**** *book_ *id_body-1 *date_1625 *creator_castillo_solorzano Introducción 1. Título Ritratto di un «culto» in un interno El culto graduado es una novela corta de Castillo Solórzano incluida en la primera de sus colecciones de relatos a la italiana: Tardes entretenidas (1625), cuya deuda con las Ejemplares (1613) de Cervantes aflora desde el prólogo, donde el autor vallisoletano afirma que «ninguna cosa de las que en este libro te presento es traducción italiana, sino todas hijas del entendimiento». El texto en cuestión gira en torno a la sátira del bachiller Alcaraz de Casarrubios, una suerte de Quijote de la poesía culta que, prendado de los versos de Góngora y sus epígonos, se convierte en blanco de la befa de dos estudiantes de Salamanca –naturales asimismo de la villa toledana– que lo incitan a componer obras llenas de hipérbatos y neologismos solo para reírse del cándido protagonista. No mucho después, don Diego, un caballero madrileño, lo convencerá del provecho de viajar a la corte y someterse al examen de los regentes del Gymnasium cultorum. La trama evoluciona, pues, hasta convertirse en una farsa, o mejor, en un entremés de figurón, que participa tanto de las Piacevoli notti de Straparola como de los vejámenes del Barroco. Anuncia finalmente los juguetes y premáticas de Quevedo sobre la «secta oscura», similar a los «críticos» de los Cigarrales de Toledo y del Deleitar aprovechando de Tirso; o sea, personajes teñidos de gongorismo y por ello execrables. El texto que nos ocupa debió idearse en el ambiente festivo de las academias madrileñas entre 1620 y 1622, donde Castillo participó de manera activa y los imitadores del autor de las Soledades fueron más que escarnecidos. De ahí que el episodio central de este relato se cifre en la ceremonia burlesca en la que se le concede al protagonista el grado de «culto»; y en buena lógica, el sintagma «culto graduado» nos llegue revestido aquí, como el propio Alcaraz, con notas cómicas que invitan a la lectura de este personaje como una suerte de “asno diplomado» o “delirante archiculto”. 2. Autor El pícaro cortesano: Alonso de Castillo Solórzano Buena parte de la biografía del poeta, novelista y dramaturgo Alonso de Castillo Solórzano (Tordesillas, 1584 – ¿1648?) discurrió entre claroscuros. De hecho, más allá de los breves apuntes de Mayans, Mesonero Romanos y Nicolás Antonio, solo conocimos su lugar de nacimiento gracias a las pesquisas de Gutiérrez del Caño, director de la Biblioteca de la Universidad de Valencia a finales del siglo XIX, y Cotarelo y Mori, quien recogió los testimonios hallados por el presbítero Eleuterio Fernández Torres, autor en 1905 de una Historia de Tordesillas. La publicación de la partida bautismal de Castillo, fechada el 1 de octubre de 1584, certificaría su venida al mundo en la villa de Tordesillas (Valladolid) y el origen valenciano de sus padres, Francisco del Castillo y Ana Griján, servidores ambos de la grandeza, lo que «sugiere una educación literaria mínima», quizá supervisada por su abuelo materno, el abogado Pedro Griján. Su progenitor, camarero del duque de Alba, murió en Benavente (Zamora) y se le dio sepultura en Tordesillas. Aunque convenga dejarlo en cuarentena, parece que por dicho motivo don Alonso suspendió los estudios que tal vez cursaba en Salamanca. Lo cierto es que hasta la fecha no se ha probado que estuviera matriculado en ninguna universidad. Tales conjeturas derivan del profundo conocimiento del mundillo estudiantil salmantino que rodea a la ambientación de las Aventuras del bachiller Trapaza (1637). Para ser exactos, solo disponemos de noticias sobre Castillo Solórzano desde el 27 de febrero de 1616, cuando una seria enfermedad lo dispuso a formular testamento. Nombró entonces legataria a su tía Catalina Griján, aunque menciona también a su esposa, Agustina de Paz, hija del doctor Cogojado. Ocho meses después fallecería la madre de don Alonso, y en octubre de 1617 testó también su tía, instituyendo a nuestro autor como beneficiado universal. Por alguna extraña razón, dado que Castillo había acumulado ya el patrimonio de tres de sus parientes, una serie de documentos notariales de 1618 señalan que vendió sus fincas, viñas y predios, lo que invita a pensar que atravesó una crisis económica –se ignoran las causas–, o bien que una tardía vocación literaria –contaba treinta y dos años– lo impulsó a obtener la suficiente liquidez como para establecerse en la corte, que, según declara en Las harpías en Madrid (1631), ejercía sobre él una atracción irresistible. De abril de 1618 datan las segundas últimas voluntades del vallisoletano –de nuevo provisorias, pues fallecería tres décadas después–, cuyos bienes destinó esta vez a su mujer, aunque matizando que debía ocuparse de Ana Velarde, «niña pequeña que hemos criado en nuestra casa». Nada conocemos sobre la misteriosa prohijada y tampoco hay pruebas de que don Alonso tuviera descendencia. Se declara asimismo en ese protocolo gentilhombre del conde de Benavente, «por lo que cabe la posibilidad de que …) aprovechase una comisión o servicio encomendado por este noble para asentarse en Madrid, donde pronto cambiaría de protector». El inicio de su carrera literaria se remonta a 1619, cuando Castillo elogió con un soneto («Anciano Duero, tú que a Tordesillas») la Vida y penitencia de santa Teodora de Alejandría, de González de Torneo, oriundo también de Tordesillas. Eran los días de vino y rosas de las academias y el autor de El culto graduado gustaba de acudir a la de Madrid, organizada en torno a Sebastián Francisco de Medrano, de la que llegaría a ser secretario en la Cuaresma de 1622; pero no hay que descartar su asistencia a otras coetáneas, como la de Francisco de Mendoza, secretario del conde de Monterrey, donde se leyeron varios de los poemas que luego recogería en los Donaires del Parnaso (1624-1625), dos volúmenes de poesía en los que el vallisoletano compiló un buen número de romances, sonetos y otras composiciones, amén de varios epilios chanceros que «no se pueden entender cabalmente sin relacionarlos con la enconada lucha que se entabló desde 1620 a 1624 entre los poetas llanos, capitaneados por Lope, y los poetas cultos acaudillados por Góngora, lo) que explica el surgimiento de las fábulas mitológicas en burlas». Por las mismas fechas, concretamente en 1621, Tirso de Molina lo reclamaría para que prologara con una décima («Si Toledo se hermosea») la miscelánea impresa bajo el título de Cigarrales de Toledo. Y un año más tarde concurrió con unas décimas y un soneto rubricados con su nombre, junto con otros bajo el seudónimo de «Bachiller Lesmes Díaz de Calahorra», a la justa que se celebró en Madrid para honrar a san Isidro con motivo de su canonización. También en 1622 presentó un soneto en las fiestas que el Colegio Imperial tributó a la subida a los altares de san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier. A pesar de todo, su desembarco en la corte no se tradujo en una hacienda boyante, hasta el punto de que en 1622 se vio obligado a vender su título de nobleza, «circunstancia, esta de la escasez de recursos …), que no deja de tener su reflejo en el poema II, 53 de los Donaires, donde el locutor burlesco) se dirige a un caballero enfermo al que se le ha practicado una sangría para expresarle que le gustaría ser muy rico para ofrecerle hermosos presentes, si bien no puede hacerlo, porque su situación económica deja mucho que desear». Necesitado de mayor amparo financiero, Castillo abandonó al primero de sus señores, el citado conde de Benavente, y desde 1622 aparece en diversos escritos como criado o gentilhombre de don Juan de Zúñiga y Requeséns, marqués del Villar, a quien dedicaría la segunda parte de los Donaires (1625) y bajo cuya protección redactó tres colecciones de novelas: Tardes entretenidas (1625), Jornadas alegres (1626) y Tiempo de regocijo (1627). No pasó demasiado tiempo a su servicio, pues de marzo de 1627 data otra cédula en la que reza que el vallisoletano desempeñaba la función de maestresala de don Luis Fajardo, marqués de los Vélez y Molina; mayordomía y caballero que lo obligaron a abandonar su querida Madrid. Emerge, pues, paulatinamente «una personalidad que se pregonaría como la del clásico hombre de letras, paniaguado de nobles y mecenas». Fallecido el aristócrata en 1631, y tras una breve singladura por Valencia, y quizá por Sevilla, que redundó en otro par de libros, Lisardo enamorado (1629) y Huerta de Valencia (1629), Castillo se asentaría con don Pedro Fajardo y Zúñiga, heredero del anterior, valiéndole en la misma condición. En 1635 escoltó a su titular en Aragón, donde aquel iba a encargarse del virreinato. Es durante este ciclo zaragozano cuando don Alonso terminaría de escribir las Aventuras del bachiller Trapaza (1637) y la Sala de recreación, colección póstuma aparecida en 1649. Entre ambas verían la luz su Historia de Marco Antonio y Cleopatra (1639), basada en modelos tan señeros como Livio, Tácito, Plutarco, Josefo, Pineda o Pedro Mexía; el Epítome de la vida y hechos del ínclito rey don Pedro de Aragón (1639), también de divulgación histórica; y Los alivios de Casandra (1640), otro ramillete de novelas a la italiana. Reeditadas en 1641, se estamparon en Barcelona, fruto del nombramiento del marqués de los Vélez como virrey de Cataluña. El último informe acerca de Castillo se refiere a la designación de don Pedro como embajador en Roma (1642). Es probable que al publicarse La garduña de Sevilla en julio de ese año, el vallisoletano lo acompañara durante su investidura. No poseemos más datos que iluminen la trayectoria del novelista en Italia e ignoramos su tiempo de permanencia en la ciudad eterna, aunque sí nos consta que don Pedro Fajardo ostentó también el virreinato de Sicilia, donde falleció en 1647. En virtud de ese particular y de la póstuma entrega a los tórculos de la Sala de recreación y La quinta de Laura, ambas de 1649, se aventura que don Alonso hubo de morir en 1648. Aunque la narrativa solorzaniana alberga una buena cantidad de poemas, e incluso de entremeses (Tiempo de regocijo) y comedias (Fiestas del jardín, 1634), la primera parte de los Donaires del Parnaso nos devuelve la imagen de un hábil fabulista, acaso uno de los mejores del Barroco, siempre a caballo entre Góngora y Quevedo, como acreditan sus epilios burlescos sobre los mitos de Apolo y Dafne, Venus y Adonis, Pan y Siringa, Venus y Marte, el Robo de Europa y su depurada versión heroicómica del Polifemo de Góngora. La secuela de esta propalladia académica (1625) contiene en cambio solo un par de fábulas: la Fábula de Ío y la del Nacimiento de Vulcano. Al margen de su indudable calidad como poeta, el papel que Castillo desempeñó en los cenáculos del Barroco ha merecido escasa atención. Juzgado por la crítica como un retacillo costumbrista de Quevedo y Lope, Arellano lo retrató –con excesiva ligereza– como un «escritor nobiliario, poco innovador, autor de colecciones novelísticas de consumo, integrado cómodamente en el sistema, de pluma fácil y abundosa invención». Este tipo de sambenitos –pues no se trata de otra cosa– obedecen a varias lagunas, entre las cuales no se antoja la menor el que la mayoría de sus colecciones no hayan visto aún la luz en ediciones críticas dignas de tal nombre. Bastaría echar un vistazo a los inmoderados elogios de Lope en su Laurel de Apolo y a las líneas –mucho más tibias– que le dedicó Velasco Kindelán para descubrir que la cotización del vallisoletano en el canon literario del siglo XVII no se ha fijado con justicia ni amplitud de miras. Tampoco sorprenderá por ello la abundancia de esbozos algo paradójicos acerca de la producción del responsable del Culto graduado. Así, Ruiz Morcuende reparó en su facilidad para adaptar el estilo al género que se trajera entre manos: «cuentista en las Jornadas alegres, en las Fiestas del jardín y en las Noches de placer, hagiógrafo en el Sagrario de Valencia, historiador en el Epítome de la vida y hechos del ínclito Rey Don Pedro de Aragón y en la Historia de Marco Antonio y Cleopatra, novelista en la Huerta de Valencia y en el Tiempo de regocijo, se supera ... en las novelas picarescas de La niña de los embustes, las Aventuras del bachiller Trapaza y La garduña de Sevilla». Por su parte, Valbuena Prat, para quien Castillo fue el «Moreto de la novela», aplaudió la agudeza de su pluma, que incluso le valdría atribuciones espurias, como la del Quijote de Avellaneda, luego refutada por Hornedo. Ya en la segunda mitad de la pasada centuria, resulta todavía estimable la tesis doctoral de Dunn, relativa a toda la narrativa del vallisoletano y piedra de toque para los sucesivos asedios críticos y editoriales de Soons, Glenn y Very, Jauralde, Joset, Arellano, González Ramírez, Rodríguez Mansilla, Giorgi o Grouzis. Y eso que el hispanista británico no vaciló a la hora de declarar que la prosa de Castillo no le merecía ninguna simpatía. Entre los trabajos más recientes, cabe citar la edición de dos de sus colecciones a la zaga de las de Bandello, Sansovino o Straparola: Noches de placer (1631), al cuidado de Giorgi, y La quinta de Laura (1649), por parte de Grouzis; además de un par de títulos de su corpus picaresco femenino: Teresa de Manzanares (1632) y La garduña de Sevilla (1642), en el haber de Rodríguez Mansilla, quien concluye que aunque don Alonso sea considerado «una caja de resonancia de su venerado Lope, … el grueso de sus recursos narrativos proviene de la obra de … Salas Barbadillo. Podría decirse que, en el plano de la experimentación novelesca, … encuentra en Salas un predecesor». 