historia de su ciudad, Segovia, la cual declaraba estar preparando ya en tiempos de esta polémica con Lope, se sabe que nació en 1586 y que cursó sus estudios universitarios en Salamanca, donde se graduó como bachiller en cánones en 1606 y se licenció en teología cuatro años más tarde. Se ordenó sacerdote y fue párroco de san Juan de los Caballeros en Segovia, ciudad en la que residiría, sin cesar en ese curato, ya hasta su muerte, acaecida en 1651. Durante esos largos años de apacible vida provinciana, Diego de Colmenares se dedicó a diversas actividades intelectuales, y en especial a las investigaciones históricas, que centró sobre todo, como antes señalaba, en su propia ciudad natal. La Historia de la insigne ciudad de Segovia y Conpendio de las historias de Castilla, publicada a su costa en Segovia, 1637, había sido comenzada, según el propio Colmenares, en 1620, un año antes, por tanto, de la publicación de La Filomena de Lope. Consta que el erudito segoviano publicó también una breve biografía de fray Domingo de Soto y una edición, igualmente a su costa, de la por entonces muy célebre y muy leída novela en latín Argenis (Segovia: Gregorio Morillo, 1632), escrita por John Barclay en 1621. Posteriormente, como otros muchos eruditos de su tiempo interesados en historia local, se dedicó a investigar y a difundir datos sobre la prosapia de nobles familias de su ciudad, desde su condición de cronista de ella. Curiosamente, basándose en esa incansable tarea historiográfica, compartió con Lope de Vega la aspiración a ser nombrado cronista real, cargo que no obtuvo tras presentar su candidatura en 1641. A lo largo de su vida logró reunir una relativamente rica biblioteca, que lo fue aún más tras haberla fusionado con la de su hermano Francisco de Colmenares, también bachiller en cánones por Salamanca y fallecido en 1627: en esta última consta que figuraban sendos ejemplares de La Filomena y de La Circe de Lope de Vega. La única relación conocida entre Diego de Colmenares y la polémica gongorina son estas dos réplicas a las cartas de Lope de Vega incluidas en las dos misceláneas recién citadas. Se sabe que el segoviano tuvo sus veleidades poéticas (véase Tubau 2007: 36-37 y 2008: 252-253), aunque, al parecer, de escaso fruto tanto en cantidad como en calidad; no obstante, ello, unido a cuanto alega en sus réplicas a Lope, apunta a un lector asiduo de poesía y muy atento a las novedades en ese ámbito. De hecho, ya en el comienzo del texto I afirma haber tenido trato personal con Luis de Góngora, al que habría formulado consultas acerca de pasajes de sus grandes poemas que le suscitaban dudas: nada indica que Colmenares no sea sincero y que no hubiera conocido a Góngora, al fin y al cabo sacerdote (desde 1617) como él y vecino de la cercana Madrid, a la que no le costaría mucho allegarse para visitar a tan ilustre poeta, seguramente el más grande de aquellos tiempos según su visión. Asegura, en fin, que Góngora sí le resolvió, en persona, esas dudas que albergaba. Es de destacar que un literato provinciano de modesta notoriedad se atreviese a atacar frontalmente —y sin ampararse en el anonimato— a Lope de Vega, por entonces el poeta más famoso y más adulado de España. Cabe explicar el hecho como un rasgo de audacia por parte del segoviano, que confía en su buen juicio y erudición y tal vez piensa atraerse así el favor de Góngora y de sus amigos; quizá se viera estimulado en parte por la fragilidad de la posición de Lope, que ya había sido públicamente atacado en otras ocasiones. Lope de Vega (texto III) De nuevo, el gran rival de Góngora En cuanto a Lope de Vega (indudable autor del texto III), si es cierta la hipótesis, planteada en el siguiente epígrafe, acerca de la fecha de redacción del texto II (probablemente muy próxima a la del texto I, de Colmenares), poco más puede añadirse a lo explicado en la introducción a su carta-«censura» de La Filomena (1621) acerca de su posicionamiento, tanto público como privado, por entonces ante Góngora y la «nueva poesía». 3. Cronología Del otoño de 1621 a la primavera de 1624 Texto I Diego de Colmenares data su carta en respuesta a Lope el día 13 de noviembre de 1621. Aparecerá publicada, como ya se ha dicho, en el impreso Discurso de la nueva poesía, que contiene los cuatro textos principales de esta polémica, verosímilmente promovido y financiado por él mismo, y del que no consta lugar ni impresor ni fecha, si bien la hipótesis de Tubau es que dicha impresión se verificó en 1628 (véase más arriba el epígrafe 1 y la nota 1) y, por tanto, siete años después de que fuera escrita. Es indudable, por la mera existencia del texto II, que esta carta de Colmenares le llegó a Lope (o por vía indirecta o porque aquel, sencillamente, se la hiciera llegar por los conductos de correo habituales entonces). Considero que hay buena base para sospechar que la réplica de Colmenares tuvo suficiente difusión como para haber inquietado bastante al Fénix: si el texto del segoviano hubiera llegado a manos de poca gente, poco peligro habría supuesto para aquel; pero debió de llegar a las de un número no escaso de intelectuales reputados, seguramente de ambos bandos e incluso neutrales, como para que Lope decidiera responder públicamente, dando suficientes pistas por las que los conocedores del texto de Colmenares supieran sin dudarlo contra quién iban los tiros. La apuntada podría haber sido una razón suficiente para explicar la reacción de Lope, pero, a mi juicio, hay otra, complementaria y probablemente de más peso (quizá de mucho más peso), que pudo ser el acicate definitivo que espoleó al escritor madrileño: en su réplica, Colmenares, seguramente con toda (mala) intención, había hurgado, como veremos, en una herida permanentemente abierta en la entraña del que pretendía ser –o al menos pasar por– el mayor ingenio de las letras de su tiempo; esa herida era la causada por la acusación-censura de haberse visto obligado a halagar el gusto del profano vulgo escribiendo comedias (género literario considerado de baja estofa en el mundo literario de la época), y además vendiéndolas (y desde hacía poco imprimiéndolas). Y bien sabemos que Lope no necesitaba que lo pincharan mucho para salir, y hasta saltar, en defensa de sus obras y, sobre todo, de sí mismo y de su estatus como autor literario, que venía laboriosamente construyendo desde hacía ya bastantes años. Texto II Si tenemos en cuenta solamente la historia editorial del texto de Lope, entre los preliminares de La Circe se lee una Censura datada a 13 de agosto de 1623, fecha ante quem, por tanto, de esta epístola en la que responde Lope a la primera de Colmenares. No obstante, en la propia epístola se aporta un dato que puede servir para acotar mucho más la fecha en que fue redactada: al anunciar que a continuación de esa carta aparece en La Circe una égloga de Francisco de Borja, príncipe de Esquilache, Lope apunta que tal noble es «virrey ahora del Perú». Ese importante cargo fue desempeñado oficialmente por Borja entre 1615 y finales de diciembre de 1621, con lo que, si tenemos en cuenta que Colmenares fechó su carta-respuesta a la «censura» de La Filomena el 13 de noviembre de 1621, y contando con un plazo prudencial para que Lope la recibiera, ello quiere decir que este habría redactado su respuesta en un periodo de tiempo bastante breve: poco más de un mes. Es cierto que el texto, con su despliegue de argumentos y de erudición, invitaría en principio a pensar en una redacción más detenida. Pero conociendo mínimamente tanto la personalidad de Lope (es decir, su orgullo y su tendencia a picarse al menor estímulo) como su capacidad de trabajo y la facilidad con que, tirando de «colectáneas y polianteas» (y en esto tiene Colmenares toda la razón cuando se lo echa en cara en su posterior respuesta), era capaz de enjaretar en tiempo record, que diríamos hoy, una docena de dedicatorias de comedias, plagadas de citas eruditas, y media docena de epístolas (en prosa o verso) no menos «autorizadas», la posibilidad de que escribiera este texto en tan poco tiempo me parece del todo verosímil. Tubau (2007: 46-50 y 2008: 263-268), basándose en que no terminan de ser claras las informaciones que se tienen acerca de cuándo se produjo el regreso efectivo de Borja a España –quien además no volvió, al parecer, directamente a Madrid, sino que pasó una temporada en sus posesiones valencianas–, prolonga las posibilidades de redacción de la epístola hasta el mes de marzo o abril de 1622; e incluso contempla, aunque la descarte, la posibilidad de que la afirmación de Lope sobre el virreinato vigente de Borja pudiera ser una «superchería» y que la fecha fuera posterior a esa última indicada. Señala este estudioso –y opino que con razón– que, en todo caso, «la utilización de Esquilache como modelo poético enfrentado a la poesía de los imitadores de Góngora la emprende Lope presumiblemente cuando sabe de su vuelta, es decir, cuando los elogios que le prodiga podrán redundar en la defensa de su propia poética y de su prestigio literario por medio de la intercesión directa del Príncipe en los ambientes cortesanos»; es decir, que en Lope habría «un propósito bien calculado de halagar al recién llegado y servirse de su influencia en la corte». Texto III Diego de Colmenares data su carta en respuesta a Lope el día 23 de abril de 1624 (y se publicará en el ya citado raro impreso que Tubau fecha en 1628). Esa fecha de redacción deja claro que Colmenares no supo de la segunda carta de Lope, la de La Circe, hasta que la leyó impresa en este volumen misceláneo. Si se había lanzado, de manera supuestamente espontánea, a replicar en 1621 a Lope de Vega cuando este publicó en La Filomena su «censura» de la poesía gongorina, es claro que no habría podido guardar silencio después de leer la contrarréplica recibida del mismo Lope tres años después, máxime cuando en ella lo respondía evidentemente a él, aunque en ningún momento se reconozca. Difundida la segunda miscelánea lopesca en los primeros meses de 1624, parece ser que Colmenares puso manos a la obra de inmediato, pues ya bien entrado el mes de abril tenía ultimada la respuesta, «por sus mismos puntos», al texto del Fénix. Es de suponer que Colmenares actuaría del mismo modo que con su primera carta, tratando de difundirla y, sobre todo, de hacérsela llegar a Lope, para luego quedar a la expectativa de una posible nueva respuesta por parte de este, tal vez incluida en una obra semejante a La Filomena y La Circe. Pero ni esa nueva obra miscelánea ni esa respuesta llegaban, ni, que se sepa, llegarían nunca (es de suponer que Lope recibiría esta segunda carta del segoviano, aunque no hay datos que lo confirmen al no haber habido respuesta). Es aceptable pensar que Colmenares, viendo que habían pasado tres años entre la publicación de las dos misceláneas lopescas, esperara durante un periodo de tiempo equivalente a ver si llegaba la respuesta. Al no producirse, habría optado en 1628 por promover un volumen impreso que recogiera los cuatro textos de la polémica para no quedar, al fin, en desventaja, pues las dos cartas de Lope corrían de molde desde hacía siete y cuatro años respectivamente, mientras que sus cartas solo habían corrido manuscritas. Además, el fallecimiento en 1627 de quien era el principal objeto de disputa en este intercambio de epistolares golpes, Luis de Góngora, pudo haber inducido a Colmenares a aprovechar el interés general para conferirle mayor eco y realce al opúsculo y, por qué no, para homenajear póstumamente a su ídolo. Si Lope terminaba su «censura» de 1621 hablando del ajedrez, podemos aprovecharlo aquí para concluir que la partida quedó, al parecer, en tablas. Un par de años después, en un ejercicio (sincero o no) de fair play, el Fénix reservará un hueco en su Laurel de Apolo (1630) para el elogio (bastante anodino, como tantos otros allí) del erudito segoviano (silva IV, v. 125-133). 4. Estructura Texto I Diego de Colmenares y la «devolución» de la poesía a la poética Diego de Colmenares, erudito segoviano cuya fama por aquel entonces, si es que la tenía, no sabemos qué ámbito alcanzaba más allá del local (y aun en este no debía de ser mucha todavía), decide escribir una epístola, relativamente breve, para contestar a la incluida por Lope en La Filomena como «censura» de Góngora y la poesía gongorina. En ella afirma Colmenares haber tenido trato directo con el poeta cordobés y admirar profundamente sus poemas pese a reconocer no entenderlos del todo: por eso, dice, acudió a su autor para que le aclarara algunos aspectos de dichos poemas. Una vez aclarados, afirma el segoviano que se dio cuenta de que el problema lo tenía él mismo, por su ignorancia, y no los poemas, por su supuesta oscuridad: antes al contrario, eran textos tan serios y profundos, que era lógico que no fueran entendidos por cualquiera. Y eso lo conecta con el argumento sobre el que va a fundamentar principalmente su defensa: Lope, a quien con probable ironía se dirige Colmenares como al «padre de la profesión poética», ha aplicado en su juicio de los poemas de Góngora criterios propios y exclusivos de la retórica, cuando deberían juzgarse desde los de la poética. Comienza, pues, negando la pertinencia del primer pasaje de una autoridad clásica que trae Lope a colación en su «censura» de 1621: el procedente de Aulo Gelio (Noches Áticas, XI, 7) en el que se afea el empleo de palabras desusadas y peregrinas. Colmenares aduce que lo que ahí se critica es su uso por parte de oradores (por un «abogado», dice el segoviano), los cuales no deben «inventar vocablos ni frases, ni usar de los poéticos», sino solo intentar «persuadir con fuerza de razones vehementes». Por eso, le dice a Lope que todo cuanto este alegaba tomándolo de Quintiliano, «maestro siempre de oradores, no de poetas», y aun otros pasajes nuevos de la Institutio Oratoria que él mismo aporta aquí, sirven en realidad para apoyar su tesis en esta réplica, puesto que el gran rétor hispano deja bien claro que sus preceptos no rigen para los poetas, a los que, por tanto, no se puede juzgar según su mayor o menor respeto a reglas que atañen exclusivamente a la retórica. El segoviano remacha su argumentación con sendos pasajes de Cicerón y de «los Retóricos» de Benito Arias Montano, a los que añade al fin, como para ir dando ejemplo a Lope, la primera sententia procedente de una «poética», la de Horacio ad Pisones, tan sutil y astutamente eludida (aunque aludida) por aquel en su «censura»: es el verso en el que se afirma la capacidad y licencia de renovar el lenguaje que siempre se ha concedido a los poetas. En esa «censura» de 1621 Lope remitía al «señor de estos reinos» al De doctrina Christiana de san Agustín por si quería informarse «de las cosas oscuras y ambiguas, y cuánto se deben huir», añadiendo que «su opinión la del santo ninguno será tan atrevido que la contradiga». Colmenares recoge el guante y ensarta unos cuantos lugares del célebre tratado del obispo africano, insistiendo en la misma idea que antes respecto a Gelio, Quintiliano y Cicerón: que Agustín deja bien claro desde el principio que «no pretende hacer aun retóricos, cuanto más poetas, sino discípulos de la verdadera sabiduría» y, que, por ende, su defensa de la claridad va encaminada a que los pietatis doctores, en sus labores catequéticas y de púlpito, procuren hacerse entender al máximo por todo el pueblo en su conjunto, y no solo por los más cultos; algo que, como insiste Colmenares y explicará más adelante, muy poco tiene que ver con la poesía y los poetas. Para la que podemos considerar segunda sección de su réplica a la «censura» lopiana, Colmenares va a tomar pie en otro verso procedente de la Ars poetica horaciana: el célebre que afirma que los poetas, para serlo, tienen vetado humana y divinamente ser mediocres. Y si ellos no pueden serlo, eso quiere decir que tampoco puede serlo su estilo. El segoviano lo conecta directamente con un fragmento de la otra gran Poética antigua, la de Aristóteles: se trata del que es, seguramente, el pasaje de ese texto más citado en toda esta polémica gongorina y en el que el estagirita señala que la poesía que emplea palabras comunes y conocidas será, sí, muy clara, pero humilde, mientras que la que recurra a términos escogidos y poco usados será la más elevada, venerable y lejana de lo vulgar. La verdad es que Colmenares (como criticará Quevedo unos años después en los preliminares a la poesía de fray Luis de León) no «descansa la lección» en ese punto y reconoce que Aristóteles, a continuación, «echaba la cortapisa» de que ese elevado componente de adorno verbal y de usos lingüísticos poco comunes no supusiera incurrir en enigmas ni barbarismos (y, por tanto, en oscuridad y atentados contra la gramática de la lengua en que se escribe). A continuación, niega que Góngora haya caído en tal defecto, como dice que Lope le achaca, y defiende que su estilo no se caracteriza por los pleonasmos y las anfibologías, «vicios» cuya presencia no reconoce en los poemas del cordobés. Afronta Colmenares después la cuestión de las «trasposiciones» (o hipérbatos), el elemento de la poesía de Góngora que Lope más afeaba en su «censura», y trata de defenderlas con tres argumentos: el primero es que se trata de un «tropo particular de los poetas»; el segundo, que hay infinidad de ejemplos de él en todos los grandes autores (cita ejemplos de Virgilio y Horacio); y el tercero, que es algo relativamente habitual incluso en la «frasi común» latina (lo que, en realidad, parece contradecir la idea que domina toda esta argumentación de Colmenares y que sintetiza poco después en un axioma de raigambre aristotélica: si la poesía pide «estilo realzado sobre todos», por tanto –habría que decirle a Colmenares–, no debería abusar de algo que pertenece a la «frasi común» latina, cosa, por otra parte, más que discutible…). En la tercera sección de su carta, Colmenares va a conectar hábilmente lo anterior con una idea que irá transformando su discurso de manera muy sutil desde una defensa de Góngora a un ataque a Lope. Para ello, se basa en otro verso, el tercero ya, de la Arte poética de Horacio: en él se establece que a cada género literario le corresponde un lenguaje según su rango y valor, y que, por tanto, el poeta debe guardar el consabido decus a la hora de emplear ese lenguaje. En primer lugar, establece que a la historia le corresponde el estilo «llano», a la retórica el «vehemente» y a la poesía –insiste– el «realzado», para en seguida aportar testimonios de autoridades clásicas en el sentido de que incluso las dos primeras, la historia y la retórica, piden una elevación de estilo para no mostrarse pedestres. Y si eso sucede con esos géneros, ¿qué no podrá permitirse a la poesía, que no puede ser considerada tal si no alcanza cotas estilísticas sublimes, pues es nada menos que una disciplina «nacida entre los dioses y dedicada a ellos»? Es en este punto de su carta donde el segoviano empieza a contraponer una concepción que podríamos considerar elitista de la poesía y del poeta con el menoscabo que sufre por parte del ignorante y envidioso vulgo, que no la entiende, y su prostitución por parte de aquellos sedicentes poetas que la rebajan (o sea, que la hacen menos oscura) con el objetivo de halagar el gusto de aquel y ganarse una fama tan amplia como de escaso valor; son, por ello, los verdaderos culpables de las burlas del vulgo hacia la poesía y los poetas. Colmenares recuerda la alta estima en que el poder tenía a la profesión poética en la Antigüedad, al contrario que en su época, hecho que atribuye en buena parte a las acres y tristes disputas entre poetas, las cuales les granjean una muy mala reputación tanto entre los gobernantes como entre el vulgo; y ello, afirma Colmenares, cuando la poesía en España estaba iniciando nada menos que su «restauración» (se entiende que gracias a Góngora y a la «nueva poesía»), un aserto que molestará mucho a Lope, como se verá en su contrarréplica en La Circe y aun en la respuesta posterior de Colmenares. No puede extrañar, pues, que, llegado a este punto, el segoviano eche mano del que puede considerarse uno de los lemas de ese «elitismo» poético que proclama: el célebre primer verso del tercer libro de las Odas horacianas («Odi profanum vulgus et arceo»), al que añade otros en los que el poeta romano expone su idea de que la poesía solo puede y debe ser juzgada por competentes expertos en ella. Colmenares llega a asimilar el trastrueque del sistema jerárquico de géneros con el que provocaría el caos si se produjera en el orden social («¿Qué república, señor, medianamente gobernada no diferencia sus estados con distinción de ornato: plebeyo, medio y noble?»). Y al fin llega al punto que le interesa y con el que tenía que ser muy consciente de que iba a tocar a Lope en uno de sus flancos más débiles desde el punto de vista del sistema literario entonces vigente: «La comedia, empleo del pueblo, y de su jurisdicción, pues él la paga, como vuestra merced cuerdamente dijo, siga su intento y acomódese con su llaneza, necesaria al oyente, no al lector, que puede (y es justo) detenerse a considerar lo que no entendiere de vuelo. Mas al lírico, al trágico y al heroico gran desdicha sería sujetarles al juicio del vulgo». Después de remitir al propio Lope, de esa alusiva y seguramente maliciosa manera, a su Arte nuevo de hacer comedias, el segoviano carga contra todos los poetas que en la tradición literaria, desde las mismas Grecia y Roma, «afectaron facilidad y llaneza» para ganarse el popular aplauso. Los singulariza en las figuras del poco conocido griego Esténelo (citado por Aristóteles en su Poética) y de Ovidio, que sale muy mal parado en esta carta de Colmenares (y mucho peor aún en la siguiente), lo que molestó también grandemente a Lope, como se encargará de mostrar en su respuesta al defender con denuedo a su admirado poeta romano. La cuarta y última sección de la carta de Colmenares, que