**** *book_ *id_body-1 *date_1631 *creator_quevedo Introducción 1. Título El texto que editamos figura entre los paratextos de la edición quevediana de la poesía de fray Luis de León (Obras propias, y traduciones latinas, griegas, y italianas. Con la parafrasi de algunos psalmos, y capitulos de Job …, Madrid, 1631). Quevedo encabezó su texto con las palabras siguientes: «Al Excelentissimo señor Conde Duque, Gran Canciller mi señor». No eligió, pues, otro título que la mención de su destinatario principal, realzando su calidad y la respetuosa sumisión que le inspiraba. Por otra parte, al mencionar un destinatario personal, distinto de la generalidad de los lectores del libro, Quevedo señalaba que su texto era afin al género discursivo que había estado tan de moda en Roma desde la época de la República en diversos desarrollos y hasta muchas décadas posteriores, de Horacio a Séneca. Del mismo modo, encontramos colecciones de cartas o epístolas, escritas en prosa o en verso durante el Renacimiento, hasta bien entrado el siglo XVII y aun más allá sin duda alguna. Lo señala, entre otros conceptos, el título que Begoña López Bueno escogió para su presentación del coloquio que organizara en la Universidad de Sevilla: «El canon epistolar y su variabilidad.» En efecto, si las cartas morales en prosa de Séneca, de contexto estoico fueron objeto de estudio e imitación en el siglo XVII, en el XVI la carta había cumplido asimismo importantes funciones, ya hubiera sido compuesta en prosa o en verso, y así aparecen estudiados en la colección mencionada de trabajos originales leídos en el coloquio, que incluyeron a autores como Montemayor, Aldana, Pedro de Padilla, Rey de Artieda, Juan de la Cueva y otros reconocidos escritores. Las cartas y epístolas compuestas en el siglo XV que estudiara F. López Estrada para esta colección, quien las describía «a la sombra de Cicerón y con aires humanísticos cada vez más patentes» incluían letras de Fernando del Pulgar, las epístolas de Mosén Diego de Valera, y del marqués de Santillana hasta comentar las que López Estrada describe en la sección titulada las artes epistolares latinas del Renacimiento, representadas por la obra de Erasmo De conscribendis epistolis, de 1522, y el tratado que tenía el mismo título de Juan Luis Vives de 1536. Al escribir Quevedo su carta dedicatoria al conde duque puede haber tenido en mente esta tradición del género epistolar en España; pero nacido hacia fines del XVI, en 1580, es lógico pensar que sus lecturas se inscribían en contextos diferentes. Por de pronto, sólo se encuentran menos de diez menciones a Erasmo en sus obras en prosa y ninguna del De conscribendis epistolis; tampoco aparece el nombre de Vives, si los índices de los textos en prosa de Quevedo son de fiar. No cabe duda, en cambio, de que el recuerdo de obras de Horacio es casi constante, como se esperaría de un alumno del Colegio Imperial de los jesuitas: citas y algunos establecidos conceptos. Sin duda, Quevedo se educó en la lectura del Ars poetica, título que le asignó Quintiliano. Como sabemos, muchos clasicistas coinciden en presentarla menos como un tratado lógico en su estructura y orden que qua carta. Se ha incluso dicho que en varias secciones, y citamos: « it must be regarded as an expression of more or less random reflections, suggested by special circumstances, upon an art which peculiarly concerned one or more of the persons addressed »– un padre y dos hijos de la familia Piso que no han sido identificados. Por lo expuesto, ello nos ha llevado a pensar que tal vez Quevedo enmarcó su epístola en prosa o carta dedicatoria en las huellas de este tipo de texto, es decir, al margen de los límites culturales que los separaban. Un fenómeno semejante o paralelo ocurrió en Italia según Bernard Weinberg cuando al expandirse la lectura de la Poética de Aristóteles, se publicaron numerosos tratados sobre cuestiones teóricas involucradas en la comparación de ambos sistemas o en la selección de preferencias, ya sea compuestas o no en verso. Recuerda así que los estudios publicados de lo que designó con el nombre de «The New Arts of Poetry», podían haber sido escritos ya sea en verso o en prosa, es decir, reiteramos, que el estilo escogido por estos tratadistas no era determinante. Así lo demuestran el Arte poetica de Girolamo Muzio (1551), De poeta de Antonio S. Minturno (1559), La poetica de Giovanni Giorgio Trissino o los trabajos de los Escalígero, Julio César, padre y Josefo, hijo, que Quevedo había leído frecuentemente, en particular, los Poetices libri septem (1561) del primero, impreso varias décadas antes que la epístola o carta dedicatoria de Quevedo. Por tanto, la palabra «prólogo» será, pues, empleada aquí libremente y en sentido lato para referirnos a su situación en el libro pero no como una categoría genérica. De este modo lo había hecho el Maestro Valdivieso al final de su aprobación a los versos de fray Luis editados por Quevedo, al evocar «un discurso al prólogo de estas obras». Con el encabezamiento “Al Excelentísimo Señor Conde Duque, Gran Canciller, mi señor”, Quevedo introduce en la editio princeps la epístola dedicatoria al conde-duque de Olivares, a quien va dirigida su edición de la poesía de fray Luis de León, cuyo título completo reza:OBRAS PROPIAS, / Y TRADVCCIONES / LATINAS, GRIEGAS, / y Italianas. Con la parafrasi de algu - / nos Psalmos, y Capitulos de Iob. / Avtor el doctissimo, y / Reuerendissimo Padre Fray Luis de Leon, de la / gloriosa Orden del grande Doctor, y / Patriarca san Agustin. / SACADAS DE LA LIBRERIA / de don Manuel Sarmiento de Mendoça, / canonigo de la Magistral de la santa / Iglesia de Seuilla. / Dalas a la Impression don Francisco de Quebedo / Villegas, Cauallero dela Orden de Santiago. / ILVSTRALAS CON EL NOMBRE / y la proteccion del Conde Duque / gran Canciller, etc. / CON PRIVILEGIO. / En Madrid, En la Imprenta del Reyno, / Año M.DC. XXXI. / A costa de Domingo Gonzalez, mercader de libros. 2. Autor Quevedo y su compromiso olivarista de 1629 No es este el lugar apropiado para ofrecer una crónica de las relaciones entre Quevedo y Olivares. Recordemos brevemente que, tras las inquietudes y destierros causados por sus estrechos vínculos con el Duque de Osuna, Quevedo deseaba apoyar al equipo del nuevo valido, Olivares. Pero los rumbos que parecía seguir el privado también suscitaban esperanzas en el escritor, por lo que, combinándolas con sus propios intereses, procuró acercarse una vez más a los hombres que gobernaban la monarquía. Evoca Elliott «… the blend of idealism with self-interest …» de Quevedo. Buena ilustración de esas esperanzas es la Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, escrita a Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, en su valimiento, poema fechado « alrededor de 1625». En 1628, escribe un Memorial en defensa de Santiago y luego Su espada por Santiago, en oposición al copatronato de España con Santa Teresa, quien contaba entre sus partidarios al propio rey, pero también a Olivares. El mismo año, Quevedo sale desterrado a Torre de Juan Abad. En 1629 está de nuevo en la corte, empezando entonces, en opinión de Elliott, el período de más estrecha colaboración con Olivares, quien necesitaba del apoyo de la pluma quevediana. Dentro de las obras escritas por nuestro autor en fechas próximas a su dedicatoria a Olivares, cabe mencionar tres que Elliott considera como defensas de la política del privado: el romance Fiesta de toros literal y alegórica, la comedia Cómo ha de ser el privado y El chitón de las tarabillas. Para Elliott, el Quevedo de finales de los años veinte y principios de los años treinta forma parte de los allegados a Olivares. Sin embargo, en un artículo de 2005 dedicado a la comedia, Rafael Iglesias sostuvo que en esa obra en principio laudatoria podían leerse fragmentos críticos respecto a Olivares. Por otra parte, Manuel Urí Martín considera que una recta interpretación de El Chitón de las tarabillas, libro que «a principios de 1630 circulaba impreso », debe asimismo concluir que se intiman sutiles críticas a los gobernantes entre lo que, en un principio, son alabanzas. Quevedo parece escribir un alegato; pero este primer nivel de lectura es insuficiente, y la obra puede así entenderse como «un arma de doble filo». «De ahí quizá …, desde el mismo inicio de la colaboración, el deterioro progresivo de las futuras relaciones » entre Quevedo y Olivares. Si nos atenemos a esos últimos análisis, las dos obras ilustran, pues, la ambigüedad de Quevedo, cuya posición parece oscilar entre el compromiso personal interesado, y la voluntad de dejar transparentarse una opinión menos benévola. En cambio, la dedicatoria dirigida a Olivares, a 21 de julio de 1629, no anticipa cómo, con la década de los años treinta, irán creciendo las desavenencias entre el escritor y el valido, hasta llegar a la detención de Quevedo a finales de 1639 y a su encarcelamiento en San Marcos de León. Pero no debemos buscar en esta dedicatoria un documento que permita aclarar hasta qué punto era sincero o no el apoyo de Quevedo a Olivares a finales de los años veinte: tratándose de un texto por el cual el autor buscaba el respaldo oficial a sus posturas estéticas, no tenía por qué introducir la menor crítica al valido, algo que sí tenía sentido en obras en las cuales estaba en juego el alcance del compromiso ético de Quevedo con el poder. Dedicar en 1629 las obras de fray Luis a Olivares podía entrar en una estrategia de aproximación al valido, pero permitía también hacer del conde-duque, aunque sólo fuera por tácita aceptación del volumen, un abanderado de la claridad. El prestigio del privado se pondría al servicio de las ideas poéticas del escritor, así como la pluma del escritor podía servir los intereses políticos del valido. En cuanto al tiempo transcurrido entre la dedicatoria, firmada en julio de 1629, y la efectiva salida del libro publicado en 1631, las investigaciones de Pablo Jauralde permiten vislumbrar dos explicaciones principales. Por una parte, la situación del valido parece tambalearse cuando el rey decide, «… en enero de 1630, prolongar su despedida a la infanta María más allá de lo usual, hasta llegar a Zaragoza », pero sin que lo acompañe Olivares. Como explica Jauralde, «en esas circunstancias lo más prudente era esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos», y no precipitarse para publicar. Por otra parte, el mismo Jauralde mostró también cómo la aparición del Índice de libros prohibidos, cuyos trámites se extienden hasta finales de 1631 pero del que se sabía que se estaba preparando, influyó en el proceso de publicación de algunas obras de Quevedo como Juguetes de la niñez o sus ediciones de fray Luis y Francisco de la Torre. En conclusión, el poder oficial esperaba poder contar con la eficacia de la pluma quevediana en 1629. Con su dedicatoria a Olivares, el autor mostraba que su persona y sus ideas podían ostentar el respaldo oficial del privado, lo cual pudo motivar su elección del conde-duque, que funcionaría como recordatorio ante sus varios o diversos adversarios. 