**** *book_ *id_body-1 *date_1624 *creator_jauregui Introducción 1. Título La estrategia de lo indefinido El título del escrito que editamos, Discurso poético, campea en la portada del opúsculo impreso (Madrid: Juan González, 1624), con la palabra «discurso» realzada por el tamaño del tipo, muy superior al de la palabra «poético», colocada en el renglón siguiente. Viene a continuación el nombre del autor, don Juan de Jáuregui, y el nombre y título del noble a quien se dedica, el «excelentísimo señor don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares», con la solemne declinación de sus cargos y dignidades: «sumiller de corps, caballerizo mayor, del Consejo de Estado y Guerra de su Majestad, Gran canciller de las Indias, alcaide perpetuo de los Alcázares de Sevilla, comendador mayor de Alcántara». Pasados el folio que contiene la suma de tasa, la fe de erratas y la suma del privilegio, y el que ocupa la breve dedicatoria firmada por Jáuregui, vuelve a proponerse el título en el encabezamiento del texto con una matriz tipográfica idéntica a la de la portada y con una breve explicitación en fuente menor y en cursiva: Conciso y abstracto para los hábitos de entonces, el título equivale, por una hipálage lexicalizada, a «Discurso que trata de poética». A estas alturas del siglo XVII, hacía tiempo que los europeos cultos estaban familiarizados con la acepción sustantiva de la palabra, mediante la vasta difusión de la Poética de Aristóteles y la proliferación de escritos que se derivaron de ella o del Arte poética de Horacio. El Discurso poético tiene muy presentes dos de ellos: De arte poetica libri III de Jerónimo Vida (1527) y Poetices libri septem de Julio César Escalígero (1561). El mismo significado del adjetivo se verifica en dos destacadas obras españolas de ese género: Filosofía antigua poética (1589) de Alonso López Pinciano y Tablas poéticas de Francisco Cascales (1611). Si el adjetivo «poético» remite a la materia, la forma se indica en el sustantivo «discurso». Equivalente romance del latín oratio, denota un tratamiento retórico y no filosófico o técnico del tema. Un discurso, a diferencia de un tratado, no tiene propósito didáctico sino oratorio: no enseña dogmáticamente una ciencia o ars, sino sustenta una tesis acerca de una cuestión controvertida; por ello, suele ser relativamente breve. El subtítulo permite precisar algo más la índole del discurso situándolo a medio camino entre el género deliberativo (por qué y cómo debemos guardarnos del «desorden y engaños de algunos escritos») y el género demostrativo, en su vertiente de censura y vituperio. El encabezamiento del texto apunta, pues, a un texto polémico, pero en términos mesurados y cuya finalidad declarada no es ofender, sino advertir. Por lo demás la etiqueta genérica «discurso» se relaciona con una serie de títulos de obras italianas. Los extractamos de la bibliografía de A History of Literary Criticism in the Italian Renaissance regularizando ligeramente las grafías y uso de las mayúsculas y desarrollando las abreviaturas, sin pretensiones de exhaustividad. Indicamos la fecha cuando figura en la bibliografía, pero no necesariamente se trata de la fecha de composición: - Discorso sopra la «Comedia» di Dante Alighieri, de Girolamo Benivieni - Breve e ingenioso discorso contra l'opera di Dante, de Bellisario Bulgarini (1581) - Discorsi Poetici nella academia Fiorentina in difesa d'Aristotile, de Francesco Buonamici (1597) - Discorso sopra l'Idee di Hermogene, de Giulio Camillo Delminio (1560) - Discorso di Giason Denores intorno a que'principii, cause et accrescimenti che la comedia, la tragedia e il poema heroico ricevono dalla philosophia morale (1586) - Discorsi di M. Giovambattista Giraldi Cinthio … intorno al comporre dei romanzi, delle comedie e delle tragedie (1554) - Discorsi et annotationi di Giulio Guastavini sopra la «Gerusalemme liberata» di Torquato Tasso (1594) - Discorso intorno a i contrasti, che si fanno sopra la «Gerusalemme liberata» di Torquato Tasso, de Orazio Lombardelli (1586) - Discorso di Donato Rofia in difesa della Comedia del divino poeta Dante (1572) - Discorso di Giacopo Mazzoni in difesa della Comedia del divino poeta Dante (1573) - Discorso di Agostino Michele in cui contra l'opinione di tutti i più illustri scrittori dell'arte poetica chiaramente si dimostra come si possono scrivere con molta lode le comedie e le tragedie in prosa (1592) - Discorso di Mr Pietro Pagano sopra il secondo sonetto del Petrarca dove si scopre l'artificio usato dal Poeta - Discorso intorno al componimento della comedia de' nostri tempi, de Pino da Cagli (1578) - Discorsi di Nicolò Rossi Vicentino intorno alla comedia (1589) - Discorsi di Nicolo Rossi Vicentino Academico Olimpico intorno alla tragedia (1590) - Discorso contro l'Ariosto, de Filippo Sassetti (1575) - Discorso se sia bene a Poeti servirsi delle favole delli antichi, de Giovambattista Strozzi (1635) - Discorsi poetici dell'Eccellentissimo Signore Faustino Summo Padovano. Ne quali si discorrono le più principali questioni di poesia e si dichiarano molti luoghi dubbi e difficili intorno all'arte di poetare (1600) - Discorso in difesa del metro nelle poesie e ne i poemi. Et in particolare nelle tragedie e comedie, de Faustino Summo (1601) - Discorso intorno al contrasto tra il signor Speron Speroni, e il Giudicio stampato contra la sua tragedia di Canace e di Macareo, de Faustino Summo (1590) - Discorsi del signor Torquato Tasso dell'arte poetica e in particolare del poema heroico (1587) - Discorsi del poema heroico del signor Torquato Tasso (1594) - Breve discorso intorno alla narratione poetica, de Giovanni Mario Verdizotti. Se infiere de la lista que la etiqueta «discorso» para escritos de teoría y crítica literaria se había impuesto como una de las más frecuentes en Italia a partir de 1570. De ello debió de tomar conciencia el autor de nuestro texto, a más tardar, durante su juvenil estancia en Roma. Antes del último tercio del XVI, cuando todavía no menudean tanto las disertaciones sobre poética, los escritos cuyo argumento y estructura prefiguran los de los posteriores «discorsi» suelen denominarse «ragionamento» u «oratione». Durante el período de mayor abundancia de los «discorsi» de materia poética, esa etiqueta genérica alterna con otras menos frecuentes y de cometido similar como «lezzione», «consideratione», «giudizio», «questione» o simplemente se suprime para dar paso a la enunciación directa de la cuestión o de la tesis, con títulos como: «Che la favola è di maggiore importanza nella poesia che i costumi» de Baccio Nerone. A veces estos términos genéricos reciben el calificativo de «accademico», lo que sugiere que el hábito de redactar este tipo de textos se fraguó en las academias urbanas o cortesanas que reunían a quienes se ocupaban de literatura, sociedades muy numerosas, estables y formales, en Italia, y escasas, informales y efímeras, en España. Cuando el escrito se afilia a una polémica, «discorso», puede ser sustituido por «difesa» o «apologia». La elección de este rótulo genérico deja traslucir, pues, la cultura italiana de Jáuregui (que, por supuesto, no es la de Garcilaso, o sea la de las academias y cenáculos napolitanos del primer tercio de siglo XVI, sino la de las academias romanas hacia 1600) y delata tal vez un secreto deseo de competir con Torquato Tasso, autor del opúsculo más famoso entre los enumerados: Discorsi dell'arte poética e in particolare del poema eroico, cuya Aminta había traducido en versos castellanos. Uno de los dos censores del Orfeo y del Discurso poético, el doctor Francisco Sánchez de Villanueva, equipara lisonjeramente a Jáuregui con Tasso y con Escalígero. Llama la atención, si comparamos nuestro título con los que aparecen en la lista, su carácter elíptico y alusivo. Si lo propio de un discurso es proponer una solución para una cuestión en disputa dentro de un campo teórico o práctico (si Tasso debe preferirse a Ariosto, por ejemplo, o si debe usarse o no el verso en las comedias y tragedias), el título Discurso poético se distingue, en su forma breve, por no especificar la cuestión a la que se dedica, y, en su forma larga, por lo indeterminado del blanco polémico: «Advierte contra el desorden y engaños de algunos escritos». Esa nebulosa indefinición obedece a una estrategia del autor. Él se pronuncia contra Góngora y los gongorinos, de modo inequívoco pero no de modo explícito, arreglándoselas para que nadie, y en especial no su patrón el conde de Olivares, pueda acusarlo de pendenciero, de soberbio y de maldiciente. Los resquemores levantados por el libelo que, unos años antes, había dejado circular sin asumir ni ocultar su autoría, Antídoto contra la pestilente poesía de las ‘Soledades', explican en parte esa cautela, junto con otros motivos más poderosos tal vez: deseo de dar publicidad y legitimidad a sus argumentos, ambición de elevarse a esferas más altas y luminosas, a «la serena región de los principios», como escribía Menéndez Pelayo; conciencia de los cambios que habían sufrido en los últimos diez años la posición de Góngora y la suya propia. Góngora había sido y seguía siendo aborrecido por bastantes profesionales de las letras, y sus poemas de mayor empeño dejaban incómodos y perplejos a muchos lectores, pero era también muy popular por sus letrillas, romances, epigramas en sonetos o décimas, y muy admirado por gente que hoy llamaríamos importante, por miembros de la aristocracia de la sangre, del dinero y de las letras. Además, no era solo un nombre, la marca de un autor de poesías, sino una persona de carne y hueso: un anciano y respetable caballero y presbítero, don Luis de Góngora, que había alcanzado desde 1617 el título de capellán del rey por influencia del clan Lerma, que ahora pretendía una pensión y contemplaba la idea de dedicar sus obras al conde de Olivares. En otros términos, el poeta cordobés ya era madrileño y formaba parte del personal palatino, al que aspiraba a sumarse el mismo autor de nuestro opúsculo, quien vivía por entonces en Madrid a la sombra del valido y que en 1626, dos años después del discurso, sería nombrado «caballerizo» de la reina Isabel de Borbón. Por todo ello, el Discurso es, con respecto al Antídoto, a la vez una confirmación y una palinodia. Coinciden los dos escritos en muchos puntos de su argumentación pero, en términos pragmáticos y retóricos, distan de parecerse, y la distancia se expresa en la diametral oposición de los dos títulos: grave y abstracto el uno en grado sumo, concreto y jocoso el otro en el mismo grado. 2. Autor Un cortesano «mal contento de sus obras» y de las ajenas Esbozamos en esta sección una semblanza de Juan de Jáuregui, nacido en Sevilla en 1583, muerto en Madrid el 11 de enero de 1640, que recoge los principales datos conocidos acerca de su vida y escritos, poniendo de relieve sus intervenciones en las polémicas literarias de su tiempo, que tanto peso tuvieron en su actividad y en su fama. Nos centramos, en otras palabras, en los aspectos de su figura que aclaran por qué fue el autor de un texto como el Discurso poético. Lo cierto es que este opúsculo fue bastante leído y que por él fue su autor, durante algún tiempo, el centro de atención del Madrid literario. Constituye, pues, la cima de su carrera, y tal vez el escrito que mejor define su personalidad. 1. Perfil social e hitos biográficos Juan de Jáuregui, uno de los literatos más conocidos de su tiempo, ha sido mejor estudiado y editado que la mayoría, aunque nuestras noticias sigan siendo magras y nuestra comprensión defectuosa. Debemos a José Jordán de Urríes y Azara, quien redactó a finales del siglo XIX la primera monografía a él dedicada, los principales datos biográficos de que disponemos y la mayoría de los documentos exhumados. Otros documentos, y especialmente el nutrido conjunto de papeles relativos al pleito matrimonial entablado contra Jáuregui en 1611 por la que sería su mujer, doña Mariana de Loaisa, fueron publicados por Cristóbal Pérez Pastor en 1907. Algunos más, acerca de su familia paterna, por Narciso Alonso Cortés, en 1946. Para ver estos datos (completados o rectificados en algún detalle) en un contexto hoy mejor conocido o entendido de modo más actual, se debe acudir a los ensayos biográficos de los editores del poeta: los de Inmaculada Ferrer de Alba en su edición de las Rimas y de Juan Matas Caballero en la suya de Poesía; y al capítulo «Trayectoria vital de Juan de Jáuregui» en el excelente libro de José Manuel Rico acerca de «las ideas estéticas» de nuestro personaje. Pero ni en estos trabajos ni en los más recientes artículos de Juan Matas en el Diccionario Filológico (2010) y de José Manuel Rico en el Diccionario biográfico (2011) fue tenido en cuenta un artículo de Mercedes Cobos, publicado en 1996, en que esta investigadora daba a conocer extractos de los libros de matrículas de la Universidad de Salamanca, correspondientes a los cursos 1597-1598 y 1598-99, en que aparece Juan de Jáuregui matriculado en Cánones, respectivamente en primero y segundo año, junto con su hermano mayor Lucas. En este trabajo Mercedes Cobos, siguiendo pistas abiertas ya hacía muchos años por Narciso Alonso Cortés y por Henri Bonneville, daba también jugosas noticias sobre los negocios del padre de nuestro literato, halladas esencialmente en el Archivo de Indias. Jordán de Urríes, que se interesó por Jáuregui especialmente en su calidad de autor del Discurso poético, investigó su genealogía basándose en su expediente de ingreso en la orden de Calatrava. Según escribe este biógrafo, el padre del escritor, D. Miguel Martínez de Jáuregui, hidalgo de linaje vasco nacido en Nájera, se estableció joven en Sevilla, allí contrajo matrimonio con D.ª Isabel Hurtado, y allí, «disfrutando de cuantiosa hacienda, vivió en una hermosa casa cercana a la Magdalena», poseyó los señoríos de Gandul y Marchenilla, villas próximas a la ciudad, ejerciendo desde 1586 el alto cargo municipal de veinticuatro. Gracias a la documentación exhumada un siglo más tarde por Mercedes Cobos, sabemos ahora que este noble vasco —así como el resto de su familia, padre, tío y hermanos— debió su fortuna al comercio transatlántico y formó con su hermano Jerónimo Martínez de Jáuregui y con Alonso de Salinas, hermano del poeta Juan de Salinas, una compañía de mercaderes. Por papeles de varios pleitos se sabe que esta compañía registra en Sanlúcar y en Cádiz gruesas cargazones de muy diversas mercancías, y sobre todo grandes cantidades de hierro y de esclavos, a bordo de naves con rumbo a Nueva España, importando a cambio oro y plata además de otros productos americanos. La madre de D. Juan de Jáuregui descendía de una estirpe sevillana perteneciente a la oligarquía municipal de mercaderes y letrados. El retraso de su entrada en la orden de Calatrava se explica por sospechas de sangre judía en la familia materna; algunos creían de origen converso tanto a la familia de la Sal, de la que descendía doña Isabel Hurtado, como a la familia Alcázar, con la que se habían mezclado los de la Sal por varios matrimonios, lo que reconoce el mismo pretendiente. No fue nuestro autor el primogénito de la numerosa familia nacida de D. Martín y D.ª Isabel, que contó al menos ocho vástagos, por lo cual sin duda no anduvo muy sobrado de dinero y necesitó bastantes diligencias para conservar una posición económica y social a la altura de la de su padre. Jáuregui se enorgullece en sus escritos de su condición de sevillano, y lo saludan como pastor venido de la «bética ribera» los elogios liminares en verso, en castellano, latín e italiano, que, según era costumbre, adornan las ediciones de sus primeros libros: la traducción en verso de la Aminta de Tasso (Roma, 1607) y las Rimas (Sevilla, 1618). Jordán de Urríes confirmó el nacimiento del escritor en Sevilla porque lo declara así la totalidad de los testigos interrogados por los cuatro informantes en su expediente para el hábito de Calatrava. Pero estos argumentos ceden al más perentorio de la partida de bautismo, publicada por el mismo erudito, en donde consta que fue bautizado el 24 de noviembre de 1583 en la parroquia de la Magdalena de Sevilla. Uno de los primeros datos seguros sobre las andanzas del joven poeta nos lo da, en 1607, la impresión romana de su hermosa traducción en verso de la Aminta de Torquato Tasso, con unos testimonios en los preliminares que dan a pensar que residía en Roma desde hacía algún tiempo. No se han hallado documentos que permitan precisar la duración y circunstancias de la estancia de Jáuregui en Italia, y ni siquiera si dio lugar a uno o más viajes. Ignoramos cuándo y cómo adquirió su excelente dominio del italiano y del latín (lengua en que era capaz de expresarse por escrito con elegancia y que leía perfectamente), y otros conocimientos de que da muestra en sus escritos: nociones de griego, e infinidad de lecturas metódicas y bien asimiladas. Todo ello hace pensar que desde la primera juventud, antes de viajar a Italia, ya estaba en posesión de las bases de una cultura literaria sólida. Las citas jurídicas que asoman aquí y allá y las nociones teológicas que se concentran en la Apología por la verdad (1625) y en los grabados con que ilustró el comentario del Apocalipsis por Luis del Alcázar, hacen presumible que cursara estudios universitarios, aunque no debió de llevarlos hasta la consecución de un título. De hecho, los libros de matrícula de la universidad de Salamanca de los años 1597 y 1598, publicados por Mercedes Cobos y hallados de nuevo, casi veinte años después, por Rico, contienen la prueba de lo que para nosotros era solo una sospecha; Jáuregui estudió al menos dos años de Cánones en esa universidad y debió de interrumpir sus estudios poco después de la muerte de su padre, el 1 de diciembre de 1598. De haber estado en posesión de un título de bachiller o licenciado, probablemente habría consignado en sus libros que poseía ese grado universitario. Sin embargo, cabe la posibilidad de que prefiriera aparecer simplemente como «don» Juan de Jáuregui y más tarde como «caballerizo de la Reina» y «caballero del hábito de Calatrava». Don Juan parece haber apostado muy joven por representar en el mundo el papel de un caballero de cultura humanística (cavaliere letterato, como se decía en Italia), no la de un clérigo o jurisperito. Esta estrategia no era favorable a su integración en la burocracia letrada pero en cambio le dio acceso a una carrera cortesana de cierto relieve. Al igual que sucede con la estancia en Italia, sigue siendo asunto imperfectamente conocido la actividad artística de nuestro autor. De su erudición sobre el tema da pruebas el escrito que redactó en apoyo de la nobleza y carácter liberal de la pintura para el famoso Memorial informatorio de 1629: el de Jáuregui es uno de los mejores alegatos reunidos por los pintores para apoyar su pleito por la dispensa del pago de la alcabala. Sin entrar en ningún taller como aprendiz ni dirigirlo como maestro, sabemos que pintó lienzos de distinto género, retratos, cuadros religiosos y mitológicos, y que sus dibujos fueron base de grabados destinados a libros. No demuestra, en lo poco que subsiste de su obra, dotes excepcionales. No obstante Francisco Pacheco, hombre por excelencia sociable y bondadoso, hace repetidas y honrosas menciones de él en el Libro de retratos y el Arte de la pintura. Si otorgamos crédito a su testimonio, nuestro autor dibujaba sin cesar (lo llama «trabajador perpetuo») y alcanzó renombre como retratista. Coexistían en la España del siglo XVI dos opiniones de signo opuesto acerca de la pintura. Era por un lado uno más de los oficios llamados mecánicos, que hacían necesario mancharse las manos, mover objetos pesados, producir y vender día tras día y de sol a sol, vivir en un taller, observar normas de calidad según una tipología preexistente de productos, someterse a los deseos del comitente y consentir los precios fijados por el gremio o sus delegados. Todas estas coacciones, tenidas por serviles, eran incompatibles con el grado de honra exigible en quien aspirase a ejercer altos cargos palatinos y a integrarse en la nobleza de hábito como lo hizo Jáuregui. Pero, por otra parte, en los ambientes aristocráticos y cercanos al trono y en los círculos más cultos de Toledo y de Sevilla, se miraba la pintura como un arte liberal e intelectual, hermana gemela de la poesía, que demandaba gran ingenio y espíritu, y cuyo ejercicio podía redondear la distinción de un hombre honrado y de prendas. Supo nuestro autor aprovechar esta alta consideración de la pintura, pese a su ambivalencia y al espacio restringido en que tenía validez, de modo que su pareja capacidad en el manejo de la pluma y del pincel, proclamada por sus panegiristas, se convirtiera en una singular excelencia, glosada tanto en los preliminares de sus libros como en las demás referencias que a él hacen sus contemporáneos. Su caso hubiera llamado algo menos la atención en Italia y sobre todo en los Países Bajos, donde no eran excepcionales los pintores hijos de patricios y de ricos burgueses, dotados de altísima cultura humanística y cuyo modo de vida no desmerecía de la nobleza a la que podían pertenecer o aspirar. En El laurel de Apolo (1630) –donde el viejo Lope de Vega, en nombre del dios de la poesía, reparte generosamente laureles, o sea floridos y poéticos elogios, a todos los ingenios ibéricos– se incluye una alabanza de Jáuregui que es una brillante variación del tópico: … la virtud, el estudio y la nobleza, que de don Juan de Jáuregui se admira, si en el pincel la singular destreza, si en la pluma el ingenio, si en la lira la mano que permite solamente –cuando su propia estimación lo intente– dudosa competencia de sí mismo, que en Musas y pinceles no le hubiera, si él propio de sí mismo no lo fuera. Y, no sufriendo sondas el abismo de ciencias en su espíritu difusas, término mudo soy: ¡Silencio, Musas!, que cuando pluma os pida para una línea del pincel valiente, ¿qué pensamiento habrá que la divida?, y cuando retratar la pluma intente, ¿con qué pincel teñido en oro y grana, dándome sus colores, la tabla celestial de la mañana? Mas, pues que sus virtudes son mayores que plumas y pinceles, divida su laurel en dos laureles. Quienes lo alaban como pintor tienen siempre buen cuidado de emparejar al artista con el poeta: la destreza con el pincel puede considerarse en términos de arte bella y noble, puesto que le hacen contrapeso el trato de las musas y la profunda erudición («no sufriendo sondas el abismo/ de ciencias en su espíritu difusas»). Incluso el pintor y tratadista de pintura Vicente Carducho le elogia en esos términos: «A don Juan de Jáuregui mira, que escribe con líneas de Apeles versos de Homero, y no menos admira cuando canta numeroso que cuando pinta atento». En la primavera de 1618, se imprimen las Rimas de Jáuregui, en Sevilla –pero con aprobaciones y tasa firmadas en Madrid–, con un acervo de epigramas preliminares firmados por los mejores ingenios sevillanos en aquel momento (entre ellos altos funcionarios en la Casa de Contratación, como Francisco de Calatayud, y del gobierno municipal, como Antonio Ortiz Melgarejo). Menos de un año después lo califica de «vecino de Madrid» un documento transcrito por Jordán de Urríes del 8 de abril de 1619. En esta ciudad se había fraguado unos años antes (1610-1612) la tormentosa relación del poeta con la que sería su mujer y allí vivían la suegra y un cuñado, García de Loaisa, gentilhombre del duque de Montalto. Es posible que la salida del libro y la mudanza estén relacionadas y que Jáuregui calculara la publicación de las Rimas, respaldadas por la élite de Sevilla, como un pasaporte para ir a probar fortuna en el centro de la monarquía. Desde finales de la segunda década del siglo XVII y hasta su muerte en enero de 1640, cuando despuntaba aquel año calamitoso entre todos para el gobierno de España, Jáuregui residió principalmente en Madrid, aunque con estancias más o menos prolongadas en su ciudad natal, donde seguían viviendo su madre y hermanos y donde tenía negocios y poseía rentas, por ejemplo ese juro sobre el almojarifazgo mayor de Sevilla que, a juzgar por los términos de su testamento, era parte sustancial de sus bienes. Cualesquiera que fueran los motivos por los que eligió domicilio en la villa y corte, allí se afincó definitivamente para hacer carrera a la sombra de don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares. Hitos de esta carrera fueron su nombramiento como censor oficial de libros por el Consejo de Castilla en 1621; la concesión, en 1626, de un cargo de caballerizo de la Reina, empleo en la alta servidumbre de Palacio que, según José Manuel Rico, «estaba entre los más estimados y principales cargos, y solían desempeñarlos títulos de Castilla o caballeros nobles que habían demostrado su adhesión a la Corona»; una cruz de Calatrava otorgada por el rey en septiembre de 1626, pero que no fue refrendada por el Consejo de Órdenes hasta el 1 de julio de 1639, pocos meses antes de la muerte de su titular. Las vueltas y revueltas del largo pleito las tuvo que cortar el mismo Felipe IV, como hizo Alejandro con el nudo gordiano, con una orden directa de concluir a favor del escritor. No hay documentación que pruebe que estos cargos y mercedes le fueran concedidos por mediación del valido. Lo infieren los biógrafos de Jáuregui de la conocida influencia de Olivares en los nombramientos que dependían del rey o de los consejos. Con más razón aun en este caso puesto que don Gaspar de Guzmán, caballerizo del rey desde 1622, tenía bajo su autoridad a los demás oficiales de las caballerías reales, y entre ellos al «caballerizo de la reina». En cuanto a la cruz de Calatrava, el mismo Olivares poseía una de sus encomiendas, la de Vívoras, ya obtenida por merced de Felipe III. El perfil conjetural de nuestro autor como cortesano protegido por Olivares se apoya también en la analogía de su caso con el de otros sevillanos, que fueron llamados a la corte por don Gaspar para desempeñar un puesto determinado: así el de sumiller de cortina para el canónigo don Juan de Fonseca, el de bibliotecario para Francisco de Rioja, o el de pintor del rey para Diego Velázquez. El futuro conde-duque ocupó las vacantes dejadas por la caída de Lerma con hombres de su confianza, muchos de ellos nuevos en la corte, y recurrió a la clientela que se había preocupado de formar durante el período en que vivió en Sevilla, de 1607 a 1615. Concuerda con este cuadro que a partir de su llegada a Madrid, Jáuregui dedicara a Olivares sus principales escritos y, entre ellos, el Discurso poético que nos ocupa, y el Orfeo al que acompaña. Que Jáuregui haya sido de esos nuevos cortesanos que gravitaban en la órbita del nuevo valido no se entendería si Olivares no hubiera visto a un hombre que podía serle útil en este segundón de una familia de mediana nobleza, emparentada con ricos mercaderes y letrados de estirpe conversa. Su reputación de poeta y de erudito, y la refinada discreción con que sin duda se desempeñaba en la conversación y en el trato; su condición de pintor, a un tiempo noble, poeta y docto, que le valía la simpatía de los aficionados a la pintura, numerosos en el entorno de Felipe IV, pudieron pesar en el ánimo de don Gaspar a la hora de apoyarle para la consecución de esas distinciones. Lo más importante era sin duda que lo juzgara de inquebrantable lealtad hacia él mismo, como debió de serlo Jáuregui por tradición familiar, por temperamento o por cálculo, puesto que, para un valido cuyas responsabilidades políticas dependían del arbitrio del monarca y carecían de respaldo institucional, la única manera de conservar el poder era rodear al rey y a su familia de personas incondicionalmente afectas, capaces de elogiar sin reservas sus acciones y carácter y tal vez de servir de espías. Jáuregui mostró esta fiel adhesión a don Gaspar de Guzmán al publicar en 1634 una sátira mal pergeñada como comedia, titulada El retraído…, en que se ensañaba con La cuna y la sepultura y la Política de Dios de Quevedo. Estima José Manuel Rico que «aunque pudo haber motivos personales y literarios para que Jáuregui redactara esta diatriba … estaba, probablemente, instigada e instrumentada por el conde-duque y sus consejeros». Las obras de Francisco de Quevedo atacadas en el libelo tenían en común sus no muy solapados ataques al valido. Además, entre los argumentos manejados por el sevillano en esta supuesta comedia, está precisamente la defensa del valimiento. Y sin embargo el mismo Jáuregui había redactado seis años antes, en calidad de censor, una aprobación elogiosa, aunque tibia, de la Política de Dios. Si ya por entonces la obra le disgustaba, no quiso expresar este disgusto hasta que se degradaron las relaciones de Quevedo con el ministro. No sabemos pese a todo que recurriera Olivares a nuestro autor para ninguna misión importante, salvo para la campaña de propaganda contra Francia, que acababa de declarar la guerra a España, iniciando así un conflicto interminable (1635-1659) que daría al traste con el poder del conde-duque. Después de la Declaración de Luis XIII, fechada el 6 de junio de 1635, éste designó una junta para redactar manifiestos que hicieran ver a Europa lo injustificado del ataque francés y la razón que asistía a la causa española. Entre las plumas solicitadas en esta ocasión estuvo la de Jáuregui, que escribió y mandó imprimir un Memorial al rey. A decir verdad ese memorial denuncia menos los entuertos de Francia que el texto con el que contribuyó Quevedo a esta guerra de plumas: la célebre Carta al serenísimo, muy alto y muy poderoso Luis XIII. Una vez más, la rivalidad con otros hombres de pluma se revelaba el más poderoso acicate de la escritura de nuestro autor, y se confirmaba que el nervio de su elocuencia residía en la pasión de la crítica literaria, que venía ejerciendo de modo episódico pero señalado desde hacía catorce años. 2. Las vicisitudes del poeta y crítico En el memorial anti-francés y sobre todo anti-Quevedo, último opúsculo que mandaría imprimir Jáuregui, no se aprecia desgaste de las cualidades de cultura, de agudeza y de habilidad retórica y expresiva que venía mostrando desde sus primeros escritos, fruto de una educación humanística y de un buen estilo de época que se observa en todos los literatos de cierto talento del siglo XVII, en España como en el resto de Europa. Puede calificársele sin duda de poeta, con méritos superiores a la mayor parte de los versificadores de su tiempo. Pese a ello provocó críticas excepcionalmente duras. Éstas arrecian con ocasión de la publicación conjunta del Orfeo y del Discurso poético (1624). Los motivos difieren de los que hicieron que Góngora, Lope de Vega y Quevedo fueran atacados con tanta o mayor dureza. Los dos primeros parecían llamados a oficiar de «príncipes» de los poetas españoles, guías y modelos para los demás; la contienda que los enfrentó, a ellos y a sus partidarios, puede compararse con la que dividió en Italia a los partidarios de Ariosto y de Tasso. Los dos despertaban suficiente admiración para que esta pretensión, real o imaginaria, fuera tomada en serio. Sin embargo, además de que no podían ocupar simultáneamente el cargo de príncipe, sus candidaturas presentaban dificultades: la de Lope, por su popularidad en los corrales, su origen humilde, lo torrencial y desigual de su producción, su carácter apasionado y versátil y su compulsivo exhibicionismo; la de Góngora, por cualidades contrarias: su temple reservado, su poca voluntad o capacidad de explicarse y de justificarse, su peligrosa agudeza, el número reducido de composiciones y la escasa extensión de la mayoría, la hibridación genérica de sus obras y la dificultad chocante de su estilo. Jáuregui no podía medirse seriamente ni con uno ni con otro, aunque hubiese quien, como Gabriel Bocángel, lo tomara por maestro y por mentor. Por ello, no podía provocar el mismo tipo de animosidad. Tampoco tenía la violencia satírica de Quevedo, ni la presunción que distinguía a este escritor de aleccionar a los poderosos, incluyendo al mismo rey, sin ser oficialmente consejero ni estar acreditado como teólogo, y habiéndose comprometido con sátiras irreverentes y bufonadas soeces. La hostilidad contra Jáuregui se manifestó en breves improperios al margen de ciertos manuscritos del Antídoto; en los ataques ad personam de quienes tomaron a cargo la refutación de ese mismo libelo, como Francisco Fernández de Córdoba en el Examen del Antídoto y en la Apología por una décima; en versos satíricos de tono jocoso (algunos atribuidos a Góngora o a Quevedo, otros sin atribución); mediante insinuaciones que no llegaban a nombrar al aludido en textos impresos por Lope de Vega y sus íntimos amigos: así en los preliminares del Orfeo en lengua castellana (1624) de Juan Pérez de Montalbán; en las dedicatorias de las novelas del mismo reunidas bajo el título Sucesos y prodigios de amor; en las de ciertas comedias de Lope de Vega de la Parte veinte de comedias (1625); o en la del libro de Francisco de Quintana Experiencias de amor y fortuna (1626). Por último, esta hostilidad se explaya de forma argumentada pero aguda y graciosa en prosas satíricas destinadas a una circulación manuscrita: el anónimo Opúsculo contra el «Antídoto» de Jáuregui y a favor de don Luis de Góngora, por un curioso, y el Anti-Jáuregui de Lope de Vega bajo el seudónimo de «don Luis de la Carrera». Ambos opúsculos se distinguen por su carácter consistente y explícito entre los textos conservados que atacan a nuestro autor. Ambos se escribieron a raíz del Discurso poético y del Orfeo, a finales del año 1624 o durante el año siguiente. El tema que vuelve constantemente en los escritos contra Jáuregui es la contradicción entre lo que enseña como crítico y teórico y lo que escribe como poeta. Con esta divertida virulencia lo expresa el anónimo «curioso» que escribe contra el Antídoto y en defensa de Góngora: Quiero rematar con decir que para acabarse VM de rematar, tan en pregón anda con todo esto, y echarse a perder del todo, porque un yerro no viene solo, sacó a luz, con poca luz y menos disciplina, una obra que la intituló Orfeo, en el cual no guarda la doctrina que reprende en el Sr. don Luis, quia loqui facile, praestare difficile, hace el oficio de papagayo que habla y no sabe lo que habla porque ni lo entiende ni lo pone en ejecución … Antes, como su discípulo del señor don Luis, se aprovecha de sus frases y locuciones y modos de decir, aunque adulterados y mal injertos y, al fin, usurpados, y así ha parecido a hombres doctos y de buen sentir, que es la más mala poesía y composición que ha salido a vista de oficiales. Se reprochó, pues, a Jáuregui que, después de censurar las Soledades, escribiera un poema, el Orfeo, que parecía remedar el poema que él mismo había desacreditado con tanta violencia. Los aficionados a Góngora le acusan de «ser pecador en lo mismo que predica» y de imitar los modos gongorinos, echándolos a perder, claro está, como quien no es su verdadero dueño sino un usurpador. También se ganó las iras del bando hostil como si, al imitar inconfesadamente a Góngora, se hubiera pasado al enemigo a la chita callando, con armas y bagajes. Así suelen ver las cosas los historiadores de la literatura, aunque la verdad es que Lope de Vega, en su Anti-Jáuregui, le afea, igual que el «curioso» admirador de Góngora, no que imite a éste último, sino que lo imite tan mal; que intente la empresa superior a sus fuerzas de parecerse al gran poeta, a quien tuvo la osadía de impugnar: El primer examen que vuestra merced hizo fue en las Soledades de don Luis de Góngora, a quien reformó tan mal que se quedó con imitarle, no en la grandeza, hermosura y erudición, sino en la peregrinidad, de que salió tan mal, que por huir de quien le puede enseñar, con la aversión natural que a todo ingenio tiene, hizo un Orficalepino de tantas lenguas que puede servir a un sábado, pues