podría considerarse un epílogo conclusivo, se abre, una vez más, con la esperable cita del Arte poética horaciana: en este caso, de los versos en los que se establece la necesidad de que en el poeta se dé una adecuada combinación de «naturaleza y arte»: la primera debe «influir facilidad» y el segundo ha de conferir «disposición y ornato». El segoviano indica a continuación que, si no exigiera esa tan difícil y poco frecuente combinación, el arte de la poesía estaría abierto a cualquiera y sería un ejercicio trivial: antes al contrario, «se compone un poeta de tantas y tan altas partes, que quieren decir que ningún siglo produce más de uno, aunque el presente ha producido tantos millares de versistas». Remacha Colmenares esta cuarta y última sección de su carta con sendas citas de Aristóteles, significativamente tomadas de la Poética y de la Retórica, que coinciden en señalar que lo que se permite al poeta, y lo caracteriza, son las desviaciones de la norma lingüística habitual y común, con las cuales logra un admirable efecto estético no alcanzable por ninguna otra actividad del intelecto. Se despide el erudito segoviano con un párrafo, mucho más retórico que poético, en el que proclama una devoción tan rendida hacia Lope, que al lector que haya leído detenidamente la carta ha de parecerle, por fuerza, muy sospechosa de insinceridad rebozada de ironía. Texto II La respuesta de Lope a un «fantasma» en La Circe No queda claro qué difusión logró dar Colmenares a su texto, aunque es probable que aquella fuera relativamente amplia y que este llegara a las manos de algunos miembros de los dos bandos, el gongorino y el antigongorino. Lo que es seguro es que la epístola del segoviano llegó, seguramente en forma de carta expedida por los conductos de correo habituales en la época, al propio Lope, quien la juzgó suficientemente merecedora de respuesta como para dedicarle, sin reconocerlo en ningún momento, otra epístola en su siguiente miscelánea, La Circe, de 1624. En efecto, Lope, de una manera un tanto malévola y torticera, decidió que su rival no habría de ganar nombre ni renombre por el hecho de que él lo mencionara en uno de sus textos. Por ello, la lectura de la nueva carta tuvo que ser recibida con bastante perplejidad por los lectores ajenos a esta trama, quienes serían la inmensa mayoría y quienes solo tras una atenta lectura deducirían que el texto que tenían ante sí era «la respuesta indirecta del escritor a los ataques recibidos por parte de un desconocido» (Tubau 2007: 138 y 2008: 357). Así, Lope se esfuerza desde el inicio en presentar a su innominado rival como un quídam que no ha tratado más que de «hacer ostentación de sí mismo para ser conocido» atacando a una figura consagrada del panorama literario e intelectual –o sea, a él mismo–. Y ello tras haber iniciado su contrarréplica echándole en cara a ese adversario «fantasma» ser un mero teórico de la poesía sin ningún dominio de la práctica poética (y, por ende, sin derecho a juzgar esta) y que además reconoce no haber entendido algunos aspectos de la poesía gongorina, por él defendida; esa es, de hecho, la primera alusión a Colmenares que percibiría el lector que estuviera al tanto de todo el asunto (y que desconcertaría enormemente al que no lo estuviera): «y más de quien confiesa que no entiende lo que defiende, que para eso mejor fuera remitirse a las manos que a la pluma». Lope reconoce que un teórico puede estar por encima de los prácticos y darles lecciones, si estos son en realidad malos poetas («si les faltase el arte»), pero jamás puede imponerse con su opinión «a la de tantos tan excelentes hombres». Acusa después Lope a su rival de lo mismo que este lo acusaba a él: esto es, de «desviar del verdadero sentido los lugares» de autores clásicos que alega, como sucedería con el pasaje del Brutus de Cicerón, que no puede aducirse, según Lope, para defender de ningún modo la oscuridad de un texto (las «tinieblas del estilo»), sea discurso, sea poema. Continúa Lope, defendiendo que la poesía es parte de la «filosofía racional» y definiendo cuál es el «objeto» de aquella y en qué consiste el «oficio» del poeta; se basa para ello, sin declararlo aún y como luego veremos, en ideas del ferrarés fray Girolamo Savonarola, y sigue haciéndolo cuando defiende que el verso no es algo consustancial a la poesía e imprescindible para crearla: cita como ejemplo algunas obras clásicas y modernas, como «las prosas del Sannazaro» (es decir, las que integran, junto con las églogas en verso, la apreciadísima Arcadia). Pasa, al fin, Lope a responder a la que era principal objeción de Colmenares en su carta, y emplea el argumento de que tanto al poeta como al historiador les tocan las mismas obligaciones, salvo respecto a la verdad de lo que cuentan (célebre distinción aristotélica) y, sobre todo, el de que los tratados sobre retórica están llenos de ejemplos tomados tanto de oradores como de poetas para ejemplificar las figuras, como la prosopopeya y la aposiopesis, que serían comunes a ambas artes. Pero incluso para los recursos que pueden considerarse esencialmente retóricos, como la inducción y el entimema (modos de razonamiento y argumentación), es habitual –sigue aduciendo Lope– que los tratadistas los ejemplifiquen también con poetas. Al hilo de ello, Lope va a plantear una cuestión muy grave y muy delicada que en realidad subyace a toda esta polémica gongorina (y esta no es acotación de Lope, sino de quien suscribe estas líneas): cuál es la ubicación de la poética, si es que la tiene, en el tradicional sistema de las artes liberales, y concretamente, claro está, entre las del trivium. Afirma el Fénix que dichas artes –gramática, lógica y retórica– tienen como objetivo «el conocimiento del razonar, pues la gramática considera el hablar concertado o bárbaro; la lógica el verdadero o falso; y la retórica el pulido o tosco; de suerte que las artes son para una de tres cosas: o para obrar o para hablar o para deleitar». Lope parece tener como objetivo despojar a la poesía de esa especie de aura sagrada con la que la presentaba Colmenares en su carta, y que prácticamente le otorgaba una especie de soberanía sobre el resto de las disciplinas (como la historia y la retórica), si bien es cierto que el segoviano parecía circunscribirlo a la jerarquía de los géneros literarios, y no, al menos de manera explícita, al sistema de las artes. En todo caso, Lope, por medio de preguntas retóricas y unos a modo de silogismos, trata de reducir la poética a dicho sistema, argumentado, de una manera bastante atropellada y confusa, que la poesía tendrá que tener como objetivo alguno de los que son propios de las artes que le son próximas: esto es, o «deleitar» como la gramática (se entiende que con los verba) y la música (quizá entendida aquí sobre todo como métrica y rítmica) o «hablar» como la lógica y la retórica (se entiende que comunicando una res). En cualquier caso, Lope busca afirmar, y así lo hace, el primado de la filosofía como «arte de las artes, que es lo mismo que decir el fundamento», desposeyendo de él a la poesía, la cual estaría al servicio de aquella por ser una de sus partes, tal como ya afirmó casi al principio de la carta. Tras establecer que lo que afirma no admite controversia, declara Lope al «señor de estos reinos» que su intención ha sido solamente hacerle partícipe de lo que él llama un «papel», que no es otro, aunque así no lo indique, que la réplica de Colmenares; y en un arranque de suficiencia y de paternalismo un tanto chulesco, le pide a dicho señor que no se tome a mal (como si él mismo no hiciera mucho caso de ellas: ¡gran mentira!) las referencias despectivas a su propia obra contenidas en el citado papel, y en especial aquellas en que su autor –Colmenares, recordemos– lo «remite al gusto del pueblo, que paga versos que entiende». Lope lo opone a la actitud de ese no nombrado rival, que, justo al contrario, dice gustar de versos que no entiende y cuyo sentido tiene que ir a que se lo aclare su autor: el, una vez más, no nombrado Góngora, al que Lope aprovecha para cubrir de elogios junto con los consabidos contrapuntos que los rebajan de manera bastante maliciosa: si sus aficionados confiesan que no lo entienden, su poesía, cuando él muera, quedará perdida, pues no podrán acudir a él para que se la aclare. Asume Lope a continuación la defensa de Ovidio (que no es otra que la suya propia), al que Colmenares presentaba en su «papel» como ejemplo de poeta que, al escribir una poesía «de línea clara», se había rebajado a halagar los gustos del vulgo persiguiendo un prestigio tan amplio como de escaso valor. Obedeciendo al tópico de ut pictura poesis, se comparan después los versos de la «nueva poesía», aún muy pocos en comparación con los escritos siguiendo el estilo «antiguo», con las extravagancias pictóricas del Bosco, y también con oscuros textos poéticos de la Roma arcaica. Insiste también Lope, si bien de pasada, en la «relatinización» del castellano que trae consigo la «nueva poesía», en un proceso que se presenta (y este era uno de los argumentos más recurrentes en el bando antigongorino) como un menoscabo y no como un enriquecimiento de esa lengua (que es lo que era en realidad, dicho sea de paso, como se ha demostrado con el paso del tiempo). Trata Lope de desautorizar la totalidad de la carta de Colmenares afirmando que, en realidad, ni siquiera contradice a la suya de La Filomena (que solamente alude y de la que reproduce ad pedem litterae dos breves pasajes), sino que no hace más que insistir en los mismos argumentos que él emplea, aunque no parezca así. En esos pasajes en los que Lope se autocita (y, a los que, por lo demás, no parecía conceder especial relevancia en su «censura» de 1621), establece que la «locución» y la «sentencia» deben ser proporcionalmente elevadas, de modo que cada una confiera lustre a la otra (o sea, el horaciano equilibrio entre verba y res), así como que en lo que atañe al no menos horaciano delectare tiene que lograrse un término medio entre el «ornamento» y la «dulzura», de modo que no haya ni exceso ni defecto de ninguno de los dos. En conexión con ello, la última respuesta de Lope antes del epílogo atañe al controvertido pasaje de san Agustín en el De doctrina Christiana, sobre el que Colmenares argumentaba que no podía aplicarse a los poetas, pues el obispo africano no se ocupaba para nada de ellos allí. Lope alega que dicho pasaje, independientemente de a quién vaya dirigido, es un alegato a favor de la claridad en el que se establece la exigencia de evitar «todo género de oscuridad y ambigüedad» en cualquier acto comunicativo, y se defiende afirmando que él no lo había traído a colación porque en él se hiciera referencia a los poetas, sino por esa idea general, que debe presidir el ejercicio de la escritura. Concluye (casi) Lope diciéndole al «señor de estos reinos» que, en su opinión, ese rival inesperado no había pretendido otra cosa, como se indicaba al principio, que darse a conocer a cualquier precio y de cualquier manera divulgando una réplica contra un autor de reconocido prestigio, y lo compara con el ignoto Rávido, al que Catulo zahería en uno de sus poemas porque lo atacaba solo para hacerse conocido entre el vulgo. Si en la correspondencia recogida en 1621 en La Filomena era el «señor de estos reinos» el que solicitaba a Lope un poema que sirviera como modelo del estilo poético que este defendía y preconizaba, ahora es el escritor madrileño el que se adelanta a proponer uno del Príncipe de Esquilache: en concreto, una égloga que, de hecho, se imprimirá en La Circe a continuación de esta carta. Antes de cantarle al «señor» las alabanzas de ese poema, Lope acusa recibo de otra de las críticas de Colmenares en su réplica: los ataques entre poetas, que afeaban la profesión y ocasionaban que el vulgo hiciera mofa de ella. El Fénix alega orgulloso que él ha prodigado en sus obras elogios a muchos poetas (como ellos se los han dedicado a él), y desliza malicioso el hecho de que no ha podido hacer lo propio con su rival «por no le haber conocido». Remacha su argumentación recordando que los piques entre escritores, como demuestran las burlas sobre Sócrates en algunas comedias de Aristófanes, se remontan a la más clásica y venerable antigüedad. Cierra (ahora ya sí) Lope su carta con encendidas alabanzas a la antedicha égloga de Esquilache incitando al «señor de estos reinos» a leerla para que disfrute de su «claridad castellana», su «hermosa exornación» y «su estilo tan levantado con la propia verdad de nuestra lengua»: no (se sobrentiende) como los secuaces de la «nueva poesía», a los que ni se digna nombrar (y menos a su «líder», Góngora), sino que los alude por medio de sus rechazables usos literarios: «sin andar a buscar para cada verso tantas metáforas de metáforas, gastando en los afeites lo que falta de facciones y enflaqueciendo el alma con el peso de tan excesivo cuerpo». Y pone Lope el punto final con su ya entonces inveterada costumbre de «tirar la piedra y esconder la mano», aludiendo a cierto «poeta insigne» que habría perdido toda su hasta entonces merecida prez por haberse convertido en tránsfuga al «culteranismo». Texto III Colmenares contraataca: más defensa de la poesía y más pullas contra Lope Sin alcanzar gran extensión, es este el documento más largo de los cuatro principales que conforman esta contienda literaria (incluyo, claro está, la «censura» de Lope en La Filomena); sin embargo, esa mayor longitud se debe, no a que se expongan y desarrollen, en torno a la polémica aquí ventilada, muchas ideas nuevas respecto a los documentos anteriores o a que se profundice mucho más en las ya expuestas en ellos, sino sobre todo a que Colmenares, bastante picado –como lo estaba Lope, quien parece que lo había atacado en al menos un poema difundido en manuscrito entre la publicación de La Filomena y la de La Circe, y luego impreso en esta (véase aquí luego y la nota 172 a esta segunda carta de Colmenares)–, trata, por un lado, de demostrarle aún más a este su erudición acumulando citas, y por otro, de incomodarlo insistiendo en cuestiones delicadas que sabía que lo mortificaban, como la de la escritura y venta de comedias, y el haberse vendido por el ínfimo precio del aplauso vulgar. Prueba de lo primero es la larga, pedante y poco pertinente digresión acerca de los términos latinos scirpus y scrupus, motivada por un empleo del primero de ellos que Lope había hecho casi a vuelapluma en su «censura» incluida en La Filomena. Prueba de lo segundo es la también pedante e impertinente (aunque esta lo es bastante menos) que dedica («multiplicando autores» a pesar del «enfado» que él mismo reconoce que ello puede causar) a recordar opiniones negativas que la facilidad y llaneza de Ovidio venían suscitando desde la antigüedad hasta esos tiempos; tal cuestión vuelve a conectarla Colmenares directamente con el hecho de rebajar la comedia –hurgando en la herida de Lope, insisto– a género excesivamente fácil, llano y concebido para «acomodarse al vulgo», siempre con la mira puesta en situarlo en el extremo opuesto al de la poesía verdaderamente «realzada», de la que para el segoviano sería claro ejemplo, por más que así no llegue a declararlo explícitamente, la gongorina. Al ser el último testimonio conocido de este enfrentamiento, es comprensible que en él se intensifique más lo personal, tras la acumulación de insinuaciones y censuras mutuas en los textos previos, y que se equilibre con lo teórico-literario e incluso lo supere. Así, Colmenares empieza acusando el golpe lanzado por Lope al inicio de su carta en La Circe cuando este le niega su idoneidad para juzgar la poesía por no ser practicante de ella, y, tras una defensa que, por lo demás, no era muy difícil, pues el argumento de Lope es evidentemente bastante frágil, el segoviano contraataca echándole en cara otra de las censuras que el Fénix solía recibir del mundo intelectual y literario de la época: su recurso a la erudición de acarreo que proporcionaban las «polianteas y colectáneas comunes», así como el hecho, frecuente en él, de acumular citas procedentes de ellas de manera bastante acrítica y descontextualizada, y, por tanto, «desviándolas de su verdadero sentido». También le afea a Lope sus ya mencionadas «gracietas» contra él mismo en uno de los propios poemas impresos en La Circe, en el que, muy significativamente, bromea aquel con la condición de «Horacio» que se había arrogado Colmenares en esta defensa de Góngora y su poesía. Toda la carta del segoviano, que no era ni mucho menos un erudito de tres al cuarto ni un prosista menor, está dominada, a mi juicio, por un tono de muy sutil ironía que vela con notable habilidad lo que son constantes pullas a Lope, muchas veces aderezadas en forma de elogios que en realidad no lo son, sino todo lo contrario. Una vez asentados esos extremos en lo que podríamos considerar el exordio de la carta, Colmenares, que afirma haber escrito una réplica «por sus mismos puntos», comienza ya a entrar en materia; y nunca mejor dicho, porque, habiendo interpretado perfectamente el mensaje de Lope en su contrarréplica, señala que este «obliga en su papel a que, dejando por asentado el cómo se ha de decir, pasemos a tratar lo que se ha de decir» las cursivas están así marcadas ya en el opúsculo en que se imprimió la carta de Colmenares: es decir, que se trate ya la cuestión de la importancia de la materia o res en poesía, dejando a un lado la discusión sobre la forma o los verba, que es en lo que parecía insistir Lope en su carta de La Circe. De acuerdo con ello, afirma Colmenares que la «sustancia» de la poética es la «ficción o fábula», y que «poeta en su origen etimológico es el que finge o fabrica por sí solo»; eso supone que, al no ser el verso esa esencia de la poesía, pueden existir, como afirmaba Lope, textos en prosa que sean verdaderos poemas (y cita Colmenares ejemplos tanto antiguos –la indefectible «ficción de Heliodoro»– como contemporáneos escritos en castellano). Ahora bien, afirma el segoviano que, aunque el estar escritos en verso sea mero accidente y no esencia, no es menos cierto que la poesía ha tendido a escribirse «en metro» desde sus primeros cultivadores, porque, como «la causa final de esta profesión es enseñar deleitando» (y, al fin, con Horacio hemos topado, aunque no se lo nombre), les pareció que «sería más deleitable el metro». Y Colmenares se lanza a una en apariencia impertinente síntesis de historia de la poesía «en metro», desde los tiempos antiguos hasta los suyos, resumiendo un largo proceso en el que se asistió a la extinción de la poesía basada en la rima, usada de manera generalizada en los tiempos más primitivos (algo que habría afirmado Petrarca y que es tan erróneo que hasta Colmenares duda de ello), a su sustitución en las épocas clásicas de Grecia y Roma por la poesía rítmica (o sea, la de métrica cuantitativa) y a su recuperación en plena época medieval («por el año novecientos de Cristo») habiéndose impuesto hasta los tiempos presentes. Digo que esa larga digresión de historia poética es solo en apariencia impertinente porque en ella Colmenares desliza, como al desgaire, una afirmación que seguramente tenga mucho trasfondo: que el empleo de la rima se había banalizado tanto, que en su tiempo, y en el de Lope, no era sino una «invención que tantos juicios ha estragado y tantos ingenios nobles ha hecho esclavos, siendo para el vulgo mejor poeta aquel que más presto halla consonante a ‘naipe', ‘muslo' o ‘cántaro'». Y el trasfondo que puede atisbarse tras esa frase es que la poesía rimada venía de hacía tiempo, al menos en castellano, exigiendo una renovación que la rescatara de ese «mecanicismo» que la había convertido en poco menos que en un mero juego de ingenio; y no precisamente en el sentido horaciano de ingenium, sino justo en el sentido totalmente contrario: simple cuestión de pedestre dominio del ars. Una «nueva poesía», revolucionaria y audaz, lanzada a rimar palabras inusitadas y complejas (y no las que cita Colmenares, tan imposibles de «hallarles consonante» como vulgares, bajas y propias del gracioso de comedia o del poeta satírico), y a disponerlas en un orden no habitual, era lo que podía salvar a la poesía española de esa anodina trivialización en que se veía sumida. ¿Y de quién y de dónde podía venir esa fórmula salvadora? Pues Colmenares lo dice bien claro en lo que es la culminación, perfectamente buscada, de su breve y, como vemos, nada impertinente historia de la poesía: de «una sola ciudad de España» que «brotó asombros del Apolo romano, sin haber quedado con tantos partos en nada menguada su fecundidad en tantos siglos»; esto es, de la misma Córdoba, aunque Colmenares ni siquiera la menciona en la propia epístola (ni hacía falta; aunque sí se aclara cuál es en una anotación marginal, al menos en la versión impresa), que había dado a los Anneos (Séneca y Lucano, a los que tampoco menciona) renovadores del bastante agotado latín postclásico, «barroquizándolo» avant la lettre, como estaba haciendo ahora el genial racionero cordobés (menos nombrado aún aquí, pues tampoco hacía falta) con la (supuestamente) gastada y agostada poesía castellana. Recapitulando: para llegar a este punto, recordemos que Colmenares parte de aceptar el hecho de que no es necesario que haya verso para que exista poesía (seguramente no podía no aceptarlo, teniendo en cuenta que lo afirma Aristóteles en la Poética, que él mismo cita), y ya hemos visto cómo ha ido llevando lenta y muy sutilmente el agua a su molino, que no es otro, como siempre, que el horaciano (con el ditirambo de Góngora al fondo y al final): la poesía, es cierto, no exige el verso como condición sine qua non, pero no es menos cierto que es ese el elemento clave del delectare, sin el cual se entiende que no habría un eficaz prodesse, como bien han demostrado todos los poetas desde antiguo. El hecho de que el verso, una vez