3. Cronología La «Soledad» de las «Tardes» Coetáneo de la publicación de la segunda parte de los Donaires del Parnaso (1625) y de varios testimonios de la polémica gongorina, tales como los poemas de Lope en La Filomena (1621) y La Circe (1624), el Discurso poético (1624) de Jáuregui, la Aguja de navegar cultos (1625) de Quevedo, los Comentarios a las «Soledades» (1625) de Serrano de Paz, o la Apología a favor de don Luis de Góngora (1627) de Martínez de Portichuelo, se imprimió el debut de Castillo Solórzano en la prosa de ficción: las Tardes entretenidas (1625). Su objetivo no era otro que adaptar a nuestras letras el tipo de relatos de tres de los novellieri: Bandello, Sansovino y Straparola. De ahí la elección de un marco, al estilo de Boccaccio, en el que un par de viudas se dirigen con sus cuatro hijas a una finca en las afueras de Madrid para «tomar el acero»; un tópico, este de la opilación femenina, que menudea por las novelas (El monstruo de Manzanares, en la Mojiganga del gusto de Sanz del Castillo, 1641), comedias (El acero de Madrid, de Lope, 1608) y hasta la pintura del Barroco (pensemos en el jarrito de barro que la dama María Agustina Sarmiento le ofrece a la infanta Margarita en Las Meninas de Velázquez). Acompaña a este cortejo de dueñas y doncellas don Octavio, un gracioso que les propone que a lo largo de seis días cuenten historias de corte o de ciudad, amenizadas por enigmas y versos. Los títulos son: El amor en la venganza, La fantasma de Valencia, El Proteo de Madrid, El socorro en el peligro, El culto graduado y Engañar con la verdad. Además del curioso tema, la novedad del Culto graduado respecto a las otras cinco novelas se cifra en que Castillo no la puso en boca de ninguna de las damas, sino en la de un médico que llega a la quinta para divertirlas. Un profesional, por tanto, que frecuenta la corte sin integrarse del todo en ella. Conviene reparar además en la montura del galeno, una mula, frente a los coches en los que se desplazan doña Violante y doña Luisa. Sin pasar por alto un detalle: el relato más original de las Tardes, que por causas argumentales alberga también versos cultos, no se narra de forma oral. De hecho, fruto de la dificultad de los poemas insertos –parodias del gongorismo– y de la sintaxis de la que hace gala el protagonista, el bachiller Alcaraz, resulta lógico que el médico la copiara en un cuaderno. Se trata, en suma, de un narrador-lector que no inventa su relato de repente y de un tipo –el del científico erudito y a la postre pedante– que desfila con cierta asiduidad por las sátiras del Barroco. Téngase en cuenta que los galenos eran entonces un blanco fácil para los escritores –con Quevedo y Caviedes en primera línea– a causa de su aspecto –solían lucir guantes y un sortijón– y de su hermética jerga, que lindaba con el absurdo. Podría decirse, pues, que este médico-narrador participa aquí como un serio «figurón de la ciencia» y preludio del cómico «figurón gongorino» (Alcaraz) que domina el relato de Castillo. 4. Estructura Un figurón de novela 4.1. El ingenioso bachiller Alcaraz de Casarrubios Fue Erasmo quien escribió que todos los asuntos humanos tienen dos caras, en nada semejantes; de modo que «aquello que a primera vista ... es muerte, si lo examinas con mayor profundidad, aparece como vida; en cambio, lo que parece vida es muerte; lo hermoso, deforme; lo opulento, paupérrimo; lo infame, glorioso; lo docto, indocto; ... en suma, si abres el sileno, de repente aparecerá todo cambiado». Sus palabras, aplicadas al Culto graduado, suscitan de inmediato varias preguntas: ¿qué es un loco? ¿Dónde radica la diferencia entre el docto y el indocto? ¿Y entre la sátira y la parodia? Pues bien, cualquier lector apresurado concluiría que en este relato Castillo se alista en el bando de los «enemigos del culteranismo». Pero un examen cuidadoso de la trama permite responder a dos de las cuestiones antedichas: la locura del loco literario, que no siempre lo está –verbigracia el licenciado Vidriera o Don Quijote–, ha de abordarse desde la óptica disparatada que «practica conscientemente el rito de la inversión de valores con el propósito de ofrecer una lectura crítica de la realidad»; aun cuando el relato en particular, como el que nos ocupa, se construya a partir de seres faltos en apariencia de legitimidad racional. Y tampoco se olvide que «la sátira abarca desde la burla de modales inoportunos hasta la feroz denuncia de defectos personales o injusticias sociales». Cuando esas lacras –por lo que atañe a la biografía de Alcaraz– tienen que ver con la adopción de una manera de escribir, la sátira exige además el respeto de un código: el dominio de un contexto pre-textual, ya que el médico del Culto graduado asume como premisa la alta competencia del lector –y de las hermosas oidoras– al que se dirige, más que habituados a la retórica de los epígonos de Góngora. Por ello habría que clasificar esta sátira como híbrida, ya que Castillo mezcla lo general, la polémica sobre el gongorismo, con lo particular, esto es, cómo se literaturiza dicha polémica dentro de un relato de ficción. Definida por el médico como una «graciosa burla», la novela deviene en un pastiche satírico que adopta muchos de los rasgos cultos con intención burlona. Sin embargo, Castillo incumple dos de los mandamientos de cualquier sátira: la predilección por un estilo bajo y el protagonismo de hombres infames. El culto graduado satiriza, por tanto, a contrapelo. Nos topamos así con un estilo alto, bien es cierto que paródico en los poemas del bachiller y solo algo hinchado en la prosa del galeno, y con un poeta gongorino, pero no demasiado grotesco, que se diría un primo lejano del licenciado Vidriera de Cervantes; e incluso de Alonso Quijano, otro santo patrón de la lectura cuyo amor por los libros derivó en locura, o tal vez en juego. Los distintos interlocutores que se mofan de Alcaraz acabarán copiando también su mismo idiolecto (oscuridad, metáforas, hipérbatos...), como muchos de los adversarios de Góngora. De ahí que, según Rodríguez Mansilla, «el origen de esta novela corta deba buscarse en el ambiente festivo y satírico del entorno académico madrileño y las justas poéticas de 1620 y 1622, donde el estilo culterano fue bastante fustigado. Si en la primera justa solo había asistido el conde de Villamediana, como único exponente del gongorismo, dos años más tarde los culteranos son excluidos completamente del certamen. La comicidad con propósitos correctivos que despide la novela de principio a fin se inspira en la literatura efímera propia de la academia. Así, en la justa poética en honor de san Isidro, por ejemplo, Lope, en su papel de presidente, leyó cédulas burlescas donde llamaba a los cultos herejes extranjeros y locos …, apelativos que Castillo Solórzano explota a lo largo de El culto graduado. En lo que se refiere a su participación en la celebérrima Academia de Madrid, nuestro escritor fue miembro sumamente activo, desde su llegada a la capital, en 1619, hasta su partida a Valencia en 1628, cuando ya había escalado hasta el puesto de secretario de la misma». La novelita persigue cuatro objetivos: 1) reprender a los hombres que se alejan del «provechoso empleo de las letras»; 2) ironizar las ocupaciones inútiles, como el «doctorado en cultismo» que codicia el bachiller Alcaraz; 3) mostrar los daños que ocasiona la poética gongorina; y 4) satirizar a los letrados, tema frecuente en el Barroco, sobre todo en obras de impronta quevedesca. A los escritores les bastaba con otorgar a estos figurones la máscara de hombres sabios, dueños de una biblioteca que les permitía jactarse de su conocimiento de los clásicos tanto como del lujo de sus bizarros vestidos. Pero también, y no es baladí, se trata de seres que «releen y reinterpretan esquemas temáticos y verbales ya existentes, (en este caso el gongorismo), más que prestigiados o censurados por tradiciones culturales». El culto graduado comienza en Casarrubios del Monte, una villa próxima a Madrid donde asiste a «pasar sus estudios el bachiller Alcaraz, después de haber cursado los dos derechos ... en la eminente ... academia salmantina». Hombre de presencia agradable y «candidísimas entrañas», pecaba no obstante de presumido. Lo más novedoso del relato consiste en que, igual de desocupado que Don Quijote en su aldea, Alcaraz se afanará en leer libros de poesía culta, además de «obras sueltas manuscritas de ingeniosos y conocidos vates». He aquí el primero de los guiños a Góngora, pues es sabido que solo al final de su vida don Luis se reunió con Antonio Chacón, señor de Polvoranca, cuya familia ostentó precisamente el condado de Casarrubios, para preparar un manuscrito que recogiera todos sus versos, con vistas a darlos a la estampa y, más todavía, a granjearse el favor del Conde Duque de Olivares. Consideremos que los textos de don Luis habían circulado muchísimo hasta aquel entonces, proporcionándole al poeta enorme fama y popularidad; sin embargo, Góngora se mostraba reacio a la hora de imprimirlos. Quizá porque le interesaba escribir para pocos, y solo de algunos de ellos (Pedro de Valencia, el Abad de Rute) aceptó la crítica o el consejo. No es descartable que cuando Castillo se refiere al gran poema del bachiller Alcaraz («El circo mantuano») piense en la primera etapa de la difusión manuscrita de las Soledades (1613-1614), y en buena lógica también de la polémica gongorina. Otro indicio de que esta novela evoca aquella controversia deriva de la primera vocación de su protagonista: glosar «cualquier verso de estos», a fin de componer un «dilatado comento sobre cada dificultad». El vallisoletano se burla así, más que de la poesía culta, de la riada de pareceres, antídotos, exámenes y advertencias suscitada por la circulación de las obras maestras de don Luis, con argumentos bastante similares, por cierto, a los del Antídoto contra la pestilente poesía de las Soledades (1616) y el Discurso poético (1624) de Jáuregui. Sin desdeñar el parecido de Alcaraz con otro personaje cervantino: don Lorenzo, hijo de don Diego de Miranda, al que su propio padre ironiza en la Segunda parte del Quijote (II, 16): «Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama; si se han de entender de una manera u otra los versos de Virgilio». Festini ha sugerido recientemente, y con buen pulso, a propósito de los rifirrafes entre Lope y Góngora, que «es … la Respuesta al papel que escribió un señor de estos reinos en razón de la nueva poesía el texto que mayor influencia parece haber tenido en la base teórica que sostiene a El culto graduado. Si bien la crítica coincide en que la fecha de la Respuesta… es 1617, su publicación en La Filomena (1621) hace verosímil la adhesión de nuestro autor a sus líneas críticas, ya que es posible hallar cierta relación entre la epístola y la novela. Lo mismo sucede con la Epístola séptima: A un señor de estos reinos, publicada en La Circe (1624). Si es cierto que, a través de estos textos, Lope defendió su posición anticultista en la academia de Medrano, la novela de Castillo Solórzano refleja, en cierta medida, la adhesión de cierto grupo de poetas a estos postulados Volviendo al Culto graduado, durante sus vacaciones Alcaraz discurre sobre aquella «poesía oscura» con un par de estudiantes de Salamanca. Naturales también de Casarrubios, se dedicarán a escribir versos cultos solo para burlarse del bachiller. Unos versos que, como era presumible, estimulan los desvaríos del protagonista, aunque el médico que narra la historia apenas los recuerde. El bachiller no flaqueará desde entonces en «salir eminente en la culta poesía», aunque las más de las veces ni siquiera él entienda el contenido de sus textos. Por ejemplo, el romance «Carácteres de crueldad», dedicado a la dureza de una vecina, hija de labrador y analfabeta, que los citados estudiantes leen como preludio de la befa que Alcaraz sufrirá en Madrid. Los aplausos recibidos por dicho romance animan al bachiller a componer un soneto («Esplendente deidad, cándido tiro») lleno de esdrújulos y participios concertados de lo más excéntricos. Pues bien, tanto un poema como el otro le permiten subrayar a Castillo el profundo surco de Góngora a lo largo y ancho de la lírica barroca. Los saberes –aunque sean paródicos– de los compatricios del bachiller y los manuscritos que analiza el chiflado protagonista sugieren que no solo los romances y las letrillas de don Luis alcanzaron un triunfo considerable entre sus amigos e impugnadores, sino que también el Polifemo y las Soledades circularon entre los alumnos de una ciudad universitaria o de un villorrio cercano a la corte. Nótese que los lectores de los versos de Alcaraz son variados y no siempre cultos; alejados, pues, de los principales focos de la polémica gongorina: la campesina Inés, su primo, los licenciados, el caballero don Diego, etc. Por otra parte, la facundia de Alcaraz es semejante a la de otro de los figurones creados por Castillo. El vallisoletano recicló materiales del Culto graduado para su entremés del Casamentero, incluido en Tiempo de regocijo (1627). Ya hemos visto que el papel que desempeñan Inés, el primo y el par de licenciados en la novelita de las Tardes entretenidas no pasa de episódico. Sin embargo, dicho desfile de personajes, casi todos anónimos y por ello prototípicos, no se detiene apenas en ninguno de ellos, igual que en el teatro breve de don Alonso. El casamentero, por ejemplo, desarrolla el cortejo de una mujer que aspira a casarse con un «poeta en crepúsculo» para que, en colmo de la ironía, le escriba obras claras. La principal diferencia respecto al Culto graduado radica en que si el bachiller había dirigido su romance a Inés, una aldeana, Piruétano, el alcahuete del entremés del Casamentero, tiene como interlocutora a una erudita dueña que solicita un contrato prenupcial en la lengua culta: «No apetezco riquezas, cuyo cúmulo / oprime el alma al prevenir el túmulo, / sólo la elevación de los espíritus / …) ¡Si yo hallara un filósofo poeta / al uso de Teócrito y Homero, / cuya fama del tiempo preservada / por tan remotos climas se dilata!». Asimismo, Sileri ha subrayado que las características de Alcaraz asoman también en un personaje del Ayo de su hijo, novelita incluida también en Tiempo de regocijo, «dove un poeta, “hombre que, para exagerarle de poco entendido, bastará decir que él mismo no sabía entenderse lo que escribía, non sarà pagato dal taccagno Fadrique per i versi incomprensibili che ha scritto, e in tono molto attenuato in Quien todo lo quiere, todo lo pierde, novella in cui doña Isabel dà appuntamento al galán per la notte successiva pregandolo di andare “enmendado de hipérboles, que no soy amiga de oírlos, por tener fabulosos a todos los que en ellos tratan y más con el conocimiento que tengo de lo poco que valgo». 