**** *book_ *id_body-1 *date_1633 *creator_anonimo Introducción 1. Título Un blanco más preciso que lo anunciado En el título del escrito que editamos aquí, tal como puede verse en su principal testimonio (el manuscrito Estrada), Escrutinio sobre las impresiones de las obras poéticas de don Luis de Góngora y Argote, despunta el sustantivo escrutinio por el tamaño de su tipo y por ocupar, a diferencia de las demás palabras, un renglón por sí solo. Definida como una «averiguación y examen diligente de alguna cosa o materia, para inquirir y saber lo que es en sí, o lo que en sí encierra y contiene, y formar juicio de ella» (Aut.), la palabra escrutinio puede recordar el título de otra pieza de la polémica gongorina, el Examen del Antídoto de F. Fernández de Córdoba (Abad de Rute). Es sin embargo el único texto de nuestro corpus que lleva este término en su título. Procede subrayar que, a diferencia de las palabras examen, comentario o anotación que aparecen una o varias veces en el título de otros textos de la polémica en torno a Góngora, un escrutinio sugiere un análisis más minucioso y puntilloso — «diligente», dice Aut. — de la materia sobre que versa. Contrariamente a otras piezas polémicas que lucen en su título palabras que llevan aparejado un juicio de valor, tales como censura, apología, defensa o parecer, el escrutinio supone por parte del autor un proceso más pausado y científico «para inquirir y saber lo que es en sí, o lo que en sí encierra y contiene», permitiéndole después emitir una opinión y sacar conclusiones concienzuda y detenidamente. Pese al uso de un término al parecer objetivo, el autor del Escrutinio emite, desde el inicio, unos juicios de tono muy crítico y tajante, cuando no vehemente, acerca de las ediciones de las obras de Góngora que desmenuza («abominables errores», «ignorancia crasa», «¡no, no, no es de don Luis!», etc.): el análisis que realiza, en efecto, le revela el sinfín de errores que contienen estas recopilaciones. Si la palabra escrutinio no parece remitir a ninguna etiqueta genérica en el ámbito literario que nos atañe, cualquier aficionado a las letras españolas medianamente leído no podrá menos de acordarse del «donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo», máxime teniendo en cuenta que el autor del Escrutinio menciona al héroe cervantino y dicho episodio específico: acerca de dos romances erradamente atribuidos a Góngora por Gonzalo de Hoces en su edición de 1633, exclama «¡ama, al corral con él, como con los libros de Don Quijote!», «Vaya, ama, al corral!». Mientras que el cura y el barbero, secundados por el ama y la sobrina de Don Quijote — que acaba de regresar muy malparado de su primera salida —, inspeccionan y condenan despiadadamente a la hoguera los libros de entretenimiento tenidos por responsables de haberle trastornado el juicio al voraz lector de la Mancha — «mejor será … llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera », sentencia la sobrina, «Pues vayan todos al corral», dictamina a su vez el cura acerca de la serie caballeresca de los Amadís de Grecia —, el autor del Escrutinio pasa dicha edición de Hoces por el tamiz y corrige los errores más palmarios de atribuciones o de destinatarios. Se trata en ambos casos, si desarrollamos la analogía, de una censura posterior por parte de dos lectores prudentes y concienzudos pero no profesionales: como el solícito cura de la novela de Cervantes, el autor del Escrutinio, que también podría ser el colector del manuscrito Estrada, hace las veces de censor a posteriori para que una versión mejorada de la poesía de Góngora, expurgada de los errores que la afean y tal como la recoge dicho manuscrito, quizá salga a la luz: «Lleve la suerte este volumen el ms. Estrada a manos de algún aficionado — de los pocos, de los buenos se ha de presumir — a quien se pueda fiar su legalidad, y estámpelo; y será la paga dejar su nombre glorioso a buen seguro». El objetivo del autor es mucho más preciso que lo anunciado en la segunda parte del título: a excepción del cuarto y del quinto párrafo del texto, en que considera, sin detenerse mucho, la primera edición de las obras completas de Góngora publicada por Vicuña (1627) y a su primer exegeta después de Salcedo Coronel, el Pellicer de las Lecciones solemnes (1630), escribe principalmente con ánimo de censurar la edición realizada por Hoces (1633). El plural — «las impresiones» — es justificable en la medida en que expresa sin rodeos que ninguna de las compilaciones impresas de la poesía de Góngora le satisface— «No uno, muchos editores, sí, hay y habrá que lo trabajen, pero, hasta hoy, infelizmente todos, como se ha experimentado», escribe al final de su texto para denunciar, dando la puntilla y cargando las tintas, que de momento todos se han creído autorizados para lanzarse a esta empresa ardua. En verdad emprende una demolición en regla de una edición específica, la de Hoces, que no menciona nunca explícitamente, pero hacia la cual apuntan múltiples indicios: la Vida antepuesta, los poemas citados, el número de los folios. En cuanto al tema de las «impresiones», bien es sabido que las composiciones de Góngora, cuya circulación manuscrita fue intensa, como lo atestiguan los cerca de treinta manuscritos integri que se conocen en la actualidad, no se publicaron en vida del poeta — salvo en volúmenes antológicos, en el caso de sus obras menos extensas. Cierto es que, acuciado por los problemas económicos, manifestó su voluntad de sacarlas a la imprenta, dándose cuenta de la ganancia que podía obtener al imprimir sus obras. En una carta de 1623 dirigida al administrador de sus bienes Cristóbal de Heredia, menciona por primera vez este proyecto que intentó concretar por lo menos hasta 1625, pero que no cuajó nunca, por motivos desconocidos. Sea lo que fuere, y remitimos a lo que escribimos en nuestra anotación, habrá que esperar, pues, a 1627 para que se ponga en marcha la actividad impresora dedicada a la obra de Góngora y, otro lustro para que el autor del Escrutinio dé su veredicto. 2. Autor ¿Un anónimo admirador de Góngora? Varias hipótesis se han barajado en cuanto a la identidad del autor del Escrutinio, cuyo nombre no figura en ninguno de los manuscritos que lo contienen. Luis Fernández-Guerra, que poseía una copia — ms. 19.004 de la Biblioteca Nacional, fechado en 1663, f. 4v-12v — indica a pie de página de su libro sobre Juan Ruiz de Alarcón que nuestro texto fue escrito «por el alcalde mayor de Almería», sin argumento alguno. El hecho de que La Barrera mencione el mismo manuscrito pero refiriéndose a dicho alcalde en cuanto destinatario y ya no autor— «copia sacada para un alcalde mayor de Almería en 1663» — hace pensar que Fernández-Guerra pudo sustituir por descuido la preposición para por la preposición por. Todo ello no dice nada del verdadero autor del Escrutinio, cuya fecha de composición debe de ser muy anterior (véase «Cronología»). Robert Jammes se pregunta, de paso, si Antonio Chacón — colector asiduo y gran conocedor de la obra de su amigo Góngora, cuyo manuscrito de 1628, exhumado en 1900 por Foulché-Delbosc y Alfonso Reyes, ha servido de base para todas las ediciones desde la fundacional de aquel (Nueva York, 1921) — podría ser el autor del Escrutinio, debido al celo con que trata la obra del cordobés y el cuidado con que se empeña en corregir las atribuciones indebidas. Aunque en el terreno siempre resbaladizo de las hipótesis, la de Carreira (1996), que atribuye el Escrutinio a Pérez de Ribas, parece tan convincente que muchos críticos ya la tienen por demostrada y ya no consideran el texto como un escrito anónimo. Muchos indicios diseminados a lo largo del texto permiten concluir que el autor trató íntimamente a Góngora — a quien describe con viveza y de quien cuenta anécdotas que parecen de primera mano y con el que tal vez se carteó, puesto que conoce y valora su «prosa» — y a lo mejor también a su hermano — del que afirma tajantemente que «no supo si su hermano Góngora hacía versos ni los oyó ni desperdició … átomo de tiempo en saber si los había en el mundo». Corrige las falsas atribuciones de la edición Hoces sin vacilar— de hecho, con respecto a lo que sabemos hoy de la obra de Góngora, no se equivoca en ninguno de sus juicios — y ni siquiera se toma la molestia de justificar sus categóricos dictámenes: «¿cómo puede ser de don Luis? ¿Quién lo ha de creer?» se interroga desdeñoso acerca de un soneto; «No nos matemos ahora por si es bueno o no, que ni es del caso ni será bien que lo sea; lo certísimo, sí, que no es de don Luis», zanja con certidumbre respecto a un romance. Da la impresión de conocer tan bien a Góngora que tales desaciertos por parte del