fundamentado en la rima, se haya banalizado, y se haya hecho de ella un sonsonete trivial y machacón, conlleva la exigencia de una radical renovación formal («restauración» sabemos que la llama Colmenares), que, curiosamente, como sucedió en la Antigüedad, habría venido de la misma ciudad que entonces: Córdoba. A buen entendedor… Esa táctica de Colmenares consistente en dar la impresión de que cede en sus posiciones y que acepta las del rival para luego hacer de su capa un sayo y llevar el argumento a un terreno muy diferente (o sea el suyo), se va a ver de nuevo, y mejor reflejada aún, en la siguiente sección de su carta. Tras aportar una cita de fray Luis de León en la que este supuestamente habría censurado a los poetas líricos españoles de su tiempo y anteriores por haber de alguna manera perdido el buen rumbo de la poesía (la cita está bastante manipulada y no parece muy bien traída), Colmenares afirma que eso no podía aplicarse a los grandes (como Garcilaso o Herrera) y tampoco a la «nueva poesía», y que si el agustino hubiera vivido en ese tiempo, habría corregido sus negativos juicios al asistir al momento de floración poética que se vivía en España; hace el segoviano un repaso de los principales «ingenios» poéticos de su época y les asocia una cualidad en la que destacan: en el mismo Lope, que es el primero que nombra, la «invención, propiedad esencial del poeta»; en «nuestro cordobés», la «cultura admirable» (ojo al dato); en Paravicino, la «feliz profundidad» (otro evidente y eminente gongorino del que aquí se pondera la res y no la floritura verbal de sus textos, que era lo más célebre y celebrado en su tiempo); en los «dos aragoneses» (o sea, los Argensola), la «gravedad»; en López de Zárate, la «energía»; y, en fin, la «rara erudición y caudal» en el «famoso don Francisco de Quevedo», del que Colmenares se profesa no menos devoto que Lope. A continuación afirma Colmenares que a él no se le ha pasado nunca por la cabeza que la poética no tenga «fundamento en la retórica», por lo que parece que va a cantar la palinodia respecto a sus afirmaciones en la primera carta, donde se leen frases tan inequívocas como esta: «Y así me admiro de que vuestra merced fundase su doctrina en principios de tan diversa profesión como es la retórica de la poética». Cuando parecería que Colmenares va, o a hacer depender la poética de la retórica, como una especie de derivación de esta, o al menos a integrar aquella en un plano de igualdad entre las artes liberales del trivium, lo que hace es afirmar en primer lugar que la poética está por encima de las tres artes que integran aquel (gramática, lógica y retórica), las cuales funcionarían como su «pedestal, plinto y basa» (¿cabe mayor subordinación?), y en segundo lugar, que su «objeto» son nada menos que «todas las ciencias y profesiones del mundo, pues le compete hablar de todas pidiéndolo el intento». Y es ahí donde el erudito segoviano aprovecha para intentar paliar la debilidad que podía achacársele (y de hecho Lope le achacaba) en su primera carta-réplica: la casi nula atención a la amplia y profunda formación cultural (sustento de la res) que su admirado Horacio exigía al poeta merecedor de tal nombre. Colmenares, citando al fin, aunque no solo, el verso 309 del Ars poetica horaciana («Scribendi recte sapere est et principium et fons»), defiende ahora desde el plano del contenido, de la res, el mismo carácter singular y casi divino de la poesía respecto a cualquier otra «ciencia y profesión»: toda la poesía clásica (y menciona Colmenares en concreto a Homero, Hesíodo, Virgilio, Horacio y Estacio) fue vehículo de muy profundos conocimientos adquiridos y transmitidos por sus autores, hasta el punto de que «fueron como oráculos de sus repúblicas» (recuérdese ahora que pocas líneas más arriba Colmenares ha caracterizado precisamente a Góngora como poeta excelente por su «cultura admirable»). Con lo cual, también desde esa perspectiva defiende el segoviano una clara preeminencia de la «divina» poesía, igualmente tan propia del humanismo desde la Italia del siglo XV, con la que esta vez Lope no podía dejar de estar de acuerdo. En realidad, la clave parece residir en la diferente intelección del concepto que cada uno de los dos contendientes tiene de «fundamento» en la afirmación de que «la poética tiene fundamento en la retórica», en la que ambos coinciden solo aparentemente: Lope lo entiende (o, al menos, lo presenta) en términos de dependencia de la primera respecto a la segunda (la poética dependería de la retórica, cuyo objetivo es la persuasión y cuyo medio principal es la perspicuitas) e incluso al resto de las artes del trivium, además de a la filosofía moral y a la música, mientras que Colmenares lo entiende de modo totalmente contrario: la retórica (y también la gramática y la lógica) estarían supeditadas a la poética y puestas a su servicio, gracias a lo cual es capaz de dominar y hablar sobre cualquier disciplina, y toda disciplina serviría, a su vez, para explicarla a ella. No obstante, Colmenares no pierde de vista sus principales objetivos y, consciente de que no debe mantenerse demasiado tiempo en terreno tan resbaladizo y en el que no podía hallarse muy cómodo, regresa en seguida al de la forma, al de los verba, y recuerda, para que se vea su «veneración y estima» por la poesía (cosa que ningún lector podría poner en duda), que él en su carta había defendido que «cada profesión tiene su estilo propio, y entre todas a la poética le pertenece el realzado». El segoviano en esta parte, que es la más confusa y peor argumentada de su exposición, salta así del sistema general de ordenación de las artes y disciplinas al de los géneros literarios, pues el pasaje de su carta al que remite hablaba claramente de estos y no de aquellas («¿por qué las profesiones diferentes en género no se han de tratar con diferencias de estilos? La historia el llano, la retórica el vehemente y la poética el realzado»); si bien es verdad que es la misma mezcla y confusión que introducía ya Lope en su réplica de La Circe. Prueba de que en esta sección de su carta Colmenares no parece pisar con pie muy firme ni seguro es el hecho de que alguna de las fuentes que alega (como la de Escalígero padre) no parece ser muy pertinente al asunto que pretende defender (o yo, al menos, no termino de verla muy pertinente). Sea como fuere, todas ellas vienen a sustentar que el lenguaje del poeta es muy peculiar y que está abierto e incluso obligado a licencias que no se permiten a otro tipo de autores, aun cuando trate sobre cuestiones que hoy consideraríamos estrictamente técnicas o científicas, como la astronomía o la arquitectura. Y este es el punto que aprovecha Colmenares para volver a restregarle a Lope, en unas líneas que rozan el cinismo sarcástico por las falsas alabanzas que incluyen, el haber osado publicar en el Arte nuevo de hacer comedias (1609) unos versos que ya por entonces debían de ser, como ahora, celebérrimos y controvertidos; o sea los que van del 45 a 48 de ese opúsculo lopesco: Escribo por el arte que inventaron los que el vulgar aplauso pretendieron, porque como las paga el vulgo es justo hablarle en necio para darle gusto. Versos que Colmenares no se priva de incluir completos en su réplica, preguntándole de manera indirecta, y burlona, a Lope si es que acaso este «hallaba desprecio» (hacia su persona, se entiende) en el hecho de que otro citara los que eran sus propios «preceptos». Y a renglón seguido le endilga unas cuantas citas (de Horacio y Aristóteles entre otros, por supuesto) que insisten en la bajeza e inferioridad de la comedia como género, lo que sin duda tendría que mortificar a Lope, como venía haciéndolo desde tiempo atrás, por haber aceptado ganarse en buena parte la vida escribiendo lo que no era más que (Cervantes dixit) «mercadería vendible». La ironía del segoviano alcanza su punto máximo de acidez cuando le dice a Lope que no debería quejarse, pues pudiendo haber alegado en su primera carta todos esos grandes autores que ahora incluye aquí, los «pospuso todos a la autoridad de vuestra merced» (es decir, que existiendo el Arte nuevo, que tan claramente conecta las comedias con el «necio vulgo», ¿para qué alegar Aristóteles y Horacios?), y todavía le espeta que, en vez de estar agradecido de ello, «le achaca que trata de sus cosas con pasión y desprecio». Inmediatamente, se las apaña Colmenares para seguir hurgando en la herida y trae a colación el «asunto Ovidio». Tras enderezarle a Lope (y al paciente lector) una prolija secuencia de diversas opiniones de critici antiguos y contemporáneos que afeaban a ese poeta tanto la excesiva complacencia en su propio talento como sus «rendiciones» al gusto del vulgo, la remata con las más negativas –las que podían leerse en los Poetices libri de Escalígero (padre)– y con una frase que, en puro estilo Colmenares, es un aparente elogio de Ovidio cargado de desprecio hacia él (y, de rebote, hacia el mismo Lope): Estos son, cuando no todos, algunos de los autores que, como en la pasada dije, achacan a Ovidio de vulgar; que yo no le tengo en poco, sino que estimo sus Fastos, Elegías y Transformaciones, no en listas de ciegos, como vuestra merced quiere, sino en todo aquello que las estimó su mismo autor, cuando se prometió ore legar populi, inquietando juventudes y profanando recogimientos. La cita latina de Ovidio es una pulla contra este por haberse jactado al final de sus Transformaciones (es decir, las Metamorfosis) de la fama que pensaba alcanzar con su obra, la cual haría que su nombre estuviera siempre en boca del populus (o sea, del –necio– vulgo, según parece interpretar Colmenares). En cuanto a esa última apostilla, sobre «juventudes» inquietadas y «recogimientos» profanados, juzgue el lector mínimamente informado sobre la vida íntima de Lope en aquellos tiempos si puede ser un golpe no bajo, sino bajísimo, impropio de quien tanto censura los ataques a la honra que abundaban entonces en las polémicas entre «poetas». En todo caso, a la hora de valorar esa opinión tan teñida de consideraciones morales sobre Ovidio –un auténtico caballo de batalla en esta polémica– no debemos olvidar que Colmenares era sacerdote y que no hacía sino adherirse a una corriente anti-ovidiana bastante viva en aquellos tiempos que mezclaba de manera tan abierta como excesiva lo literario con lo moral a la hora de valorar al genial poeta latino. Y tampoco debemos olvidar que Lope era también sacerdote, pero un sacerdote que había sido desde siempre y seguía siendo (como bien demostraba su escandalosa cohabitación con la Nevares) un auténtico idólatra, en la teoría y en la práctica, de quien se presentaba en el arranque de la que ya en la propia Roma de Augusto era su obra más escandalosa (el Ars amatoria) como el magister amoris por excelencia. Y tras la andanada contra Ovidio, toca, en esta respuesta «por sus mismos puntos», la defensa de la pintura del Bosco por parte de Colmenares. Si Lope había comparado sus delirantes cuadros con la forma de la poesía gongorina, el segoviano va a acudir exactamente al mismo argumento con el que muchos de los paladines del cordobés defendían los grandes poemas de este: esos cuadros tan enigmáticos y tan aparentemente absurdos esconden en realidad un fondo de profundas enseñanzas; son «disparates» solamente para quien no sabe penetrar su esencia, y quien no sabe hacer eso no es más que mero vulgo. Por ello, afirma Colmenares que él antepone esos cuadros, en los que la pintura no «se profana» haciéndose vulgar (o sea, inteligible para la masa), a «las profanidades de Ovidio y las vulgaridades de algunos que en esta edad tienen más de versistas que de poetas». Y por ello también, afirma, se decidió a consultar a Góngora las dudas que albergaba acerca de sus poemas, con cuya aclaración se reafirmó en la enorme calidad que tenían. Colmenares presenta ese comportamiento como un ejemplo de humildad intelectual que no debe utilizarse como arma contra él, y menos por parte de quienes «escribiendo mucho, estudian poco y saben menos» (nueva estocada, y bien dolorosa, al orgullo de Lope). Otro extremo de la carta de Lope que quedaba pendiente de responder es otro de los puntos de mayor fricción entre ambos polemistas (sacerdotes ambos, recordemos): a quién de los dos da la razón la autoridad de todo un padre de la Iglesia como san Agustín. Colmenares insiste en que en su De doctrina Christiana el santo se refiere única y exclusivamente a los predicadores cristianos, a los que llega a recomendar y casi exigir que se permitan licencias lingüísticas (o sea, que cometan errores), si de ese modo su mensaje es más inteligible para el vulgo: algo que no vale para los poetas, a los cuales no hay que darles ningún permiso, ni menos estimularlos, para que empleen el lenguaje de una manera particular y recurran, para elaborar sus aenigmata, a una tropica locutio («lenguaje figurado»), la cual sería impensable que el obispo africano, partidario de la claridad a toda costa en las tareas homiléticas y catequéticas, recomendara a los pietatis doctores cuando «oran» ante el vulgo. Esa mención de los aenigmata y el hecho de que Lope afirmara en su primera carta, la de La Filomena, que los griegos los llamaban scirpos dan lugar a la citada exhibición gratuita de erudición por parte de Colmenares para apabullar a Lope con citas que demuestran que el término correcto era scrupos (para una síntesis de la cuestión, véase la nota 246 a la segunda carta de Colmenares). Tras el prolijo ensayo filológico, el segoviano rechaza que a él pueda equiparárselo con el oscuro Rávido del poema XL de Catulo (pues dice que él no es un poeta, y menos uno que se meta con otro en sus versos), y aprovecha, por supuesto, para criticarle a Lope, con toda la razón, la manera completamente errónea y absurda en que había citado, o al menos se habían impreso, los versos del poeta romano en su carta de La Circe. En el tramo final de su epístola, Colmenares declara que, en lo que atañe a sus palabras acerca de las relaciones entre poetas, él no ha afeado el que «se contradigan unos a otros» (emulación propia de las ciencias), sino el hecho de que se «mordisquen» y que «satiricen» contra su misma profesión, lo que, insiste, supone un enorme desdoro para ella a ojos del vulgo, el cual, en consecuencia, también la envilece con su menosprecio. Y de nuevo compara esa situación con la alta estima alcanzada por los poetas en la Antigüedad, tanto en la griega como en la romana. «No fueron –proclama el segoviano– aquellos siglos menos doctos ni menos conocedores de lo bueno, que son estos, ni la profesión poética en su esencia es diferente ahora que entonces». Termina, pues, Colmenares reiterando su condición de devoto aficionado a la poesía, a la que dice venerar, pero reconociendo también que no tiene «partes para ejercitarla», por lo que se conforma con lograr ser un buen escritor de obras sobre Historia (que, esas sí, «piden claridad» y no las «oscuridades» de las que Lope le ha juzgado amigo) y, en concreto, una que cuente y homenajee la de su propia ciudad, Segovia. Aprovecha para pedirle datos a Lope acerca de San Jeroteo, supuesto primer obispo de Segovia, pues aquel lo ha nombrado en el texto final de La Circe. Queda la duda de si es petición sincera o nueva mofa de los «achaques» de (falsa) erudición que tanto aquejaban al Fénix. 5. Fuentes Texto I El Arte poética de Horacio como pauta para la defensa de la poesía de Góngora La primera idea que expone Diego de Colmenares en su carta en respuesta a la «censura» de Lope es que el problema de supuesta ininteligibilidad que plantean los poemas de Góngora no reside en ellos, sino en la incapacidad de los lectores que no están a su altura. Lo «autoriza» con un pasaje de las Noches Áticas de Aulo Gelio y otro del Brutus de Cicerón, en el que se cuenta una anécdota, presente en otros textos pro-gongorinos de esta polémica, protagonizada por el poeta Antímaco y el filósofo Platón, quien habría sido el único que supo valorar la poesía de aquel en una lectura pública de la que el ignorante vulgo había desertado en masa por no entenderla; el poeta habría proclamado que Platón le valía por todos los oyentes y lectores. Cicerón concluye señalando que un poema difícil pide el asenso de unos pocos, mientras que un discurso, pues busca la persuasión, ha de lograr el de la mayoría. Establece así Colmenares la radical diferencia entre la elitista poética y la «popularista» retórica, que va a ser uno de los principales fundamentos de su argumentación. Recuerda, en primer lugar, las autoridades que Lope alegaba en su «censura» cuando defendía que no se empleen palabras difíciles que atenten contra la perspicuitas del texto. Colmenares, por así decirlo, «niega la mayor» al afirmar que la doctrina de todas esas autoridades (el mismo Gelio, Quintiliano –sobre todo–, Cicerón y Arias Montano) debe aplicarse al orator y no al poeta, al que no solo no le está vetado el empleo de palabras inhabituales, sino que se lo exige su propia «profesión»; así lo asentaba Horacio en el primero de los cuatro pasajes «clave» de su Arte poética con los que el segoviano va a pautar su carta en respuesta a Lope: se trata de los v. 58-59, que afirman la libertad del poeta a la hora de introducir neologismos en sus composiciones, los cuales tal vez pasen con el tiempo a la lengua común («licuit semperque licebit/ signatum praesente nota producere nomen»). Colmenares introduce una especie de largo inciso para responder, sin salirse en realidad del asunto que va tratando, al reto lanzado por Lope al aducir la que él presentaba como incontrovertible autoridad de san Agustín en el De doctrina Christiana. El erudito segoviano afirma que por eso se ve forzado a dedicar tanto espacio al asunto («Traslado lugares por la fuerza que vuestra merced pone en el de este santo doctor diciendo –lo que es tan llano– que no habrá ninguno tan atrevido que contradiga su opinión»), pero para demostrarle a Lope, otra vez, que si bien la autoridad del santo es ciertamente inobjetable, debe alegársela de manera correcta y no torcida, pues su propósito nunca fue el de dar «preceptos poéticos», sino el de formar piadosos oratores cristianos que privilegiaran en sus homilías dirigidas a la grey la claridad por encima de la corrección lingüística y, por supuesto, de los adornos (lo «deleitable», que dice Colmenares): entendida así, la autoridad de este padre de la Iglesia apoyaría en realidad a contrario («por la diferencia y contraposición») su tesis y no la de Lope. Una segunda sententia procedente de la Ars poetica horaciana abre el siguiente bloque argumentativo, en el que ya Colmenares se presenta no tanto respondiendo directamente a Lope, cuanto mostrando su visión acerca de la poesía y del poeta, que irá perfilándose, tras haberlo apuntado al principio de su carta con la anécdota de Antímaco y Platón, como una visión exclusivista y elitista, alejada al máximo del vulgo, que es el receptor natural de los discursos creados por la retórica. El de la poética lo será, por el contrario, un selecto grupo de lectores (y no oyentes) que la entienden, la degustan y pueden, por tanto, juzgarla con sólido y fundamentado criterio. El lugar horaciano es aquel en que se afirma que la mediocridad está reñida con la condición de verdadero poeta (v. 372-373: «mediocribus esse poetis / non homines, non dei, non concessere columnae»), un pasaje que se alega en otros textos de la polémica, como el Parecer del abad de Rute. Y aún más presente en dichos textos, tanto de un bando como del otro, es el que Quevedo terminará por ello llamando en 1631 el «texto del escándalo»: el pasaje de la Poética de Aristóteles correspondiente a 1458a15-20, donde el estagirita defiende que la poesía verdaderamente admirable es la que recurre a lo inhabitual y excluye todo lo coloquial y hasta vulgar; pero también que el exceso de ello la aboca a la falta de inteligibilidad (enigma) y a la agramaticalidad (barbarismo). Como ya se ha señalado, Colmenares indica que esos vicios están ausentes de los poemas de Góngora, donde no hay pleonasmos ni anfibologías. A propósito de las «trasposiciones» (o hipérbatos), el segoviano recuerda, con toda intención y alegando la autoridad de Jean Despautère en su poema sobre las figuras empleadas por la retórica, que son lo mismo que en esa disciplina se llaman anastrophes (luego no son exclusivas de la poética) y que son comunes tanto en las letras sagradas, como en las paganas, como en la lengua coloquial (la «frasi común»). De nuevo, se remite a Aristóteles, y significativamente tanto a su Poética como a su Retórica, para defender que el estilo que exige la poesía es el «realzado», cosa, dice Colmenares, admitida por todos los estudiosos del asunto. Una nueva cita procedente de la Ars poetica horaciana le sirve para conectar lo anterior con la teoría de los estilos (v. 92: «Singula quaeque locum teneant sortita decenter»: «Tenga cada cosa el lugar que le cuadra y conviene»). Aunque no lo señala el astuto segoviano en su carta, Horacio pone como ejemplo, en los versos anteriores y posteriores a ese citado, la humildad del lenguaje que ha de emplear la comedia y la sublimidad del de la tragedia. Y ese es el punto al que Colmenares le interesa ir llevando poco a poco su argumentación. En primer lugar, se vale de Aristóteles, Luciano y Plinio el Joven para mostrar que incluso géneros que se sitúan por debajo de la alta poesía (o sea, de la lírica, la trágica y la heroica o épica), como la historia y la propia oratoria, tan «popularista», necesitan también elevarse ocasionalmente (esto es, alcanzar alturas poéticas): ello supone que la poesía, a la que se presenta como algo divino, está muy por encima de ellas; de ahí que sea absurdo «privarla de la alteza que naturalmente es suya, aun a juicio de históricos y oradores». Sin embargo, hay dos vías por las que esa nobilísima actividad del intelecto sufre menoscabo: una