3. Cronología 1629 o la reacción a un triunfo ya imparable En las últimas décadas, las investigaciones dedicadas al examen de las relaciones que existieron entre Góngora y Quevedo han llevado a un número nada desdeñable de contribuciones. No es nuestro objetivo analizar la dedicatoria quevediana desde la perspectiva de las relaciones personales que pudieron existir entre los dos hombres y en parte motivar, desde una vertiente extra-literaria, sus discrepancias poéticas. Los preliminares a las obras de fray Luis entran en una serie de textos que salen al mercado entre 1628 y 1631, en los cuales Quevedo ataca la nueva poesía: el Discurso de todos los diablos (1628), La Culta latiniparla (1629), la Aguja de navegar cultos (1631). Sin embargo, ya hacia 1623 el Comento contra setenta y tres estancias que don Juan de Alarcón ha escrito a las fiestas de los conciertos hechos con el príncipe de Gales y la señora infanta María, atribuido a Quevedo, entronca con sus ataques contra los cultos: baste recordar cómo reprocha a Alarcón que «… haciendo su discurso de metáforas, fabricó un enigma; y componiéndole de diversidad de lenguas, formó un barbarismo» para considerar que este texto -si es de Quevedo y aunque se centre en la persona de Alarcón- refleja en parte las preocupaciones de su posterior dedicatoria a Olivares, donde también aparece la crítica de enigmas y barbarismos, aquí anticipada. Una vez mencionado este antecedente, al que convendría añadir las composiciones en verso, de difícil datación, y teniendo presente la publicación en un arco de fechas reducido de varios textos anticultistas, intentemos entender lo que pudo motivar a Quevedo a redactar su dedicatoria a Olivares en esas fechas. Como desarrollamos en nuestras notas de edición, Quevedo había conseguido el manuscrito de las poesías de fray Luis aprovechando probablemente su participación en la jornada de Andalucía de 1624. Sólo cinco años después acabaría la redacción del texto preliminar dedicado a Olivares. Uno puede preguntarse por qué tardó tanto. Si planeaba dedicárselo al valido, quizás el destierro provocó parte de esta dilación. Parece que estamos condenados a elaborar hipótesis sobre el particular. Más efectivo quizás sea preguntarse, no ya por qué tardó hasta 1629, sino lo que significa tal decisión en esa fecha. Ya de vuelta a Madrid, y en el contexto de las complejas relaciones con el privado que estudiamos arriba, Quevedo añadió a su campaña oficialmente proolivarista una dedicatoria que dejaba el campo de los asuntos públicos para entrar en el terreno de la polémica literaria. Como bien apuntan García Rodríguez y Conde Parrado, la dedicatoria se escribió «… más contra el gongorismo que contra Góngora …». Quevedo no menciona el nombre de Góngora ni cita explícitamente versos suyos. Este silencio puede explicarse de varias maneras. El texto va dedicado al privado de Felipe IV y prologa los versos de fray Luis. Lo que escribe allí Quevedo tendrá el lustre que suponen el prestigio del poeta prologado y el del propio Olivares. Quevedo, por lo tanto, tenía motivos para elegir una cuerda menos estridente que la de otros textos violentamente satíricos. Redacta, pues, un discurso que se adhiere al decoro esperable en una obra dedicada al conde duque. Con este texto se aleja del registro que adoptó en otras ocasiones y muestra el contexto teórico de sus sátiras antigongorinas, entrando a la vez en la lista de autores que disertaron sobre los excesos de los cultos, como Juan de Jáuregui lo había hecho en 1624 en un Discurso poético también dedicado a Olivares. Sin embargo, se pueden aducir otras razones para explicar que Quevedo censurara la poesía culta sin relacionar directamente sus ataques con el difunto poeta cordobés, cuyos textos él mismo imitó a veces, como se ha observado y se observa reiteradamente. A modo de ejemplo, entre otras composiciones, puede recordarse su influencia en el quevediano Himno a las estrellas. Esta admiración pudo influir en la relativa benevolencia que parece poder documentarse en las mismas fechas. Pero no se hizo extensiva a los numerosos defensores del cordobés, que «… despiden el estudio …» o sea lo abandonan cuando, por ejemplo, en un texto de Aristóteles encuentran una frase que puedan alegar a favor de Góngora, sin tener en cuenta las frases que van a continuación, susceptibles de contradecirles. A aquellos que «… se llaman hoy … cultos, siendo temerarios y monstruosos …» va dirigido el texto de Quevedo, mucho más que al difunto Góngora. Ahora bien, en 1629 Góngora no es solo un poeta admirado e imitado, sino también un poeta celebrado como un clásico, al que se comenta y cuyos versos dan lugar a debates acalorados (en el catálogo de los textos polémicos elaborado por Robert Jammes, la primera entrada para 1629 lleva el número XLV). Podían ser muchos los motivos que llevaban a convertir un manuscrito en libro impreso; sin embargo, aunque no garantizara la difusión de la obra, esta decisión podía interpretarse como indicio de la voluntad de conferir al autor un estatuto literario más elevado al presentar su obra como creación oficialmente asumida y reconocida, digna de celebración. Con las Obras en verso del Homero español publicadas por Vicuña en 1627, Quevedo pudo constatar que se le confería esta dignidad a Góngora, lo cual, combinado con el enojo que provocaría la presencia en el libro del soneto «Anacreonte español, no hay quien os tope», posiblemente provocaría en Quevedo una mezcla de irritación y envidia. ¿Cómo no sentir envidia ante el autor de las Soledades, clásico y casi canonizado ya en vida, a pesar y en parte gracias a las polémicas? A la edición Vicuña se añadían por los mismos años otras empresas de celebración del poeta cordobés. El 12 de diciembre de 1628, Chacón firmaba la dedicatoria de su manuscrito, dirigido también a Olivares. Si Quevedo llegó a enterarse de las gestiones que se estaban tramitando en aquellas fechas, pudo constatar que también se estaban preparando el Polifemo comentado de Salcedo Coronel (1629) o las Lecciones solemnes de Pellicer (1630). Admiración por el poeta, envidia por el éxito de sus versos en vida y su triunfo post-mortem, irritación al considerar que además de imitadores llega a tener comentadores, como si se tratase de un verdadero Homero español, merecedor de disquisiciones eruditas; tales sentimientos pueden perfectamente caber al mismo tiempo en la mente humana. En estas circunstancias, Quevedo difícilmente puede hojear el manuscrito de fray Luis sin considerar que podría convertirlo en un monumento a la claridad, algo así como un anti-Vicuña. Y, además de los motivos que indicamos para explicar que lo dedicara a Olivares, también cabe tener en cuenta un elemento avanzado por Lawrance en un examen de las implicaciones ideológicas de las polémicas gongorinas, cuando la claridad se asocia con el patriotismo: Olivares, quien en 1625 parecía desear que Góngora le dedicara sus versos, al final de la década podría haber tenido menos interés por su poesía. Esos elementos permiten quizás entender mejor por qué Quevedo concreta con varias publicaciones fechadas entre 1628 y 1631 su rechazo de la nueva poesía, reaccionando ante su triunfo y el de sus comentaristas, ante un fenómeno poético y literario, pues, más que contra un poeta. Quevedo tampoco menciona a los polemistas de su tiempo. No reconoce explícitamente ninguna deuda con otros textos redactados contra la nueva poesía, lo cual no obsta para que los conozca ni para que influyan en su pensamiento, como examina Daza. Los argumentos sostenidos por Daza llevan a considerar que puede estar dialogando con algunos polemistas en citas o argumentos específicos. Ahora bien, habría que determinar si Quevedo concibió su discurso como respuesta global a un texto concreto. Consideramos que no. Responde más bien a los representantes de la nueva poesía, que forman en su texto un grupo anónimo evocado en plural: «los que afectan esta noche en sus obras», «algunos hipócritas de nominativos», «de buena gana lloro la satisfacción con que se llaman hoy algunos cultos», «por no decir lo que sin asco ni escrúpulo es lícito, hay algunos que dicen lo que es torpe y abominable». Un examen sistemático de las citas y su cotejo con los comentarios que inspiran en otros polemistas permitiría determinar hasta qué punto Quevedo quiso dialogar con los defensores y censores de Góngora. Como señala Daza, «que los participantes en la polémica coincidan en las autoridades citadas no es extraño, pues la mayoría de estas autoridades se habían convertido prácticamente en lugares comunes». Para hablar de influencia directa, habría que encontrar, por lo tanto, no solo citas comunes sino comentarios que ilustren un verdadero diálogo, más allá de un interés compartido por esos autores citados o de una idéntica adscripción a la idea seleccionada dentro de los lugares comunes que alaban o censuran la oscuridad. Tomemos un ejemplo: el Discurso poético de Jáuregui. Encontramos las citas aducidas por Quevedo de Petronio («Effugiendum est …»), Horacio («Vir bonus et prudens …»), San Jerónimo («Nihil tam facile …»), Aristóteles («Dictionis autem virtus …»), Marcial («Scribere te ….»). Por otra parte, algunas formulaciones de Quevedo recuerdan las de Jáuregui: «… dicen que la enriquecen los que la confunden» podría ser un eco de « …  creyendo que la enriquecen, la descomponen»; «… más parece, según viene a propósito, fingido que citado» recuerda «… según se ajusta a mi intención, parece que yo le fabrico …». Otro posible eco, más distante, se escucha en los fragmentos siguientes: Quevedo: «Y en todas lenguas aquellos solos merecieron aclamación universal que dieron luz a lo oscuro y facilidad a lo dificultoso; que oscurecer lo claro es borrar, y no escribir …», Jáuregui: «Facilitar con el oyente los versos magníficos es la suma dificultad para el autor», «dar luz es lo difícil; no conseguirla, facilísimo». Pero la relativa proximidad podría explicarse por los juegos conceptuales que permitían las contraposiciones luz/oscuridad y facilidad/dificultad. El Discurso Poético pudo renovar el interés de Quevedo por unas cuantas citas (mayoritariamente conocidas antes), pero ni los comentarios que inspiran ni la forma de enlazar estas citas permiten hablar de una influencia directa o de un diálogo abierto con Jáuregui, al menos en cuanto a las autoridades aducidas. Como ilustramos en las notas de edición de nuestro texto, el pensamiento de Quevedo coincide con el de otros autores que también mediaron en la polémica gongorina. No es de extrañar que los eruditos de su tiempo compartieran con él unas ideas que, a estas alturas, se habían convertido en lugares comunes. A finales de los años ‘20, la defensa de la claridad pasaba por unos senderos que en muchos casos habían sido transitados desde que aparecieran los poemas mayores de Góngora. Quevedo encontraría en esos textos un repertorio de citas y de ideas que a menudo no constituían para él ninguna novedad. Pero el blanco de sus ataques ya no era el poeta cordobés sino sus numerosos seguidores. En este sentido, esa contribución de 1629 es un buen indicio de cómo las defensas y censuras de la nueva poesía se adaptan al estatuto que ésta tiene en el tiempo y permiten reconstituirlo, aspecto que conviene tener en cuenta no solo para interpretar cada texto ante el conjunto de las polémicas sino también dentro de la producción de cada autor. 4. Estructura El texto fue pensado como epístola dedicatoria destinada a plantear las ideas literarias de Quevedo e introducir los versos de fray Luis. Como puede verse en el ejemplar de la BNM que tomamos en cuenta (U/4479), el «libro primero» se abre inmediatamente después de la dedicatoria a Olivares, precedida por la carta de fray Luis a Pedro Portocarrero, por la «pre-dedicatoria» de Quevedo a Sarmiento de Mendoza, las aprobaciones de Lorenzo Van der Hammen y Josef de Valdivielso, y los paratextos acostumbrados (suma del privilegio, fe de erratas y tasa). En la muy breve pre-dedicatoria encontramos el testimonio de la gratitud de Quevedo hacia Sarmiento, quien le permitió descubrir un manuscrito desconocido de los versos de fray Luis, ya considerados ahí por Quevedo como «antídoto» contra los «escándalos» de la nueva poesía, y la evocación del «amparo» que el Conde Duque podrá garantizar a esta edición. La dedicatoria a Olivares está construida sobre el esquema del género epistolar según el modelo clásico del arte poética o «Epístola a los Pisones» de Horacio. El sustantivo epistula, en griego ἐπιστολή, significaba ‘carta', ‘una comunicación por escrito' en prosa o en verso. Además de sus odas, sátiras y epodos, Horacio había compuesto dos cartas extensas en hexámetros, en las que se ocupaba de temas o asuntos que interesaban a la crítica de su época. En la segunda, dirigida a un tal Pisón y a sus dos hijos, definió los subgéneros literarios que eran característicos de la poesía romana en el siglo I a.C., y seguirían siéndolo en el siguiente, y su relación con las fuentes o modelos de la literatura griega que se estudiaban en Roma. Fue Quintiliano quien le asignó a la epístola de Horacio el nombre de Ars poetica en VIII, 3, 60. No era este un tratado sistemático sino una obra organizada en torno a una serie de preceptos a propósito de tópicos específicos, entre ellos, la unidad artística, los estilos y su correspondiente vocabulario y figuras retóricas a escoger; los géneros a practicar, la imitatio y la originalidad, la finalidad de la poesía y del arte. Por tanto, aunque Horacio escribió su tratado en verso, no se lo leyó como si fuera poesía stricto sensu. Durante el Renacimiento, tanto en Italia como en España se la estudió como un tratado de poética, equivalente a la Poética de Aristóteles. Los principios expuestos en el texto de Horacio eran los que se enseñaban en las escuelas pero desde mediados del siglo XVI, los humanistas interesados en cuestiones teóricas los relacionaron e