editor se le antojan disparatados e insolentes: «Vergüenza será, y de más que pertinaz entendimiento, poner duda en que obra tal no es de don Luis», escribió de otro soneto. El que no se equivoque sobre dieciséis composiciones falsamente atribuidas a Góngora que rechaza sin miramientos le confiere gran autoridad y fiabilidad. Está tan al tanto de lo que escribió Góngora y en qué circunstancias que se habría permitido contradecirlo de haber afirmado que había escrito el romance «En la beldad de Jacinta»: «Si dijo don Luis que era suyo, digámosle que se engañó». En palabras de Carreira, «quien tal dice se confiesa autor del romance, y por tanto del Escrutinio». Ahora bien, dicho romance aparece en el ms. 6935 del legado de Rodríguez-Moñino, que es una recopilación de poesías de José Pérez de Ribas. Carreira deduce que es también el autor de nuestro texto. Vamos a ver que todos los mencionados requisitos que se deducen de la lectura del Escrutinio — su autor sería un amigo de Góngora y gran conocedor de su obra — se adecuan perfectamente a Pérez de Ribas. Este plausible candidato a la autoría del Escrutinio fue un poeta cordobés como Góngora e influido por él, que a la sombra de su gran paisano resulta insignificante; no se debe confundir con Pedro Díaz de Rivas, el erudito anticuario, ardiente defensor y anotador de Góngora. Lo que sabemos de este personaje solo permite esbozar una semblanza. Como apunta Cruz Casado, «se carece de un estudio pormenorizado y global de la literatura cordobesa en el que se sitúen los escritores del círculo de don Luis y aquellos otros que, aun sin ser oriundos de Córdoba, formaron parte de su contexto vital inmediato, como don Pedro de Cárdenas y Angulo, Antonio de Paredes, Antonio de las Infantas, Pedro Díaz de Ribas, don Francisco Fernández de Córdoba, Abad de Rute, Enrique Vaca de Alfaro, Francisco Martínez Portichuelo, Miguel Colodrero Villalobos o Juan Páez de Valenzuela». En la portada actual del códice que contiene la obra personal de Pérez de Ribas (al que llamaremos ms. OP) y circulaba junto a otro manuscrito con obras de Góngora reunidas por nuestro autor (ms. PR) hasta que fueron separados a finales del siglo XIX, el quevedista granadino Fernández-Guerra y Orbe, después de corregir un error de atribución por parte de José Gallardo a mediados del siglo XIX, aporta sobre su autor los siguientes datos, sin aclarar de dónde los saca: «POESÍAS, del Licenciado José Pérez de Rivas (sic), natural de Córdoba, galanteador y enamorado en Granada, en 1606; pretendiente luego en Madrid, favorecido del Conde de Gondomar, y discípulo y amigo de Góngora; premiado en la justa poética de Córdoba, cuando las fiestas a la beatificación de Santa Teresa, año de 1615; justador allí también, dos años adelante, cantando la Pureza de la Virgen, encomiador en 1625 de su pariente el historiador Pedro Díaz de Rivas; del corregidor D. Luis de Baza, en 1630; censor de la versión de la Utopía que sacó a luz Medinilla en 1637; panegirista, en 1639, de la Historia de los Carrillos, escrita por D. Alonso Carrillo Laso de Guzmán; y a este tiempo era en Córdoba el poeta beneficiado en la parroquial de la Magdalena, así como en 1637 se firmaba Capellán Mayor del Cabildo de la Ciudad». En su Catálogo biográfico de escritores de la provincia de Córdoba, Ramírez de Arellano recoge las noticias de Fernández-Guerra, aunque rectificando varias inexactitudes, y aporta unas informaciones adicionales, precisando por ejemplo que Pérez de Ribas fue galardonado con «el segundo premio del tercer certamen por un soneto glosando un verso y se le dio un corte de jubón de tafetán negro ajedrezado» durante las celebraciones por la beatificación de Santa Teresa, cuya fecha corrige (tuvo lugar en 1614). También ganó un premio en una justa en honor a la «Pureza de la Virgen Ntra. Señora celebrada en la parroquia de San Andrés de la ciudad de Córdoba en 15 de enero de 1617», tal como reza el folleto del acontecimiento. Apoyándose en el Catálogo de los Obispos de Vaca de Alfaro, escribe que murió alrededor de 1654 y «yace en San Pablo, en la sala capilla del Capítulo, junto a la sacristía», aunque no queda hoy en día ningún vestigio de la sepultura. Le atribuye por fin unas Flores juveniles — cuyo manuscrito poseía el licenciado Juan de Villarán y Ramírez en Córdoba — y una Relación de la forma (sic) que se alzó el pendón real por el rey D. Felipe 4° y muerte de Felipe 3°, de la que no se sabe si se imprimió. En fechas más recientes Valverde Madrid acopia algunos datos más sobre el que califica de «magnífico poeta místico», como la partida de nacimiento que testifica que nació el 21 de marzo de 1590. Aparte de esos certámenes en que participó, lo que le dio más fama entre los gongoristas actuales fue su compilación de versos de Góngora (el ms. PR ya aludido). Pérez de Ribas cursó estudios en Córdoba, obtuvo una licenciatura — ignoramos de qué especialidad — en Alcalá y se ordenó sacerdote, por lo que se lee en un documento de junio de 1609. En 1611, siendo capellán de las Recogidas, se hizo con una capellanía fundada por el mercader cordobés don Pedro Sánchez y conservamos varias cartas de pago firmadas por él. Gracias al testamento que, estando enfermo, redactó ante el escribano Damas de Luque el 4 de agosto de 1651, sabemos que fue hijo de don Francisco Pérez de Rivas y de doña Beatriz de Ricas. En el mismo, estipula que quiere ser enterrado en el convento de San Pablo en los claustros del Rosario, enumera sus bienes — entre otras cosas unas casas principales en la calle Carreteras — y reparte su herencia entre sus hermanos y su hija. Falleció el 10 de agosto de 1651. A Dámaso Alonso le comunicó el gongorista José de la Torre (sin puntualizar su fuente) un par de informaciones adicionales: Pérez de Ribas tuvo una hermana, Teresa de Villalobos, que profesó en el convento de Santa Marta, y otra, Beatriz de Ribas, que casó con Melchor de Herrera. También se pregunta si no podría ser el hermano del jesuita Andrés Pérez de Ribas. Fue también Dámaso Alonso (1970) quien puso de relieve la importancia del códice PR, en el que Pérez de Ribas fue recogiendo poesías de su amigo Góngora. Este manuscrito corrige, en efecto, falsas atribuciones del manuscrito Chacón y contiene, por otra parte, los únicos versos autógrafos que conocemos de él. Como escribe Carreira, si los cuadernillos no se han descolocado, se puede imaginar que el manuscrito, que también recoge algunas piezas que no son de Góngora, tal como se encuentra hoy en día, revela el orden con que los poemas le fueron llegando al colector, que habría empezado a constituirlo hacia 1614. Hizo copiar en él las Soledades (la segunda hasta el v. 558), el Polifemo, villancicos de Navidad, una versión de Las firmezas de Isabela incompleta; después de una interrupción en la recolección de los poemas debida al traslado de Góngora a Madrid en 1617, Pérez de Ribas retoma su labor — con la Fábula de Píramo y Tisbe —, pero no puede seguir desde Córdoba la producción de su amigo con tanta facilidad y seguridad como antes. Si bien los poemas anteriores carecen de cualquier tipo de orden (ya sea cronológico, por géneros o por metros), a partir de la mudanza de Góngora, las nuevas composiciones se colocan más o menos cronológicamente y prueban el contacto estrecho que Pérez de Ribas tuvo con Góngora o sus compañeros del círculo gongorino. En cuanto a la propia obra del autor del Escrutinio, nos atenemos a lo que escribe Cruz Casado: de las más de ciento treinta composiciones de que consta el ms. OP que la conserva, la mayoría son poesías amorosas (especialmente dedicadas a una tal Jacinta), en la línea del petrarquismo tardío, que se inspiran de modo preferente en las piezas gongorinas breves de tendencia octosilábica — abundan los romances, las letrillas, los madrigales y las décimas. En estas composiciones no se pueden rastrear muchas informaciones sobre la vida del poeta, fuera de la mención de algunos viajes y otros sucesos personales intrascendentes. El poeta se refiere con frecuencia a intelectuales o nobles del periodo tales como el Conde de Gondomar, el corregidor Luis de Baeza, el notario mayor Antonio de Balonga, el cirujano Venegas de la Cueva o un Ribas que debe de ser Pedro Díaz de Ribas. 