la constituyen las disputas entre poetas (que Colmenares sustenta con una cita de las sátiras de Persio), lo que causa que el inepto y profano vulgo (Horacio dixit) se mofe de aquellos y los ponga constantemente en la picota, como ya sucedía y por la misma causa en tiempos de Aristóteles, tal como este atestigua, de nuevo, en su Poética. La otra infamante vía de adulteración de la «sacra» poesía es su rebajamiento a la altura del vulgo con el objetivo de obtener un fácil predicamento entre él: una cita bastante agresiva de Cicerón en el discurso Pro Plancio ilustra el carácter irreflexivo y veleidoso de ese vulgo, que muy rara vez juzga «delectu aliquo aut sapientia» («con algo de discernimiento y sabiduría»). Y prostituye la profesión poética de ese modo quien la hace fácil y accesible para que el vulgo la entienda: es decir, haciendo lo contrario de lo que autores como Lactancio Firmiano proclamaban que ha de hacer el poeta, quien debe servirse de alegorías y figuraciones que velen el contenido dándole un aire atractivo por complejo y misterioso. Colmenares, como ya se ha dicho, aprovecha el humilde lugar que la comedia, malgré Lope, seguía ocupando entonces en la jerarquía literaria de los géneros para lanzarle un envenenado dardo recordándole sus concesiones al vulgo en el Arte nuevo de hacer comedias, y parangonándolo con poetas que la tradición erudita se empeñaba en presentar como autores «fáciles» (cuando no «facilones») que habían preferido halagar el gusto del vulgo en lugar de exigirse a sí mismos y a su supuesto talento una poesía más elevada y compleja. El segoviano saca a relucir la corriente crítica contemporánea contra Ovidio –que efectivamente existía– mencionando al humanista Florido Sabino, quien en realidad no censuraba en sus obras al poeta de Sulmona, sino que recogía en ella las críticas con que lo fustigaron otros (probablemente las más acres podían, y pueden, leerse en los Poetices libri septem de Julio César Escalígero). La argumentación se remacha con la célebre distinción de Aristóteles, de nuevo en su Poética, entre Homero y Empédocles, uno poeta y otro escritor en verso sobre cuestiones filosóficas, que no es lo mismo. Una cuarta y última sententia de la poética horaciana abre la sección final: en ella el poeta romano establece la necesidad de que en el poeta se dé una adecuada conjunción de talento innato y de técnica adquirida, esta a partir de la asidua lectura de modelos válidos y de un ejercicio incansable de escritura y corrección. Colmenares alude, como de pasada, a un dicho que aparece en muchos textos de la época (incluidos algunos de Lope) y que afirmaba que cada siglo solo puede ver la aparición de un gran poeta, siendo los demás meros, aunque voluntariosos, «aficionados» (el segoviano habla literalmente de «versistas»: ergo un solo y verdadero poeta frente a una legión de versistas). Es, por tanto, el Ars poetica o Epistula ad Pisones de Horacio el tratado de poética, que no de retórica, subrayaría Colmenares, que este escoge como pauta principal (con el de Aristóteles como complemento) para construir su respuesta a la «censura» de Lope en La Filomena. Recordemos las ideas que se toman aquí de ese tratado capital en la teoría literaria de Occidente: 1) el poeta puede y, es más, debe innovar en el ámbito de los verba; 2) el poeta no puede permitirse la mediocridad (y, por ende, debe aspirar siempre a alcanzar lo sublime); 3) su «profesión» ocupa la cima de la jerarquía de los géneros (se identifica prácticamente al poeta solo con el que practica los géneros lírico, épico y trágico) y es una actividad casi sagrada, por lo que debe estar a la altura y no profanarla y prostituirla; y 4) el poeta se hace (mediante el ars), pero tiene que haber nacido poeta. No cabe duda de que la utilización del Arte poética de Horacio por parte de Colmenares es bastante subjetiva y sesgada, puesto que elude tan hábil como sutilmente la otra parte del conjunto de las conocidas como «dualidades» horacianas: ¿qué sucede con la res y con el prodesse? ¿por qué se obvian otras ideas esenciales de ese tratado como la expuesta en el v. 309: «Scribendi recte sapere est et principium et fons», es decir, «La sabiduría –o sea, lo que hoy diríamos la cultura del escritor– es el fundamento y la fuente de la escritura»? Colmenares responde con solvencia y amplia batería de argumentos a las críticas que recibe la poesía gongorina en sus aspectos formales (en la elocutio y en la dispositio de los verba), pero ¿dónde está y cuál es su respuesta a la otra gran objeción que oponía el bando anti-gongorino, esto es, la que preguntaba insistentemente por la res de las Soledades? Colmenares no se atrevió –habría sido seguramente demasiado prematuro– a dar el radical y modernísimo paso que sí dará, bastantes años después, Espinosa Medrano en su Apologético cuando, hastiado de esa machacona pregunta, le espete orgulloso a Faría y Sousa que la poesía (la profana, por supuesto) no tenía por qué encerrar ningún arcano mensaje, ni misterio, ni profunda enseñanza, y que se basta y se justifica plenamente a sí misma con ser «toda adorno de dicciones, toda pompa de palabras, toda aliño de elocuencia». Texto II La poesía, un arte (liberal) más, fundamentada en y por la filosofía Enlazando con las últimas ideas expuestas en el apartado anterior, podemos recordar de nuevo aquí el citado verso 309 (más los dos que lo siguen) del Ars poetica de Horacio, no alegado hasta ahora ni por Colmenares ni por Lope (si bien lo recordará el primero en su segunda carta, al verse en buena medida forzado a ello por la réplica de Lope), y muy pertinente para entender la posición de ambos en esta polémica: «Scribendi recte sapere est et principium et fons: / rem tibi Socraticae poterunt ostendere chartae, / uerbaque prouisam rem non inuita sequentur» (versos que dicen más o menos esto: «La sabiduría es el fundamento y la fuente del escribir bien: / los textos de los socráticos te proporcionarán el asunto, / y una vez dominado el asunto, las palabras te vendrán por sí solas»). Del verbo sapere procede el sustantivo sapientia, que es al que recurrieron los romanos para dar cuenta del término griego philosophia, la cual aparece representada en esos versos de manera antonomásica por las Socraticae chartae o escritos de los socráticos (o sea, de los filósofos en general, al ser Sócrates padre intelectual de todos ellos, o al menos de los más ilustres e influyentes). Esa filosofía (que, como decíamos, puede entenderse como algo parecido a lo que hoy llamamos «cultura» o «formación cultural») es la que tiene que haber adquirido el poeta (no se olvide que el horaciano es un tratado sobre poética) si desea dominar la res, dominio sin el cual es muy difícil que le vengan a la mente y a la pluma las palabras decentes o adecuadas a dicha res. Esto es la parte de la poética horaciana que, como decíamos, deja demasiado en penumbra la primera réplica de Colmenares, y es, lógicamente, a la que Lope va a aferrarse (por más que siga sin alegarla explícitamente) para su contrarréplica. Y por ello necesita afirmar y reafirmar la conexión de la poesía tanto con la filosofía como con las demás artes, lo que exige una fuente de autoridad en que pueda fundamentar esa idea. Lope encuentra esa fuente en un tratado de muy engañoso título: se trata del conocido como Apologeticus de poeticae ratione de Girolamo Savonarola, que, lejos de ser una «poética», es un opúsculo dedicado a establecer el lugar (no demasiado lucido, por cierto) de la poesía en el ámbito de las disciplinas filosóficas y a dilucidar su influencia positiva o perniciosa en el alma de los fieles cristianos, según reza el título completo con el que aparece en algunas ediciones del siglo XVI, como la veneciana, apud Iuntas, de 1542: De poeticae ratione, utilitate et damno Christianorum animabus; desde ese punto de vista se entiende perfectamente el que ese opúsculo se presentara como un texto «apologético», es decir, un «conjunto de los argumentos que se exponen en apoyo de la verdad de una religión», según el Diccionario de la Real Academia Española, algo que cuadra perfectamente con su autor, del que consta su «fundamentalista» defensa de la ortodoxia cristiana (según él la veía, claro) en la muy corrompida Florencia de finales del siglo XV tras la expulsión de los Medici. En esa ciudad, que había asistido poco antes a una conocida floración de neoplatonismo a manos de Marsilio Ficino, a la defensa de un carácter divino de la poesía por parte de Angelo Poliziano en sus Silvae (sobre todo en la Nutricia) y al cultivo de una excelsa poesía en latín, muy «paganizada», por parte de Michele Marullo, el fraile y ardoroso predicador dominico, desde una perspectiva claramente aristotélica (por supuesto del Aristóteles del Organon, no el de la Poética) y tomista (como buen dominico), intenta contrarrestar, por el expediente de situarla en el mismo plano de sumisión a la Filosofía en el que se hallaban todas las demás artes, la posición preeminente que la poesía (la profana, por supuesto) había alcanzado entre esa «vanguardia» del humanismo. Es, en suma, un episodio más, ya tardío (aunque conservará cierto vigor durante todo el siglo XVI), de la pugna sobre la esencia y misión de la poesía suscitada entre humanistas y escolásticos, los cuales se habían esforzado siempre por reducir a aquella, y a la retórica, a la «tiranía» de la lógica: de ahí la propuesta savonaroliana de conectar cada una de ellas con un tipo de silogismo, siendo el exemplum (explicado por Aristóteles en sus Analíticos primeros –68b40ss.–) el que le corresponde, según él, a la poesía. Lope menciona una sola vez a Savonarola, sin indicar obra alguna, a poco de iniciar su carta, en la que irá incluyendo, traducidos, algunos breves pasajes del De poeticae ratione, tal como se irá indicando en las correspondientes notas al pie en la edición. Como atinadamente explica Tubau (2007: 143-144 y 2008: 362-364), es claro que las ideas de Lope sobre poesía estaban en buena parte muy lejanas (cuando no en los antípodas) de las defendidas por el fraile dominico, por lo que parece claro que habría escogido ese tratado como autoridad, más por una idea general que por los detalles de la doctrina que en él se exponen; por ello, el escritor madrileño selecciona un conjunto de afirmaciones aisladas con las que persigue, a mi juicio, dos objetivos: en primer lugar, el ya señalado de aducir un texto que insistiera de manera radical en el aspecto de la res y del prodesse (aunque no se manejen en él estas categorías horacianas), sin apenas atención (e incluso con desdén) al cultivo de la sonoridad de los verba y al delectare (tan peligroso siempre a ojos, y oídos, de cualquier apologista religioso); y ello con el fin, y consecuencia, de despojar a la poesía del aura casi religiosa y de la preeminencia que le conferían los humanistas coetáneos de Savonarola (lo mismo que Colmenares en su réplica). En segundo lugar (que, en realidad, podría considerarse el primero), Lope hubo de ver muy claro desde el principio que el inopinado rival que había osado replicar a su carta de La Filomena no era un simple «espontáneo» de medio pelo y poco (in)formado, sino alguien con su buen bagaje, y bien asimilado, de autoridades, las cuales sabía alegar con criterio y, cómo no, con su dosis de interesada manipulación para que sirvieran a sustentar sus tesis. De manera quizá inconsciente, Lope revela esas prevenciones cuando nada más iniciar su contrarréplica en La Circe le asegura al «señor de estos reinos», con una altanería que refleja no poca inseguridad, que a él no le «espantan prosas ni lugares citados, sean de quien fueren, en razón de la poesía…», y con mucha más arrogancia le dice indirectamente a ese rival que demuestre sus conocimientos de poesía desde la práctica y no desde la teórica, acudiendo a un símil que bien podría esconder una amenaza de agresión real: «…sino el escribirla y mostrarnos cómo luce en la práctica lo que nos enseñan con la teórica, que es lo que respondió un hidalgo a un maestro de armas: ‘Saque vuestra merced la espada y dígame todo eso con las manos'». Y eso es lo que va a darle pie, precisamente, a introducir la primera cita del breve tratado del predicador dominico: un pasaje en el que este afirma que la poética se divide en «objeto, uso y modo» (la cursiva es mía) y que, cree él, apoya sus afirmaciones anteriores. Lope acude, pues, a un tratado sobre poesía –que no, insisto, sobre poética– escrito por un teólogo y predicador dominico, lo que ya de por sí casi aseguraba un rigor y una profundidad intelectual notables, independientemente de lo más o menos acertado o discutible de sus ideas (muchas de las cuales seguramente espantaran al propio Lope, como ya se ha apuntado). Y en todo caso (o al menos eso pensaba él), era una autoridad de suficiente calado como para no quedar, en cuanto a aquello de «traer autoridades», por debajo (o no muy por debajo) de su rival. ¿Cómo llegó Lope a Savonarola o cómo le llegó Savonarola a Lope? Lo ignoro. Pero me parece verosímil la hipótesis de que el Fénix, deseoso de dar una réplica a Colmenares bien fundamentada (o, al menos, que lo estuviera en apariencia) en algún autor de peso –e incluso quizá algo «recóndito» e inesperado en la España de su tiempo–, se asesorara entre los intelectuales de su círculo de amigos, que no eran pocos (ni los intelectuales ni los amigos): pudo ser alguno de ellos quien lo pusiera en la pista del opúsculo savonaroliano, e incluso pudo habérselo prestado. Lope, como era habitual en él, supo sacarle partido a la obra, pues la emplearía para «autorizar» algunos preliminares de sus obras: así, el prólogo Al teatro en La Dorotea (1632), que atribuyó a su amigo Francisco López de Aguilar, pero que era suyo sin lugar a dudas (véase la nota 125 a la carta de Lope: texto II). En ese preliminar de la que llamó con toda intención «acción en prosa», Lope recogerá, sin declarar su origen, un pasaje del De poeticae ratione savonaroliano que ya aprovechaba en esta epístola de La Circe: aquel en el que se afirma que el metro y el verso no son imprescindibles para que exista poema. Aunque no hacía falta acudir al fraile dominico para sustentar tal idea (se leía ya en la misma Poética aristotélica) y aunque aquel lo afirmaba desde una perspectiva diferente a la de Lope, lo cierto es que a este le interesaba mucho recalcar tal idea en su epístola, consciente como era de que una gran parte del enorme atractivo de la poesía gongorina emanaba de su muy novedoso tratamiento del verso, tanto en el plano «dispositivo», con las audaces «trasposiciones», como en el fonoestilístico, con sus lucidas sonoridades, sus rimas internas, sus logradas aliteraciones, etc. Es una prueba de cómo «las mismas afirmaciones de Savonarola que Lope toma literalmente del Apologeticus cambian inevitablemente de significado en su nuevo contexto de enunciación» (Tubau 2007: 143 y 2008: 363). Y, cabría añadir, cambian de significado porque, evidentemente, cambian de función: a Savonarola le interesa menoscabar toda poesía, y a Lope un tipo muy determinado de poesía, aquella que, según Colmenares en su segunda carta, estaba logrando nada menos que la «restauración» de la poesía en España, tras un periodo de trivialización por agotamiento y por la vía de renovar, como decía, ante todo sus modos de expresión, desde la selección y disposición del léxico hasta la misma rima. El resto de fuentes alegadas por Lope le sirven en su intento de refutarle a Colmenares su afirmación de que no es aplicable a la poética aquello que se ha escrito para aplicarlo a la oratoria, esto es, en tratados sobre retórica. La idea que trata de sustentar Lope es que la necesidad de buscar la claridad y evitar la ambigüedad y la oscuridad es una especie de a priori que se da por hecho tanto para el discurso como para el poema, y que quien la establece en un tratado sobre oratoria la daría por supuesta también para la poesía. Por eso, dice Lope, un pasaje como el del Brutus de Cicerón (51, 191), en el que este afirma que el discurso debe buscar el asenso popular, mientras que el poema aspira a la aprobación de unos pocos, no puede alegarse para defender que el poema ni pueda ni tenga que ser oscuro, sino excelente: «que aquí habló de la excelencia del arte en el alma y nervios de la sentencia y locuciones, que no de las tinieblas del estilo». Más adelante, y ya cerca del final de la carta, será ese el mismo argumento con el que Lope insista y defienda su remisión al De doctrina Christiana de san Agustín, donde este, según Lope, «si dice de las cosas oscuras y ambiguas, no especifica poetas, sino todo género de oscuridad y ambigüedad». Es decir, que cada uno de los contendientes esgrime el lugar agustiniano según su conveniencia: como veta la oscuridad a predicadores cristianos y no habla para nada de poetas, el segoviano afirma que no se la afea a estos (de los que ni se habría acordado ahí el santo); pero ello tampoco supone afirmar que san Agustín defendiera la oscuridad en poesía. Como no dice explícitamente que no se refiera a los poetas (ni a los historiadores, ni a los autores de teatro, ni a los narradores de fábulas, etc.), Lope lo toma en sentido general y afirma que desaconseja la oscuridad a todo aquel que escriba y hable en público; pero no se puede negar que no lo dice así expresamente, sino solo refiriéndose a los predicadores cristianos. O sea, un verdadero bucle. La otra respuesta a Colmenares se cifra en insistir en que la poética tiene su fundamento en la retórica, por lo que no es ni impropio ni, mucho menos, absurdo alegar, como decíamos, pasajes de tratados sobre esa disciplina para sustentar cuestiones de poética. La prueba que aduce Lope es el hecho de que en esos tratados se ejemplifiquen las figuras con pasajes tomados de poetas, y para ello alega como ejemplos al rétor jesuita Cipriano Suárez, a Omer Talon y a Lodovico Carbone da Costacciaro, cuya obra está muy relacionada con la del primero, de quien fue discípulo. Y, en fin, es la defensa de Ovidio (porque, como ya se indicó, era la suya propia) otro aspecto que a Lope le interesaba especialmente en esta contrarréplica a Colmenares en La Circe. Si este había alegado nada más comenzar su respuesta el pasaje ciceroniano en el que se cuenta que el poeta Antímaco había sido valorado en cierta circunstancia solo por Platón y que aquel había afirmado que este le valía por todo el vulgo, Lope, ya casi al final de la suya, recuerda un poema de Catulo en el que este, además de llamar a Antímaco tumidus (‘hinchado'), lo remite precisamente al vulgo en un verso en el que da la impresión que se desmiente esa anécdota ciceroniana, pues parece decir que el griego era, por el contrario, un poeta muy apreciado entre el vulgo («en que parece que contradice el haberle dejado solo en los oídos de Platón»). Añade después Lope una consideración acerca de ese poema catuliano tomada de los Poetices libri septem de Julio César Escalígero. La deficiente redacción (o quizá impresión) del texto no permite, a mi juicio, terminar de saber si ese alegato de Escalígero por Lope es pertinente, o no es más que un alarde de erudición, para que el segoviano viera que él tampoco andaba manco en cuanto a «prosas y lugares citados»: algo que a mí no me extrañaría. El mismo Catulo, en su poema contra su rival Rávido (el XL), al que acusa de atacarlo solo por lograr fama, le sirve a Lope para achacarle la misma intención a Colmenares, un oscuro erudito provinciano que habría polemizado con él por idéntica razón que el tal Rávido, al que solo se conoce hoy por el poema de Catulo. Lope, como ya se ha señalado, ni siquiera quiso conceder a Colmenares el que su nombre apareciera en la carta de La Circe, pero no logró el objetivo de que hoy no supiéramos a quién se dirigía (pues de que eso no sucediera se encargó, muy probablemente y como ya sabemos, el propio segoviano). El recuerdo de que en las comedias de Aristófanes se incluían paródicas censuras al gran Sócrates le sirve a Lope para responder a las acres críticas de Colmenares a los poetas de su tiempo, a los que acusaba de andar siempre a la greña, sin respeto siquiera a cuestiones de honra: eso –viene a querer decir Lope– pasaba ya en la Atenas del s. V a. C., una auténtica época dorada de la literatura y el pensamiento occidentales. Y, para terminar (y cómo no), entre las fuentes de Lope se cuenta… el propio Lope, que se autocita insertando dos fragmentos de su epístola de La Filomena, los cuales, insisto, no me parecen muy significativos, por lo que podrían cumplir aquí la mera función de despejar cualquier duda al lector despistado o aún sorprendido a esas alturas de la carta: efectivamente, ese «rifirrafe» con alguien a quien muchos de esos pobres lectores probablemente nunca llegarían a identificar se había suscitado a raíz de publicar Lope su «censura» sobre la «nueva poesía» cuatro años antes en la citada miscelánea de 1621. Texto III: Entre la pertinencia y la impertinencia: Colmenares exhibe su indudable erudición Son abundantes y muy variadas las fuentes que alega Colmenares en el texto que cierra este polémico intercambio de epistolares golpes, y ello obedece al hecho, ya señalado, de que intenta por una parte demostrar su vasta y bien asimilada erudición refrendando con más autores sus opiniones, ya expuestas en su mayor parte en la primera carta, y por otra apabullar a Lope con ellas, de modo que este se percatara de que no se las estaba viendo con un cualquiera, sino con alguien bastante más culto y formado que él y que no alegaba como él, aunque no llega a acusarlo directamente de ello, autoridades saqueadas «de polianteas ni colectáneas comunes». Colmenares responde a lo largo de su carta con una sostenida ironía, desde la posición de alguien que se ha picado bastante por algunas de las afirmaciones de su rival. Y, en primer lugar, la de que él, puesto que no la escribe, no es quién