integraron con la teoría aristotélica. Al escoger el esquema epistolar para su dedicatoria, es lógico, pues, que en más de una ocasión Quevedo se dirija a su destinatario. Crea así en el espacio del texto una situación de comunicación bastante directa que erige al Conde Duque en lector competente, capaz de analizar la nueva poesía a la luz de las autoridades antiguas: «hablar con vuestra excelencia en verificar este descamino de la pluma es la autoridad mayor …», «oiga vuestra excelencia sin prolijidad la arte poética en dos renglones», «excelentísimo señor, hablar como humano llamaban la habla decente y propia a lo que se escribía», «hoy, señor, por no decir lo que sin asco ni escrúpulo es lícito …», «tan decente volumen obligación fue darle a vuestra excelencia …», etc. Quevedo construye una epístola en la cual a las llamadas al destinatario se unen las reflexiones del autor sobre su propia argumentación, contribuyendo ambos procedimientos a actualizar el discurso, anticipar reacciones, informar sobre el decurso de la reflexión que Quevedo lleva a cabo («dispuesto este discurso con tal autoridad, propondré el texto del escándalo …»; «pues lo que Aristóteles dice no es malicia mía …», «no es achaque de mi malicia traducir la palabra escolástico ʻcultoʼ …», «es de advertir que …», «largo ha sido mi discurso …»). Como conviene al primer lector a quien se dirige, la epístola, convertida a partir de su inscripción entre los paratextos de un libro impreso en pieza oratoria encargada de convencer a un amplio público, descansa en una argumentación fluida y elegante. El género epistolar brindó al pensamiento erudito de Quevedo un marco que, al tomar a Olivares y a los lectores de fray Luis por testigos de los excesos cometidos por los cultos, acentuaba el cariz polémico de su discurso. Al mismo tiempo, le permitía dar a sus críticas una base erudita que descansa en una acumulación de citas difícilmente conciliable con las sátiras en verso o los relatos en prosa. Intentemos acercarnos a la dispositio del texto de esta epístola dedicatoria. Sánchez Laílla había descrito la epístola como «esquema formal ya establecido y muy propicio para la divulgación de temas de erudición». Lo comprueba el lector de este texto de Quevedo en el que la primera fase gira en torno a conceptos estudiados en Horacio, para luego centrarse en la importante Poética de Aristóteles. Quevedo empieza («por sí hablan … lo que menos entiende») con una presentación encomiástica de «las obras del reverendísimo fray Luis de León», modelo de poesía «fácil y docta». Los versos propios de fray Luis, lejos de cualquier afectación, permiten acceder a las ideas y sabiduría del maestro. Tras el elogio de los versos de fray Luis, Quevedo enlaza su contraposición ‘claros'/ ‘oscuros' con dos citas clásicas que valoran la importancia del acto comunicativo y censuran la oscuridad. Quevedo enmarca, pues, su discurso contra los cultos en una tradición clásica y erudita, dando desde el principio la tónica del resto de la dedicatoria. A continuación leemos el alegato propiamente dicho contra los cultos («Dispuesto este discurso…poner delante de los ojos las acciones»), que puede organizarse de la siguiente manera: — «dispuesto este discurso… muchos escritos»: en esta sección inicial, Quevedo comenta un famoso fragmento de Aristóteles, «el texto del escándalo», sosteniendo que los cultos lo interpretan mal al usarlo como defensa de los procedimientos que Aristóteles y Quevedo consideran causa de una oscuridad condenable. El Estagirita aparece, pues, como autoridad que sirve para rebatir los argumentos de los cultos. — «hablar con vuestra excelencia… de balde»: Quevedo continúa con una breve interrupción del comentario erudito para celebrar el estilo de Olivares, al que asocia así con la causa que defiende. — «Pues lo que Aristóteles dice… poner delante de los ojos las acciones»: a continuación Quevedo irá enlazando citas antiguas y modernas para zaherir a los que escriben sin ser entendidos y procuran llegar a un estilo que Quevedo considera afectado. La técnica de Quevedo consiste en crear una red de autoridades acumulando citas que prueban que los oscuros siempre fueron condenados («no le perdonó … Falereo», «… Propercio los reprende …», «gravemente afrenta estos fanfarrones de voces Epicteto …»). Este tribunal reunido ad hoc permite a Quevedo demostrar que la poética promocionada por los cultos no es del todo una innovación y tiene en su contra el hecho de que cuenta con conocidos precedentes tanto en Grecia como, siglos más tarde, en Roma. Quevedo asume por tanto una visión histórica que da a su alegato una forma de profundidad temporal. Dentro de esta parte del discurso «Pues lo que Aristóteles dice… poner delante de los ojos las acciones», que constituye el meollo de la demostración, pueden considerarse algunas unidades internas. A partir de consideraciones procedentes del Estagirita y de Demetrio, Quevedo enumera autores que ridiculizan la oscuridad cuando llega a ser tal que el discurso resulta ininteligible y se convierte en ‘lenguaje broma' «Pues lo que Aristóteles dice… nacerá el ridículo ratón)». Luego «diferentes cosas estima Quintiliano … partidas», compara la versificación clásica con la moderna para subrayar la necesidad en aquélla y la inutilidad en ésta de algunas figuras como el hipérbaton. Termina celebrando la Gaya ciencia, « que es la arte de escribir versos », de Enrique de Villena. Por fin, «hoy, señor, por no decir… poner delante de los ojos las acciones», Quevedo relaciona la claridad con la proprietas y la evidentia. Aprovecha Quevedo la última parte de su dedicatoria («Largo ha sido mi discurso… 1629») para explicitar la dispositio del corpus que edita y celebrar a Olivares, quien, con solo aceptar estas obras, logrará enmendar el «estilo descaminado» de los cultos, objetivo asignado desde la pre-dedicatoria a la propia publicación de los versos de fray Luis, verdadero «antídoto». La grandeza y autoridad de Olivares han de consolidar la empresa que supone esta edición del maestro frente a los cultos contemporáneos de Quevedo. 5. Fuentes La formación intelectual de un humanista cristiano Educado en los preceptos básicos de la poética de Horacio, como alumno de escuelas jesuitas, y con voluntad de llegar a ser poeta y estudioso, Quevedo iniciaría sus primeros escritos teniendo en mente los principios expuestos en la Epístola a los Pisones y así lo pone en evidencia en esta epístola dedicatoria. Como allí señala Horacio, un buen poema debe ser armónico y bien proporcionado, debe estar centrado en una temática apropiada y estar escrito con correcta dicción. El escritor debe preocuparse siempre por combinar utile con dulce y tratar de no engañarse con la apariencia de lo correcto: «decipimur specie recti», por ejemplo, y no incurrir en oscuridad ‘al tratar de ser breve': «brevis esse laboro, obscurus fio» (vv. 24-25). En este mismo espacio teórico Horacio incluía una cautelosa advertencia a un poeta en ciernes: siempre se puede ser original, aunque las palabras escogidas sean conocidas, si se las sabe insertar en un nuevo contexto; ahora bien, si el poeta debe nombrar cosas abstrusas con nuevas palabras, se le otorgará permiso siempre que las use con cautela, con modestia: «si forte necesse est / indiciis monstrare recentibus abdita rerum, … dabiturque licentia sumpta pudenter» (vv. 48-51). La posición teórica de Horacio (65-8 a. C.) es evidentemente conservadora, en cuanto se basa en prácticas retóricas y poéticas características de los escritores romanos de la época de la República, en torno al siglo I a.C. Otras fueron las expectativas de escritores posteriores como Lucano, Persio o Juvenal, y quienes les sucedieron. Sin embargo, desde el Renacimiento, el modelo estilístico de Horacio siguió siendo el que se enseñaba a los jóvenes como un primer paso en el aprendizaje del arte de los discursos literarios. Sus ideas se conjugaban con las desarrolladas en los tratados de retórica clásica de Cicerón que se mantuvieron más tarde en la Institutio oratoriae de Quintiliano. En efecto, también en estos se rechazaba la oscuridad, fenómeno de la elocutio que podía ser considerado un vitium; y sólo se la aceptaba como una licencia si respetaba la siempre buscada perspicuitas del discurso evitando la selección de excesivos tropos y figuras. La autoridad del Ars poetica desde los comienzos del Renacimiento ha sido minuciosamente estudiada por Bernard Weinberg en relación con las tradiciones teóricas y las prácticas críticas en boga en esos siglos. De igual importancia son sus comentarios sobre las relaciones que se establecieron entre el Ars poetica y la Poética de Aristóteles, así como la Retórica de este y los escritos críticos de Platón. Su interpretación de los comentarios a la Poética de Aristóteles compuestos en esos siglos y el modo en que se confundieron con el modelo de Horacio son por ello importantes para reconstruir el ataque a la nueva poesía, ya resumido asimismo por Joaquín Roses en contextos italiano y español y así lo señalamos en nuestras notas. Quevedo combinó los preceptos horacianos que tan bien conocía con la sección correspondiente de la Poética de Aristóteles. Estos fueron los textos que eligió para documentar detalladamente su posición teórica, que proyectó sobre la poesía de fray Luis. Horacio había declarado que era el saber la fuente de los buenos escritos: «Scribendi recte sapere est et principium et fons» (v. 309). Por ello, es digno de alabanza fray Luis por darnos «fácil y docta la filosofía de las virtudes», y por disponer «tan apacibles a la memoria los tesoros de la verdad que con logro del entendimiento ocupa su recordación». Y si Horacio afirmaba con respecto al objetivo de un poeta que éste podía centrarse alternativamente en beneficiar, ser de utilidad o entretener a su lector («Aut prodesse volunt aut delectare poetae / aut simul et iucunda et idonea dicere vitae», vv. 333-334), concluía valorando mucho más al que se mostraba capaz de combinarlos: «omne tulit punctum qui miscuit utile dulci, / lectorem delectando pariterque monendo» (vv. 342-343). Solo aquel escritor que respondiera a ambos principios conservaría hasta un día lejano su fama: «et longum noto scriptori prorogat aevum» (v. 346). No cabe duda, por consiguiente, —declara su editor—, que la importancia de la poesía de fray Luis sería reconocida en un futuro lejano, como había pronosticado el autor del Ars poetica. Desde un punto de vista semántico, pues, su valor consistiría en la transmisión de las virtudes y de la verdad, pero ello sólo podía lograrse si la dicción del mensaje poético rechazaba tanto «lo vulgar», porque le quitaría autoridad, como «lo impropio», para evitar que se hiciera «peregrina», es decir, ‘oscura'. De este modo Quevedo partía de su valoración del estilo de fray Luis para atacar a sus opuestos, los representantes de la nueva poesía, a quienes reprochaba su elección de un estilo oscuro y pomposo, falsa facundia, con el que pretendían ocultar la inanidad del mensaje. Y es en este sentido que nuestro editor de fray Luis recurre a un símil construido por Plinio, que proviene del capítulo 22 del libro once (11) de su Naturalis Historia, para poner aún más en ridículo el estilo de los poetas que imitaban a Góngora. En efecto, Plinio había descrito unas telas tejidas por ciertos insectos de Asiria que podían homologarse a vestidos de seda transparentes. Ahora bien, si la función de un vestido, femenino en particular, era cubrir el cuerpo para ocultarlo, estas telas transparentes no cumplían ya con su función porque dejaban ver el cuerpo a pesar de estar cubierto. Entendida la frase en sentido traslaticio, podía aplicarse al estilo de los cultos con el que se pretendía cubrir un relato o un poema de poca monta o interés con un «traje retórico» tan transparente que no llegaba a esconder los defectos del texto mismo. Esta cita, falsamente atribuida en la princeps a un autor distinto, Séneca hijo, el filósofo, solo ha sido identificada recientemente por F. Moya del Baño. En efecto, la cita no proviene de una obra de Séneca. Ahora bien, según Moya, podría ser una cita indirecta que Quevedo recogió en alguna colección de loci communes como las Parabolae sive Similia D. Erasmi Roterodami. No hemos podido aún determinar con certeza si esa fue precisamente la fuente de Quevedo para el uso analógico de la noticia de Plinio sobre insectos tejedores o si la encontró en otra colección similar de loci communes. En todo caso, pace Quevedo, no