3. Cronología Un texto fechable en 1633 Varios elementos apuntan a que el Escrutinio se escribió inmediatamente después de la publicación de la edición de Hoces, Todas las obras de don Luis de Góngora, impresa en Madrid, en la imprenta del Reino, a costa de Alonso Pérez, o sea a principios de 1633. Aparte de los datos concretos que atañen al contenido propio de las ediciones, cabe suponer, dado el tono acalorado y espontáneo del escrito y el que se refiera constantemente a dicha edición para enmendar sus fallos, que su autor no dejó que transcurriera mucho tiempo antes de ponerse a redactar. Nos lo confirma por cierto el hecho de que sea, al parecer, la primera edición de la obra de Góngora por Hoces la que maneja: parece remitir, efectivamente, al retrato de Góngora grabado por Jean de Courbes — «olvidósele a este ingenio devoto, cuando por mayor se cargó de la vida de don Luis, de describir su efigie con el pincel de su pluma, quizá con más felicidad que salió la lámina del buril» —, el cual, después de figurar entre los preliminares de la primera edición de 1633, desaparece de la segunda del mismo año, así como de las ediciones de 1634, 1648 y 1654. Si bien es verdad que dicho retrato ya formaba parte del paratexto de las Lecciones de Pellicer (1630) y que en el manuscrito Chacón ya lucía otro retrato realizado por Juan Van der Hamen y León, es poco verosímil que nuestro autor aluda a ellos sin decirlo explícitamente, de tan estrecha como parece ser, en la frase que citamos, la trabazón entre el grabado sacado a colación y la ausencia correlativa de una descripción física del poeta en el escrito biográfico. Por lo demás, cuatro de las composiciones que descarta como falsas — «Una vida bestial de encantamientos», «Mentidero de Madrid», «Aquí yace, aunque a su costa» y «Con ropilla, y sin camisa» — se encontraban en las dos ediciones de 1633, pero forman parte de las treinta y seis composiciones que fueron suprimidas en la primera edición de 1634. Todo apunta por lo tanto a la primera edición de 1633, y de haber sabido de una segunda, una tercera, cuarta, etc. edición de Hoces, y a fortiori, de haberse valido de ella, es poco probable que el autor no lo hubiera mencionado. Como apunta Carreira, por otra parte, dado que menciona en su Escrutinio a Lope de Vega, seguramente habría señalado, de una forma u otra, que estaba muerto, de haber escrito después del 27 de agosto de 1635, fecha de su fallecimiento. 4. Estructura La edición Hoces como falsilla El Escrutinio no es un texto polémico stricto sensu en la medida en que no trata del contenido, de los temas o del estilo de la poesía gongorina a fin de enjuiciarla; tampoco arremete contra los enemigos de Góngora. No toca sino tangencialmente y de pasada los temas agitados en los debates acerca de las Soledades y no se pronuncia por ejemplo acerca del denso tejido de figuras (tropos, hipérbatos, cultismos) que caracteriza su obra poética. En cambio, efectúa un verdadero trabajo filológico que no consiste en llevar a cabo una exégesis de las Soledades o del Polifemo, a semejanza de un Salcedo Coronel o de un Pellicer, pero sí en delimitar y situar en sus circunstancias la poesía de Góngora, a partir de «las impresiones de las obras poéticas de don Luis de Góngora y Argote», como reza el título, corrigiendo las atribuciones falsas o la mención errónea de tal o cual destinatario. No cabe duda de la admiración que siente el autor por un poeta a cuyo entorno y patria se enorgullece de pertenecer, cuyas poesías se ha afanado por reunir y a quien enaltece sobremanera: «tan venerado es su nombre», «del grande (infinitas veces) don Luis de Góngora», etc. (volveremos sobre esto). Con todo, no interviene directamente, mediante un discurso argumentado, en la controversia a favor o en contra de Góngora, excepto quizá en el párrafo en que se refiere despreciativamente a la moda coetánea de «escribir y aun predicar oscuro», en el que arremete con algo de socarronería contra los escritores y los predicadores cultos — ¿se trataría de una referencia a Paravicino? —, ininteligibles para el auditorio: «sermones cultos (oscuro se entiende), que consiste su mayor cosa, el trabajo, los estudios, en que no los entienda el oyente». El escrito, pues, solo se puede considerar polémico en el sentido lato de la palabra, entroncando con el conjunto de los textos que hacen de Góngora, por el motivo que sea, el tema principal: «por un lado, nos encontramos ante los textos relacionados con la polémica gongorina; por el otro, tenemos los textos de los diferentes comentaristas gongorinos; en el medio, textos escoliásticos que tienen la obra de Góngora como objeto; finalmente, existen una serie de textos que nos informan de otros aspectos sobre la vida y la obra del poeta cordobés». Es a esta última familia a la que pertenece nuestro texto, que la emprende contra las primeras ediciones de la obra de Góngora, especialmente la tercera, tanto en lo que concierne a la paternidad de las composiciones incluidas en ella como a la Vida anónima que la encabeza. Es así como da pie a una polémica en miniatura, a escala reducida, dentro de una polémica gongorina multipolar que consta por cierto de textos coherentes entre sí pero heterogéneos — pareceres, intercambios epistolares, comentarios, composiciones poéticas — que acaban formando grupos interconectados pero con fuerte nivel de autonomía: el carteo polémico entre los círculos de Lope y Góngora, el Antídoto y sus respuestas, la polémica epistolar entre Francisco de Cascales y Francisco del Villar, la polémica entre Faria y Sousa y Espinosa Medrano, etc. El Escrutinio consta claramente de dos partes vinculadas entre sí: el autor redacta primero una biografía escueta de Góngora que aspira más a corregir y matizar lo que escribe el autor de la Vida puesta al frente de la edición Hoces — directamente derivada de la anónima Vida del manuscrito Chacón cuyo autor debe de ser Paravicino —, que a aportar nuevos datos sobre su vida. Dicho de otra forma, a diferencia de las mencionadas Vida menor, Vida mayor y Vida Hoces, el Escrutinio, menos informativo que crítico, retoma punto por punto la estructura y las informaciones de la última para enmendarlas, intercalando de paso una andanada contra los sermones cultos y los predicadores reales que solo se puede explicar, pensamos, si el autor atribuía el texto a Paravicino (correctamente en lo esencial). Si bien Paravicino y Pellicer trazaban la vida de Góngora de forma flexiblemente cronológica, desde su nacimiento hasta su muerte, el autor del Escrutinio sigue menos el precepto ciceroniano del ordo temporum que el orden de la Vida Hoces, seleccionando de esta únicamente lo que le interesa confirmar, comentar o rectificar; el resultado es una biografía más sintética que las tres anteriores — ya parcas en detalles —, que no se conforma con repetir aquello que ya se sabía de Góngora sino que lo pone en tela de juicio y lo completa cuando procede, adoptando un tono entre burlón y recriminatorio: «Olvidósele a este ingenio devoto, cuando por mayor se cargó de la vida de don Luis, de describir su efigie»; «¿Posible es que quien no supo sus exterioridades, pues con tantos absurdos estampó sus obras, supo lo interior de su pensamiento? No es creíble», etc. Con esta falsilla cabe leer, nos parece, el Escrutinio. Después de una abrupta propositio (primer párrafo) que se deshace ya de la aparente objetividad crítica que llevaba aparejada la utilización en el título del término escrutinio y anuncia directa y tajantemente cuál es su posición acerca de las primeras ediciones de las obras de Góngora («lo que llevan siniestro», escribe), el autor del Escrutinio proporciona unos datos básicos sobre la vida de Góngora — fecha de nacimiento y de muerte, identidad de sus padres — que contrariamente a lo que se podría pensar, no se desvían de la meta anunciada ni constituyen ninguna digresión. Sigue efectivamente el orden de la edición de Hoces, que, después del paratexto al uso en aquel entonces — la suma de la licencia, la fe de erratas, la tasa, la dedicatoria a Luis Muriel Salcedo y Valdivieso, un comentario al lector y la aprobación por Luis Tribaldos de Toledo y Tomás Tamayo de Vargas —, intercala una Vida de don Luis de Góngora. El desconcertante uso del subjuntivo en la narración biográfica del Escrutinio — «Haya nacido en buen hora don Luis de Góngora en Córdoba, y sean sus padres (como lo fueron) don Francisco de Argote y Leonor de Góngora», «Sea su nacimiento en jueves, a once de julio del año de mil quinientos sesenta y uno», «Haya vivido sesenta y cinco años, diez meses y trece días », etc. — se explica porque estos datos se ofrecen a modo de concesión, de corroboración de lo que reza la Vida Hoces. Esta comienza, en efecto, con los susodichos datos — «Fue breve la vida de Góngora, habiendo nacido jueves once de julio de mil quinientos sesenta y uno», «Que sesenta y cinco años, diez meses y treces días brevísimo periodo fue de vida», «Su padre, don Francisco de Argote, Corregidor de esta villa y de muchas ciudades. Su madre, doña Leonor de Góngora». El Escrutinio, por muchos defectos