4.2. Lo inconstructo, lo brujuleado y, finalmente, lo impalpable Una vez terminado el recital de Alcaraz ante los colegiales salmantinos, el médico informa de la llegada a Casarrubios de un caballero madrileño que no tarda en preguntarle al ventero cómo puede distraerse un rato. Huelga decir que para entonces la locura del bachiller lo había convertido en una celebridad, de ahí que este cortesano, que atiende por don Diego, no pierda ni un segundo en dirigirse a casa del bachiller. Pues bien, si Cervantes había escrito en El licenciado Vidriera que los dichos de Tomás Rodaja se extendieron por toda Castilla y, «llegando a noticia de un príncipe o señor, que estaba en la corte, quiso enviar por él y encargóselo a un caballero amigo suyo que estaba en Salamanca», don Diego orquesta una farsa en El culto graduado junto a un grupo de nobles de la capital. Consciente de la extravagancia del protagonista, alaba sus bizarros versos hasta el infinito, engatusándolo con dos mentiras: 1) Madrid necesita autores de su talla, porque en las academias los hay mucho peores; 2) un tribunal de expertos será el responsable de examinarlo. Tales elogios alimentan la vanidad de Alcaraz, que se dispone a escribir su obra cumbre: un poema que servirá para confirmar «que dudo, y no es arrogancia, que haya nadie que me aventaje en los agudos y nuevos modos de versificar». Pagado de sí mismo, el figurón ni siquiera sospecha que don Diego lo conduce hacia una trampa. Así, las primeras noticias que el bachiller facilita a tan ladino representante conciernen a su producción dramática, pues al parecer Alcaraz se había consagrado al teatro durante sus años en Salamanca: escribió treinta comedias que no subieron a las tablas a causa de la negativa de los autores, de los altos honorarios del dramaturgo y, quizá, de su desvío del modelo lopista. Nótese la extrema ambición de una de las teóricamente más conseguidas, el Epítome de prodigios, cuya obertura protagonizaban nada menos que los Nueve de la Fama y las diez sibilas. El título de esta comedia apunta a un argumento mitológico que nada desmerece respecto a las demás, igualmente ridículas: La burra de Balán, El mayor miércoles, La infanta sin calzas, El regoldar en ocasión, Los ojos en ajuar, Las doncellas en camisa, El viudo risueño, La mona en Tetuán, El devoto de Monjas, La cocina de amor, Los celos en letuario, Los dones al quitar, La tragedia de Babieca, El escabeche de amor, El blasón de Pero Tierno y Los amantes en cazuela. Piezas hilarantes, escritas en «quincenas, diez y ochenas, veintenas y octavas de a veinticuatro consonantes», que ayudan a iluminar dos de las características de la prosa y el teatro del vallisoletano: 1) la fusión de géneros, que invita a clasificar El culto graduado como una novela entremesil sobre la lírica culta; y 2) Castillo suele reciclar motivos y personajes de unos libros a otros. La serie de comedias atribuidas al bachiller de este relato es solo un primer esbozo de los ridículos catálogos de obras imaginarias que don Alonso deslizó por varias de sus novelas. Verbigracia Jaime, alias Domingo Joancho, uno de los personajes de La garduña de Sevilla (1642), caricatura del tipo del escritor de medio pelo, irrumpe en el Mentidero de Madrid ataviado con una loba, anteojos, sombrero de falda y un buen puñado de comedias bajo el brazo: La infanta descarriada, El tenga tenga, Ahí me las den todas, Escarpines en Asturias, El Lucifer de Sayago, La Gandaya, El roto para vestir, No me los ame nadie, Tárraga, por aquí van a Málaga, Los lamparones en Francia, Turrones donde no hay muelas y La señoresa de Vizcaya. Lo mismo ocurre en el entremés del Casamentero, recogido en Tiempo de regocijo (1627), donde Castillo acude de nuevo a un poeta figurón, autor de veinte comedias nunca representadas cuyos títulos coinciden en alguno de los casos con las de Alcaraz: «La primera que hice fue La pápara, / pastoral a lo antiguo, pero buena, / La infanta nariguda, El catecúmeno, / El jabalí de Adonis, excelente; / Vida y costumbres de la Zarabanda, / El machuelo de la Bamba, La chanfaina. / ... / La mula de Balán, extremadísima, / Los celos en ajuar... / ... / El apodo al revés y La Tarántula, / La mona en Tetuán, historia célebre, / El honroso blasón de Pero Tierno, / El viudo risueño, La ensalada / La cocina de amor, Martín Lutero / y otras que por olvido no refiero». Tras el rosario de disparates del bachiller, don Diego apenas puede contener la risa; sobre todo cuando Alcaraz se ufana del poema que lo consagrará en las academias de la corte: El circo mantuano, para más inri subtitulado «Alabanzas de la plaza de Madrid, reprehensiones a los pródigos y manirrotos que en festivos días de toros gastan superfluamente sus haciendas en opulentos banquetes y colaciones». La ironía de Castillo se eleva aquí al cuadrado, pues descubrimos entonces que el protagonista del Culto graduado, diana a su vez para la befa de don Diego y los aristócratas madrileños, anhela consagrarse como satírico de los vicios de la capital. El íncipit de El circo mantuano está plagado de esdrújulos, cláusulas condicionales del tipo «A sí, B» y adjetivos que imitan por sufijación los participios latinos de presente, rasgos todos ellos típicos de Góngora: «atento el culto sí prevenga oído, / plebeyo no, si agrícola nacido». Pero habrá que esperar al final de la historia, justo cuando el bachiller ha sido ya humillado por don Diego y los aristócratas madrileños, para que las carcajadas se adueñen del relato. Solo en Madrid, y sobre un improvisado teatro, el entremés del figurón, o sea, la parodia de la poesía culta, toma carta de naturaleza. Dicho de otro modo: sobre las tablas del jardín de los Agustinos, el cómico Alcaraz –en las dos acepciones de «cómico»: ‘jocoso' y ‘actor'– ignora todavía que interpreta para un público de beffatori que permanecen ocultos. Es solo durante el examen ante el «Tribunal de cultos» cuando el crédulo bachiller se teatraliza, pasando de raro poeta a figurón. 4.3. Tribunal de Nocturnos En Madrid se desarrolla el segundo acto de esta ficción. Alcaraz se graduará allí como poeta culto ante un tribunal formado por maestros de varias naciones, todos ellos disfrazados: Latino, Griego y Garamanta. Micer Tenebroso, el portero de este cónclave, «simboliza tanto la tiniebla gongorina como los seudónimos que se atribuyeron los poetas que participaban en la Academia de los Nocturnos». La obsesión de don Diego no es otra que adecentar el recinto para la burla, casi una suerte de carnaval académico. Los bromistas se reúnen de hecho junto al monasterio de los Agustinos, cuyo pensil alberga la tramoya del que podríamos denominar como “entremés del villano”. Recuérdese además que la querencia de Castillo por la fiesta de Momo resucitaría en otras colecciones, como por ejemplo Tiempo de regocijo y carnestolendas de Madrid. De momento, don Diego solo se apresta a recibir a su víctima tras urdir con tiento una farsa que no difiere en su planificación de las que preludian las glotonerías y el bullicio que siguen a la Cuaresma. Durante una semana, al menos en aquella época, enmascarados de ambos sexos se permitían toda clase de desmanes y travesuras; tendían cuerdas transversales de calle a calle para que los paseantes dieran con sus huesos en el suelo, espantaban a los caballos con buscapiés y triquitraques, arrojaban ceniza, confeti o polvos para estornudar y arrojaban al paso del gentío líquido de no muy noble origen. Junto a lo carnavalesco habría que sumar en El culto graduado una tradición que enriquece el diseño del examen del bachiller: el opus ridicularium sobre los pedantes. La novela de Castillo, a tenor de sus deudas con las Piacevoli notti de Straparola –por lo que respecta al título de la colección en la que se inserta (Tardes entretenidas) y más aún por el uso de enigmas en verso al final de cada relato–, entronca también con varias befas italianas que se burlaban de los saberes teóricos, la educación universitaria e incluso la lectura. Un motivo que podríamos remontar al triángulo formado por Bruno, Buffalmacco y Calandrino en el Decamerón (VIII, 9), pasando por el Grasso Legnaiuolo, el Bianco Alfani, las farsas estudiantiles del siglo XVI, la historia de Scheggia, Piluca, Monaco y Zoroastro en Le cene (1540) de Grazzini o la favola del humanista sandio de las citadas Piacevoli notti (1550-1553). Rodríguez Mansilla indica que «en el capítulo III de El necio bien afortunado (1621), Salas Barbadillo recrea una ceremonia de graduación en la que se lleva a cabo un “examen del necio”, donde se parodia una graduación universitaria, con unos caballeros adornados de borlas y capirotes, como Junta de Doctores. … De allí toma … Castillo … el motivo de la graduación burlesca, pero aplicándola en El culto graduado, con afán innovador, a la exaltación de la causa anticulterana». Por más que sus vecinos advirtieran al bachiller sobre las malas artes de don Diego, el protagonista se persona en la capital para superar la primera prueba del tribunal de cultos. Un encuentro entre los burladores y el futuro burlado se adorna con clarines y chirimías; un acompañamiento musical que permite clasificar la llegada de Alcaraz a Madrid como una loa narrativa de los hechos –terriblemente divertidos– que le aguardan en el coliseo. El figurón se topa entonces con la puerta de acceso a un jardín, que también es un laberinto, sobre la que pende una tarjeta: «Gymnasivm cvltorvm». Micer Tenebroso es quien da la bienvenida a Alcaraz a esta «Inquisición culterana», tanto por los versos que el de Casarrubios tendrá que recitar como por el amargo resultado de su viaje. Mosén Crepúsculo, vestido de terciopelo negro, se coloca en la segunda puerta y oficia como bedel; mientras que el Ministro, todo de rojo, porta un traje de tafetán blanco para el recién llegado. Por último, el Secretario se reclina en la grada inferior de la sala y los regentes presiden la superior. Castillo distribuye a sus personajes como un auténtico director de escena, logrando así que Alcaraz pueda ser observado desde cualquier punto del teatro. Porque detrás de las bambalinas, presto para la humorada, se oculta el público de esta farsa. El ceremonial protagonizado por el poeta de Casarrubios entronca asimismo con el folklore bajomedieval y renacentista de la fiesta del loco. Basada en la inversión jerárquica de los valores y funciones sociales, en ella se proclamaba soberano a un bufón, nombrando también un abad, un obispo y un arzobispo de la risa; y en las iglesias sometidas al Papa, un pontífice jocoso. En la novela de Castillo la investidura tiene que ver con la graduación culta de un rústico. A ello contribuye el juego de puertas, entradas y salidas que preceden a la audiencia de Alcaraz con los doctores. El bachiller es evaluado en una sala, casi una logia secreta, decorada por extraños frescos; y su principal desafío se cifra en leer un memorial («Submiso a vuestro –elegantes») donde mezcla el encabalgamiento sirremático del primer verso con octosílabos tan osados como «Vagarosa a culto solio», cláusulas condicionales («si antípoda a la estulticia»), epítetos y superlativos peregrinos («metrificante», «circunspecto», «humilísima», «celebérrimo»...). 4.4. Una novela entremesil Durante la deliberación del tribunal, el bachiller y don Diego se deleitan con los jeroglíficos que adornan la sala. Pinturas que anuncian lo que he dado en llamar el entremés de los jueces cultos; o sea, el núcleo de El culto graduado, una novela entremesil. Castillo no duda en añadir entonces a su improvisado teatro –como en la Sala de recreación (1649)– un escenario con tribunas y frescos, mitad acertijos, mitad emblemas. Las pinturas consisten en seis enigmas latinos con glosas en español que parodian la docta oscuridad. Como los que cierran cada una de la novelas, estos cuadros sobrepasan la mera función de adorno. Así, según Cayuela, los jeroglíficos del marco de las Tardes entretenidas y los de la novela que nos ocupa se caracterizan «por la complementariedad de los mensajes que los componen (un grabado impreso, un enigma en verso, la solución del enigma dada por los personajes del marco); y en el caso de los jeroglíficos, la descripción de una imagen, un mote en latín, seguido por unos versos en castellano». De acuerdo con el magisterio de Straparola, las Tardes entretenidas se convierte así en una colección de relatos verdaderamente única en nuestro Barroco, ya que no se publicará ninguna otra con emblemas hasta bien entrado el siglo XVII. Nótese que la espera por parte de Alcaraz del fallo de don Candor, don Esplendente y don Brillante, e incluso la actitud del propio bachiller, respetan el sistema de mistificación carnavalesca y desmitificación social que domina los entremeses del Barroco. Y que el tribunal del Culto graduado le expide un diploma al protagonista en virtud de un par de constituciones: la legislación griega y el código hebreo, sancionado en la mismísima torre de Babilonia. Ambas cartas magnas desgranan varios artículos que debe cumplir todo culto que se precie de serlo: 1) licencias; 2) licencias penalizadas; y 3) licencias con contrato, asociadas a la oscuridad, los neologismos, los extranjerismos y las oraciones hiperbáticas; esto es, ideas coincidentes con lo observado por Jáuregui en su Discurso poético (1624). En este sentido, Siles afirmó que Castillo Solórzano se pronuncia sobre el gongorismo en las Tardes con la misma aptitud que Lope o Tirso. A imagen del Fénix, el vallisoletano se pregunta en qué reside la extrañeza del nuevo estilo, pero «no intenta analizarlo desde su horizonte de expectativas como lector y escritor, sino desde otros parámetros que –supone– conforman la voluntad y el ideario de los cultos». Luego en virtud de las obras de Góngora, el público de la época debió sentir un cambio que alteraba las reglas gramaticales –sintaxis, concordancia y epítetos– y se tradujo en un nuevo modus dicendi que oscurecía el discurso e intrincaba su recta comprensión. Después de la firma del «título de culto» por los regentes, el