las hay hasta de carnero y puerco. Pese al amplio eco que obtuvo, la acusación de gongorizar lanzada contra Jáuregui no se sostiene, como han concluido unánimemente sus editores y estudiosos. Aunque escribe en una lengua culta, o lo que es lo mismo entonces, latinizante, Jáuregui no adopta la manera gongorina y sus versos no presentan un grado de oscuridad superior al que se observa de modo general en la poesía del XVII. Escogemos al azar una octava como muestra del estilo de este poema. Cuenta el poeta que Orfeo bajó al Averno en busca de Eurídice y que, una vez llegado a la ribera del río Aqueronte, atrajo con la magia de su canto el barco que llevaba a los difuntos a la orilla opuesta, forzándolo a volver atrás, pese a los remos que lo impulsaban hacia adelante: Resonó en la ribera tiempo escaso el canto, que humanar las piedras suele, cuando atrás vuelve, y obedece el vaso, más a la voz que al remo que le impele. La conducida turba, al nuevo caso, se admira, se regala, se conduele, y las réprobas almas, con aliento, se juzgan revocadas del tormento. Podría parafrasearse como sigue: ‘Resonaba desde hacía poco tiempo en la ribera el canto (de Orfeo) que suele infundir en las piedras sentimientos humanos, cuando (el barco) vuelve atrás y obedece más a la voz (del héroe) que a la fuerza del remo. La multitud (de los difuntos) que es llevada (en el barco), al ver semejante prodigio se admira, experimenta deleite y compasión, y las almas de los réprobos cobran ánimo y piensan que ha sido revocada la sentencia que los condenaba a perpetuo tormento'. La comparación del texto y de la paráfrasis aclaratoria permite ver que las dificultades de esta poesía, incluso para un lector de hoy poco avezado en lecturas clásicas, son ligeras y localizadas: «resonó», por «resonaba»; «humanar» por volver humano (compasivo); elisión de una preposición: «tiempo escaso», en vez de «por tiempo escaso» o «por poco tiempo»; «vaso», sinécdoque por barco (por el mismo fenómeno que ha producido «vaisseau» en francés, «vascello» en italiano, «vaixell» en catalán y de ahí «bajel»); «turba» por multitud; «conducida» por llevada; «nuevo caso», por novedad, acontecimiento impensado y de aire milagroso; «regalarse» por sentir placer; «con aliento», por «con alivio», o «cobrando aliento». No se dan en estos versos alusiones recónditas, anomalías sintácticas, metáforas inauditas, vocabulario rebuscado, todo lo más algún cultismo de acepción. La mayor dificultad de la estrofa reside en la construcción elíptica de los dos últimos versos, con una o dos hipálages o desplazamientos del adjetivo: las almas de los réprobos (las «réprobas almas»), al oír tan divina armonía y al ver la irresistible atracción que ejerce sobre la barca de Caronte, se juzgan «revocadas del tormento», o sea creen que su condena a los tormentos infernales ha sido revocada; o bien que han sido, con significado latino del verbo «revocar», revocare, llamadas de nuevo y salvadas del tormento. La mayoría de estas expresiones, extrañas para un lector de hoy, no lo eran para un lector de entonces, y su dificultad se debe menos al estilo de Jáuregui que al envejecimiento de su lengua. Nada aquí que sea del mismo grado, ni siquiera del mismo orden, que la presión que impone al castellano, en el Polifemo y todavía más en las Soledades, la peculiar sintaxis de Góngora y su manejo del concepto, sobrepasando con mucho los límites del verso e incluso de la frase, casi difuminando o volviendo insignificante, por una singularidad que trasciende su propia época, la distancia entre la lengua del siglo XVII y la nuestra. Resulta menos transparente que el de la citada octava, típica del Orfeo, el estilo de Lope de Vega del que hemos visto una muestra en el Laurel de Apolo. Y es que Lope, como Góngora, es más conceptuoso, o sea más agudo, ocurrente e inventivo, que Jáuregui. Contrariamente a lo que el sevillano pretende (es uno de los argumentos del Antídoto, y también del Discurso poético), no es tan fácil ser realmente difícil (y no simplemente confuso). Claro que los que escriben que el Orfeo está no «en lengua castellana» sino en latín andaluz, y que el autor es «pedante tan extremado,/ que a ningún culto ha dejado/ disparate que decir», pueden alegar expresiones como las que retratan a la amada de Orfeo: «pluvia de oro» para describir la «lluvia» de los cabellos sobre los hombros; «Eurídice, ya numen de hermosura» donde «numen» significa diosa o deidad; para la tez, «la rosa que el múrice purpura»: la rosa teñida por el múrice, el molusco de donde se saca el tinte llamado púrpura, mejor conocido por su nombre latino de murex. Estos cultismos no presentan empero mayor dificultad para quien tenga al menos rudimentos de latín y conozca la poesía italiana (o sea, para ninguno de los poetas y hombres de letras de entonces), y tienen poco o nada de específicamente gongorino. De hecho, Góngora utiliza «purpurear» y no «purpurar» como verbo culto para «teñir de color purpura». No puede descartarse sin embargo que en la frase que describe los cabellos de Eurídice: «su cabeza/ vierte sobre los hombros pluvias de oro», esté latiendo el recuerdo de la Soledad primera: «no los hurtos de amor, no las cautelas/ de Júpiter compulsen que, aun en lino,/ ni a la pluvia luciente de oro fino,/ ni al blanco cisne creo». La reminiscencia sería en todo caso puramente verbal puesto que la «pluvia de oro», en lugar de ser metafórica como en el Orfeo, remite en Góngora literalmente a la mitológica lluvia bajo cuya apariencia Júpiter sedujo o fecundó a Dánae. Algún otro recuerdo de Góngora, de orden más conceptual, puede discernirse aquí o allá, como en los versos que preceden inmediatamente la estrofa antes citada: «Del instrumento y de la voz esmera/ de nuevo entonces, el acento blando:/ gime la cuerda al rebatir del arco,/ y su gemido es rémora del barco». El «gemido» de la cuerda inmoviliza al barco que transporta a los difuntos. No de otro modo el pez rémora, según una antigua tradición, puede, aunque pequeñísimo, pegándose en el casco de un gran navío, impedir su avance. La aplicación metafórica de esta fabulosa creencia concuerda con la que aparece en un lugar de la Soledad primera: «…rémora de sus pasos fue su oído/ dulcemente impedido/ de canoro instrumento, que pulsado,/ era de una serrana junto a un tronco…». Para la infernal barca de Jáuregui, como para el peregrino de Góngora, la delicada fuerza de la música puede calificarse de «rémora» porque inmoviliza a un cuerpo en movimiento, con una invisible y mágica potencia. El pensamiento ingenioso que subyace al atrevido tropo es más o menos el mismo. Pero lo propio de la poesía de Góngora reside en la seductora audacia de sus conceptos, tanto que nadie, por mucho que se resista, se sustrae del todo a su influencia, como dirá más tarde Vázquez Siruela. Por lo demás, podría ser deliberada y consciente la imitación, y en ese caso habría que pensar en una voluntad de enmendarle la plana al autor de las Soledades. Tal vez pensara el sevillano que su «agudeza por semejanza» era mucho mejor: más ingeniosa y más apropiada, puesto que en su texto el sonido melodioso impide el movimiento de un barco, como corresponde a la rémora, y no detiene los «pasos» de un caminante; más grave y más patética, puesto que el tropo conmueve cuando expresa la compasión que despierta, hasta en las cosas sin alma, ese gemido de la cuerda de una lira, una cuerda aislada, batida por el arco, que vibra con el dolor desgarrador de Orfeo. Es en cambio ridícula, a ojos del sevillano, cuando el caminante se detiene al oír el «canoro instrumento» tocado por una vulgar serrana. Él mismo lo dice en el Antídoto a propósito de una hipérbole de similar inspiración: «De las tejuelas que una serrana tocaba dice vuestra merced lo que pudiera de un coro de serafines». Góngora es, sin embargo, más racional y natural: que al que pasea sin rumbo una grata e inesperada música le haga detenerse o retroceder, nada más lógico, aunque la expresión le confiera el halo de lo extraordinario; en cambio, que un barco obedezca a la piedad que en él despierta una doliente voz es pura fantasía, y una fábula quizá demasiado gastada para ser de verdad emocionante. Así las serranas, preferidas por Góngora a las ninfas y a los serafines, tienen sobre estos maravillosos personajes la inmensa ventaja de poder ser vistas, oídas y tocadas. La protesta de quienes acusan a Jáuregui de ser un vergonzante discípulo del poeta cordobés, aunque no sólidamente fundada, resultaba plausible y no dejaba de ser significativa. Se nota en sus versos, sobre todo en el Orfeo, un esfuerzo aplicado, una digna grandilocuencia mantenida a costa de muchos sudores y que posiblemente hiciera la lectura fastidiosa o cansada, aunque para un lector actual no creemos que lo sea más que la de otros poetas del XVII. Esto no hubiera bastado para atraerle tanta inquina si no hubiera sido, además de poeta, teorizante y crítico, y sin duda mejor crítico y teorizante que poeta, aunque más riguroso y vehemente que equitativo y equilibrado. No en vano admiraba a Julio César Escalígero, el más arrogante y mordaz de los «gladiadores de la república de las letras», a quien cita repetidas veces en el Discurso y cuya copiosa y difícil Poética parece conocer bastante a fondo. Todas estas burlas y alusiones maliciosas son de carácter estrictamente literario y no rozan lo político y menos lo teológico, como las que se escribieron contra Quevedo. En bastantes casos, fueron réplicas a los ataques del mismo Jáuregui. Empezó ganándose el odio de los amigos de Góngora al escribir, en 1614 o 1615, el Antídoto contra la pestilente poesía de las Soledades, un libelo a la vez erudito, malévolo y certero, de todos sus escritos el que tuvo mayor resonancia entonces y el que mayor interés ha suscitado hoy entre los filólogos. No hay que exagerar sin embargo el encono de esta hostilidad puesto que José Pellicer y Tovar, en sus Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora, menciona a Jáuregui como amigo suyo. En cuanto a García de Salcedo Coronel, le elogia en el tomo segundo de las Obras de don Luis de Góngora comentadas (1645) aunque conoce el Antídoto y se congratula de que Francisco de Amaya lo haya refutado. Estos textos críticos lo hacen más conocido que sus propios versos, al menos desde la campanada del Antídoto. Siguió ejerciendo la reflexión sobre el estilo y la censura de obras ajenas en una serie de escritos posteriores: la «Introducción» de las Rimas, una Poética en miniatura en que reprueba toda clase de errores, ocasionando que muchos se dieran por aludidos (1618); el Discurso poético (1624), que aquí nos ocupa; la Carta del Licenciado Claros de la Plaza al Maestro Lisarte de la Llana (finales de 1624 o 1625), contra Lope de Vega, campeón de pureza castiza en sus proclamas contra la «nueva poesía» y pródigo de desaforados neologismos en su Jerusalén conquistada; la prolija Apología por la Verdad (1625) contra una censura anónima de un sermón de Paravicino; y en 1635 dos textos contra Quevedo, muy distintos entre sí, uno furtivo y violentamente satírico, El retraído, ya mencionado, y otro oficial y de tono digno aunque indignado, el Memorial al rey (1635). Este conjunto de textos polémicos tiene tonalidades y circunstancias muy variadas. Ni siquiera son siempre textos de agresión puesto que la «Introducción» a las Rimas sólo pretende «notar algunos requisitos de la fina poesía» y la Apología por la verdad es una defensa y no un ataque; ni son todos de materia estrictamente literaria, dado que los escritos contra Quevedo la emprenden con sus ideas y no solo con su estilo. Sin embargo en la Apología, cuyo propósito es refutar un «papel» anónimo contra un sermón de Hortensio Félix Paravicino que circulaba «en muchos traslados», Jáuregui hace hincapié, significativamente, en que pretende deshacer las calumnias de ese papel en nombre de la verdad, pero no defender, ni menos propugnar, el discurso censurado. En la dedicatoria, que como las del Discurso poético y del Orfeo, va dirigida a Olivares en la Apología por la verdad, escribe: Yo no salgo aquí a la defensa del autor impugnado; no apruebo, ni repruebo su obra: la censura sola examino, en beneficio de algunos que, por insuficiencia, o pereza, no averiguan sus desconveniencias, o están engañados de ellas… Y en el exordio del mismo discurso, dirigido al censor de Paravicino a quien responde, reitera: … advierto que no fue mi asunto defender, ni alabar el Panegírico; yo no traigo a cuestión si es digno, o indigno, ni para lo que dijere importa; sólo me obligo a advertir el mal acierto de la censura en lo que reprende, por mostrarme fiel súbdito de la verdad, pues si bien, como vuestra merced, no la aclamo, la amo. Lo que importa a Jáuregui, pues, es reprimir lo que entiende como falsedad, y nunca parece sentirse más a gusto que en ese papel de vindicador de la verdad ultrajada. Esta verdad que de verdad le importa, incluso cuando andan por medio asuntos graves, la defensa de España por ejemplo, es la del lenguaje: el verdadero sentido de unos versos latinos, la verdadera interpretación de un poema, los matices semánticos de las palabras, el buen uso de las figuras, la adecuación de las expresiones a las circunstancias. Es un «reprochador de voquibles» como don Quijote con los personajes plebeyos con quienes conversa o como el bachiller Sansón Carrasco con Sancho Panza. A Jáuregui le preocupan prioritariamente las cuestiones gramaticales y retóricas incluso cuando denuncia la carta a Luis XIII en la cual Quevedo se propone rechazar y devolver las acusaciones contra España que contiene la declaración de guerra del rey francés. Sobre el fondo del grave asunto, el sevillano ni quiere ni puede disentir: se propone mostrar lo nefasto de la forma, lo descortés e incongruente de las expresiones, lo malsonante del estilo. Se escandaliza de que Quevedo haya traducido mal a Lucano, moviendo a risa a los eruditos extranjeros, con tanta injusticia para un reino (¿Castilla?) cuyos doctos son «maravilla de Europa»: «los extraños juzgarán pueril nuestra latinidad». Pero más le enciende la sangre la indecencia de un verbo varias veces repetido: La carta, donde intenta mostrar buen afecto al rey y su reina, usa muchas veces un verbo indecente, inhonesto, notable, que es amartelar. Primero le dice: «Un español extremamente amartelado de vuestras glorias». Y luego. «Los franceses ¿qué memoria no tienen amartelada con la conquista de Jerusalén?». Y después: «Mi corazón fervorosamente amartelado de vuestros aciertos». Este verbo, ni una sola vez fuera permitido, porque le introdujo el lenguaje para solo juego, sin usarse jamás en las veras; y aun en las burlas siempre le reciben en mala parte …. Y lo que más lo afea es el significado que trae en sí misma la voz, porque es griega en este sonido, amartoli, que quiere propiamente decir, no sólo los que están en pecado, sino en el uso y vicio de un continuo pecar, o amancebamiento …. De manera que decir al rey tantas veces: Yo estoy amartelado de vos, es decirle otras tantas, yo estoy en vicioso pecado con vos, y más deshonestos sentidos. Este uso de una palabra impropia por sus connotaciones pero, por ello mismo, enérgica y memorable, parece típica de Quevedo, en su extremosidad algo histérica e histriónica, pero también en su fuerza y su peculiar sabor. Tales manierismos indecorosos y plebeyos ponen, al parecer, enfermo al sevillano. Jáuregui expresa, pues, en todas las ocasiones en que lo vemos oficiar de censor, una pasión por la perfección del estilo, una preocupación por lo justo, medido, intachable, al tiempo que brillante o sublime, que definen su personalidad como hombre de letras. En nombre de ese «buen gusto», expresión que no es rara bajo su pluma (tanto que posiblemente contribuyera a su fijación en el sentido actual), desacredita con extraña perseverancia a los mejores poetas de su tiempo, arremetiendo contra Góngora, contra Lope de Vega y finalmente contra Quevedo, y prefigurando con un siglo de antelación el rechazo de la literatura «barroca» en la propia España. La exquisitez de ese buen gusto intolerante y suspicaz tal vez ahogó su fecundidad como poeta. De esta esterilidad de un hombre condenado a ser «reformador de los poetas de la corte», como lo apoda sarcásticamente Lope, y a escribir pocas poesías y de escasa influencia, hablan varios de los textos escritos contra él, pero ninguno con tanta energía como el soneto anónimo que algunos atribuyeron a Quevedo: «Poeta con albardas y acicates/ que a ti te matas y a los otros picas». Esta atormentada ambición explica tal vez que las obras de mayor aliento de Jáuregui sean versiones de poetas aclamados, en quienes busca apoyo y escudo: la traducción temprana de la Aminta de Tasso, y la tardía de la Farsalia de Lucano. Estas obras le valieron grandes elogios de sus contemporáneos y de la posteridad. Entre las referencias más honoríficas y que más han hecho por su fama, están las de Cervantes, quien, además de la amistosa mención de Jáuregui retratista en el prólogo de las Novelas ejemplares, tributa encarecidos elogios al poeta en su calidad de traductor. Según unas famosas líneas (pero ¿qué líneas no lo son?) del Quijote (II, 62), sólo Jáuregui en su versión de la Aminta, junto con Cristóbal Suárez de Figueroa, en la suya del Pastor fido, debe ser exceptuado del general desprecio que merecen los traductores de lenguas vulgares. En un texto algo menos conocido, lo describe resucitando en su voz a Lucano: Y tú, don Juan de Jáuregui, que a tanto el sabio curso de tu pluma aspira que sobre las esferas le levanto, aunque Lucano por tu voz respira, déjale un rato y, con piadosos ojos, a la necesidad de Apolo mira: que te están esperando mil despojos de otros mil atrevidos, que procuran fértiles campos ser, siendo rastrojos. Como se infiere de estos versos, antes de septiembre de 1614, fecha de la licencia del Viaje del Parnaso, Jáuregui estaba traduciendo el De bello civili, y ya había comunicado algunos fragmentos, tal vez en lecturas públicas, o mediante la circulación de copias. Dejó a su muerte preparada para la imprenta, pero sin publicar, La Farsalia completa en castellano, que se conserva en un manuscrito autógrafo, con tachaduras y correcciones. Parece lógico pensar que el afán por una impecable perfección, la severa crítica y también autocrítica, tema horaciano que desarrolla en el Discurso poético, y en uno de sus poemas más personales, la «Silva a un amigo docto y mal contento de sus obras», le impidieron publicar en vida los veinte libros de este poema, adaptación más que traducción de los diez libros de Lucano, y fruto de tan largos desvelos. El prurito de contradecir y de humillar, que animó sus operaciones de «reformador de los poetas de la corte», halló tal vez un respaldo en la voluntad «absolutista» de reformarlo todo que caracterizaba a su poderoso patrón. En él iba unido a su amor por un ideal que no veía realizado ni en los demás ni en sí mismo. En una u otra vertiente de su personalidad, la autoritaria represiva y la idealista apasionada, Góngora fue el mejor estímulo: en el Antídoto contra las ‘Soledades', Juan de Jáuregui toca sin duda la cima de su talento para la sátira literaria; en el Discurso poético, lo más parecido a la explicación de su bello ideal, que expresa casi siempre, como en este caso, en la forma negativa de un rechazo a lo que no consigue, según él, aproximársele. 3. Cronología. Una refinada operación editorial, en un momento clave de la polémica La suma del privilegio del Discurso poético es del 26 de junio de 1624; la fe de erratas, del 8 de septiembre, y la suma de tasa, del 10 de septiembre, lo que quiere decir que para entonces ya estaba el libro listo para venderse y su precio fijado por los «señores del consejo». De estos documentos emanados de la burocracia que controlaba la producción de impresos puede concluirse que el libro llegó a la imprenta a finales de la primavera de 1624, se imprimió durante el verano y se difundió durante el otoño. Además de los ejemplares supervivientes del libro impreso (se han localizado catorce en España y seis en bibliotecas extranjeras) hay al menos un testimonio manuscrito, BNE ms. 3980, que contiene el Discurso emparejado con el Orfeo. Según muestra José Manuel Rico, es un codex descriptus del impreso, o sea una copia directa, sin información adicional. Presenta por lo tanto limitado interés como testimonio textual, y no dice nada sobre cuándo exactamente se redactó el opúsculo. Ciertos indicios sugieren que no transcurrió mucho tiempo entre la redacción y la impresión. El discurso no la emprende con Góngora solo, y menos con un poema suyo en particular, sino que va dirigido contra quienes lo aplauden y lo imitan, bastante numerosos como para poner en peligro la poesía en lengua castellana. Así lo da a entender la dedicatoria al conde de Olivares: «La entereza y buen lustre de nuestra lengua padece en manos de muchos que por no conocerla, no la respetan y creyendo que la enriquecen, la descomponen». De ahí se deduce que las virtudes terapéuticas del «antídoto» contra las Soledades habían sido inoperantes y que la «pestilente poesía» había contaminado a muchos y provocado la temida epidemia. Todo ello concuerda con el plazo de unos diez años entre el Antídoto y la composición del Discurso. Por lo demás Jáuregui había leído durante ese plazo otros documentos de la polémica gongorina. Como lo mostramos en las notas, trae a colación en el Discurso autoridades que podían ser alegadas por los defensores del estilo de Góngora: textos de Aristóteles, de Séneca, de Plinio, de Petronio e incluso de Horacio. A estas autoridades habían recurrido efectivamente para rechazar los ataques a su poeta Manuel Ponce en su Silva a las «Soledades», Díaz de Rivas en sus Discursos apologéticos, Francisco Fernández de Córdoba en su Examen del Antídoto, el autor de la Soledad primera ilustrada y defendida, Colmenares en su respuesta a la censura de Lope en La Filomena, posiblemente el alférez Estrada en ese «Papel» sobre las Soledades y contra Jáuregui que cita Lope en su Anti-Jáuregui y que por desgracia no hemos encontrado. Estos opúsculos se eslabonan a lo largo de unos diez años y se intercalan entre los dos escritos anti-gongorinos de nuestro autor. La cuestión que se plantea, acerca de la cronología, no es tanto la fecha en que fue redactado el Discurso, cuanto la de su precedencia o no, temporal y pragmática, con respecto a otros textos cercanos. Empecemos por su relación con el Orfeo del mismo Jáuregui. Esta fábula mitológica en octavas reales y en cinco libros narra la historia de Orfeo, desde sus bodas con Eurídice hasta su asesinato por las Bacantes, mucho después del trágico fracaso de su intento de rescatar a la amada del reino de los muertos. La segunda bajada a los infiernos le lleva a unirse con Eurídice y a «internarse glorioso» en sus abrazos. La bellísima historia debía en parte su prestigio al relato virgiliano de las Geórgicas, a cuya altura intenta estar el poeta andaluz. El poema se imprimió en volumen aparte pero con una serie de características materiales que lo vinculaban con el Discurso: el mismo taller tipográfico (el madrileño de Juan González), el mismo formato, y fechas muy cercanas del verano de 1624. Contra la costumbre y la ley que estipulaba que todo libro impreso llevara al frente sus propias aprobaciones, las del Discurso «se incluyeron en las del Orfeo» y se refieren a los dos textos. No hay aprobaciones en el volumen del Discurso poético y estas son sustituidas por una nota, entre la “Suma de Privilegio” y la dedicatoria, que reza: “Las aprobaciones de este libro se incluyeron en las del Orfeo, que imprimió el mismo autor”. Algunos ejemplares conservados del texto teórico en prosa fueron encuadernados con ejemplares del Orfeo. Jáuregui planeó, por consiguiente, una publicación del Orfeo y del Discurso que no los confundiera en una obra varia y mezclada como lo eran la Filomena (1621) y la Circe (1624) de Lope de Vega. En las páginas de estos libros del Fénix, epístolas en verso y en prosa al modo horaciano o al modo humanista, de temas varios, alternan con multitud de piezas heterogéneas: con fábulas mitológicas –empezando por las que les dan título– que intentan emular el Polifemo, con sonetos amorosos y hasta con novelas. Pertrechado de un mayor sentido de la dignidad de la poesía (tal como él entendía esta dignidad), Jáuregui en cambio no mezcla en la misma publicación un poema acerca del más sublime de los poetas, Orfeo, y una pieza de elocuencia de intención satírica como el Discurso. No es aquí oportuno tratar de demostrarlo, pero el Orfeo es, como opinan cuantos han estudiado la obra de Jáuregui, en todo programáticamente conforme a las exigencias de la altísima poesía que dictamina el Discurso: poema armonioso, erudito, moral, heroico, inspirado y audaz pero de audacia contenida, grave y magistral. No por ello quiere quedarse en mera ilustración de los principios estéticos que defiende la pieza retórica, como un apéndice didáctico. Ni entonces ni más tarde, hace explícita el autor la correlación entre ambos escritos, y tampoco redacta, en forma de prólogo o de otro modo, ningún comentario de su poema destinado a los lectores, dejando la tarea de presentarlo a su amigo Lorenzo Ramírez de Prado. Sólo las coincidencias materiales, de fecha, formato e impresión, sugieren que hay que leerlos conjuntamente. El dispositivo editorial no fuerza una determinada lectura, e intenta dejar a la poesía en su esfera, sagrada y aislada de las contingencias mundanas, como el mismo mitológico Orfeo. Si bien ambos textos llevan dedicatorias de Jáuregui a Olivares, parecidas en su estilo y contenido, estas no se sitúan al mismo nivel. La del Discurso es a un tiempo dedicatoria del texto y del libro impreso que es su soporte material; el Orfeo en cambio lleva dos dedicatorias, la del poeta al conde de Olivares y la de Lorenzo Ramírez de Prado al marqués de Montesclaros. La firmada por Jáuregui y dirigida a don Gaspar de Guzmán se presenta no como dedicatoria del libro que el lector podía adquirir en la tienda de un librero, sino como ofrenda del ausente manuscrito que le fue entregado al conde. No sabemos dónde para o cuándo desapareció este manuscrito, que debía de ser bello y cuidado, obra de un buen copista y calígrafo. En el impreso en cambio, Jáuregui no interviene o hace como si no interviniera y deja la palabra a Ramírez de Prado, que declara haber cuidado de su impresión y la dedica, por su cuenta, al marqués de Montesclaros, uno de los personajes prominentes del gobierno. Esta diferencia de estrategia paratextual entre poema y discurso manifiesta una diferencia de naturaleza y de rango entre la oratoria, que debe ser abierta y popular como quiere Cicerón en textos citados en el Discurso, y la poesía, reservada y recóndita. Un orador habla al pueblo, con ánimo de instruirle, agradarle y conmoverle, y su elocuencia ha cumplido su más alta misión cuando ha arrastrado a la multitud. Un poeta digno de este nombre canta para los oídos de los dioses y de los príncipes, y a estos últimos les ofrece manuscritos. Si sus amigos quieren publicar sus poemas, juzgando que hay en ellos motivos de admiración «para las otras naciones y singular honor de la nuestra», como escribe Ramírez de Prado al marqués de Montesclaros, tanto mejor. Dan testimonio con ello de la bondad de una obra que, como todo lo bueno, debe comunicarse a tantos como sea posible. El poeta, amigo de la soledad y de las musas, no debe inmiscuirse en ese proceso. Todo fue, pues, cuidadosamente preparado en esta operación editorial. Parece probable que Jáuregui pensara de entrada en ambos textos: en el Orfeo, que debía ser una lección práctica para quienes ensalzaban o imitaban a Góngora, y en el Discurso, lección teórica. Muy verosímil, que su preparación llevara algún tiempo, tal vez un par de años. El Orfeo, obra de más empeño y que debió de corregir afanosamente, pudo tener una gestación más larga y fue publicada, por los motivos indicados, en dos fases: como impreso, en el otoño de 1624, y, como manuscrito, algún tiempo antes. Esa anticipación del manuscrito podría explicar que el Orfeo en lengua castellana, de Juan Pérez de Montalbán, que se presenta como réplica polémica al de Jáuregui, fuera impreso en ese mismo verano de 1624 también en Madrid, en el taller tipográfico de la viuda de Alonso Marín. Sus aprobaciones, firmadas por fray Lucas Montoya y por Lope de Vega, son, respectivamente del 13 y del 21 de agosto, y la tasa del 3 de septiembre. Lleva un prólogo en forma de epístola de Lope de Vega Carpio «Al licenciado Juan Pérez de Montalbán», elogiando el poema que muchos, entonces y ahora, sospecharon obra del mismo Lope. Las dos aprobaciones y el prólogo se pronuncian contra «estos señores que llaman cultos» y cuya lengua no es el castellano, sino una «tercera lengua». Pero Lope tiene buen cuidado de no confundir a Góngora, de quien siempre se proclama devoto, con sus imitadores, cuyos «poemas cultos», peores que la ridícula quimera que describe Horacio en los primeros versos del Ars poetica, se parecen a los monstruos que se pintan, anunciando calamidades, en relaciones de sucesos o en pronósticos y almanaques. Antes que yo supiese el intento que llevaban los cultos, me desagradaba sumamente la imitación de su primero inventor, cuyo milagroso ingenio siempre he respetado, porque, pareciéndoles que le parecían, han hecho tales monstros, que trayendo estos días un pez retratado con rostro humano y las demás partes compuestas de arcabuces, flechas, espadas y tiaras, hubo quien dijo que no se desvelasen en su pronóstico, que era Poema culto; pero después que entendí que pretendían que tuviese cada provincia diferente lengua, me he sosegado, porque quieren que, como Cataluña, Valencia, Galicia y Vizcaya tienen lengua diferente de la castellana, también la tenga el Andalucía, el Reino de Granada, la Mancha y las Indias. Los imitadores de Góngora combaten a favor de Babel y quieren disolver la unidad del castellano en una multitud de lenguas, pero los peores son los hipócritas que reprenden «en los otros lo que ellos mismos hacen, censurando por desatinos en los libros ajenos lo que en los suyos veneran por oráculo; pero no es mucho que no se conozcan, si andan a oscuras». La alusión lanzó el lema dominante de la campaña de sátiras contra Jáuregui: el divorcio entre lo que enseñaba y lo que practicaba, tópico machacón distintivo de este episodio de las guerras del Parnaso español en la era gongorina. Empero no fue el Orfeo, o no por sí solo, el desencadenante de las hostilidades. Lope de Vega, a estas alturas de su vida, no era hombre agresivo cuando no le buscaban y sus ataques fueron a menudo defensas o retorsiones, incluso contra Góngora. Él aspiraba a ser un Apolo rodeado por el coro unánime del mayor número de amigos y admiradores, escribieran como escribieran y con tal de que no escribieran contra él. Luchaba por hacerse perdonar su inmenso talento, su ambición omnímoda y su extraordinaria fecundidad con gestos amistosos y delicados y elegantes elogios, como los que había dispensado al mismo Jáuregui en tres textos impresos: las fiestas por la beatificación de San Isidro (1620), la epístola octava de La Filomena (1621) dirigida a Francisco de Rioja (v. 196-197) y las fiestas por la canonización de san Isidro (1622). Por ello el idioma latinizante, el «latín andaluz», muy relativo, del Orfeo, no hubiera bastado para que abriera un nuevo frente polémico, cuando ya tenía suficientes enemigos, demasiadas malas lenguas dispuestas a ensañarse con él y demasiados flancos descubiertos en sus enredos amorosos, sus hijos, hijas y deudas, teniendo en cuenta además que Jáuregui, como poeta, no podía ser un rival que le hiciera sombra. Más que por irritación ante el Orfeo, el Orfeo en lengua castellana fue esgrimido como represalia contra el autor del Discurso. En la pequeña guerra entre Lope y Jáuregui que se desencadenó desde 1624 a partir de las publicaciones concomitantes de los dos Orfeos y del Discurso, y cuyas piezas de artillería más pesada fueron, al final de ese año o en el siguiente, la Carta del licenciado Claros de la Plaza al Maestro Lisarte de la Llana (de Jáuregui) y el Anti-Jáuregui del Licenciado D. Luis de la Carrera (de Lope de Vega), Jáuregui abrió las hostilidades, en réplica desproporcionada a las alusiones malévolas del Orfeo en lengua castellana. Pero ya antes de sufrir los arañazos del prólogo de este libro, el sevillano había tomado la iniciativa de la agresión. El Discurso poético, al mismo tiempo que dispara contra Góngora y contra quienes lo seguían, apellidados los «modernos», lanza un desafío al Fénix. Con una soberbia muy de aquel siglo (al estilo de los guerreros de la epopeya de Tasso, Tancredi o Argante), proclama Jáuregui que en el combate contra el gongorismo él es el único campeón cualificado, que no quiere mezclarse con el vulgo de los poetas capitaneados por un poeta para el vulgo, movidos con buenas intenciones pero indoctos e ineptos: «Y si algunos han salido a reñir esta demasía, ya que el celo sea razonable, no basta él solo para conseguir las empresas». Por ello el sevillano hace bando aparte y afirma desde el exordio, y ya en la dedicatoria a Olivares, que los que han retado a los modernos sin tener los requisitos necesarios han hecho obra inútil y tal vez más nociva que la de sus adversarios. Reitera estas expresiones de desdén en otros momentos del opúsculo. Todo ello le atrae inevitablemente el enfado de muchos y para empezar de Lope de Vega, que sin embargo se contenta con un ataque moderado y no nominal, apadrinando el Orfeo en lengua castellana. Solo después de las burlas de Jáuregui contra la obra de la que Lope estaba sin duda más orgulloso, la Jerusalén conquistada, se decidirá a empuñar contra él su pluma más cáustica (pero que nunca deja de ser cándida, como escribe Artigas), en ese Anti-Jáuregui que firma con el seudónimo de D. Luis de la Carrera, una más de las transparentes máscaras que tanto gusta de usar, como hombre de teatro por naturaleza y por hábito. «D. Luis de la Carrera» firma también una epístola que sirve de prólogo a Triunfos divinos, lo que tiene la virtud de darle más consistencia a ese fantasmal personaje. El seudónimo permite a Lope de Vega elogiarse a sí mismo sin pudor, y defenderse con más libertad y autoridad de las «calumnias» de adversarios no precisados, que en este caso encubren la identidad de Jáuregui. Por su parte, el Discurso poético, en su vertiente de recusación de Lope de Vega como no cualificado para emprender la guerra anti-gongorina, parece tener en cuenta la carta «a un señor de estos reinos» sobre la nueva poesía. Escribe en efecto Jáuregui: División la del nombre y el adjetivo que en nuestro lenguaje casi siempre desagrada al oído. Contra ella vi escrito mucho por algún autor enojado. Y, siendo lo principal que impugnaba, era sin duda lo que menos entendía. Acuérdome que trae por ejemplos de esta violencia versos que en ninguna manera la comprehenden. Y es que quien los alega reprueba confusamente la travesura, ignorando su distinción. Este «autor enojado», que criticaba con poca competencia la «división» de nombre y adjetivo, única forma de hipérbaton que Jáuregui considera, debe de ser Lope de Vega, quien, reprobando el abuso del hipérbaton en la «nueva poesía», escribía lo siguiente: El ejemplo para todo esto sea la trasposición –o trasportamento, como los italianos le llaman, que todo es uno– pues ésta es la más culpada en este nuevo género de poesía, la cual no hay poeta que no la haya usado, pero no familiarmente ni asiéndose todos los versos unos a otros en ella, con que le sucede la fealdad y oscuridad que decimos; si bien es más fácil manera de componer, pues pasa el consonante, y aun la razón, donde quiere el dueño, por falta de trabajo para ablandarla y seguirla con lisura y facilidad. Juan de Mena dijo: «A la moderna volviéndome rueda», «Divina me puedes llamar providencia»; Boscán: «Aquel de amor tan poderoso engaño»; Garcilaso: «Una extraña y no vista al mundo idea». Y Hernando de Herrera, que casi nunca usó de esta figura, en la Elegía tercera: «Y le digo: señora dulce mía». Y el insigne poeta por quien habló Virgilio en lengua castellana, en la traducción del Parto de la Virgen del Sannazaro: «Tú sola conducir, diva María»; y así los italianos, de que serían impertinentes los ejemplos. Esto, como digo, es dulcísimo usado con templanza y con hermosura del verso, no diciendo: «En los de muros», etc., porque casi parece al poeta que refiere Patón en su Elocuencia cuando dijo: ‘Elegante hablastes mente», figura viciosa que él allí llama cacosíndeton. El texto al que pertenecen estas líneas se había publicado en La Circe, que acabó de imprimirse a finales de 1623 aunque lleva en su portada la fecha del año siguiente. Parece que Lope lo tenía entre sus papeles desde hacía más de un año, pero nada indica que lo hiciera circular. Concluyamos que el Discurso debió de ser escrito no mucho antes de entregarse a la imprenta, en los primeros meses de 1624, cuando posiblemente el Orfeo llevara algún tiempo redactado y entregado al Conde-Duque. Otra cosa es que muchos materiales, ideas y autoridades citadas, y la estructura del conjunto fuesen preparados con anterioridad, tal vez a partir de la publicación de La Filomena (1621), primer documento dado a la imprenta que censura expresamente a Góngora como maestro de la «nueva poesía». La historia, pues, es más o menos la siguiente. Jáuregui compuso, en el Antídoto (1614), la primera descalificación argumentada y vigorosa de las Soledades, tirando la piedra y no escondiendo mucho la mano. El texto circuló con rapidez, hizo reír y rabiar, suscitó adhesiones y repulsas y tuvo el honor de respuestas tan elaboradas como el Examen del antídoto del Abad de Rute. Pocos años después, en las dos justas en honor a san Isidro de 1620 y 1622 pagadas por el ayuntamiento de Madrid y presididas por Lope, en la «Carta a un señor de estos reinos en censura de la nueva poesía» incluida en La Filomena (1621) y en otros textos dispersos, Lope de Vega se presentó públicamente como portavoz del bando anti-gongorino, robando protagonismo a Jáuregui, a quien alistaba en sus filas, en un puesto de honor pero similar al de otros muchos. El poeta sevillano concibió entonces la doble operación del Orfeo y del Discurso, destinada a mostrar que la empresa de refutador y de superador de Góngora estaba guardada sólo para él. Lo hizo por vanidad pero también sin duda por convicción: por entender que los argumentos de Lope y sus amigos eran vulgares e ineficaces. Lo hizo como un hombre aislado, un campeón solitario o caballero andante que no se confundía con el tropel de los gozques anti-gongorinos, lo que daba mayor nobleza a su gesto. Lo hizo porque podía permitírselo, porque estaba seguro de la benevolencia del hombre más poderoso de España, y del beneplácito o la neutralidad de algunos que aborrecían a Góngora, o a quienes molestaba la gesticulación de Lope de Vega, o que admiraban la sabiduría de Jáuregui y la elegancia de sus razonamientos. Sin necesitar salir ruidosamente a la palestra, lo apoyaron el padre Jerónimo de Florencia, citado en la conclusión del Discurso, Lorenzo Ramírez de Prado, que lo apadrinaba, y Luis Tribaldos de Toledo, que alabaría a Jáuregui en un texto algo posterior comparando su Discurso poético nada menos que con los tratados de Longino y Dionisio de Halicarnaso: los tres, gente de influencia y cercanos al Conde-Duque. Francisco Sánchez de Villanueva, teólogo y predicador respetado, que firma una de las aprobaciones comunes al Orfeo y al Discurso, es otro ejemplo de adhesión ante la iniciativa; el segundo censor, José de Valdivielso, un ejemplo de neutralidad, que este ferviente poeta sacro, amigo desde antiguo de Lope, pudo encontrar incómoda. Tal vez fuera él quien comunicara el Discurso a Lope y le advirtiera del trato despectivo que Jáuregui le dispensaba; de un modo u otro, el texto, bastante breve, fue copiado y llegó a manos del Fénix. La rapidez fulgurante de Lope de Vega explica que pudiera escribir el Orfeo en lengua castellana a tiempo para sacarlo en los mismos días en que salía a luz el Discurso; pero no se puede descartar que el poema estuviera ya escrito por él mismo o por Pérez de Montalbán y que darle, mediante el título y los preliminares, el aire de una réplica a Jáuregui, fuera una genial idea surgida en el último instante. El asunto prueba que los papeles polémicos despertaban notable revuelo y más sin duda si se destinaban a la impresión; que, en este caso, ya antes de imprimirse, provocaban inquietud y curiosidad, y andaban por «los bufetes de los señores», como escribe Lope en el Anti-Jáuregui, divirtiendo extraordinariamente a sus señorías, altezas y excelencias con las trifulcas de sus gladiadores-literatos. 