que tenga la edición de 1633, no puede menos de admitir la veracidad de estos datos, aunque con una displicente impaciencia; de ahí el empleo del subjuntivo. Que se trata de una cita hecha con condescendencia lo corrobora el modo en que ambos relatan la defunción de Góngora — «Haya vivido sesenta y cinco años, diez meses y trece días, y a Dios pluguiera fueran muchos más. No se quede que fue en segundo día de Pascua de Espíritu Santo. Esté enterrado en la iglesia catedral de Córdoba, en la capilla del señor Santo Bartolomé» (Escrutinio) / «Que sesenta y cinco años, diez meses y trece días brevísimo periodo fue de vida, curso arrebatado a nuestro esplendor del más lucido y vehemente ingenio que ha llevado nuestra nación, no gozado» (Vida Hoces) — y lo que dicen de su patria — «Haya nacido en buen hora don Luis de Góngora en Córdoba» / «Nació en Córdoba, honrada porfía de pueblo, y feliz a ser en todos siglos, y entre tanta nobleza, célebre patria de los espíritus más elevados de su nación (quizá digo del mundo en esto)». A continuación desmiente nuestro autor las noticias y opiniones de la Vida Hoces que le parecen erradas o completa lo que a su modo de ver faltaba en esta; pasa por alto consiguientemente cantidad de datos que sí estaban en las tres Vidas anteriores pero que considera fehacientes y que no le interesan, tales como la mención del oficio del padre de Góngora, los años de su niñez, los estudios que cursó en la universidad de Salamanca, el título de los grandes poemas — Polifemo y Soledades — que desencadenaron una polémica duradera y cada vez más enardecida, la vuelta a su Córdoba natal tras haber enfermado, etc. Insertando un par de anécdotas que le dan a su relación la autoridad de proceder de un amigo del poeta, el autor, que no abandona la falsilla del texto que critica, lamenta a continuación la ausencia total de una descripción prosopográfica de Góngora. En efecto, la Vida Hoces pasaba directamente de la evocación de los estudios de Derecho que había cursado Góngora y su amor congénito por las letras a sus obras de juventud, sin dedicar ni una línea a su retrato físico. Este era sin embargo un elemento fundamental de la biografía histórica de tipo suetoniano, de donde pasó a las Vidas de filósofos y poetas, aunque por lo general las biografías de los poetas antiguos no le dedicaban más de una frase. Tras remediar esta falta, el autor del Escrutinio se esfuerza por contrarrestar la opinión de las personas que no conocieron a Góngora y «le tuvieron por satírico, y aun algunos de sus devotos»: poca duda cabe de que con el sustantivo devoto se está refiriendo al autor de la Vida Hoces — a mayor abundamiento si se trata de Paravicino—, el cual había resaltado la idea de que el joven Góngora, de «espíritu gallardo, gustoso el ingenio, ardiente y singular la libertad de la nobleza mal obediente de su pluma», incurrió en sátiras picantes y «tal vez salpicó la tinta las personas», algo que lo reconcomió y lo apesadumbró mucho después, una vez sentada la cabeza. Llegamos a tener la impresión de que nuestro autor se opone a la Vida Hoces por oponerse, ya que después de haberse negado terminantemente a aceptar que Góngora, cuya modestia y humildad destacó, pueda ser calificado de satírico — «¡Notable engaño!», se escandalizaba —, no le queda otra que dar marcha atrás y reconocer que Góngora tal vez fuera maldiciente pero solo con personas cuyos defectos eran tan conocidos de todos que eran secretos a voces, y con tamaña agudeza que se le podía perdonar. Minimiza, en otros términos, el alcance satírico de las poesías de Góngora, exactamente como lo hizo el autor de la Vida Hoces cuando invocaba como atenuante la impetuosidad de la juventud, y el hecho de que siempre que el poeta atacaba una persona en sus versos, fuera porque había de verdad algo censurable en ella. Acerca de las estancias de Góngora en Madrid, nuestro autor rebate la idea desarrollada en la Vida Hoces de que Góngora permaneció allí no tanto por esperanzas cortesanas cuanto por pura necesidad: «Es cierto que no le llevó a la Corte ambición ni interés, pues en su casa tuvo un cuento de renta». Y después de criticar lo escrito por su adversario, que además de ser falso se entiende mal por tener un estilo abstruso — «aquellos misterios intricados, confusos y aún más que oscuros a fuerza de estudio (mal perdido tiempo) en su vida referidos, ni pasaron» —, manifiesta su malquerencia para con los predicadores cultos con cierto toque de comicidad y una ironía incisiva, como cuando aconseja a los oyentes: «Así ha de ser, pues, todo ministro: admire el sermón, háyase entendido o no». Esta filípica que lanza de forma bastante repentina contra los profesionales del sermón y esta vinculación que hace entre estilo hermético — de tan enmarañado — y predicación culta son indicios bastante decisivos de que sabía que Paravicino se escondía detrás de este Anonymus Amicus que firmaba la Vida Hoces. Como amigo que era de Góngora, nuestro autor se presenta como legítimo depositario de su memoria, muy por encima del trinitario, del que debió de pensar que había abusado de su posición de hombre famoso y albacea del poeta. No podemos menos de interrogarnos sobre el estilo a menudo desconcertante de nuestro autor, que, en diversos puntos del texto, resulta tan oscuro, o más, que el de aquellos a los que censura, y especialmente, lo que es más de notar, en el párrafo en que expresa su aversión hacia los predicadores cultos. Parece considerarse un escritor de estilo terso porque en vez de ser «culterano», se decanta por la concisión, las elipsis y un laconismo lipsiano muy de moda también en aquellos tiempos, y propios de un conceptismo que podía llegar a ser tan impenetrable como el Paravicino al que vapulea. Antes de pasar a la segunda parte del texto, notemos, en cuanto a la estructura del mismo, que nuestra biografía, por más sucinta y acortada que sea, con respecto a las tres primeras Vidas de Góngora, reviste como estas la forma de una narración, maleablemente cronológica — evocación de su genealogía, su nacimiento, su apariencia física, sus obras de juventud, en particular las de vena presuntamente satírica, sus idas y venidas entre Córdoba y Madrid, sus relaciones con la aristocracia cortesana y las mercedes que fue obteniendo y, en el último párrafo, el destino editorial de sus composiciones —, interrumpida por la mención de algunos elementos de etopeya (su modestia, su visión desengañada de la capital, su humildad). Estos rasgos se documentan a base de anécdotas y frases en estilo directo, tal como lo inauguró Suetonio en su De Vita Caesarum; a este difícil equilibrio entre relato y retrato, se suma la tensión entre lo cronológico y lo ético, en un texto de índole libremente biográfica entreverado de reflexiones de alcance general (sobre la predicación culta). Conforme a los cánones de la retórica clásica, no había una única manera de componer un panegírico. En la parte del De institutione oratoria que dedica al genus demonstrativum, Quintiliano, después de distinguir tres periodos para quien quiere engrandecer a los hombres — el tiempo que los precede, el tiempo en que les toca vivir y el tiempo que los sigue —, y que volvemos a encontrar por cierto en nuestro texto, de forma más yuxtapuesta que lineal a veces, precisa que «ocasiones hay en que es mejor seguir las edades del hombre y el orden de sus hechos, de forma que en la primera alabemos la buena índole, después la enseñanza y educación, y luego la serie de acciones y palabras. Otras, dividir el panegírico en varias virtudes, fortaleza, justicia, templanza y las demás, comprobándolas con hechos particulares. Cuál de estos dos métodos sea mejor, la materia del panegírico lo ha de decir». De estos dos métodos diferentes, aunque potencialmente complementarios, nuestro autor opta más bien por el primero. Esto no impide alguna que otra incursión en el método sintético, tal como ocurre cuando el autor encomia la modestia gongorina. Aunque de forma nada rigurosa ni rígida, destaca una tripartición cercana a la de las cincuenta Vidas de Plutarco (mención de los antepasados, del nacimiento, descripción física; pinceladas reveladoras del carácter; evocación de la muerte y de la fortuna), apogeo de la biografía antigua, que podría reducirse de hecho a una bipartición entre vida y carácter, o en una dicotomía muy funcional aquí entre vida (en la que incluiremos el ethos) y obras, válida tanto dentro de nuestras Vidas de Góngora, acabamos de mostrarlo, como dentro del propio manuscrito (Chacón y Estrada) o impreso (edición Hoces). Observemos una última característica de nuestro texto en contraste con las primeras tres Vidas de Góngora. En