Secretario lo entrega al bachiller y este a su padrino: don Diego. Es en ese momento cuando se activan los resortes de la sátira. Los jueces se despojan de sus máscaras y uno de ellos le impone a Alcaraz un capirote de colores y un collar con higas de azabache y boj. Castillo resucita de esta manera la silueta de otra figura burlesca de raíz italiana: la del falso filósofo. Un motivo que –junto al de las higas– el novelista repitió en el entremés de La castañera, inserto en las Aventuras del bachiller Trapaza (1637): «El cielo le maldiga y remaldiga / a quien al verla no le da una higa»; sin olvidar que la broma del capirote también desfila por El comisario de figuras, otro de sus entremeses, publicado esta vez en Las harpías en Madrid (1631): un juez ataviado con vara, ropa negra, herreruelo y gorra de terciopelo, como el trío nocturnal de El culto graduado, condena a un «poeta de prestado» al manicomio del Nuncio de Toledo; lo seguirán una dama caprichosa, un lindo y un caballero que se preciaba de ser pariente de Favila y Pelayo. Por último, en El comisario de figuras, un entremés de «civilidades», o sea, de burlas lingüísticas, al igual que la novelita del Culto graduado, Castillo pasa revista a varios de los tipos más pintorescos de su tiempo no solo «con intención jocosa, sino también moralista, ya que desea imponerles un castigo o un correctivo, aun cuando este sea de tipo alegórico»: COMISARIO. ¡Figura, figurón, figurísima; figura de figuras sin cimientos, que es lo mismo decir, cuento de cuentos. ¡Escribes en el limbo o en el infierno, que con lo obscuro das tormento eterno! CULTO. Esta de mi capricho culta ciencia vulgar no admite pedantina plebe. COMISARIO. ¿Qué pedantina? ¡Belcebú te lleve! Ministros figurosos, yo os advierto que de esta gente no toméis memoria. ... Pague aqueste por todos el escote. CULTO. ¿Cómo, cómo? COMISARIO. Ponedle capirote. De nuevo en el relato de las Tardes entretenidas, la beffa, baia, astucia o novella, según la clasificación florentina para este tipo de travesuras, alcanza su cumbre paródica en el jardín de los Agustinos. Cuando Alcaraz, definitivamente escarnecido, abandona la escena, se ha identificado ya con figurones como el licenciado Vidriera, a quien unos muchachos lo convirtieron en blanco de una lluvia de piedras; del mismo modo que este bachiller será una presa fácil para los pepinazos de unos nobles que asisten y en ocasiones co-protagonizan el entremés en el que acaba transformándose la novelita del Culto graduado. Como digo, el examen del «tribunal de Nocturnos» acaba como suelen hacerlo las trifulcas de los títeres de cachiporra, pues un aire guiñolesco, de matapecados, envuelve toda la peripecia del poeta de Casarrubios. Bañado por la lejía del sarcasmo y antes de volver a su villa, Alcaraz se ve obligado a pedir asilo en un zaguán de la calle de Alcalá. Un broche precipitado, y algo banal, para este festivo relato, que no obstante también devuelve el entremés a los cauces novelescos. En palabras de Rodríguez Mansilla, «como Pablos de Segovia en el episodio universitario del Buscón, el bachiller es el chivo expiatorio de una comunidad que necesita canalizar la violencia a través de un solo acto de irrisión para que no se desate y ponga en peligro el orden establecido …). La diferencia sustancial es que no nos encontramos ante un acto público, propiamente carnavalesco en tanto que no se respetan jerarquías ni espacios, sino ante un acto privado donde un bando se burla del otro a través de una víctima que, he aquí el savoir faire de Castillo Solórzano, no puede generar lástima, pero sí al menos simpatía)». 5. Fuentes Doradas «beffe» contra los cultos Las fuentes del Culto graduado que podríamos juzgar deudoras de la polémica gongorina se antojan algo difusas y apuntan a las Advertencias (1614) de Almansa y Mendoza y, según Festini, a la Respuesta al papel que escribió un señor de estos reinos en razón de la nueva poesía, de Lope de Vega, y al Discurso poético (1624) de Jáuregui. El resto de modelos en los que Castillo pudo inspirarse para escribir su texto abarcan desde el opus ridicularium contra los pedantes, de larga tradición italiana (Boccaccio, Straparola), a la poesía burlesca (Francisco de Quevedo, Jacinto Polo de Medina) y la censura de los poetas cultos en otros relatos (Guía de forasteros, de Liñán y Verdugo, 1620) y colecciones del Barroco (las Novelas a Marcia Leonarda, de Lope de Vega, 1621-1624); sin desdeñar varias de las comedias del Fénix y, como es natural, el Antídoto (1616) y el Discurso poético (1624) de Jáuregui. 6. Conceptos debatidos Neologismos, ornato excesivo, sintaxis dislocada y oscuridad Las principales objeciones de Castillo a los poetas que militan en la «secta culta» atañen a: 1. Las muchas voces peregrinas que introducen. 2. Los tropos frecuentísimos. 3. Las muchas transposiciones. 4. La oscuridad de estilo que resulta de los tres puntos anteriores. Es relevante el esfuerzo del autor vallisoletano por separar la poesía de Góngora, celebrada sin ambages, de la de sus epígonos. Escribe acerca de don Luis, aun sin nombrarlo: «No hablo de particulares sujetos, que en la obscuridad de sus escritos han descubierto elegancias y rayos de ingenio, dando con ellos admiración a nuestra nación y las extranjeras». 7. Otras cuestiones El culto graduado es coetánea de otros textos de Castillo Solórzano, tanto en prosa como en verso, en los que –no sin cierta ambigüedad– el vallisoletano emite su parecer sobre la obra de Góngora y, con más frecuencia, sobre el gongorismo. Así, según he evidenciado en otro lugar, los Donaires del Parnaso (1624-1625), aquel par de volúmenes que recogen los poemas que nuestro autor presentó en las academias del Barroco, pueden leerse también a modo de «revista gongorina». Valgan como ejemplo el romance «Cuando me parió mi madre» («Cuando me parió mi madre / un millón tuve de anuncios / de que sería poeta / sin graduarme en lo culto»), la Fábula de Marte y Venus («Brillantes contempla luces, / claros dislumbran fulgores / de deidad que suma hace / sus crepúsculos las noches. / Que en nuestra cristiana lengua / dice que miraba entonces / los bellos ojos que Venus / todas las noches recoge») o el jocoso Romance contra los cultos («Instrucción para saber»), donde no faltan los guiños a varios pasajes de las Soledades. Sin embargo, no hay que perder de vista que Castillo tampoco dudó a la hora de alabar a don Luis en algunas de sus novelas, verbigracia en La niña de los embustes (1632): «Don Luis de Góngora, compatriota suyo, ingenio que tanto celebró España y actualmente celebraba por sus versos, que los hizo elegantísimos, así en lo grave como en lo jocoso». Repárese además en su Fábula de Polifemo a la Academia de Madrid («Estas que me dictó rimas burlescas»), en estilo jocoserio; en la Respuesta en verso culto que obtuvo la petición de Anarda, una dueña con madre nonagenaria y dos vejestorios por tías; la Silva al campo de Leganitos y, finalmente, una serie de comentarios dispersos por sus colecciones. Por ejemplo, este naufragio de Engañar con la verdad, novela incluida en las Tardes entretenidas, deudor de aquel otro de las Soledades (1613, v. 94-100; 1614, v. 33-36 y 200-204): «Las olas se aumentaban al peso que el airado viento las impelía, registrando los vasos así los cóncavos senos del cerúleo imperio como las celestiales esferas. ... A pique, con la mucha agua que habían hecho, no habiendo acudido, con la turbación, a desaguar con las bombas, y así no se salvó hombre de cuantos iban, si no fue nuestro gallardo don Remón, que le guardaba el cielo para que gobernase el reino de Sicilia en compañía de su hermosa reina, el cual, como viese el peligro tan próximo, desnudándose de sus vestidos hasta quedar en camisa y calzoncillos de holanda, se abrazó con un grueso tablón de la galera y se dejó llevar de las furiosas olas, remando con los brazos a toda fuerza, procurando arribar a tierra. El lastimoso espectáculo miraban tres pescadores desde la orilla del mar, cuyo mayor caudal se cifraba en un pequeño barco y unas remendadas redes, con que se sustentaban sus familias en una corta aldea cercana a la marina, y viendo que encima del tablón fluctuaba contra la furia de las embravecidas olas un hombre que, más venturoso que los demás, procuraba entretener su vida con esperanza de algún socorro, deseando dilatársela se aventuraron, aunque con algún riesgo suyo, a favorecerle con su barco». En la misma línea se halla esta suerte de acogida por unos rústicos en Las dos dichas sin pensar, relato de las Noches de placer (1631) que no se entendería sin el modelo del Polifemo (1612, v. 169-176) y la primera de las silvas de don Luis (1613, v. 84-93). Escribe Castillo: «Una oscura y tenebrosa noche del encogido y erizado invierno amenazaba, con densos nublados y furiosos vientos, copiosas pluvias, cuando en las faldas de las montañas de Jaca –donde es menos áspera y fragosa la tierra, pues en ella hallaban pasto, entre sus carrascas y malezas, ligeras y trepadoras cabras de gruesos rebaños que allí había– aumentaban la confusión entre las oscuras sombras latidos de perros, vigilantes guardas de aquellos ganados, sustituyendo entonces las de sus pastores, pues en encerrados apriscos cercanos a bien reparadas chozas les tenían reparándose de la inclemencia de las aguas que prometía el lóbrego seno de la tempestuosa noche. Dilatado tesón en su inquieto ladrar tenían los valientes animales, congregados en cierta parte áspera de aquel distrito, tanto que obligaron a que sus dueños dejasen sus albergues, temerosos por la ferocidad de los voraces lobos –que en aquellas montañas había– no hubiesen hecho algún notable daño en sus rebaños; y así, tomando encendidas teas –rústicas antorchas del campo–, salieron a averiguar la inquieta confusión de sus perros de qué procedía». Lo mismo cabe decir sobre el romance «La gran puente segoviana», que figura en la jornada II de las Jornadas alegres (1626), inspirado en el soneto de don Luis «Señora doña puente segoviana» (1609); o bien acerca de la Fábula de las bodas de Manzanares, todavía en las Jornadas alegres, uno de cuyos párrafos se antoja deudor de un pasaje de la Soledad II (1614, vv. 276-285). Lo transcribo a continuación: «Esta real quinta –que intituló Casa de Campo y este nombre conserva hoy– está mirando, en la opuesta ribera, al suntuoso y rico alcázar de este poderoso monarca, fábrica de su invictísimo padre y suya, que gozó el inmediato sucesor, obra digna de sus reales majestades; cuyos fuertes cimientos, con amena y deleitosa igualdad de verdes árboles, adorna un cercado que llaman al parque, depósito de inquietos y bulliciosos conejuelos, que no es bien darles el epíteto de tímidos, pues aquí la seguridad con que son guardados les hace degenerar su naturaleza, viviendo libres sin el susto del cauto cazador y el temor del ardiente plomo». Andando el tiempo, un par de romances de Tiempo de regocijo (A un casado que triunfaba en la corte sin tener renta: «Ahora que estoy de espacio»; y el que principia «Aquel átomo de río») acusan a las claras la impronta del gongorino «Ahora que estoy de espacio» (1588) y del soneto «Duélete de esa puente, Manzanares» (1588), respectivamente. Lo mismo sucede con la cita de uno de los versos de «Arrojose el mancebito» («al charco de los atunes», v. 2) en las Aventuras del bachiller Trapaza (1637): «Con esto fue condenado nuestro Pedro de la Trampa a que no le valiese la que intentaba hacer con Olalla: y así, le mandaron que se casase con ella y que, de no hacer, la dotase en una buena cantidad, que se le señaló; y en caso que todo faltase, fuese al charco de los atunes a servir a su Majestad, al remo y sin sueldo, por tiempo de seis años». Finalmente, las leyes y prerrogativas del epílogo del Culto graduado participan de una tradición que se remonta a la Adjunta al Viaje del Parnaso («Privilegios, ordenanzas y advertencias que Apolo envía a los poetas españoles»). Según indica Cossío, «se deben creer inspiradas por cualquiera de las premáticas de Quevedo». No descarto tampoco el influjo de este relato de Castillo sobre las Academias del Jardín de Polo de Medina, donde Jacinto reparte ocho cédulas de las cuales tres avienen con la «constitución» que debe cumplir Alcaraz: «3) ha llegado a este lugar un maestro graduado en Torre de Babilonia. Enseña todas las lenguas y, principalmente, la culta, por moderado precio, y a los poetas de balde; ... 5) han llegado a nuestra lengua católica poetas herejes y cultos. Vuesas mercedes les ayuden con su limosna, y cumplirán con los que mandan los cuadros de las ánimas del purgatorio: «Sácame de aquí, que mañana será por ti»; 6) cierto poeta que se ha convertido a su Dios, y dejado la mala secta culta en que vivía, pide por esta cédula que rueguen a Dios por él porque le conserve en su claridad, y a vuesas mercedes no les deje caer en la tentación». También Polo de Medina, igual que Castillo en El culto graduado, dirige sus pullas contra los «villanciqueros» en la segunda de sus academias. 8. Conclusión Esta novelita ha sido editada hasta hoy por Cotarelo, Campana y quien suscribe. Rodríguez Mansilla, autor de un reciente artículo sobre El culto graduado, incidió en tres puntos: 1) el parecido entre el bachiller Alcaraz y don Quijote; 2) los préstamos que Castillo pudo tomar del Necio bien afortunado de Salas Barbadillo; 3) la recreación por parte del narrador vallisoletano del mundillo de las academias madrileñas de las primeras décadas del siglo XVII, abundando en la rivalidad entre los partidarios de Lope y los de Góngora. Sobre este último asunto, Festini apuesta por catalogar esta obra como un «retacillo» de la batalla entre el Fénix y el poeta cordobés, sacando a la luz la huella en El culto graduado de la Respuesta al papel que escribió un señor de estos reinos en razón de la nueva poesía. Por su parte, Cayuela se detuvo en los jeroglíficos del jardín de los Agustinos, así como en las deudas de don Alonso con las Piacevoli notti de Straparola. Finalmente, yo mismo rastreo aquí la impronta del género del opus ridicularium, del vejamen y de las colecciones de los novellieri italianos en El culto graduado, al igual que la pervivencia de varias de las tesis de Castillo contra los poetas gongorizantes en las premáticas de Quevedo y Polo de Medina. 