4. Estructura El Discurso poético ostenta su cuidada composición, en todo conforme a los cánones de la oratio retórica, con una división en seis capítulos. Cada capítulo concluye con una recapitulación y peroración. El escrito comienza con un exordio, seguido de una propositio, y de una divisio. El exordio expone la cuestión y procura suscitar, según era preceptivo, atención, docilidad y benevolencia. «La extrañeza y confusión de los versos, en estos años introducida», despierta «queja universal», y por otro lado, algunos, que desconfían de su propio juicio, llegan a preguntarse si «este modo de escribir» no será de alguna manera acertado, si no esconderá «misterios de ingenio». La cuestión así planteada apela a la atención del lector porque, vacilando en condenar lo que merece ser condenado, estos individuos modestos y tímidos agravan el riesgo de que se imponga definitivamente la manera nueva de hacer poesía, dura, escabrosa y confusa. El lector adoptará por otra parte una actitud dócil, o sea, se dispondrá a dejarse enseñar, puesto que el autor se ofrece a disipar la perplejidad de los que se preguntan cómo tamaño error pudo atraer a «los nuestros». Por último, el autor procura el bien de la patria, y se propone no «culpar a ningún autor, ni obra ninguna señalada». El ethos de un censor servicial y cortés, que lejos de infamar a los culpables, procura su enmienda, debe por fuerza despertar simpatía. El texto finge apelar a esta lectura ingenua, pero tiene naturalmente su trastienda: bajo esas nobles intenciones se trasluce cierto espíritu burlón y una soberbia no tan disimulada. Con lo que el lector puede, en verdad, sentir menos benevolencia que admiración por el ingenio empleado en estas maniobras retóricas y deseo de saber qué va a sacar del sombrero un autor tan pagado de sí mismo y tan exigente con los demás. Enuncia este a continuación lo que llama «la suma de mi persuasión», es decir, la tesis que se propone defender: el desorden «de algunos escritos» no consiste en la finalidad loable de «grandeza» y «bizarría» que persiguen los «autores», sino en los medios errados que escogen, por lo que alcanzan efectos «vituperables» y «dañosos a nuestra lengua y patria». Los puntos en que dividirá el desarrollo y prueba de esta tesis, inmediatamente anunciados, son los siguientes: 1. Las causas del desorden, y su definición  2. Los engañosos medios con que se yerra 3. La molesta frecuencia de novedades 4. El vicio de la desigualdad, y sus engaños 5. Los daños que resultan, y por qué modos 6. La oscuridad, y sus distinciones Los seis puntos se engarzan lógicamente. Los dos primeros explicitan la tesis declarando que el origen del error censurado reside en un propósito demasiado ambicioso y para el que se adoptan medios inadecuados. Los puntos tercero y cuarto analizan los dos principales defectos que se observan en las poesías incriminadas: la monotonía y la falta de regularidad y corrección; y muestran que son el resultado de la desproporción antes expuesta entre fines y medios. El quinto diserta sobre las consecuencias calamitosas de esos defectos: pobreza de pensamiento y degeneración del idioma. El sexto y último trata de la recepción de la poesía y del tipo de lector y de lectura que requiere, definiendo una tercera vía entre la de los gongorinos y la de los llanos seguidores de Lope de Vega. 1. La cacocelía, pecado capital de los «modernos» En lo que toca al primer punto, establece Jáuregui «las causas» y la «definición» del presunto desorden. Le sirve de lema y le servirá de leitmotiv una sentencia de Horacio que declara que los poetas yerran a menudo persiguiendo un bien aparente: «decipimur specie recti», ‘nos engaña un espejismo de perfección'. El bien que seduce a los poetas impugnados es la grandeza de la locución: «se pierden por lo más remontado, aspiran con brío a lo supremo». Aspiran a un estilo magnífico y sublime pero sólo consiguen «desaires frívolos». Muchos autores han denunciado este desdichado error: Aulo Gelio, el «autor a Herennio», Demetrio y Quintiliano. De lo que se deduce que es tan viejo como la literatura, aunque por otra parte Jáuregui lo denuncie como «moderno», dando un grito de alarma contra su presencia reciente e invasora. Desde la Antigüedad se dispone de etiquetas para este vicio por exceso: se llama «frialdad», según Demetrio; «hinchazón», según Quintiliano y otros; o, mejor aún, «cacocelía». Este término, de capital importancia en el Discurso poético, basa su definición en una referencia plural a Luciano, Séneca el Rétor, Quintiliano y Escalígero: «Significa la voz cacocelía un mal celo y vituperable por demasiado, una afectación y vehemencia por adelantar nuestras fuerzas y pasar a imposibles, perdiéndonos en la pretensión». El problema aquí, y en realidad en toda su argumentación, es que Jáuregui no puede probar su afirmación citando ejemplos de esos «desaires frívolos» en que incurren los poetas que censura, puesto que se ha comprometido a no nombrar a nadie y a no señalar ninguna obra. Quienes leyeron el Discurso poético, entonces y después, entendieron que se refería a Góngora y a sus imitadores. Lo entendieron así por diversos indicios pero principalmente porque los motivos de censura más originales (y muchos argumentos y citas de autoridad) son comunes al Discurso, tan morigerado y elegante, y al insultante Antídoto contra la pestilente poesía de las ‘Soledades'. Por otra parte, silenciar la identidad de los «culpados» puede ser un argumento por preterición. Puesto que, cuando hablo de frialdad, cacocelía y desaires frívolos, no hace falta dejar claro contra quién escribo -parece decir Jáuregui- y ni siquiera necesito sacar a la vergüenza tales o cuales versos, pues nadie puede llamarse a engaño: tan evidente es que Góngora y sus secuaces son fríos, cacocelos, frívolos y desairados. Buscando medios de amplificación de esta idea central de su primer capítulo, Jáuregui recurre (como lo hará repetidas veces más adelante) a la refutatio, la refutación de los argumentos efectivos o posibles de los adversarios. Discurre, pues, que podría oponérsele la autoridad de Séneca en el De tranquillitate animi. Se lee al final de este opúsculo que nadie puede «hablar cosas grandes», sin tener «conmovida la mente». Hay que atreverse, salir de sí, dejarse arrebatar, dejarse poseer por un dios, enfurecerse, y, con los ojos de la razón cerrados, seguir un «sagrado instinto» que es una razón superior y sobrehumana. No caben por lo tanto para los poetas que aspiran a algo más que la mediocridad las medidas tímidas de la cautela y la modestia. La contradicción es patente entre esta máxima y la promulgada por Jáuregui, que veda la «afectación y vehemencia por adelantar nuestras fuerzas y pasar a imposibles». Ahora bien, Jáuregui pretende dejar en pie las dos afirmaciones, con un esfuerzo de concordia oppositorum que es característico de su discurso y le confiere su brillantez: es cierto que conviene el exceso, pero solo en quien emplee su «ardimiento» en «conceptos sublimes y arcanos», esforzándose por pensar cosas altas y arduas, y no solo poniendo la mira en «palabras» vacías, aunque su extrañeza sugiera misterio y sublimidad. Asoma aquí el tema, que recorre todo el texto, de que los poetas incriminados no tienen alma ni meollo y que su poesía no es más que vana palabrería. Por lo demás el que se arroja a la aventura del furor y del éxtasis debe ser un escogido por su fuerza de ingenio, un disciplinado por «estudios copiosos», un virtuoso dotado de «artificio y prudencia admirable». En suma el fuego sagrado de la inspiración no es para todos: muchos son los llamados pero pocos los escogidos y no están entre ellos los gongorinos. Un segundo medio de amplificatio procede de unos símiles sacados del deporte que pretenden hacer ver (poner ante los ojos, utilizando la enargeia como argumento) cómo el violento esfuerzo, aplicado con poca destreza, se queda corto y deja desairado (en ridículo, diríamos hoy) al que presume de su capacidad. Así un jugador de barra cuando desbarra, un luchador cuando su propio peso lo desequilibra, un corredor cuando cae cerca de la meta: quien intenta por encima de su talento y arte, quien quiere dar de sí más de lo que buenamente puede dar, no se sobrepasa a sí mismo, sino que se despeña, no se queda en lo mediano, sino que cae en lo ínfimo. La moral de la templanza es pues violada por los aludidos poetas. Esta moral no es universal pero sí es la que les corresponde a quienes, como ellos, carecen de grandeza de espíritu. Por ello, pretendiendo ser grandes, sólo consiguen hincharse de viento hasta estallar como pompas de jabón, o como la famosa rana de la fábula. Estos temas, procedentes de la retórica helenística, pueden hallarse en Hermógenes y en el seudo-Longino (como tales los había invocado Pedro de Valencia en su carta, aunque no aplicándolos del mismo modo). Jáuregui por su parte los encuentra en Demetrio, el autor del Sobre el estilo, y en los latinos, especialmente en Quintiliano. 2. Palabras «peregrinas», metáforas, transposiciones Amplificar no es probar, aunque sí confiere a las ideas cierta verosimilitud. Si la ambición de los poetas censurados es loable, no basta con decir que esta ambición los extravía porque son nativa e incurablemente mediocres, lo que equivale a decir, tautológicamente, que estos poetas son malos porque son malos. El argumento parece caprichoso o más bien atrabiliario; además, siempre podría surgir entre ellos un gran ingenio que rescatase al grupo. De ahí la necesidad para el censor de explicar que son malos porque cometen un error (en teoría al menos, rectificable, cuestión de falta de arte y no de falta de ingenio nativo). Puesto que el error no consiste en el fin, forzosamente está en los medios: por ello el capítulo se titula: «Los engañosos medios con que se yerra». Aquí entramos en una contradicción invisible para el autor, y que puede pasar desapercibida para el lector. Los «medios» son engañosos, porque estos poetas «modernos» sólo ponen su cuidado en las palabras, no buscan «altos» y «maravillosos conceptos», o lo que es lo mismo, no tienen nada nuevo o importante que decir. Suplen esa carencia con medios verbales: un vocabulario fuera de lo común con muchas palabras «peregrinas», o sea extranjeras; un caudal inmenso de figuras y tropos; hipérbatos constantes. Buscan, pues, la grandeza en estos medios que, por tocar al lenguaje, son engañosos por definición, lo que implica que solo una ilusión o espejismo de grandeza puede lograrse con «lo inferior y vacío de las palabras, con que solo se enfurecen algunos». Sin embargo, es evidente para el mismo Jáuregui que estos medios son precisamente el caudal de la poesía: por ellos se distingue al poeta del que no lo es, del filósofo e incluso del más elocuente orador. Reprocharles su uso a los gongorinos es, por consiguiente, insostenible. Jáuregui no tiene en efecto, en este discurso, nada de aristotélico: en ningún momento moviliza la idea nuclear de la Poética de que lo importante en poesía es la fábula, la ficción, el μυθός. La poesía es para él una cuestión de dicción o, lo que es lo mismo, de estilo. De ahí que el verdadero reproche sea el abuso o mal uso de los medios verbales. Los poetas contra quienes habla no «se pierden» por poner demasiado cuidado en las palabras, como él mismo sugiere al principio y repetirá en varias ocasiones; sino por no poner suficiente cuidado, por no acertar en su manejo de los medios estilísticos. Esta idea ocupa la mayor parte de este segundo capítulo, que pretende averiguar ciertas reglas del «estilo poético». Uno de los errores de que culpa a los que llama «nuestros poetas» es el «aborrecimiento de las palabras comunes». Y sin embargo, muchas autoridades (Petronio, por ejemplo, o Aristóteles) certifican que deben evitarse las palabras vulgares, las de todos conocidas y manejadas. Otras autoridades en cambio (César, citado por Aulo Gelio) reprueban toda licencia con el idioma, y aconsejan que se huyan «las palabras inauditas e insólitas». ¿A qué carta quedarse entonces? Pues bien, las innovaciones léxicas, las palabras «peregrinas», extrañas pero dotadas de especial encanto y prestigio por esta misma extrañeza, son necesarias en poesía. Pero deben observar ciertas condiciones: no deben frecuentarse demasiado, como ilustra el corto número de palabras extranjeras en Virgilio (según Macrobio). Se autorizan y recomiendan los préstamos léxicos, si las palabras «peregrinas» no lo son demasiado. No son demasiado extranjeras las palabras introducidas por el poeta si proceden de una lengua cercana: otro dialecto del mismo idioma, o un idioma pariente del suyo, como el latín para el poeta castellano. Por lo demás deben pertenecer, en el territorio del que proceden, al vocabulario más corriente: introducir una palabra insólita en castellano por ser griega se vuelve intolerable si es además de suma rareza en griego, lo que hace de ella una palabra doblemente extranjera. Se debe introducir la nueva palabra con cuidado, en un contexto que permita deducir su significado ignoto de las palabras conocidas que la rodean. Por último el neologismo debe tener «lustre y gravedad», lo que, según Jáuregui, no depende de la etimología, ni siquiera del significado, sino de la belleza del sonido, máxima autorizada por Teofrasto citado por Demetrio, autor que es la fuente principal de esta parte del discurso. Estas advertencias expuestas con agilidad muestran el error de «nuestros poetas» que las ignoran o las infringen: por falta de juicio eligen las palabras más «desapacibles» y «broncas»; y por falta de artificio omiten las precauciones con que deben introducirse las novedades léxicas. Hay que creer a Jáuregui sin pruebas, puesto que se ha vedado a sí mismo alegar ningún ejemplo. Sus lectores, irritados por tanta suficiencia, irán a espigar en el Orfeo neologismos desdichados y de feo sonido, «voces» que dan horror, según el soneto atribuido a Góngora: «Es el Orfeo del señor don Juan/ el primero, porque hay otro segundo./ Espantado han sus números al mundo/ por el horror que algunas voces dan». Particularmente disgustó «palude», palabra varias veces repetida en el poema, que se refiere a la laguna infernal. En este soneto satírico el último verso se cierra con esa palabra, lo que subraya su timbre oscuro y su extravagancia, sin duda acrecentada por lo que evoca de pantanoso y cenagoso: Bien, pues, su Orfeo que trilingüe canta, pilló su esposa, puesto que no pueda miralla, en cuanto otra región no mude. Él volvió la cabeza, ella, la planta; la trova se acabó, y el autor queda cisne gentil de la infernal palude. Para Lope no cabía duda de que este soneto era del gran don Luis y como suyo lo cita con aplauso en su Anti-Jáuregui, donde se burla de los «chistes» de su contrincante. Por «chistes» entiende palabras de sonido ingrato como palude, morbo, Dite y Pluto, cada una de ellas varias veces usada en el Orfeo: «palude» sería un insulto para el presidente Laguna; «morbo» rima con «torvo» y con «sorbo»; para «Pluto» no faltan rimas como «oxteputo», «langaruto» y «çambacañuto», y en cuanto a «Dite»: «no le tiente el diablo de poner alguna cosa mala que para Dite ahí tiene chite y escondite y el conde de Belchite». Estas burlas certifican que una palabra suena mal en poesía cuando no se le encuentran rimas (lo que prueba que es ajena a las combinaciones fónicas privilegiadas por la lengua), o cuando rima con palabras malsonantes por vulgares o por estrafalarias. Después de haber disparado contra el vocabulario gongorino tirando, sin darse cuenta, piedras contra su propio tejado, pasa Jáuregui a otro presunto error estilístico: el exceso de tropos, que se amontonan ocultando «el cuerpo de la oración» y, de modo concomitante, lo forzado y extravagante de las metáforas. Tales alegaciones no brillan por su originalidad. Sin embargo Jáuregui introduce un interesante ejemplo personal y cita un hermoso texto del Arte poética de Vida, cuyo libro tercero está presente a lo largo de todo el Discurso. Acerca del hipérbaton, repite lo dicho en el Antídoto: esta figura, que equivale para él a la separación del sustantivo y del adjetivo, solo puede admitirse cuando el sustantivo se encuentra en primera posición. Una retahíla de versos de Garcilaso ilustra la «suavidad» de este tipo de licencia sintáctica. Pasando a ejemplos artificiales de su propia cosecha, Jáuregui observa que se dice con toda naturalidad, hasta en «prosa humilde»: «Pocos tienen caudal de letras suficiente, para obras de poesía tan difíciles». En cambio es «ofensible» decir: «suficiente de letras caudal, para tan difíciles de poesía obras». Ignorando tan precisa distinción, de cuyo descubrimiento está orgulloso nuestro autor, los poetas modernos multiplican este segundo tipo de transposición. En el Antídoto, había citado el fragmento de la Soledad primera: «sordo engendran gusano» donde el adjetivo antepuesto está separado del nombre por un verbo. Ciertamente, hubiera podido citar otros muchos, puesto que el fenómeno es, en efecto, frecuente en Góngora. Concluye el capítulo censurando en los poetas «modernos» la vanidad inepta de querer distinguirse y ser admirados por su violación constante de las reglas del buen lenguaje. Como también aquí se echan de menos los ejemplos, recurre Jáuregui a un desplazamiento y trae a colación un diálogo de Luciano, el Lexífanes (que será utilizado más tarde, con un propósito similar, por González de Salas, en la Idea de la tragedia antigua). Esta brillante obrita pone en escena a un cómico monigote, un tal Lexífanes, que hace ininteligible un sencillo relato usando constantemente palabras anticuadas o nunca vistas. Lexífanes dialoga con un hombre recto y juicioso que diagnostica su hábito verbal como hidropesía y que trae a un médico para purgarle de las palabras malsanas de que está infectado. Todo el final del capítulo convierte a este personajillo en alegoría de los poetas censurados. Termina con un brillante concepto por semejanza: la enfermedad de los gongorinos es una hidropesía que les viene de su sed ardiente de distinción; para apagar su sed insaciable, «hinchan no sólo los vientres, sino las venas poéticas», con lo que sus mismas palabras adolecen de una malsana hinchazón. Repletas de viento, abruman con su extrañeza y defraudan con su vacuidad. 3. La profusión y el hastío En el tercer capítulo y en el cuarto, Jáuregui desarrolla dos reproches más originales, que ya desempeñaban un papel importante en el Antídoto. Los poetas que censura son culpables de repetir los hallazgos expresivos que podrían agradar en un primer momento. Tienen en suma un vocabulario pobre y monótono, por lo que sirven sus excentricidades con demasiada frecuencia hasta empalagar y hastiar (por ello se titula el capítulo: «La molesta frecuencia de novedades»). Son por otra parte culpables de desigualdad, es decir de violentos contrastes entre lo grande y lo pequeño, lo extraordinario y lo pedestre, lo rebuscado y lo trivial. Manirrotos cuando gastan sin tasa «algunas novedades bizarras y atrevimientos dichosos», no tardan en devaluar esa moneda, permitiendo que lo nuevo se haga pronto viejo y saciando con lo que al principio picaba el gusto. Habiendo, pues, hundido su caudal en la inflación y vaciado su caja de sorpresas, no tienen más remedio que caer en lo vulgar, hundiéndose en el precipicio de la más descarada plebeyez. En el Antídoto, el reproche dirigido a Góngora de reiterar con demasiada frecuencia los modos «nuevos» y «galanes» que acaso había encontrado, se ilustraba mostrando la reiteración de ciertos cultismos como «errante», o «prolijo», o la insistencia en el uso «con extrañeza» de verbos tan corrientes como «dar». Puesto que en el Discurso el recurso de la ejemplificación le está vedado, recurre Jáuregui a un desplazamiento hacia polémicas y sátiras literarias de la Roma imperial. Echa mano de una epístola de Séneca (Cartas a Lucilio, 114), dura sátira de un estilo afectado en el que el moralista ve una señal de la corrupción moral de su época. No se trata sin embargo del mismo tipo de afectación que el que ridiculizará más tarde Luciano en el ámbito griego: Lexífanes usa palabras presuntamente áticas, en virtud de un purismo arcaizante llevado al extremo; en realidad, están estas palabras completamente en desuso y hay que irlas a buscar en los desvanes más olvidados de la lengua. Los individuos de que se burla Séneca, como Mecenas, son más sofisticados: no es el vocabulario como tal sino los extraños empleos de palabras corrientes los que llevan la marca del esfuerzo, de la elegancia exhibicionista. Cuando esta afectación se vuelve moda, muchas cabezas débiles la imitan, y estos imitadores repiten incansablemente los amaneramientos de su ídolo hasta que los lectores sensibles, empalagados y ahítos, los vomiten. Séneca lo ilustra con ejemplos del historiador Arruncio, admirador fanático de Salustio. No pudiendo citar a Góngora y a los gongorinos, Jáuregui los sustituye por Salustio y sus secuaces, con sus llamativas particularidades estilísticas. Sin embargo, la operación es algo incómoda, puesto que Jáuregui admira a Salustio y no desea equiparar a Góngora con un clásico tan respetable. Desviando la mirada del lector de este problema, se arroja a una generalización casi filosófica. Todo lo que se repite en un discurso se desgasta y pierde valor: del mismo modo, en el mundo económico del trato y de los cambios, todo lo que abunda se da barato. Si esto que tanto abunda tiene además por precio originario la elegancia, es decir una rareza escogida, una exquisitez admirable, resulta de su divulgación y multiplicación no sólo un abaratamiento sino un anonadamiento o anulación del valor. Estamos en el terreno en que la estética literaria interfiere con la economía y con la moda: los hallazgos expresivos pueden ser víctimas de su mismo éxito, al convertirse en moneda corriente, en mercancía de masa. Parece que forzamos un poco las cosas al exponerlo así, pero sustancialmente, Jáuregui piensa en estos términos, apoyándose en Quintiliano: cuanto más nobles las novedades de la elocuencia, más pronto sacian: «Nam secretae et extra vulgarem usum positae ideoque magis nobiles, ut novitate aurem excitant, ita copia satiant». Todo cansa, y más que nada lo que causa mayor placer. Y es que de hecho el placer poético está indisolublemente ligado con el vicio, como todo placer y todo lujo. Las figuras no son otra cosa que vicios contra las reglas del lenguaje, y los tropos, atentados a su propiedad. Vemos aquí que Jáuregui, tan conservador y equilibrado en apariencia, puede expresarse de modo radical, como un atormentado puritano. Aunque la idea tiene raíces clásicas, él la lleva hasta extremos inusitados: La común retórica dice corales o claveles a los labios, estrellas a los ojos, flores a las estrellas; quita a las cosas sus nombres y dales otros distantes por traslación; dice roble y abeto en vez de nave; pasa los límites de toda verdad con las hipérboles; aplica a una piedra sentimiento y palabras; trueca y remueve el orden de la oración; oculta con rodeos lo que sencillamente pudiera exprimir; altera la medida de las dicciones, usa las de otra lengua, revoca las de la Antigüedad y alguna vez las inventa. Estas, pues, y las demás figuras de su género, casi todas, no se puede negar que por sí mismas son delitos, son defectos y vicios que impugnan al lenguaje, en cuanto se oponen a su mayor propiedad, tuercen su rectitud y distraen su templanza. Si toda figura es vicio y la poesía no es otra cosa que figura, reinvención y refundación del lenguaje, creación verbal que sólo de refilón hace surgir un pensamiento digno de aprecio, toda poesía es culpa y vicio. Antes de llegar a esa consecuencia para él mismo inaceptable, Jáuregui la evita utilizando una digresión acerca del concepto de curiositas. Según Ramírez de Prado, si curiosus significa en principio «el demasiado diligente en inquirir novedades», el curiosus por excelencia es el versado en artes mágicas. Sin embargo este culpable puede ser feliz en su atrevimiento, como es feliz la culpa (la felix culpa de la teología cristiana) cometida por nuestros primeros padres cuando, infringiendo el mandato divino de no tocar al árbol, dieron ocasión a la Encarnación del Hijo de Dios, de manera que su misma desobediencia, como la de todos los pecadores, se volvió condición de la mayor obra divina. Así es feliz en sus audacias Horacio, a quien Jáuregui llama «el gran Lírico» por antonomasia, y a quien Petronio atribuye una felix curiositas, una demasía o transgresión feliz. No cabe tal felicidad para los gongorinos que prodigan las figuras, o sea los vicios o faltas, y no se cuidan de que de ellas resulten ventajas expresivas suficientes. Las infracciones contra las leyes del latín y del griego, en las obras arcaicas de Ennio y de Lucrecio como en las clásicas de Cicerón, Virgilio y Homero, son manchas que hermosean, disonancias que enriquecen la armonía, sal que da sabor al plato. Con tales metáforas y su inversión en los gongorinos, brillantemente redactada, concluye el capítulo: Pretenden guisar sus poesías sabrosamente y cárganlas sin tiento de sal, con que se torna el sabor en desabrimiento; quieren hermosearlos con lunares y son tantos, que las cubren de manchas y fealdades; quieren mezclar sus falsas, que agracien la armonía de los versos, y falsean tanto el estilo, que es toda su poesía falsedad y los autores –si es lícito decirlo– falsarios. Esta recapitulación con que concluye el capítulo es también una peroratio, llena de afectos y de indignada vehemencia. 4. De lo sublime a lo ridículo Desarrolla ese capítulo el reproche de «desigualdad», correlativo, como se ha visto, de la «molesta frecuencia de novedades». Ambos proceden del sobrado esfuerzo del que hablaba el primer capítulo, de la llamada «cacocelía». Los «nuestros» pretenden no admitir nada en sus poemas que no sea grande y «altivo». Cuando encuentran algo fuera de lo común, lo repiten inmoderadamente; cuando no lo encuentran, exhaustos, habiendo agotado su almacén de trucos, se dejan caer en lo humilde o más bien en lo miserable. Por lo que «vemos en los mejores trechos de sus poesías una desigualdad feísima, una mezcla en extremo disforme de versos rendidos y humildes junto a los más soberbios y temerarios». Recoge aquí Jáuregui una crítica que había dirigido en el Antídoto «a la pestilente poesía de las Soledades», culpable según él de «desigualdad perruna»: porque los más de estos versos de las Soledades no tienen alta armonía y extravagancia de terribles frases y formas tan remotas del lenguaje común; antes, en medio de sus temeridades, se dejan caer infinitas veces con unos modos no sólo ordinarios y humildes, pero muy viles y bajos, y con versos inconstantes y de torpe y desmayado sonido, en cuyo conocimiento no puede haber engaño. Son «rastreros» y «caseros» y «domésticos» modos los que se hallan en los versos siguientes: «Deja el albergue, y sale acompañado/ de quien lo lleva»; «la gente parecía/ que hospedó al forastero»; «servido ya en cecina»; «al sol lo extiende luego». La verdad es que en el gran poema estos versos «domésticos» no pasan de una pequeña minoría pero los citados por Jáuregui bastan para sugerir que las caídas en lo prosaico y lo pedestre son constantes, lo que desacredita totalmente la «alta armonía y extravagancia de terribles frases», como si al poeta se le desprendiera la máscara heroica para revelar al bufón, o como si el soldado fanfarrón huyese de un ratoncillo o de una cabra. Esta maniobra para desautorizar a Góngora no puede reiterarse en el Discurso. Necesita, pues, Jáuregui, una vez más, filosofar o profundizar en los principios, amplificando su tema. Lo hace, al igual que en la sección 1 con la cita de Séneca, rechazando lo que podría oponérsele y que en efecto se había opuesto al Antídoto. Varias autoridades afirman que es preferible la desigualdad a la igualdad en lo mediocre: el que vuela y se arroja tiene derecho a algunas caídas; más vale la peligrosa libertad que el atarse a una prudencia mezquina. Así lo dicen Petronio y Plinio en textos alegados por los defensores de Góngora y que Jáuregui cita y parafrasea. Todo ello no puede negarse, pero sólo si las caídas son pocas: aliquando bonus dormitat Homerus (‘a veces el buen Homero dormita'), sí, pero es deslumbrante cuando está despierto, o sea casi siempre. Lo admirable, como se lee entretejiendo textos de Petronio, Horacio y Plinio, no es la patética tentativa de la hazaña, sino la hazaña ejecutada: el poeta es como un funámbulo, se mantiene en vilo y nos mantiene en vilo, parece que va a caer pero consigue brillantemente mantenerse en equilibrio, se arroja con temeridad pero se salva con maestría. En cambio los «nuestros» van cayendo y levantándose, son «desiguales», ásperos, fatigosos: «Por menos fealdad se tendría una carrera igual, aunque perezosa, que extremarse en partes como águila para ser en otras un torpe escuerzo». Además de dar vuelta a las posibles objeciones y desarrollar brillantemente las metáforas del texto como proeza deportiva, carrera, vuelo, funambulismo, Jáuregui, al final del capítulo, desarrolla una reflexión sobre los motivos últimos de la desigualdad: la falta de constancia, el miedo a la dificultad, la pereza a la hora de corregir. Evocando (muy de refilón) la tópica de la aspereza expresiva del sufrimiento y del desorden pasional, propia de una tradición que va de Ovidio a Garcilaso pasando por Dante y Petrarca, sugiere que los poetas a quienes censura no tienen siquiera esa disculpa y que no por la pasión y el dolor, sino por la incultura y la indisciplina, se explican sus «caídas», sus pasajes flojos y desmañados, sus abruptas salidas de tono. Desoyen los consejos de Horacio y de Escalígero que exigen al escritor incansable vigilancia y espíritu de sacrificio. Más vale desechar cien versos buenos que dejar pasar uno solo que delate tosquedad, antes el silencio que un canto desafinado, antes una «levantada igualdad sin descaecer» que «perderse de vista sobre las cumbres para caer por momentos a la profundidad de los valles». 