estas toda la vida de Góngora parece ilustrar la idea general según la cual Naturaleza y Fortuna son potencias antagonistas y rivales: la Fortuna (si se admite su existencia, aunque contraria a la buena teología) se habría desquitado de la Naturaleza, demasiado pródiga para con Góngora, no permitiéndole prosperar y ocupar algún puesto verdaderamente digno de sus méritos. Nuestro Escrutinio — en lo tocante a la parte biográfica —, por seguir un hilo conductor (el de la Vida Hoces, lo hemos dicho) más externo y no explícito, tiene probablemente una cohesión interna menor que la de las demás biografías de Góngora, cuya finalidad — ilustrar hasta qué punto Fortuna y Naturaleza están reñidas —, a despecho de cierta rigidez y dimensión mecánica del desarrollo, contribuye a unificar el conjunto. Después de haber examinado con cierto detenimiento la Vida contenida en los preliminares de la edición Hoces y subsanado lo que le parecía inexacto o aproximativo, nuestro autor se interesa lógicamente por el propio contenido de dicho impreso, siempre con vistas a celebrar la producción poética de Góngora, que ha sido deturpada a su parecer por la impericia de algunos editores aficionados. Se propone promocionar al mismo tiempo el manuscrito Estrada (a cuyo frente se encuentra el Escrutinio), depurado y desprovisto de los «lunares », «borrones» y otras «ofensas» que pululaban en las ediciones anteriores; concluye su Escrutinio, como ya se dijo, con este deseo: «Lleve la suerte este volumen a manos de algún aficionado — de los pocos, de los buenos se ha de presumir — a quien se pueda fiar su legalidad, y estámpelo». Es así como, siguiendo su orden de aparición, pasa revista a veintiséis composiciones incluidas en la edición Hoces, veintisiete si contamos el soneto «Rebelde y pertinaz entendimiento» que aparece dos veces. Son todas ellas poesías menores (no empleamos este adjetivo sino para diferenciarlas de las composiciones que ocasionaron la polémica gongorina), excepto una octava sacada de la comedia Venatoria y la mención de las Firmezas de Isabela. De estas veintiséis piezas, nuestro autor rechaza con razón diecisiete atribuciones falsas (dos sonetos, dos décimas y trece romances) que no figuran en el manuscrito Chacón, la edición de Vicuña ni el ms. E, y dos de las cuales — las décimas «Mentidero de Madrid» y «Aquí yace, aunque a su costa » — ya habían sido rechazadas por Chacón; restituye, a Antonio de Paredes, a Lope de Vega, a Liñán de Riaza y a Juan de Salinas, respectivamente, cuatro de los trece romances cuya atribución a Góngora recusa. Por otra parte, acerca de nueve piezas que sí son de Góngora (cuatro sonetos, una octava, una letrilla, dos romances y una comedia), aclara las circunstancias de redacción sobre las cuales Hoces se equivocaba. En la mayoría de los casos, rechaza la identificación del dedicatario propuesta por Hoces y propone la identificación correcta. Estas poesías corresponden todas a la etapa cordobesa del poeta — desde 1582 para la más temprana («En la pedregosa orilla» y el fragmento de la Comedia Venatoria) hasta 1608 para el soneto «Sacro pastor de pueblos, que, en florida», 1610 para las Firmezas de Isabela, y antes de 1617 para el soneto «Antes que alguna caja luterana» —, lo que podría confirmar tal vez que, después del traslado del poeta a Madrid, le costó al autor del Escrutinio estar tan bien informado de lo que este escribía. Este inventario entre condenatorio y reformatorio, con ser un tanto mecánico y repetitivo — las expresiones «no es de don Luis» y «no es suyo» se repiten por ejemplo seis y tres veces, respectivamente —, no deja de tener cierta gracia, como cuando a propósito del romance «Con ropilla, y sin camisa» y del hermano del poeta del que había dicho que «ni los los versos oyó ni desperdició … átomo de tiempo en saber si los había en el mundo, ni musas en el Parnaso», su opinión roza voluntariamente lo absurdo: «no es suyo, ni de su hermano don Juan de Góngora, porque, aunque ignoró las musas, como está dicho, lo hiciera mucho mejor». El autor da muestras de impaciencia e indignación conforme va repasando los yerros e inexactitudes de Hoces, lo que se transparenta en un estilo cada vez más expresivo y oral: «¡Cuidado, por amor de Dios!», «No nos cansemos, que no es suyo», «¡Vaya, ama, al corral!», «No nos matemos ahora por si es bueno o no … que no es de don Luis», «¡no, no, no es de don Luis!», etc. Excepto en los cuatro casos en que adscribe explícitamente a otro poeta composiciones incorrectamente atribuidas a Góngora, pocas veces procura justificar sus pareceres perentorios — una vez rechaza un poema que no puede ser suyo porque «no habla bien de Villamediana», dado el afecto que le tenía. Manifiesta cierto menosprecio intelectual hacia quien no es capaz de percibir que la excepcionalidad y el estilo superior e inconfundible de Góngora — sin que sepamos exactamente en qué consiste o que trate de definirlo con criterios objetivos — bastan de por sí para descartar todas las poesías mediocres: «¿cómo puede ser suya, por mala?», dice por ejemplo acerca de la décima «Mentidero de Madrid», o «¿Posible es que haya quien pueda presumir que este romance es de don Luis, habiendo conocido alguno de sus versos?», acerca del poema «¡Ah, mis señores poetas!», etc. Acaba de forma un poco abrupta este catálogo ya largo de los errores de la edición Hoces — «lo que resta se quede», escribe — en el que refutatio y confirmatio se entremezclan de modo permanente; el refutar tal información dada sobre Góngora, o tal atribución errónea, y el corregirla, constituyen efectivamente para nuestro autor las dos caras de una misma moneda, dos movimientos alternos e indisociables. Concluye con una especie de peroratio que retoma la idea principal del escrito (a saber, que la edición llevada a cabo por Hoces es muy imperfecta), sintetizándola en una frase categórica — «si verso a verso se hubiera de recorrer y enmendar el volumen, como queda apuntado, de nuevo es poco volverlo a encuadernar» — y apela directamente al lector potencial del manuscrito Estrada, incitándolo a editarlo y tocando la fibra sensible, como se solía hacer al final de un discurso, a tenor de las reglas propias de la dispositio. 5. Fuentes Adscripción genérica, tradición retórica y vida misma Cabe recordar que la primera parte del Escrutinio aspira menos a esbozar un nuevo perfil biográfico de Góngora que a rectificar la Vida que constituía el paratexto liminar de la edición Hoces y se le antojaba a nuestro autor entre incompleta y muy mejorable; sin embargo, al igual que las tres Vidas anteriores, recoge algunas normas formales, estructurales y temáticas del paradigma clásico de la biografía tal como lo define Daniel Madelénat: la concisión; cierta separación entre actos y ethos, entre el hombre y sus obras, aunque en nuestro caso, lo hemos visto, la personalidad de Góngora, su modestia y su benevolencia en particular, influyen en sus composiciones cuya dimensión satírica nuestro autor se esfuerza por minusvalorar; una finalidad clara, una tesis casi, que el biógrafo desarrolla a lo largo de su texto (como la de un Petrarca ejemplar que combina perfectamente su función de literato y su vida pública o, al revés, la de un Dante al margen de la sociedad, en la Vida respectiva que les consagra Boccacio). En este caso, la tesis, puramente negativa, consiste en negar el valor de la Vida Hoces, insinuando que su retrato del poeta es poco fidedigno. Aunque en el Escrutinio la vida peculiar del poeta todavía se limita a la ilustración de un carácter o de una función, despuntan ya algunas características del desarrollo ulterior de la biografía romántica, que intenta sugerir lo que el individuo tiene de único. Es obvio por lo demás que se trata menos, en nuestro Escrutinio, de llevar a cabo una biografía imparcial y desapasionada del poeta que de enaltecerlo, de forma aún más manifiesta que en la Vida Hoces: Góngora constituye un dechado de modestia — su único defecto sería precisamente un exceso de modestia: «si culpa pudo tener, lo es dejar cosas tan superiores a la elección de sus aficionados, no obstante que esto sea el extremo de modestia que el natural de don Luis profesó en sus obras» —, de magnanimidad, lo que le impediría escribir verdaderas sátiras (al revés de lo que decía la Vida Hoces), y de desprendimiento; no estaría en la Corte para enriquecerse o por «necesidad», como lo escribía su biógrafo anterior, sino para no desairar a los hombres influyentes que lo invitaron y por su apetito de cosas bellas y nobles — «… a instancia de tanto señor grande, ministros y aun privados, mecenas de las buenas letras», «don Luis fue muchas veces a Madrid, con no