tratamos de insistir en que había seleccionado un manido lugar común, ya que, a diferencia de Lope de Vega, nuestro editor no necesitaba recurrir siempre a polianteas para simular erudición, pero parece aceptable la idea de que se interesara por una expresión ingeniosa que ponía en relación el aspecto verbal, el estilo de un texto, con la ropa que usaban los seres humanos para cubrir su desnudez. En las posteriores secciones de estos preliminares la alabanza del estilo luisiano se articula en la denuncia reiterada de su declarado enemigo, la «nueva poesía», que prestigiaba oscuridad y dificultad del mensaje en una suerte de pugna con las poéticas y con los mejores poetas clásicos que recomendaban lo opuesto. Quevedo traslada luego la perspectiva horaciana enlazándola con la de Aristóteles; su punto de partida será, sin duda, el capítulo 22 (1458a) de su Poética. Quevedo cita las dos primeras palabras en griego y continúa con la versión latina de Alessandro de' Pazzi, publicada en Venecia en 1536 y en 1550, que luego traduce al español. De este capítulo de la Poética deduce la lectura oportunista que hacían los «secuaces» de Góngora. En efecto, Aristóteles describía, por un lado, las figuras alejadas de lo vulgar que podían ser seleccionadas para evitar que la dicción fuera «baja»: voces «peregrinas» o extrañas, es decir, de otras lenguas, y metáforas o «alargamientos», pero procedía inmediatamente a aclarar que «si uno lo compone todo de este modo, habrá enigma o barbarismo». Por tanto, la norma de un buen escritor debía ser «la mesura» en todas las partes de la elocución, porque «el uso en cierto modo ostentoso de este modo de expresarse es ridículo». Para corroborar la importancia de esta noción Quevedo recrea el procedimiento de estas dos poéticas canónicas, que consistía en mencionar opiniones paralelas, procedentes de otras obras teóricas y/o literarias. Así inicia el diálogo con una cita de un tratado griego sobre el estilo, Περὶ ἑρμηνείας, De elocutione, que en el siglo XVI se había asignado por error a Demetrio Falereo, pero este Demetrio es autor desconocido que vivió probablemente en el siglo I d.C. y, efectivamente, coincidió con los peripatéticos en cuestiones de elocutio, dicción y tipos de estilo, es decir, con la teoría de Aristóteles, como se lee en el pasaje traducido por Quevedo. Como se ha comprobado ya en esta dedicatoria al conde-duque de Olivares, la táctica de su autor es recrear nuevamente el diálogo característico que debía establecerse entre las fuentes aristotélica y horaciana para determinar cómo componer textos literarios o discursos. También Horacio recomendaba la práctica de un estilo clásico, como hemos visto, actitud comprensible desde un punto de vista histórico, ya que su posición teórica coincidía en general con la de autores y lectores de su época, de Virgilio a Augusto, y así había caracterizado Suetonio al segundo, en el extenso capítulo que le dedica en las Vitae Caesarum. Es esta una colección de «vidas» o proto-biografías de los emperadores de la dinastía Julio-Claudia y la dinastía Flavia, que Suetonio iniciaba en primer lugar con Julio César aunque, por supuesto, no había llegado a ser emperador. Quevedo, gran lector del historiador Suetonio, cita pasajes completos de sus Vidas en nueve obras, que van desde la temprana España defendida, hasta el Marco Bruto, El Chitón de las Tarabillas, Su Espada por Santiago y en Vida de San Pablo Apóstol, mientras que en el Discurso de todos los diablos aparece representado como personaje, al que insulta Domiciano por lo que dijo en las Vidas sobre su actuación política. Sin embargo, para presentar la opinión de Augusto sobre sus preferencias retóricas, Quevedo se basó en una versión abreviada de los capítulos LXXXVI-LXXXVII, según ediciones modernas, de «Divus Augustus», que Erasmo había resumido y «editado» para incorporarla a una de sus polianteas, la colección de Apotegmas que había circulado con tanto éxito en Europa durante el siglo XVI y aun en el XVII. Como editor, Erasmo prefiere centrarse en una anécdota que revelaba la opinión de Augusto sobre ciertos gustos retóricos de sus amigos o conocidos: en particular, su rechazo del discurso complicado, «lascivo y afectado» de su amigo Mecenas. De modo semejante reprendía a Tiberio por el estilo ridículo que empleaba en sus escritos; y sobre Marco Antonio, Erasmo recordaba una frase precisa de Suetonio: «Marcum Antonium increpabat velut ea scribentem quae homines mirentur potius quam intelligant». Ello le permite a Quevedo afirmar nuevamente que tenía razón San Jerónimo cuando decía que no eran los cultos sino precisamente la plebe inculta la que festejaba lo que no entendía. Quevedo concluye esta sección insistiendo en la verdad de la opinión de Augusto, que reiteraría San Jerónimo siglos más tarde con la autoridad que le confería ser «tan gran padre de la Iglesia». En este diálogo entre poética y retórica que construyó Quevedo alternarán hasta el final, como anticipamos, sus comentarios sobre la tradición romana examinando textos de Horacio, Cicerón y Quintiliano por un lado; por el otro y a propósito de los de Aristóteles, su Poética y su Retórica relacionándolos con los de Demetrio, fuentes principales, pues, de las doctrinas expuestas en la tradición griega. Se confirma así que la posición teórica de Quevedo es también «retoricista», como la de Lope de Vega. Lo corroboran además sus anotaciones en el ejemplar de la Retórica aristotélica que poseía en su biblioteca privada, transcritas por Luisa López Grigera, que comentamos en nuestras notas. Quevedo completará su análisis negativo del estilo de la nueva poesía recurriendo a la «opinión», al «juicio crítico» de un grupo selecto de poetas griegos y romanos, que relaciona con otros tantos renacentistas para trazar una trayectoria de la disputa entre los defensores de la claridad y aquellos que promovieron la oscuridad de la elocutio como modo de prestigiar la erudición del escritor. Sin duda, lo que estaba ocurriendo en el siglo XVII en España podía compararse con la alternancia de estas dos tendencias retóricas en Grecia y en Roma que dieron lugar al desarrollo de un estilo llamado ático o lacónico frente al así designado estilo asiático. Según Suetonio, Augusto era enemigo tanto de innovadores como de arcaizantes, cacozelos et antiquarios, e increpaba a Marco Antonio por querer transferir al latín las frases vacías de significado de los oradores asiáticos: An potius Asiaticorum oratorum inanis sententiis verborum volubilitas in nostrum sermonem transferenda? Gracián aún los describiría en el Discurso LXI de su tratado retórico sobre la Agudeza y arte de ingenio, «De la variedad de los estilos», aunque sin pasar juicio sobre cuál sería el mejor: «redundante el uno y conciso el otro según su esencia». Quevedo, en cambio, se identifica con Augusto en su absoluto rechazo del estilo que los historiadores de los siglos XIX y XX, y a partir de los escritos de Heinrich Wölfflin, llamarían «barroco». Los ataques a la nueva poesía hacen explícitos los errores y atrevimiento de quienes, siguiendo al gran poeta, cuyo nombre Quevedo no menciona, corrompen la expresión poética que se había impuesto desde el Renacimiento. Quienes «gongorizan» son desde esta postura lectores incompetentes de la Poética de Aristóteles, que olvidaron asimismo las normas horacianas. Por el contrario, en estos preliminares, como hemos dicho, nuestro editor prodiga continuas e hiperbólicas alabanzas a los conocimientos de la retórica que poseía el conde-duque y a ejemplos de su vida personal que confirmarían esta idea que le convenía expresar. Quevedo incluye exempla concretos que confirman su conocimiento de autores griegos y latinos, italianos y españoles, recuperados por este gran lector de los clásicos y modernos. El orden con el que presenta los ejemplos depende, en parte, de los géneros de los que estos proceden; y en parte, asimismo, de cierto juego cronológico que permite enfrentar como en un espejo pasado y presente, ver rasgos compartidos o señalar ciertas diferencias que debe de haber considerado significativas. La primera opinión que Quevedo cita es de un autor italiano, Francesco Andreini de Pistoia (ca. 1548-1624), quien condenaba los procedimientos de los poetas nuevos de su tiempo porque contribuían a la oscuridad; la segunda, «se oye en el donaire de nuestro Marcial», en el que se burla del estilo tan confuso de un tal Sextus, que no entenderían ni sus lectores ni conocidos profesores de gramática por ser sus versos tan oscuros que sólo podría descifrarlos Apolo. La oscuridad de los escritos de Sextus trae necesariamente a la mente el nombre del poeta más oscuro de la antigüedad: Licofrón, siempre recordado en los siglos XVI y XVII. En este caso, Quevedo menciona una de las silvas de Estacio en la que el poeta romano lo nombra; Quevedo había leído este poema en la edición aldina de 1519, hoy en la biblioteca de la universidad de Princeton, que descubrieron los Kallendorf y que contiene numerosas anotaciones de Quevedo que citamos oportunamente. Andreini da Pistoia rechazaba a los poetas de su tiempo como Petronio hacía que su personaje Encolpius increpara a quienes escribían cosas ridículas en el siglo I d.C. «echando a perder toda la elocuencia». Quevedo imita sus denuestos para desenmascarar a los «charlatanes de mezclas» que introducen latinismos en la lengua española y terminan siendo ridículos, como decía Lope de Góngora, por escribir un «castellano (que no latín) macarrónico»; pero retorna luego a otra época histórica, la Grecia post-clásica y da otros ejemplos del «lenguaje broma» de esa época que el comediógrafo Antífanes (ca. 388-ca. 311) contrastaba con el agradable estilo de su contemporáneo Filógeno, autor de El banquete, obra en la que había descrito una fiesta en el lenguaje de los ditirambos. La fuente que utilizó Quevedo fue una obra enciclopédica sobre la cultura griega a la que recurrían desde el siglo XVI los lectores interesados en sus antigüedades: los Deipnosophistae o La cena de los sofistas de Ateneo de Naucratis (fl. 200 d. C.), que había leído atentamente y menciona como texto valioso. Al dirigirse nuevamente a Olivares –«Excelentísimo señor»– le recuerda la frase de Petronio que aplica evidentemente a los cultos: «Saepius poetice quam humane locutus es». Más allá del juego conceptual así propuesto, debe de haberle atraído la posibilidad de calificarlos de ‘infra-humanos' por no saber componer poesía, juego que repite líneas más adelante al asimilar o proyectar a los «cultos» el insulto, dirigido a los escolásticos, que propició su admirado Epicteto, modelo de estoico: Scholasticum esse animal quod ab omnibus irridetur. La teoría retórica de Quintiliano, por otra parte, le es útil para tratar cuestiones relacionadas con «la ley del ritmo». Las transposiciones –anástrofe e hipérbaton– eran recursos del ornato que los cultos explotaban para aumentar la dificultad de un texto. Ahora bien, en español como en otras lenguas modernas, había un obstáculo, ya que los sustantivos y los adjetivos no tenían desinencias, con lo que se complicaba su descodificación. Además, en griego como en latín, los versos se componían combinando diferentes tipos de pies; en castellano, según el número de sílabas. Por otra parte, en ambas lenguas clásicas se justificaba recurrir a un hipérbaton para mantener el ritmo de un verso, pero no era este el caso en las lenguas romances. Quevedo admite, así y todo, que hubo excepciones en la tradición poética de España y, por ello, va citando una serie de versos que procedían del primer Cancionero General y a continuación de la obra de poetas del XVI, inclusive Ercilla. Concluye, en cambio, regresando a Píndaro, para mostrar otra consecuencia del sistema de la prosodia griega, que Horacio imitará en una oda suya: «partir las voces», es decir, trasladar la última sílaba de un lexema al verso siguiente (Aurea cithara Apolli- / nis), por «la fuerza del consonante» o para imitar un texto clásico. Lo ejemplifica con la traducción que hizo fray Luis de la famosa oda XIV del libro I de Horacio, dedicada a una nave que muy probablemente representaba la república en el mar de las guerras civiles y que Quintiliano había calificado de alegoría continuada. En torno al año 1568, hubo un concurso en la Universidad de Salamanca, como se sabe, en el que tres maestros tradujeron en «competencia humanística» esta oda: el Brocense, Juan de Almeida y Alonso de Espinosa. Cuando le pidieron a fray Luis que juzgara las tres