para dar lecciones sobre poesía: a ello el segoviano responde alegando una anécdota protagonizada por Sócrates y narrada por Platón en el Fedón por la que sabemos que aquel también había ensayado la escritura de poemas (en concreto, a la manera de Esopo); y después aduce el De finibus bonorum et malorum de Cicerón, un pasaje del comentario del humanista Jasón de Nores al Ars poetica de Horacio, y, en fin, los versos de esta en los que el poeta latino afirma que en ella está dando consejos no como poeta, sino como teórico de la poesía; alude Colmenares, además, a la Póetica de Aristóteles señalando que este escribió «tanto arte y ningún poema, ni aun verso». El mismo diálogo platónico citado y la misma anécdota sobre Sócrates le sirve a Colmenares más adelante para defender la idea de que la esencia de la poesía es la ficción (pues así lo afirma el maestro de Platón en ese pasaje), algo que corrobora de nuevo con la Poética aristotélica, en el lugar en el que se afirma que un poeta lo es no porque haga carmina (versos), sino fabulae (ficciones). El erudito segoviano lo conecta con su aceptación del axioma, establecido ya por Lope en su carta de La Circe, de que el que esté escrito en verso no es condición indispensable para que exista poema, si bien aquel no le sobra a este, pues lo hace más «deleitable». A partir de ahí, como ya se ha indicado al explicar la estructura de la carta de Colmenares, este introduce una especie de sinopsis de la historia de la poesía, para la que se va a basar (o, al menos, son las autoridades que declara) en Petrarca, el historiador bizantino Juan Zonaras, el benedictino del siglo XVI Gilbert Génébrard, autor de una importante obra sobre cronografía, y, en fin, el también historiador Pedro Antonio Beuter, de Valencia, quien en un tratado sobre historia de España defendía que la «revolución» poética en la Italia y la Francia de tiempos de Petrarca tenía en realidad sus raíces en cierto poeta del reino valenciano al que aquel habría imitado. El objetivo, no explícitamente declarado de Colmenares, es afirmar la especial inclinación natural de los españoles hacia la poesía, pese a opiniones como la del gran poeta neolatino holandés Juan Segundo Everaerts, que la negaba. O, más bien, no de todos los españoles, sino de los nacidos en cierta ciudad española (la alusión a Córdoba es palmaria) que ya en tiempos de Roma había causado asombro en ese ámbito. Afirma Colmenares que, si ha habido épocas en las que esa ciudad no ha dado insignes frutos poéticos, no ha sido por «falta de temperamento o naturaleza, sino de la cultura o arte». Hay que entender, por tanto, ex silentio que en esos tiempos de Colmenares la natura y el ars habían vuelto a unirse en un nuevo «asombro de Apolo» cordobés al que no se nombra, pero que cualquier lector mínimamente atento podía identificar sin problema… Una cita de la explanatio de fray Luis de León al Cantar de los Cantares, probablemente o inexacta o manipulada (véase la nota ad loc.), le sirve a Colmenares para cargar contra la poesía española del siglo anterior (si bien salvando a Garcilaso, Herrera y, al parecer, Hurtado de Mendoza) con no otro objetivo que hacer resaltar la calidad alcanzada por la de su época, en la que destaca, asignando a cada uno una cualidad en la que descollaba, al propio Lope, Góngora, Paravicino, los Argensola, López de Zárate y Quevedo. Pasa después a defender que en ningún momento él ha creído ni declarado que la poesía no tenga fundamento en la retórica: antes bien, considera, desde su particular concepción del término «fundamento», contraria a la de Lope (véase arriba), que tanto la retórica, como la gramática y la lógica son la base de la poética (luego se subordinan a ella), y que esa es la «profesión» o disciplina a la que «compete» hablar, si «lo pide el intento», de todas la ciencias y profesiones del mundo. Ello se debe a que para ser poeta hay que reunir una vasta y profunda cultura, lo que hará de dicho poeta no ya un filósofo, sino prácticamente un profeta inspirado por la divinidad (los grandes poetas clásicos, dice Colmenares, fueron como «oráculos de sus repúblicas»). Todas estas ideas las sustenta en una cita –casi de mero ornato– del poeta Manilio (s. I d. C.), en otra, mucho más importante, de la Ars poetica horaciana (el v. 309: «Scribendi recte sapere est et principium et fons») y en un verso de Marco Girolamo Vida (1490-1566) procedente de su célebre Poética, muy leída en los siglos XVI y XVII. A Colmenares le parece incluso que este teórico se queda corto en su consejo de que el poeta se forme desde niño en toda clase de disciplinas: no debe limitarse a «paladearlas», sino que debe prácticamente darse un atracón de ellas, si es que quiere llegar a ser tan gran poeta como lo fueron aquellos Homero, Virgilio, Horacio, etc. Aun cambiando de tercio de manera un tanto inesperada (e inexplicada), es significativamente al mismo Vida, en el tercer libro de esa misma obra, al que alega Colmenares para sustentar la afirmación de que los poetas son los únicos a los que se concede la posibilidad de manejar el lenguaje de manera peculiar (es decir, con «licencias»), puesto que es a ellos a quienes corresponde el manejo de un lenguaje de «realzado» estilo. Es más, dice el segoviano: no solamente es una licencia, sino que es una necesidad, sea cual sea el asunto sobre el que trate su poema. Trae a colación una cita, no muy entendible en ese contexto, de los Poetices libri de Julio Cesar Escalígero, otra de Vitruvio en el proemio al quinto libro de su tratado sobre arquitectura y dos de la Institutio Oratoria de Quintiliano en las que este repara en las mayores y muchas más libertades que se conceden a los poetas, de las cuales deben abstenerse en general los oradores. En un giro aún más brusco que el anterior, Colmenares se las apaña para llevar la polémica al terreno personal y entrar por el camino de la censura de los géneros poéticos más bajos: esto es, los de estilo menos «realzado» y que, por ello, más se acomodan al gusto del vulgo, entre los que destaca –para mal, claro– la comedia. Después de recordarle a Lope, citándolos al pie de la letra, los célebres versos 45 a 48 del Arte nuevo (aquellos que incluyen el celebérrimo pareado del justo/gusto, y la necesidad de hablarle «en necio» al vulgo), Colmenares continúa con una ristra de citas de autoridades clásicas y modernas que hablan sobre la humilde condición de la pobre comedia frente a la ilustre tragedia: en primer lugar, cómo no, las dos Poéticas por excelencia, la de Horacio y Aristóteles, pero también los comentarios del Brocense (quién sabe si maestro de Góngora y de Lope en Salamanca) a la primera de ellas, y la Syntaxis artis mirabilis de Pierre Gregoire, el Tolosano, una de las fuentes de erudición de las que solía beber Lope, como seguramente supiera bien Colmenares, quien aprovecha para lucir erudición introduciendo un breve inciso, completamente gratuito, acerca del supuesto segundo libro perdido de la Poética aristotélica. Quintiliano, Francesco Florido Sabino (ya citado por Colmenares en su primera carta), el comentarista del Ars poetica horaciana Jacopo Grifoli, Denis Lambin, en su modélico comentario al De rerum natura de Lucrecio y, sobre todo, Julio César Escalígero, de nuevo en sus Poetices libri septem, son el elenco de autoridades que el segoviano acumula para ilustrar las censuras recibidas por Ovidio desde antiguo a causa de su excesiva autoindulgencia, la «facilidad» de sus versos y la obscenidad de estos: la imagen que se obtiene del autor latino uniendo todas esas opiniones es la de un poeta fácil, malo y vulgar (en todos los sentidos), imagen con la que Lope no podía más que estar en radical (y lógico) desacuerdo. La defensa de la pintura del que se presenta como contrapunto de Ovidio, Hieronymus van Aken, conocido en España como El Bosco, se fundamenta en un pasaje de la Historia de la Orden de San Jerónimo de fray José de Sigüenza, al que Colmenares no llega a nombrar, dando por hecho (quizá también con un punto de ironía) que Lope descubrirá su identidad solo a partir de las pocas palabras que de él reproduce. Sería el holandés un pintor serio y profundo para los doctos que saben captar el mensaje de sus cuadros, e incomprensible y ridículo para el vulgo, que solo ve en ellos meros «disparates»: lo mismo que sucede con la poesía sublime (siempre está la gongorina al fondo del cuadro, pero sin terminar de desvelarla). Antonio de Nebrija (comentando a Persio) advierte de lo insensato que es quien deja el juicio sobre sus poemas al criterio de la inculta masa, y Platón aporta una sententia que cierra, sintetizándola perfectamente, toda esta amplia sección de la carta de Colmenares, desde que este inició sus andanadas contra el Lope portador del cetro de la «monarquía cómica» y contra el narcisista y lascivus Ovidio: «Hablan los poetas por medio de enigmas. Toda la poesía está, por su naturaleza, oscurecida de enigmas, y no a todo el mundo le es dado comprenderlos», lo que, proveniente de un diálogo platónico, aunque sospechoso de ser apócrifo, no deja de poner a la poesía en clara relación con todo lo inspirado por la divinidad. Tras el ya mencionado (y consabido) pasaje de san Agustín en el De doctrina Christiana, aquí complementado con otro tomado de sus comentarios al libro bíblico de los Números, en el que el santo enuncia también la idea de que los poetas hablan per aenigmata y recurriendo a una tropica locutio («lenguaje figurado»), la cual hay que saber descifrar para entender el mensaje que pretenden transmitir, Colmenares inicia su última digresión erudita –esta ya, como he dicho, completamente ajena a la discusión literaria aquí mantenida– acerca de si el equivalente latino (que no griego, como decía Lope en su carta de La Filomena) de aenigma era el término scirpus o scrupus. El prolijo inciso incluye citas de Aulo Gelio, Pietro Crinito (humanista discípulo de Policiano), el enciclopedista Ludovico Celio Rodigino, el botánico Rembert Dodoens y el lexicógrafo Konrad Gesner. Por último, y a propósito de las disputas entre poetas, tan negativas tanto para ellos como para su profesión, Colmenares comienza aludiendo a uno de los emblemas de la célebre colección de Johanes Sambucus (el de la anciana que dejó caer rodando por una cuesta un montón de cráneos humanos) para ilustrar los varii hominum sensus (las diversas opiniones de los hombres), los cuales dice el segoviano que son cosa no sorprendente e incluso positiva para el avance del conocimiento. Lo que él critica es, como decía, que quienes se dedican a una disciplina (y más siendo tan noble como la poesía) la menoscaben con disputas en las que se llega a emplear sucios argumentos ad personam. Tras incluir una cita de Quintiliano cuya pertinencia no termino de captar, y para ilustrar la alta estima en que los poetas eran tenidos en la Grecia y Roma antiguas, Colmenares recuerda un pasaje del diálogo Lisis de Platón, en que vuelve a afirmarse, como ya había hecho más arriba en la carta, la condición de líderes intelectuales y morales de los poetas en las sociedades en que viven; y, concretando más, recuerda una noticia transmitida por la biografía de Horacio debida a Suetonio (Colmenares se la atribuye erróneamente a Terencio en el margen del texto) según la cual el propio emperador Augusto llamaba la atención al poeta cuando consideraba que este no se preocupaba mucho por tener trato con él: lo cual –apunta el segoviano– contrasta negativa y dolorosamente con los tiempos presentes, y ello (se deduce) es culpa de los poetas, no de la sociedad ni de sus gobernantes. 6. Conceptos debatidos Por mor de claridad y precisión, y puesto que ya se han mencionado con mayor o menor detenimiento en los epígrafes anteriores, expondré los conceptos debatidos en estos documentos de manera esquemática y en forma de lista: Texto I (réplica de Colmenares a la carta de Lope en La Filomena) 1. El no entendimiento de los poemas de Góngora debe achacarse a la falta de formación del lector, no al autor ni a sus textos. 2. Esos poemas no deben juzgarse desde los principios de la retórica, sino desde los de la poética, pues se prohíben al orador muchas cosas que se permiten al poeta, y aun se esperan de él. 3. La poesía no admite mediocridad de estilo. 4. No hay pleonasmos ni anfibologías en los dos grandes poemas de Góngora. 5. Las trasposiciones (o hipérbatos) son parte esencial de la poesía. 6. A la poesía le corresponde el estilo realzado (frente al llano de la historia y el vehemente de la retórica). 7. Escaso premio a la poesía en esa época en relación con el que en verdad se merece. 8. Daño que causan los poetas a la profesión poética por atacarse vilmente unos a otros. 9. Daño que causan los poetas a la profesión poética por querer halagar los gustos del vulgo. 10. La comedia puede y debe adecuarse al gusto del vulgo que la paga, pero la lírica, la tragedia y la épica no pueden renunciar a su grandeza por acomodarse a las exigencias de aquel. 11. Censura de los poetas (ejemplos: Esténelo en Grecia y Ovidio en Roma) que abajaron su estilo y lo vulgarizaron para ganar el aplauso popular. 12. Necesidad de naturaleza y arte para ejercer la profesión poética y, por tanto, para dignificarla. Texto II (Respuesta no declarada de Lope a Colmenares en forma de nueva carta «a un señor de estos reinos», publicada en La Circe) 1. Falta de idoneidad de los que solo son teóricos sobre poesía para juzgar la labor de los poetas. 2. La poesía gongorina trata de introducir una «nueva lengua», no simplemente una poesía elevada y ajena al vulgo. 3. La poesía es parte de la filosofía racional. 4. El objeto de la poesía es el silogismo llamado ejemplo, como el llamado entimema lo es de la retórica. 5. No es el verso la esencia de la poesía: puede haber poemas sin que estén en verso. 6. La poesía tiene fundamento en la retórica, pues esta disciplina ejemplificaba habitualmente con testimonios de poetas. 7. Las mismas figuras retóricas las emplean tanto oradores como poetas. 8. La poesía tiene que hablar bien y al mismo tiempo deleitar. 9. Necesidad del dominio de la filosofía para ser poeta de verdad. 10. La poesía del Príncipe de Esquilache como modelo frente a la «nueva poesía». Texto III (Réplica de Colmenares a la carta de Lope en La Circe) 1. Posibilidad de juzgar y exponer opiniones sobre poesía sin tener por fuerza que practicarla. 2. La esencia de la poesía es la ficción (o «fábula»). El que se escriba en verso o prosa es mero accidente. 3. La causa final de la poesía es enseñar deleitando: por ello suele recurrir al verso. 4. La primera provincia romana, fuera de Italia, en que floreció la poesía fue Hispania, y en Hispania ya destacó Corduba (Córdoba) por sus grandes poetas. 5. Florecimiento general de la poesía española en la época de Colmenares y lope, superando los fallos de los poetas del siglo XVI (salvo excepciones como Garcilaso o Herrera). 6. La poesía tiene como fundamento, no ya solo la retórica, sino también las otras artes del trivium (gramática y lógica). 7. La poesía puede tratar, y de hecho ha tratado, de todo tipo de saberes y disciplinas. 8. El estilo que corresponde a la poesía es el «realzado». 9. La poesía también tiene niveles: la comedia y los géneros que buscan la facilidad y llaneza pertenecen al más bajo. 10. Ovidio como paradigma de poeta excesivamente fácil y llano. 11. Los ataques entre poetas tienen como consecuencia el menoscabo y el desdoro de la profesión poética. 7. Otras cuestiones Si Diego de Colmenares no se hubiera decidido a dar a la imprenta sus dos cartas junto con la que Lope optó por incluir en sus misceláneas La Filomena, de 1621, y La Circe de 1624 (y es lo más verosímil que fuera el segoviano quien lo hizo), o si no se hubiera conservado ningún ejemplar del opúsculo en que se imprimieron, hoy nos encontraríamos, en primer lugar, con que nos sería prácticamente imposible entender la forma y sentido de la carta del Fénix en la La Circe, dirigida al «señor de estos reinos»; y, en segundo lugar, nos habríamos visto privados de conocer un enfrentamiento (uno más) de los que conformaron esta, llamémosla, «macropolémica» gongorina y de los que tanto abundaron en un periodo tan apasionante de la literatura y la cultura españolas y europeas. Y no de una polémica cualquiera ni menor, sino de una, como creo que se ha mostrado en las líneas anteriores y podrá comprobar cualquier lector de esta edición, realmente interesante y, en general, bastante bien fundamentada por parte de los dos contendientes, si bien es posible achacarles a ambos por igual fallos y aciertos, y tanto en conjunto como por separado. Partiendo de algo tan particular como es la defensa o condena de la poesía de Góngora y de sus recursos formales más llamativos (especialmente el hipérbaton), la discusión se va desplazando a un terreno mucho más teórico y general que atañe a la esencia de la poesía y a su ubicación tanto en el ámbito de la literatura (de sus géneros, principalmente) como en el del sistema de las disciplinas o artes, dos ámbitos que poseen un claro territorio de intersección, pero también otros particulares de cada uno. Y es en ese punto en el que ambos contendientes divergen de una manera tan radical, que prácticamente llegan a convertir su intercambio de pareceres en algo semejante a un diálogo de sordos, desde el momento en que, aunque a ratos lo parezca, ninguno llega de verdad a responder a las objeciones que el otro le plantea poniéndose en su misma perspectiva, sino encastillándose en la suya propia. El ejemplo más claro de ello es la segunda carta de Colmenares, que es seguramente la más valiosa desde el punto de vista literario, pero que no hace sino insistir tanto en las mismas ideas que ya había planteado en la primera, como sobre todo en la mortificación de Lope por la vía de mentarle de manera más explícita algunos de sus «monstruos» y «pecados» literarios. Esta polémica, pues, va pasando sutilmente, por obra de Colmenares y en la parte que le toca, de una defensa e ilustración de la poesía gongorina a un rechazo y vituperio de la de Lope, al que con habilidad va presentando el segoviano como una contrafigura del cordobés. Aunque Colmenares no lo afirma explícitamente, se supone que cualquiera puede llevar a cabo una larga y ardua tarea de formación en el ars de la poesía gracias a la cual consiga unos resultados que puedan considerarse dignos: esto es, que el ars o techne está abierta para todos. Siendo así, ¿por qué solo hay un poeta verdaderamente genial y sublime «cada siglo»? La respuesta es clara: porque la diferencia –recurriendo a las célebres dualidades horacianas, sobre las que se sustentaba la esencia del sistema literario vigente entonces– no se juega en el ars, sino en el ingenium, lo que supone que las distancias pueden y deben marcarse en el delectare que proporciona un empleo inusitado y radicalmente novedoso de los verba, único camino posible para una verdadera «restauración» de la poesía. La idea que subyace y late en la última parte de la epístola de Colmenares es que ese poeta «único y peregrino» (el que más –o el que de verdad– «ha nacido poeta»), en España y en su siglo, tiene un nombre: Luis de Góngora, cuya poesía le resulta oscura –ante todo, por supuesto y lógicamente– al torpe vulgo, y después, a los versistas «de medio pelo» que, en realidad, no dominan el oficio. Los que eran buenos poetas, pero no geniales como él, no tenían más remedio que o imitarlo o envidiarlo... 