más ocasión que por ser esta corte centro de los insignes en todo género», «todo esto tan lentamente solicitado que casi se le vino a las manos, acusando al dárselas el privado su silencio». Este abultamiento de la dimensión encomiástica sitúa, pues, a nuestro autor dentro de la tradición biográfica clásica, vinculada, ya desde sus orígenes, a lo epidíctico; basta con recordar, ya desde el siglo IV a. C., el Agesilao de Jenofonte o el Elogio de Helena de Isócrates, obras en las que la idealización prevalece sobre la veracidad fáctica y cronológica. La biografía literaria florece especialmente dentro de la Escuela peripatética bajo la pluma de Antígono de Caristo; en Roma resurge, bajo el impulso de Suetonio, y se posiciona siempre, al parecer, en un movimiento de polarización, del lado del elogio o del vituperio. Fiel a esta tradición de un género biográfico emparentado con lo epidíctico, lo que se acentúa con la emergencia de la hagiografía en el siglo IV, nuestro autor adopta un tono hiperbólicamente elogioso a base de superlativos tanto absolutos («agudísimo», «vivísimos») como relativos («apellidos en ella de los más esclarecidos», «comedia de los más propios, lucidos y elegantes versos …»), de epítetos laudatorios («grande (infinitas veces) don Luis», «gran varón», «buen cuerpo») y de cuantificadores intensivos («tanto varón aún más merece», «donde tan venerado es su nombre»). Aunque de modo menos llamativo, menos sistemático y riguroso que en la Vida menor, la Vida mayor y la Vida Hoces, se encuentran en el Escrutinio algunos de los lugares retóricos (topoi) del elogio de las personas, como se detectan ya en uno de los primeros ejemplos conservados de panegírico, el Evágoras de Isócrates, y que formalizó Menandro el Rétor, en los dos tratados del siglo III que se le atribuyen. De esta lista más o menos fija que atraviesa toda la antigüedad grecorromana hasta las Vidas de los poetas del Renacimiento, nuestro Escrutinio hace suyos los topoi siguientes: genos (patria/familia), genesis (nacimiento), physis (naturaleza), sôma (cualidades físicas), la infancia, la educación (paideia), epitêdeumata (modo de vida/comportamiento), praxeis (las acciones), tykhé (la fortuna), etc. Cabe recordar por lo demás que el Escrutinio se inscribe en un género particular de biografía panegírica muy de boga en el Renacimiento italiano, el de las Vidas de poetas y artistas, desde las Vite escritas por Boccaccio en el siglo XIV hasta las Vite de' più eccellenti architetti, pittori et scultori italiani (1550) de Vasari. En España, el género aparece a raíz de la traducción en castellano por Alfonso de Palencia de las traducciones latinas de las Vidas paralelas de Plutarco, reunidas y publicadas por Giovannantonio Campano (1478), entre las cuales destacan algunas Vidas de escritores. Otro signo distintivo fuerte de su pertenencia al género de las Vidas de poeta sería la posición liminar que ocupa en el manuscrito Estrada, lugar privilegiado para la expresión biográfica en los siglos XVI y XVII: mencionemos, entre otros ejemplos, la Vita e Costume del poeta que abre la colección Sonetti, canzoni e triomphi di M. Franceso Petrarca (1541), la Vida de Garcilaso de la Vega de Tomás Tamayo de Vargas (1622) o el Breve discurso sobre la vida de Francisco de Figueroa de Luis Tribaldos de Toledo (1625). Es aún más cierto cuando se trata de obras completas publicadas póstumamente; es el caso de nuestro texto: como escribe Genette, al menos desde la tradición de las Vidas de los trovadores insertadas en colecciones poéticas del siglo XIII, todas las grandes ediciones de la edad clásica se abren con una Vida del autor. El Escrutinio no es excepción. En la medida en que el autor del Escrutinio se presenta como un amigo cercano del poeta, otra fuente primordial sería el conocimiento empírico y la propia vida, las vivencias personales de José Pérez de Ribas (de aceptar la hipótesis sólida de Carreira), a quien fue dada la oportunidad de frecuentar al poeta, tal vez de mantener una correspondencia con él. Esto tal vez pudiera explicar el cariz anecdótico que toma la parte biográfica del texto — véanse las anécdotas del perulero, de la nenia o de la litera mandada por el conde de Villamediana — con respecto a la Vida menor, la Vida mayor y la Vida Hoces, así como la importancia de los dichos atribuidos a Góngora. La anécdota constituía, claro está, un elemento sobresaliente de la biografía clásica que formaría parte directa o indirectamente del bagaje cultural de nuestro autor, como hemos dicho, así como la reproducción de algunas palabras o agudezas de los biografiados. Esto es lo que escribía al respecto Plutarco al principio de su vida de Alejandro Magno: «Es preciso tener en cuenta que mi propósito no es escribir historias, sino vidas. Y las hazañas más gloriosas no siempre revelan la virtud o el vicio. A veces un detalle menor, una palabra o una broma proporcionan mayor información sobre el carácter que las batallas con millares de muertos, las grandes expediciones, o los asedios de ciudades. … Permítaseme centrar mi atención en los signos del alma y retratar a partir de ellos la vida de cada cual …». A pesar de que la anécdota y la reproducción de frases ingeniosas están codificadas y se encuentran por supuesto en escritos de biógrafos posteriores en siglos al personaje cuya vida relatan, el autor del Escrutinio da a pensar que las conoció o las oyó de primera mano; de hecho, es el primero en contarlas. La suya pertenece a la categoría de esas biografías que por dimanar de un conocimiento directo del individuo cuya vida se cuenta logran transmitir una impresión de intimidad y hacer que se esclarezca el temperamento del personaje ilustre bajo una luz nueva, tal como ocurre en la Vida de Ignacio de Loyola (1572) de Pedro de Ribadeneira, uno de sus primeros discípulos, o medio siglo después del Escrutinio, con la Vie de Blaise Pascal (1684) escrita por su hermana. 6. Conceptos debatidos Un texto poco dado a la argumentación Este apartado se justifica para textos propiamente polémicos que impugnan o propugnan la nueva poesía practicada por Góngora y sus seguidores y desarrollan por ende una argumentación más o menor precisa, valiéndose de unas nociones abstractas para aquilatarla, censurarla o defenderla. Nuestro texto no entabla una polémica con los «émulos» de Góngora — para retomar el calificativo utilizado por el autor —, a los que no menciona más que una vez, sino con otros admiradores suyos (en el orden de aparición, Vicuña, Salcedo Coronel o Pellicer, Paravicino, probable autor de la Vida Hoces, y el editor mismo); se trata en realidad de un fallo severo de nuestro autor sobre las obras impresas del poeta, de una especie de fe de erratas muy desarrollada que cobra una dimensión literaria inhabitual, más que de una polémica stricto sensu. Debido a una dimensión fáctica y anecdótica marcada y el hecho de que pase revista a veintiséis composiciones en apenas unos cinco folios para revisar el nombre de tal o cual dedicatario y rechazar las atribuciones falsas, el Escrutinio no entra sino de forma periférica en el terreno conceptual y, cuando lo hace, su argumentación es muchas veces titubeante, cuando no inexistente. Puesto que ya los hemos comentado casi todos con mayor o menor detenimiento en nuestra anotación, nos limitamos aquí a exponer enumerativa y brevemente los conceptos al que alude. Refiriéndose probablemente a las Lecciones solemnes de Pellicer, afirma la inutilidad de lo que parece ser una nueva moda consistente en la anotación de las obras de Góngora, tanto por dirigirse a unos lectores ya acostumbrados a su estilo como por oscurecer lo que ya era difícil de por sí («son confusión sobre confusión») y ostentar una erudición irrelevante y fatigosa. Es una opinión que se emite en varios textos de la polémica, puesto que todavía sigue sorprendiendo y resultando chocante la práctica del comentario de autores modernos. Para no dar más que un ejemplo, en las epístolas de La Filomena, el anónimo «señor de estos reinos» que se dirige a Lope de Vega (remitimos a 1621_papel y lo que escribe Pedro Conde Parrado en su edición) declara: «si en esta frasi se escriben libros, será necesario que salgan la primera vez con sus comentos, y estos pienso yo que se hacen para declarar después de muchos años las dificultades que en otras lenguas o fueron sucesos de aquella edad o costumbres de su provincia; que en lo que es historia y fábula ya tenemos muchos, y pienso que los que ahora comentan no hacen más de hacer otras cosas a propósito por ostentación de sus ingenios». Estas aserciones relativas a lo inane de unos escolios que — especialmente en el caso de textos recientes