versiones y declarara quién había vencido, presentó él la suya, que dijo había traducido en una noche. El ataque a los cultos, cada vez más violento, llega a su clímax cuando se los acusa de «temerarios y monstruosos». A causa de emplear una mezcla de lenguas, convierten el castellano en algarabía, hasta el punto de que ya casi nadie sabe hablar un idioma puro. Ante esta penosa situación, Quevedo ofrece un ejemplo de lo opuesto: una obra sobre la teoría de la Gaya ciencia, es decir, «la arte de componer versos» de Enrique de Villena, a la que califica de «digna de admiración» porque ofrece un testimonio del cuidado con el que se estudiaba la lengua castellana en aquel tiempo. Pedro Cátedra, en su edición de esta obra, ofreció una interpretación, si bien tentativa, evidentemente muy acertada, de la importancia que debería de haber tenido el tratado en los siglos XVI y XVII:Respiraría el tratado la idea de poesía superior e institucionalizada que reiteraba don Enrique en muchas ocasiones. Es difícil, sin embargo, hacerse una idea de los contenidos, pero quizá su estructura no sería muy disímil de la de, por ejemplo, el Arte cisoria, en la medida en que se planteara en primer lugar las bases científicas del arte, después un resumen histórico y luego, según la norma de las Leis d'amors, los materiales lingüísticos y de preceptiva métrica. Nos interesaría, naturalmente, hoy el ver la aplicación que de todo esto se hace al romance castellano. Es posible que Quevedo hubiera podido aclarar estas últimas cuestiones, pero ante la desaparición del manuscrito de la Gaya ciencia no hay forma de demostrarlo. Por otra parte, no hace falta insistir en que el rechazo de la poética gongorina desde esta perspectiva, como anticipamos, deriva de lo que hoy llamaríamos un argumento y una postura «nacionalista». De modo semejante su defensa del estilo de fray Luis, que calificaba de «antídoto» contra los excesos gongorinos, «castigo autorizado y eficaz que en los que hallare vergüenza dejará enmienda», también resulta de una actitud patriótica, se ha dicho. Sin embargo, lo fundamental es reconocer que, por diferentes razones, Quevedo convirtió en libro los manuscritos recuperados de la poesía de fray Luis de León, superando el estado de desordenada difusión en el que se encontraban hasta 1631. Ofreció así una edición que aún sus editores actuales consideran que fue y es de «importancia incuestionable» para la historia textual de la poesía de fray Luis. 6. Conceptos debatidos Autoridad. Los versos de fray Luis «por sí hablan» y son «el mejor blasón de la habla castellana»; el estilo aclara las ideas profundas, los conceptos, y es precisamente así como escriben «los que tienen el imperio de los poemas», mereciendo «aclamación universal» quienes, como fray Luis, «dieron luz a lo oscuro». No tienen «comparación las obras de fray Luis». En la jerarquía poética de Quevedo fray Luis es un modelo, una autoridad literaria que oponer a quienes imitan a Góngora. Por otra parte, el discurso de Quevedo descansa en una enumeración de citas que autorizan su razonamiento. Decoro. Estilos según los géneros. Quevedo afirma de fray Luis que «todo su estilo con majestad estudiada es decente a lo magnífico de la sentencia» y declara luego que «el arte es acomodar la locución al sujeto». No respetar esos preceptos de decoro lleva a una elocución ridícula, como aquellos que hablan de amor en estilo rebuscado, merecedores ya desde la Antigüedad de las pullas de Propercio («Plus in amore valet Mimnermi versus Homero»); respetar el decoro implica elegir el estilo adecuado y las palabras adaptadas. Algunos no lo hacen y, para evitar determinadas palabras, como «cabrito», emplean otras peores, como «cuerno». Perspicuidad, virtud de la dicción. Evidentia. La perspicuidad debe ser un objetivo, y puede conseguirse respetando algunos preceptos conculcados por los seguidores de Góngora. Frente a quienes propugnan la oscuridad mediante Aristóteles y Petronio pretendiendo que su rechazo de la humildad de la dicción implica una defensa de la oscuridad, Quevedo muestra que las mismas autoridades defienden en realidad una claridad estilizada, elegante, que dista tanto de la oscuridad como de la humildad. Esta claridad se consigue en particular gracias a la evidentia, ejemplificada por Quevedo con ejemplos sacados de la Eneida. Oscuridad. Vocablos peregrinos. Variedad de lenguas, traslaciones, extensiones. Abuso del hipérbaton. Al buscar un estilo elegante que evite la humildad, el poeta recurre a figuras y palabras forasteras; sin embargo el exceso puede llevar al enigma o al barbarismo, o sea a una acumulación de procedimientos que hacen que el lector no sepa qué es exactamente lo que designan las palabras empleadas. La afectación es tal que el lenguaje ya no es apto para comunicar y llega a ser ridículo por parecer torpemente hinchado. El resultado es que «una cláusula no se entiende con la otra». Quevedo dedica atención al hipérbaton y a una figura que consiste en «partir las voces en el principio de uno y en el fin del otro verso», mostrando que, si bien corresponden a una necesidad en la versificación antigua, no se justifican en las modernas. 7. Otras cuestiones Una defensa anacrónica de los discursos poéticos del XVI Antonio Carreira recordó en varias ocasiones que uno de los motivos por los que probablemente Góngora y Quevedo no tuvieron trato es el hecho de que ambos eran muy diferentes como individuos y en sus intereses artísticos e intelectuales: el autor de las Soledades siempre centrado en su obra literaria, en la que volcó todos sus conocimientos de la literatura grecolatina y renacentista española e italiana; Quevedo, autor más versátil, expuso su opinión sobre temas filosóficos y religiosos, compuso textos historiográficos y nos legó una vasta producción narrativa en prosa además de un extenso corpus de composiciones en verso, unos 875 poemas según las ediciones de J. M. Blecua. Ello no implica, sin embargo, que estuvieran en las antípodas en sus prácticas estilísticas, surgidas de los cambios desarrollados en Italia y en España desde fines del siglo XVI. Góngora y Quevedo demostraron su evolución hacia la estética de la agudeza y arte de ingenio que cada uno desarrolló, sin duda, con rasgos personales, diferencias inevitables en los escritores de todo o cualquier período literario. Si el primero utilizó los métodos retóricos para desarrollar la presunta «oscuridad» de un texto poético, el autor de La hora de todos se esforzó por mostrar que lo que importaba era desarrollar la «dificultad» de su discurso. No hay que olvidar, sin embargo, que ambos habían recibido una educación semejante: construían conceptos y agudezas partiendo de los praedicamenta aristotélicos que recordó Gracián en su tratado de la Agudeza y arte de ingenio: sustancia, cantidad, cualidad, relación, circunstancias de tiempo, de lugar, situación o postura, posesión o condición, acción, pasión. Mercedes Blanco estudió en profundidad estos recursos así como los principios sobre los que se desarrolló este arte de ingenio en sus excelentes trabajos sobre este tratado de Gracián y sus precedentes italianos. Más aún, el hecho de que la poesía de Góngora se hubiera difundido con anterioridad a su llegada a Valladolid y sin duda antes de la composición del Polifemo y de las Soledades, explica que Quevedo la hubiera leído e imitado en sus propias composiciones satíricas, de las letrillas y romances a los sonetos del mismo subgénero que ambos practicaron. Menos atención se ha prestado a la presencia de rasgos estilísticos en la poesía amorosa de Quevedo, tanto en la sección dedicada a varios sujetos femeninos como en Canta sola a Lisi, que son paralelos a los de Góngora, aunque nunca, por supuesto, idénticos. Si bien la temática del mini-cancionero quevediano es más tradicional que la que le interesó a Góngora, cuya adhesión al petrarquismo tuvo escasa duración mientras que la de Quevedo se perpetuó con alguna excepción en ambas colecciones, el lector se encuentra con recursos retóricos que son comunes. En otras palabras, Quevedo recrea el estilo gongorino en sus poemas graves y, por tanto, no deben tomarse al pie de la letra las declaraciones programáticas que emite para distinguirse tal vez de su eminente predecesor, ya que al analizar sus textos se descubre que ambos los construyen con técnicas conceptuales y verbales semejantes: acumulación de metáforas, dilogías o silepsis, equívocos, hipérbata, cultismos y alusiones mitológicas y literarias clásicas. De hecho, en el capítulo XXXIII de su Agudeza y arte de ingenio, «De los ingeniosos equívocos», Gracián cita como ejemplos varios textos de Góngora y de Quevedo, de quien dice: «Por muchos equívocos continuados, don Francisco de Quevedo, que fue el primero en este modo de composición, introduce a uno que va describiendo su infeliz vida …», y continúa citando otra serie de versos que describe como «conglobación de equívocos exagerados, duplicando la sutileza». Evidentemente, Quevedo figura en el canon de escritores de España que hoy llamaríamos barrocos, lo que explica su inclusión en el tratado teórico de Baltasar Gracián. Sin duda, no hay que escatimar la mención de algunas divergencias. Quevedo se distinguió por su temprana adhesión a las ideas innovadoras de Justo Lipsio sobre el estilo lacónico después de la publicación de su tratado Epistolica institutio de 1591 y aprovechó su influencia. En lo que respecta a Góngora, carecemos de noticias al respecto pero no parece que se hubiera interesado por estas cuestiones. En todo caso, los discursos de la agudeza del XVII barroco estaban relacionados con la revaloración de los recursos del latín postclásico en la así llamada edad de plata de la literatura romana. Quevedo fue gran lector de autores como Propercio y Persio, Tácito y Séneca, a los que imitó en no pocas de sus obras, según el género que escogiera para expresarse. Sin embargo, a pesar de su amistad con Lope de Vega, no compartió su posición teórica con respecto al nuevo arte de ingenio. Ya lo había señalado Menéndez Pidal en uno de sus tan conocidos trabajos:Quevedo combatió la oscuridad, satirizó despiadadamente a Góngora, al culterano umbrático y a su turbia inundación de jerigonzas. Él no quería ser oscuro sino ingenioso; no se propondrá de continuo la expresión encubierta como Góngora, aunque tampoco defenderá, como defendía Lope, la constante llaneza e inteligibilidad del lenguaje. La lectura de las páginas que Lope de Vega escribió al respecto, editadas ahora por Pedro Conde en esta colección del grupo Pólemos, completará nuestra visión de esta sección importante de la polémica gongorina. 