5. Las consecuencias, destrucción del idioma y de la poesía En el capítulo quinto, escrito con tono grave y vehemente, se explican dos consecuencias nefastas para la nación española de los «engaños» y «desórdenes» descritos en las secciones precedentes. En primer lugar, al concentrarse únicamente en el ornato, en las «peregrinas galas» de que es capaz la expresión verbal, los poetas modernos se olvidan de la sentencia, de los «conceptos y agudezas y sentencias maravillosas», «el valiente ejercicio y más propio de los ingenios de España». Disipan, pues, un imaginario patrimonio nacional de profunda y penetrante agudeza. Sobre este punto, Jáuregui podría estar en deuda con Lope: Cuestión ha sido muchas veces controvertida entre hombres doctos, si los antiguos poetas españoles fueron más excelentes que los modernos, porque de las sentencias, conceptos y agudezas arguyen, que si alcanzaran este género de versos largos, que Garcilaso y Boscán trasladaron de Italia, no fueran menos hábiles en escribirle, que los que ahora le ejercitan, pues nacen en edad que le hallan tan cultivado que primero comienzan por él que por el propio. … Cuando vuelvo los ojos a las agudezas de los poetas españoles antiguos, considero que en este tiempo fueran aquellos ingenios maravillosos …. También a Lope podría pertenecer la segunda idea a que nos referíamos: la representación patética de un idioma traicionado, campo fértil fieramente desgarrado y explotado sin piedad por los poetas que tienen a cargo cultivarlo, de modo que, en expresión de Garcilaso, la tierra que producía flores, «produce agora en cambio estos abrojos». Es lo que repetirá incansablemente el poeta madrileño en los años que le quedan de vida. En la censura de la nueva poesía publicada en La Filomena añade una circunstancia agravante que también hace suya Jáuregui en este punto de su discurso: tamaño insulto al idioma patrio ni siquiera tiene el mérito de la novedad puesto que Juan de Mena ya se hizo culpable, casi dos siglos antes, de violentar la lengua «con infelicidad notable». Este poeta se desacreditó permitiéndose «las más remotas licencias», usando palabras extranjeras, alterando acentos, quitando letras y sílabas a las dicciones y destruyendo la sintaxis «por modos exquisitos y oblicuos». Esta vía sin salida de una latinización a ultranza ya parecía cerrada y olvidada cuando vinieron los modernos a reabrirla, sacando el castellano de sus cauces, e intentando vanamente «infinitas osadías». El olvido de los conceptos y sentencias, tan españoles y tan esenciales en poesía, y por otra parte el atentado a la lengua van unidos, calamitosamente, en los poetas censurados: una vez más y en modo paradójico, el cuidado excesivo de voces y locuciones tiene por corolario la abrogación de las leyes de la lengua: una violación de los límites del idioma, devastado por anárquicas «licencias» que no puede tolerar y por «novedades» que no puede digerir. Estas ideas ya habían sido apuntadas anteriormente en el discurso, pero sí es nuevo el modo de amplificarlas, esencialmente mediante un resumen y paráfrasis de tres diálogos de Luciano: el Lexífanes, el Praeceptor rhetorum (El profesor de retórica) y el Zeuxis. Componiéndolos con destreza, Jáuregui confiere un acento gravemente moral a su censura estética. La vía seguida por los gongorinos es pestífera o pestilente (adjetivo que el Antídoto incluía en su mismo título), en el sentido de que es una enfermedad, y contagiosa, como lo es el vocabulario repleto de arcaísmos y vocablos ignotos de Lexifanes, en el diálogo de Luciano que cita aqui J. por segunda vez. La enfermedad que padece el desdichado sofista, tanto más perniciosa que el paciente no se da cuenta de ella, es fruto del mayor de los vicios, la subversión que subordina las cosas a las palabras, como escribe Jáuregui traduciendo a Luciano (a través del latín): … no preparas primero las sentencias para adornarlas después con las palabras sino al contrario, porque en el punto que hallaste una palabra peregrina, o que engañado la juzgas por selecta, a esa tal palabra procuras después acomodar la sentencia, y te parece gran pérdida no acomodarla en algún lugar, no obstante que no venga a propósito y sea del todo impertinente a lo que se trata. Los partidarios de una poesía que «pone todo su caudal en las palabras» corrompen a los jóvenes proponiéndoles un camino fácil y breve, sembrado de flores, que promete llegar a la opulenta y gloriosa elocuencia, con impostura pronto sancionada por la infamia (tema de El profesor de retórica). Esta poesía vence de modo deshonroso, por medios tan viles y groseros como los elefantes que permitieron a Antíoco vencer a sus enemigos, creando el pánico en sus filas con la aparición inaudita de enormes bestias, que los aplastaban sin combate. Antíoco, lejos de felicitarse, lloró por haber tenido que recurrir a semejante medio; así deberían ser lloradas las victorias de los gongorinos «cuando sólo con palabras horrendas y bastas como elefantes, vencen al vulgo mísero, espantadizo, y le cautivan y rinden» (idea derivada del Zeuxis). Es deshonrosa esta vía como el triunfo de un artista a quien aplauden por lo nuevo y raro, no por lo sólido, bello y sutil de sus invenciones (también idea extraída del Zeuxis). Es, por último (y la metáfora subyace a toda esta sección del discurso), pestilente como la «pestífera herejía» puesto que inculca falsos dogmas que seducen por la licencia que prometen a sus adeptos en otros términos, por la abrogación de todas las leyes (de la lógica, de la gramática, de la armonía). 6. ¿Para quiénes se escribe la poesía? Matices del elitismo El capítulo, titulado «La oscuridad y sus distinciones», empieza recordando el principio de que la oscuridad es vicio, entre todos «el menos sufrible», por la «tristeza y molestia que a todos resulta de él». Y, sin embargo, esta sexta y última sección del texto se dedicará menos a aborrecer la oscuridad, cosa demasiado fácil y corriente, que Jáuregui desecha como indigna de su ingenio, que a introducir «distinciones» dentro de esta misma oscuridad, y a precisar, en qué sentido, hasta qué punto y para quién debe ser penetrable e inteligible la poesía. Esta discusión permite a Jáuregui acotar un terreno propio, que no es ni el de los gongorinos, ni el de los «llanos» al modo de Lope. Él no propugna ni una poesía sublime que entienden los muy doctos, ni una poesía vulgar que se allane a la plebe: defiende una poesía de clase media, para una nobleza aburguesada, o una burguesía con nobles aspiraciones. La oscuridad aborrecible resulta, en los poetas censurados, de los «engañosos medios» con que yerran, largamente expuestos en el capítulo 2. Procede de las voces extranjeras, o españolas pero desusadas o combinadas de modo extraño; de los largos y enmarañados períodos con transposiciones o hipérbatos agolpados y entrelazados; de los tropos que se siguen y se atropellan y de las metáforas «violentas» e indescifrables. Sin embargo reprobar la oscuridad debe hacerse con precauciones: el poeta ni puede ni debe hacerse inteligible a «los ingenios plebeyos», como si la multitud pudiese extender su juicio a la «majestad poética». Eso sería despojarla de lo que le da su valor: «el brío y alteza de sus figuras y tropos, de sus conceptos admirables y palabras más nobles». De ahí la necesidad (sostenida con las autoridades de Aristóteles y Vida) de distinguir entre la claridad (una llaneza o sencillez palmaria que el pueblo puede apreciar) y que no es regla adecuada de la poesía (o solo de la que se escribe para el vulgo, con nueva alusión despectiva a Lope de Vega); y, por otro lado, la perspicuidad (término que se refiere al mismo concepto que la claridad pero latinizado y ennoblecido), que al contrario debe ser preservada por encima de todo. Que la poesía sea perspicua significa «que se manifieste el sentido, no tan inmediato y palpable sino con ciertos resplandores no penetrables a vulgar vista». Esta es la idea básica del capítulo, expuesta en sus primeras líneas. Se desarrolla largamente mediante la pareja que forman Horacio y Cicerón. ¿Cómo conciliar la idea de que la poesía debe ser «manifiesta», y la afirmación de que no debe ser «penetrable a vulgar vista»? Pues bien, precisando para quién debe ser manifiesta; para quién, impenetrable. Impenetrable para el vulgo que forman los rudos plebeyos, pero patente y manifiesta para los «aficionados», para «la gente lustrosa», para «los buenos juicios y alentados ingenios cortesanos de suficiente noticia y buen gusto». Ello implica que no puede ni debe reservarse a los eruditos, a los profesionales del saber literario. Su destinatario natural son los ricos y nobles, pero que viven en el mundo y no en el retiro clerical que impone a los literatos su profesionalización. La poesía es para cortesanos, es decir para gentes absortas en el trato humano, ocupadas en el servicio del rey y de la monarquía y preocupadas por el propio medro. Para esta élite social –y no para el despreciable vulgo, ni para una casta de escribas y levitas que viven en la soledad y el ocio exigidos por las musas–, se ha hecho este arte de la palabra, alivio y elevación agradable, no demasiado costoso, que no exige el sacrificio de intereses mundanos. Esta regla supone que la élite social se deje educar en su infancia y primera juventud por los profesionales del humanismo, que sepa latín, que practique en la conversación y en la correspondencia un arte de la palabra aguda y elocuente, que estime el ingenio, la cultura y la poesía. Esta clase (que será en Francia desde estos años la de los honnêtes hommes, o honnêtes gens, y que en la Europa de los siglos XIX y XX corresponde a la burguesía cultivada), equivale al grupo de los equites, o caballeros romanos, cuyo aplauso bastaba a Horacio: «Satis est equitem mihi plaudere». Incluso se puede abrir un poco más el círculo de aquellos cuya aprobación busca el poeta para incluir en él a un auditorio «ínfimo» de gente sin letras (es decir, que no ha aprendido latín y menos griego) pero que conoce «nuestro lenguaje» y se expresa discretamente en castellano: gentes que «discurren con acierto en las materias aunque no sean ejercitados en letras». Está ideada esta categoría, posiblemente, para no excluir de la poesía a las damas y a las monjas que, en su inmensa mayoría, sólo saben leer y escribir, y cuya educación se resume a prácticas devotas y labores de aguja, ni a los hidalgos que se entregan jóvenes a la milicia, ni a los mercaderes enriquecidos pero de origen modesto, que no han tenido tiempo de seguir estudios secundarios y menos de ir a la universidad. Sin embargo, tan liberal apertura de la poesía amenaza con dar al traste con sus pretensiones de divinidad y de grandeza, apagando su esplendor negado a quienes no desdeñen intereses mundanos, y, desprendiéndose de lo contingente y pasajero, se alcen a una sabiduría inmortal. En otro terreno más práctico, amenaza con hacer superflua y devaluar la competencia de los profesionales de las letras, su erudición clásica y sus desvelos por entender los libros más arduos. Es necesario, pues, introducir una nueva distinción: el «entender lo que se habla en poesía no es lo mismo que conocer sus méritos». Todos los discretos cortesanos deben entender lo que dice el poeta y poder dictaminar si es válido o no, dejarse instruir y deleitar, pero no todos pueden entenderlo hasta el fondo, apreciarlo en todo su valor, dar razón de lo que sienten confusamente. La gran poesía es abierta pero también profunda (como cosa sublime y sagrada) y por ello hay grados de iniciación y una infinidad de matices entre los que intuyen su significado y admiran de lejos su grandeza y los que penetran en sus sutilezas, disciernen con precisión lo que el poeta sugiere, y sobre todo saben por qué y en qué es admirable. En ese sentido la poesía tiene virtudes educativas: cuanto más se profundiza en ella y más se avanza en su comprensión, más se afina y se fortifica el ingenio. En el grado más alto, el que estudia al poeta llega a igualarlo; quien comprende hasta el fondo a Virgilio, como pretende hacerlo Escalígero, es Virgilio o puede medirse con Virgilio. Lo mismo vale para la gran elocuencia: quien gusta mucho de Cicerón, ya va camino de convertirse en orador distinguido, afirma Quintiliano citado por Jáuregui. Desde estas alturas va a descender Jáuregui, no sin algunos grados intermedios, a su asunto principal, que concluirá con tonos especialmente agrios y satíricos. Lo que no es «penetrable a vulgar vista», en los buenos poetas, no es tanto el estilo, que debe procurarse sea tan claro como lo admita el asunto (olvidando lo anteriormente dicho de que el poeta debe expresarse con palabras nobles y no sacrificar «el brío» de sus tropos y figuras), como lo remoto y complejo de los pensamientos: así las altas oscuridades, o más bien dificultades, de materias como la cosmología (Arato, Manilio, Lucrecio) o la teología (santo Tomás) que deben tratarse con el estilo más claro y lúcido posible. Cuanto más difícil y profunda la sentencia, más claridad en el estilo. «Vamos ahora a nuestros poetas, donde se hallará lo contrario». Lo que tienen que decir no tiene oscuridad ninguna, al revés van «siguiendo con sencillo discurso alguna simple narración vestida con conceptos flacos». Se discierne que está aquí aludiendo a Góngora y a las Soledades acerca de las cuales había dicho en el Antídoto: Aun si allí se trataran pensamientos exquisitos y sentencias profundas, sería tolerable que de ellas resultase la oscuridad; pero que diciendo puras frioneras sic, y hablando de gallos y gallinas, y de pan y manzanas, con otras semejantes raterías, sea tanta la dureza del decir y la maraña, que las palabras solas de mi lenguaje castellano materno me confundan la inteligencia, ¡por Dios, que es brava fuerza de escabrosidad y bronco estilo! De modo todavía más agresivo, supone Jáuregui que Góngora y sus émulos, simplemente, no dicen nada: «en muchos lugares no hay cosa más clara que el no decirse en ellos cosa alguna». El sentido insulso, vano y casual se esconde en «bosques incultos de dicciones ásperas y en locuaces horrores». Aquí el ornato poético del Discurso de Jáuregui, la riqueza de su lenguaje, su manejo de la metáfora y del oxímoron, se imponen por su evidencia. Estas frases todavía parecen influir en la idea secular de que es insignificante lo dicho en las Soledades, o que Góngora es o un impostor que enmascara su vacuidad, o un nihilista partidario del arte por el arte. Termina el discurso con otro argumento que desacredita violentamente al adversario. Esto que hacen los gongorinos, su pirotecnia verbal que vuelve su lectura tan ardua y angustiosa, no es difícil, sino lo más fácil del mundo. Lo difícil es ser fácil, liso, peinado, culto como un bello jardín, terso como una coraza reluciente, aparentemente natural como una «obra de manos concluida con últimos primores» y que parece haberse hecho sola. Por último, con su agudo sentido del brillo retórico que debe tener una conclusión, Jáuregui remata su diatriba con un concepto teológico: la oscuridad no necesita ser creada ni hecha, las tinieblas del abismo son y no son desde siempre; lo que se hace es la luz, y esto es lo primero que Dios hizo. Los gongorinos son pues, parientes de lo que precede a toda creación: del caos y de la nada. 5. Fuentes El estilo grande y su caricatura: un ideal clásico de estirpe romana 1. Citas clásicas de un cortesano culto Consideraremos aquí únicamente los textos citados por Jáuregui. En las notas al texto y en la descripción de la estructura del Discurso poético hemos mostrado que le sirven de fuente de inspiración, con gran probabilidad, muchos textos de la polémica: los escritos de Lope de Vega a quien profesa tan escasa consideración, el propio Antídoto y sus exámenes y refutaciones, los que conocemos y probablemente los que no conocemos. Pero aquí tomaremos «fuentes» en el sentido limitado de autores mencionados, citados y aludidos. Su lista, que se recoge en el apartado 1.1 de la bibliografía, no es desmesuradamente larga: la impresión de un texto empedrado de pasajes latinos se debe no tanto al número de citas como a su extensión. Vuelven con insistencia un puñado de autores y de obras. El régimen de las citas en Jáuregui es muy distinto del que se observa en clérigos doctos contemporáneos suyos y que intervienen en nuestra polémica como Diego de Colmenares, Francisco Fernández de Córdoba, o Juan Espinosa Medrano. Ellos movilizan, si se nos permite el anacronismo, una bibliografía especializada, incluso en escritos bastante más breves que el Discurso poético: en sus páginas desfilan gramáticos, anticuarios, maestros de retórica, expositores de la Escritura o incluso teólogos. Las de Jáuregui son, en cambio, citas de un caballero poeta, dotado de cultura humanística, que lee libros selectos, casi solo de autores de primera magnitud, se pasea con cierta libertad por ellos y se detiene a meditarlos. Sin alardear mucho de erudición, está al tanto de las novedades del humanismo internacional: maneja la mejor traducción latina de Luciano, la de Jean Benoît (reciente cuando escribe, puesto que se publicó en Saumur en 1619) o la edición y comentario de la Poética de Aristóteles de Daniel Heinsius, también bastante reciente (el libro, destinado a una gran fortuna, se imprimió por primera vez en Leiden en 1611). Nótese que se trata en ambos casos de helenistas procedentes de centros culturales dominados por los protestantes, puesto que Heinsius era uno de los grandes intelectuales al servicio de la potencia holandesa y Benoît uno de los profesores de la universidad hugonote de Saumur. En casos muy contados y muy significativos, usa Jáuregui alguna obra erudita comunicada por amigos: el Pentecontarchos de Lorenzo Ramírez de Prado, y posiblemente alguna copia del Petronio anotado cuya edición estaba preparando por entonces José González de Salas (dos textos españoles, pero que se imprimirán también en el norte de Europa, en Amberes y Colonia, respectivamente). Los autores modernos brillan por su escasez y la fugacidad de sus menciones, con la única excepción de Garcilaso. Por la suavidad con que maneja la transposición o hipérbaton, mostrada en varios ejemplos, su poesía aporta un arma crítica y un correctivo a la violencia con que los gongorinos usan de esta figura. Además, en tres ocasiones integra Jáuregui algún verso suyo en ingeniosos conceptos por acomodación, como si deseara ofrecer a su lector el placer de paladear a un poeta que es legítimo orgullo de los españoles. Fuera de Garcilaso, solo menciona Jáuregui a otro poeta en lengua vernácula, pero sin dignarse recordar ningún verso: Juan de Mena, anti-modelo arcaico y trasnochado que resucita, de modo imperdonable, en Góngora y en los suyos. Las citas sacras se reducen al mínimo: una vez san Agustín, y otra san Jerónimo citando a san Gregorio Nacianceno, en frases que debían de ser tópicas y casi proverbiales. Santo Tomás es alegado de paso como parangón de autor difícil por el pensamiento y clarísimo por la expresión. Tampoco hemos hallado pruebas de que hiciera uso nuestro autor de enciclopedias de erudición, como las de Domenico Nanni Mirabelli (Polyanthea, Savona: per Francesco Silva, 1503), Lodovico Ricchieri (Antiquae lectiones, Venice: Aldo Manuzio, 1516), Theodor Zwinger (Theatrum humanae vitae, Basel: Ambrosius Oporinus & Aurelius Froben, 1565), obras que pronto quedaron anticuadas en su forma primitiva pero que, al hilo de ediciones sucesivas, se fueron enriqueciendo y modernizando en los materiales y en la forma hasta bien avanzado el siglo XVII. Es muy posible que haya recurrido a estas o parecidas obras, especialmente en el capítulo segundo, cuando habla de las opiniones helenísticas y romanas sobre préstamos léxicos procedentes de dialectos y de lenguas extranjeras. Para este capítulo relativamente técnico, parece improbable que Jáuregui haya llevado a cabo solo y con lecturas de primera mano la colecta de fuentes (Quintiliano, Gelio, Macrobio, Varrón, Aristóteles, Pseudo Plutarco, Demetrio, Ateneo). Hemos retrocedido ante la tarea de investigar en qué manual encontró esa gavilla de citas. Todo da a pensar que, si se hace abstracción de este capítulo, Jáuregui trabajó principalmente con unos diez o quince volúmenes de obras íntegras que tenía en su estudio, ya pertenecieran a su biblioteca o le hubieran sido prestados. Tenía de seguro a mano las obras de Escalígero, Vida, Cicerón, Ovidio, Séneca, Luciano, Plinio el Joven, Petronio, Quintiliano, Aulo Gelio, posiblemente Macrobio, seguramente la Poética de Aristóteles (cuyo papel es insignificante, como comentaremos después) y, antes que todo, Horacio (una edición comentada sin duda, tal vez más de una). Parece probable que en algún momento de su vida hubiera leído y tal vez estudiado estas obras, y muy verosímil que las repasara en el momento de preparar su discurso. Le retienen algunas páginas y su pensamiento brota y se desarrolla al compás del diálogo con estos autores favoritos: de la cita pasa a la traducción, de ahí a la paráfrasis, a la reescritura, al debate. La escritura se fecunda por esa incorporación de las ideas del autor citado, pero también por sus imágenes, expresiones y figuras, de lo que hemos dado varios ejemplos en la anotación. Su uso de las fuentes es pues, propio de un orador y hasta de un poeta, no de un tratadista, de un filósofo o de un profesional de la erudición. 2. Las citas como sistema | Poetas | Gramáticos, rétores, eruditos | Oradores, novelistas | Filósofos, teólogos Latinos clásicos | Ennio (1) Estacio (1) Horacio (17) Lucano (2) Lucrecio (1) Manilio (2) Marcial (3) Ovidio (3) Persio (1) Virgilio (4) | «Autor a Herennio» (2) Aulo Gelio (8) Macrobio (1) Séneca el Rétor (2) Quintiliano (8) Varrón (1) | Cicerón (8) Petronio (2) Plinio el Joven (1) | Séneca (2) Griegos | Arato (1) Homero (1) | Demetrio (5) | Ateneo (1) Luciano (7) Plutarco (2) | Aristóteles (2) Padres de la Iglesia y otros autores eclesiásticos |  |  |  | San Agustín (1) San Jerónimo (1) San Gregorio (1) Santo Tomás de Aquino (1) Modernos | Garcilaso (4) Petrarca (1) Juan de Mena (1) | Escalígero (4) Ramírez de Prado (1) Vida (5) Heinsio (1) Vettori (1) | Padre Jerónimo de Florencia (1) Boccaccio (1) |  Presentamos en un cuadro el conjunto de los autores cuya presencia hemos podido detectar: ya sea porque aparece su nombre (asociado o no al título de alguna obra), ya porque se les cita más o menos in extenso, dando en muchos casos el texto en latín y en traducción castellana (tanto para autores griegos, como para latinos y neo-latinos), ya por algún texto citado sin nombre de autor. Sólo hemos observado dos casos de este tipo: el de un verso de Petrarca «e per molto spronar la fuga è tarda», usado como adagio anónimo y el empleo no declarado de un verso de Garcilaso: «a la difícil cumbre de Helicona». El cuadro propone una somera clasificación de las referencias, cruzando la cronología y la procedencia geográfica con la categoría a la que pertenece cada autor, indicando entre paréntesis el número de ocurrencias, aunque no con absoluta exactitud porque a veces no hemos tenido en cuenta la repetición del nombre cuando Jáuregui parafrasea alguna cita. Por lo demás, la incidencia de los autores en nuestro texto no debe medirse sólo por el número. Virgilio es evocado cuatro veces, tres de ellas de segunda mano: es incluido por Aulo Gelio en una lista de autores que se permiten licencias con el léxico y la gramática guiándose por el oído (junto a Ennio y Lucrecio, presencias totalmente borrosas); Macrobio enumera las pocas palabras extranjeras que usa; Escalígero lo alaba como poeta ideal y que los lectores y críticos no pueden agotar. En la cuarta mención, recuerda Jáuregui un par de versos de la Eneida en una comparación ornamental. Esta última referencia a Virgilio pertenece al mismo tipo que las episódicas citas de Estacio, Lucano, Ovidio en las Metamorfosis, o Garcilaso. Su papel es embellecer o dar relieve una expresión aislada, mediante una comparación o un «concepto por acomodación». Por su parte, Séneca (el Joven) es mencionado en tres ocasiones, con sendas citas del De tranquillitate animi y de dos epístolas (XIX, 114 y I, 7). Pese al menor número de referencias, Séneca tiene mucha mayor importancia que Virgilio en la economía del Discurso poético. Los tres lugares los cita Jáuregui casi seguramente de primera mano, de ellos extrae algunos argumentos basilares de su discurso y páginas enteras pueden interpretarse como comentarios suyos. Hay en suma citas y autores fundamentales en la estructura, paredes maestras del pensamiento y de la escritura, y otros con un papel menor: citas y autores incidentes (como Heinsio y Vettori, mencionados una sola vez como editores, respectivamente, de la Poética de Aristóteles y del tratado Del estilo de Demetrio); autores decorativos, utilizados para construir o redondear una figura, como Lucano, que viene a redondear la metáfora de la «hinchazón» estilística y de su perversidad; autores auxiliares, que vienen a apoyar un argumento ya desarrollado o aportar una objeción de menor cuantía a la que puede responderse con facilidad. Marcial puede servir de ejemplo de estos dos últimos casos. Cita Jáuregui dos epigramas en que, como tiene por costumbre, el poeta de Bílbilis habla de sí mismo y de sus epigramas, atacando a otros poetas o rechazando, con sorna o con saña, críticas que le hacen o podrían hacerle. En un caso (Epigramas X, 21), censura a un tal Sexto, un poeta tan oscuro que no puede entenderse sin comentario, y declara que él, Marcial, quiere que lo lean y lo aprecien sin necesidad de gramáticos. Se trata para Jáuregui de un argumento más, entre tantos, contra quienes escriben de modo ininteligible. El epigrama, reiteradamente invocado por los adversarios de la oscuridad poética, viene a remachar el clavo, a confirmar algo que ya ha sido establecido. El segundo epigrama (Epigramas VII, 90) se dirige a Crético, contándole que un tal Matón anda diciendo que los libros de Marcial son desiguales. El poeta se felicita o finge felicitarse del reproche y tomarlo como cumplido puesto que para él un libro igual, en el sentido de uniforme, es un libro malo: «Aequalis liber est, Cretice, qui malus est». Jáuregui cita este texto en el capítulo cuarto del Discurso poético, dedicado a censurar la desigualdad de los gongorinos (un tema que ya aparecía en el Antídoto). Probablemente recuerda que algún defensor de Góngora le ha respondido –o bien calcula que podría responderle en el futuro–, alegando la autoridad de Marcial, para quien la igualdad es motivo de censura. Resuelve el problema adelantándose a citar el pasaje que puede objetársele, interpretando que, para el bilbilitano, la igualdad es censurable, sí, pero solo en quienes son igualmente rastreros y anodinos en todo lo que escriben. Otros autores, de papel igualmente menor, aportan una pequeña digresión, o un contraste. Así, Ovidio aparece en dos ocasiones como poeta del exilio. Es posible, escribe, que, rodeado de bárbaros, se le hayan pegado algunas palabras pónticas (Tristes III, 14). Solitario o acompañado por hombres en quienes no reconoce humanidad alguna, lejos de sus placeres y sus amigos, torturado por la mordedura del hielo y de la nostalgia, no puede corregir y pulir sus textos como cuando vivía en el paraíso romano. Sería inhumano pedir a quien gime bajo el látigo del dolor que lo haga de modo impecable y atildado (Ponticae, I, 5). Muy distinto es el caso de los gongorinos. Ellos también usan palabras bárbaras y también se dispensan de corregir sus textos pero en ellos se trata de maciza realidad y no de pose patética, como en Ovidio; en sus poesías las palabras extranjeras, las caídas en lo prosaico, y los delitos contra el idioma, contra el sentido, contra la armonía, nada tienen que merezca nuestra piedad; delinquen por incapaces y flojos, o por perverso deseo de galas y deleites baratos y de mala ley. 3. Un clasicismo a la romana apoyado en Horacio, Cicerón y Quintiliano Llegamos, por último, a los autores que dominan el discurso y en quienes se apoya lo esencial de la argumentación. O bien le sirven a Jáuregui directamente para establecer sus principios y sus reglas para la buena factura del poema. O bien parecen pronunciarse a favor del adversario, en cuyo caso le sirven, casi siempre, para mostrar que, bien entendidos, están a su favor; o bien le permiten matizar y precisar su doctrina, integrando dialécticamente lo que parece oponérsele. Los autores en quienes estriba toda la argumentación condenan los vicios (vitia) de los poetas y oradores que, sin tener el espíritu, el ingenio, el arte y la cultura exigibles, pretendieron llegar a la grandeza de estilo; estos escritores vanamente ambiciosos son culpables de hinchazón, de frialdad, de cacocelía. Este gran estilo puede incluirse ya en un sistema ternario (con tres estilos: grande, mediano e ínfimo o tenue), como el de los tratadistas romanos; ya en un sistema más abierto, como el de Hermógenes –para quien hay siete ideas del estilo que a su vez se subdividen en más de veinte ideas subordinadas–, o como el de Demetrio, para quien hay cuatro tipos de elocución (χαρακτήρες) o estilos: el grande, el elegante, el sencillo, y el vigoroso (μεγαλοπρεπὴς, γλαφυρὸς, ἰσχνὸς, δεινὸς). Jáuregui no hace distinciones entre estos sistemas: o bien no conoce la obra de Hermógenes ni la tradición renacentista que de él se deriva (a través del bizantino Jorge de Trebizonda y del español Antonio Lulio) o bien la juzga innecesaria para los fines de su discurso. Tampoco parece conocer a Longino, a quien citaba Pedro de Valencia y que pertenece al mismo complejo ideológico. Le basta con Demetrio, autor griego que le permite enriquecer su Parnaso de escritores romanos: Cicerón, Quintiliano, Horacio, el autor de la Retórica a Herennio, Aulo Gelio. Retiene el denominador común a todos ellos: un sistema con varios estilos (varias «ideas», varias «formas», o incluso varias virtudes elocutivas, que aunque no son lo mismo que los estilos, se confunden a menudo con estos) y entre ellos, en un lugar jerárquicamente superior, un estilo cuyo atributo definitorio es la grandeza. Por atributo definitorio entendemos cualidad de que se derivan todas o las principales características de un escrito (algo similar a lo que los formalistas rusos llamaron la «dominante» de un texto literario). Como tal, la grandeza implica o abraza gravedad, profundidad, altura, fuerza, nobleza, magnificencia, ornato pomposo y majestuoso, vehemencia y patetismo. Naturalmente este ideal del gran estilo, expuesto en los principales textos de Cicerón sobre materia retórica (todos citados por Jáuregui), el Brutus, el Orator, el De oratore, que se difracta en ecos múltiples en Horacio y sobre todo en Quintiliano, marca, a ojos de Juan de Jáuregui, la meta suprema de los mejores escritores en verso o prosa, de los que más esperan o exigen de su ingenio. Según él mismo confiesa repetidas veces, también es la meta soñada de los poetas a quienes impugna. Es, pues, de capital importancia para su censura que las máximas autoridades, junto con el ideal de grandeza, hayan definido su caricatura, su sombra ridícula, su simulacro vano. A ello debe Jáuregui un concepto central para expresar la condena y sus motivos: Góngora y sus admiradores y discípulos pecan de cacocelía; o, por otros nombres, de hinchazón y frialdad. También va a buscar en sus autores favoritos su análisis de las causas de estos vicios: estudio de las reglas del lenguaje poético que infringen los «nuestros», para el que recurre a textos de Cicerón, de Demetrio, de Aulo Gelio y de Quintiliano, apoyados por autoridades menores (cap. 2); estudio del vicio de monotonía (cap. 3) para el que Quintiliano aporta las ideas principales, especialmente la crítica del ornato abusivo y ostentoso; estudio de la desigualdad, que extrae de Horacio puntos capitales, sobre todo en lo que toca la exigencia de perfección y el precepto de corregirse sin piedad (cap. 4); diatriba contra las consecuencias nefastas de estos vicios, para el idioma y para la poesía, que Cicerón, con su afirmación del predominio de las cosas sobre las palabras y su exigencia de que el orador sea también filósofo, viene a corroborar (cap. 5); consideración final sobre la oscuridad y sus distinciones (cap. 6), con Horacio y Cicerón como inspiradores máximos. En la tríada de los tres grandes autores romanos, Cicerón, Horacio y Quintiliano, (orador, poeta, pedagogo) estriba, pues, el Discurso poético. Propugnan la audaz invención en el pensamiento y en el estilo, pero refrenadas, mantenidas en los límites de la disciplina, del arte con lo que implica de regulación, de censura y de auto-censura. Se compendia en la lección de estos autores un ideal clásico en su variante romana, grave, severa y moral, aunque suavizada por la integración selectiva de la cultura helenística. Esta estética, cabe pensar, era la idónea para un literato protegido por el conde de Olivares, con su espíritu de servicio a la monarquía y sus afanes de control y moralización, de organización y de reforma. Para no apoyarse solo en los antiguos, Jáuregui escoge, entre los incontables modernos que han hablado de poética, a Julio César Escalígero y a Jerónimo Vida. No sorprende la elección del primero que, gran erudito y polemista temible, gozaba de un inmenso prestigio y era adalid de un clasicismo austero pero mundano, arduo y decoroso. Como el famoso médico humanista, Jáuregui rinde culto a Virgilio aunque con preferencia no tan exclusiva. No en vano Jáuregui tiene, al fin y al cabo, un gusto mucho más ecléctico: admira a Séneca, a Lucano, a Salustio, a Estacio entre otros autores que Escalígero juzga inferiores o decadentes. Por otra parte, los poetas con quienes la emprende Jáuregui no habían compuesto epopeyas (dado que la epopeya de gusto gongorino no aparecerá sino más tarde, en España y en América), y él mismo concibe la poesía en términos de dicción y no de ficción, por lo que Horacio, que a diferencia de Virgilio, teorizó sobre poesía, le procura un modelo y una guía mucho más manejable. En cuanto a Vida, limitado al libro tercero de su Arte poética, que trata del estilo, su estatuto de autor predilecto obedece a varios factores: una dicción refinada y expresiva que lo sitúa entre poesía y pensamiento; su gusto clásico en cuya cima se alza la pareja de Virgilio y Horacio; la gran estima que por Vida profesa Escalígero, autor de que se nutre Jáuregui y cuyo temperamento intransigente y agresivo concuerda con el suyo. 4. Aliados de grado o por fuerza y fuentes de inspiración poética Hemos pasado revista a autores en quienes Jáuregui encuentra definido su ideal. Estos autores estaban ya presentes en el Antídoto. Otros, también muy importantes, intervienen con el papel de contradictores dialécticos: pertenecen por lo general a la llamada Edad de Plata, aunque en la constelación que forman se incluyan también algunos textos de Horacio. Jáuregui no pretende negar la validez de sus opiniones, gesto anárquico ajeno a su carácter y con pocas posibilidades de éxito, sino vindicarlas a favor de su causa, mostrando que no han sido rectamente aplicadas por quienes autorizan con ellas la «demasía moderna» que él condena. De este modo consigue, además, tildar a sus innominados adversarios de torpes e ignorantes. Esta estrategia es en él perfectamente consciente y se anuncia desde la primera sección del discurso: «Veo en Séneca un lugar insigne que, si bien le acomoda al calor de Baco, en efecto describe con alto modo el espíritu mayor poético (o le llamemos furor, manía, o insania). Este lugar, y otros muchos, pienso darles a los briosos porque peleen con armas, y sepan lo más que se halla en defensa aparente de sus demasías» (el subrayado es nuestro). De la estrategia consistente en buscar una alianza con los autores que en apariencia contradicen sus tesis exceptúa a Giovanni Boccaccio, autor que no le interesa recuperar, porque huele a azufre a estas alturas del XVII. Para Jáuregui «el Bocacio» es el único defensor de la oscuridad, pero su defensa es vana, como lo prueba su comparación de los poetas oscuros con la divina Escritura: «¡Gentil argumento!» apostilla con desdén el sevillano, como si ni siquiera mereciera la pena discutir con quien sostiene semejantes dislates. La idea de una prisca theologia de los poetas paganos, que asoma en los escritos de Boccaccio para florecer en la edad del humanismo, se ha degradado en el XVII, y especialmente en España, a herejía o disparate. Quienes aplauden a Góngora porque aprueban cierta audacia y extremosidad en los poetas y en los oradores pueden encontrar «defensa aparente de sus demasías» en Petronio, en una famosa epístola de Plinio, o en algún texto de Séneca (De tranquillitate animi). Para estos textos, tiene Jáuregui una respuesta pronta: furor y audacia sí, pero para pensamientos grandes, no para atrevimientos verbales; un grandioso y sacro desorden, sí, pero que no incurra constantemente en patinazos y en ridículos descuidos. Algo más difícil y más fecunda le resulta la oposición de quienes sostienen que la poesía es manjar para unos pocos doctos y exquisitos o incluso para los verdaderos sabios (idea que puede avalarse con Horacio, con Cicerón y, especialmente, con Séneca). En ese caso la oscuridad, una de las más reiteradas objeciones al gongorismo, no sería ya un reproche válido. Jáuregui sale del apuro afirmando como hemos visto, que la poesía está destinada a los discretos cortesanos, no a la plebe, pero tampoco a los sabios que se retiran del mundo. Para ello, atenúa la distinción que establece Cicerón entre la oratoria popular y la recóndita poesía; opone el Horacio de las Odas al de las Sátiras; y toma al fin de varias fuentes la distinción entre la comprensión superficial que debe ser para muchos, y la comprensión en profundidad reservada para muy pocos. Por último, ciertos autores satíricos cobran gran importancia en el Discurso poético porque nutren de metáforas, imágenes e historias, o sea de sustancia concreta, una argumentación que al no poder designar aquello que reprueba, ni mostrar en qué peca, podría ser sospechosa de logomaquia y de reñir con molinos de viento. De ahí el socorrido papel que desempeña la epístola en que Séneca se burla de los secuaces de Salustio y de otros estilistas amanerados. Pero por encima de todos, a Jáuregui le es inmensamente útil Luciano, cuyas ideas no le importan por lo que tienen de distintivo (si es que tienen algo) sino por el pábulo que ofrecen a la imaginación. Recurre pues Jáuregui, lo hemos visto, al personaje estrafalario que habla en una jerga incomprensible, siendo su mal diagnosticado como hidropesía (Lexífanes): cita extensamente otro opúsculo lucianesco, de brillante aunque gruesa ironía, que compara a los que aspiran a destacar por su elocuencia sin estudios y esfuerzos suficientes con quienes, ante la Y pitagórica que forman las sendas de la virtud y el vicio, eligen la seductora e infame senda del vicio (El profesor de retórica); saca partido también del famoso pintor Zeuxis y del general helenístico Antíoco, ejemplos de cómo las victorias logradas mediante la novedad y el asombro se revelan deshonrosas y deplorables (Zeuxis). Los mismos calificativos convienen a la victoria que obtiene Góngora al despertar la admiración de muchos lectores, a quienes Jáuregui intenta intimidar haciéndoles pasar por un rebaño de ignorantes, un «vulgo mísero y espantadizo». 