que no mencionan realidades de otras épocas u otras civilizaciones — solo sirven para contentar la vanidad de sus autores sitúan a nuestros textos en la órbita de la polémica en torno a las Anotaciones de Fernando de Herrera a la poesía de Garcilaso de la Vega. Uno de los aspectos más controvertidos de estos comentarios fueron precisamente las digresiones en que se explayaba el sevillano, sus divagaciones eruditas: el propio Brocense, autor él también de unas anotaciones a la poesía de Garcilaso, elogia la brevedad de las notas de Luis Gómez de Tapia en su edición de Os Lusíadas con respecto a las de Herrera. Estas arremetidas contra las Anotaciones, y este argumento en particular, vuelven a aparecer, expresados en términos menos mesurados, bajo de la pluma del Prete Jacopín, de Juan de la Cueva y de otros escritores que también participaron en la polémica gongorina, tales como Tomás Tamayo de Vargas, Manuel de Faria e Sousa e, ¡ironía del destino!, de la persona quizá menos indicada sobre el particular, el propio Pellicer — cuya erudición farragosa condena el autor del Escrutinio — en sus Lecciones solemnes: «Fernando de Herrera in notis ad Garci-Lassum hace contra él un pesado discurso y largo». La coincidencia de algunos argumentos y de los escritores que los utilizan confirma que, si bien con características propias y repercusiones diferentes, una polémica empalma con otra. Nuestro autor aboga por la superioridad de Góngora con respecto a «los mejores, gloria de la antigüedad», y, con motivo de este aserto, roza el delicado tema de la adscripción genérica de las obras de Góngora: «Góngora, émulo y aun vencedor de Homero, de Virgilio y de los mejores, gloria de la antigüedad — porque no parezca juicio temerario, en su género, se entiende». Ya le parezca obvio, ya prefiera sortear la dificultad, deja las cosas en una vaga indeterminación. Roza pues la cuestión espinosa de poner un marbete genérico a las obras de Góngora que preocupa a otros polemistas: poeta bucólico para el anónimo remitente de una carta en que da su parecer sobre las Soledades, poeta lírico para Pellicer, epigramático para los que lo comparan con Marcial — «fueron sus sales no menos celebradas que las de Marcial», escribe por ejemplo Lope de Vega en 1621_papel —, poeta de «partos heroicos» para Vázquez Siruela o poeta sin más para un Pedro de Valencia que retoma en una carta fragmentos del Tratado de lo sublime del Pseudo-Longino, manejando el concepto de lo sublime, que le concede al artista independencia con respecto a las normas genéricas, etc. En esta misma línea, nuestro autor se niega primero de forma muy categórica a reconocer que Góngora sea un poeta satírico, antes de desdecirse y matizar de forma vacilante su juicio, revelando tal vez cierta incertidumbre crítica. Condena la predicación culta (la que practica Paravicino en calidad de autor plausibilísimo de la Vida Hoces), haciendo girar su discurso alrededor de dos conceptos opuestos que muy a menudo van juntos en los textos de la polémica gongorina y que nuestro autor presenta adoptando primero irónicamente la postura de los mismos oradores profesionales a los que desautoriza: claridad («esta arenga, inculta por clara») contra oscuridad («si no … predicáis oscuro, no es culto», «sermones cultos (oscuros, se entiende)». La pareja antinómica se asocia con la de lo culto contra lo inculto. Por más que insista, por medio del políptoton, en la oscuridad de esos sermones que califica despectivamente de cultos — «… que no los entienda el oyente», «no se le ha entendido palabra», «háyase entendido o no», «ni los entiende ni antes los entendió» —, no explicita en ningún momento, ni siquiera de forma alusiva, dónde reside la oscuridad, si esta se debe a la sintaxis o al léxico (o a los dos), si tiene algún tipo de legitimidad o no, si procede de la expresión o del pensamiento, etc. Las reflexiones de nuestro autor no van pues más allá de un argumento ad personam, un ataque al hermetismo de Paravicino tanto en los sermones como en la Vida Hoces — de ser él su autor —, pero sin concretar. Aparte de estos conceptos poco desarrollados pero que exhiben cierta conciencia literaria, el autor deja filtrar algunas ideas: la necesidad de honrar activamente la memoria del poeta, especialmente por parte de su Córdoba natal; la eminencia del poeta tanto en prosa o en la conversación como en poesía; la adaptación del topos del «menosprecio de corte, alabanza de aldea», a través de la oposición entre una apacible ciudad de provincia entregada al ocio (Córdoba) y el dinamismo de la capital que incita a azacanarse; cierta concepción de la superioridad de Góngora (sin definir) que invalida por principio cualquier asimilación con los poetas medianos («¿cómo puede ser de don Luis? ¿Quién lo ha de creer?»). 7. Otras cuestiones Algunas consideraciones sobre el proceso editorial Las cuestiones filológicas de atribución y contextualización de los poemas que preocupan a nuestro autor se deben al consabido predominio de la circulación manuscrita de la poesía en aquel entonces. Como escribe Rodríguez-Moñino, a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII pocos poetas se preocupaban de disponer de un original de sus composiciones — en lo que a Góngora concierne, es especialmente agudo el contraste entre su extrema escrupulosidad creativa y su posterior desinterés por las propias obras—, y los volúmenes que recogían varias composiciones de un autor eran, las más de las veces, obra de un copista o de un amigo que reunía mal que bien un material de origen heteróclito y de atribución dudosa. Y aunque Góngora constituye una excepción por ser el único poeta lírico español del periodo cuyas obras manuscritas se explotan mercantilmente, eso no quita que la trazabilidad de cada composición sea insegura por la naturaleza misma de su circulación previa: el primer receptor de una composición aislada no necesitaba indicar de quién era, ya que lo sabía con suficiente certeza, pero al copiarse y volver a copiarse, alejándose cada vez más del ámbito restringido en que había sido concebida, acababa por convertirse en una pieza de procedencia incierta a la que había que atribuir el nombre de un autor. Se da la aparente paradoja de que el proceso editorial, que tendemos tal vez hoy en día a considerar como una forma de fijar los textos y clausurar el proceso creativo, no contribuye a poner orden en la producción de un autor, ni mucho menos zanjar los problemas de autoría, sino que al contrario añade confusión a la confusión: la edición Hoces de 1633, sigue la estructura de la edición del Homero español (1627), pero, en vez de delimitar más rigurosamente la producción gongorina, la acrecienta para mal; agrega en efecto cincuenta y dos sonetos, cuatro canciones, veinticinco décimas, treinta y cuatro romances, etc., entre los cuales están las dieciséis piezas que el autor del Escrutinio aparta con cierta exasperación. Se establece un curioso diálogo, paradójico desde nuestro punto de vista, entre impreso y manuscrito: «se da el caso de manuscritos elaborados a fin de enmendar un impreso que se considera descarriado …»; no sabemos lo que tiene exactamente en mente Carreira al escribir esto pero suponemos que se refiere a casos como el del manuscrito Estrada — con su Escrutinio. Este códice contiene, tal como se consigna en el primer folio, las obras de Góngora «corregidas de los vicios que hasta ahora padecen las impresiones todas», la de Hoces en particular. Es así como un impreso (Hoces), inspirado, al menos en cuanto a la estructura, en otro impreso (Vicuña), nacido él mismo de la reunión de varios manuscritos que difundieron las obras de Góngora, se ve corregido por un manuscrito (Estrada, el cual forma parte de los cerca de treinta códices integri gongorinos cuidadísimos, con epígrafes, adornos, signaturas, etc., mejores por lo general que las ediciones de la época) que, lo hemos dicho, aspira a su vez a entrar en prensa y convertirse en un impreso. No pretendemos revelar algo nuevo, sino insistir simplemente en la complejidad de las relaciones que se tejen entre manuscritos e impresos en aquel entonces y de las que el texto que editamos es un buen ejemplo. Todas estas falsas atribuciones que registra el Escrutinio se explican, pues, por el proceso amplificatorio de la edición Hoces con respecto a la de Vicuña — que ya había amplificado no poco en sus últimas páginas —, el cual se debe en primera instancia, lo hemos dicho, al estatus de la poesía como tal a principios del siglo XVII. Como se ha señalado ya muchas veces, si exceptuamos determinadas composiciones extensas (de carácter narrativo, épico o religioso), el poema aurisecular no se escribe para