9. Establecimiento del texto La principal dificultad a la que se enfrenta cualquier editor que siga el método del error significativo a la hora de publicar un texto como El culto graduado es la falta de otros testimonios (anteriores o posteriores) a partir de los cuales poder enmendar los loci critici, que en este caso son pocos. Cuando nos hallamos ante un codex unicus, la emendatio solo puede realizarse ope ingenii, es decir, por divinatio, lo que siempre entraña riesgos, porque nos basamos en conjeturas –postuladas al margen de otros códices que avalen la lectio final–. De ahí que haya que proceder con la máxima prudencia. He fijado el texto crítico a partir de la princeps de las Tardes entretenidas (Madrid, Viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1625), enmendando los banales errores tipográficos y el resto de los atribuibles a los componedores (debidos a la caída de algún titulus, o bien a una lectura fallida del original). Solo las correcciones más significativas van acompañadas de una nota a pie de página. 10. Bibliografía 10.2.2. Impresos anteriores a 1800 Argote de Molina, Gonzalo: Castillo Solórzano, Alonso de: Torres Villarroel, Diego: Vega, Lope de Vitoria, Fray Baltasar de: 10.2.3 Impresos posteriores a 1800 Adolph, H.: Alarcos García, Emilio: Albert, Mechthild: Alonso, Dámaso: Arellano, Ignacio: Arredondo, María Soledad: Artigas, Miguel: Asensio, Eugenio: Aviano: Bacchelli, Franco: Bajtin, Mijail: Barnard, Mary E.: Barocchi, Paola: Beretta, Carlo, Giuseppe Mazzocchi y Negri, Anna Maria: Blecua, José Manuel: Boccaccio, Giovanni: Bonilla Cerezo, Rafael: Brown, Kenneth: Buceta, Erasmo: Campana, Patrizia: Canet, Joseph Lluís y Evangelina Rodríguez: Carabias Torres, Ana et alii: Castillo Solórzano, Alonso de: Castro y Añaya: Cayuela, Anne: Cervantes, Miguel de: Chevalier, Maxime: Correas, Gonzalo: Cossío, José María de: Cotarelo y Mori, Emilio: David-Peyre, Yvonne: Del Corral, José: Domínguez De Paz, Elisa: Dunn, Peter N.: Enríquez Gómez, Antonio: Erasmo: Fedro: Fernández Nieto, Manuel: Festini, Patricia: Frenk, Margit: Fuhrmann, Manfred: García Carraffa, Alberto y Arturo: Giorgi, Giulia: Golberg, Harriet: Góngora, Luis de: González Ramírez, David: Grazzini, Antón Francesco: Hernández Alonso, César y Beatriz Sanz Alonso: Herrero García, Miguel: Hornedo, Rafael María de: Hortal Muñoz, José Eloy: Huerta Calvo, Javier: Huizinga, Johan: Jauralde, Pablo: Jáuregui, Juan de: Juliá Martínez, Eduardo: Kennedy, Ruth L.: King, Willard F.: Lanot, J. R.: Laspéras, Jean Michel: Lázaro Carreter, Fernando: Lida de Malkiel, María Rosa: Liñán y Verdugo, Antonio: Madroñal Durán, Abraham: Maravall, José Antonio: Merola, Nicola y Nuccio Ordine: Micó, José María: Molina, Tirso de: Montero Reguera, José: Núñez Taboada, Enrique Orozco Díaz, Emilio: Palomo, María del Pilar: Pérez de Moya, Juan: Polo de Medina, Salvador Jacinto: Quevedo, Francisco de: Quirós, Francisco Bernardo de: Rey Hazas, Antonio: Reyes Cano, Rogelio: Rodríguez de la Flor, Fernando: Rodríguez Mansilla, Fernando: Romanos, Melchora: Roses Lozano, Joaquín: Sahagún, Fray Bernardino de: Sánchez, José: Schwartz Lerner, Lía: Segre, Cesare: Sileri, Manuela: Sobejano, Gonzalo: Soons, Alan C.: Sousa Congosto, Francisco de: Spieker, Joseph B.: Stagg, Geoffrey: Tanganelli, Paolo: Timoneda, Juan de: Valbuena Prat, Ángel: Vega, Lope de: Velasco Kindelán, Magdalena: Vilanova, Antonio: Villena, Enrique de: Vitse, Marc: Vogel, M.: Yoshida, Saiko: Yudin, Florence L.: Zayas, María de: Zerari, Maria: **** *book_ *id_body-2 *date_1625 *creator_castillo_solorzano *resp_castillo_solorzano,_alonso_de *date_1625 Tarde V Cerca de los últimos términos del día fatigaba el rubio hijo de Latona el luminoso tiro, conducidor de su radiante carroza, solicitando la brevedad de su curso por hallarse en el undoso imperio de Neptuno, donde la graciosa Tetis le prevenía alojamiento, cuando los frondosos árboles, socorridos del regalado céfiro, brindaban a las pintadas aves con el apacible murmureo de sus verdes hojas, a que haciendo la razón su concertada y sonora armonía convidó juntamente a las damas a que saliesen a gozar de sus amenos y compuestos cuadros; y en uno, donde el arte competía con la naturaleza, hicieron traer asientos, y acomodándose todas, esperaron a Octavio y al médico, a quien le tocó la suerte del novelar aquella tarde. No quisieron que les deseasen su venida mucho porque, casi al mismo instante que se habían sentado, llamaron los dos a la puerta del jardín, entraron y, apeándose Octavio de su macho y el médico de su regalada mula, llegaron a la amena estancia elegida por aquella tarde para su gustoso entretenimiento, donde siendo alegremente recibidos de aquellas señoras les dieron asientos; y porque no se les pasase el tiempo, Octavio templó su guitarra, a quien acompañó con sonora voz, cantando este romance que se sigue, que dijo antes haberle hecho al propósito de un galán desfavorecido de una dama que pretendía y, para inclinarla a que le admitiese en su gracia, se valió de una hechicera que, pagada, le dio unos hechizos en una redoma y, al tiempo que los llevaba para la ejecución de su intento, se encontró con un asno de un aguador en quien se rompió la frágil custodia de su embeleco y, experimentando el rudo animal el poderoso efecto, dio en seguir al galán sin poderse defender de él: Hechizos solicitaba un galán a lo moderno, que se vale del atajo quien se cansa del rodeo. De una niña de cristal siente durezas de acero, que juzgó en lo cristalino quiebras al primer encuentro. Con una hechicera topa, que ha hecho ya en el infierno caravanas de novicio para demonio profeso. Diole en un pomo de vidrio confeccionado el remedio por quien espera favores de quien no ablandaron ruegos. Al revolver de una esquina rompiole el vidrio un jumento, donde fuerzas del hechizo le imprimieron sus efectos. Parte en busca de la causa de su amoroso embeleco, a quien promete en bocados lo que otro librara en besos. Con bufidos y rebuznos manifestaba su celo, que del sardesco idïoma son suspiros, son requiebros. Atribulado del caso y pesaroso del yerro, del tarquiasnal apetito huye el barbado Lucrecio. Aguarda, necio galán, si hay necio que pueda serlo, no de tu próximo huyas, deudo es el bruto del necio. Si eres noble por tu sangre el jumento no lo es menos, que si es cerda por la cola, ¿qué será por todo el cuerpo? No te podrás escapar aunque te defienda un pueblo, que zapatos de Bilbao son escuadras de tudescos. No a su amor le digas nones, cuando de sus pies ligeros salen los coces a pares como frailes de un convento. Espera de su asnitud que ha de recibir por premio hierro de manos con guantes, manos con guantes de hierro. Tú pierdes en no esperarle un paladión de conceptos que, digeridos, declare en lenguaje borriqueño. Huye el descuidado amante, sigue el bruto su desprecio, y al bruto el dueño y el palo con que le bruma los huesos. Mientras solicita gustos sufre agravios de su dueño, que lo que el dolor le dura es lo que siente del duelo. Por la puerta de Alcalá salen todos tres corriendo: a consentir con el burro, la mitad se tienen hecho. La buena voz y donaire de los versos bien aplicados al asunto dio mucho gusto a los agradecidos oyentes, pagándoselo ellos en encarecidas alabanzas que estimó mucho Octavio; y llegándole su plazo al médico para contar la novela, de que el día antes le había tocado la suerte, ocupando un asiento entre aquellas hermosas damas algo más eminente que los demás, habiéndose sosegado un pequeño rato, cuando todos le guardaban silencio, en clara voz comenzó su novela de esta suerte. **** *book_ *id_body-3 *date_1625 *creator_castillo_solorzano Novela V. El culto graduado –Aunque es tan ajeno de mi profesión, hermosísimas damas, y discreto auditorio, el novelar, cumpliendo con la ley de la obediencia y con la que observó ayer mi hermosa antecesora, ocupo este puesto para referiros una graciosa burla con que reprehendo a los hombres que se divierten del provechoso empleo de las letras que profesan –de quien esperan eminentes cargos– por darse a ocupaciones inútiles, y de que no se saca ningún fruto, con que vienen a perder sus reputaciones y el predicamento en que pudieran estar por lo primero; y porque esta novela consta así de prosa como de versos, me he reducido a traérosla escrita, temiendo no me falte la memoria a la mejor sazón, como muchas suele acontecer. Y sacando un cuaderno del pecho en inteligible voz comenzó a leer de esta manera. Siete leguas de la insigne y real villa de Madrid, corte del cuarto Filipo, monarca de las dos Españas, dista la villa de Casarrubios del Monte, de donde se intitulan condes los ilustres descendientes de la clara prosapia de Chacón familia tan estimada en España como honrada de sus generosos reyes. Aquí asistía a pasar sus estudios el bachiller Alcaraz después de haber cursado en los dos derechos los cinco años en la eminente y docta academia salmantina, donde recibió el grado que tenía. Era hombre de treinta años, agradable en la presencia, tardo en el ingenio, muy jovial y, sobre todo, de candidísimas entrañas; pero, con esto, en lo vano y presumido podía hacer competencia con un maestro en Artes o con un caballero de ciudad. Los ratos que daba vacaciones a sus estudios –por quien se prometía honrosos premios de estimados cargos– se ocupaba en leer ya libros poéticos, ya obras sueltas manuscritas de ingeniosos y conocidos poetas, siendo tocado de este contagio, que así se le puede dar nombre, cuando los ignorantes, a pesar de su rudo natural y pocas letras, porfían en hacer duros y mal limados versos. Llegaron a sus manos unos de algún autor pesado, de aquellos a quien la rudeza del vulgo llama cultos, siendo este nombre tan opuesto al que merecen. No hablo de particulares sujetos, que en la obscuridad de sus escritos han descubierto elegancias y rayos de ingenio, dando con ellos admiración a nuestra nación y las extranjeras. Perdía el juicio nuestro bachiller investigando interpretación a cualquier verso de estos y, para darles la verdadera a su satisfacción, decía millones de disparates, como suelen hacer otros mayores ingenios por averiguar sentido donde no le hay. Mil veces tuvo la pluma en la mano para hacer un dilatado comento sobre cada dificultad, que no diera poco que reír a salir a luz su impertinente trabajo. Llegose el tiempo de las vacaciones en las universidades y de la de Salamanca vinieron dos estudiantes naturales de Casarrubios a su patria, con quien el bachiller se comenzó a comunicar y a profesar amistad y, entre otras cosas que una tarde trataron encerrados en la sala baja de su estudio, fue discurrir sobre aquellas obras obscuras, o las llamemos cultas, en que los dos estudiantes se preciaron estar muy versados, declarándole lo que él dudaba, con que el bachiller los confirmó por agudas habilidades, tanta era su candidez. Y para darle mayor admiración dijo cada uno versos suyos a imitación de estos cultos, que ellos aplicaban al asunto que les parecía, dejando al bachiller absorto y admirado de oírselos y tan ayuno de entenderlos como los mismos que los habían hecho; ejercicio en que han perdido pie muchos que han tomado la pluma para escribir en este nuevo y obscuro estilo, pues les parece consiste su elegancia en la obscuridad de los versos, en las nuevas y exquisitas voces, aunque sean latinas, en anteponer y posponer vocablos, donde la construcción no tiene lugar, porque todo es un barbarismo. No quiso nuestro bachiller que los dos estudiantes le tuviesen por ignorante y, haciéndose del entendido en sus versos, admiró su elegancia y ponderó su agudeza, y de allí adelante procuró a costa de desvelos, si olvidado de sus importantes estudios, ocuparse en salir eminente en la culta poesía; y así no escribía cosa que no fuese imitándola, sin saber él mismo lo que se quería decir, y para muestra de lo que pretendía profesar hizo un romance a la crueldad de una moza vecina suya, dejándole su derecho a salvo, para poder servir en otro asunto; que esta nueva poesía, ejercitada de sus flamantes profesores, es malilla de asuntos, como solfa de villancicos festivos, que en ella acomodan cualquiera letra, venga o no venga bien, con que se dicen ridículos disparates; pues al modo que un rocín atado a una estaca en el alcacer comienza por lo más tierno y, estando allí tiempo sin mudarse, le obliga a comer hasta lo más duro de las cañas y aun las mismas raíces, así hace el poeta villanciquero, que, forzándole a que atado a una solfa haga un villancico a la Natividad, otro a la Resurrección y otro a los Inocentes, lo viene a parecer en sus versos cuando llega al cuarto. Volviendo pues al presumido bachiller, a él le pareció que se le había lucido el trabajo de su romance, y pudo ser en el favor que le harían por él. Lo escrito es lo que se sigue, volviendo a advertir que fue a la crueldad de una dama llamada Inés: Carácteres de crueldad rígida escribes Inés con esos de oro cabellos en verónico papel. Vago en tus rizos el aire descifre letras, si bien libar las del rostro flores delinque ya en descortés. El sobre tus luces ceño juzgo que alternante esté, tal vez al amor jovial y saturnino tal vez. Canoras afecta salvas turba plumosa si ve tal de los cielos aurora, tal de la tierra mujer. Cede a deidad, solfa alada, ministra aplauso a crüel beldad, que favor infante joven transforma desdén. Nestóreos, acumulando años goce; eternas dé alabanzas, si a lo hermoso, la fama, no a su vejez. Aquestos cantaba versos Alcarcio a su puerta, al tiem- po que el alba subpedita celajes de rosicler. Apenas estuvo escrito el cultísono romance y en manos de la dicha Inés, que era una doncella hija de un labrador rico, cuando ella le puso en las de un primo suyo para que se le leyese, el cual solo entendió de él el nombre de la contenida prima, porque de lo demás fue para él algarabía de aliende, que esto tiene esta nueva jerigonza, darse los que la leen por entendidos de ella por no ser menos que otros y, tragando la burla, procurar