6. Conceptos debatidos Por conceptos entendemos aquí nociones o representaciones generales y abstractas de un objeto. Nos limitamos a enumerarlos, puesto que han sido suficientemente glosados en las anteriores secciones. Estos conceptos se agrupan muchas veces por parejas de opuestos. Por lo general, varios términos de significado muy próximo remiten a una misma noción, con matices connotativos que no llegan a constituir diferencias conceptuales. Los conceptos que dan lugar a gavillas de sinónimos suelen ser los de mayor importancia en el discurso. Existen conceptos con valores siempre positivos (virtudes, grandeza, arte, corrección, elegancia, cultura, perspicuidad, conceptos); otros inequívocamente negativos (vicios, cacocelía, aspereza, desigualdad, afectación, humildad, libertades o licencia, oscuridad); otros que pueden aparecer como positivos o negativos según los contextos (furor, voces peregrinas, hipérbaton, novedades, admiración, osadía, claridad). La riqueza del vocabulario cualitativo de Jáuregui, su abundancia de matices en sinónimos o casi sinónimos, aunque no infrecuente en los textos críticos del XVII, es uno de los secretos que hacen agradable su lectura. He aquí los conceptos, ordenados por parejas de opuestos, con el término que los denomina de modo más directo, y los sinónimos que maneja Jáuregui:-entereza (pureza) de la lengua vs. lo que repugna a la lengua, barbarismo-virtudes de la oración poética vs. vicios (desórdenes, errores, engaños, yerros, excesos, flaquezas)-aspereza (dureza, escabrosidad, lo bronco, fiereza) vs. elegancia (dulzura, suavidad, buen gusto, templanza, lustre, armonía)- grandeza (bizarría, lo remontado, lo magnífico, lo valiente, lo alentado, lo admirable, el vuelo, lo sublime, hablar altamente) vs. cacocelía (frigidez, frialdad, hinchazón, temeridad, afectación, temeridad, violencia, hidropesía, elefancía)- furor (ardor, arrobo, ardimiento, rapto)- voces peregrinas (palabras extranjeras, nuevas, dicciones prodigiosas, terribles voces, voces remotas del lenguaje común)- hipérbaton (transposición, lenguaje revuelto, maraña)- novedades (osadías, excesos, curiosidad, demasía, singularidades, extrañezas, lenguaje ilustre, extravagancias)- molesta frecuencia (repetición viciosa)- arte (destreza, artificio, industria)- desigualdad (disonancia, mezcla disforme, caídas, tropiezos, lapsos)- humildad (medianía, llaneza, cortedad, claridad)- corrección (enmienda, lima, estudio, diligencia)- leyes poéticas (religión poética) vs. libertades (licencias, delitos, herejía, secta)- conceptos (agudezas, sentencias)- lo culto (lo terso, espejado, pulido, primoroso, acabado, lustroso, luminoso, cuidado) vs.. lo rudo (tosco, fiero, bárbaro)- perspicuidad (oración clara, manifiesta, patente, inteligible) vs. oscuridad (tinieblas, lobreguez, tenebrosidad)- admiración (maravilla, espanto)- buen ingenio (discreción, buen juicio, suficiente noticia)- gente lustrosa (caballeros, cortesanos hombres de suficiente noticia y buen gusto) vs. eruditos (doctos, sabios) vs. vulgo (plebe, ignorantes)- cosas (asuntos, argumentos, sentencias, conceptos) vs. palabras (locución).- facilidad vs. dificultad 7. Otras cuestiones De Tasso a Lucano Bajo este epígrafe nos proponemos delimitar con mayor precisión la tradición teórica y posición ideológica y estética en que radican las ideas de Jáuregui. Se le ha calificado a veces de aristotélico o neo-aristotélico, lo que nos parece totalmente descaminado. En el Discurso poético Aristóteles desempeña un papel insignificante. Ninguno de los conceptos y tesis característicos de la Poética tienen la menor incidencia en los razonamientos de este escrito: ni la imitación en el sentido de mímesis (tampoco, por cierto, en el sentido de imitación de autores, aunque este no es un concepto aristotélico); ni la oposición entre poesía e historia, porque la poesía se ocupa de lo universal y la historia, de lo particular; ni la fábula, ni lo verosímil, ni lo maravilloso, ni la unidad de acción, ni la unidad en general (sin hablar, por supuesto, de conceptos específicos de la tragedia, como el error trágico, la catarsis, la peripecia o el reconocimiento o agnición). En el Discurso de Jáuregui, Aristóteles solo interviene como posible contradictor. Afirma en efecto que el lenguaje de la poesía debe ser extraordinario, abundar en palabras peregrinas y metáforas, sentencia ya considerada en el Antídoto y que había sido esgrimida posteriormente por los defensores de Góngora. Nuestro autor concede sin dificultad que, como dictamina el infalible filósofo, la «peregrinidad» y la extrañeza distinguen a la poesía, pero añade que necesitan límite y regulación. Para lo cual puede apoyarse en el mismo Aristóteles, cuando este precisa, en frase también convertida en lugar común, que las marcas de lo extraordinario no deben prodigarse tanto que se incurra en el barbarismo (a fuerza de multiplicar palabras extranjeras) o en el enigma (por el exceso de metáforas). Obsérvese que la idea así entendida y matizada no tiene nada de característicamente aristotélico. Pueden documentarse opiniones idénticas –aunque con formulación distinta– en Cicerón y Quintiliano, que defienden el ornato y las figuras tanto en el estilo mediano como en el grande, pero condenando su siempre posible exceso. Vedan, pues, todo empleo abusivo del ornato: todo lo que atenta a la pureza de la lengua o resulta contraproducente para los fines persuasivos de la oración, causando oscuridad, distrayendo la atención, o sugiriendo que el orador peca de vanidoso y poco sensato. Aunque es cierto que estos maestros de la retórica latina aplican dichos preceptos a la elocuencia y a las luchas del foro, Jáuregui los recupera para la poesía, puesto que la diferencia entre ambas esferas no puede ser muy tajante en un mundo, cristiano y monárquico, en que el arte oratorio ya no tiene el eminente papel político y judicial que desempeñaba en la Roma republicana y del que quedaban huellas en época imperial. Por lo tanto, estimamos arbitrario atribuir a Jáuregui un clasicismo entendido como aristotelismo (similar al que habían defendido Tasso y Escalígero y al que será característico del clasicismo francés). Nos parece notable, al contrario, que los indicios de influencia aristotélica presentes en el Antídoto hayan desaparecido por completo en el Discurso. En el Antídoto, censuraba Jáuregui las Soledades porque, pretendiendo ser un poema heroico, narraban una historia insulsa y absurda y lo hacían de modo insensato. Por consiguiente no cumplían con los requisitos del poema heroico, el primero de los cuales es «apoyar la elocución al firme tronco de la buena fábula o cuento, que es el alma de la poesía». La idea procede de Aristóteles, para quien «la fábula es el principio y como el alma de la tragedia». El principio tiene también validez para la épica y Torquato Tasso lo desarrolla ampliamente en sus escritos aplicándolo al «poema heroico». De impronta tassiana, por lo demás, son en el Antídoto el concepto de poema heroico y del estilo heroico que le corresponde. Todo este círculo de ideas, representaciones y autoridades, tan importante en el primer escrito de Jáuregui contra Góngora, se ha esfumado al llegar al Discurso poético. El poema heroico no aparece por parte alguna, y el adjetivo «heroico» solo interviene una vez en una cita de Aristóteles (filtrado por la traducción latina de Heinsius), mientras que en el Antídoto se topaba uno a cada paso con él. Tasso, autoridad de primer plano en el Antídoto, no es citado una sola vez en el Discurso, ni como poeta ni como teórico. Este notable cambio de doctrina o al menos de énfasis dentro de la nebulosa de la doctrina clasicista puede obedecer a dos razones. Veamos primero la más evidente: en el Examen del Antídoto (1617) el Abad de Rute (y lo mismo se observa en otras defensas de Góngora como la Soledad primera ilustrada y defendida), replica a Jáuregui que Góngora no pretende ser heroico puesto que su poema es lírico, y él mismo el mayor de los poetas líricos: un Píndaro español, como lo denominará Pellicer. Jáuregui, tomando en cuenta tácitamente esta objeción, deja de lado los argumentos cuya validez parece limitada a la épica. Como Aristóteles no habla de la poesía lírica, género al que los conceptos de mímesis» y de «fábula» son de difícil aplicación (aunque no imposible), nuestro censor, que se propone demostrar la perversidad de Góngora y de sus secuaces en calidad de poetas líricos, omite la teoría aristotélica y su modernización más influyente en España: la doctrina de Torquato Tasso acerca del poema heroico. Esta explicación sin embargo no satisface porque, si fuera la principal, no se entendería que en el Discurso apenas asome el concepto de lírica. Es más, para nada trata de los géneros poéticos y del estilo que conviene a cada uno de ellos. Lo que nos autoriza a proponer como segunda explicación, que creemos más probable o de mayor peso, una pérdida de influencia de Tasso (autor idolatrado en torno a 1600 en España) y del italianismo en general. Es muy significativo que la Poética de Aristóteles no sea citada a través de ningún comentario italiano, sino por mediación del holandés Heinsius. En España preocupan ahora los holandeses, con quienes, al acabarse la Tregua de Doce años (1621), se habían reanudado unas hostilidades que ponían en terrible tensión todas las fuerzas de la monarquía. El estilo de moda en la corte madrileña a mediados de la década de 1620, en parte por influencia de Olivares, es neo-latino, lipsiano, lacónico y neo-estoico. No convienen a esta nueva constelación estética e ideológica la fantasía, la blandura y sensualidad italianas que habían contribuido al éxito de Tasso, por muy cristiana que fuese su intención y por mucho que hubiese escrito una palinodia de su Gerusalemme liberata en la más pacata, religiosa y aburrida Gerusalemme conquistata. Grave y severo, contrasta el nuevo gusto con el cortesano y risueño que había dominado la época de Lerma –sobre todo antes de que el duque pensara en convertirse en cardenal de la Iglesia romana–, creando un ambiente propicio para obras tan libres y tan deleitables, cada una a su manera, como el Quijote, las Novelas ejemplares, el Persiles, el Polifemo, las Soledades y gran parte de las mejores comedias del teatro español. En virtud de este cambio, Jáuregui en vez de hablar de lo heroico, prefiere hablar de estilo grande, y busca para este estilo el refrendo de los autores latinos, todos en alguna medida tocados por el estoicismo medio o nuevo. Por ello ignora la distinción entre los géneros y borra incluso la que separa la gran elocuencia de la poesía. Por lo mismo, disimula la influencia italiana y cita casi exclusivamente a autores antiguos. Ya había comenzado a desplazarse de la delicada y voluptuosa Aminta de Tasso, que tradujo libremente en su juventud, al duro y sombrío poema de Lucano, que reescribe en su vejez. 8. Conclusión En 1614, poco después de que empezaran a difundirse las Soledades, Juan de Jáuregui, caballero sevillano todavía joven, leído, dotado y sobre todo ambicioso, aprovechó el revuelo causado por los grandes poemas en que se revelaba el nuevo Góngora para escribir un texto crítico insultante pero vigoroso, y que tenía la ventaja de comentar con precisión el poema que criticaba: el Antídoto contra la pestilente poesía de las Soledades. El libelo tuvo éxito pero no consiguió anular el atractivo de los poemas atacados: al contrario, contribuyó a prolongar el interés despertado por la sorpresa y a alentar a un grupo nutrido de clérigos y eruditos afectos a Góngora dispersos por España (Pedro de Valencia, Manuel Ponce, Pedro Díaz de Rivas, Francisco Fernández de Córdoba, Francisco de Amaya, el Alférez Estrada, Manuel Serrano de Paz) que, en su afán de refutar los argumentos del atacante, entraron cada vez más a fondo en la tarea de explicar al autor del Polifemo y de las Soledades y de glosar sus méritos. Desde la corte, muchos aficionados a la poesía, y entre ellos algunos aristócratas, como el conde de Villamediana, el conde de Saldaña y el conde de Salinas, expresaron su admiración. Ecos de los versos del Polifemo y de las Soledades y calcos de su estilo empezaron a brotar bajo la pluma de escritores en varios géneros, sin exceptuar el popular teatro y la grave predicación. Otros, refractarios a la nueva tendencia, emprendieron una campaña para desacreditar al poeta, no tanto en sí mismo como en su calidad de modelo de una «nueva poesía», de una poesía «culta», y Lope de Vega publicó los ataques más explícitos en La Filomena (1621) y en La Circe (1624). Pedro Conde, en su introducción al primero de estos textos, define en estos términos la posición del Fénix: La estrategia consistía en presentar los poemas de Góngora como una especie de monstrum, que había que contemplar como algo a medio camino entre la anomalía y la maravilla (un objeto de estudio teratológico o un imposible ser salido de la imaginación de un pintor tan genial como delirante: el Bosco, y mostrar y demostrar que era imposible seguir por ese camino, pues no tenía más salida estética y poética que el precipicio y la ruina). Esa condena de los imitadores de Góngora (todos siempre y necesariamente malos) va a ser un leitmotiv de Lope en esta polémica, y para ello va a buscar un paralelo, que no se cansa de repetir, entre la lengua poética de Góngora y el estilo latino de Justo Lipsio. En efecto, el genial humanista brabanzón, gran dominador en cantidad y calidad del latín de todas las épocas de Roma, había puesto de moda entre el humanismo tardío un tan admirado como denostado estilo latino que, tras un período de clasicismo ciceroniano dominante durante casi todo el siglo XVI, ponía a los autores de la latinidad arcaica y tardía, especialmente a Tácito y Séneca, como modelos de un alambicado, condensado y, por ende, complejo estilo latino, el conocido como «estilo lacónico». Como alternativa al ejemplo nefasto que trataba de excluir, Lope de Vega proponía poemas en el «estilo antiguo», o sea incontaminado por las novedades gongorinas: en La Filomena, una égloga de Pedro de Medina Medinilla y en La Circe, otra de Francisco de Borja, príncipe de Esquilache, alabada por su «claridad castellana», su «hermosa exornación» y su estilo «tan levantado en la propia verdad de nuestra lengua». La elección de estos dos modelos era de indudable oportunidad; ambos poetas, aunque amigos y admiradores de Lope de Vega, no dependían de él ni él de ellos, y el homenaje que el Fénix les rendía podía parecer sincero y desinteresado. Esquilache, en quien el prestigio literario era poderosamente realzado por el ilustre linaje y los altos cargos, representaba un aliado de gran valor, a la vez creíble como modelo autónomo e incapaz de oscurecer la fama del Fénix. Lope de Vega seguirá proclamándose devoto de Francisco de Borja (y de Quevedo, un aliado algo posterior) en obras del ciclo de senectute, y en forma señalada en las Rimas humanas y divinas de Tomé de Burguillos (1634). Jáuregui debió de sentirse por entonces desposeído del protagonismo que le había dado el Antídoto. La notoriedad de este libelo, sus ambiciones cortesanas, su gusto exigente y su temperamento arrogante lo llevaron a intentar una nueva intervención, esta vez pública y apadrinada por el conde de Olivares y personas cercanas a su gobierno como Lorenzo Ramírez de Prado. Se trataba de pronunciarse en contra de Góngora pero también en contra de Lope presentando no una mera sátira sino un texto serio, verdadero programa poético y estético. Como todo programa, éste debía definirse polémicamente, atacando a los programas rivales, proponiendo un remedio contra los «daños» sufridos por la poesía española a manos de las dos principales facciones en pugna. Para ello, hacía falta no sólo dejar ver lo nefasto de la poética de los gongorinos sino lo inoperante de los discursos de Lope contra ellos y la mediocridad plebeya de su propuesta de castellanismo, claridad y llaneza: En esta parte descubren plebeyo gusto y peor juicio algunos discursos que he visto contra la demasía moderna, porque sin más distinción que la queja ordinaria vulgar, les vedan a los escritores todas osadías. Quieren restringir al poeta en puntuales gramáticas, cerrarle en sus palabras solas castellanas, contenerle en el camino real trillado, sin dejar que se divierta un paso a otras florestas, ni suba por collados y cumbres, como si a la difícil de Helicona se pudiese llegar por camino llano. En cambio Jáuregui propone una poesía ardua, que aspira a «grandiosas hazañas», porque «no solo la humildad y rendimiento es indigno en los versos, sino también la llaneza y medianía». Esta grandeza no debe volver la poesía inaccesible para los hombres de buen juicio y aficionados a ella, aunque no sean muy eruditos. Sin embargo, algo de profundo y de sublime debe reservar en exclusiva para los sabios y por eso es tan importante en el equilibrio del Discurso poético el tema que desarrolla en el sexto y último apartado: la diferencia entre entender la poesía, como pueden y deben hacer todos los discretos, y entenderla a fondo, lo que se reserva para unos pocos. Para apuntalar esta distinción, recurre Jáuregui a dos citas de Horacio aparentemente contradictorias. En una sátira, la décima del libro primero, afirma el lírico romano que sólo le importa agradar a un puñado de amigos: Plocio, Vario, Mecenas, Virgilio, o sea los espíritus más selectos de Roma, puesto que no es él de los ridículos poetas que aspiran a ser canturreados por los escolares. En cambio en una oda (I, 20) declara a Mecenas que no teme la muerte, que lo convertirá eternamente en lo que ya es, un cisne inmortal que sobrevuela los paisajes del mundo, y cuyo nombre sonará entre los pueblos más fieros y remotos, los de Colcos, Dacia y Gelonia, y entre los bárbaros medio instruidos, galos e hispanos, que recitarán sus versos. Este segundo texto retrata al poeta como vates: héroe inspirado escuchado por las multitudes, y cuya gloria trasciende cualquier frontera, social, intelectual o geográfica. Según el primero, en cambio, el poeta es un ciudadano modesto y retirado que no aspira más que a deleitar a un par de amigos exquisitos: si es necesario, se contenta con tener por oyente a Platón, como Antímaco (en anécdota contada por Cicerón). Llevando las cosas al extremo, puede contentarse con su propia compañía y aprobación, como un autor citado y aplaudido por Séneca: «…pocos me bastan, bástame uno, bástame ninguno». Según la primera concepción, típicamente humanista y magníficamente desarrollada en la Nutricia de Poliziano, es el poeta un héroe de estirpe divina descendido a la tierra, cuya alta misión es sacar a los hombres de su rudeza bestial y enseñarles la verdad del verbo. Para la segunda, es un sabio epicúreo, que se retira para gozar con sus amigos de los delicados frutos de una sabiduría que se da a pocos: goces refinados y serenos. Para la tercera, es un sabio estoico, alguien para quien basta el Bien en sí, no importándole que ese Bien no sea intercambiable y que no asegure los bienes que los hombres en general, o ciertos hombres en particular, consideran útiles, gratos y honrosos, como las recompensas y los aplausos. Estas cuestiones filosóficas las resuelve Jáuregui de un plumazo, conciliando esos puntos de vista dispares con su distinción entre la comprensión superficial e inmediata del poeta que se da a todos los que no son absolutamente incapaces y rudos, y la comprensión profunda e íntima reservada a los mejores. Horacio quería tener un «muy copioso auditorio», pero, como «preeminentes y fieles estimadores», sabía que sólo tendría a los «mayores juicios». En este sentido, no difiere tanto la poesía de la gran elocuencia, la magnífica, vehemente e inspirada elocuencia adecuada para los grandes asuntos que interesan a la república o a la humanidad. Para Cicerón, el sumo valor de la oratoria se aprecia en la fuerza con que arrastra a las multitudes, en los aplausos, conmovidos y frenéticos, del pueblo en su conjunto. Por consiguiente, los entendidos, según él, juzgarán exactamente como el pueblo: ellos considerarán superior a toda la oratoria más popular, la que mayor emoción despierta y mejor persuade a todos. La única diferencia entre los sabios y los ignorantes será que estos últimos entenderán cómo procede el orador, de qué manera logra ser tan persuasivo, y más que persuasivo, cómo logra «mover», o sea, arrancar de su asiento a los oyentes, sacarlos de sí, transformarlos en algo mayor y mejor que ellos mismos. Este concepto ciceroniano de la elocuencia sublime aproxima la oratoria a la poesía, con matices ciertamente. Estos matices no nos interesan ahora; la semejanza explica el trenzado de referencias al máximo modelo de la oratoria, Cicerón, y al máximo modelo lírico, Horacio (ambos juzgados así por el pedagogo por excelencia, Quintiliano). El estilo grande, al que deben aspirar los mejores ingenios, la mejor literatura, diríamos hoy, distingue a textos, ya sean poéticos u oratorios, que instruyen sobre cosas graves y vitales, deleitan intensamente y sobre todo «mueven», o sea provocan afectos fervientes y de la especie más noble, comunicando lo que llamaríamos ideales: deseos vivos, ardientes, eficaces, de grandes virtudes y de grandes acciones, entusiasmando, arrebatando y transfigurando, mediante el amor, el afán de gloria y la indignación. Todo ello sería inoperante si se limitara a unos pocos eruditos y por ello el gran estilo es comunicable a muchos: como gran elocuencia, es el cimiento de una comunidad política, de índole republicana; como poesía moral y robusta, aunque refinada, es el dulce y útil manjar de una corte virtuosa, unida en el servicio al rey y la reverencia (distante) a Dios, a sus santos y a su Iglesia. Esta postura es consonante con lo que podía agradar a Olivares, en ese momento de su gobierno en que todavía no estaba claro si la titánica lucha emprendida contra los enemigos de la monarquía de España iba a lograr o no sus objetivos, y cuando no se sabía si el rey (aún jovencísimo y lleno de ardor) no iba a pasar a la historia como un gran monarca guerrero, como un Trajano, un Marco Aurelio o un Carlos Quinto. Se trataba de promover un ethos heroico, sí, pero no en el sentido todavía muy caballeresco de Torquato Tasso, sino en el de una aristocracia moderna, disciplinada, entregada al servicio militar, administrativo y diplomático, del monarca. Por lo que no tiene nada de gratuito que Jáuregui dedique sus textos a don Gaspar de Guzmán. También se entiende que exista cierta semejanza, si no se miran las cosas desde muy cerca, entre Jáuregui y los ilustrados del XVIII que condenaron el gusto barroco. Unos y otros se sentían comprometidos en un programa de reformas institucionales, económicas y políticas, que implicaba una modernización y una mayor disciplina y control racional del discurso. En su vertiente literaria y estética, este programa era el de un clasicismo juicioso aunque entusiasta, más confortable y burgués desde luego en los ilustrados, más fogoso, atormentado y aristocrático en Jáuregui, hombre de su siglo y de su ambiente, pese a todo. Como el de los ilustrados, el credo de Jáuregui es de solidez solo aparente. La poética no puede recomendar a un tiempo la aventura y el orden, el riesgo y la cautela, aunque puede ocurrir que en el campo de tensiones que inducen estas polaridades surja la mejor poesía: la de Virgilio y Horacio desde luego, la de Góngora seguramente, aunque Jáuregui no lo reconozca. Sin novedades la poesía no es más que rutina; y estas novedades deben ser repetidas con variaciones, porque si no aparecen más que una vez no pasan de rarezas, zonas de opacidad de los textos que no pueden enriquecer y rejuvenecer el lenguaje poético. Por ello, no tiene mucho sentido condenar «la molesta frecuencia de novedades». Pero sobre todo los poetas no pueden apostar por las cosas y desdeñar las palabras sin abandonar lo que hace de ellos poetas. Así, por mucho que predique a favor de la «sentencia» y en contra de las «locuciones», Jáuregui, cuando se profesa maestro de poética, se ve abocado a enunciar reglas –las del préstamo léxico, la que veda el hipérbaton con el adjetivo antepuesto, la de limitar los tropos– que nada tienen que ver con las cosas y que, bien miradas, sólo se preocupan de las palabras. Por último, pese a que los méritos del opúsculo fueron reconocidos por algunos, ejerció, creemos, poca influencia a medio plazo. Es muy difícil salir de una situación de bipartidismo sobre todo si lo que se propone no es simplemente un centro, sino más bien una sutil superación dialéctica de dos tesis opuestas. La política literaria, como la política en general, no es muy proclive al exceso de sutileza: al menos que este se imponga por medios autoritarios y represivos, como suelen hacerlo las ortodoxias, y como trató de hacerlo el conde-duque de Olivares, estimando su poder en más de lo que valía. 9. Establecimiento del texto y características de la edición Para establecer nuestro texto nos hemos basado en un ejemplar digitalizado del impreso, el de la Biblioteca histórica «Marqués de Valdecilla», BH FLL Res. 1046(3). Lo hemos cotejado, en los pocos puntos dudosos, con el manuscrito BNE ms. 3980, que nos ha permitido confirmar una corrección ope ingenii. Hemos consultado cinco de los ejemplares conservados en la Biblioteca Nacional de España (R/ 5805; R/12683; R/ 16907; R/ 4521; R/16907). Fuera de un par de anotaciones a pluma, no hemos visto ninguna diferencia entre estos ejemplares y el que seguimos. El texto, redactado con rigor e impreso con cuidado, no presenta prácticamente erratas, ni siquiera en los textos latinos. Sólo las anotaciones marginales que indican las referencias de las citas contienen algunos errores, fáciles de subsanar. Para la puntuación, hemos tenido en cuenta la principal edición moderna, la de Melchora Romanos (1978). Hemos indicado sistemáticamente nuestra amplia utilización de las notas de esta distinguida estudiosa de la polémica gongorina. Hemos cotejado las citas de Jáuregui con las obras de donde proceden, y dado en bastantes ocasiones un texto más extenso que incluye su cita. Se entiende así mejor el modo en que la fuente ha sido interpretada y en ocasiones manipulada. Hemos dado entonces nuestra propia traducción, como también cuando Jáuregui no traduce o lo hace de modo discutible. Solo en contados casos hemos recurrido, indicándolo por supuesto, a una traducción existente. Hemos procedido así por deseo de uniformidad y porque no siempre es fácil, ni siquiera factible, encontrar una traducción española de las citas de nuestro autor. Siempre que ha sido posible, hemos tratado de localizar la edición concreta que éste manejó, o al menos la versión de los textos clásicos recogida en la edición por él consultada. Por último, en aras a una mayor unidad y coherencia, hemos modernizado los textos antiguos en castellano que citamos, ya provengan de una edición antigua o moderna, siguiendo los mismos principios de modernización que hemos aplicado al texto de Jáuregui según las normas del proyecto. Debemos la mayor gratitud a Pedro Conde Parrado cuya atentísima y generosa revisión nos ha ahorrado muchas faltas y despistes, especialmente en la puntuación, en la transcripción de citas latinas y a veces en las traducciones. Si algo de eso queda, la responsabilidad es enteramente nuestra. También queremos subrayar lo mucho que debemos a Jesús Ponce Cárdenas, que ha rectificado torpezas estilísticas, a Jaime Galbarro, especialmente por su ayuda en lo que toca a la bibliografía, y a Sara Pezzini. Ambos han releído el texto con minucioso cuidado y exquisita competencia. Las noticias y consejos de Roland Béhar, Muriel Elvira, Jesús Ponce Cárdenas, José Manuel Rico García y María Zerari, regalo de su sabiduría y amistad, han sido puntualmente indicados en las notas y a veces en el texto. Gracias, y no menores, se deben a quienes han cuidado del paso a la versión TEI: de Sara Pezzini, Aude Plagnard y Héctor Ruiz. 10. Bibliografía 10. 