8. Conclusión Quevedo había iniciado, como dijimos, su edición de la poesía de fray Luis de León con dos textos introductorios: una breve dedicatoria a Manuel Sarmiento de Mendoza, en cuya biblioteca encontrara el manuscrito que publica, y la epístola-dedicatoria dirigida al conde-duque de Olivares, con fecha del 21 de julio de 1629, en los que presenta el texto del agustino en detalle. Ya en el primero prodigaba alabanzas al privado: por un lado, el reconocimiento de la importancia de su cargo en el reino; por el otro, de su capacidad intelectual a la hora de reconocer el valor literario de la poesía de fray Luis. A Sarmiento de Mendoza le agradece que le hubiera facilitado el manuscrito y declara cuál será su función: convertirse en un contraveneno, en antídoto de lo que estaba de moda imprimir, obras calificadas de escándalos, compuestas por versificadores representantes de lo que dio en llamarse la nueva poesía, que todo lo confundían y lo adulteraban. Dos años después de la muerte de Góngora, pues, se reiteran los lexemas que Jáuregui acuñara en la primera fase de la polémica gongorina: antídoto y escándalos, dos metáforas de larga trayectoria desde los años de 1615, cuando Quevedo cumplía funciones de secretario del duque de Osuna en Italia y se habría enterado de los detalles de la polémica a distancia. Ello no implica, sin embargo, que Quevedo reiterara el texto de Jáuregui, ya que su uso estaba generalizado. Las complejas relaciones entre Quevedo y Góngora parecen nacer en la primera década del siglo XVII, cuando la corte se instala en Valladolid y luego vuelve a Madrid. Quevedo, de regreso a Madrid, al tiempo que escribía la España defendida, se dedicó a traducir algunos textos de los clásicos griegos, entre ellos, la colección de poemas falsamente atribuidos a Anacreón y a filósofos morales: Epicteto y Focílides con consonantes. En una ocasión Góngora se burló de Quevedo-clasicista en un soneto satírico que Millé (LXII, p. 541) edita entre los atribuibles y fecha entre 1609 y 1617, y que Carreira incorpora a los «poemas de autenticidad probable» Véase OC.442. Su primer cuarteto reza: Anacreonte español, no hay quien os tope, que no diga, con mucha cortesía, que ya que vuestros pies son de elegía, que vuestras suavidades son de arrope. Góngora leería estas traducciones de Anacreón por Quevedo en uno de los seis manuscritos que las transmitieron y difundieron en aquellos años, y que según José Manuel Blecua habrían generado otros muchos. Como es sabido, la princeps del Anacreón castellano, concluido en 1609, sólo apareció publicada en el siglo XVIII en Madrid: de 1794 es la colección de obras de Quevedo producidas en la imprenta de Sancha. A falta de más datos para atribuir y fechar varios poemas satíricos, consideramos excesivo hablar de enemistad entre los dos. De regreso a Córdoba, Góngora inició otra etapa en su actividad literaria que culminaría con la redacción de sus grandes poemas. Estos comienzan a circular en 1613, es decir, en el año en el que Quevedo inicia su estadía en Sicilia y luego en Nápoles como «ministro sin cartera», por así decirlo, del virrey. Seguirá cumpliendo funciones administrativas entre 1616 y 1618 al menos, fecha en que regresa a Madrid. En años posteriores a la toma de posesión de Felipe IV y su privado, caerá en desgracia en la corte y se verá sujeto a órdenes de prisión y destierro hasta la muerte del duramente castigado duque de Osuna. No es aventurado suponer, por tanto que, durante la primera fase de la polémica gongorina, las preocupaciones políticas de Quevedo se hubieran impuesto sobre su vocación literaria y sus intereses teóricos en cuestiones de poética y retórica. El panorama cambia cuando se instala en Torre de Juan Abad y le es posible ya viajar a la corte en Madrid. Quevedo compuso una serie de textos literarios contra los «cultos» y la nueva poesía entre 1623 y 1633. Con todo, su intervención en esta fase final de la polémica gongorina debería verse fundamentalmente, como dijimos, en clave política. Pablo Jauralde recordaba, por un lado, que la desaparición de Góngora, su «gran enemigo poético», y la difusión de su obra que llevaron a cabo los comentaristas, convirtiéndole en un gran clásico, podría haberlo impulsado a editar la poesía de fray Luis y a componer textos satíricos como la Aguja de navegar cultos y La culta latiniparla entre otros incorporados a sus sátiras en prosa, el Discurso de todos los diablos y La hora de todos. Por el otro, sin embargo, Jauralde señala que Quevedo volvía a tener visibilidad pública en un momento en el que la acumulación de desastres militares y económicos, como la devaluación de la moneda, llevó a quienes estaban cerca de Olivares a buscar una figura conocida por sus escritos mordaces para tranquilizar la opinión de la gente y responder a pasquines y otras críticas de la actuación del privado. Quevedo redactó esta extensa epístola-dedicatoria al conde-duque desde esta nueva, aunque finalmente inestable, posición en el contexto político de fines de la tercera década del XVII, entre 1628 y 1631. Ello explica, probablemente, los reiterados elogios que prodiga a Olivares hasta adularlo sin ambages a lo largo de esta dedicatoria, tanto por su capacidad personal y por sus presuntas ideas estéticas, más difíciles hoy de verificar, como por su comportamiento social y como pater familias. En cuanto a los argumentos que Quevedo manipula para montar su ataque a la nueva poesía, todos señalan su conocimiento de la poética y retórica clásicas así como de la literatura griega y romana, que frecuentó desde sus años de estudiante en Alcalá y en Valladolid y que continuó estudiando hasta el final de su vida, así como los principios sobre los que desarrolló sus agudezas y «arte de ingenio». En conclusión, creemos que conviene separar, pues, el interés y la calidad de su preparación de humanista, de los motivos por los que aceptó colaborar con el equipo de gobierno al mando de quien lo enviaría a prisión en 1639 y sobre el cual pudo decir, al enterarse de su muerte, en una de sus últimas cartas a don Francisco de Oviedo fechada en Villanueva de los Infantes, el 1 de agosto de 1645: «Bien memorable día debe ser el de la Magdalena, en que acabaron con la vida del conde de Olivares tantas amenazas y venganzas y odios que se prometían eternidad. Señor don Francisco, ¡secretos de Dios grandes son! Yo que estuve muerto día de San Marcos, viví para ver el fin de un hombre que decía había de ver el mío en cadenas». Quevedo fallecería el 9 de setiembre de 1645. Lamentablemente, en 1629, aún soñaba con integrarse en el grupo dirigente que dictaminaría qué política debía adoptar la monarquía española durante el reinado de Felipe IV. 9. Establecimiento del texto Hemos establecido el texto, del cual no se conserva ningún manuscrito, a partir de dos ejemplares de la princeps de la obra. Publicada en Madrid en 1631, esta primera edición de la poesía de fray Luis de León se inicia con una serie de paratextos entre los cuales figura una extensa dedicatoria de Quevedo al conde duque de Olivares, fechada el 21 de julio de 1629 y así lo hemos explicado en este ensayo introductorio. Los ejemplares utilizados son el conservado en la Hispanic Society of America en adelante, A y el digitalizado por la Biblioteca Nacional de España, signatura U/ 4479 en adelante, M. Hemos tenido en cuenta, por supuesto, las ediciones de E. L. Rivers y de A. Azaustre consignadas en la bibliografía. Hemos indicado, además, en nota las variantes tipográficas y las correcciones que nos parecían necesarias, así como los evidentes errores de los impresos que han sido enmendados. 10. Bibliografía 10.1 Obras hipotéticamente citadas o consultadas por el polemista Aldana, Francisco de: Andreini da Pistoia, Francesco: Aristófanes: Aristóteles: Arriano, Flavio: Ateneo: Boscán y Garcilaso: Castillo, Hernando del: Dadraeus, Ioannes: Demetrio Falereo: Erasmo de Rotterdam: Ercilla, Alonso de: Espinel, Vicente: Espinosa, Pedro: Estacio: Figueroa, Francisco de: Herrera, Fernando de: Horacio: Licofrón: Lull, Antonio: Marcial: Petronio: Píndaro: Plinio el Viejo: Propercio: Quintiliano: Rittershausen, Konrad: Sánchez de las Brozas, Francisco: Virgilio: 10.2 Obras citadas por el editor 10.2.2 Impresos anteriores a 1800 Andreini da Pistoia, Francesco: Antonio, Nicolás: Aristófanes: Aristóteles: Arriano, Flavio: Catulo, Tibulo, Propercio: Dadraeus, Ioannes: Demetrio Falereo: Erasmo de Rotterdam: Escalígero, Julio César: Espinel, Vicente: Estacio: Herrera, Fernando de: Horacio: Licofrón: Lull, Antonio: Marcial: Petronio: Píndaro: Quintiliano: Rittershausen, Konrad: Sánchez de las Brozas, Francisco: Virgilio: 10.2.3 Impresos posteriores a 1800 Alatorre, Antonio: Aldana, Francisco de: Alonso Veloso, María José: Amico, Silvio d': Andreini, Francesco: Aristófanes: Aristóteles: Asensio, Eugenio: Ateneo: Azaustre Galiana, Antonio: Barahona de Soto, Luis: Béhar, Roland: Blanco, Mercedes: Cacho, Rodrigo: Candelas, Manuel Angel: Carreira, Antonio: Carvallo, Luis Alfonso de: Cascales, Francisco: Castiglione, Baldassare: Cervantes, Miguel de: Collard, Andrée: Conde Parrado, Pedro: Cuevas García, Cristóbal: Daza Somoano, Juan Manuel: Demetrio: Egido, Aurora: Elliott, John Huxtable: Epicteto: Ercilla, Alonso de: Espinel, Vicente: Estacio: Ettinghausen, Henry: Fasquel, Samuel: Figueroa, Francisco de: García Rodríguez, Javier: Góngora, Luis de: González, Lola: Gracián, Baltasar: Gracián Dantisco, Lucas: Granada, Fray Luis de: Gutiérrez, Carlos M.: Herrera, Fernando de: Horacio: Iglesias, Rafael: Iglesias Feijoo, Luis: Jammes, Robert: Jauralde Pou, Pablo: Jáuregui, Juan de: Jerónimo: Kallendorf, Hilaire y Craig: Komanecky, Peter M.: Lara Garrido, José: Lausberg, Heinrich: Lawrance, Jeremy: Lázaro Carreter, Fernando: León, fray Luis de: López Bueno, Begoña: López Grigera, Luisa: López Gutiérrez, Luciano: López Poza, Sagrario: Ly, Nadine: Mackenzie, Ann L.: Macrí, Oreste: Mainardi, Arlotto: Marasso, Arturo: Marcial: Marti, Antonio: Martinengo, Alessandro: Matas Caballero, Juan: Menéndez Pidal, Ramón: Micó, José María: Moya del Baño, Francisca: Novoa, Matías de: Osuna Cabezas, María José: Palomares, José: Paz, Amelia de: Pérez Cuenca, Isabel: Pérez López, Manuel María: Petronio: Píndaro: Plinio el Viejo: Ponce Cárdenas, Jesús: Propercio: Quevedo, Francisco de: Quintiliano: Ramírez, Alejandro: Rey, Alfonso: Reyes Cano, José-María: Rico García, José Manuel: Rittershausen, Konrad: Rivers, Elias L.: Roses Lozano, Joaquín: Salviano de Marsella: Sánchez Laílla, Luis: Schwartz, Lía: Simón Díaz, José: Smith, Paul Julian: Suetonio: Tierno Galván, Enrique: Tobar Quintanar, María José: Torre, Francisco de la: Vega, Lope de: Villena, Enrique de: Virgilio: Weinberg, Bernard: **** *book_ *id_body-2 *date_1631 *creator_quevedo *resp_quevedo,_francisco_de *date_1631 Texto de la edición A don Manuel Sarmiento de Mendoza, canónigo magistral de la Santa Iglesia de Sevilla. Don Francisco de Quevedo Villegas Si de la manera que vuestra merced ha sido pródigo en alentar los varones que en su tiempo han sido insignes en la virtud y las letras, cuidando con caridad desvelada de preservar sus memorias y alargar la vida a sus escritos, hubiera desembarazado su modestia de escrúpulos encogidos, en que detiene grandes tesoros de sus vigilias en entrambos testamentos y en toda lección, con mejor fruto se hubiera gastado el papel estos años. Dejome vuestra merced estas obras grandes en estas palabras doctas y estudiadas, para que sirviesen de antídoto en público a tanta inmensidad de escándalos que se imprimen, donde la ociosidad estudia desenvolturas, cuanto más sabrosas, de más peligro. Yo obedecí a su orden de vuestra merced y a mi deseo, dedicándolas al Conde-Duque, en cuya grandeza deben tener amparo, y en cuyo talento con eminencia pueden hallar cabal la estimación de su precio. Así me desempeño con el autor y con vuestra merced, a quien dé Dios larga vida con buena salud. Al Excelentísimo Señor Conde-Duque, Gran Canciller, mi señor Por sí hablan, excelentísimo señor, las obras del reverendísimo fray Luis de León con mejor pluma y lengua que lo podrá hacer algún apasionado suyo. Son en nuestro idioma el singular ornamento y el mejor blasón de la habla castellana, con inclinación tan severa a los estudios varoniles que, aun en el desenfado de las vigilias positivas y escolásticas –de esto le sirvieron los consonantes–, nos dio fácil y docta la filosofía de las virtudes, y dispuso tan apacibles a la memoria los tesoros de la verdad, que con logro del entendimiento ocupa su recordación que, faltos de este decoro, embarazan escritos o vanos o escandalosos. En la parte primera, que es toda de intentos que eligió la madurez de su seso, la dicción es grande, propia y hermosa, con facilidad de tal casta que ni se desautoriza con lo vulgar ni se hace peregrina con lo impropio. Todo su estilo con majestad estudiada es decente a lo magnífico de la sentencia, que ni ambiciosa se descubre fuera del cuerpo de la oración, ni tenebrosa se esconde –mejor diré que se pierde– en la confusión afectada de figuras y en la inundación de palabras forasteras. La locución esclarecida hace tratables los retiramientos de las ideas y da luz a lo escondido y ciego de los conceptos. Esto mandaron con imperio los que escribieron artes de poesía, y escribieron de esta suerte los que tienen el imperio de los poemas. Y en todas lenguas aquellos solos merecieron aclamación universal que dieron luz a lo oscuro y facilidad a lo dificultoso; que oscurecer lo claro es borrar, y no escribir; y quien habla lo que otros no entienden, primero confiesa que no entiende lo que habla. Plinio, Naturalis Historia, cap. 22, lib. 11: Irridenda facundia quae rem non explicat, sed inuoluit (Hase de menospreciar la facundia que antes envuelve la sentencia que la declara). Y si los que afectan esta noche en sus obras quieren alabanza por decir tiene dificultad el escribir nudos ciegos y no ser inteligibles, san Jerónimo ad Nepotianum los desnuda de esta presunción cuando dice: Nihil tam facile quam vilem plebeculam et indoctam contionem linguae volubilitate decipere, quae quidquid non intelligit plus miratur. (No hay cosa tan fácil como engañar la indocta plática y la vil plebe con la tarabilla de la lengua; porque la gente baja y ignorante más admira lo que menos entiende). Dispuesto este discurso con tal autoridad, propondré