8. Conclusión Lope inicia su carta recordando que Trasímaco, uno de los interlocutores del diálogo platónico «Sobre la república», le espeta en él a Sócrates con enojo –hastiado del célebre método mayéutico de este– que es «más fácil preguntar que responder», lo que el escritor madrileño equipara con la situación ante la que se encuentra quien es un mero teórico sobre una disciplina (que es el que pregunta) frente al que verdadera y asiduamente la practica (que es el que responde): en el caso de la disputa aquí planteada, el primero sería Colmenares y el segundo él mismo, un poeta reconocido. El segoviano responde en el comienzo de su segunda carta recordando que el propio Sócrates, poco más adelante en ese mismo pasaje, le dice a Trasímaco que, si este le demuestra estar en posesión de la verdad, no tendrá ningún inconveniente en rendirse ante alguien que ha demostrado ser más sabio, pues el que no sabe debe aprender del que sabe (recuérdese ahora la no menos célebre «ironía» socrática). Y Colmenares apostilla: «Hasta ahora, señor Lope de Vega, no está líquido cuál de los dos pregunta o responde». Es decir, que con las dos (mejor, tres) cartas cruzadas entre ellos, aún no está claro quién es el que de verdad sabe sobre poesía; o, dicho de otro modo y aplicando el símil con el diálogo platónico, quién es el que cree que sabe, pero en realidad no sabe (o sea, Trasímaco), y quién es el que de verdad sabe, pero es tomado y presentado por el otro como un ignorante (o sea, Sócrates). Por supuesto, y lógicamente, si pudiéramos preguntar a Lope y Colmenares con quién se identifican, ambos sin duda responderían que con Sócrates: es decir, con aquel que es capaz, a un tiempo, de hacer las «preguntas» clave y de dar las «respuestas» más sabias. Pero lo cierto es que al lector de esta polémica epistolar le sigue quedando al final de ella la misma duda, planteada por Colmenares, de quién es quién, y ello se debe a que los dos interlocutores preguntan y los dos responden, pero ninguno de ellos lo hace a la pregunta concreta que el otro le plantea, en una especie, como decía en el punto anterior, de «diálogo de sordos». Ambos contendientes saben, de manera en parte consciente, pero también inconsciente, que su posición en la polémica tiene un punto débil, y por ello considero que no es en absoluto casual que la parte más confusa de la exposición de cada uno coincida precisamente con el momento en que tienen que abordar ese punto: le sucede a Lope (que, no lo olvidemos, es ante todo un poeta), cuando se ve obligado a encajar a la fuerza la poesía en el marco de las disciplinas desde las que se aborda y se comunica todo el conocimiento humano; ello supone que la poética, con su lenguaje y sus modos de expresión, no es sino una vía más, como la de la retórica o la lógica, para acceder a la sapientia o filosofía, a la que todas están supeditadas y que les exige la mayor claridad posible. ¿Qué valor tienen entonces todos esos «mantras» –no menos repetidos por el propio Lope en toda su obra– de la inspiración, la musa, el (in)genio, la conexión directa del poeta con la divinidad, etc.? Ponerse del lado de un Savonarola supone renunciar a todo ello como pueriles, cuando no diabólicas, patrañas y supercherías, inadmisibles desde la seriedad intelectual. La poesía nada tiene, ni debe tener, de divino ni de arcano ni de enigmático: si su empleo «licencioso» del lenguaje la hace oscura y ambigua, ello quiere decir que es una poesía mala y hasta maligna, pues o no aporta nada de provecho o el que pueda tener se vela de manera inútil y gratuita. Del mismo modo, Colmenares se «trastabilla» intelectual y dialécticamente cuando se ve obligado a armonizar dos afirmaciones: la primera, que la poesía exige a sus professores una vasta y profunda formación cultural (ergo filosófica: es decir, que la filosofía es fundamento de la poesía y no al revés), dado que, según él, es la única actividad intelectual humana a la que, a un tiempo, se permite y se exige estar presta para abordar y exponer cualquier parcela del conocimiento; ello hace del poeta un ser humano especial que, por haber logrado conciliar la sabiduría con una capacidad privilegiada para transmitirla, se convierte en un «oráculo de su república»; la segunda afirmación es que ese poeta no solo está autorizado, sino que está obligado (pues si no, no hace verdadera «poesía») a emplear el lenguaje de una manera absolutamente peculiar, marcada por una constante «licencia» que lo convierte en un producto muy especial y solo accesible a una elite de lectores capaces de descodificarlo. Pero entonces, ¿en qué quedamos? ¿Cómo puede ser el poeta útil, cual «oráculo», a su «república» –esto es, a la sociedad en la que vive–, si envuelve su mensaje (pues a ello lo obliga supuestamente su «profesión») en un velo de dificultades lingüísticas impenetrables para la mayor parte de los miembros de esa sociedad? Si entre un poeta determinado (por ejemplo, de la Roma del siglo I a. C.) y una sociedad determinada (por ejemplo, la de la España del siglo XVII) no hay completo «entendimiento», ello es lógico, y achacable al mucho tiempo transcurrido y a los cambios operados en el devenir histórico: se necesitará la labor de los especialistas para ayudar a salvar esa distancia entre tal poeta y tal sociedad. Pero un poeta que crea para la sociedad de su tiempo, ¿necesitará que sus obras vayan acompañadas nada más salir de su mano o de la imprenta de una tarea exegética (o sea, de «comentos») que los aclare? Esa es la pregunta que supuestamente formulaba el «señor de estos reinos» a Lope en la breve misiva que motivó la carta-censura de Lope en La Filomena y, a la postre, toda esta polémica. No obstante, pese a todo lo dicho hasta ahora, estoy convencido de que Lope de Vega y Diego de Colmenares estaban, en cuestiones que atañen a la poesía y su estatus, mucho más de acuerdo de lo que parece a juzgar por sus cartas cruzadas entre 1621 y 1624. Y es lógico, puesto que ambos no dejaban de pertenecer a un mundo y a una época histórica aferrados a un sistema de ideas, en el ámbito de la literatura, tremendamente monolítico, aunque permitiera algunas disensiones como las apuntadas en las cartas que aquí se editan. Lo que provoca que entren en conflicto es la aparición, en medio de ese sistema, de un prodigio, de un inclasificable monstrum literario (en eso tenían toda la razón sus rivales) que desconcertó a todo el mundo, incluidos todos los que pasaron, en su tiempo, por sus más acérrimos defensores: las Soledades de Luis de Góngora, poeta del que prácticamente nos habíamos olvidado en estas líneas, igual que Lope y Colmenares en sus cartas, en las que su figura se va difuminando hasta convertirse en una presencia latente. Colmenares, por ejemplo, no solo no se atreve a proclamar, para defender sus posiciones, la completa autonomía de la forma en poesía (habría sido un verdadero revolucionario adelantado muchos años, y aun siglos, a su tiempo), sino que ni siquiera tiene la audacia de defender de manera abierta y rotunda las osadías formales de la poesía gongorina: si se acusa a Góngora de emplear «pleonasmos y anfibologías» en sus poemas, el segoviano lo resuelve por el fácil expediente de negarlos en su poesía; y si se le afea el abuso de las «trasposiciones» o hipérbatos, lo defiende diciendo que eran algo completamente normal en la poesía y aun en la conversación de los latinos: es decir, no se atreve a hacer orgullosa bandera de esas «anomalías» poéticas (como, por otra parte, sí hará alguno de los defensores de Góngora). De hecho, y es responsabilidad casi total de Colmenares, esta controversia se diferencia de la mayoría de los textos que forman la llamada «polémica gongorina» sobre todo en la muy escasa mención y crítica de versos concretos de Góngora (compárese, por ejemplo, con el polémico Antídoto de Jáuregui y las respuestas a este). En esa línea, tampoco ofrece Colmenares respuesta alguna a la afirmación de Lope (por sofística que fuera) de que él no critica tanto la poesía de Góngora cuanto la de sus imitadores (todos por fuerza malos, por ser su afán imposible), que es una de las ideas-fuerza de la carta de La Filomena, que, recordemos, provocó la réplica del segoviano. Pero tampoco Lope, como decíamos, se halla en una posición precisamente cómoda. En su obsesión por alzarse con la «monarquía» en todos, o casi todos, los ámbitos de la literatura de su tiempo, se había encontrado, en apenas un trienio, con dos gravísimos retos a su objetivo: en 1617, un ataque desde el mundo académico (la Spongia), personificado en Pedro de Torres Rámila, que ponía en muy serias dudas su condición de poeta doctus y scientificus; y tres años antes, en 1614, la difusión de un extraño poema, las Soledades gongorinas, que sin duda lo dejó muy «descolocado», pues era muy difícil combatirlo y, no digamos, superarlo y anularlo: en el plano formal, «proponía» una verdadera revolución que no tardó en ganar adeptos casi cada día que pasaba, y en el plano del contenido resultaba tan proteico, tan escurridizo, que era tarea punto menos que inútil tratar de contrarrestarlo: ¿cómo hacerlo? ¿escribiendo un poema épico? ¿lírico? ¿bucólico? Pero resultaba que ese «engendro» gongorino era algo nuevo precisamente porque era la suma y síntesis inextricable de todos esos géneros, e incluso de otros varios más... A partir de 1620, una vez encajados y asimilados los dos «golpes», una buena parte de la producción poética de Lope va a ser en gran medida un intento de respuesta a esos retos: empezando por la propia miscelánea La Filomena (1621), en la cual la primera parte del poema que le da título será el inicial intento de proponer (sin éxito, como la posteridad ha demostrado) un modelo de poema mitológico (de epilio, aunque por entonces nadie empleara esa etiqueta, nacida en el siglo XIX) enfrentado al del Polifemo gongorino y al que seguirán, como se sabe, otros como La Andrómeda (incluida en La Filomena) y La Circe (1624); y cuya segunda parte (ya en forma de silva, que no en octavas reales), además de un evidente ajuste de cuentas con Torres Rámila bajo la figura del negro y torvo tordo, es todo un despliegue de erudición filosófica puesto en boca de la canora Filomena, trasunto del propio Lope; como lo será, por ejemplo, la extensa y «filosófica» Isagoge a los Reales Estudios de la Compañía de Jesús (de 1629, pero publicada póstumamente en La vega del Parnaso, de 1637) o el mismo comento, tan erudito y sesudo (con su amplio despliegue de graves auctoritates), al célebre soneto «La calidad elementar resiste» que incluirá al final de La Circe, tras haberlo publicado ya en el cierre de La Filomena recuperándolo, como se sabe, de la comedia La dama boba. Esos textos son, al mismo tiempo, una respuesta a Torres Rámila y una demostración práctica de una parte de las ideas defendidas en este cruce epistolar con Diego de Colmenares: luego están escritos con un ojo puesto en su enemigo de la universidad alcalaína y otro en Góngora y su séquito de defensores. El ataque a la parte formal de la poesía del cordobés se repartirá, sobre todo, entre las reflexiones teóricas a ese respecto contenidas en estas dos epístolas y las numerosas parodias y alusiones maliciosas que Lope ya no dejará de prodigar en sus obras hasta el final de sus días. Con todo eso, que no es poco, tuvo que conformarse Lope; porque lo que nunca logró fue replicar a Góngora en su mismo terreno y discutirle el indiscutible y sonoro triunfo obtenido con las Soledades escribiendo una obra a la altura poética de estas. Ello no quiere decir que el Fénix no volviera a lograr alcanzar verdaderas cimas literarias (y sublimes); pero eso fue cuando de verdad fue Lope y escribió «a lo Lope»: en mi modesta opinión, tan geniales, «difíciles» (la una en su «culteranismo» —término empleado por el propio Lope en esta polémica— y la otra en su conceptismo) y no superadas en su tiempo (ni aun mucho después) fueron las Soledades del cordobés como las Rimas del maestro Burguillos del madrileño. 9. Establecimiento del texto Textos I y III: a partir del impreso Discurso de la nueva poesía (s.l.: s.n., s.a.), uno de cuyos escasos ejemplares conservados es BNE R/24123(1), aquí utilizado. Este impreso incluye también el texto II, de Lope de Vega, aquí editado, así como su censura de la «nueva poesía» incluida en La Filomena (1621). Texto II: a partir de la editio princeps de La Circe de Lope de Vega (Madrid: En casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Perez, 1624). Por otra parte, tanto Zarco Cuevas (1925) como Bergmann (1985) ofrecen la transcripción de la primera carta de Colmenares (texto I) a partir de la copia manuscrita autógrafa C que se conserva en la Biblioteca Agustiniana de El Escorial (sign. 49-II-28). Esa versión manuscrita, que no difiere sustancialmente de la impresa, la he consultado para establecer el texto I. Además de indicar todas las variantes en las correspondientes notas de aparato crítico, se ha optado por añadir en el texto algunas lecturas presentes en ese manuscrito y ausentes del impreso, ante la posibilidad de que esa ausencia obedezca a error (o decisión) de imprenta y no al deseo del propio Colmenares. En el resto, se otorga preeminencia casi siempre a la lectura del impreso frente a la del aislado manuscrito. 10. Bibliografía 10.1 Obras citadas o consultadas por el polemista Anónimo (pero atribuida generalmente a Cicerón en tiempos de esta polémica): Arias Montano, Benito: Aristóteles: Baronio, Cesare: Beda, el Venerable: Beuter, Pedro Antonio: Carbone da Costacciaro, Lodovico: Catulo, Gayo Valerio: Cicerón, Marco Tulio: Crinito, Pietro: Despauterius, Johannes: Dextro, Flavio: Dodoens, Rembert: Escalígero, Julio César: Florido Sabino, Francesco: Gelio, Aulo: Génébrard, Gilbert (Gilbertus Genebrardus): Gesner, Konrad: Gregoire, Pierre (Petrus Gregorius Tolosanus): Grifoli, Jacopo: Heródoto: Horacio, Quinto: Isidoro de Sevilla, San: Lactancio, Lucio Celio Firmiano: León, fray Luis de: Luciano de Samosata: Lucrecio, Tito: Macrobio: Manilio, Marco: Nebrija, Elio Antonio de: Nores, Jasón de: Ovidio: Persio, Aulo: Petrarca, Francesco: Pico della Mirandola, Giovanni: Platón: Plauto: Plinio, el Joven: Quintiliano, Marco Fabio: Rodrigues de Évora, Andrés (Andreas Eborensis): Escalígero, José Justo: Robortello, Francesco: Rodigino, Ludovico Celio: Sambucus, Johannes: San Agustín: Sánchez de las Brozas, el Brocense, Francisco: Savonarola, Girolamo: Scala, Bartolomeo: Second Everaerts, Jan: Sigüenza, fray José de: Suárez, Cipriano: Suetonio, Gayo: Talon, Omer (Audemarus Talaeus): Vega, Lope de, Vida, Marco Girolamo: Virgilio, Publio: Vitruvio: Zonaras, Juan: 10.2 Obras citadas por el editor 10.2.1 Referencias bibliográficas del editor (manuscritos e impresos anteriores a 1800) Agrícola, Rodolfo: Colmenares, Diego de: Esquilache, Príncipe de: Jáuregui, Juan de: Jiménez Patón, Bartolomé: Nizzoli, Mario: Pérez de Montalbán, Juan: Quevedo, Francisco de (ed.): Sánchez de las Brozas (el Brocense), Francisco: Tesauro, Emmanuele: Textor, Juan Ravisio: Vega, Lope de: 10.2.2 Impresos posteriores a 1800 Aristóteles: Bergmann, Emilie: Bettinzoli, Attilio: Blanco, Mercedes: Cascales, Francisco: Cicerón, Marco Tulio: Conde Parrado, Pedro y García Rodríguez, Javier: Contreras, Eugenia: García Rodríguez, Javier y Conde Parrado, Pedro: Greenfield, Concetta Carestia: Hesíodo: Horacio: López Pinciano, Alonso: Mancera Rueda, Ana y Galbarro García, Jaime: Migne, Jacques-Paul: Montero, Juan: Olds, Katrina B.: Plutarco: Porqueras Mayo, Alberto: Profeti, Maria Grazia: Quevedo, Francisco de: Sánchez Jiménez, Antonio: Savonarola, Girolamo: Soria Mesa, Enrique: Spingarn, Joel E.: Terencio, Publio: Tubau, Xavier: Vega, Lope de: Zarco Cuevas, Julián: **** *book_ *id_body-2 *date_1624 *creator_lope_de_vega Texto de la edición I Respuesta a la censura antecedente Los antiguos, como dice Heródoto y vuestra merced, señor Lope de Vega, sabe muy bien, solemnizaban las fiestas de Minerva con competencias, solemnidad propia a tal deidad, pues tantos afirman que nació de ellas. Y habiendo yo visto la censura de la nueva poesía que al fin de La Filomena ha salido impresa, tan cuerda y tan cortés como su autor, me pareció hacer a vuestra merced, como a padre de la profesión poética, esta fiesta o, por mejor decir, juguete, pues tal sería la competencia del mosquito con el elefante . Confieso llanamente, señor, que en viendo estos dos poemas que tan alterada traen la república poética, me llevaron la afición algunas cosas que de ellos entendí; y las que yo, como poco erudito, no alcancé, me declaró su autor a boca; donde conocí con cuánta cordura respondió Sexto Cecilio a Favorino sobre la oscuridad de las Doce Tablas: Obscuritates earum non assignemus culpae scribentium, sed inscitiae non assequentium; considerando yo que si aquello procedía en las leyes, escritas para gobierno común del pueblo, con cuánto mayor razón procedería en un poema escrito antes para solo Platón que para todo el vulgo de Atenas, como célebremente quiso Antímaco cuando dejado del vulgo, que no le entendía, y atendido solo de Platón, dijo: Plato mihi unus instar est omnium. Y después confirmó el prudentísimo Cicerón con aquel prudentísimo axioma: Poema reconditum paucorum approbatione, oratio popularis ad sensum vulgi debet moueri . Fue cuerda diferencia, a mi parecer, en la cual se funda mi intento, pues non omnia omnibus pari filo conueniunt, como dijo el mirandulano fénix a Hermolao. Y así, me admiro de que vuestra merced fundase su doctrina en principios de tan diversa profesión como es la retórica de la poética, como aun lo muestra el primer lugar que cita de A. Gelio: Verbis uti aut nimis obsoletis exculcatisque aut insolentibus nouitatisque durae et illepidae par esse delictum videtur. Yerro justamente imputado a un abogado que en los estrados introdujo palabras de un poeta, sacándolas de su centro, como parece que insinúa la ironía de aquellas palabras, dichas del mismo: Ea quae sibi duo verba ad orationum ornamenta seruauerat. No le es lícito al orador, que solo trata de persuadir con fuerza de razones vehementes, inventar vocablos ni frases, ni usar de los poéticos, como vuestra merced bien sabe y prueba con los lugares de nuestro Quintiliano, maestro siempre de oradores, no de poetas, como él mismo protesta diciendo: Nos, omissis quae nihil ad instituendum oratorem pertinent, y tanto, que consiguientemente se queja que in illo plurimum erroris, quod ea quae poetis, qui et omnia ad voluptatem referunt et plurima vertere etiam ipsa metri necessitate coguntur, permissa sunt conuenire quidam etiam prorsae putant . Bien lejos está de dar preceptos poéticos quien tanto desvía sus frases, y con razón: pues para persuadir de boca, más eficaces serán los vocablos y frases conocidas que las extravagantes; por cuya causa reprueba Cicerón, aunque en diverso propósito, las anfibologías dialécticas. Y nuestro Apolo español Arias Montano declaró esta causa mejor que todos en sus Retóricos, que podrá ser estén en el librico de la remuneración que aquel señor envió a vuestra merced : Esto igitur semper proprii sermonis amator et conare nouas non intermittere voces, ni ratio et rerum nouitas postulet, ut sic dissimules studium et tantum dixisse puteris quod res ipsa petit pro causa et pondere causae. En esta conformidad y preceptos de la retórica hablan todos los lugares citados en Cicerón, A. Gelio y Quintiliano, porque al poeta licuit semperque licebit signatum praesente nota producere nomen, como vuestra merced tiene bien visto en esto y los demás preceptos que le acompañan. Y verdaderamente si no conociera por sus obras de vuestra merced la ingenuidad de su ánimo, creyera que con pasión había traído la autoridad de san Agustín con tanta seguridad, pasando la protesta que el sagrado doctor entra haciendo en el mismo libro 4 De doctrina Christiana de que no pretende hacer aun retóricos, cuanto más poetas, sino discípulos de la verdadera sabiduría, cuyo hijo y ministro se profesa: Huius sapientiae filii et ministri sumus. Y prosiguiendo en cuánto importa la claridad en el intérprete de los sagrados libros, porque no sea menester intérprete para el intérprete, como él mismo dice: Non ergo expositores eorum ita loqui debent, tamquam se ipsi exponendos simili authoritate proponant. Dice, pues, que ut ambiguitas obscuritasque vitetur, non sic dicatur ut a doctis, sed potius ut ab indoctis dici solet. Traslado lugares por la fuerza que vuestra merced pone en el de este santo doctor diciendo –lo que es tan llano– que no habrá ninguno tan atrevido que contradiga su opinión; mas ha de ser en el propósito que él la dice; y nunca el santo le tuvo de dar preceptos poéticos, pues aún tratando de la retórica, excluye lo deleitable: De modo delectandi –dice el santo– nuncnon ago; de modo autem quo docendi sunt qui discere desiderant loquor. Empleo propio de predicadores, que es a quien él enseña in istis autem nostris –dice– quae de loco superiori populis dicimus ; en quien parecen tan mal las flores poéticas como en el poeta las frases comunes. Quapropter –dice Aristóteles– errant non parum qui huiusmodi dictionis genus (ornatum videlicet) accusant. Con que la autoridad de san Agustín viene a quedar antes de esta parte por la diferencia y contraposición. Esto he dicho por parecerme que ninguno de los lugares de la censura hablaba formalmente de la poesía: sin duda estoy engañado, pero con harto deseo de dejar de estarlo. Ahora, en defensa de mi afición –que, como confesé al principio, la tengo a esta poesía– me parecía, señor, que no admitiendo la naturaleza o causa final de esta profesión medianía, pues mediocribus esse poetis / non homines, non dei, non concessere columnae, tampoco admitiera medianía de estilo. Bien conoció esta naturaleza, como todas las demás, Aristóteles cuando dijo, hablando formalmente de la poesía: Quae igitur ex propriis nominibus constabit, maxime perspicua erit; humilis tamen: exemplum sit Cleophontis Sthelenique poesis. Illa veneranda et omne prorsus plebeium excludens, quae peregrinis utetur vocabulis; y el adjetivo ξενικοῖς, que Alejandro Pacio tradujo peregrinis, tradujera yo en nuestro español extraordinarios, aunque sé poco de griego, y bien poco. Este es siempre el sentimiento de Aristóteles, bien que echando la cortapisa de que por adornado no diese en enigmático o bárbaro, calumnia que vuestra merced apunta tratando de los pleonasmos y anfibologías, y esta no sé que haya en estos dos poemas, si no es que lo sea aquella de la dedicación al señor duque de Béjar: Arrima el fresno al fresno; y aun esta la llamara yo diasirmo, o equívoco en la frasi de nuestros poetas. Y pleonasmo, según sé poco de esto, no hallo ninguno, pues no entiendo que lo es aquel del Polifemo en la octava 61: «Viendo el fiero jayán con paso mudo / correr al mar la fugitiva nieve»; ni aquello de la segunda parte de las Soledades: «Cristal pisando azul con pies veloces»; porque el Brocense, citado por vuestra merced en esta ocasión, no quiere, y con razón, que sea pleonasmo longam vitam viuere, pues el adjetivo amplifica la significación del verbo, como aquello: Ad quem sic roseo Thaumantias ore locuta est . Y así, tampoco lo será pisar con pies veloces, pues pudiera con pies tardos, et sic de aliis. De lo que vuestra merced se muestra más desagradado es de las trasposiciones, y de lo que yo más me admiro, pues siendo la anastrophe, que así la llaman los retóricos, y el Despauterio: ordo inuersus erit tibi anastropha praepositurae; siendo, pues, particular tropo de los poetas, aunque el venerable Beda la señaló en las Sagradas Letras ejemplificando aquello de Job Quamobrem ego deprecabor dominum , y la frasi común usa en mil dicciones, como tecum, secum, vobiscum y otras, no quiero yo valerme de las muchas que tienen los más insignes poetas, como Virgilio: Italiam contra. Litora circum. Horacio: Nam vitiis nemo sine nascitur, sino probar cómo este pleito está sentenciado de buen juez, y pasado, como dicen, en cosa juzgada. Arifades puso en propios términos este achaque, y le responde Aristóteles: Prorsus ignorans quod haec omnia dum proprium vitant, plebeiam interim dictionem effugiunt. La autoridad de este gran varón, que, como vuestra merced sabe, muchas veces en los Retóricos y siempre en la Poética, asienta que la poesía pide estilo realzado sobre todos, y ver que en esto, como