1 Obras citadas o consultadas por el polemista Agustín, San: Anónimo: Aristóteles: Ateneo de Náucratis: Aulo Gelio: Cicerón, Marco Tulio: —, De oratore (Pseudo-)Demetrio: Escalígero, Julio César: Estacio, Publio Papinio: Horacio Flaco, Quinto: Jerónimo, San: Lucano, Marco Anneo: Luciano de Samosata: Macrobio, Ambrosio Aurelio Teodosio: Manilio, Marco: Marcial, Marco Valerio: Ovidio Nasón, Publio: Persio Flaco, Aulo: Petronio Árbrito, Cayo: Plinio Segundo, Cayo (El Joven): Plutarco, Pseudo: Ramírez de Prado, Lorenzo: Séneca, Marco Anneo, El Rétor: Séneca, Lucio Anneo: Vida, Marco Girolamo: Virgilio Marón, Publio: 10.2 Obras citadas por el editor 10.2.2 Impresos anteriores a 1800 Agustín, San: Álvarez y Baena, José Antonio: Ateneo de Náucratis: Aulo Gelio: Boccaccio, Giovanni: Carducho, Vicente: Cicerón, Marco Tulio: Florencia, Jerónimo de: Faye d'Espeisses, Jacques: Focílides, Pseudo: Horacio Flaco, Quinto: Jerónimo, San: Jáuregui, Juan de: Láscaris, Constantino: Luciano de Samosata: Paulino de Nola, San: Pérez de Montalbán, Juan: Petronio Árbitro, Cayo: Piccolomini, Alessandro: Plinio Segundo, Cayo (El Joven): Plutarco: Polo de Medina, Jacinto: Puteanus, Erycius: Quevedo, Francisco de: Regio, Raffaele: Salcedo Coronel, García de: Sánchez de las Brozas, Francisco: Séneca, Lucio Anneo: Vega, Lope de: Velázquez de Velasco, Luis José: Zwingler, Theodor: 10.2.3 Impresos posteriores a 1800 Aguirre, José María: Alcalde Martín, Carlos: Alemán, Mateo: Alonso Cortés, Narciso: Álvarez Amo, Francisco Javier: Anónimo: Arcaz Pozo, Juan Luis: Aristóteles: Arredondo, María Soledad: Artigas, Miguel: Aulo Gelio: Azaustre Galiana, Antonio: Barrio Moya, Juan Luis: Béhar, Roland: Bénichou-Roubaud, Sylvie: Blanco, Mercedes: Bocángel y Unzueta, Gabriel: Bonneville, Henri: Borges, Jorge Luis: Brink, Charles. O.: Brito Díaz, Carlos: Cacho Casal, Rodrigo, Calboli, Gualtiero: Carranza de Miranda, Bartolomé: Castiglione, Baldassare: Cervantes, Miguel de: Chiron, Pierre: Cicerón, Marco Tulio: Chiappini, Gaetano: Cobos, Mercedes: Conde Parrado, Pedro: —, y Tubau Moreu, Xavier, (eds.), Crosby, James O.: Curtius, Ernst Robert: Daza Somoano, Juan Manuel: Demetrio, Pseudo: Di Santo Arfouilloux, Simonetta: Duprat, Anne: Durling, Robert M.: Elliott, John H.: Elvira, Muriel: Estacio, Publio Papinio: Fumaroli, Marc: Galand-Hallyn, Perrine: Galbarro García, Jaime: Garau, Jaime: García Berrio, Antonio: García Jiménez, Salvador: García Mora, José: Garcilaso de la Vega: Gargano, Antonio: Gates, Eunice Joiner: Gibson, Craig A.: Glodowska, Anna: Gómez Moreno, Ángel: Góngora, Luis de: González de Salas, Jusepe Antonio: Gracián, Baltasar: Grosser, Hermann: Guillemot, Maurice: Herrero, Miguel: Horacio Flaco, Quinto: Iglesias Feijoo, Luis: Jammes, Robert: Jáuregui, Juan de: Jones, Christopher P.: Jover Zamora, José María: Juana Inés de la Cruz, Sor: Justiniano: Kallendorf, Craig: Laplana Gil, José Enrique: Lauvergnat-Gagnière, Christiane: Leonardo de Argensola, Bartolomé: López Bueno, Begoña: López Estrada, Francisco: López Poza, Sagrario: Lucano, Marco Anneo: Luciano de Samosata: Ly, Nadine: Madroñal, Abraham: Mañas Núñez, Manuel: Marcial, Marco Valerio: Martín Baños, Pedro: Martín González, Juan José: Matas Caballero, Juan: Mayoral, José Antonio, Menéndez Pelayo, Marcelino: Monfasani, John: Montero, Juan: Moya del Baño, Francisca: Nisard, Charles: Jordán de Urríes y Azara, José: Osuna Cabezas, María José: Ovidio Nasón, Publio: Pabel, Hilmar M.: Pacheco, Francisco: Patillon, Michel: Paz y Meliá, Antonio: Pérez López, Manuel M.: Pérez de Montalbán, Juan: Pérez Pastor, Cristóbal: Persio Flaco, Aulo: Petrarca, Francesco: Petronio Árbitro, Cayo: Pierce, Frank: Pike, Ruth: Plinio Segundo, Cayo (El Joven): Plutarco de Queronea: Polo de Medina, Jacinto: Ponce Cárdenas, Jesús: Possevino, Antonio: Profeti, Maria Grazia: Propercio (Sextus Propertius): Quevedo, Francisco de: Quintiliano, Marco Fabio: Reinach, Adolphe: Ribadeneira, Pedro de: Rico García, José Manuel: Romanos, Melchora: Roses Lozano, Joaquín: Sánchez Laílla, Luis: Sánchez Pérez, Concepción: Schwartz, Lía: Séneca, Marco Anneo (El Rétor): Séneca, Lucio Anneo: Simonin, Michel: Teresa de Jesús, Santa: Terlingen, Johannes Hermanus: Tasso, Torquato: Varrón, Marco Terencio: Vega, Lope de: Vida, Marco Girolamo: Vigliano, Tristan: Virgilio Marón, Publio: Voinier, Sarah: Weinberg, Bernard: Weissenberger, Michael: Zarco Cuevas, Julián: **** *book_ *id_body-2 *date_1624 *creator_jauregui *resp_jauregui,_juan_de *date_1624 *adresse_guzman,_gaspar_de_(conde_duque_de_lerma) Discurso poético de don Juan de Jáuregui Al excelentísimo señor don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, sumiller de corps, caballerizo mayor, del Consejo de Estado y Guerra de su Majestad, Gran canciller de las Indias, alcaide perpetuo de los Alcázares de Sevilla, comendador mayor de Alcántara, etc. Con privilegio. En Madrid, por Juan González. Año MDCXXIIII Censura del Doctor Francisco Sánchez de Villanueva, predicador del rey nuestro señor y su capellán de honor. Siendo tan conocido el ingenio y erudición del autor por grande, en la propia y extranjeras naciones, la más calificada censura está en su nombre; y la que corre a mi cuenta, por comisión del señor don Diego Vela, vicario de Madrid y electo obispo de Lugo, halla su desempeño en lo que dijo Plinio de Iseo: «Pugnat acriter, colligit fortiter, ornat excelse, postremo docet, delectat, afficit». Porque en estos dos discursos (si pequeños, finísimos diamantes, pues ya advirtió san Paulino: «Mellis gutta idem sapit quod totus favus, nec ideo margarita vilis quia exigua») tan ajenos de perniciosa doctrina, como llenos de agudeza y sustancial erudición, enseña y ejecuta como superior, para que no envidie nuestra nación Escalígeros ni Tassos, venerando en don Juan de Jáuregui semejantes aciertos de cultura sobre peregrinas habilidades. En Madrid, 5 de junio de 624. El doctor Sánchez de Villanueva. Censura del maestro José de Valdivielso, capellán del serenísimo señor Infante Cardenal de España. Muy poderoso señor: Por mandado de vuestra alteza he visto con igual atención que gusto el Orfeo y Discurso poético de don Juan de Jáuregui. Y si aquí se permitieran elogios, pudiera pluma más bien cortada, sin vislumbres de lisonjera, no sin presunciones de temeraria, dilatarlos difusamente. El Orfeo, es el Orfeo; y el Discurso, suyo: con que el uno y el otro quedan singularmente acreditados después que en ninguno hallo cosa que disuene de la verdad de nuestra santa fe católica, ni en deslucimiento de las buenas costumbres; muchas sí contra las pervertidas de los que reprehensibles no atinan con la imitación de quienes por sus aciertos son dignos de aplausos. Y así me parece que no sólo debe vuestra alteza darle licencia para sacar a la común luz preñeces tan ricas de ella, sino apremiarle a que lo haga y premiarle porque lo desea. En Madrid, a 17 de junio de 1624. El maestro Josef de Valdivielso. Al excelentísimo conde Este papel, señor excelentísimo, ofrezco a vuestra excelencia y le rindo a su juicio, si mereciere su noticia. Asunto es digno de gran oyente por el fin a que mira. La entereza y buen lustre de nuestra lengua padece en manos de muchos que por no conocerla, no la respetan y creyendo que la enriquecen, la descomponen. Y si algunos con brío o con enojo han salido a reñir esta demasía, ya que el celo sea razonable, no basta él solo para conseguir las empresas. Visto he discursos inútiles que, valiéndose de doctrinas vulgares, al fin no penetran la materia ni aun la reconocen, por ser peregrina y difícil y que niega dignamente tratarse sin desenvolver en el arte lo exquisito y lo íntimo, abriendo ignorado camino a la perfección de los versos. Mi intento, señor, ha sido levantar trofeo a la verdad por si fuera vista su luz, y cuando a ninguno encamine, no será perdido mi estudio: él se premia con la esperanza de que vuestra Excelencia le abone; a quien sin duda, bien que yo deba reconocimientos mayores, no dedicara este escrito, si la suficiencia para juzgarle no fuera tan conocida, que nunca tuve por acierto responder a obligaciones con servicios impropios. Don Juan de Jáuregui Discurso poético. Advierte el desorden y engaño de algunos escritos Las causas del desorden y su definición. CAP. I. La extrañeza y confusión de los versos, en estos años introducida de algunos, es queja ya universal entre cuantos conocen o bien desconocen nuestra lengua. Oféndense los buenos juicios y juntamente se compadecen, viendo el disfraz moderno de nuestra poesía, que siendo su adorno legítimo la suavidad y regalo, nos la ofrecen armada de escabrosidad y dureza. Mas junto con este sentimiento, es tanta la modestia de muchos, que llegan a mostrarse dudosos sobre si este modo de escribir, siendo a todos molesto, es en alguna manera acertado, si esconde misterios de ingenio, si alguna utilidad o circunstancia oculta por donde merezca estimarse y ser admitido de los nuestros. O, ya que nada merezca, desean saber en qué se funda, de qué causas procede y por qué le apetecen sus autores, porque no es creíble que sin algún fin o interés (aunque sea engañoso) nadie elija y abrace un error. Este celo tan cuerdo de los dudosos merecería ser correspondido de quien pudiese vencer sus dificultades y, aunque yo no me prometo tanto, quise tentar si en limitado discurso cabía enteramente la satisfacción de la duda, que a muchos la debo por pregunta. Con este solo ánimo escribo este papel, donde no se culpa a ningún autor, ni obra alguna señalada: sólo me remito a aquellas en que se hallaren los abusos aquí reprobados, dejando salvo derecho a los autores para que, cuando acierten, los celebremos. Que posible es la enmienda, aunque difícil en nuestra esperanza, y, en cualquier tiempo que la haya, será agradecida de los cuerdos. Es, pues, la suma de mi persuasión que el intento original de los autores propuestos, en su primera raíz, es loable: porque sin duda los mueve un aliento y espíritu de ostentarse bizarros y grandes. Mas, engañados al elegir los medios, yerran en la ejecución, tanto que los efectos son vituperables, y justamente aborrecidos; no en parte alguna útiles, antes en extremo dañosos a nuestra lengua y patria, introduciéndose en ella tal linaje de escritos y versos. Este sentimiento seguiré con la explicación, en las breves hojas de este cuaderno, dividido en seis partes, o capítulos. En este primero digo:Las causas del desorden, y su definición Los engañosos medios con que se yerraLa molesta frecuencia de novedadesLos daños que resultan, y por qué modosEl vicio de la desigualdad, y sus engañosLa oscuridad, y sus distinciones Sean primer fundamento aquellas sentencias comunes del gran Lírico: «Maxima pars vatum decipimur specie recti. In vitium ducit culpae fuga, si caret arte». Dice que a las virtudes poéticas se acercan varios vicios parecidos a ellas y que muchos se engañan con la imagen, o especie de virtudes, que falsamente les representan. Esto es: Decipimur specie recti. Dice también, confirmando lo mismo, que el huir de un vicio, nos lleva muchas veces a otro, si con buen arte y estudio no sabemos conocerle, y distinguirle de la virtud: «In vitium ducit culpae fuga, si caret arte». Varios son los caminos de incurrir en este engaño. Hay poetas que, por escribir recatado, escriben abatido, y el huir de la temeridad los lleva a la cobardía. Otros, por ser suaves y puros, son desnervados y flojos; huyen lo rígido, y vanse a lo lánguido. Y para no detenerme en ejemplos, voy al camino que principalmente siguen los poetas que ahora notamos. Digo que estos se pierden por lo más remontado, aspiran con brío a lo supremo: esta es la virtud que procuran. Pretenden, no temiendo el peligro, levantar la poesía en gran altura, y piérdense por el exceso. Lo temerario les parece bizarro, esta es la especie de recto que los engaña; y, huyendo de un vicio que es la flaqueza, pasan a incurrir en otro, que es la violencia. La primera raíz del intento alabo; y a un tiempo mismo vitupero los engañosos medios, y los errados efectos en la ejecución. Porque, aspirando a lo excelente y mayor, sólo aprehenden lo liviano y lo menos. Y, creyendo usar valentías y grandezas, sólo ostentan hinchazones vanas y temeridades inútiles. Advirtiolo en breve Quintiliano donde dijo: ‘Hay autores que se abrazan de los vicios cercanos a las virtudes; en vez de ser grandes son hinchados y, en vez de fuertes, temerarios'. «Proxima virtutibus vitia comprehendunt, fiuntque pro grandibus tumidi, pro fortibus temerarii». Luego Gelio, acerca de los estilos: ‘Para estas virtudes (dice) hay otros tantos vicios, que mienten su modo y su hábito con falsos simulacros; así muchas veces los hinchados y llenos de viento engañan por abundantes y fértiles'. «His singularis virtutibus vitia agnata sunt pari numero, qua earum modum et habitum simulachris falsis ementiuntur. Sic plerumque sufflati atque tumidi fallunt pro uberibus». Casi lo mismo considera el Autor a Herenio. Y antes que todo Demetrio Falereo definiendo en particular esta demasía y sellando mi intento: ‘De la manera (dice) que algunos malos defectos se acercan a virtudes loables, como la sobrada vergüenza a la modestia, y el arrojamiento al valor, de la misma manera a los estilos de locución se hallan vecinos algunos vicios'. Diremos primero del que se acerca al estilo magnífico. A este vicio le llaman frígido, cuyo nombre define Teofrasto, diciendo: ‘Frígida locución es aquella que sobra a si propia, y a lo mismo que pretende decir'. Traducido por Pedro Victorio, suena así: «Quemadmodum autem sunt improba quaedam quibusdam probis, ac laude dignis, ceu fidentiae quidem audacia, verecundia autem pudori, eodem pacto locutionis notis vicinae sunt vitiosae quaedam. Primum autem de ea, quae vicina est magnificae dicamus. Nomen igitur ipsi impositum est frigidum: definit autem frigidum Theophrastus hoc pacto. Frigidum est quod excedit suam, propriamque enuntiationem». Habiendo nombrado a este vicio temeridad, hinchazón y viento, es acierto llamarle también frialdad porque, pretendiendo un ingenio extremos bríos, consigue sólo desaires frívolos y en vez de agradar al oyente y mover su espíritu, le desgracia y le hiela. Lastimosos efectos de la demasía, siempre más ostensible que la cortedad. «Etsi enim suus cuique modus est (dice Tulio a Bruto) tamen magis offendit nimium quam parum». Esta perdición por excesos, cuyo efecto es frío, hinchado y temerario, es también una suerte de vicio, que los griegos llaman κακοζηλία, de que hablan grandes autores. Significa la voz cacocelía un mal celo y vituperable por demasiado; una afectación y vehemencia por adelantar nuestras fuerzas, y pasar a imposibles, perdiéndonos en la pretensión. Este es el error primitivo, y el vicio capital en que hoy incurren los ingenios de que tratamos. Quieren salir de sí mismos por extremarse y, aunque es bien anhelemos a gran altura, supónese que esos alientos guarden su modo y su término, sin arrojarse de manera que el vuelo sea precipicio y, por alcanzar al extremo, aun no lleguemos al medio. Sin pasar a otro intento, mostraré que debieran estimarse estos bríos si todos sus arrojamientos no fueran al fin perdiciones. Veo en Séneca un lugar insigne que, si bien le acomoda al calor de Baco, en efecto describe con alto modo el espíritu mayor poético (o le llamemos, manía, o insania). Este lugar y otros muchos, pienso darles a los briosos , porque peleen con armas, y sepan lo más que se halla en defensa aparente de sus demasías. ‘No puede hablar cosas grandes (dice Séneca) y superiores a otros, sino conmovida la mente. Cuando ella desprecia lo vulgar y usado, y con instinto sacro se levanta excelsa, entonces canta mayores cosas, y supremas a mortal voz. Ni se puede arribar a lo arduo y sublime, mientras se limita en sí misma: conviene que se exceda en sus comunes fuerzas, que se adelante y que mordiendo el freno arrebate al que la rige, y le lleve donde él por sí solo temería subir'. Véanse ahora las mismas palabras en su fuerza nativa, y no parezca superfluo, si las más veces trasladare lo latino y vulgar, pues hay aficiones a todo. «Non potest grande aliquid et supra caeteros loqui, nisi mota mens. Cum vulgaria et solita contempserit instinctuque sacro surrexit excelsior, tum demum aliquid cecinit grandius ore mortali. Non potest sublime quicquam et in arduo positum contingere, quamdiu apud se est. Desciscat a solito et efferatur et mordeat frenos, et rectorem rapiat suum eoque ferat quo per se timuisset ascendere». Este ardor o este arrobo tan alto compete a los grandes poetas. No es menos lo que debe el ingenio moverse y excitarse, si propone a sus obras aplausos superiores. Mas debe (¿quién lo duda?) conseguir buen efecto de estos ardimientos y raptos: emplearlos, digo, principalmente en conceptos sublimes y arcanos (de que habla Séneca), no en lo inferior y vacío de las palabras, con que solo se enfurecen algunos. Y como quiera que se arroje el espíritu, debe salir a salvo del peligro, que es todo el ser de las empresas y, en las de poesía, tan difícil que pide gran fuerza de ingenio, estudios copiosos, artificio y prudencia admirable. Tales pertrechos han de asegurar el furor, cuando se arroja o se engolfa: y quien no se sintiere tan prevenido, retírese ocioso a la orilla, y no navegue, por más que le incite su espíritu. Parece que todo les falta a nuestros modernos y que quisieran, con el aliento sólo, conseguir maravillas sin costa: los efectos me lo aseguran. Porque no son sus éxtasis, o raptos, en busca de peregrinos conceptos. Remotos van sus ingenios de ese rumbo. Por locuciones solas se inquietan y en tan leve designio se pierden. Con este solo viento desatan las velas todas al ímpetu de su furor y, pretendiendo navegar velocísimos, zozobra la nave y se anega, como probará este discurso. Es efecto muy contingente, en los que desean lo excesivo, por el mismo caso no conseguir aun lo mediano, incurriendo en su daño y su afrenta; y a estos con propiedad comprehende la cacocelía. Explicareme con ejemplos. Muchas veces un tirador de barra, empleando gran ímpetu en adelantar sus fuezas, suele desbarrar y perderse. Lo mismo sucede al que salta; lo mismo, al que juega la pelota; y a otros. Así nuestros poetas, esforzándose en demasía por llegar a extremos sin límite, les sale después lo compuesto como pelota que se torció en la pala, y hizo falta, queriendo exceder largas chazas; como salto desbaratado que, por aventajar a otros, descaece y tropieza; y, finalmente como barra, que desliza de la mano y quebranta el brazo, dejando el tiro más corto en vez de adelantarle. Ejemplos de estos desaires se refieren por grandes poetas. Cuando el esgrimidor o pugil Entelo levantó la diestra con mayor ímpetu para aterrar al contrario, entonces (dice Virgilio) se vio el mismo ir a tierra con gran fracaso: Entelus vires in ventum effudit; et ultro ipse gravis, graviterque ad terram pondere vasto concidit. Y, en los juegos que describe Estacio, cuando Partenopeo se adelantaba a todos en la carrera, y ponía más esfuerzo en tocar la meta, entonces lloró su caída y su pérdida: iam finem iuxta dum limina victor init, etc. Parthenopeus humo, vultumque oculosque madentes obruit. Desmanes propiamente de la cacocelía, y efectos suyos. Los modos de perderse en ella son varios, pero excediendo siempre a la demasía, como queda advertido. Los engañosos medios con que se yerra. CAP. II. Piérdese pues el poeta y engáñase en varias maneras: de éstas basta advertir ahora las más notables, sobre lo general que dejamos a otros capítulos, y sea la primera el aborrecimiento de palabras comunes. Es cierto que el estilo poético debe huir las dicciones humildes, y usar las más apartadas de la plebe, como entre muchos dijo Petronio: «Effugiendum est ab omni verborum vilitate et sumendae voces a plebe summotae». Saben esto nuestros poetas o hanlo oído decir. Y llenos de furiosa afectación, no sólo buscan voces remotas de la plebe, sino del todo ignoradas en nuestra lengua, y traídas en abundancia de las ajenas. Aristóteles dijo a sus griegos en la Poética: ‘Las palabras de otras lenguas competen al estilo heroico'. Lo mismo repite en diversas partes. Ignorancia sería que, atenidos a este precepto, usásemos en poesía castellana mixtura de voces latinas, italianas, francesas o tudescas. Sería abusar torpemente de la permisión del Filósofo, y calumniarle sin causa. Él habla en estos lugares observando el estilo de Homero, que insertó en sus poemas, no peregrinos lenguajes de otras naciones, que es engaño, sino la diversidad de dialectos que usaban las provincias de Grecia, cuyas hablas diferían algo, mas reputándose todas por lengua griega. Los dialectos eran el ático, jónico, dórico, eólico, y el común. Así lo observan los gramáticos, mayormente Plutarco donde comienza: «Dictione varia usus Homerus cuius libet linguae Graecorum insignia immiscuit». Lo insigne de las lenguas de Grecia dice que mezcló, no de las distantes y extrañas. Esta mixtura, pues, tenía observada Aristóteles en las obras de Homero, y a ella mira en los lugares citados, conociendo que era toda una lengua, en cuanto ser toda griega. Al modo mismo considera Quintiliano la suya latina, donde diferenciaban algo los tuscos, sabinos, prenestinos y patavos y, porque Veccio usaba voces de todos, le reprende Lucilio, no obstante que era todo lengua romana: «Licet omnia Italica pro Romanis habeam». Como si en Castilla usásemos voces particulares de Andalucía o Aragón, o como si en poesía toscana se insertasen dicciones y modos de otras provincias de Italia, donde, aunque hay alguna diferencia, todo al fin es lenguaje italiano. No permite más el filósofo, ni cabía en tan sabio juicio consentir a los poetas la mezcla de lenguas remotas, como algunos entienden, por no entenderle. Cinuclo en Ateneo advierte, como caso muy raro, haber usado los antiquísimos griegos alguna palabra persiana: «sicuti parasangas, astaros, et schenum». Ovidio, en su destierro del Ponto, como quien se recela de incurrir en un gran barbarismo, dice: ‘Creedme que llego a temer no leáis mezcladas en mis versos algunas palabras pónticas'. Manilio, escribiendo de astronomía, donde era fuerza usar nombres nuevos extraños, aun siente mucho el hacerlo, y se defiende protestando que no es suya la culpa, sino de la materia que canta: «Et si qua externa referuntur nomina lingua, hoc operis, non vatis erit». Escándalo fue de Gelio la licencia de Laberio poeta, y aun desvergüenza la llama, sólo porque alteró algunas voces latinas, no porque las usurpase de otras lenguas, pues los ejemplos que alega son de esta especie: «adulteritatem, depudicavit, manuarium». En Virgilio son bien notables tres o cuatro extranjeras, que se llevaron a la latinidad: gaza, del persa; uri, del galo; magalia, del afro. A que añade Macrobio la voz camuris, como peregrina, aunque sin darnos su origen. Y es de advertir que no fue el primero Virgilio en introducir estas voces: que antes había dicho Lucrecio, gazae; César, uri (son ciertos bueyes) y Salustio mapalia; indicio de que ya las tenía admitidas el latino. En efecto el usar los poetas palabras extrañas jamás oídas es caso muy singular, y vedado severamente por Cayo César: ‘Ten siempre en la memoria (decía) y en el corazón el huir, como de un escollo, las palabras inauditas e insólitas'. «Habe semper in memoria, atque in pectore, ut tamquam scopulum sic fugias inauditum, atque insolens verbum». Después Gelio en otro capítulo reprueba lo mismo con igual aspereza. Palabras que no han de entenderse, ni mostrar nuestro intento, ¿de qué sirven? ¿o para qué se inventaron? Así lo pregunta el jurisconsulto Tuberón referido por Celso: «Quorsum nomina, nisi ut demonstrent voluntatam dicentis?». Mas de esto se hablará a lo último. Las que admitió Virgilio con más licencia, y otros latinos, fueron las griegas, como parientas de su lengua, y muy conocidas. Así lo consiente Horacio, con escaseza: «Si Graeco fonte cadant, parce detorta». Lo más, pues, que nosotros podemos a imitación de los latinos es valernos principalmente de algunas voces suyas, por la cercanía y parentesco de su lengua y la nuestra, aún más parientas que el latín y griego. Y no sólo podemos usar esta licencia, sino debemos, en las composiciones ilustres. Porque, si bien nuestra lengua es grave, eficaz y copiosa, no tanto que en ocasiones no le hagan falta palabras ajenas, para huir las vulgares, para razonar con grandeza y con mayor expresión y eficacia. Mas el que introduce nuevas palabras, latinas o bien de otra lengua, o como quiera que las invente, demás de ser limitado en el uso de ellas, debe saber que se obliga a otros requisitos: que la palabra sea de las más conocidas en la jurisdicción de su origen; que no consista en sola ella la inteligencia de lo que se habla porque, si la ignoran algunos, no ignoren también el sentido de toda la cláusula; que se aplique y asiente donde otras circunstantes y propias la hagan suave y la declaren, usándola en efecto en modo que parezca nuestra. Y por no hablar yo solo, oiremos a Demetrio: ‘Debe proponer (dice) el que innova alguna dicción: lo primero, que sea clara; demás de esto semejante a las que están en uso, no le parezca a alguno que en medio de nuestra lengua y vocablos griegos admitimos los frigios y scíticos'. «Proponere sibi oportet (traduce Victorio) primum in novando nomine ut planum sit et ex consuetudine; deinde similitudinem ad ea nomina quae usu sunt, ne aliquis videatur Phrygium aut Scythicum sermone adhibere in medio Graecorum vocabulorum». Sobre todo le importa al poeta español que introduce palabra nueva elegirla de hermosa forma, que suene a nuestros oídos con apacible pronunciación y noble. Pues no basta ser latina, italiana o griega, ni calificada y notoria en aquellos idiomas, para asegurarnos de su autoridad y preferirla a las nuestras. Estas voces, monipodio, catarro, pelmazo, sinfonía, escolimoso, y otras, son puramente griegas, y lustrosas y graves en su lengua, y de allí traídas a la nuestra. No por eso tendrán lustre o gravedad entre nosotros, ni jamás le tuvieron, sino desprecio y vileza (de poesía trato) porque se forman con desgracia a nuestros oídos, y no las acepta por nobles nuestro idioma. Al contrario de esto, coyunda, yugo, sulco, son voces siempre usadas entre boyeros; gallardía, banquete, se derivan de gallo y de banco; y, siendo unas de baja etimología, otras tan usadas de los rústicos, nada las envilece, todas son nobles y hallan lugar en los versos porque acertó su forma a sonar de buen aire en nuestros oídos y ser bien acepta al lenguaje. Así Teofrasto (alegado por Demetrio), definiendo cuál fuese la pulcritud de las palabras, nombra primero la que pertenece al oído: «Pulchritudo nominis est quod ad auditum». Mas dejando estas advertencias para ociosa ocasión, voy al punto de nuestros poetas, y digo que, en algunas obras, no sólo llenan de latín y de italiano y griego la mayor parte de los versos, dejándolos como extranjeros, y desnudos de su lengua legítima, sino que las voces que usurpan, aun en su origen son ocultas. Luego las derraman acaso, sin abrigo de otras nuestras y propias, que las manifiesten y ablanden. Y en fin, con trocada elección aprehenden las más infelices, las más broncas, no sabiendo examinar en ellas buena estructura, formación apacible o magnífica, para que, siendo gratas y cómodas a nuestro dialecto, ni escandalicen ni ofendan. Así que el huir de palabras comunes los destierra a lenguas extrañas donde cometen mayores vicios, por defecto del buen artificio, que en las fugas de toda culpa supone Horacio. No traigo ejemplos ejecutados, por no ofender autores, mas presumo se hallará lo que vamos diciendo, si se atiende a observarlo. Y, pasando a otras pérdidas y engaños, digo que es conveniente en los versos y precepto común usar metáforas alentadas y otras figuras y tropos admirables. Mas, por seguir los nuestros esta virtud, se engañan con la especie de ella, bien que engañosísima. Usan tanto lo figurado, y abalánzanse con tal violencia que, en vez de mostrarse valientes, proceden (como decíamos) hasta incurrir en temerarios. Todo lo desbaratan, pervierten y destruyen. No dejan verbo o nombre en su propio sentido sino remotos cuanto es posible; los fuerzan a que sirvan donde nunca pensaron, del todo repugnando al oficio en que los ocupan. Esta violencia de traslaciones considera ingeniosamente Jerónimo Vida: ‘Hay autores inicuos (dice en su Poetica) que ejercen dura fuerza con las palabras: despojan las cosas de su forma nativa a pesar de ellas mismas, y oblíganlas violentamente a vestirse de ajenos aspectos'. Namque aliqui exercent vim duram, et rebus iniqui nativam eripiunt formam indignantibus ipsis, invitasque iubent alienos sumere vultus. Entendamos esto con ejemplos, aunque fingidos, pues no he de alegar los de otro. Supongo que, para describir el mar, traigo metáforas de un libro; a las ondas las llamo hojas, a los peces letras, etc. Parece que en tal caso estas voces metafóricas se quejarían viéndose violentadas en ministerio tan remoto de su significado. Las hojas dirían: ¿cómo podemos ser ondas? Basta que, siendo propias del árbol nos trasladan al libro, mas llevarnos ahora a que signifiquemos el agua, no es disfraz sufrible. Dirían las letras: ¿qué proporción o parentesco tenemos con los peces, para que ellos se vistan de nuestro nombre? Basta que hay pez espada, y pez rey, mas pez letra es rigor que le haya. Hallaremos, pues, en los nuestros, no sólo traslaciones tales, sino con aspereza doble, porque aun las mismas metáforas metaforizan. No juzgan suficiente un disfraz en la voz y oración, sino que la revisten con muchos y queda sumergido el concepto en la corpulencia exterior: «Ipse latet penitus congesto corpore mersus». No digo otras desproporciones al continuar la metáfora: ni puedo detenerme en todo. Demás de esto han oído que la oración poética en estilo magnífico debe huir el camino llano, la carrera de locución derecha consecutiva y la cortedad de las cláusulas. Mas, huyendo de esta sencillez y estrecheza, porfían en trasponer las palabras, torcer y marañar las frases de tal manera que, aniquilando toda gramática, derogando toda ley del idioma, atormentan con su dureza al más sufrido leyente. Y con ambigüedad de oraciones, revolución de cláusulas y longitud de períodos, esconden la inteligencia al ingenio más pronto. Todos estos defectos se reprueban juntos por Cicerón y de todos dice procede la oscuridad. De ésta hablaremos después en distinto capítulo. Aquí basta proponer algo del insigne orador, bien que sus leyes sean más estrechas que las poéticas: ‘No hay para qué detenernos en otra cosa (resuelve Craso) porque se dispute con cuáles medios podremos hacer que se entienda lo que se dice. Esto se conseguirá hablando verdadero latín, con palabras usadas que propiamente muestren lo que pretendemos significar, sin dicción ni oración ambigua; sin muy larga continuación de palabras; sin muy apartadas traslaciones, no trocando las sentencias, no trastrocando los tiempos de los verbos, no confundiendo las personas, no perturbando el orden.' «Neque vero in illo altero commoremur etc.». Luego, condenando el estilo de algunos, añade: ‘Si no estoy atentísimo, no los entiendo: tan confusa es su oración y tan perturbada. No sé cuál es primero, ni cuál segundo. Tanta es la insolencia y la multitud de sus palabras que la oración, que debía dar luz a las cosas, antes las envuelve en tinieblas. Y los mismos que hablan se atruenan'. No sé cómo pueda representarse mejor lo que hoy vemos en los escritos reprehendidos. Una de sus extrañezas (como propuse) es la transposición de palabras: llaman los griegos hyperbaton esta figura que, usada con buen artificio, añade gala al decir, y es común entre los poetas. Mas en algunos modernos es tan frecuente y violenta que me obliga a notarla con distinción, especialmente en el modo que más ofende. Dividen el epíteto del nombre, interponiendo algunas palabras, de que procede este género de oraciones: En la moderna de escribir manera extraños mil se notarán desaires. División que en nuestro lenguaje casi siempre desagrada al oído. Contra ella vi escrito mucho por algún autor enojado. Y, siendo lo principal que impugnaba, era sin duda lo que menos entendía. Acuérdome que trae por ejemplos de esta violencia versos que en ninguna manera la comprehenden. Y es que quien los alega reprueba confusamente la travesura, ignorando su distinción. No basta pues el trasponer como quiera las palabras, y apartar los epítetos de los nombres, para que resulte aspereza en nuestro lenguaje. La aspereza resulta (entiéndase esto) cuando el epíteto se dice primero y el nombre después, como en aquel ejemplo: “Extraños mil se notarán desaires, en la moderna de escribir manera”. Pero si se traspone en modo contrario, diciendo primero el nombre, y después el epíteto, aunque se dejen en medio las mismas palabras, desaparece lo áspero, si no lo travieso. Véase la diferencia: Desaires mil se notarán extraños en la manera de escribir moderna. No sólo es sufrible término, sino agradable. Infinitos le usan, a nadie ofende y así es despropósito traerle a cotejo con el primero. Es tanta verdad que no ofende, que aun en prosa humilde se admite, como: “Pocos tienen caudal de letras suficiente para obras de poesía tan difíciles”. Lo ofensible sería trasponer al contrario: “Suficiente de letras caudal, para tan difíciles de poesía obras”. La diferencia es grandísima. Diré algunos versos de Garcilaso, donde usa la suave trasposición: Y con voz lamentándose quejosa. Ya de rigor de espinas intratable. Los accidentes de mi mal primeros. Guarda del verde bosque verdadera . ¿Quién puede argüir dureza en estas divisiones? Antes conceder elegancia, porque se oye primero el nombre (aquí apoya la distinción) y después su epíteto. Si lo trocásemos, anteponiendo el epíteto, y después el nombre, entonces incurriría en dureza: «Verdadera del bosque guarda»; «Los primeros de mi mal accidentes»; «Intratable de espinas rigor»; «Con quejosa lamentándose voz». Este en efecto es el modo áspero de trasponer que usan frecuente los modernos, con total repugnancia de nuestra lengua, pues no se puede acabar con ella que lo tolere. Podríase en alguna ocasión, mediante la industria de los artífices. En el uso de las sentencias no se extrema, ni se descubre, como en las locuciones, el afecto excesivo de su furor, así porque apenas las dicen ni las procuran, como porque las embaraza y esconde el revuelto lenguaje. También se hablará de esto adelante. El juego más propio y el quicio en que se rodean sus desórdenes es el abusar locuciones. Y aunque también incurren en diversos defectos de otras esferas, ésa ya es flaqueza de muchos, y este discurso no observa sino lo extraordinario moderno. Si algo me pertenece notar en el sentido de las cosas (como quiera que sean) es que también las afectan con el término extraño del decirlas. Aunque son humildes y mansas, el lenguaje las turba y las embravece. Quieren, en la forma que pueden, huir lo ordinario y es sin duda que dicen novedades, pero son vanidades flamantes: «Dum vitant humum, nubes et inania captant». En su intento, a lo menos, no ha de haber acción moderada, sino que, en vigor de su estilo, todo pierda de vista la templanza. Diré un ejemplo que trae Demetrio no sin donaire. Para decir un autor que en la mesa no se pone la taza sin suelo, dijo, no se enarbola sin pedestal, y más hinchado suena en el griego. Así añade Demetrio: «Las cosas pequeñas no comportan locución tan hinchada. «Res enim qui parva est, non sustinet tumorem tantum locutionis».También merecen oírse dos frases que alega el docto Vida: Si alguno llamase (dice él) ‘a los establos de los caballos, lares equinos; o a la grama del campo, crines de la gran madre, me pareciera la misma imprudencia y ceguedad, que ataviar un pigmeo con los vestidos grandísimos de un gigante'. Haud magis imprudens mihi erit et luminis expers qui puero ingentes habitus det ferre gigantis quam si quis stabula alta lares appellet equinos aut crines magnae genitrici gramina dicat. De estos ejemplos se pueden inferir otros, que se hallan semejantes en las composiciones reprobadas. El efectuar un escrito es ajustar las voces de un instrumento, donde se le da a cada cuerda un temple firmísimo, torciendo aquí y allí la clavija, hasta fijarla precisa en el punto de su entonación y no en otro. Porque, si allí no llegase, o excediese, quedaría el instrumento destemplado y destruida la consonancia y la música. Los nuestros, pues, cuando escriben, no conociendo en su oído el punto fijo de la templanza, siempre la pasan de punto, de que resulta el destemple y la destruición de sus obras. Quieren huir el bajo tono, y levantan con violencia las voces. Tuercen más y más las clavijas, hasta que con estrépito rompen las cuerdas, o bien las dejan tan tirantes y broncas, que hieren en nuestros oídos con insufrible disonancia. Las locuciones sonoras son cuerdas y, si las aprietan, revientan. Mas el daño invencible de estos extremos es (como ahora se dijo) que quien los usa no conoce su temple y, cuando levanta la entonación, no sabe decir: Bueno está. Así reprehendía Apeles el yerro de aquellos pintores que no juzgaban ni sentían quid esset satis, cuál fuese lo suficiente en el afecto de extremar sus obras. Cicerón lo refiere. «In quo Apeles pictores quoque eos peccare dicebat, qui non sentirent, quid esset satis». Y lo que más dificulta el remedio, o le imposibilita, en tan desordenados excesos es que quien los comete no sólo desconoce el error, mas le juzga virtud y le ama. Yerra pensando que acierta, que es el vicio más pernicioso, como nota agudamente Quintiliano. «Cacocelon (dice) se llama lo que excede allende la virtud. Siempre que el ingenio carece de elección y juicio, y se engaña con una especie de bueno, es en la elocuencia el pésimo de todos los vicios. Porque los demás se huyen y éste se busca. «Κακόζελον vocatur quidquid est ultra virtutem. Quoties ingenium iudicio caret et specie boni (así dijo Horacio) fallitur; omnium in eloquentia vitiorum pessimum: nam caetera cum vitentur, hoc petitur». ¿Quién ignora que estos desórdenes que condenamos son pretendidos de propósito por los mismos que no los conocen? Mal pueden abstenerse del yerro en que presumen acierto. No hay más peligrosa enfermedad que la que el hombre juzga por salud. Si se imagina sano, mal buscará remedio al peligro. Este símil es de Luciano, traído al mismo propósito en Lexífanes, de que se dirá mucho adelante. Habla allí con donaire de un escritor afectado, muy semejante a los nuestros, que, por estar hidrópico de palabras hinchadas, tratan de curarle y con cierto bebedizo hacen que las vomite. Entre otras cosas le dicen: ‘Parece que no tienes ningún amigo o familiar ni quien te quiera bien, ni has llegado a manos de hombre ingenuo de los que libremente dicen su sentimiento, para que, amonestándote la verdad, te libre de esta hidropesía que te posee y tiene a peligro de reventar, aunque a ti te parece que estás sano y juzgas por salud tu calamidad'. Diré las palabras latinas, según la versión más correcta. «Porro videris mihi neminem amicum aut familiarem aut benevolum habere, neque in virum ingenuum et libere loquentem incidisse qui, vera monendo, te liberaret ab hac intercute aqua qua teneris, ob quem affectum periculum est ne dirumparis, quamquam tibi ipsi bene habito corpore videris esse et calamitatem hanc pro bona valetudine ducis». Ésta es la suma lástima y engaño de nuestros poetas y ésta la enfermedad que juzgan por salud. Sin duda son hidrópicos. Tienen hinchados los vientres y las venas poéticas. Por querer beberse los mares, no solo las ondas castalias, revientan de poetas (como dice el vulgar) y aun no reconocen su peligro: antes le juzgan por sanidad robusta. Así llegan sus obras a ser con pertinacia intolerables y su remedio difícil en nuestra esperanza. La molesta frecuencia de novedades. CAP. III. No se niega que hallamos en sus obras algunas novedades bizarras y atrevimientos dichosos; que nunca falta algo estimable en la peor composición. Mas es lastimosa desgracia ver de la manera que aun en lo mismo que acertaron yerran y, con lo que agradaron, ofenden. Porque si a dicha encuentran algo nuevo y galante, que pueda ser de gusto al que lee, quieren lograrlo tanto que lo repiten infinitas veces. Y así la novedad o gala que una vez dicha fuera grata, muchas veces repetida, es desapacible y molesta. El mismo que la cría la destruye y en las manos que nace envejece. Esta repetición tan viciosa de unos modos mismos o frases nota Séneca en una epístola singular a mi intento. Preguntole un amigo la causa de estos abusos que ahora tratamos, y otros poco diversos: a que responde el filósofo con el acierto que suele. Mas sólo traigo de su respuesta lo que dice contra las repeticiones frecuentes de lo extraordinario uniforme, y contra aquellos que, en agradándose de algo, no saben jamás callarlo. Cuenta que Aruncio, historiador, se inclinaba a las locuciones extrañas de Salustio; y, en