el texto del escándalo, que en la Poética de Aristóteles dice así: λέξεως δὲ ἀρετή; basta, porque haga más fe, empezar el texto de que es tal la versión: Dictionis autem virtus et perspicua sit, non tamen humilis; quae igitur ex propriis nominibus constabit maxime perspicua erit; humilis tamen, exemplum sit Cleophontis Stheneli; quae poesis illa veneranda, et omne plebeium excludens, quae peregrinis utetur vocabulis: peregrinum voco varietatem linguarum, translationem, extensionem, tum quodcunque a proprio alienum est. (La virtud de la dicción ha de ser perspicua, no humilde: la que constare de nombres propios será perspicua; sea ejemplo de la humilde la poesía de Cleofonte y de Esténelo. Aquella es venerable y excluye todo lo que es plebeyo, que usa de vocablos peregrinos; peregrino llamo la variedad de lenguas, translación, extensión, y todo lo que es ajeno de lo propio). Este lugar del Filósofo, a los que descansaron en este punto la lección –temiendo por larga jornada la de su desengaño, estando en otro renglón inmediato– ha dado ocasión de errar, no modo de escribir. Son hombres que despiden el estudio en llegando a la cláusula que desean. Aclaman estos renglones por texto expreso, en disculpa de los barbarismos y solecismos que escriben, de que resulta la enigma. Pocos pasos que dieran los ojos en el libro, leyeran el desengaño en estas palabras consecutivas: Verum si quis haec omnia simul congerat, vel aenigma efficiet, vel barbarismum. Aenigma quidem si translationes, barbarismum quidem si linguas (Empero si alguno rebuja todas estas cosas juntas, o hará enigma o barbarismo: enigma, si amontona translaciones; barbarismo, si lenguas). Aquel vel que la versión puso, Aristóteles en el texto lo usurpa por et, ἠ αἴυιγμα ἠ βαρβαρισμός, y débese entender así. Poco duró el alborozo a los mezcladores de lenguas y translaciones; y porque no se dude qué es enigma en estos estilos, el propio Aristóteles prosiguiendo lo dice: Aenigmatis forma ea erit oratio scilicet quae ex minime congruentibus ex se constet (Aquella será la forma del enigma que constare de cosas menos congruentes entre sí). Hoc itaque per nominum compositionem minime effici potest; per translationem vero potest, ut «vidi igne, atque aere virum viro inhaerentem unum» (Y esto por la composición de los nombres no se puede hacer; puede hacerse por la translación de esta manera: «Vi, con fuego y metal, varón a varón encima uno»). Quiso decir el escritor enigmático: Vidi virum super viro cucurbitulam aeneam interuentu ignis applicantem: fue translación fuego por llama, y segunda translación metal por cucurbita, y tercera aglutinare, que es metáfora según la proporción. No me malquistaré con aplicar esto, ni decir de qué estilo sea apodo: desde el texto del Filósofo es fiscal la cláusula de muchos escritos. Hablar con vuestra excelencia en verificar este descamino de la pluma es la autoridad mayor, ya se ve; más docta, ya se sabe, pues siempre ha escrito tan fácil nuestra lengua y tan sin reprensión como se ha leído en la instrucción que vuestra excelencia dio al duque de Medina de las Torres, su hijo: tratado que juntamente le mostró buen padre y buen maestro; discurso que atesorarán las edades por venir, y que obedecerán en ellas los que en grandes lugares quisieren asegurar el acierto y hacer bienquista la virtud eminente en la buena fortuna. Escribió vuestra excelencia otra carta, que imprimió el duque de Carpiñano, donde con las dudas enseña y con las preguntas reprende los halagos que desecha, y pidiendo vuestra excelencia advertimientos para la tolerancia de lo molesto en las audiencias, enseñó al autor lo que debió escribir y lo que pudo excusar, sin afectación ni dificultades, enseñando juntamente a escribir y a obrar. Ni ha mostrado vuestra excelencia afición a otro estilo. Admitió con benignidad las obras de Fernando de Herrera, tesoro de la cultura española, siempre admirado de los buenos juicios. Prendas son todas que alentaron este discurso para enriquecerse con su nombre y asegurarse, pues sale cobrando enemigos de balde. Pues lo que Aristóteles dice no es malicia mía, y menos cuando Demetrio Falereo, en el libro De elocutione, parece que le traslada y le repite: Dictionem autem in hac figura orationis exquisitam et immutatam nec nimis vulgarem oportet esse; sic enim amplitudinem et dignitatem habebit. Propria autem et usitata dictio dilucida quidem semper est; verum hoc ipso facile contemnitur. Primum igitur translationibus est utendum (hae enim vel maxime et voluptatem et amplitudinem conferunt orationibus), non tamen crebris et frequentibus; alioquin dithirambos loco orationis scribemus, neque longe petitis, sed ex ipsa re et ex simile sumptis. (Conviene que sea la dicción en esta figura de oración, exquisita, inmutable y no demasiadamente vulgar; así tendrá amplitud y dignidad. Pero la dicción propia y usada siempre es dilúcida, pero por eso se desprecia fácilmente. Lo primero se ha de usar de translaciones, porque éstas dan autoridad y ser a la oración; mas no han de ser frecuentes. De otra suerte, en lugar de oración haremos ditirambos. Y no se han de buscar de cosas remotas, sino de las propincuas y semejantes). No deja Demetrio disculpa a los que interpretan mal al Filósofo; y es cierto que todos aborrecieron la afectada oscuridad y los enigmas. Grande ejemplo es el que trae Erasmo en las Apophtegmas de los filósofos, tratando de Augusto: Maecenas, vir alias laudatus, in stilo lasciuiebat verbis affectatis et compositione insolenti frequenter indulgens. Augustus contra, verbum insolens quasi scopulum fugiendum esse dicebat (Mecenas, por otras virtudes varón muy celebrado, escribió con estilo lascivo y afectado, y se dejaba llevar de la composición insolente. Al contrario Augusto, la palabra insolente, decía, se debía huir como escollo). Y refiere que sólo cuando escribía a Mecenas, por burlar de él le escribía en aquel lenguaje ridículo; y refiere estas locuciones: Vale, mel gentium, metuelle, ebur ex Hetruria, laser Aretinum, adamas Supernas, Tiberinum margaritum, Cilneorum smaragde, iaspis figulorum. Esto más fue dar vaya a Mecenas que fin a su carta. Y prosigue la nota: Nec Tiberio pepercit interdum reconditas et obsoletas voces aucupanti. Marcum Antonium increpabat velut ea scribentem quae homines mirentur potius quam intelligant (Ni perdonó a Tiberio, que a veces usaba de voces recónditas y por la antigüedad desechadas de la conversación. Reprendía a Marco Antonio, como a hombre que escribía lo que admirasen los oyentes, y no lo que entendiesen). Este lugar es sentencia contra los que escriben y los que los admiran porque no los entienden, juntándole el lugar que cité de san Jerónimo; habla de la plebe y dice: Quae quidquid non intelligit plus miratur (Que admira más lo que no entiende). Y Augusto reprueba en Marco Antonio que escribe antes lo que admiran que lo que entienden. Crédito y respeto se debe al parecer de Augusto, y veneración cuando le apadrina en esta parte tan gran Padre de la Iglesia. Reprendió estos escritores, como si hoy los leyera, Francisco Andreini de Pistoia, cómico geloso, en su libro cuyo título es Le Bravure del Capitan Spavento, fol. 65, pág. 1: Io v'intendo: voi alle volte usate certe parole che non sono intese così da ogn'uno; e fate come fanno certi componitori moderni, i quali gonfiano gli scriti loro d'alcune parole forestiere e composite, che la materia ch'essi tratano diventa non volendo la predica del Piovano Arlotto, la quale non era intesa ne da lui, ne da chi l'ascoltava. (Hacéis como hacen ciertos poetas modernos, que hinchan sus escritos de algunas palabras forasteras y compuestas, que lo que escriben, sin querer se vuelve plática de Piovano Arlotto, que ni él la entendía ni los que le oían). Este modo de sentir, con suma elegancia se oye en el donaire de nuestro Marcial, lib. X, epig. XXI: Scribere te quae vix intelligat ipse Modestus et vix Claranus, quid, rogo, Sexte, iuvat? Non lectore tuis opus est, sed Apolline libris: iudice te, maior Cinna Marone fuit. Sic tua laudentur sane: mea carmina, Sexte, grammaticis placeant, et sine grammaticis. ¿Qué aprovecha escribir lo que Modesto y Clarano entender podrán apenas, supersticioso Sexto? No han menester lector tus libros, sólo han menester por adivino a Apolo. Si lo juzga tu musa peregrina, mejor poeta que Marón es Cina. Tal alabanza tus escritos gocen; pero mis versos, Sexto, yo deseo que sin gramaticales prevenciones agraden a los más gramaticones. Y Estacio, en el libro V de las Silvas (Epicedion in patrem), hablando de los poetas, cuando trata de Licofrón, que fue quien en griego enseñó esta secta, dice: Carmina Battiade latebrasque Licofronis atri: (escondrijos del ennegrecido Licofrón). No se pudieron estudiar palabras de mayor oprobio: latebras atri (escondrijos del denegrido Licofrón); y Licofrón aún tuvo disculpa, pues escribió un vaticinio que llama Alexandra. Que la palabra ater es condenada en el estilo de los poetas, consta de Horacio en la Arte poética: Vir bonus et prudens versus reprehendit inertes, culpabit duros, incomptis allinet atrum transuerso calamo signum, ambitiosa recidet ornamenta, parum claris lucem dare coget Tradúcelos con elegancia el docto y ingenioso Vicente Espinel en sus Rimas: El varón bueno y de prudente pecho los versos duros libremente culpa, los que carecen de arte reprehende, a los mal adornados, con la pluma una negra señal los pone encima. La demasía de ornamento corta, los poco claros manda que se aclaren. De suerte que no sólo es reprensible escribir oscuro, sino poco claro. No le perdonó esta reprensión al poeta oscuro en la Alexandra Falereo cuando dijo: Dictione iniqua. Aristoteles ait frigidum quatuor modis fieri, scilicet: quando utimur peregrino et obscuro vocabulo, ut Licofron, Xerxem, Pelorium hominem. (Condición reprobada. Aristóteles dice que la frialdad de cuatro maneras se escribe, conviene a saber: cuando usamos de vocablo peregrino y oscuro, como Licofrón hablando de Jerjes, hombre pelorio). Súplese esto en Falereo del tercer libro de la Retórica de Aristóteles. ¿Adónde irán por defensa los que, escribiendo hoy de galantería a una afición amorosa, escriben estos escondrijos denegridos, cuando Propercio los reprende (lib. I, elegía 9) con tan ingeniosos gritos?: Quid tibi nunc misero prodest graue dicere carmen aut Amphioneae moenia flere lira? Plus in Amore valet Mimnermi versus Homero: carmina mansuetus lenia quaerit amor. I quaeso et tristes istos depone libellos et scribe quod quaeuis nosse puella vellit. Yo con alguna licencia lo imité en estos versos, que pueden pasar por traducción: ¿De qué te sirven, di, los versos graves, ni de Tebas llorar los fuertes muros, de Troya el fuego, ni los hechos duros que los griegos hicieron en las naves? Más en amor Mimnermo blando agrada que docto y grande el sin igual Homero: condena blando amor el verso fiero, y dios desnudo pluma ensangrentada. Deja pues de llorar la muerte fiera, que a Turno quiso dar el hado adverso; y escribe en blando y dulce y fácil verso cosas que cualquier niña entender pueda. El arte es acomodar la locución al sujeto. Todo lo dijo Petronio Árbitro mejor que todos. Oiga vuestra excelencia sin prolijidad la arte poética en dos renglones: Effugiendum est ab omni verborum (ut ita dicam) vilitate et sumendae voces a plebe semotae, ut fiat “Odi profanum vulgus, et arceo” (Hase de huir de toda la vileza de los vocablos, y hanse de escoger las voces apartadas de la plebe, porque se pueda decir: aborrecí el vulgo profano). Mas débese juntar esto con lo que dijo al principio de su libro (que más parece, según viene a propósito, fingido que citado); él dice con quienes habla: Pace vestra liceat dixisse primi omnem eloquentiam perdidistis: leuibus enim atque inanibus sonis ludibria quaedam excitando, fecistis ut corpus orationis eneruaretur et caderet. Nondum umbraticus doctor ingenia deleuerat …. Grandis et, ut ita dicam, pudica oratio non est maculosa, nec turgida, sed naturali pulcritudine exurgit. Nuper ventosa istaec et enormis loquacitas Athenas ex Asia commigrauit animosque iuuenum ad magna surgentes veluti pestilenti quodam sidere adflauit, ac ne carmen quidem sani coloris enituit. (Séame lícito decir con vuestra licencia que sois los primeros que echaron a perder toda la elocuencia, y componiendo cosas ridículas, con vanos y leves sones, hicisteis que el cuerpo de la oración desmayado cayese. Aún no había el doctor oscuro y sombrío borrado los ingenios. La grande y decorosa oración no es monstruosa y