en lo demás, no hay autor que no le siga y prosiga, me ha inclinado a esta opinión. Si Horacio, señor Lope de Vega, tratando de la diferencia específica de los estilos poéticos, cómico, trágico, lírico, heroico y otros, asentó por regla aquella tan insigne: Singula quaque locum teneant sortita decenter, ¿por qué las profesiones diferentes en género no se han de tratar con diferencias de estilos? La historia el llano, la retórica el vehemente y la poética el realzado. Pues si de la historia, no siendo tan excelente como la poesía –conforme a Aristóteles: Quo fit ut sapientius atque praestantius poesis historia sit (y no poco, si se tratara como debía)–, dice Luciano que no se ha de escribirverbis vulgaribus et tabernariis, después de haber dicho: magnum igitur, immo magis plusquam magnum vitium fuerit, si quis nesciat ea quae historiae propria sunt ab his quae sunt poetices separare, no será, pues, razón que la poesía sea calumniada de que se adorna como quien es. Del retórico, aun no igual al poeta ni en sus medios ni en sus fines, a juicio de su mismo padre Cicerón, dijo Plinio novocomense: Nihil peccat, nisi quod nihil peccat, y lo sube tan de punto, que concluye: ut quasdam artes ita eloquentiam nihil magis quam ancipitia commendant. Pues si tan alto sube la retórica, nacida entre el pueblo y dedicada a él, ¿cuánto estará obligada a subir la poesía, nacida entre los dioses y dedicada a ellos, como concede el sol de nuestra España san Isidoroen sus Etimologías? Si esto hubiera de leer el vulgo, no me atreviera yo a escribirlo, porque según tiene profanada o, por mejor decir, desestimada esta profesión, se riera de esta verdad; y si esta se ha de decir, no tiene él la culpa, quippe vates, dice Aristóteles, hanc auram sequuntur componentes ad vota spectatorum . ¿Es posible, señor Lope de Vega, que Aristóteles diga esto, cuando en su república Alejandro respetaba en el furor de un saco la casa de Píndaro poeta pregonando que ninguno la tocase? ¿Cuando buscaba preciosas cajas en que guardar los versos de Homero, continuo consultor aun en la cama? ¿Y cuando en la república romana los Cipiones honraban su sepulcro con los huesos de Ennio? ¿Qué dijera si viera en este siglo y república lo que vuestra merced tiene tantas veces tan justamente llorado: tan poco aplauso de los príncipes, tanta profanidad del vulgo y tanta emulación, cuando era menester tanto valor? Eoque etiam enixius quo in taxandis poetis haec aetas in tantum prona est: palabras son suyas encomendando la erudición y ornato; y me admiran, considerando la diferencia de aquellos tiempos a estos. Y juzgo que si entonces les cargó la culpa por el apetito de aplauso popular, ahora les cargara culpa y pena; aunque no fuera menester, pues ellos mismos se la dan hechos demonios unos de otros, haciendo a Persio harto más verdadero de lo que permite la cordura: Caedimus inque vicem praebemus crura sagittis, mordiéndose en los teatros, en los libros y en todas ocasiones, sin perdonar honras ni aun linajes, y, lo que peor es, ni a su misma profesión, donde muestran su ignorancia, pues infaman lo que, a su juicio, profesan. El sentimiento me ha apartado del principal intento, aunque entiendo que uno se causa de otro, pues estos inconvenientes nacen de querer con humildad viciosa granjear el aplauso del vulgo. Horacio no se preció de oscuro y, con todo, aclama: Odi prophanum vulgus, et arceo, admitiendo por jueces de sus versos solo a los doctos: Plotius et Varius, Maecenas Virgiliusque, Valgius: et probet haec Octavius optimus atque Fuscus, et haec utinam Viscorum laudet uterque. Los poetas de ahora, como cristianos, proceden con más humildad, sujetándose a más de lo que parece justo. Pero yo con vuestra merced hablo: ¿qué república, señor, medianamente gobernada no diferencia sus estados con distinción de ornato: plebeyo, medio y noble? El caos se deshizo, tomando su lugar cada uno de los elementos, y entre ellos el fuego, símbolo propio de la poesía, emicuit summaque locum sibi legit in arce. No será, pues, razón privarla de la alteza que naturalmente es suya, aun a juicio de históricos y oradores, pues Lactancio Firmiano, buen voto en cualquier materia, dijo: Officium poetae in eo est ut ea quae vere gesta sunt in alias species obliquis figurationibus cum decore aliquo transuersa traducat. La comedia, empleo del pueblo, y de su jurisdicción, pues él la paga, como vuestra merced cuerdamente dijo, siga su intento y acomódese con su llaneza, necesaria al oyente, no al lector, que puede (y es justo) detenerse a considerar lo que no entendiere de vuelo . Mas al lírico, al trágico y al heroico gran desdicha sería sujetarles al juicio del vulgo, qui non delectu aliquo aut sapientia ducitur ad iudicandum, sed impetu non nunquam et quadam etiam temeritate, como dijo el prudente Cicerón. Oso decir que parte de no tener esta altísima profesión la estimación que merece ha nacido de haber hablado sus profesores vulgarmente. Y es tan poco venturosa, que al principio de su restauración nacen estas desavenencias entre quien la ha de restituir a su gloria. Bien veo que en todos los siglos diga verdad Persio: Velle suum cuique est, nec voto viuitur uno. También en las repúblicas griega y latina hubo poetas que afectaron facilidad y llaneza: en aquella Estéleno y en esta Ovidio, mas a ninguno le salió bien, pues, al griego, Aristóteles, y al latino, Francisco Florido y otros les achacaron de vulgares. Y yo entiendo de entrambos que si vivieran en este siglo, o realzaran el estilo o no escribieran, por no verse, si no desestimados, igualados con un mismo nombre con los ciegos coplistas de consonantes a borbollones. No son todos poetas los que hacen versos, que Empédocles los hizo, y muchos, y con todo, dijo Aristóteles que no era poeta, sino físico. Para este intento, creo yo que pide Horacio y todos los clásicos de esta profesión que se acompañen igualmente naturaleza y arte: alterius sic altera poscit opem res, et coniurat amice; para que la naturaleza influya la facilidad, y el arte dé la disposición y ornato. Sin lo cual procedería lo que dijo Escala a Policiano: Si ita libera fiunt carmina, quid iam non carmen erit?. Hasta lo que hablamos siempre será siempre verso de uno u otro género, y Aristóteles viene en ello. Luego, ¿quot capita, tot poetae? Esto no es posible, pues se compone un poeta de tantas y tan altas partes, que quieren decir que ningún siglo produce más de uno, aunque el presente ha producido tantos millares de versistas. Bien sabe vuestra merced cuánta verdad tiene esto; y así me admiro que contradiga su misma causa, pues bastaban para defensa, cuando no hubiera tantas, aquellas palabras tan apretadas que vuestra merced tantas veces habrá visto en Aristóteles: Multae enim dictionis ipsius affectiones sunt quas poetis indulgemus: ad haec, non eadem est rectitudo ciuilis facultatis atque poeticae, sed non alterius ullius artis praeterquam poeticae . Y 3 Rhetoricorum 2: Opportet effingere peregrinum sermonem: admirabile enim rerum externarum est: iucundum vero admirabile est; ac in metris quidam et multa faciunt, hoc est conuenit illuc . Ya veo que vuestra merced estará enfadado, y justamente, de que yo le haya ocupado con cosas tan sabidas, sed conceptum sermonem tenere quis poterit? Solo le suplico que entienda le soy tan aficionado como debo a hijo de España, debiendo ella tanto a vuestra merced, y que quisiera tener muy gran caudal para emplearle en alabanza de quien tantas merece. Guarde Nuestro Señor a vuestra merced. De Segovia, en trece de noviembre de 1621 años. Licenciado Diego de Colmenares. II A un señor de estos reinos Epístola séptima Dijo Platón en el primero diálogo de su República que facilius est interrogare quam respondere, que viene a ser lo mismo que reprehender y no escribir. A mí no me espantan, señor excelentísimo, prosas ni lugares citados, sean de quien fueren, en razón de la poesía, sino el escribirla y mostrarnos cómo luce en la práctica lo que nos enseñan con la teórica, que es lo que respondió un hidalgo a un maestro de armas: «Saque vuestra merced la espada y dígame todo eso con las manos». Cierto que yo pienso (o no lo debo de haber entendido) que por esto dividió la poética el doctísimo Savonarola en objeto, uso y modo; que el uso no está allí sin causa, pues dijo Crisóstomo que era estéril el arte sin el uso, como también temerario el uso sin el arte. Y no importa hablar magistralmente de una ciencia, si el tal razonador no sabe ejecutarla. Bien sé que esto tiene respuesta con la excelencia de los teóricos a la ejecución de los prácticos si les faltase el arte, pero no la tiene en razón de querer la extravagancia que valga su voto solo contra el de tantos tan excelentes hombres; y más de quien confiesa que no entiende lo que defiende, que para eso mejor fuera remitirse a las manos que a la pluma. Qui vere putat melius esse aliquid quod deterius est nullo dubitante scientia eius caret: esto dijo san Agustín en el primero De musica. Y más en razón de introducir una nueva lengua, que aunque nos dan a entender que no es gramática nueva, sino exornación altísima de la poesía, lejos de la profanidad del vulgo (nunca el otro romano lo hubiera dicho a tan diferente propósito), bien sabemos que lo sienten de otra manera que lo dicen y desviando del verdadero sentido los lugares, como aquel axioma de Cicerón, que no le pasó por el pensamiento haberle entendido de la oscuridad, como se verá claramente por este lugar citado de Robortelio sobre la Poética de Aristóteles: Orationem rhetorum ad vulgi sensum esse scriptam; poemata autem poetarum paucorum iudicio censeri; que aquí habló de la excelencia del arte en el alma y nervios de la sentencia y locuciones,que no de las tinieblas del estilo. Esta disciplina, que, en fin, es arte, pues se perfecciona de sus preceptos, es parte de la filosofía racional, por donde le conviene a su objeto ser parte del ente de razón. Es, pues, el objeto del arte poética como el entimema de la retórica. El oficio del poeta es enseñar de cuáles y con cuáles cosas se constituya el ejemplo, y con qué modos y similitudes a diversos géneros, estados y negocios debemos usar de este silogismo: porque todas las demás partes de la filosofía racional hacen esto mismo cerca de su propio objeto. De los metros y números no hay que tratar, porque el modo métrico y armónico no es esencial al arte, por donde verá vuestra excelencia que se engaña quien piensa que en esta novedad de locuciones consiste: Potest enim poeta uti argumento suo et per decentes similitudines discurrere sine versu; y note vuestra excelencia aquel per decentes similitudines. Luego la esencia de la poesía no es el verso, como se ve en Heliodoro, Apuleyo, las prosas del Sannazaro y piscatorias del San Martino. Aquí repare vuestra excelencia en quien dice que con ciertos poemas nuevos se restauraba la poesía, que a su parecer debía de andar perdida en Italia y en España. Cuando el Tolosano dijo en su Syntaxis artis mirabilis que constaba el poema de la razón de las sílabas, añadió del orden y del tiempo, todo lo cual más pertenece al sistema de los versos que al arte, de suerte que aunque aquella extrañeza fuera imitable, no era poesía en el arte, sino en el adorno del contexto. Pero quien siente que no tiene fundamento en la retórica, ¿qué respuesta merece? O no entiende que le tocan las mismas obligaciones que al historiador, fuera de la verdad, o poca erudición muestra quien esto ignora, estando todos los retóricos llenos de ejemplos de poetas, como verá mejor vuestra excelencia, si don Francisco de Quevedo prosigue un discurso que dejó comenzado, ingenio verdaderamente insigne, y tan adornado de letras griegas y latinas, sagradas y humanas, que, para alabarle más, quisiera deberle menos. Porque como yo veo en cuantos autores de este género han llegado a mis manos ejemplificada la retórica con poetas, no sé quién pueda con luz de letras cuidadosas permitirse a sí mismo error tan grande: yo igualmente hallo las figuras en todos, como, por ejemplo, la prosopopeya, id est, ficta personae inductio, como se ve en Cicerón a Herenio y en Virgilio en el 4 de la Eneida, que también se introduce por forma, como allí por la Fama; o la aposiopesis, precisión o reticencia, el uno en Verres y el otro en el libro primero, con los demás ejemplos de Cipriano y Audomaro Taleo, que es puerilidad tomarlos en la boca, cuanto más negarlos y excluir la retórica de la poética, sin querer que, como la oración se sirve de su ejemplo, valga para ella misma lo que da a los otros; que si a la retórica llamó Magno Tirio cogitationum animi enunciatricem, ¿qué diferencia hay del retórico al poeta o quién se declara con más altos y peregrinos pensamientos? Si por los de esta nueva lengua no nos ponen por objeción que más que se declaran se oscurecen, y si por opinión de san Agustín rhetorica tam falsa quam vera persuadet, no debe de ser diverso de estas facultades el oficio. En mil partes de sus disputaciones oratorias el docto Ludovico de Costanciaro ejemplifica con Virgilio, Horacio y Ovidio, y a este propósito, hablando de la inducción, dice: Eandem non raro usurpant poetae, speciatim Ouidius, apud quem multa et praeclara sunt inductionum exempla, ut est illud: Materiamque tuis etc. lib. 4 de Trist. eleg. 3. Y hablando del entimema retórico cita a Lucano: Quid satis est, si Roma parum? Y en otra parte, hablando con Pompeyo: Audes fulcire ruinam, etc. La gramática, lógica y retórica no pienso yo que tuvieron otro fin que el conocimiento del razonar, pues la gramática considera el hablar concertado o bárbaro; la lógica el verdadero o falso; y la retórica el pulido o tosco; de suerte que las artes son para una de tres cosas: o para obrar o para hablar o para deleitar. La filosofía moral obra, aunque calle, como sintió Plutarco en su primero Problema; la gramática y música deleitan, y la lógica y retórica hablan; aunque también le pareció a Cicerón que al filósofo le convenía la elocuencia. Pues ¿de qué se compondrá la poética, si no habla bien ni deleita, o qué llamamos en ella locuciones y frasis? (Y más: que el dueño de este discurso que envío a vuestra excelencia no funda su opinión en otra cosa que las figuras, tropos, enigmas, alegorías y tan horribles metáforas). ¿O por qué le será tan precisa la lógica? Que el que no la sabe no podrá ser poeta, sino versista, porque la filosofía es el arte de las artes, que es lo mismo que decir el fundamento, como afirma Macrobio en el séptimo de sus Saturnales. Estas no son disputaciones dialécticas donde la verdad dudosa tiene necesidad de argumentos cuanto es posible probables por la una y la otra parte de la contradicción. Y así no he querido responder, sino solo enseñar a vuestra excelencia el papel; y le suplico, porque sin duda es docto, no juzgue de su pasión ni el haber tenido en tanto desprecio lo que a mí me cuesta tanto estudio, pues me remite al gusto del pueblo, que paga versos que entiende, sin acordarse que tales cosas he dado yo de barato al vulgo de la ganancia de tantos poemas impresos: o no le agradan si no los entiende, por fáciles, como los que defiende, por difíciles, pues dice que va a preguntar al autor de aquellos poemas que llaman cultos lo que no entiende, que debe de ser todo; de donde se infiere que defiende sin entender y que alaba, como muchos, aquello solo en que halla dificultad. Y finalmente es conclusión que muerto el dueño (que viva y le guarde Dios muchos años para honra de nuestra nación, pues su ingenio es como el sol y su estilo como las nubes, que con ser tan soberana luz, y ellas cosa tan vil y compuestas de materia tan baja, son poderosas con su oscuridad a que no sepamos si hay sol hasta que alguna vez las desvía hablando su propia lengua), queda esta poesía perdida, pues tan lucido y preciado ingenio no la entiende y lo confiesa y lo escribe, y tiene a Ovidio en poco. ¡Desdichado de ti, Ovidio: a qué has venido! Pues ya ponen tus Fastos, Elegías y Metamorfoseos en la lista de los ciegos, y dos docenas de versos de Jerónimo Bosco –si bien pintor excelentísimo e inimitable–, que se pueden llamar salios, de quien dice Antonio: Saliorum carmina, vix suis sacerdotibus intellecta, han sido el remedio del arte y la última lima de nuestra lengua. At populus tumido gaudeat Antimacho, dijo Catulo, en que parece que contradice el haberle dejado solo en los oídos de Platón, y Josefo Escalígero sobre este verso, que no le agradaba aquel poema, aunque era de su amigo, et propter molem et propter obscuritatem, quamquam eruditionem et diligentiam in eo laudet. En fin, quieren que recibamos con palio la lengua antigua –como tengo probado, sin réplica, en el primero discurso que anda impreso– o que comience ahora la nuestra a tartamudear como si fuese niña. El ánimo de ese papel viene tan declarado y lejos del propósito, que no me hizo fuerza a la respuesta ni por la obligación de la cortesía ni por la contradicción de la materia: que defender lo mismo es nueva manera de contradecir y argumento que ninguno de los filósofos antiguos le ha soñado; de donde me vengo a persuadir que aun no debe de haber leído el discurso a que responde, pues si solo hubiera visto el proemio, supiera de lo que había de huir, y si la materia de que había de tratar, acordarse que dice: «No digo que las locuciones y voces sean bajas, pero que con la misma lengua se levante la alteza de la sentencia a una locución heroica». Y en otro lugar, antes de este, dice: «El medio tendrá pacíficos los dos extremos, para que no esté tan enervada la dulzura, que carezca de ornamento, ni él tan frío, que no tenga la dulzura que le compete». Con esto, habrá visto vuestra excelencia que porfiamos los dos una misma cosa; y para que más clara se vea esta verdad, el lugar de que hace tanto cargo de conciencia con el testimonio de que hablé de poetas y no generalmente de la oscuridad, dice así: Finalmente, de las cosas oscuras y ambiguas, y cuánto se deban huir, vea vuestra excelencia a san Agustín en el libro 4 De doctrina Christiana, etc. Luego, si dice de las cosas oscuras y ambiguas, no especifica poetas, sino todo género de oscuridad y ambigüedad. Y a esta traza es todo, dando círculos en lo que está dicho, y con diferente sentido, armando sobre el mismo fundamento vanas contrariedades. Pero diciendo ingenuamente lo que siento, él no quiso defender, sino hacer ostentación de sí para ser conocido; porque fue opinión de Plauto que por la mayor parte los grandes ingenios (como debe de ser el suyo) in oculto latent; aunque creo que mejor le respondiera como Catulo a Rávido: Anne ut peruenias in ora volgi? Quiduis? Qua lubet esse nitus opus? Eris. El ingenio del excelentísimo señor Príncipe de Esquilache, virrey ahora del Perú, filósofo y teólogo, ha escrito muchos versos en honra de la lengua castellana y erudición de los que la deseamos saber con perfección, y entre ellos esa égloga, con la pureza que alabara yo aquí, si no se la enviara a vuestra excelencia para que la encarezca y estime con su grande ingenio y letras, y luzca esta alabanza de señor a señor; que el respeto de ser bienhechor mío podría ser que le diese a quien lo sabe algún aire de lisonja. Quéjase casi al fin de ese papel de los poetas que se contradicen unos a otros: no debe de hablar conmigo en esta parte, porque yo tengo mis librillos –cuales son– llenos de alabanzas de poetas y de los demás ingenios, si bien no está allí el suyo por no le haber conocido; y quisiera sin esto que hubiera leído a Aristófanes en razón de las comedias –si bien trae su discurso una palabra griega–, donde hubiera visto introducido a Sócrates, que también le hay en la lengua latina para los que no habemos pasado a Grecia. Lea, pues, vuestra excelencia esa égloga con mucho gusto y verá poner las manos en el instrumento de nuestra lengua al Príncipe con la mayor limpieza –excelencia suprema de los músicos– que hombre jamás las puso. ¿Qué dirá de esa claridad castellana?, ¿de esa hermosa exornación?, ¿de ese estilo tan levantado con la propia verdad de nuestra lengua? Sin andar a buscar para cada verso tantas metáforas de metáforas, gastando en los afeites lo que falta de facciones y enflaqueciendo el alma con el peso de tan excesivo cuerpo; cosa que ha destruido gran parte de los ingenios de España con tan lastimoso ejemplo, que poeta insigne que escribiendo en sus fuerzas naturales y lengua propia, nacida en ciudad que por las leyes de la patria es juez árbitro entre las porfías de la propiedad de las dicciones y vocablos, fue leído con general aplauso, y después que se pasó al culteranismo, lo perdió todo. Lope Felix de Vega Carpio III Respuesta a la carta antecedente, por sus mismos puntos Enojado, Trasímaco dijo a Sócrates: Facilius est interrogare quam respondere. Concediolo el achacado como verdad tan natural, y publicó por pena del ignorante ut discat a sciente, añadiendo: et ego igitur hanc poenam mihi constituo . Hasta ahora, señor Lope de Vega, no está líquido cuál de los dos pregunta o responde. Yo, de mi parte, digo que, cuando quisiera hacer versos, me preciara más de discípulo que émulo de vuestra merced, pues, cuando no en el mismo propósito, con la misma razón podría responderle lo que el mismo Sócrates a Cebes sobre haber emulado los poemas de Esopo: Non aut illius aut poematum ipsius emulus esse volens haec feci: noueram enim hoc non facile esse . Pero deseos de saber animan mucho. Quiere vuestra merced que yo muestre con obras lo que con palabras, y constando el poeta igualmente, como en la pasada apunté, del impulso de la naturaleza y erudición del arte, puede aquella faltar, y esta se muestra razonando de sus preceptos. Por donde dijo Cicerón nullam artem in se versari, sed esse aliud artem ipsam, aliud quod propositum sit arti . De donde infirió Jasón de Nores absurdum non esse ut qui poemata scribere non possit, illius tamen rei possit tradere praecepta . Verificado bien en Aristóteles, que escribió tanto arte y ningún