hallando alguna, la amaba y abrazaba de suerte que la repetía en cada hoja: «Est apud Sallustium (dice Séneca) ‘Exercitum argento fecit'; hoc Arruntius amare coepit, posuit illud omnibus paginis». A éste siguen otros ejemplos, hasta donde repite: ‘Todo el libro de Aruncio es tejido de estas cosas: las que en Salustio fueron singulares y raras, en éste son muy frecuentes, y casi continuas. Y no sin causa, porque el otro inafectadamente caía en ellas y este de propósito las busca. Ya ves lo que puede seguirse a la inclinación de aquellos que los vicios les sirven de ejemplos. Dijo Salustio: ‘Aquis hyemantibus'. Aruncio en el primer libro de la guerra púnica dice: ‘Repente hyemavit tempestas'. Y en otra parte, queriendo decir que fue el año frío, dice: ‘Totus hyemavit annus'. Y en otra: ‘Sexaginta onerarias luces hyemante Aquilone misit'. No cesa en fin de insertar este verbo en todos lugares. Dijo en uno Salustio: ‘Inter arma civilia aequi boni famas petit'. Aruncio no supo abstenerse, sino que a toda priesa, luego en el primer libro escribió: ‘Ingentes esse famas de Regulo'. No es bien dilatarnos con Séneca; basta haberse entendido cuán ostensibles sean las locuciones peregrinas, si con frecuencia se reiteran e inculcan, como vemos hoy con extremo en los afectados modernos, pues la novedad que mil veces no se replica les parece quedar mal lograda. Y no sólo siendo unas mismas las locuciones, ofenden repetidas. Mas aun siendo varias, si son peregrinas y nuevas, basta el frecuentar novedades para que causen molestia, embarazando y afeando la obra donde se acumulan. Pues, como nota Quintiliano: ‘El que afectare demasiado lo vario, aun aquella misma gracia de la variedad perderá'. Y poco después: ‘las figuras de oración ocultas, retiradas del uso vulgar, y por el mismo caso más nobles, así como despiertan y alegran el oído con la novedad, así con la copia y abundancia fastidian o empalagan'. «At qui nimium affectaverit ipsam illam gratiam varietatis amittet. Nam secreta et extra vulgarem usum posita, ideoque magis nobiles, ut novitate aurem excitant, ita copia satiant». Así vemos que las conocidas viandas, usadas siempre, no cansan. Y el manjar peregrino, aunque sea vario, continuado una semana, no es comportable y, cuanto agrada más, cansa más presto. Lo cual se prueba en la poesía, no sólo por las experiencias del gusto, sino por las conveniencias de razón en que se funda. En esta manera. Todas las novedades poéticas y osadías de elocuencia, aunque se acierten, son de su naturaleza culpas o vicios. Así me atrevo a decirlo y, si lo pruebo, justamente debemos reprobar su abundancia. Juzgue primero Séneca si son vicios; así llama a las locuciones audaces de Salustio que imitaba Aruncio, aunque eran lustrosas y elegantes como lo muestran en el lugar que antes alegamos: «Vides autem quid sequatur ubi alicui vitium pro exemplo est»; y más abajo: «Haec ergo, et huiusmodi vitia, quae alicui impressit imitatio». Vicios los llama no porque en la abstinencia de Salustio y en su artificio dejen de ser aciertos, ni pueda caber en ellos el nombre de culpas, sino porque, abstraídos del lugar que allí tienen, y usados por otro con demasía y mal juicio, les queda solo una viciosa forma. Que al fin aquellas novedades vician (si bien se advierte) y quebrantan los decretos y leyes del idioma latino, y sólo con el arte y destreza de quien sabe lograrlas, se oyen gustosamente. Allí reciben nombre de osadías felices y llegan a transformarse en virtudes. Notando Falereo algunos excesos de Safo bien logrados, dice discretamente: ‘Por el mismo caso es admirable la divina Safo: pues, en locución tan llena de peligro por naturaleza, y que apenas consiente ser tratada con agrado, ella acertó a usarla con elegancia'. «Quapropter maxime aliquis admiraretur divina Saphonem, quod re quae natura periculi plena est et vix potest cum laude tractari usafuerit eleganter». Con esta advertencia (a lo que yo juzgo) dice Petronio del poeta Lírico: «Et Horatii curiosa felicitas». Porque mediante la industria y artificio de Horacio, tuvieron felicidad sus atrevimientos poéticos. Reparemos en la voz curiosus, que, en el más notorio sentido de los latinos, significa el demasiado diligente en inquirir novedades. Es vicio la curiosidad, vicio que excede todo límite en la diligencia, y se distingue de ella tanto, como la superstición de la religión: «ut a diligenti curiosus, et a religione superstitio distat». De suerte que Petronio, atribuyendo a Horacio la curiosa felicidad, muestra que fue feliz en lo vicioso, que excedió venturosamente. Y más encarece el exceso diciendo curiosa felicitas que si dijera felix curiositas porque, según Nigidio (a quien Gelio llama doctísimo), este modo de fenecer las dicciones, vinosus, mulierosus, religiosus, nummosus, explica un exceso grande en aquello de que se habla. Y en eso funda que aun la palabra religiosus se recibía en mala parte reforzando el sentido vicioso de la curiosidad y gravando su exceso. Varrón en sus etimologías dice que es curioso el que sobre manera se arde en cuidado: «Cura, quod cor urat; curiosus, qui hac praeter modo uritur». De aquí infiero que el poeta felizmente curioso, según origen latino, puede decir escapa a las llamas: no es menos su dicha. Y si admitimos que sea curiosus el mago o hechicero, como prueba erudito don Lorenzo Ramírez de Prado, diré que es hechizo y es magia la industria poética pues hace a los ojos de todos de la fealdad hermosura, vende por fineza lo falso y sale de estos engaños como por encanto. Tal fue la destreza del Lírico y la dicha que pondera Petronio, dando a entender juntamente el peligro de las osadías grandes poéticas porque, siendo de su naturaleza vicios, supersticiones, incendios y encantos, el gran arte y juicio en usarlas y el huir de su frecuencia las hace virtudes, templanzas, recreos y verdades. No es mucho que sea tan difícil hermosear los vicios y darles decente lugar en la elocuencia, pues aun las mismas virtudes no favorecidas del arte producen enfado: «Cum virtutes etiam ipsae tedium parant, nisi gratia varietatis adiutae». Quintiliano lo advierte, y mejor en otro lugar: «In quibusdam virtutes non habet gratiam, in quibusdam vitia ipsa delectant». ‘Así como las virtudes en manos de algunos, por su mal artificio pierden la gracia; así, en las de otros, por su buena industria, los mismos vicios deleitan'. Este autor, en muchos lugares, hablando de la sinalefa y diéresis, y de otras figuras que admiten la elegancia, las llama vicios. Y no hay duda que aun las figuras comunes (si bien lo notamos) comprueban la sentencia propuesta. La común retórica dice corales o claveles a los labios, estrellas a los ojos, flores a las estrellas, quita a las cosas sus nombres y dales otros distantes por translación, dice roble y abeto en vez de nave, pasa los límites de toda verdad con las hipérboles, aplica a una piedra sentimiento y palabras, trueca y remueve el orden de la oración, oculta con rodeos lo que sencillamente pudiera exprimir, altera la medida de las dicciones, usa las de otra lengua, revócalas de la antigüedad y alguna vez las inventa. Éstas pues y las demás figuras de su género casi todas, no se puede negar que por sí mismas son delitos: son defectos y vicios que impugnan al lenguaje, en cuanto se oponen a su mayor propiedad, tuercen su rectitud y distraen su templanza. Mas aunque en esta manera consideradas sean estragos de la lengua, sean vicios y delitos contra sus primeras leyes, dales el que bien sabe tan acomodado lugar, úsalas con tanta razón y espárcelas con tal recato, que no sólo no vician lo escrito, mas lo hermosean, lo realzan, lo ennoblecen. Y al contrario, el que sin elección y modo agrava sus versos de figuras y los colma y rebosa, es cierto que ha de afearlos y envilecerlos. Puede tanto la demasía que no se excusará esta desgracia aunque las figuras sean varias y bien inventadas. De éstas habla una sentencia célebre de la poetisa Corina: «Manu (inquit) serere oportet, non toto canistro». Es decir: ‘con la mano se han de sembrar y esparcir las flores poéticas, no con el mismo canasto', trastornándole todo sobre los versos. Pues si esta continencia se debe a las figuras comunes de elocuencia, ¿qué se deberá a las proezas que nuestros poetas emprenden? Sus temeridades digo, tan resueltas y tantas que no sólo repetidas, mas variadas, escandalizan y apenas el gran arte y juicio podría introducir algunas donde fuesen bien admitidas. Porque hay defectos y yerros que en ocasión aciertan y perfeccionan, mas, fuera de ella, retienen desnudamente su desgraciada forma: ¿qué se hará donde se hallan acumulados? Fuerza es que allí redoblen imperfección. Los venerables Ennio y Lucrecio usaron solecismos notorios, que no sólo se excusan en Aulo Gelio, sino se alaban, siguiendo el parecer de Probo Valerio. Cupressus es voz femenina, y Ennio le trueca el género diciendo, rectos cupressos. Aër es masculino y le usa femenino, aêre fulva. Funis, que es también masculino, Lucrecio le afemina, aurea funis. Fretum y peccatum hacen el ablativo freto, peccato, y Cicerón por elegancia los termina en u: fretu perangusto, manifesto peccatu. La voz antistites suena así en primer caso de plural y el mismo Tulio le trueca la terminación y declinación, diciendo por las sacerdotisas sacerdotes antistitae. Éstas y otras singularidades contra las leyes latinas y griegas observa Gelio, así en Lucrecio y Enio, como en Cicerón, Virgilio y Homero, y pondera sus ingenios y arte que, consultando el buen gusto del oído, hallaron razones de hermosear las fealdades y virtualizar los vicios. Mas si estos excesos tan nuevos no hallasen decente lugar, o se frecuentasen, serían meramente barbarias, y con la repetición intolerables. Todo lo precedente se hará más creíble al que en otros sujetos considerare lo semejante. Un terrón de sal es insufrible al gusto y, no obstante su desabrimiento, vemos que sazona admirablemente los guisados; no es posible sin ella quedar sabrosos. Bueno sería que, atenidos a esta calidad, hiciésemos un necio argumento: la sal da buen sabor a la vianda: luego, cuanta más sal, más buen sabor. Un lunar es en efecto mancha y por sí solo vicio de naturaleza y, siéndolo, aumenta hermosura. Digamos, pues, que cuantos más lunares más hermosura. Las falsas en la música traen su defecto en su nombre, porque falsean la entonación. Vemos juntamente que agracian toda armonía: colijamos de ahí que cuanto más falsas más sonoridad. No hacen nuestros poetas menos engañosos silogismos, ni infieren menos erradas conclusiones. Pretenden guisar sus poesías sabrosamente y cárganlas sin tiento de sal, con que se trueca el sabor en desabrimiento. Quieren hermosearlas con lunares, y son tantos, que las cubren de manchas y fealdades. Quieren mezclar sus falsas que agracien la armonía de los versos y falsean tanto el estilo que es toda su poesía falsedad y los autores (si es lícito decirlo) falsarios. El vicio de desigualdad y sus engaños. CAP. IIII. Débese advertir de propósito otro inconveniente, resultado no menos de los sobrados esfuerzos. Es el inconveniente que, siendo la igualdad en la poesía virtud tan forzosa, de ninguna se alejan tanto los nuestros, por la altivez de locuciones que apetecen. Las maneras altivas del decir, demás de ser felices en el acierto, deben emplearse en estilo continuadamente grande. Si este se rinde a humildades o medianías, hace disonancia tan torpe con lo valiente que, en vez de serle honroso, le es más afrenta. Hay pues coyunturas del razonar que casi imposibilitan la magnitud del lenguaje y como por fuerza le humillan. Hay también en nuestros poetas juicios prepósteros que admiten a veces por dicciones ilustres las más deslucidas. Y así por estos accidentes, como por otras flaquezas y engaños, vemos en los mejores trechos de sus poesías una desigualdad feísima, una mezcla en extremo disforme de versos rendidos y humildes junto a los más soberbios y temerarios. Y, dado que en algunas temeridades se acierte, y alcancen estas magnífico nombre, debe advertir quien las usa que sirven de envilecer más lo humilde; porque junto al estruendo de bombardas, aun el de las trompetas es flojo ruido: ¿qué será el de la flauta o zampoña? A este propósito dicen algunos que es de mayor estima un vuelo sublime, aunque a veces con desigualdad descaezca, que el vuelo más igual y constante, si es juntamente humilde o limitado. Valiéndose mal de esta sentencia (que es cierta) se arrojan a todos excesos; y, como en algunos atinen, aunque en muchos se pierdan, les parece estar disculpados. Puede que interpreten en su daño aquella proposición de Petronio: «Per ambages deorumque ministeria praecipitandus est liber spiritus». ‘El espíritu del poeta (dice) se ha de precipitar libremente, etc.'. Usa este encarecimiento, o hipérbole, contra los que refieren en poemas puntuales historias, y allí el verbo praecipitandus no denuncia ruina, sino aquella libre carrera que debe seguir el poeta, no atado a leyes históricas. No es otro el intento del autor, ni aconsejaría yo a nadie se precipitase en errores, armado de este documento. Menos le diré se contente con la mansedumbre y lisura que piden algunos a los versos, deseándolos tan sencillos y fáciles como la prosa. Mucho deben diferenciarse y mucho más en el estilo noble. En esta parte descubren plebeyo gusto y peor juicio algunos dicursos que he visto contra la demasía moderna, porque sin más distinción que la queja ordinaria vulgar, les vedan a los escritores todas osadías. Quieren restringir al poeta en puntuales gramáticas, cerrarle en sus palabras solas castellanas, contenerle en el camino real trillado, sin dejar que se divierta un paso a otras florestas, ni suba por collados y cumbres, como si a la difícil de Helicona se pudiese llegar por camino llano. Lícito es, y posible al ingenio, contravenir muchas veces a la regulada elocuencia y sus leyes comunes, sin ofender las poéticas: antes, ilustrando sus fueros, aspirar debe a grandiosas hazañas y no medianas; porque no sólo la humildad y rendimiento es indigno en los versos, sino también la llaneza y la medianía (ya lo predica Horacio), y aunque sea pareja y sin vicios, es viciosa y tan despreciable que no halla lugar en poesía. Mas tampoco le tiene la grandeza y sublimidad si es pocas veces conseguida, y las más alternada con precipicios. El ingenio poético presuma extremados peligros, pero no pretenda alabanza si se perdiere en ellos, que no le valdrá por disculpas lo que a Faetón: «Magnis tamen excidit ausis». Pocas y leves pérdidas se le permiten, gran constancia se le encomienda. Ya veo la imposibilidad de evitar algunos descaecimientos en los que vuelan alto. Mas verifíquese en sus escritos que siguen encumbrado vuelo por la mayor parte y que en pocas, y poco, descaecen; que yo los preferiré no sólo a lo humilde y lo corto, sino a lo mediano y sin vicios y aun traeré en su defensa una epístola de Plinio a Luperco, que trata con elegancia este punto y puede ser bien útil a quien la entendiere sin abuso. Sustenta allí aquel discreto que no se debía estimación a ‘cierto Orador de su tiempo, aunque recto y sano en la elocuencia, por no ser bastantemente adornado y engrandecido', hasta llegar a decir que su culpa era carecer de culpa, mostrando que no incurría en defectos, porque no intentaba peligros. «Dixi de quodam Oratore recto quidem & sano, sed parum grandi et ornato, nihil peccat, nisi quod nihil peccat». La epístola es larga mas el corazón de su intento y lo más atrevido que afirma se reduce a pocas palabras que son las referidas y estas: ‘Mas veces caen los que corren que los que andan asidos al suelo; mas estos no cayendo, ninguna alabanza merecen; y aquellos, aunque caigan, son dignos de alguna'. «Frequentior currentibus quam reptantibus lapsus; sed his non labentibus, nulla laus; illis nonnulla laus, etiam si labantur». Admito la sentencia, y por más ajustada a los poetas que a los oradores, porque la composición poética debe correr con superior aliento y el que camina aterrado debe ser del todo excluido y no comparado con otro. Mas las caídas, tropiezos o lapsos que Plinio comporta en los que bien corren se entiende que han de ser leves y pocas, y que procedan firmes en lo restante, como lo juzga Horacio donde dice: «Ubi plura nitent in carmine, non ego paucis offendar maculis». Y luego: «Opere in longo fas est obrepere somnum». Y bien que lo consiente así, se indigna contra Homero las veces que en sus largos poemas ‘dormita', no dice ‘duerme'. También se advierta que a los que corriendo tropiezan o resbalan, no les concede Plinio entera alabanza: solo dice que merecen alguna, nonnulla laus , y cuando así lo juzga es trayéndolos a parangón con los rendidos y arrastrados, reptantibus. ¿Quién duda que hacen poco en no caer los que andan pecho por tierra? No hay que agradecer a éstos el ser iguales, sino decirles lo que Marcial a Crético: «Aequalis liber est, Cretice, qui malus est». Malo es en poesía, y peor que malo, el no levantarse del suelo: el siempre caído no puede caer, segura tiene su igualdad. Cierto es que hace más el que corre aunque a veces caiga: no dice por esto Plinio que quien corre cayendo y levantando (como es nuestro adagio) merece gloria de buen corredor. Ni cabía tal sentencia en quien tan bien conocía (y lo muestran sus obras) cuánto importa en los escritores la igualdad, y que no la habiendo se debe poca estima a sus grandes aciertos. ¡Cuánta menos se deberá a los que por arrojarse a correr caen a cada paso, como los que decimos! O por lo menos caen las más veces y muy pocas aciertan a levantarse. La igualdad en efecto es gran virtud, no porque sea suficiente para calificar humildades ni medianías, sino soberanías y grandezas; y al contrario la desigualdad es feísimo vicio, aunque en partes alcance sublimidades. Así se reía Horacio del poeta Chérilo, aun las veces que acertaba, porque eran pocas: «bis, terque bonum cum risu miror». Y, aunque acertase muchas, se reiría poco menos , si erraba otras tantas. Él mismo en la primera epístola del segundo libro compara el perfecto escribir de los poetas al arte tan difícil de los funámbulos, de los que andan sobre la cuerda o maroma. «Ille per extentum funem mihi posse videtur ire poeta, meum qui pectus», etc.. Y Plinio, imitando, a mi parecer, a Horacio, trae la misma similitud en su carta, advirtiendo así cuánto importa en la elocuencia aspirar a milagros, para conseguir maravillas. ‘Ya ves (dice) los que andan en lo alto por la cuerda cuántos clamores suelen excitar, cuando parece que ya están para caer'. «Vides qui per funem in summa nituntur, quantos soleant excitare clamores, cum iam iam caesuri videntur». También Luciano compara así la dificultad de la elocuencia: «Si per illa incesseris, velut qui super funes gradiuntur». Preguntemos ahora: ¿de qué estima sería en el más alentado la osadía de subirse a la maroma, si a veces cayese? Aun basta caer una, en riesgos tan arduos, para no ser más hombre. Dice Plinio, notoria verdad, que mueven maravilloso aplauso los que proceden enhiestos por lo alto del peligro; mas serán aplaudidos mientras constantemente lo consiguieren, no cuando dan en tierra precipitados. Lo mismo puede considerarse del caballo que tasca en el freno y se arroja, como dijo Séneca al principio de este discurso, comparando a esta carrera el brío del espíritu, que suele arrebatar a su dueño y llevarle donde él, por sí solo, temería subir. Notable hazaña sería subirnos velozmente corriendo por las puntas erizadas de los peñascos, si el caballo y caballero se quebrantase las piernas o las cabezas. Salir en salvo de la dificultad es lo maravilloso y glorioso, que entregarnos a ella y perdernos ni es gloria ni es maravilla. Y, no dejando el símil del caballo al propósito de la igualdad, supongamos uno (aunque no le haya) que pasa con variación la carrera. No digo ya que caiga ni se despeñe; supongo que desigualmente corre: aquí menudea velocísimo y allí descaece remiso. No habría peor especie de correr que la de estas intercadencias. De ningún fruto sería la mayor fineza en algunos trechos, si viésemos en otros tal disonancia. Por menos fealdad se tendría una carrera igual, aunque perezosa, que extremarse en partes como águila para ser en otras un torpe escuerzo. Así corren sin duda nuestros briosos la vez que más aciertan: dos saltos veloces y cuatro flojos. Arriman demasiado las espuelas: «e per troppo spronar la fuga è tarda», como advierte el proverbio italiano. Para último honor de la igualdad en los grandes escritos, se considere que quien la consigue da muestras de infinito caudal y no menos trabajo: y los desiguales la dan de flojedad y pobreza. Digan los que mejor escriben:  ¿Cuántos primores mal logran por no acompañarlos con desaires? ¿Cuántas composiciones mediadas perdieron sus principios bellísimos por no hallar iguales los fines? ¿Cuántas casi acabadas se volvieron al yunque y se aniquilaron, no pudiendo enmendar en ellas pocos defectos? ¿Cuántas galas de ingenio, sentencias briosas, frases bizarras se excluyeron de nuestra poesía, por huir la consonancia violenta, la voz humilde, la oración equívoca o algún tal desavío que impedía la entereza del metro? No dudo que los grandes autores padecen todos estos mal logros y los dan por bien empleados, conociendo qué interesan en ello. Y es discreto conocimiento, pues ‘antes debe el poeta destruir cien versos ilustres que admitir con ellos uno solo plebeyo, al contrario de los juristas, que antes absuelven diez culpados que condenen un inocente'. Así lo dice Escalígero, y no lo encarece: «Praeclarius consuli rebus humanis si decem sontes absolvantur quam si unus innocens damnetur; at poetae id agendum est, ut potius centum bonos versus iugulet quam unum plebeium relinquat». Infinitas perlas se desechan para juntar una sarta crecida y pareja. Infiérase el caudal de los grandes artífices cuando concluyen obras de todo acierto, pues, desperdiciando en gran número versos muy cultos por no consentirles indignidad, sustituyen otros infinitos hasta que ven fabricado con igual hermosura todo el edificio y digno de ser estimado por causas íntegras. ¡Y con cuánta razón estimado! Pues a veces cien versos escogidos costarán diez mil excluidos, siendo todos nobles. En opuesto polo hallaremos a los que sobrellevan defectos porque, mediante su licencia, no es posible desperdicien algún material y, aunque el suyo sea corto, les basta a levantar fábricas, pero imperfectas y de ningún aprecio entre los que saben. Aun cuando se hallaran mayores aciertos y galas en la obra desigual que en la igual, merecía ésta ser agradecida y no aquella, porque la una supone grandes dificultades y gastos, y la otra ni gasto ni dificultad. Es la diferencia como si dos obreros trajesen de alguna mina cantidad de oro el uno, en masa purísima, y el otro, en piedras o terrones sin beneficio. Ambos traen oro y doy que sea mayor cantidad y de más quilates el no cultivado: pudo el que le trae recoger fácilmente en confuso los terrones o piedras en que se cierra, y el otro no puede traerle purificado menos que precediendo las industrias, gastos y dificultades que en semejante efecto se emplean. No faltan pues al ingenio más pobre minas de donde saque metales, si no en propia jurisdicción, en las ajenas, imitando a otros autores. Mas estos metales, aunque sean muy preciosos, no se precian ni se agradecen en piedra, ni envueltos en escorias, sino acrisolados y limpios: aquello alcanzan los más inhábiles y esto se concede sólo a los insignes artífices, y cuando se halla, merece incomparable aprecio. ¿Quién sabrá encarecer en los versos la dificultad de la enmienda y los primores últimos de la lima, ‘cuando se llaman a juicio (así dijo Ovidio) una a una todas las palabras. Mayor trabajo es (afirma) emendar lo escrito que escribirlo, ni puede padecer el ingenio más duro afán'. Así en las tristezas de su destierro no tenía fuerzas para enmendar: Nec tamen emendo, labor hic quam scribere maior, mensque pati durum sustinet aegra nihil. Scilicet incipiam lima mordacius uti, ut sub iudicium singula verba vocem . En la gravedad del Derecho se juzga también esta causa, donde dice el emperador Justiniano: ‘El que enmienda lo que no está sutilmente acabado merece mayor alabanza que su primer inventor'. «Nam qui non subtiliter factum emendat, laudabilior est eo qui primus invenit». Bien representa Horacio en muchos lugares el desvelo de purificar los escritos, especialmente en su epístola, cuando Quintilio aconsejaba a los amigos: ‘Corregid esto y aquello: y si alguno le respondía “no lo puedo mejorar aunque lo he procurado dos y tres veces”, le mandaba borrarlo todo, y que si los versos no habían salido bien torneados, se volviese a la fragua y yunque'. A esto añade Horacio en su nombre. ‘El prudente varón reprenderá los versos sin arte, culpará los duros, y con la pluma atravesada bañará en ciego borrón los mal compuestos; cortará los ornatos superfluos, ambiciosos, obligará a dar luz donde hubiere poca, arguirá lo ambiguo, notará lo que se ha de enmendar'. «Quintilio si quid recitares, etc.» Estos cuidados todos, y otros mayores y más ocultos, excusan los que no perfeccionan, consintiendo desigualdades. Así no es razón que se precien sus obras, ni posible que agraden a los de buen gusto, aunque mezclen con lo mal escrito aciertos muy grandes. Mejor parece y más vale una tela de buen color, igual y limpio, que otra de color más hermoso, manchada a pedazos. Así debe estimarse más y parecer mejor, no digo la llaneza ni medianía de los versos, sino la levantada igualdad sin descaecer que el perderse de vista sobre las cumbres para caer por momentos a la profundidad de los valles. Y aun estos símiles todos se apartan ya de nuestro intento, porque los afectados modernos casi siempre tropiezan y caen, y a veces con fracasos tan graves, que uno bastaba a dejar sin vida un poema. Esto sin subir a lo alto, sino a lo áspero, porque de milagro se encumbran. Ni sus altiveces aspiran a conceptos de ingenio, sino a furor de palabras. En éstas pretenden grandeza, y sólo consiguen fiereza, interpolada con ínfimas indignidades. La mira ponen muy alta, pero no la mano o la pluma. Intentan pero no efectúan; porque el sobrado afecto de levantarse les quiebra las alas y andan sin tiento dando arremetidas por lo escabroso de los montes, rara vez por las cumbres. Los daños que resultan y por qué modos. CAP. V. De tantos engaños y desórdenes se siguen ofensas graves a nuestra patria y lengua porque, presumiendo exornarla con buena copia de peregrinas galas, se introducen abusos y absurdos viciosísimos. Juntamente se olvida el valiente ejercicio y más propio de los ingenios de España que es emplearse en altos conceptos y en agudezas y sentencias maravillosas. Estas, por su dificultad, se rehúsan, y se pretende suplirlas con solo rumor de palabras. Aún tuviera el desorden alivio si en este empleo de palabras interesase el lenguaje algún nuevo lustre. Mas, para total desconsuelo, la que primero padece es nuestra lengua. Es cierto que su fértil campo aún puede hoy cultivarse y producir nuevas flores, nuevas dicciones y términos hasta ahora no vistos, mas los poetas de que se habla no cultivan con artificio nuestra lengua; desgarran con fiereza el terreno, hácenle brotar malas hierbas, espinosas y broncas (con que ahogan el grano), no flores tiernas y suaves. A este sentido les traigo aquellos versos de Garcilaso, profeta del presente desorden. La tierra, que de buena gana nos producía flores, con que solía quitar en sólo verlas mil enojos, produce agora en cambio estos abrojos . En vez de sacar del idioma el licor que buenamente puede exprimirse, le hacen verter heces y amargura, como a la naranja. No ha de ser tanto el aprieto. Pudieran considerar que ha habido otros no menos deseosos de ilustrar la poesía castellana y enriquecer el lenguaje y que, con tal designio, han emprendido experiencias de excesos y efectuado muchos con felicidad; mas en otros, que la lengua repugna, han cesado por no ultrajarla, y contenídose en lo razonable. Ejecutadas vemos en Juan de Mena (poeta en su modo célebre) prodigiosas resoluciones que, no sabiendo contenerse, las emprendió y puso en obra, con infelicidad notable. Dilata al fin su derecho a las más remotas licencias, destruye los períodos y oraciones por modos exquisitos y oblicuos; usa infinitas palabras latinas, griegas y compuestas; altera los acentos y terminaciones, abrevia y prolonga las voces, fraudando y añadiendo letras y sílabas: ningún poeta español en tiempo alguno ha compuesto versos de aquel material. Cierto es que han leído las coplas de Mena cuantos le han sucedido: allí han visto ejecutadas mil fantasías incógnitas; y les fuera fácil seguirlas, mas, viendo juntamente que nuestra lengua no abraza tanto y que en muchos modos de aquellos padece violencia, los desechan y excusan. Así que nadie blasone sin fundamento ser el primero en descubrir novedades y pensar extrañezas, que cuantas pensare y descubriere no serán extrañas ni nuevas, cuanto a la providencia de otros. Vistas y conocidas las tienen y las traen por momentos a la pluma: si algunas lo merecen, las admiten, y despiden con justo desprecio las que se acompañan con la violencia. Aquí apoya lo difícil del valiente escribir: que, buscando lo nuevo, se excuse lo violento; que en infinitas osadías sólo se lleven a efecto las atinadas: y que, dentro de nuestra lengua propia, se fragüen elegancias peregrinas. Esto (vuelvo a decir) es lo difícil: que, a no ser necesario tan diestro ingenio, tan sazonada suficiencia de estudios, sería injusto el honor que diésemos a la poesía suprema. ¿Cuál cosa más fácil que escribir versos con abierta licencia de usar todas lenguas, de remover y colocar las voces a todos lugares, disolver la gramática sin ley ni derecho, derramar como quiera las cláusulas, consentir lo ambiguo, lo oscuro y desbaratado, admitir todas frases, todas metáforas, sin prescribir en ellas proporción o límite? Alta ignorancia descubre quien juzga estas libertades por hazañas y les atribuye algún mérito. Es un estilo tan fácil que cuantos le siguen le consiguen. Y aunque su primer instituto fue sublimar los versos y engrandecerlos, eligiéronse medios tan libertados que, mal logrando el intento, facilitan grandemente el estilo y fácilmente destruyen su altitud y grandeza. Advirtió Luciano singularmente esta facilidad del estilo moderno y las dificultades opuestas. Propone dos caminos para llegar al trono de la elocuencia, uno falso y ridículo como el presente y otro verdadero y glorioso, y distínguelos con la diferencia que Pitágoras los de la Y griega, que conducen a la virtud y al vicio, y como la tabla de Cebes. El camino difícil y acertado se representa donde dice: ‘Procuras (habla con un principiante deseoso de alcanzar aplauso), procuras una empresa de no mediano estudio, sino en que se padecen grandes trabajos y vigilias'. Y luego: ‘No pienso guiarte por la vía áspera y ardua, donde al medio camino te vuelvas, vía larga, yerta, trabajosa como desesperada. Mas mi consejo es que sigas un camino alegrísimo, breve y facílimo, etc.'