hinchada, antes se endereza con natural hermosura. Poco ha que esta enorme y fanfarrona parlería de Asia vino a Atenas, y los ánimos de los mancebos que se alentaban a grandes impresas los hirió de contagio a manera de pestilencial constelación, y de verdad ni un verso se vio de buen color). Siempre las razones de Petronio en otra pluma echarán menos sus palabras; mas si yo bien las desaliño con mi versión, no las he borrado las señas que da del doctor umbrático, de la parlería fanfarrona y del verso de mal color. Ni sé qué codicia o qué gloria mueve a los charlatanes de mezclas y a los que escriben taracea de razonar prosa espuria y voces advenedizas y desconocidas, de tal suerte que una cláusula no se entiende con la otra. No tiene mucha edad este delirio, que pocos años ha que algunos hipócritas de nominativos empezaron a salpicar de latines nuestra habla, que, gastando de su caudal, enriqueció a Europa con tan esclarecidos escritores en prosa y en versos. Y hoy duran de aquel tiempo muchos que sirven de antídoto con sus obras a la edad, preservándola de la inundación de jerigonzas; y otros que hoy florecen con admiración de las naciones. Sabrosamente y con sazón bien elegante lo dijo Antífanes, hablando de Filógeno en sus fragmentos: Longe sane est supra poetas omnes Philogenus: primum enim nominibus propriis et communibus utitur ubique, deinde modorum et cantuum variationibus et chromatis, ut probe Deus in hominibus temperabit; erat peritus ille et vere musicam tenebat. Qui vero nunc sunt poetae, hederaceos, fontanos et floridos cantus ac numeros vanis nominibus implicantes, edunt alienos modos: … utrum cum dicturus sis ollam, dicam “torni purgamentum fabrefactum, in alieno matris assatum tecto”? An nouelli vero “gregis in se coagula lactinutria subiungi corpora irretientem”? Dii boni, scilicet et necabis me. Si mihi notis verbis et plane dicas “carnium ollam”, bene dices. (Con muchas ventajas es mejor poeta que todos los demás Filógeno. Lo primero, usa de nombres propios y comunes en cualquiera parte; demás de esto, usa de diferentes modos y variedades de cantos y tonos, como Dios elegantemente ordenó en los hombres; era doctísimo, y sabía con eminencia la música. Mas los poetas que se usan, enyedrados, fontanos y floridos, que revuelven los cantos y los números con nombres vanos, estos sacan composiciones desconocidas: … ¿por ventura, queriendo decir «olla», será bien decir «del torno purgamento labrado hecho de la tierra, cocido en ajeno techo de la madre», o «los cuerpos del tierno ganado que juntan en sí los coágulos que apremian mezclados los lactinutrios»? ¿Por ventura acabarías conmigo si dijeses con palabras conocidas y claramente: «carne en la olla», que era hablar bien?). Lugar es ajustado y que dice lo uno y lo otro. Cansose de este lenguaje broma el sumamente elegante Aristófanes en la comedia intitulada Ranas, que hasta el título de la comedia se apropia al estilo, que hace ruido desapacible y no se entiende, y es, por lo oscuro y turbio, música del cieno. Acto 4, escen. 2: Omnino igitur decet utiliter nos loqui. Euri.: An ergo Licabetos et Parnasos cum tu memoras, hoc sit bona et aequa dicere quem humane loqui conuenit? (De todas maneras, conviene hablar bien con utilidad. Eurípides: ¿Por ventura, cuando tú dices «Licabetos» y «Parnasos», es hablar bien y ajustadamente, cuando conviene hablar como humano?). Excelentísimo señor, hablar como humano llamaban la habla decente y propia a lo que se escribía; así Petronio se burló del poeta: Saepius poetice quam humane locutus es (Más veces has hablado como poeta que como humano). Gravemente afrenta estos fanfarrones de voces Epicteto (apud Arrianum lib. Disertationum) con tales palabras: Scholasticum esse animal quod ab omnibus irridetur (El culto es animal de quien todos se ríen). No es achaque de mi malicia traducir la palabra escolástico ‘culto': véase lo que dice Ritershusio sobre Salviano en esta propia palabra y sentencia. De todo esto se asegura quien ama la propiedad y la luz, y la escribe y las razona. Severo censor es Quintiliano, y en el lib. 8 de sus Instituciones, cap. 3, alaba en Virgilio lo que un mal culto usurpador de este buen renombre arrojara por bajo y asqueroso. Virgilio en la Geórgica, libro 4: Saepe exiguus mus (Muchas veces el pequeño ratón). Pondera el severo Fabio: Nam epitheton exiguus aptum proprium efficit, ne plus expectaremus; et casus singularis magis decuit, et clausula ipsa unius syllabae non usitata addit gratiam; imitatus est utrunque Horatius: “Nascetur ridiculus mus” (Porque el epíteto pequeño, acomodado y propio, previene para que no esperemos más, y el caso singular fue más conveniente, y la cláusula de una sílaba añadió gracia. Las dos cosas imitó Horacio: Nacerá el ridículo ratón). Diferentes cosas estima Quintiliano que los supersticiosos y legos. En estas cosas se debe imitar a los poetas, no en los achaques que no pudieron excusar por la ley del ritmo: como las transposiciones latinas que introdujo la posición de vocales mudas y líquidas, no el estudio, sino las breves o largas, como se ve: Inde toro pater Aeneas sic orsus ab alto. (Desde el asiento padre Eneas así habló alto). Más ridícula cosa es que el ratón de Horacio imitar esto, donde no hay la propia condición de ritmo. Y aun de esta mala invención no han sido autores los que presumen de serlo, que ya había escrítose esta demasía en España, como se lee en muchas partes del Cancionero General más antiguo, en Boscán y Garcilaso. Alguna vez Francisco de Figueroa dijo: Estos y bien serán pasos contados. El capitán Francisco de Aldana, doctísimo español, elegantísimo poeta, valiente y famoso soldado en muerte y en vida, dijo: Tantas le viste flores, que parece. Léese en Soto Barahona y en don Alonso de Ercilla . En los griegos, por ser las voces de muchas vocales, hubo otra necesidad más frecuente que las transposiciones latinas para medir los versos, y fue el partir las voces en el principio de uno y en el fin del otro. Pindarus, Olimpia I: … ἀνήρ τις ἔλπεταί τι λαθέ- μεν ἔρδων ἁ μαρτάνει Vir aliquis desiderat quippiam late- re faciens fallitur. En español se escribiría así: Si algún varón desea que alguna cosa que hizo no se se- pa, engáñase sin duda. Y en la primera de los Pitios: Χρυσέα φόρμιγξ, ᾽Απόλλω- νος … Aurea cithara Apolli- nis. Y así muchas veces en cada plana, cosa que disuena, y bien áspera al oído y a la vista. Y con todo eso Horacio lo imitó una vez, como se ve en sus obras (Carminum, lib. 4, Od. 2): Pindarum quisquis studet aemulari, I- ule, ceratis ope Dedalea. Y pocos renglones más abajo lo hizo otra vez: aquí trataba de que Píndaro era inimitable, y parece ingenio mostrarlo con la imitación que hace de él en esta parte, que él frecuentó tanto, de partir las voces. Sin esta necesidad lo hizo Horacio en el lib. 2 Carminum, Od. 2: Labiturripa Ioue non probante u- xorius amnis. Y no faltó quien imitase esto. El capitán Francisco de Aldana en unas estancias, reprendiendo la codicia, dice: Aguija, corre, ve, camina, perma- neciendo triste. Etc. Y nuestro autor el doctísimo fray Luis de León, en la traducción que hizo de la nave de Horacio, cuando juzgó las traducciones de Francisco de Espinosa, de Francisco Sánchez de las Brozas y de Juan de Almeida. Es tal la tercera estancia: No tienes vela sana, no dioses a quien llames en tu amparo, aunque te precies vana- mente de tu linaje noble y claro, y seas, noble pino, hijo de pino noble en el Euxino. Es de advertir que esto no lo hicieron por elegante ni agradable; hiciéronlo por la fuerza del consonante, que era vana, y no mente. De buena gana lloro la satisfacción con que se llaman hoy algunos cultos, siendo temerarios y monstruosos, osando decir que hoy se sabe hablar la lengua castellana, cuando no se sabe dónde se habla, y en las conversaciones –aun de los legos– tal algarabía se usa que parece junta de diferentes naciones; y dicen que la enriquecen los que la confunden. Excelentísimo señor, en mi poder tengo un libro grande del infante don Enrique de Villena: manuscrito digno de grande estimación; infante a quien la ignorancia popular ha vuelto el túmulo de piedra que tiene su cuerpo en San Francisco de esta corte en redoma. Entre otras obras suyas de grande utilidad y elegancia, hay una de la Gaya ciencia, que es la arte de escribir versos; doctrina y trabajo digno de admiración, por ver con cuánto cuidado en aquel tiempo se estudiaba la lengua castellana, y el rigor y diligencia con que se pulían las palabras y se facilitaba la pronunciación cuando, por mal acompañadas, vocales sonaban ásperas o eran equívocas o dejativas a la lengua o al número, añadiendo y quitando letras; estudio de que no hay en otro libro noticia, y que sin ella mal se puede dar razón de las voces tan afectuosas de las partidas. Hoy, señor, por no decir lo que sin asco ni escrúpulo es lícito, hay algunos que dicen lo que es torpe y abominable; Quintiliano lo enseña: Obscena vitabimus et sordida et humilia. Y en el propio libro 8, cap. 2, acusa a estos que ni saben dejar ni escoger: Nec video quare clarus orator “duratos muria pisces” nitidius esse crediderit quam ipsum id quod vitabat (Ni veo por qué el claro orador creyó era mejor decir “los peces con la muria” que lo mismo que quería decir). Sea ejemplo si en España alguno, por excusar la voz cabrito –que es decente, y no es sucia ni vil ni deshonesta– dijese cuerno, que es todo esto junto con ignominia, y de mala composición de letras. No tienen en nuestra España, en los grandes y famosos escritores de aquel tiempo, comparación las obras de fray Luis de León, ni en lo serio y útil de los intentos, ni en la dialéctica de los discursos, ni en la pureza de la lengua, ni en la majestad de la dicción, ni en la facilidad de los números, ni en la claridad, virtud de quien hago tres diferencias; ésta es su nomenclatura: καθαρότης, εὐκρίνεια, ένάργια . Encarécela con tales palabras Antonio Lulio, lib. 6 De oratione, cap. 2: Ac de claritate quidem principio dicendum videtur, quae prima semper et maxima virtus existimata est orationis. Hanc alii puritate et castimonia quadam dictionis assequuntur, alii explanatione seu distinctione et elegantia, alii demum euidentia et subiectione eorum ob oculos quae dicuntur. (Lo primero diremos de la claridad, que siempre es la primera y la mayor virtud de la oración. Esta, unos la alcanzan con cierta pureza y castidad de las dicciones; otros con la explicación, distinción y elegancia; otros, finalmente, con la evidencia, y poniendo delante de los ojos lo que dicen). Por eso, siendo vulgar sentimiento, dijo Virgilio en el 4 de la Eneida: I, sequere Italiam ventis (Ve, y sigue a Italia). Y en otra parte: Quos ego… Sed motos praestat (A quien yo… Mas conviene por ahora). Y al fin: Hactenus, Acca soror, potui. Y por representar delante de los ojos lo que decía, no excusó la menudencia en Palinuro: Madida cum veste grauatum. (Cargado con mojada vestidura). Y en Dido: Ter sese attollens cubitoque innixa leuauit, ter reuoluta toro est. (Tres veces afirmándose en el codo, procuró levantarse). Y el repetir sese (a sí, a sí) es poner delante de los ojos las acciones. Largo ha sido mi discurso y, con todo, no llega a medirse con la raíz que ha echado esta cizaña de nuestra habla. No hago cargo a la grandeza de vuestra excelencia de que por elección mía le dedico escritos de tanto precio: señor, antes ha sido necesidad forzada, porque no conozco otro que con tal afecto y estimación haya admitido autores de esta nota, ni quien deje de molestar la atención ajena, hablando o escribiendo, con estas demasías mendigadas, si no es vuestra excelencia. Estas obras se dividen en propias, y éstas en morales o espirituales. Las ajenas en traducciones de Horacio, Píndaro, Virgilio, Petrarca, Monseñor de la Casa, que es la parte segunda. La tercera, en perífrasis de psalmos y cánticos, y capítulos de Job y de los Proverbios. Tan decente volumen obligación fue darle a vuestra excelencia, que con sólo recibirle aniquilará la licencia en escribir, pues, moderando esta desorden sabrosa y acogiendo obras como éstas (todas de virtud y todas verdaderamente doctas), la esclarecida memoria de vuestra excelencia tendrá pública aclamación, y el estilo descaminado y extraño, castigo autorizado y eficaz que en los que hallare vergüenza dejará enmienda. Dé Dios a vuestra excelencia su gracia y larga vida con buena salud, y le defienda de todo mal. En Madrid, 21 de julio de 1629. Excelentísimo señor Besa a vuestra excelencia la mano Don Francisco de Quevedo Villegas