pagársela con otra tal, si son poetas, quedando todos más ayunos de su entendimiento que la familia de un miserable en año caro. El segundo traslado de esta obra bien se deja entender que se dedicaría a la vista de los dos licenciados a costa de dar más testigos al martelo de la señora Inés, cosa en que reparan poco los poetas, pues a trueque de manifestar sus versos no se les da nada que peligren las honras de los sujetos por quien se hicieron. Vieron pues el romance con mucho gusto, alabando su agudeza y dándole esperanza, por la buena muestra, de que si lo cursaba saldría consumado poeta en aquel genio, con que el buen pasante olvidó totalmente su profesión, dándose a este impertinente cuanto cansado ejercicio, ahorrando de conceptos por afligirle en buscar novedades, que las más desaforadas son más a propósito. Hizo luego, picado de la alabanza, un soneto a la misma Inés, siendo el asunto de él que, estándose tocando a un espejo, al tiempo de mirarse la primera vez en él, entró un rayo del sol que, penetrando el resquicio de la ventana, dio en la luna y la deslumbró. Decía de esta suerte: Esplendente deidad cándido tiro (en fúlgidos bocados ya tascante) unce a clara mansión, solio vagante, subpeditando campos de zafiro. Desmayado esplendor en corto giro desmiente antiguo ser de su brillante diadema, que deidad más fulgurante, luz oponiendo a luz, da al sol retiro. Tersa mira palestra, en quien duplica beldades de su origen procedentes, la suya radiante improperando; ínvidos rayos a la luna aplica con que, pausas haciendo intercadentes, menos vaya primores propagando. Continuando el cultivísono bachiller este prolijo ejercicio, vino a distraerse de sus estudios de tal modo que sola su ocupación era hacer versos cultos a diferentes propósitos, no le teniendo ninguno de cuantos hacía, con que vino a padecer ruinas el celebro. Sucedió pasar un caballero mozo estudiante natural de Madrid por aquel lugar, viniendo de Talavera a la corte, y acertó a elegir por posada un mesón que estaba enfrente de las casas de nuestro bachiller; y como el rigor de los calores le obligase a pasar la siesta hasta que puesto el sol se le hiciese hora de caminar, quiso tratar de divertirse jugando y preguntó al huésped si habría allí con quien entretenerse un rato. El mesonero le dijo que por ser el tiempo de la siega, en que toda la gente estaba ocupada en la granjería de su pan, dudaba que hallase quien le pudiese divertir, que los clérigos, como gente regalada y poco tahúres, no saldrían de sus casas a la suya ni dejarían de dormir la siesta en sus frescas estancias; pero que si gustaba de tener una buena conversación, frontero de su posada vivía un bachiller pasante, el mayor poeta en su opinión que había en aquella tierra, cuyas obras afirmaba él mismo que eran estimadas en la corte y aun habían llegado a celebrarse en palacio. Holgose el caballero de oír a su huésped las alabanzas, aunque al parecer irónicas, de su vecino y la falta de tahúres le obligó a procurar aquella tarde este divertimento, deseando conocer el sujeto del tal poeta, siendo él preciado de lo mismo, pareciéndole que si era bueno le sería un entretenido rato y, si malo, no menos gustoso el oírle sus ridículos versos; y así, acompañado del huésped pasó a su casa, y avisando a la criada que le dijese que lo querían ver salió nuestro poeta a recibir la visita en calzas y jubón, y con una ropa de gorgorán negro que sacó de un cofre, y una montera de lo mismo, a quien quitó el polvo. Saludáronse los dos con mucha cortesía y con la misma le hizo entrar en la sala de su estudio, donde, dejándoles solos sus criados y el huésped, ocuparon dos sillas, y el forastero comenzó su plática de esta suerte: –La ociosidad de hallarme en la posada el tiempo que aguardo a que pase el rigor del sol para caminar me ha ocasionado buscar tahúres para divertir la siesta, e informado del huésped carecer este lugar de ellos por la precisa ocupación del beneficio de las mieses, me hizo en segundo lugar relación del agudo y docto ingenio de vuesa merced, de sus primores y habilidades, y cuán buen correspondiente se halla con las musas, gracia que yo envidio sumamente y a que soy en extremo aficionado; tanto que no quise dilatar un punto el conocer su buena persona, prometiéndome con oír sus elegantes versos una sazonada siesta y una entretenida tarde. Yo estoy informado de la gran fama que vuesa merced tiene de sus bien trabajadas obras y cuánto lucimiento y aplauso granjea con ellas, y es lástima que así por esto, como por sus letras, no trate de salir de este corto lugar a la corte, en quien los floridos ingenios como el de vuesa merced lucen y campean, estando a la mira de todos, donde conocidos los sujetos alcanzan los honrosos premios que merecen sus estudios. Vanísimo dejó el lisonjero exordio del cortesano caballero al inocente bachiller, pareciéndole por lo que oía que la fama de sus versos estaba ya dilatada, no solo por la corte de España, donde están todas las naciones del orbe, mas en las demás provincias de él, y así le respondió: –Es tan propio en las personas de su calidad de vuesa merced honrar a los que tan poco valen como yo, que a no conocer esto me desvaneciera el exceso de venir a favorecerme en mi humilde posada, cosa que estimo sobre mis ojos, si bien por la información de mis humildes partes, más encarecida que el sujeto merece, se habrá prometido grandes cosas de mi ingenio, cuya ignorancia le asegurará ser verdadera la pasión del informante. Yo, mi señor, estoy retirado en este corto lugar, patria mía, pasando hasta acabar mis estudios y graduarme para dar principio luego a mis pretensiones; que no estoy tan desnudo de letras y favor que no me prometa por todo felices premios, y más en este tiempo donde la ignorancia es tanta que es fuerza ocupar en honrosos puestos a los que, gracias al cielo, carecemos de ella. Las cortas vacaciones que tal vez doy a mis estudios me ocasionan el acordarme de las musas, obligado del buen natural que tengo para hacer versos; y estos días me he ocupado en ellos de manera que, atreviéndome a pasar por la queja que tendrán de mí las olvidadas leyes, me he dedicado al trabajo de un poema que escribo en la moderna y culta lengua que se platica, en quien estoy tan versado de pocos días a esta parte que la curso; y he dado en profesar su estilo, que dudo, y no es arrogancia, que haya nadie que me aventaje en los agudos y nuevos modos de versificar, en las poéticas versiones y en las nuevas y exquisitas voces. No aguardó a oír más el socarrón cortesano para calificar de tonto al confiado bachiller y, prometiéndose mejor tarde que esperaba, determinó seguirle el humor, diciéndole: –Cierto, señor licenciado, que doy mil gracias al cielo pues, cumpliéndome mis intentos, me ha guiado a la parte que más deseaba, que era conocer un varón consumado en esto que llaman culto, que aunque lo profesan millones de hombres que yo conozco, son tan indigestos en sus escritos que uno entre mil es el que tal vez se deja entender en ellos, y es grande rigor que lo que se escribe con fin de deleitar y entretener cause duda, ponga confusión y dé trabajo de andar a caza de interpretar lo que quiso decir. Yo confieso que me he desvelado mucho por entender algunas obscuras obras pero, al cabo de mi trabajo y desvelo, las dejo con su flor, más lejos de entenderlas que antes que las leyese. –Confieso –dijo el bachiller– que este divino modo de cultizar no es para la plebe sino para agudos y perspicaces ingenios, salvando el que vuesa merced no incurre en esto, porque le tengo por docto; pero no es bien que tosco y zafio en su rústico albergue sea partícipe de lo que las divinas musas y su laureado protector dictaron al poeta, pues lo manoseado y común, ¿qué valor ha de tener? Lo inconstructo, lo brujuleado y, finalmente, lo impalpable sí que es digno de estimación, que cuando el científico lo penetre, el plebeyo por no entendido lo admire. –Deseo mucho saber de vuesa merced –dijo el cortesano– si antes de venir a verse tan señor de esta nueva poesía escribió mucho en la vulgar y mecánica. –Bastantemente –dijo el bachiller– enfadé a las musas claras todos los cinco años que asistí en Salamanca, con que me he desacreditado y aun perdido reputación, que ahora voy restaurando, y tuviérala más perdida si cosa de treinta comedias que en aquel tiempo escribí las hubiera dado a los autores, que no hubiera cosa que más me afrentara para no parecer delante de gentes. –¿Con tantas comedias se halló vuesa merced? –dijo el cortesano–. Mucho me espanto no tratar de venderlas, que de tan buen ingenio no dudo su despacho ni que las dejasen de pagar bien. –Es la más imperfecta república la de los representantes que hay en el mundo –dijo el bachiller–, pues, cuando no se hallan sobornados con dos o tres comedias de antemano dadas de balde, no hay tratar de gastar un real en ellas, fuera de que yo las tuve en tanta estima que menos de a ochocientos reales en plata doble juré que no habían de salir de mi escritorio, porque semejantes trazas y conceptuosos versos no los ha imaginado ingenio humano; y como estoy tan cierto de lo que son, al fin como padre suyo, que las he engendrado y castigado, fuera malbaratarlas dárselas en bajo precio. Una de ellas me acuerdo que les leía a esa gente, en cuya primera escena salen los Nueve de la Fama y las diez sibilas, haciendo la más lucida entrada que se ha hecho en comedia; y, asombrados con tanta gente, me dijeron que no tenía que pasar adelante, si aquel paso ante todas las cosas no trataba de quitar, porque ¿dónde habían de hallar tantas mujeres para hacerla? Yo me enfadé con ellos y quise más atreverme a mi pérdida que a mis escritos, pues era deshacer una artificiosa traza. –¿Qué título tenía ésa –dijo el cortesano–, que me holgaré de saberle con los demás de las que vuesa merced ha hecho, si se acuerda? –Esta –dijo el bachiller– se intitula Epítome de prodigios, y de las demás diré los títulos, que son: La burra de Balán El mayor miércoles La infanta sin calzas El regoldar en ocasión Los ojos en ajuar Las doncellas en camisa El viudo risueño La mona en Tetuán El devoto de monjas La cocina de amor Los celos en letuario Los dones al quitar La tragedia de Babieca El escabeche de Amor El blasón de Pero Tierno Los amantes en cazuela . Y otras de que no me acuerdo. Al fin, por todas son treinta, con los más elegantes versos que se han representado en tablado. Porque nadie ha usado las quincenas, diez y ochenas, veintenas y octavas de a veinte y cuatro consonantes de verbos continuados como yo. –Ese género de poesía –dijo el forastero, admirado de los disparates que le oía– me holgaré mucho de oír, si vuesa merced sabe acaso alguna de esas octavas de memoria. –Yo pienso que me acordaré de una –dijo el bachiller– y la diré por servir a vuesa merced. Hízose a un galán muy fino, mal pagado de su dama, y dice así: Asistiendo, sirviendo, padeciendo, amando, enamorando y regalando, voy siguiendo, muriendo, a quien ofendo obligando, esperando y deseando. Lo que emprendo temiendo no lo entiendo y, dudando, buscando y porfiando, amor me obliga a que la siga y diga a quien me desobliga mi fatiga. Notable gusto le dio al forastero el disparate de la octava y fue mucho no soltar la presa de la risa, que le estaba haciendo cosquillas en el cuerpo por salir de la boca; pero como en los sujetos necios es más fácil el correrse que en los cuerdos y despejados, abstúvose del risueño impulso, que no fue pequeño sacrificio para su condición, y así le dijo: –Cierto, señor licenciado, que no he oído cosa de vuesa merced esta tarde que no haya sido admirable, pero esta última lo es en tan supremo grado que puede muy bien como Hércules poner junto a ella el non plus ultra, pues no sé yo que se pueda pensar cosa como la referida. Sólo deseo saber si prosigue vuesa merced con muchas más octavas de ese género adelante. –No señor, dijo el bachiller, que estas, inventiva mía, son dificultosísimas de hacer; con otras dos acabé la escena. –A ser la mitad de la comedia de esa manera –dijo el cortesano– fuera lo mismo verla representar que una fiesta de toros en la plaza de Madrid. Decíalo el socarrón por los silbos que se podía prometer con ella; malicia que no entendió el cándido poeta, atribuyendo que lo decía por encarecimiento de fiesta. –Deseo –dijo el cortesano– que vuesa merced me diga qué título da al poema que va escribiendo, que por lo que he visto de su buen ingenio me prometo que será cosa superior. –El título de mi obra –dijo el bachiller– es El circo mantuano, alabanzas de la plaza de Madrid, reprehensiones a los pródigos y manirrotos que en festivos días de toros gastan superfluamente sus haciendas en opulentos banquetes y colaciones, un ajustado arancel de las fruteras y una advertencia provechosa a las justicias para su castigo; y no tengo de parar hasta meterme en los menguados pesos de su carnicería, que todo mi fin va enderezado al buen gobierno y reformación de costumbres de la república. –No hay obra escrita que sea buena –dijo el cortesano– si le falta moralidad y doctrina, y estoy cierto que esa no carecerá de estas dos cosas, tan agudamente pensadas que no habrá sermón que más amoneste ni tanto fruto saque como ella. –En cuanto ha sido posible –dijo el bachiller– he deseado que esta obra salga perfecta, y porque por el dedo conozca vuesa merced cuál será el gigante, le diré de memoria las dos primeras estancias del drama, que son así: A las que a edad a joven retrocede, sacra y suma deidad zonivagante cuya rodilla gémina le cede decoro a faz rotunda y fulgurante, mi genio auxilio implora cuantas puede veces alto boato articulante; atento el culto sí prevenga oído, plebeyo no, si agrícola nacido. Máximo Circo canto, anfiteatro tauricida: esplendor en nuestro imperio, si al que Roma aplaudió, de ángulos cuatro, vilipendioso horror, vil improperio. Mudo locuaz, que desde Thile a Bathro primacías publica al hemisferio, cuadrícula ostentante en nuestro polo, fénix primor, inimitable y solo. Extraña admiración causó al cortesano los desatinados versos del bachiller, y más le admiró la arrogancia con que él mismo se los exageraba, volviéndolos