. En otra parte: ‘Dos caminos (dice) verás, el uno en estrecha senda, espinosa y agria que obliga a sufrir gran sed y sudor; mas el otro es florido, es regado'. Por esta vía tan fácil, tan grata y tan breve, dice que se llega a alcanzar con el vulgo admirable opinión. Y funda lo breve y lo fácil en graciosos preceptos, que son los que hoy se ejecutan. Diré algunos aunque salteados: ‘Quince o veinte palabras selectas en que te halles bien ejercitado y algunos adornos semejantes basta que poseas con prontitud, para usarlos en toda oración. Luego recogerás otros vocablos peregrinos, insólitos, para arrojarlos contra los que te oyen. Con esto te mirará el vulgo y juzgará por superior y admirable tu erudición. A veces fingirás a tu arbitrio dicciones monstruosas. Al elegir argumento no emplees cuidado alguno, sino di lo que te viniere a la boca, sin atender a lo que es primero o segundo. Pocos pueden ser los que entienden si yerras, y esos que fueren callarán por hacerte amistad y, cuando algo digan, parecerá que es envidia. Procurarás también tener de tu bando copia de amigos y parciales que consuenen en tu alabanza. Si aprendes (¡oh mancebo!) estas cosas, en que no hay ninguna pesada, me atrevo a prometerte que con brevedad seas insigne. Serás acepto y espléndido entre la multitud'. Puede verse el discurso que, según se ajusta a mi intención, parece que yo le fabrico; y no le refiero latino por ser largo y no continuado. Este es el modo facilísimo del escribir moderno, que le podemos imaginar como una anchurosa secta, introducida contra la religión poética y sus estrechas leyes. Sin duda lo es; y, como entra relajando y derogando preceptos, ha sido en breve admitida de muchos: que las herejías de este género inficionan más fácilmente. Ve un poeta que no le ciñen con abstinencia de palabras erróneas, ni jamás le encargan perfecta oración de retórica ni otras virtudes suyas, ni que medite lo arcano de elevados conceptos, que eran sus legítimos éxtasis; antes le otorgan descuidar el espíritu con libre conciencia para vagar sueltamente y emplearse a su arbitrio en lo material de la pluma, derramada a todos excesos. Y cuanto más se distrae, cumple mejor su instituto, según el ejemplo y decretos de los mayores sectarios. ¿Qué mucho que estos dogmas tan relajados hallen secuaces y una solución tan sin límite venza la flaqueza poética? Así ha causado gran perjuicio en la juventud; porque, como al abrir los ojos hallan tan esparcidas en el reino estas composiciones y oyen su estruendo, persuádense que no hay más poesía que la atronada y redundante. Así, cuando examinan algunos versos o los componen, previenen sólo el oído al estrépito de las palabras y si estas resuenan tremendas, ninguna otra cosa averiguan para apreciar lo escrito, creyendo verdaderamente que la poesía no es habla concertada ni concepto ingenioso sino sólo un sonido estupendo. ¡Insolente definición! No inquieren más en las obras que un exterior fantástico, aunque carezca de alma y de cuerpo. De suerte que también podemos compararle a un traje barato que, a la primera vista, a ojos de algunos, parece bizarro y costoso y así hay tantos que le apetezcan. Ellos reducen la importancia y el ser de su poesía al desgarro y braveza de locuciones y voces: ¡barata gala! ¿Qué ingenio sin caudal no querrá entrar en el uso? Sin duda le siguieran menos, si fuera de sentencias valiosas, de agudezas y conceptos preciables. Este adorno cómprase caro: «procul et de ultimis finibus pretium eius». Y como son tan pocos los que le alcanzan, quieren otros disimular su pobreza con algún aparato engañoso de galas relumbrantes y falsas. Estas son sus locuciones; en estas procuran señalarse sin fatigar más el pensamiento: y como éstas posean, o se lo parezca, juzgan que con ellas se suple todo lo mayor que no alcanzan. Es también insigne diálogo y, como raro, escogido, el que primero propuse de Luciano: así es fuerza muchas veces citarle. Introduce a Lexífanes, escritor no diverso de los nuestros (que aun entonces se hallaban). Repréndele Licino diciendo ‘que tuerce y violenta el lenguaje con locuciones absurdas, poniendo en ello gran estudio, como si fuese gran cosa usar palabras peregrinas y falsear la moneda de la propia habla'. ‘Linguam distorquens', etc.. Añade luego una sutil observación en abono de lo que ahora notamos: ‘Cometes (le dice) un vicio no como quiera sino el mayor: y es que no preparas primero las sentencias para adornarlas después con las palabras sino al contrario; porque, en el punto que hallaste una palabra peregrina o que, engañado, la juzgas por selecta, a esa tal palabra procuras después acomodar la sentencia y te parece gran pérdida no insertarla en algún lugar, no obstante que no venga a propósito y sea del todo impertinente a lo que se trata'. «Iam vero illud non parvum, sed potius maximum, vitium commitis: quod non antea paratis sententiis quam verbis, postea verbis eas exornas. Sed, sicubi peregrinum verbum reperias, aut quod finxeris egregium esse ducas, huic sententiam accomodare quaeris ac damnum quoddam existimas, si illud alicubi non intruseris, etiam si ad id quod dicitur eo minime sit opus». A esta suma se reduce el estilo de nuestros cacocelos, en nada inferiores a aquel antiguo. No procuran ni saben valerse de grandes argumentos y vivas sentencias para aventajarse en esa parte esencial a otros buenos escritores; sino, destituidos de esta mayor virtud y ya desesperados de alcanzarla, ocurren a la extrañeza sola del lenguaje, por si con ella pueden compensar el defecto; emplean su solicitud explorando dicciones prodigiosas y entre sí diciendo: verbum fortem quis inveniet? Y, en hallando estos materiales, se juzgan con bastante aparato para ilustrar cualquier fábrica. Así vienen a ser, por esta flaqueza, siervos y esclavos de la locución, que los desavía y los arrastra por donde quiere, habiendo de ser dueños y señores para servirse de ella con magisterio. El último material en la ejecución de labores poéticas deben ser las palabras: así dice el italiano que las ha de hallar prontas el escritor sotto la penna, debajo de la pluma, no acordándose de ellas hasta tomarla en la mano. Los poetas que decimos, en vez de tenerlas debajo de la pluma, las tienen encima de la cabeza: y están de manera gravados que no aciertan a dar un paso, sino por donde imperan las palabras, a cuya potestad se entregaron. ¡Indigno y duro yugo! ¡Tirana esclavitud y mísera! Donde no merece ni alcanza más interés que el desprecio ridículo de cuantos bien sienten y el aborrecimiento de todos a la confusión y aspereza que redunda en los versos. No refiero cuanto pudiera el diálogo griego: elijo lo importante y más breve. Condénanle allí al caprichoso gran copia de locuciones broncas inauditas y luego, como quien anatematiza sus yerros y catequiza un hereje para restituirle en el gremio de la verdad católica, le habla así y le requiere: ‘Yo te amonesto, Lexífanes, si deseas alcanzar de elocuente verdadera alabanza, que huyas estos malos excesos y seas su cruel adversario'. Y más adelante: ‘Sacrifica en primer lugar a las gracias y a la perspicuidad de que hasta ahora has vivido tan ajeno'. «Et quod reliquum est, te moneo: si cupis veram in dicendo laudem consequi, omnia huiuscemodi fuge et aversare. Inprimis verso Gratiis et Perspicuitati sacrifica, a quibus nimiopere nunc eras alienus». Por buena dicha tendrán los celosos de la verdad poética que, con igual ceremonia y retractación, se redujesen los nuestros (que viven hoy apóstatas de nuestra lengua) detestando su engañada secta y sacrificando lo primero a la Perspicuidad y a las Gracias. Es de ponderar en aquel filósofo que juzga por opuesto a las gracias y a la perspicuidad este género de escritores. Pues si tales virtudes son sus opuestas, ¿cuáles tienen por sus parciales? «Prima est eloquentiae virtus perspicuitas», dice Quintiliano y todos lo afirman. Las gracias abonadas están con su nombre y que les falte uno y otro a las poesías que impugnamos, díganlo cuantos las leen. Ser puede que algunos, de amistad o respeto, o ya por cobardía de ingenio, den a entender que se agradan, pero es imposible que lo sientan. Y si el más amigo y cortés o el más cobarde quiere no esconder la verdad, hallaremos que todos sin excepción sienten, en lugar de recreo, aspereza y tormento; o sienten lo que Séneca dijo definiendo este mal estilo (Séneca, digo, Rétor). ‘Aquel es propio género de cacocelía, que con amargura de palabras se agrava'. «Certe illud genus cacozeliae est, quod amaritudine verborum quasi aggravatur». No hay efecto más propio de estos poetas, que darnos amargura y pesadilla con las palabras. No hablo aún de sus tinieblas, tan opuestas a lo perspicuo, que apenas se entiende claúsula. Estos efectos tan tristes y pesados a ningún oyente perdonan, y si hay quien alabe y celebre tales obras, no es por satisfacción o gusto (que éste nadie le halla); es solo por ignorancia plebeya. Ya veo que la ciega plebe se alarga hoy a llamar cultos los versos más broncos y menos entendidos: tanto puede con su lengua la rudeza. ¡Bien interpretan la palabra cultura! ¿Cuál será (me digan) más culto terreno? ¿El de un jardín bien dispuesto, donde se distribuyen con arte las flores y las plantas, y dejan abierto camino por donde todo se registre y se goce? ¿O un boscaje rústico, marañado, donde no se distinguen los árboles, ni dejan entrada ni paso a sus asperezas? ‘No hay cosa tan fácil (decía Nacianceno) como engañar al vulgo y a los oyentes idiotas con la vana revolución de la lengua; porque esta gente, de aquello que menos entiende, hace mayor admiración'. «Nihil tam facile quam vilem plebeculam et indoctam contionem linguae volubilitate decipere, quae quicquid non intelligit, plus miratur». Es muy cierto que algunos, en fe de su ignorancia, veneran rendidos y alaban lo que más los espanta y menos entienden, aunque los moleste y amargue: y crece nueva risa en los que saben ver tan ciega veneración. No olvida esto Luciano cuando, supuesta por enfermedad la de este vicioso escribir, le dice a aquel miserable: ‘Muchos hombres sin juicio ni entendimiento, ignorando tu enfermedad, te alaban como a sano, mas los doctos te reputan por digno de compasión y lástima'. «A stolidis qui tum ignorant morbu, laudaris et merito a doctis miseratione dignum putaris». Y después: ‘Todos los indoctos idiotas, heridas las orejas con lo peregrino de ese vocablo, quedaron atónitos; mas los doctos se rieron, así de ti, como de los que te alababan'. «Cuius vocabuli peregrinitate omnes idiotae atque indocti percussis auribus obstupuerunt; docti vero, amborum causa, tui nimirum et eorum qui te laudabant, riserunt». En efecto la mísera plebe se deja vencer de palabras que la atemorizan y los poetas la rinden con solo espantarla porque, faltando al que escribe un valiente esfuezo para aclamar victoria entre los que saben, quiere alcanzarla del vulgo con voces y locuciones tremendas. Imitan en el ardid a Teodotas, capitán de Antíoco en cierta guerra contra los gálatas, cuyo ejemplo debo también a Luciano en otro diálogo que titula Zeuxis. Allí se abomina del vulgo, cuando rinde veneración a la novedad sola de lo escrito porque le espanta. Y, en suma, se cuenta cómo el ejército de Antíoco, temiendo por sus flacas fuerzas su ruina, acordó por consejo de Teodotas prevenir cantidad de elefantes y en el mayor peligro de la batalla oponerlos de repente contra los gálatas, que no conocían tales bestias. Al fin sucedió que, asombrados del nuevo espectáculo, se dejaron vencer y cautivar. Clamaba triunfante el ejército y prevenía corona a su príncipe. Mas él no la quiso: antes, en vez de festejar la victoria, la lloraba y decía: ‘Vergüenza es, soldados, que debamos este vencimiento a los elefantes y no a nuestro esfuerzo. Si estos monstruosos animales, con su novedad, no atemorizaran al enemigo, ¿qué fuera de nuestras escuadras?'». Así pues debieran ser lloradas las victorias de algunos cuando sólo con palabras horrendas y bastas como elefantes vencen al vulgo mísero espantadizo, le cautivan y rinden. ¡Injusta corona! ¡Lacrimosa victoria! Conseguida contra ignorantes, no alcanzada con valor militar, ni debida a las fuerzas del guerrero sino al terror de las bestias. Y pues llamamos elefantes las locuciones terribles de los modernos, se me ofrece que podrá llamarse su enfermedad no sólo hidropesía (como antes se dijo) sino también elefancía, especie de lepra que cunde a todos los miembros de sus obras. Estas burlas provocan los que emplean todo su caudal en palabras. El primero y mayor aliento de los poetas debe emplearse en las cosas: porque «sine re (dice Tulio) nulla vis verbi est». ¿Qué fuerza pueden retener las palabras, aun siendo excelentes, si no la hay en las cosas que ellas declaran? ‘¿Cuál vanidad más furiosa (clama el Orador) que el sonido vacío de las palabras, aunque sean las mejores y más adornadas, si no contienen sentencia ni ciencia? «Quid enim est tam furiosum quam verborum, vel optimorum atque ornatissimorum, sonitus inanis, nulla subsecta sententia, nec scientia?». Un capítulo emplea A. Gelio abominando esta vanidad y dice que M. Catón era su atrocísimo perseguidor: «M. Cato atrocissimus huiuscemodi vitii insectator est». El que posee buen asunto y sentencias, se emplea bien en las palabras y, como aquello alcance, esto no se le niega. ‘El principio y fuente del recto escribir (dice Horacio) es el saber. Sabidas y prevenidas las cosas, después no hace resistencia al decirlas y exponerlas el estilo de las palabras'. «Scribendi recte sapere est et principium et fons. Verbaque provisam rem non invita sequuntur». Son tanto más esenciales las cosas en todo escrito que, a quien las posee, parece que no le falta nada. Y la verdad es que sí falta. ‘Porque si bien es primero (dice Tuberón) y más poderosa la mente del que habla que la voz; con todo eso nadie sin voz diremos que habla'. «Nam est prior atque potentior est quam vox mens dicentis, tamen nemo sine voce dixisse existimatur». En poesía se dirá propísimamente que no habla ni tiene voz el que en las palabras no usa admirable elegancia. Y así, aunque la sentencia y concepto es lo poderoso y primero, si falta lo segundo, es como si el poeta callase, y aun algo peor. «Nam cum omnis ex re atque verbis constet oratio (repite Tulio) neque verba sedem habere possunt si rem subtraxeris, neque res lumen si verba semoveris». ‘Como toda oración (dice) consta de cosa y de palabras, ni las palabras pueden tener asiento sin las cosas ni éstas luz alguna sin las palabras'. Mucho pues hay que advertir, mucho que penetrar, en el lenguaje poético y más cuando se encarga de estilo grande. Esa también es causa (entre las demás) de que falten tanto los nuestros a la parte sola del desnudo lenguaje, no atendiendo a otra. Cuesta ingenioso desvelo hablar altamente sin corrupción de la lengua ni estorbo de la inteligencia: guiar el estilo con tal vigor y templanza que ni le derrotemos en perdidos piélagos, ni demos con él en bajíos cerca de tierra; que lo peregrino y extraño no se extrañe por peregrino, no atemorice con el escándalo, sino agrade con la novedad; que se distribuyan las voces con tal industria que halle el brío de la lengua fácil expedición y descanso al pronunciar los versos; y que de ellos resulte tan artificiosa armonía, que no pueda pretender el oído mayor regalo. Navegan nuestros pilotos tan lejos de este cenit, como «desde el Antártico a Calixto». La oscuridad y sus distinciones. CAP. VI. Merece ser notado en lugar distinto, y pudiera en libro diverso, la tristeza y molestia que a todos resulta de la oscuridad y la abominación de este vicio, que ninguno más cierto ni menos sufrible. Y aunque es tan conocido de todos y murmurado, diré lo que siento y lo que añado a las observaciones comunes. No es mi intento escribir elogios a la luz ni invectivas a las tinieblas, que de uno y otro están llenos los autores. Huyendo voy siempre de lo superfluo y común y en este último capítulo haré lo mismo. Sea el primero supuesto que no es ni debe llamarse oscuridad en los versos el no dejarse entender de todos y que a la poesía ilustre no pertenece tanto la claridad como la perspicuidad; que se manifieste el sentido, no tan inmediato y palpable sino con ciertos resplandores, no penetrables a vulgar vista: a esto llamo perspicuo y a lo otro claro. Cierto es que los ingenios plebeyos y los no capaces de alguna elegancia no pueden extender su juicio a la majestad poética; ni ella podría ser clara a la vulgaridad, menos que despojada de las gallardías de su estilo, del brío y alteza de sus figuras y tropos, de sus conceptos grandes y palabras más nobles; circunstancias y adornos forzosos en la oración magnífica, por quien dijo Aristóteles: ‘La virtud de la oración poética consiste en que sea manifiesta, pero no humilde'. Humilde será si se abate a la inteligencia de todos. Y así Jerónimo Vida, queriendo proponer al poeta las partes del lenguaje ilustre, lo primero le ordena: ‘que arroje de sí la turba ordinaria, donde no hay luz alguna'. «Rejice degenerem turbam nil lucis habentem». Así que para entender ilustres versos supongo por oyentes, a lo menos, los buenos juicios y alentados ingenios cortesanos, de suficiente noticia y buen gusto, y sobre todo inclinados al arte, porque si carecen de esta inclinación, o la poesía les enfada (como vemos en muchos), aunque sean muy doctos y sabios, son impropios oyentes, cuanto los aficionados son digno teatro, aunque no lleguen a eruditos y doctos. Cuando Horacio con mayor desprecio excluye la muchedumbre plebeya, admite ser leído de los caballeros romanos y estima su aplauso: «Neque te ut miretur turba labores. Satis est equitem mihi plaudere». Reconoce en la gente lustrosa, por la mayor parte, suficiente caudal para oírle, aunque faltase en muchos erudición. Tales son los juicios que por lo menos supongo y aun estos deben despertar la atención cuando leen versos nobles, advirtiendo que no es prosa común, ni como ella fácilmente obligados a ser inteligibles. En esta parte concedo que están hoy los ingenios de España muy alentados y que debe el que escribe alargarse a bizarrías superiores porque muchos, no siendo poetas, no se espantan ya de los versos, ni rehúsan leerlos con el temor y sumisión que otro tiempo. Antes, hay muchos animosos que previenen advertencia y deseo, no pidiendo a las musas la facilidad y llaneza que los incapaces pretenden, sino maravillas y extremos. A este punto puede alargarse la oscuridad poética, su grandeza digo y elegancia, que no es justo llamarla oscuridad, aunque se esconda a muchos. Sus ingenios en tal caso son los oscuros; por eso dijo lo que antes vimos: ‘La multitud plebeya carece de luz, arrójala de ti'. Adviértase que en este discurso he hablado siempre del estilo mayor: porque una familiar epístola, o sencilla égloga, con otros infinitos asuntos medianos, piden diferente descuido y claridad más desnuda. También se suponga, como forzosa distinción, que el entender lo que se habla en poesía no es lo mismo que conocer sus méritos. Muchos entenderán lo que dice y no conocerán lo que merece. Aquí defiendo solo que debe la mayor poesía ser inteligible, informar al oyente de aquello que razona y profiere. Si el ínfimo auditorio que para esto admito es superior a la plebe, es de ingenios alentados que conocen nuestro lenguaje y discurren con acierto en las materias, aunque no sean ejercitados en letras. Debido es que entiendan estos el sentido a lo menos de los versos, si le tienen, bien que sigan estilo supremo. Y cuanto al aprecio de los quilates, juzgará mejor el mejor gusto; conocerá más el que más sabe. Importa notar esta diferencia, no cause engaño su confusión y algún poeta de los pesados pretenda abonar sus tinieblas diciendo que son artificios y que no entienden ni agradan por falta de quien los conozca. Es cierto que la obra excelente no puede ser estimada en su justo valor menos que por otro sujeto igual a quien la compuso. Todos los inferiores defraudan su precio por no alcanzarle, aunque le conozcan en parte. Los de menor esfera se entretienen sólo con lo inmediato y superficial. Otros más caudalosos conocen diversos motivos de estimación, hasta que los mayores ingenios, los más doctos y prácticos en la facultad, penetran al íntimo conocimiento de lo compuesto, complaciéndose más que todos en lo superior de su mérito. Esto conocía Quintiliano cuando dijo: ‘Aquel a quien agradare mucho Cicerón, ese crea que está aprovechado.' «Ille se profecisse sciat cui Cicero valde placebit». Supone que el hallar sumo agrado en las obras insignes pertenece a los que más saben, y así, de sólo agradarnos de Cicerón, infiere sabiduría, porque sin ella no se pondera tan alto mérito. César Escalígero, inquiriendo en Virgilio nuevos artificios y galas sobre las que otros admiran, dice bien que el primor de algunas no puede ser penetrado sino por entendimientos divinos y que en estos excita aquel poeta maravilloso espanto. Añádase que, para conocer cuánto es Virgilio, no basta menos que otro Virgilio. No por esto se niega a infinitos que lean al poeta y le entiendan, y a Tulio y otros insignes, si no con entero conocimiento, con bastante satisfacción según sus capacidades, dejando a los que más saben lo oculto y lo íntimo. Con estas suposiciones entenderemos algunas sentencias particulares de autores que parecen austeras y secas. Sea la primera de Horacio donde dice: ‘¡Oh, si agradase yo a Plocio y Vario, Mecenas, Virgilio, Valgio, etc!'. Dirá alguno que el nombrar a éstos es no desear otros oyentes y estimadores de sus obras. No pasa así. Invoca Horacio a los más doctos de Roma, no porque excluya a otros muchos que desea también agradar y sabe que le han de entender, sino porque el mayor aprecio de sus versos no ha de hallar entero conocimiento menos que en los grandes maestros. En estos se logra todo el valor de lo escrito y así los apetece en primer lugar, codiciando más su aprobación que la del resto de los hombres. Y si se contentara con solos aquellos que nombra, no dijera en otros lugares: ‘Conocerame el de Colcos, el dace y gelón, leerame el ibero'; y como ahora vimos: ‘Suficiente me será el aplauso de los équites'. Preguntábanle a un escritor estudioso (cuenta Séneca) a qué fin dirigía tanta diligencia del arte, no habiendo de ser conocida aquella diligencia sino de muy pocos. Respondió: ‘Pocos me bastan, bástame uno, bástame ninguno'. Quien esto oyere superficialmente creerá que quien lo decía no esperaba ser leído de nadie. Y es engaño, porque de muchos esperaba ser leído y entendido, mas para el conocimiento cabal de su artificio sentía que habían de ser pocos los inteligentes, o uno o ninguno. Y cuando ninguno fuese, se consolaba juzgándole superior a todos, no ajeno y escondido a todos; así vemos que no le dijeron: “Pocos te han de entender o leer”, sino: “a noticia de pocos ha de llegar la gran diligencia de tu arte”. «Cum quaereretur ab illo, quo tanta diligentia artis spectaret, ad paucissimos perventurae». Estos extremos del arte son los que muy pocos penetran y, si es superior el artífice, nadie los conocerá enteramente. «Satis sunt mihi pauci, satis est unus, satis est nullus». A lo mismo atendió la bizarría de Antímaco cuando, habiendo convocado a muchos para leerles su poema y, dejándole todos, menos Platón, dijo sin perder el ánimo: ‘Con todo eso leeré, que Platón me basta por todos'. Preciaba más Antímaco agradar al insigne filósofo que al resto de los otros oyentes que le dejaron. Pero, si él pudiese agradar a todos, es cierto que holgaría mucho más, pues para eso los había convocado: «Qui cum convocatis auditoribus legeret, et eum legentem omnes praeter Platonem reliquissent; legam (inquit) nihilominus, Plato enim mihi unus instar est omnium». Corrido y a no poder más, se contentó con Platón, que su primer intento fue que todos le oyesen y aprobasen, y era acertado el intento. Porque, si bien el voto de un insigne pesa más que el de cuantos no le igualan, no por eso es bien que escribamos para sólo uno: ‘¿Escribir de manera (dice Marcial) que apenas te entienda el mismo Clarano y Modesto (insignes intérpretes) de qué sirve?, pregunto. Alábense en buen hora tus obras con esa oscuridad. Yo querría que las mías agradasen a cualquier gramático, y sin trabajar su gramática'. Scribere te quae vix intelligat ipse Modestus, et vix Claranus, quid, rogo, Sexte, iuvat? Non lectore tuis opus est sed Apolline libris iudice te maior Cinna Marone fuit. Sic tua laudentur: sane mea carmina, Sexte grammaticis placeant, et sine grammaticis. A Modesto, Clarano, Platón, Virgilio, Plocio y semejantes los queremos para que del todo conozcan lo escrito. Mas, para que lo entiendan y abonen, y sean como puedan partícipes, muy copioso auditorio queremos. Y el que presume en su obra ser superior a cuantos le han de leer y con esa altivez se disculpa cuando nadie le entiende, dado que suponga verdad, que es cuanto le podemos conceder, aun yerra en escribir así, porque todo lo que no alcanzan ni ven las capacidades humanas, en vano se escribió entre los hombres. ‘Todo lo que tú sabes (dice Persio) es inútil, es nada, si no hay otro que sepa que lo sabes'. «Scire tuum nihil est, nisi te scire hoc sciat alter». Y Focílides, en su Admonitorio: «Quid enim profuerit solus sciens?». Finalmente los mayores juicios basta que sean codiciados para preeminentes y fieles estimadores, no para únicos oyentes. Otros sin ellos deben leer y entender lo bien escrito, bien que no lleguen a aquilatar lo supremo en las obras insignes ni a ponderar en las indignas lo ínfimo de su desprecio. Así es distinta noticia (como propuse) entender lo escrito o valuarlo: esto se concede a pocos, aquello debe comprender a muchos, que no son menos los que difieren de la plebe y los profesores de otras artes y ciencias que aman los versos, bien que no hayan cursado escuelas poéticas. No excluye a todos estos la más presumida poesía; antes, admite su voto, no sólo se obliga a que la entiendan. Y por lo menos la obra que enteramente abominan, es creíble que lo merece, aunque no distingan las causas ni gradúen sus deméritos. Hay hombres de tan claro ingenio y tanta viveza en el gusto, aunque sin estudios, que, guiados sólo de su natural, aciertan a agradarse más de la mejor poesía y menos de la inferior, bien que no averigüan razones de esta ventaja ni saben los medios por donde se adquiere. Pero estos, ni otros que más sepan (dígase todo) no han de exceder el límite de su juicio sino creer fielmente que algunas vivezas de particular energía, siendo inútiles y aun desabridas al gusto del más presumido, serán de admirable recreo para superiores espíritus. Es injusticia la de algunos que, fiados en su buen ingenio, quieren que todo se ajuste a medida de su entendimiento. Debieran antes alentar el discurso y estudio, y crecer en sí mismos, para que les agradase del todo la obra excelente y en ellos se verificase la sentencia de nuestro orador: «Ille se profecisse sciat, cui Cicero valde placebit». Ese entienda que está aprovechado, a quien agrada sumamente la obra suprema. Entendió bien estas diferencias el autor a Herenio, donde dijo: ‘¿Quién es aquél que, no conociendo altamente el arte, puede notar de tanta y tan difusa escritura los primores que enseña el arte? Los demás, cuando leen buenas oraciones y poemas, aprueban a los poetas y oradores pero no entienden la razón que los mueve a aprobarlos. Ni pueden saber en qué consiste, ni qué sea, ni cómo se alcanza aquel artificio que los deleita. El que lo entiende todo esto es fuerza que sea sumo artífice'. «Quis est enim, etc.». Aún más a favor de los no estudiosos habla Marco Tulio: ‘Cosa es (dice) maravillosa que habiendo, en cuanto al obrar, tanta diferencia entre el docto y el no docto, en cuanto a juzgar no es mucho lo que difieren. Y es que, como procede de la naturaleza el arte, si el arte no mueve y deleita a la naturaleza, parece que nada consigue.' «Mirabile est, etc.». De todo lo propuesto basta colegir que en el conocimiento de los escritos hay diversos grados. El supremo es conocer por sus causas todo el valor de la obra, o bien sus deméritos todos. Y el ínfimo es entender el sentido de lo que se habla y agradarse de ello. Y para esta sola inteligencia y agrado, los mayores poetas deben admitir numeroso auditorio. Mas los escritos modernos de que tratamos no sólo se esconden y disgustan al vulgo y a los medianos juicios, no sólo a los claros ingenios y a los eruditos y doctos en otras ciencias, sino a los poetas legítimos, más doctos, más artífices, más versados en su facultad y en la inteligencia y noticia de todas poesías en diversas lenguas. Y esto por camino tan reprensible y tan frívolo como luego veremos. No basta decir son oscuros: aun no merece su habla en muchos lugares nombre de oscuridad sino de la misma nada. Y falta por decir de sus versos lo más notable: que no sólo a los que de afuera miran son lóbregos y no entendidos, sino a los mismos autores que lo escribieron. No lo encarezco. Ellos mismos, al tiempo de la ejecución, vieron muchas veces que era nada lo que decían (no me nieguen esta verdad) ni se les concertaba sentencia dentro del estilo fantástico. Y a trueco de gastar sus palabras en bravo término, las derramaron al aire sin consignarlas a algún sentido. O bien el furor del lenguaje les forzó a decir despropósitos que no pensaban, y por no alterar las dicciones los consintieron. Y cuando las sentencias y cosas que se dicen, desvarían, es lo mismo o peor que si no se entendiesen, porque no dan luz a lo escrito, sino mayor ceguedad. En uno y otro se fían de la insuficiencia del pueblo, que ni juzga lo oscuro, ni lo desvariado; y, cuando en algo repare, creeerá que allí se ocultan altos misterios. ‘No es de cualquier oyente (dice Horacio) juzgar las poesías mal compuestas. Y así contra toda razón se les perdona mucho a los poetas romanos. Mas ¿será bien (pregunta) que, fiados desta ignorancia del pueblo, escribamos licencioso y baldío? ¿O que supongamos por cierto que todos ven y conocen nuestras culpas, cautelándonos en el recato, aunque esperemos el perdón?' «Non quivis videt, etc.». Decía admirablemente Peregrino filósofo: ‘Que el varón sabio no había de pecar, aunque hubiesen de ignorar su pecado los dioses y los hombres, pues no se ha de huir la culpa por miedo de la infamia, o la pena, sino por oficio y estudio del bien obrar'. ¿Cuánto más detestables serán las culpas que sólo ha de ignorarlas la rudeza plebeya, y todos los demás advertirlas? Muchos, por especial asunto, han escrito de la oscuridad, reprobándola casi todos, y algunos también defendiéndola. Es su defensor el Bocacio en su Genealogia deorum, pero vanamente sin duda: basta que trae por ejemplo, abonando los poetas oscuros, ‘que el divino eloquio del Espíritu Santo está lleno de oscuridades y dudas y que así le conviene al poeta hacer lo mismo'. ¡Gentil argumento! En Grecia hubo un preceptor ridículo de quien refiere Quintiliano, alegando a Livio, que no encargaba otra cosa a sus oyentes sino la oscuridad, diciéndoles en su lenguaje, σκóτιζον. Antigónidas tuvo un discípulo tan oscuro a todos que le decía burlando el maestro: ‘Cántame a mí solo y a las Musas'. Sexto juzgaba por mayor poeta a Cinna que a Virgilio porque las obras de Cinna eran oscuras. Dícele Marcial en sus burlas: ‘No tienen tus libros necesidad de leyente sino de Apolo'. Mas, acortando historias, digo que, a nadie de los que he leído, veo salir en forma a la mayor distinción de la oscuridad, ni los pocos que la abonan, ni los muchos que la abominan. Y no parece posible que, advertida bien la materia, ningún razonable juicio se aparte del recto sentir. Hay pues en los autores dos suertes de oscuridad diversísimas. La una consiste en las palabras, esto es, en el orden y modo de la locución, y en el estilo del lenguaje solo. La otra, en las sentencias, esto es, en la materia y argumento mismo, y en los conceptos y pensamientos de él. Esta segunda oscuridad, o bien la llamemos, dificultad, es las más veces loable porque la grandeza de las materias trae consigo el no ser vulgares y manifiestas, sino escondidas y difíciles: este nombre les pertenece mejor que el de oscuras. Mas la otra, que sólo resulta de las palabras, es y será eternamente abominable por mil razones. La principal, porque quien sabe guiar su locución a mayor claridad o perspicuidad, ese sin duda consigue el único fin para que las palabras fueron inventadas. «Nam quorsum nomina (dijo ya Tuberón) nisi ut demonstrent voluntatem dicentis?». ‘¿De qué aprovecha, o para qué es la locución (dice también san Agustín) si no la entiende el que la oye? En ninguna manera hay causa por qué hablemos, no habiéndose de entender lo que hablamos'. «Quid prodest locutio, quam non sequitur intellectus audientis, cum loquendi omnino nulla sit causa, si quod loquimur non intelligitur?». Ni deben eximirse los versos de esta obligación, aunque se les encargue mayor adorno. Porque, si la poesía se introdujo para deleite (aunque también para enseñanza) y en deleitar principalmente se sublima y distingue de las otras composiciones, ¿qué deleite (pregunto) pueden mover los versos oscuros? ¿Ni qué provecho (cuando a esa parte se atengan) si, por su locución no perspicua, esconden lo mismo que dicen? Aun las proposiciones teólogas, importantes a nuestra fe, si se escriben oscuras, rehúyen los más doctos leerlas por no molestar el ingenio: ¿cuánto menos se padecerá esa molestia por entender los versos, aun cuando se esperase hallar en ellos sentencias útiles? No fue asunto de este papel dar documentos sino mostrar engaños; pero persuádanse cuantos profesan locución grande que la virtud más grata a los oyentes y la suma industria en el estilo supremo es saber retirarse de la oscuridad. Y que es precita al desprecio la frasis más valiente o más prima, si niega a la inteligencia el concepto que abraza, o bien si se emplea en desacuerdos que, después de entendidos, son también ceguedades. ‘¿De qué sirve, (dice el mismo Agustino con su agudeza) de qué sirve una llave de oro, si no abrimos con ella donde queremos?'. «Quid enim prodest clavis aurea, si aperire quod volumus non potest?» Tulio, en el lugar que antes vimos de su Oratoria interrumpe el discurso, diciendo: ‘No se hable de otra cosa alguna; dejémoslo todo y sólo se dispute con cuáles medios se podrá conseguir que se entienda lo que se dice'. «Neque vero in illo altero diutius commoremur, ut disputemus, quibus rebus assequi possimus, ut ea quae dicamus intelligantur».No le parece haber estudio tan importante en toda la elocuencia como el que se emplea procurando la claridad del decir: así vemos que se desocupa de todos para disputar sólo de éste y observar sus preceptos. Demetrio Falereo en toda ocasión no cesa también de darlos para lo mismo y advertir sus estorbos, especialmente al último tercio de su libro. Jerónimo Vida, príncipe de los poetas modernos latinos, cuya poética se antepone a la de Horacio (como juzga Escalígero, y no lo niego), llegando a hablar de la locución en los versos, comienza así: ‘Cuanto a lo primero, te digo que huyas la oscuridad de las palabras'. «Verborum in primis tenebras fuge, nubilaque atra etc.». Todos en fin reconocen que no hay elocuencia ni elegancia sin luz. Esto se propone en común. Son en efecto tan distintas, tan separadas, las dos maneras propuestas de oscuridad que con las sentencias oscuras se compadece bien el lenguaje claro y, con las sentencias claras, el lenguaje oscuro. Muchas veces Lucrecio, Manilio, Arato y otros semejantes poetas, siendo claros en la locución, no alcanzan el ser entendidos porque incluyen ciencias ocultas y materias en sí difíciles, naturales o filosóficas, que traen abrazada consigo la oscuridad, sin que pueda vencer sus tinieblas la luz más viva y despierta de las palabras. Luz fue de la Iglesia Tomás y en sus escritos escolásticos usa clarísimo estilo, procurándolo así con toda industria. No le basta para que sea clara la materia que escribe, sino escondida y oscura al no teólogo, y al más docto lo es muchas veces. Mas este linaje de oscuridad, o bien dificultad, ligado a la alteza de las materias y sutileza de argumentos, ya digo que no se condena; antes, se debe gloria al que tuvo capacidad de tratarlas, como use en la locución la claridad posible, distinguiendo en los versos que no es su legítimo asunto gravarse de materias difíciles, ni penetrar lo interior de las ciencias. Vamos ahora a nuestros poetas, donde se hallará totalmente lo contrario. Porque los asuntos y argumentos que tratan de ordinario son llanos y claros, siguiendo con sencillo discurso alguna simple narración o cuento vestido de concetos flacos, y en las composiciones más breves se pagan de sentencias muy fáciles. Mas a esta claridad de argumentos inducen profundas tinieblas con el lenguaje solo, usando, como se ha notado, voces tan incógnitas, oraciones tan implicadas, prolijas y ambiguas; confundiendo los casos, los tiempos, las personas; hollando la gramática, multiplicando violentas metáforas, escondiendo unos tropos en otros; y, finalmente, dislocando las palabras y transportando el orden del hablar por veredas tan desviadas y extrañas, que en muchos casos no hay cosa más clara que el no decirse en ellos cosa alguna. No fraguan sentido las cláusulas o, si alguno se descubre, es las más veces vano y casual, que no alumbra al intento sino le ofusca. El discurso corriente de lo pensado es siempre de leve sustancia; y, siendo por sí mismo fácil y patente, se dificulta y cierra en bosques incultos de dicciones ásperas, y en locuaces horrores. Y el lector codicioso, buscando sentido y no hallándolo en lo cerrado y lóbrego de las palabras, se angustia y se desespera. A los que así escriben podríamos decirles lo que Favorino filósofo al joven que describe Gelio: ‘Tú no quieres que sepa ni entienda nadie lo que hablas. Pues dime, necio, no sería mejor, para conseguir colmadamente lo que pretendes, que callases?'. «Scire atque intelligere neminem vis quae dicas. Nonne, homo inepte, ut quod vis abunde consequaris, taceres?». Mas lo menos sufrible del caso es que piensan dar a entender que el ser oscuros les cuesta particular estudio y que no se consigue aquella tenebrosidad menos que con alto cuidado. Y muchos del bando ignorante lo creen así y lo porfían. De donde ha procedido llamar cultos a los versos más ciegos y más broncos. Insigne poderío de la rudeza, como antes notábamos. ¿Cuál escrito, en su primer borrador, salió del todo claro, y obligó al dueño a oscurecerle por mejorarle? ¡Prodigioso suceso! Lo contrario sí pondera Vida al fin de su Poetica, donde habla de la corrección. «Siempre se nos ofrece (dice) algo de nueva luz, y huyen las tinieblas». «Nostrisque nova se mentibus offert ultro aliquid lucis, tenebrae atque recedunt». Una pieza de armas, un cañón de arcabuz, no alcanzan lo terso y espejado en las primeras fraguas y gruesos martillos, sino con diversas limas y bruñidores. Estos esmeran su pulimento y ofrecen a nuestros ojos esplendor y cultura. Facilitar con el oyente los versos magníficos es la suma dificultad para el autor. Así, cuando vemos alguna obra de manos concluida en últimos primores, decimos con discreto adagio: Aquí parece que no han llegado manos, y es cuando ha intervenido inmenso trabajo de las manos, y del entendimiento. Vendernos la oscuridad por estudiosa y difícil es astucia de que resultan al que engaña notables útiles entre oyentes sencillos, porque bautiza la ignorancia y pereza con título de diligencia e industria; y, con vilísimos velos de locución, no solo encubre defectos y culpas, sino da a creer al simple que son todas ingeniosidades, a la manera que un manto rebozado suele prometer y mentir hermosura, celando fealdad. No es creíble (dijo una vez el padre Florencia) que quien concibe hermosos conceptos deje de emplear gran cuidado y poner mayor gusto en declararlos, por lo que interesa el ingenio en logar bien sus partos. Pues ¿cómo se creerá que haya nadie que con industria los oculte y aborte? Infiero que dejarlos ocultos o mal entendidos da a entender que no son para vistos, y que lo temió así el autor. La locución oscura es capa de ignorantes (lo mismo que de pecadores) y tan barata capa, que el más pobre ingenio posee abundantísimo paño para vestirse de ella. Digo, y fenezco este discurso, que el escribir oscuro no sólo es obra fácil, sino tan fácil, que sin obrar se adquiere. Y aun puedo decir que no es obra, tan lejos está de ser difícil operación. Dios no crió tinieblas ni las tinieblas requerían creación. Bastaba no criar luz para que las hubiese: donde ella falta se hallan. Así, para que redunde oscuridad en los versos, no es conveniente poner cuidado: antes, descuidarse en ponerle. Dar luz es lo difícil; no conseguirla, facilísimo.