poema, ni aun verso, aunque algunos hayan soñado lo contrario; y acaso viéndose Horacio tan falto de lo primero, dijo de lo segundo: Ergo fungar vice cotis, acutum reddere quae ferrum valet exsors ipsa secandi: munus et officium nil scribens ipse docebo. Esto dice Horacio, el poeta romano que yo alego, no el castellano Horacio de la puente aficionado a voces trogloditas. Porque no bajemos de veras a burlas: que todos fácilmente pregonamos modestia y la guardamos tanto, que no se nos ve, gracejando en consonantes. Cuanto más que yo solo traté de decir mi opinión y sentimiento, y los fundamentos que en ello tengo, tratando entonces solo del estilo conveniente a la poética; y cuál sea, entiendo que se probó en los lugares citados sin desviar ninguno de su verdadero sentido: o ellos lo digan, pues aún viven, y vivirán, que no nacieron de polianteas ni colectáneas comunes. Ahora, señor, que vuestra merced nos obliga en su papel a que, dejando por asentado el cómo se ha de decir, pasemos a tratar lo que se ha de decir –torciendo el orden a Platón, aunque no el propósito, cuando dijo: Diximus quae dicenda sunt; quomodo vero dicendum sit adhuc considerandum est –, axioma es asentado que la sustancia (digámoslo así) de la poética es la ficción o fábula, y poeta en su origen etimológico es el que finge o fabrica por sí solo. Bien me atreviera yo a probar esto con muchos testimonios, así profanos como sagrados, mas contentémonos ahora con el de Sócrates, pues él solo basta, cuando tratando de los poemas que él había compuesto (que también Sócrates fue poeta) dijo: Meditatus sum poetam oportere, si poeta esse vellet, fabulas facere et non sermones . Y Aristóteles, aún con más distinción, diciendo: Ex his igitur patet poetam fabularum magis quam carminum esse poetam . Siendo, pues, la esencia de la poética la ficción, nadie medianamente entendido negará que sean poemas la ficción de Heliodoro, casi todos los diálogos de Luciano, la Transformación de Apuleyo, y en nuestra lengua el prudente Guzmán de Alfarache, el desgraciado Gerardo y cuantos libros de caballerías avivaron la invención española hasta su Herodes Don Quijote: que el ser en prosa o verso es accidente. Verdad sea que, considerando sus primeros maestros que la causa final de esta profesión es enseñar deleitando, les pareció sería más deleitable el metro. Y así comenzaron en la república griega Lino, Orfeo y Anfíon a enseñar en metro su teología y física, y Homero después sus misterios, si ya no les antecedieron en esto (como en lo demás) los orientales caldeos, asirios y hebreos, como parece constar de Job y Moisén. Prosiguiose la poesía métrica en la república romana por Livio Andrónico y Ennio, dándola suma perfección el siempre admirable Virgilio, hasta que por el año novecientos de Cristo se comenzó lo rítmico o consonante, invención que tantos juicios ha estragado y tantos ingenios nobles ha hecho esclavos, siendo para el vulgo mejor poeta aquel que más presto halla consonante a ‘naipe', ‘muslo' o ‘cántaro', que no sin causa dijo el Petrarca hablando de lo rítmico: Poetica mulcendis vulgi auribus inuenta . No me atreviera yo a distinguir en cuál de las dos repúblicas, griega o latina, se inventó. En Zonaras he leído que Constantino León, emperador de la nona centuria, lloró la muerte de su mujer en verso rítmico . De allí pasó a lo vulgar de Sicilia e Italia, como dijo el Petrarca: Quod genus apud Siculos, ut fama est, non multis ante saeculis renatum breui per omnem Italiam ac longius emanauit, si bien añade: Apud Graecorum olim ac Latinorum vetustissimos celebratum, siquidem et Atticos et Romanos vulgares rhytmico tantum carmine uti solitos accepimus, palabras que con el renatum de la primera cláusula apuntan dificultad bien prolija. Luego, se comunicó a Francia en tiempo de Luis octavo, como quiere Genebrardo. En fin, pasó las cumbres de los montes Pirineos llegando a España; si acaso no fue al revés este camino, comunicándose de España a Italia y Francia, como prueba Beuter el valenciano . Como quiera, tardó en arraigar, y no por el mal temperamento, como dio a entender el hagiense Juan Segundo, cuando dijo de España: An vero paucis cum sis foecunda poetis , pues Roma en su mayor fertilidad se vio casi vencida de la poesía española; y cuando las demás provincias (fuera de Italia) aún apenas conocían el nombre de esta profesión, una sola ciudad de España brotó asombros del Apolo romano, sin haber quedado con tantos partos en nada menguada su fecundidad en tantos siglos: de suerte que nunca fue falta de temperamento o naturaleza, sino de la cultura o arte . ¿Quién duda que, a su juicio de vuestra merced, es este mayor arrojamiento que decir que «con estos nuevos poemas se restauraba la poesía en España»? Que lo sea o no, ello tiene más autoridad de lo que nadie pueda quitarle, pues entre otras el doctísimo fray Luis de León en sus doctos comentarios a los Cantares dijo, tratando de nuestros líricos que han sido los celebrados hasta ahora en España: Cum poesis nihil aliud sit quam pictura loquens totumque eius studium in imitanda natura versetur, id quod nostri poetae qui amatoria scripsere, parum certe attendentes, cum se putarent optime dicere, ab optimi poetae officio longissime recesserunt . Bien cierto que no se diría esto por los famosos Garcilaso, Mendoza o Hernando de Herrera, mas tampoco se diría por este nuevo género de poesía, pues solo se extraña por nuevo. Y es cierto que si tan valiente juicio alcanzara este tiempo, trocara sin duda la censura, admirando, y con mucha razón, en vuestra merced la invención, propiedad esencial del poeta, la cultura admirable (y sean los siglos testigos) de nuestro cordobés, la feliz profundidad del Félix Palavicino, la gravedad de los dos aragoneses, la energía de Francisco López de Zárate, la rara erudición y caudal del famoso don Francisco de Quevedo, de quien yo me profeso no menos deudor que vuestra merced ni menos aficionado que el que más, y de cuyos discursos, cada y cuando que nuestra suerte los saque a luz (aunque es en esto tan detenido como otros arrojados), podrá prometerse España lo que de todas las obras de su gran ingenio. Pero de nadie temeré yo que pueda probarme haber dicho (como vuestra merced quiere) que la poesía no tiene fundamento en la retórica, pues nunca llegó a mi pensamiento: antes, me parecía que el pedestal, plinto y basa de la poética son la gramática, lógica y retórica, y el objeto de todas la ciencias y profesiones del mundo, pues la compete hablar de todas pidiéndolo el intento, como Manilio dijo: Omne genus rerum doctae cecinere sorores. Y para empleo tan extendido bien previno Horacio: Scribendi recte sapere est principium et fons. De donde infiero que anduvo fácil de contentarse el obispo albanense en la instrucción de su poeta, cuando dijo: Nulla sit ingenio quam non libauerit artem . Que yo, mirando la grandeza del empleo, subiera el libauerit a exhauserit, por ver que cuanta teología mística, en que fue admirable Grecia, cuanta filosofía natural y moral, cuanta astrología, matemática, cosmografía, política y económica, y, en fin, cuantas profesiones se leen, aun por episodios, en Homero, Hesíodo, Virgilio, Horacio, Papinio y todos los clásicos de aquellos siglos están tratadas no superficialmente, como da a entender la palabra libauerit, sino con mucha profundidad, y tanta, que fueron como oráculos de sus repúblicas. Y teniendo yo siempre en esta veneración y estima la profesión poética, no sé cómo se pueda colegir del papel pasado que no fundo mi opinión en otra cosa que las figuras, tropos, enigmas, alegorías y horribles metáforas, puesto que allí dije, digo y diré siempre que cada profesión tiene su estilo propio, y entre todas a la poética le pertenece el realzado. Bien sintió esto Jerónimo Vida en su docta Poética, porque no demos círculos en los autores, ya que los demos en la materia, obligados de las objeciones; dice, pues, tratando de los realces del estilo poético: Parcius ista tamen delibant, et minus audent artifices alii, nec tanta licentia fandi cuique datur, solis vulgo concessa poetis. Y porque no se entienda que es solo licencia, como la llama el vulgo, sino necesidad importante, lo advirtió el crítico Escalígero en su Idea, tratando formalmente de este propósito: Igitur astrorum cursus aperte ponere aut inepti est aut astrologiam profitentis, ut Arati et aliorum. At in eo opere quod primarium argumentum aliud habet fabulis condire oportet. Y aun Vitruvio en su Arquitectura conoció esta diferencia, diciendo: Non enim de architectura sic scribitur ut historia aut poemata . Y para averiguar esta diferencia con los retóricos mismos, será Quintiliano buen testigo, y aun buen juez, el cual, después de haber dicho omnia liberiora poetis quam oratoribus, dijo: Meminerimus tamen non per omnia poetas esse oratoribus sequendos nec libertate verborum nec licentia figurarum. Sobre tanta autoridad, todas las demás parece que sobran. Y aunque yo siempre tuve y tendré esto por cierto, certifico a vuestra merced que no volviera a enfadarle con lo que sin duda no entiendo, y más en su opinión de vuestra merced, si no me forzara el sentimiento de que me impute menos estimación de la que a su ingenio y trabajos deben todos los españoles, y yo, como tal, profeso, advirtiéndole que nunca fue mi intento batallar con nadie, sino solo defenderme de semejantes cargos. Que si en la pasada dije que el estilo cómico podía y debía acomodarse con el vulgo, de quien recibe la paga, como vuestra merced cuerdamente dijo, no fue esto remitirle al vulgo, como me achaca, ni dejar de estimar sus versos en lo que todos los estiman, sino publicar cuán cuerdamente lo dijo vuestra merced en el Arte nuevo de hacer comedias, que imprimió al fin de sus Rimas, en estos versos: Escribo por el arte que inventaron los que el vulgar aplauso pretendieron, porque como las paga el vulgo es justo hablarle en necio para darle gusto. Si vuestra merced, señor Lope de Vega, halla desprecio en citar sus preceptos, bien pudiera yo citar el de Horacio: Versibus exponi tragicis res comica non vult. Donde el Brocense dice: Expende hoc carmen exametrum quam longe sit a maiestate carminis: nihil habet poeseos praeter pedes; comicis denique verbis et popularibus et minutis est compositum , dando a entender en ello y en lo siguiente que aun el verso de propósito era llano y humilde por contener precepto cómico. Y Aristóteles dijo: Comedia est, ut diximus, peiorum imitatio , repitiendo esto mismo en mil partes de su Poética, sin lo mucho que de esto se perdió, pues diciendo en el fin de sus Retóricos explanatum in his quae de re poetica dicta sunt quot ridiculorum genera sint , nada de esto parece; y quieren algunos que sean cinco libros, que solo en desgracia de esta profesión pudo perderse tanto de autor tan justamente estimado en todos tiempos y repúblicas; y el Tolosano, que, con el poco afecto que tuvo a esta profesión, solo se acordó de la cómica y trágica, dijo: Illa verbis communibus; haec sublimibus utatur . Y otros muchos, y tantos, que pudieran llenar pliegos; y porque yo los pospuse todos a su autoridad de vuestra merced, me achaca que trato de sus cosas con pasión y desprecio: pues aunque no ando en carteles y teatros, no me tenga por tan falto de conocimiento, que no distinga lo negro de lo blanco, ni por tan arrojado, que por sola mi opinión condenara la facilidad de Ovidio, como me imputa; de donde infiero que no debe de haber leído a Quintiliano en aquel predicamento de los escritores, donde dice: Lasciuus quidem in heroicis quoque Ouidius et nimium amator ingenii sui; laudandus tamen parcius , o como lee Pedro Galandio, in partibus. Y más adelante, entre los trágicos, tratando de la Medea que por desgracia nuestra no parece (si acaso no es de Virgilio, como insinúa Tertuliano ), dijo: Ouidii Medea videtur mihi ostendere quantum vir ille praestare potuerit, si ingenio suo temperare quam indulgere maluisset. Que en ambas censuras están bien severamente reprehendidas la facilidad y la filaucía. Y no se me achaque el vocablo de novedad griega, que le he leído españolizado, y aun tautológico, en un mismo verso en tercetos de poeta confiado . Este juicio, pues, de Quintiliano condenando la facilidad y llaneza de Ovidio ha confirmado gente de buen voto en esta materia, porque, dejando a Francisco Florido, por haberle citado en la pasada, Jacobo Grifolo dice sobre aquel verso de Horacio Vir bonus et prudens versus reprehendet inertes: id est, sine arte et eneruatos, cuiusmodi sunt illi qui nimia facilitate et negligentia fiunt; quod proprium est vitium illorum qui suo nimium indulgent ingenio, quod in Ouidio reprehendit Quintilianus . Y Dionisio Lambino sobre aquello de Lucrecio Stillicidi casus lapidem cauat: Cherillus et Ouidius, quem quidam viri docti alterum Cherillum esse volunt . Sobre esto, enfado parece multiplicar autores, y más a quien los habrá visto, como vuestra merced: solo temo no se ofenda Julio César Escalígero de que, tratándose «de poetarum crisi», no se oiga su voto; dice, pues, en su Parasceue o preparación del estilo poético, y del peligro que hay en la facilidad: Quid uberius Arte amandi Ouidiana? Nihil humilius . Y en el Hipercrítico dice, después de muchas correcciones al mismo Ovidio: Multa aliter possem, quae nolo, ac ne haec quidem a me essent posita, nisi necesse fuisset ostendere quantum vir ille sibi pepercerit, cum meliora multo posset; hasta decir del Arte amandi: Longe vero magis laesit animum Ars illa amatoria: nihil enim magis quam nugae; y del poema o poemas de las Transformaciones: Igitur cum multa liceret nobis aut reprehendere aut tollere aut addere aut castigare aut immutare, paucis erimus contenti, ne paenitus eum contempsisse videamur . Estos son, cuando no todos, algunos de los autores que, como en la pasada dije, achacan a Ovidio de vulgar; que yo no le tengo en poco, sino que estimo sus Fastos, Elegías y Transformaciones, no en listas de ciegos, como vuestra merced quiere, sino en todo aquello que las estimó su mismo autor, cuando se prometió ore legar populi inquietando juventudes y profanando recogimientos. Bien diferente intento fue el del pintor Jerónimo Bosco. Ojalá, señor Lope de Vega, que muchas de las poesías celebradas de España tuvieran el fondo que aquellas pinturas, de quien dice un historiador, de los eruditos de nuestra edad y nación, que comúnmente llaman los disparates de Jerónimo Bosco gente que repara poco en lo que mira . Ya vuestra merced habrá conocido el autor en el juicio y las palabras, y sé que me concederá que es de los eruditos de España, y yo concederé que por ver a un varón tan docto y grave interponer tantas columnas en su alabanza y declaración, con tanta muestra de doctrina, me hará estimar cualquier cosa semejante más que las profanidades de Ovidio y las vulgaridades de algunos que en esta edad tienen más de versistas que de poetas. Y como poesía y pintura son en mucho semejantes, lo son principalmente en que se profanan siendo vulgares, que aun el Nebrisense, que vuestra merced alega en esta ocasión por su parte, lo siente así, diciendo en los comentarios a Persio: Nugas agit qui ex iudicio multitudinis imperitae carmina sua velit aestimari ; pues, como dijo Platón (bien conforme a todo mi propósito): Poetae per aenigmata loquuntur, et est uniuersa poetica ex natura aenigmatis obscurata, nec cuiusuis viri est cognoscere . Y así, no es mucho que yo, siendo menos lucido y preciado de lo que aun vuestra merced quisiere, no entendiese algunas cosas de esos poemas hasta que me las declarasen: que no todos nacemos, ni aun morimos, enseñados; mas después de habérmelas declarado, pude hablar en defensa de lo que me parece bueno, y siento que lo ha de parecer a muchos más doctos que yo y otros que confían demasiado en el aplauso vulgar: sin que de esto se infiera que defiendo lo que no entiendo, como puede inferirse con evidencia de algunos que, escribiendo mucho, estudian poco y saben menos, si no es que también este papel vaya tan lejos del propósito como el pasado; como si dos contradictorias pudiesen convenir en el propósito que difieren, o si culpando san Agustín la oscuridad en los doctores y predicadores cristianos, se hubiese de extender a los poetas, profesión tan diversa en todo, que tratando de los primeros en el libro que vuestra merced tuerce a los poetas, les hace cargo: Cur pietatis doctorem pigeat imperitis loquentem ossum potius quam os dicere, ne ista syllaba non ab eo quod sunt ossa, sed ab eo quod sunt ora intelligatur? . Y escribiendo formalmente de los poetas en diferente lugar, dice: Putantur aenigmatistae sic tunc appellati, quos poetas nunc appellamus, eo quod poetarum sit consuetudo atque licentia insuere carminibus suis aenigmata fabularum, quibus aliquid significare intelligantur. Non enim aliter essent aenigmata, nisi illic esset tropica locutio, qua discussa, perueniretur ad intellectum eorum quae in aenigmate latitarant . Y note vuestra merced, como advierte en la suya «al excelentísimo señor», aquel tropica locutio; y diré yo aquí lo que vuestra merced en su primer discurso: Que ninguno habrá tan atrevido, que contradiga la autoridad de san Agustín; y otros juzguen cuál le cita más a propósito, coligiendo nosotros, de paso, que en los tropos y figuras consisten los enigmas. Y estos no sé yo que los griegos los llamen scirpos, como vuestra merced dice en su primer discurso, ni que haya tal voz en autor griego, y si en alguno se me diere, «manus tollam», como dice Jerónimo, pues para saber de una dicción o interpretar una palabra, no es menester haber pasado a Grecia, donde hoy se ignora tanto aquella lengua doctrinal como entre algunos poetas españoles hablar de veras. Lo cierto es que las voces se trocaron y que los griegos los llaman aenigmata y los latinos no scirpos, sino scrupos, como restituyeron en Aulo Gelio Pedro Crinito con estas palabras: In magno errore versati sunt nostri fere omnes grammatici, qui scirpum dixerunt pro aenigmate , y Celio Rodiginio con estas: Et plane scrupulus (etiam si barbari scirpum dicere nonnulli aenigma permittunt sibi, mendosis Gelii codicibus in tendiculam impacti) ; y entre los herbarios, Remberto Dodoneo, tratando del junco y sus especies, dice del aquatil: Latine gladiolum palustrem siue aquatilem, plerique etiam scirpum . Y si es junco, mal podía ser enigma cosa tan sin nudo, como dice el proverbio ; aunque Conrado Gesnerio, autor griego y latino, quiso introducir la antífrasis (salida común de etimológicos) diciendo: aenigmata Latini antiqui scirpos appellauerunt per antiphrasim fortasse . Mas dejemos esto, que dirá vuestra merced que es dar círculos en lo que está dicho, y con diferente sentido armar sobre el mismo fundamento vanas contrariedades: serán vanas para vuestra merced por ser mías; mas los fundamentos bien sé que no lo son, ni aun yo lo soy tanto, que intentara darme a conocer en solo contradecir cosa tan fácil, ni con solicitar dama musa, dando celos a un poeta, como Rávido a Catulo, cuyo lugar me hace lástima cuando le veo aún más errado en el propósito que en la impresión. Yo, señor Lope de Vega, nunca me quejé de que los señores poetas se contradigan unos a otros, pues, en efecto, los juicios de los hombres son tan diversos como consideraba la vieja de Sambuco viendo rodar las calaveras, o calabazas, cada una por su parte , y, en fin, las ciencias son hijas de la emulación científica. Mas dije que me admiraba y digo que me admira que, no contentos con mordiscarse unos a otros tan pesadamente, satiricen contra su misma profesión, ya en el teatro con el juguete truhanesco, ya en el librico entretenido, con el cuento satírico, ya en el aplauso de gente lucida, con el gracejo impertinente, que parece emplear de propósito su caudal en desacreditar su profesión. Y viendo el vulgo que sus mismos profesores la desestiman tanto, no es mucho se atreva a profanarla con la desestimación que hace aun de su nombre. ¡Con cuánta más razón dijera hoy Quintiliano: Alios recens haec lasciuia deliciaeque et omnia ad voluptatem multitudinis imperitae composita delectant ! Pues en muchos que, a su parecer, son poetas no se distingue la poética de la truhanería. La monarquía griega vio batallar sus ciudades sobre el título de patria de Homero, y con ser ella la madre de las ciencias, oyó decir a su mejor maestro: Poetae nobis velut patres ac duces sapientiae existunt . La romana los vio asistir casi en primer lugar a los consejos de sus monarcas, y oyó al mayor del mundo quejarse de Horacio porque no le dedicaba sus versos: Iratum me tibi scito quod non in plerisque eiusmodi scriptis mecum potissimum loquaris. An vereris ne apud posteros infame tibi sit quod videaris nobis familiaris esse? . La diferencia de este tiempo, en los efectos todos la vemos; en la causa, yo no la alcanzo, o no la entiendo; mas entiendo y alcanzo que no fueron aquellos siglos menos doctos ni menos conocedores de lo bueno, que son estos, ni la profesión en su esencia es diferente ahora que entonces. De mí le certifico a vuestra merced que la venero tanto, que por hallarme tan sin partes para ejercitarla, aunque no dificultara el hacer versos, me contentaría con tener caudal para escribir un pedazo de historia de mi patria, por ocupación honesta y por ser profesión que pide claridad, aunque me ha juzgado amigo de oscuridades. Y así, porque vuestra merced en el comento que imprimió al soneto de amor cita el tratado De laudibus amoris del divino Hieroteo, y esta ciudad tiene a este glorioso padre por su primer obispo, conforme al Chrónico de nuestro españolFlavio Dextro, perdido tantos siglos con tanta pérdida nuestra como llora Baronio y harto más España, le suplico me haga merced de comunicarme lo que hubiere visto de la vida y escritos de este gran padre. Guarde nuestro señor a vuestra merced como deseo, que bien se me puede fiar, pues soy español y no poeta. De Segovia en 23 de abril de 1624 años. Licenciado Diego de Colmenares.