a repetir muchas veces, como agraviado de que no se los aplaudía, y aunque sobre el haber hecho que el circo romano era de cuatro ángulos tenía que replicarle, por no tener conclusiones quiso que pasase por cuadrado, y por decirle estas razones para fundamento de una burla que le iba fulminando por castigo de su locura y vanidad: –Ahora veo, señor licenciado, cuán dignamente merece vuesa merced el honroso lauro en lo culto, ya que en lo cómico su autoridad no le admite, y cierto que hace vuesa merced mal en no tratar de graduarse en la corte, donde veo hombres que es vergüenza nombrarlos en su comparación, que se atreven a aspirar a esta dignidad con dos escritos que han hecho, y la alcanzan. Como oyese el bachiller decir que había grado de cultos, deseando informarse mejor de lo que era, le dijo: –Pues cómo, señor, ¿es cierto que de este género de poesía se dan grados a sus profesores? –¿No es justo que se den –dijo el cortesano– si le han aprobado tantos ingenios de España por facultad y ciencia, como lo son los Cánones, Leyes, Medicina, etc.? Sí señor, grados se dan por el cónclave culto, que son tres regentes de diferentes naciones, latino, griego y garamanta, de quien dicen consta este célebre idioma; personas beneméritas de ocupar las honrosas plazas que gozan. –¿Qué diligencias haré para que yo venga a alcanzar este grado? –dijo el bachiller. –Muy pocas –dijo el cortesano– con los agudos escritos que vuesa merced tiene. Su natural deseo saber si es fácil. –En eso –dijo el bachiller– no daré ventajas al mayor culto de España, que gracias a Dios me le ha dado tal que puedo muy sin vergüenza hacer actos positivos sin temer afrenta alguna en ningún tiempo. –Pues con eso solo –dijo el cortesano– yo le aseguro el grado sin costarle nada. Estos señores regentes no se dejan ver fuera de su tribunal porque no hay orden para que por favor nadie negocie, y así el que recibe el grado lo ha de merecer su ciencia y habilidad. Con el portero de su académico tribunal, que se llama Micer Tenebroso, tengo particular amistad, lo que podré hacer por servir a vuesa merced si tiene gusto de recibir el grado, como me dice, es que éste le anticipe a otros pretendientes y que se le dé con brevedad. No aguardó a más nuestro bachiller para manifestar del todo su locura, pues solo le faltó postrarse a besarle los pies por el favor que le ofrecía, diciéndole: –Por un solo Dios, señor mío, que si algún favor deseáis hacer en esta vida a hombre de méritos y letras, le empleéis en mí, que no hay cosa en este mundo que yo más desee alcanzar, que es este honor dignamente debido por mis continuos estudios y desvelos. Aquí tuvo el cortesano con todas sus fuerzas las riendas a la risa, que de ver cuán afectuosamente el bachiller le pedía esto se iba precipitando a manifestarse, y así le dijo: –Mucho granjeo, señor licenciado, en ser instrumento para que la corte conozca su docto ingenio de vuesa merced, y así, juntándose a esto la afición que en este breve rato le he cobrado, voy con ánimo en llegando a Madrid avisar al portero del cónclave culto para que prevenga a los señores regentes, y con lo que hubiere avisar a vuesa merced. Rindiole las gracias el bachiller por la merced que le ofrecía y, haciéndose hora de poner en camino, el cortesano se despidió del bachiller, el cual no le consintió partir sin que tomase un regalo de dulces que le hizo traer, que agradeció el forastero, prometiéndole de nuevo hacer la diligencia en solicitar su grado, dejándole al pobre ignorante alborozadísimo con su promesa. No echó el caballero, que era muy burlón, en olvido la burla que llevaba imaginada hacerle y, llegando a Madrid, viéndose con sus amigos les dio cuenta de esto, cosa que les causó mucha risa; y como eran todos mozos y amigos de hacer burlas comunicaron con don Diego, que así se llamaba el recién llegado, el modo de hacerla, para que fuese ridículo. Ocho días gastaron en la disposición del grado y, habiendo prevenido lo necesario para él y alquilado vestidos para la autoridad de los personajes, señalaron el lugar en que debía de ser, un jardín entre los muchos que están en el Prado alto, cerca del monasterio de los Recoletos Agustinos, y en una espaciosa sala de su casa hicieron ciertas tramoyas, hasta que se llegase el tiempo de la ejecución. En tanto, a don Diego le pareció dar aviso a nuestro bachiller, y así con un proprio le escribió estos renglones: «Con el deseo que traía de servir a vuesa merced me dispuse a hablar al señor Micer Tenebroso, portero del opaco tribunal culto, y aunque había cantidad de pretendientes de su data de vuesa merced que, aspirando al honroso grado de esta facultad, solicitaba su favor, él se le ofrece a vuesa merced en primer lugar; y esto he alcanzado por medio de nuestra amistad. Vuesa merced disponga luego su partida y traiga hecho el memorial en los versos que más gustare, como sean cultos, que no habrá llegado cuando sea despachado como merece su científica persona, a quien guarde Dios». Lo que se holgó con la carta nuestro confiado cuanto necio bachiller no hay razones con que lo ponderar, porque con sumo afecto estaba aguardando este aviso sin dormir ni sosegar las noches; tanta era la ambición que tenía por verse graduado en el ignorante ejercicio que profesaba. Dispuso su partida publicando en su lugar a lo que iba y, mostrando la carta de don Diego, algunos amigos suyos intentaron disuadirle de su loco intento, desengañándole de que sería burla lo del grado; mas el obstinado bachiller, en vez de agradecerles este advertimiento, se lo pagó con una vil sospecha, entendiendo que con envidia que tenían de su bien le deseaban cautelosamente estorbar el honor que esperaba. Y así no admitió las amonestaciones dichas con pura y sencilla amistad, pago que dan siempre los que, apasionados por sus gustos, no advierten lo que les está mejor. Púsose nuestro bachiller en el camino de la corte acompañado de un criado y ese día llegó a ella al anochecer. Fuese a posar a uno de los mesones que está en frente del Buen Suceso y, mudando luego de hábito, sin querer descansar, salió en busca de la posada de don Diego, que ya tenía aviso que vivía en el fin de la calle de Alcalá, muy cerca del jardín donde se le prevenía el grado, y los amigos que se le solicitaban tenían también allí cerca sus posadas. Halló a don Diego en la suya, y que se quería de mudar de hábito para salir fuera, el cual, viendo al bachiller, le salió a recibir alegre, abrazándole con muestras de mucho contento, aprobando lo bien que había hecho en apresurar su partida. Diole el bachiller las gracias del cuidado que había puesto en favorecerle, y para el siguiente día quedó dispuesto el graduarse, advirtiéndole que no tenía necesidad de prevención alguna, sino de dar un filo a su ingenio, porque en esto consistía alcanzar el pretendido honor con más preeminencias que otros, porque estos grados se daban al modo que la tasación de los toros de Salamanca, que, según las suertes, sube el precio en que se compran; que sus actos positivos le habían de acrecentar quilates en su honor, conforme fuesen. Despidiose el bachiller de don Diego, llevando muy en la memoria lo que le encargó y, esa noche, sin dormir sueño, estuvo ocupado en escribir el culto memorial hasta que salió a su satisfacción. Acabado, se recogió a sosegar un rato y se durmió hasta las nueve de la mañana; y pareciéndole ser hora de verse con don Diego, se acabó de vestir y se fue a su casa. No había estado el burlón caballero ocioso desde el tiempo que no le veía, porque, habiendo convocado a sus amigos, y estos a otros, estaban prevenidos más de ciento para ir a gozar de la burla. Ese día comió nuestro bachiller con don Diego y, habiendo pasado la siesta entretenido con leer el memorial y oír varios versos cultos que le dijo de la data de los que hasta allí había oído, pareciendo ser ya hora de ir al grado, mandó poner el coche, avisando primero a los que esperaban en el jardín cómo iban. Ocupó nuestro bachiller la popa del coche y en la proa se puso don Diego, que por forastero y persona que aquel día iba a adquirir honor se le debía aquel lugar. Llegaron pues a la puerta de la casa del jardín y, habiéndose apeado en su zaguán, fueron recibidos con el aplauso de la música de chirimías, cosa con que nuestro bachiller se puso muy vano; llegaron a la primera puerta y sobre ella vieron que en un ancho cartón estaba pintada una lucida tarjeta, en cuyo campo, que era azul, estaban escritas estas letras: Gymnasium cultorum La aula de los cultos Llamaron y abrioles el portero Micer Tenebroso; traía una ropa larga de terciopelo carmesí, un capirote azul y negro y una gorra negra de Milán. Tenía en la mano un bastón dorado, recibiole con mucha cortesía y, para dar aviso de su llegada en la sala del tribunal, tocó una campanilla de plata, a cuyo sonido se abrió otra puerta, y por ella salió un hombre de hasta cuarenta años, vestida otra ropa de terciopelo negro, forrada en raso pajizo. El capirote era de lo mismo y la gorra alta de terciopelo negro; al cuello traía una gruesa cadena de oro, pendiente de ella un índex de reloj, al hombro derecho traía una maza dorada. Preguntó el bachiller a don Diego quién era este personaje, y díjole que Mosén Crepúsculo, dignísimo bedel de aquel culto tribunal. Hízole el graduando una humilde cortesía, con un modo de más respeto que al portero, y él, correspondiéndole con otra, les dijo que aguardasen allí un poco, volviéndose por la parte donde había salido. Estuvieron el bachiller y don Diego entre las dos puertas aguardando por espacio de un cuarto de hora; al cabo de este tiempo salió el mismo bedel con un ministro detrás de sí, vestida una ropa de grana y bonete de lo mismo. Éste traía una vestidura de tafetán blanco para don Diego, que era al modo de un peinador, sino que por delante llegaba a frisar con el suelo y por detrás arrastraba más de dos varas de falda. Vistiósela don Diego, dejándole al ministro su manteo, y con ella y su bonete puesto, guiándoles el bedel, entraron en una espaciosa sala adornada de varias y curiosas pinturas. En la pared de enfrente estaba hecho un trono de tres gradas en alto; a este le cubría un dosel de terciopelo carmesí, debajo del cual había tres sillas de lo mismo, en quien estaban sentados los tres regentes con ropas rozagantes de terciopelo negro forradas en raso blanco, capirotes de lo mismo y gorras altas de terciopelo. Los rostros de los tres personajes no se podían ver, por caerles encima un velo de tafetán carmesí que les llegaba a cubrir hasta los hombros, dejando patente lo demás de sus cuerpos. Aquí les hicieron don Diego y su ahijado una gran cortesía y, leyendo el secretario, que estaba sentado una grada más debajo de la de los regentes en una silla rasa, vestido como ellos, en el ceremonial de los cultos, le avisó el bedel los hiciese arrodillar sobre un paño de terciopelo carmesí que estaba al pie de las tres gradas del trono. Y estando así, los dos pidieron al bachiller el memorial y, dándole al bedel y al secretario, le leyó en alta voz, diciendo así: Submiso a vuestro (elegantes regentes) cónclave aspira genio culto, ignota vena alega progenie esquiva. Titubeante a esplendor cultísono, mal explica lengua intonsa, que hijadea y ampollas medrosas riza. Vagarosa a culto solio (si antípoda a la estulticia) frágil el torrente escampa, que se ostenta inexpedita. Oh tú, nono circunspecto, pierio número inspira numerosa consonancia, metrificante harmonía. Que esta del Parnaso culto junta célebre, erudita, no afecta aplausos, si tosca habilidad examina. Humílima a vuestro (¡oh padres conscriptos!) respeto indica ciencia corta y torpe, siendo tanquam asinus ad lyram. Al celebérrimo anhelo grado culto, y este sirva memorial de daros cuenta Alcarcio de que cultiza. Acabó de leer el culto memorial el secretario, a que se guardó quieto silencio, hasta el fin que se levantó un sordo murmureo en la sala, cosa que admiró al bachiller, no pudiendo determinar de dónde saliese. Corriose luego una cortina de tafetán carmesí que cubrió todo el tribunal de los fingidos regentes y secretario y, haciendo el bedel que se levantasen de donde estaban arrodillados el bachiller y su padrino, les dio a entender que aquello se hacía para dar entre ellos los votos de si convenía darle el grado o no, con que dejó medroso a nuestro confiado bachiller, pareciéndole que tenía aquello más dificultad que él había pensado. En tanto, pues, que los votos se daban, se pusieron a mirar los dos el curioso adorno de la espaciosa sala en que estaban varios jeroglíficos pintados. En la pared frontera de la puerta por donde se entraba estaba pintado en el espacioso campo de una bien formada tarjeta un volteador vestido de arlequín que andaba con las manos por el suelo y los pies derechos hacia arriba; debajo de él estaba escrito este mote latino con unas letras góticas doradas: Quid interest Y más abajo esta letra escrita en castellano: Poco importa andar así, que cuando culto me ves mis manos sirven de pies. A un lado de esta tarjeta estaba otra no menos curiosa que la primera, en cuyo óvalo se veía pintado un halcón, y encima de él una mano que salía de entre unas nubes a ponerle capirote; y el mote latino, opuesto al común y ordinario, decía: Post lucem tenebras Y el castellano: Cuando a ponérmele llega hace mi Oriente Noruega. Cerca de esta tarjeta estaba un lienzo grande en que se veía pintado el celebrado monte Parnaso, dedicado a su protector Apolo y habitado de las nueve hermanas. El rubio dios y su discreta compañía coronaban la cumbre del excelso monte, él puesta una montera de rebozo negra que le ocultaba el luciente rostro y las musas con mascarillas algo mayores que las que usan las damas de Francia. Facilitaba la áspera subida del monte un ancho camino de peña tajada, por el cual caminaban muchos peregrinos, unos con muletas, otros con piernas de madera y otros con brazos baldados. En el friso de un marco dorado que tenía el lienzo estaban por la parte de arriba unas letras góticas negras que decían: Parnaso de los cultos bisoños Y debajo del monte por mote latino éstas: Nemo superat. Y un poco apartado de este, otro castellano que decía: Camino del Parnaso tanto anda el cojo como el manco. En la otra pared frontera estaban otras tres tarjetas que hacían correspondencia con las referidas; tan lucidas como ellas, en la primera estaban pintados tres molinos de viento sobre las cumbres de tres excelsos montes, con un mote latino que decía: Fundamenta eorum in montibus . Y en nuestro vulgar castellano esta redondilla: Para topar con el viento que infla culta autoridad sobre la dificultad ha de ser el fundamento. Aludiendo a que no era poesía culta la que no se funda menos que en voces altísonas y cumbres investigables. La segunda tarjeta contenía su pintura un monte en que andaba un hombre a caza de erizos, procurando cogerlos a mano, y decía el mote latino: Quo vadis? Y la letra castellana: Sin guantes de culta malla en parte tan montuosa la caza es dificultosa. En la tercera y última tarjeta había pintados dos perros, el uno chino y el otro lanudo, de estos que llaman de agua. Estaban con postura de acometerse el uno al otro. Sobre el perro chino estaban unas letras que decían Facile y sobre el lanudo otras que decían Difficile, y la letra castellana: Lo liso se está espulgando, mas entre lanas la pulga difícilmente se espulga. En la pared opuesta a la que estaba el tribunal había una celosía de estas de la India de Portugal, que le pareció debía de cubrir alguna cosa importante a su grado. Mucho gusto dieron al bachiller los jeroglíficos hechos al propósito del gimnasio culto y, estándoselos alabando a don Diego, fueron llamados del bedel; y llevándoles segunda vez delante del tribunal, se volvió a correr la cortina, dejando a los regentes descubiertos, si no era los rostros, que el velo más pequeño les cubría, como está dicho. Levantose en pie el secretario, mandando a nuestro bachiller que refiriese los versos más cultos que hubiese hecho de que se acordase, obedeciéndole algo más perdido el miedo que hasta allí, y comenzó a decirlos con tan desaforados desatinos como afectados visajes, que hacía para darles mejor pronunciación; los cuales causaron mucha risa a más de cien mirones que estaban ocultos detrás de la cerrada celosía de la India, cuyo nuevo rumor, no pasando por fisga en los oídos del bachiller, le baptizó por aplauso. Habiendo pues cumplido con su obediencia, el secretario le hizo una seña al bedel, el cual se llegó al graduando y le dijo que se pusiese en calzas y jubón para cierta ceremonia que se había de hacer con él. Hízolo así el engañado versista, despojándose luego del manteo y de la loba, y a este tiempo le pusieron en la cabeza una celada de encaje, tocándose las chirimías, cuyo son palió por entonces la risa de la mofadora turba. Esto le declaró el bedel que se hacía para darle a entender que, de la manera que el que está armado con aquella pieza ninguna arma, por penetrativa que sea, le puede ofender, así el verdadero culto en el obscuro poema que escribiere está libre de que del idiota pueda ser penetrado su sentido, ni aun del más presumido y confiado. Dejáronse de esta manera mientras el secretario le estaba escribiendo el título, y con el calor que hacía y lo poco acostumbrado que estaba a semejantes aprietos fue mucho no se ahogar. En breve espacio le acabó de escribir el secretario y mandándole quitar la celada se le leyó en alta voz, y decía así: Título del grado culto Nos, don Candor, don Esplendente y don Brillante, por la gracia de las musas meritísimos calificadores de las nuevas voces y regentes del tribunal culto en la insigne corte de España y sus reinos, etcétera. Por cuanto por parte del bachiller Alcaraz, natural de la villa de Casarrubios del Monte, diócesis de Toledo, nos ha sido suplicado que en este eminente, docto y cultísono tribunal le diésemos el honorífico y singular grado culto, atento a los muchos desvelos que ha tenido en la investigación de sus obscuras frases, intrincadas elegancias y exquisitas novedades, de que ha dado muestra en nuestra presencia con actos positivos y memorial que ha presentado, hallando en él la bastante suficiencia y méritos que se requieren, según la constitución griega y la observada desde la edificación de la torre de Babilonia, nos lo tuvimos por bien, y así constituimos en el pretendido honor, con las exenciones y prerrogativas siguientes: Primeramente, le damos facultad y licencia in scriptis para que en sus obscuras composiciones –sean en el género de versos que quisiere– no repudie ninguna extranjera voz, inusitada frase, exquisito verbo y extraordinaria novedad, aunque venga todo tinto en latino, griego o italiano. Ítem, que las oraciones que escribiere en sus obras las pueda volver de abajo arriba, y de arriba abajo, y detrás adelante, sin que se pueda entender si es oración activa o pasiva, libres del dominio de la construcción, siguiendo el estilo de los oficiales de la ropa vieja, pues el que compra de su tienda unos calzones no sabe si se derivan de capa, balandrán o sotana. Ítem, le hacemos libre de escribir relaciones de casos sucedidos o maquinados a ciegos, pena de que, si las hiciere, por mal entendidas, antes le sean de costa que de provecho; y no es corta preeminencia hacerle exento de un ciego que le canse y fastidie. Ítem, le hacemos libre de las estafas de los valientes en las composiciones de las jacarandinas, pues la obscuridad, aunque asimila tal vez en lo aparente a sus términos germánicos, en el fondo dista mucho de parecerles, por no tener sus voces derivación de origen alguno. Ítem, le exoneramos de las obligaciones de hacer villancicos a maestros de capilla, monjas y devotos suyos, pena de que, si incurriere en este cansado ejercicio, vea sin provecho la solfa, desabrido el cantor y ayunos los oyentes. Ítem, le damos facultad para escribir fábulas en los versos que más gustare, procurando en todo guardar las constituciones de la república de Ginebra, en que asisten varias naciones hablando diferentes lenguas. Ítem, le concedemos las gracias que a los demás dé en admirar con sus obras, costándole poco cuidado el escribirlas. Con las cuales prerrogativas, preeminencias y exenciones le damos dicho grado y le constituimos en el pretendido honor, advirtiendo que se le guarde la antigüedad que le tocare en los actos públicos de nuestras academias. Dado en nuestro gimnasio culto y grave tribunal por las calendas de julio, año de 1624. El doctor don Candor, don Esplendente, don Brillante. Por su mandado. El secretario Libador. Este título, después de haberle leído el culto secretario, se le entregó al bachiller, y él a su padrino don Diego, porque le mandaron subir a lo alto del tribunal, donde, puesto de rodillas delante de sus regentes, descubierto el velo que les cubría los rostros, el que entre los dos presidía le puso un capirote de varios colores y al cuello un collar de higas de azabache y boj, advirtiéndole que aquel capirote con que le acababan de dar el grado significaba en la variedad de sus colores la que tenía de novedades la poesía culta, y el collar con las higas las que había de dar desde luego –como profesor que era de otra secta– a la poesía clara sin artificio y entendida de todos; y sacando luego una esponja que estaba en una bacía de plata empapada en tinta, le tiñó todo el rostro y manos con ella, diciéndole que con aquello quedaba perfecto culto en la obscuridad. A este punto se cayó al suelo la celosía de la India, descubriéndose el aparador de los ocultos fisgones que, con demostraciones de risa, comenzaron a hacer burla del pobre paciente, el cual, viéndose escarnecido de tanta gente que hasta allí no había visto, corrido y avergonzado, tapándose el rostro se fue huyendo de su presencia por la sala adelante y, dando en otro aposento correspondiente a ella, salió a un jardín, y de él por una puerta falsa al prado, a tan mal tiempo que, viniendo unos muchachos de una de aquellas cercanas huertas de comprar pepinos, viendo la horrenda figura del culto graduado, con venir negro le hicieron blanco de sus pepinos, gastándolos en su cabeza y cuerpo a costa de sus amos. Huyó nuestro bachiller de la pueril chusma, ofendido de la pepinal tempestad que descargaba sobre él, y los muchachos, yéndole a los alcances, como dicen, tuvo por bien de entrarse en el zaguán de una casa de un señor que estaba en la calle de Alcalá, en cuya puerta halló algunos criados suyos que le defendieron de la perseguidora canalla. Metiéronle en un aposento, no poco admirados de ver su extraña figura y ridículas insignias. Allí les dio cuenta de la solemne burla que le habían hecho, de que rieron mucho; y, habiendo anochecido, después que se lavó la cara el afligido bachiller y quitádose la insignia del negro grado, se fue a su posada acompañado de los que le habían favorecido, dándole una capa y un sombrero con que se cubriese. Llegó al mesón y, despidiéndose de los acompañantes, agradecido de su favor, sin aguardar a tomar un refresco, se puso a caballo con su criado a las ancas, y en breve tiempo llegó a su lugar, donde con la pena que llevaba de la recibida burla cayó malo de una grave enfermedad que le puso en los últimos términos de su vida. Y siendo Dios servido que mejorase de ella retirado en su patria, trató de proseguir con sus estudios, sin acordarse de hacer más versos cultos ni claros, echando de ver que a los ignorantes como él, que se metían en querer hacer lo que no entendían, eran dignos de aquel justo castigo. Grande fue el gusto que recibieron aquellas hermosas damas con la graciosa novela de su médico, a quien dieron todas las gracias por la buena tarde que les había dado con tantas sazones y donaires; y haciendo que doña Lucrecia mostrase su enigma, sacó un papel, y en él pintada una dueña con tocas largas, manto y monjil, herrada en el rostro como esclava y con un solo pie encima de un chapín que se descubría todo. Los versos decían: La tierra le dio principio a mi humilde nacimiento para llegar al estado que agora gozo y poseo. Y luego la industria humana por darme el cargo que tengo forjó para mi martirio exquisitos instrumentos. Hizo el mundo confïanza de mi persona, poniendo sus tesoros en mi guarda, y su hacienda en mi gobierno. Hasta fïarme sus vidas todos los hombres quisieron, y de sus mujeres e hijas el casto recogimiento. Pero todas estas honras no las estimo ni precio, si cual fugitiva esclava me ponen hierros primero. Y como me veo herrada, de tal manera obedezco, que no tengo libertad más de cuando quieren ellos. Con todo he dado en un vicio sin que de él saque provecho, que soy amparo de amantes y se gozan por mis medios. Muchas honras se han quitado por mí, y es la causa de esto ser abierta de conciencia siempre por falsos terceros. Que si aquellos que me rigen me ponen en fuertes hierros, muy pocos son los que hago, pues en la prisión me quieto. Mas tras todas estas faltas una preeminencia tengo, que a las monjas les confirmo el tercer voto que han hecho. Duda puso en todos el obscuro enigma y, preguntando Octavio a cada una de aquellas señoras que podría ser, ninguna hubo que diese la solución de ella, sino fue el doctor, que dijo que le parecía, y aun se afirmaba en ello, que era la puerta, dando todas las razones según los versos referidos por doña Lucrecia, la cual dijo que le había dado la verdadera declaración. Y prevenida doña Laura, sacó otro papel en que traía pintado un cofre con dos cerraduras encima, del cual estaban pintados un bonete, una tiara y una mitra, y los versos eran estos: Soy un preciado tesoro que debajo de dos llaves vengo a presentarme al mundo para que me goce y trate. Tan perenne que jamás, aunque entero me llevasen, dejo de quedarme entero colmado de bienes grandes. Yo tengo principio y fin, y es cosa rara y notable, que a los hombres hago ricos sin que puedan acabarme. Por mí se animan los hombres a pretender dignidades, y dándoles mis riquezas –sin dejarlas– ricos se hacen. Todas las ciencias del mundo hago que por mí se alcancen, porque un tesoro infinito para todos es bastante. La inclinación al provecho es un remedio admirable, para que de mí conozcan los estimados quilates. Hablo a todos siendo mudo, ando el mundo sin mudarme, todos vicios reprehendo para que todos me alaben. Aquestas dos cerraduras que en este mi cuerpo yacen, todos las pueden abrir porque a todos quiero darme. Mas hay un impedimento a mi defensa importante, para que no gocen todos de mí si a verme llegaren: que defiendo mis riquezas al rudo y al ignorante, y el docto, cuerdo y discreto halla la entrada muy fácile. No tuvo tanta dificultad en acertar este enigma como el pasado, si bien era más dificultoso, porque, por no cansarles con tenerlos a todos dudosos, descubrió la revelación que le había hecho de ella su hermana doña Constanza, diciendo ser el libro, porque los hombres estudiando eran señores de las ciencias y de las riquezas que por ellas se alcanzan. Enfadose doña Lucrecia de que hubiese ganado las gracias con lo que la había comunicado y dijérala alguna pesadumbre si no previniera Octavio, para poner paz a su disgusto, que doña Laura cantase, con una bien templada arpa que le trujeron, este romance: Zagales de Manzanares venid y veréis a Celia, alegría de estos campos, honor de aquestas riberas. Pastora que aquestos valles favorece su belleza, que imitada de las flores da ocasiones de soberbia. Instrumento a quien Cupido elige para que sea prisión de las libertades, motivo de las firmezas. Beldad de la idolatría en su decoro renueva, pues emulando deidades como a deidad la respetan. Sujeto en quien mis sentidos, el alma y las tres potencias, sin violencia, del amor de ser esclavos se precian. Esto publica Castalio a la causa de sus penas, a quien ya favorecido quiso cantar esta letra: «Ya publica favores quien vio desdenes que borrascas de celos no permanecen». Tuvo buen remate la tarde con la sonora voz de doña Laura, con la buena letra y con la gran destreza que mostró cantándola. Despidiéronse Octavio y el médico de las damas, prometiendo de venir temprano el siguiente día; y para novelar en él le tocó la suerte a doña Constanza, el primero enigma al médico y el segundo a Octavio, yendo por el camino cuidadosos de maquinar cosa que diese gusto a las damas.