ser impreso, al menos no de forma inmediata — siendo los desalentadores imperativos de la censura previa y cierta desconfianza elitista para con la imprenta dos factores claves —, sino para ser dirigido a una determinada persona (una dama en el caso del billete amoroso por ejemplo), leído en tertulias, recitado para un acto público, en una academia o un salón cortesano. Aparte de la transmisión oral, una vez compuesto el poema, este se difunde por vía manuscrita, pasa de mano en mano y se va incorporando por ejemplo a los cartapacios de poesías compilados por aficionados, de modo que la obra en cuestión deja de pertenecer a su autor y se pierde en los recovecos de un recorrido casi imposible de reconstruir retrospectivamente. Cuando una poesía llega de una forma u otra a la imprenta, ha desarrollado por consiguiente ya buena parte de su transmisión a través del manuscrito (tanto en cancioneros individuales como en compilaciones misceláneas), con todos los errores de atribución, las imprecisiones referidas a las circunstancias de redacción, las refundiciones, la sarta de variantes que esto conlleva. Si es cierto que cierta cantidad de poesías de Góngora se habían publicado ya antes de la edición de Vicuña, en el Romancero general (1600) o en la Primera parte de las Flores de poetas ilustres de España de Pedro Espinosa (1605), por ejemplo, lo sustancial de su obra se publicó después de su muerte. Así que, de no ser el editor un amigo o una persona muy próxima al poeta, con mayor razón cuando este se ha muerto — y recordemos que si bien no es el caso, por ejemplo, de Lope de Vega, del Príncipe de Esquilache, de Juan de Jáuregui o de Vicente Espinel, gran parte de la poesía áurea se publica después de fallecer sus autores —, puede ocurrir que dé a luz una edición llena de los errores que casi saca de quicios al autor de nuestro Escrutinio. Asimismo se explican las variantes en los paratextos y las inexactitudes en cuanto a los dedicatarios que este apunta a lo largo de nuestro texto: a diferencia de Chacón, en las notas de cuyo manuscrito intervino directamente Góngora y donde «se advierte … lo provincial, y los casos particulares, y las alusiones que tocan a uno y otro, que es lo que no puede alcanzar la erudición, ni la posteridad conservar memoria», según sus propias palabras, Hoces tuvo que prescindir de esta valiosa ayuda. 8. Conclusión Un gongorista moderno avant la lettre El Escrutinio merece nuestra atención, ante todo, en cuanto precursor y anunciador de la crítica gongorina moderna. Su autor forma parte de los que Carreira califica de «verdaderos gongoristas» que, ante la inundación de textos atribuidos, tratan de acotar lo propiamente gongorino. A este grupo selecto pertenecen el propio poeta, que al final del segundo volumen del manuscrito Chacón rechaza treinta y cuatro poemas que le han sido erróneamente atribuidos — se equivoca en una décima — y escribe en el manuscrito PR ya referido, junto a las coplas de una letrilla, «no son mías las que siguen». El señor de Polvoranca y otros amigos del ya difunto poeta rechazaron por su parte otras veintiuna composiciones que le eran inconsideradamente adscritas, y Pérez de Ribas, a continuación, rechaza falsas atribuciones del propio Chacón en el ms. PR. El ms. 4.118 de la Biblioteca Nacional, que nos permite sorprender, como comenta Carreira, el proceso recopilador a medida que se va haciendo, cuenta a partir de su segunda mitad con notas marginales tales como «no es de Góngora», «no es de don Luis, no se traslade», prueba de que para los que componían este tipo de cuadernillo a medio camino entre borrador y texto definitivo, importaban mucho los problemas de autoría. El Escrutinio — cuyo autor debe de ser el mismo Pérez de Ribas — se inscribe en esta misma línea, rechazando dieciséis composiciones y cavando un surco que seguirán después muchos gongoristas interesados por el tema de las atribuciones: cuando Foulché-Delbosc publica sus cincuenta y cinco poesías atribuidas a Góngora (1906) o Carreira sus Nuevos poemas atribuidos a Góngora (1994), para dar un ejemplo que abre el siglo XX y otro que lo cierra, el quehacer investigador radica en la búsqueda de textos inéditos atribuidos a Góngora, mientras que en un periodo en que los editores o colectores le atribuían poemas a diestro y siniestro — Carreira apunta más de doscientos romances atribuidos en su monumental edición de 1998 —, el autor del Escrutinio tiende a circunscribir más bien la obra del poeta, que corre peligro de verse ahogada por esa profusión de atribuciones parasitarias. Mientras que a nosotros pueden interesarnos hasta cierto punto las piezas falsamente atribuidas a Góngora — especialmente porque a partir de ellas se accedería a lo que los coetáneos sentían como propiamente gongorino —, nuestro autor, en un momento en que el gongorismo es un campo, si no inexistente, aún más que balbuciente y los contornos de la producción de Góngora resultan borrosos, trata sobre todo de separar el grano de la paja. Sea lo que fuere, las primicias del estudio y ecdótica en torno a Góngora despuntan ya desde principios del siglo XVII, mientras este aún estaba vivo, y el Escrutinio marcaría al respecto uno de los primeros hitos de la erudición y crítica gongorinas, que se constituye como un campo de investigación de pleno derecho, sin reivindicar este nombre, pero de forma mucho más temprana que para otros poetas de la época. Su caso solo es parangonable tal vez con la labor ecdótica llevada a cabo por Fernando de Herrera con respecto a la obra de Garcilaso de la Vega. El empeño en desechar las composiciones que se atribuyeron erróneamente a Quevedo — para tomar al otro gran poeta del periodo — no se manifestó por ejemplo antes de finales del siglo XIX, con Florencio Janer (1877), Aureliano Fernández-Guerra (1897-1903), y luego Luis Astrana Marín (1932), hasta José Manuel Blecua (1969-1981). Al igual que los debates intensos que suscitó Góngora, las exégesis a mansalva que generó y la actividad mercantil desacostumbrada que se desarrolló en torno a los manuscritos que recogían sus obras, el Escrutinio, con su interés acusado por rechazar las adjudicaciones falsas y acendrar su producción poética, es un testimonio más de que el vate se ha convertido ya en un clásico para sus contemporáneos. 9. Establecimiento del texto Tal como lo hizo en su tiempo Foulché-Delbosc — sin modernizar la lengua — cuando sacó el Escrutinio del olvido, nos hemos basado, para establecer el texto, en el ya mencionado manuscrito Estrada de la Fundación Lázaro Galdiano, cuya portada reza: Contiene este volumen las obras que se han podido adquirir del gran don Luis de Góngora y Argote, príncipe y Homero de las poesías de España. Corregidas de los vicios, que hasta hora padecen las impresiones todas, que de ellas han salido por las noticias que dejó su mismo autor (f. 1r). En cuanto a sus características externas, sintetizamos las informaciones proporcionadas por Yeves: códice completo, en buen estado, de cuidada caligrafía, reclamos en cada página, papel de calidad y valiosa encuadernación ricamente adornada en piel negra sobre tabla, consta de 611 páginas útiles — no está foliado sino paginado — y mide 247 x 179 milímetros. La incorporación de algunas composiciones en los preliminares y de un índice de versos hace pensar que podría tratarse de una copia preparada para la imprenta aunque la presentación y características del mismo también son propias de un ejemplar de encargo o para un regalo. Como reza el primer folio, «contiene … las obras que se han podido adquirir del gran don Luis de Góngora y Argote, príncipe y Homero de las poesías de España», a saber, en el orden de presentación de las composiciones: los sonetos, las canciones, las octavas sacras, los tercetos, las décimas, las letrillas, los romances, el Polifemo, las Soledades, el Panegírico y las tres comedias. Perteneció sucesivamente a F. Estrada (en 1836), a Quaritch, a la librería Damascène Morgand, al librero londinense R. J. Turner y a R. Foulché-Delbosc. El hispanista francés debió de venderlo, porque en 1922 lo ofrecía en venta Karl W. Hiersemann, librero de Leipzig, de quien suponemos que lo habrá adquirido J. Lázaro. Lo hemos cotejado con el manuscrito 19.004 de la Biblioteca Nacional (Versos satíricos del gran don Luis de Góngora y Argote, Príncipe y Homero de las poesías de España, que por lo satírico no se han impreso con las demás obras suyas), que contiene también el Escrutinio (f. 4v-12v), lo que nos ha permitido realizar ope codicis un par de correcciones nimias, que no alteran en absoluto el sentido del texto — véanse por ejemplo las notas XXV y III —, pero que de tan obvias habrían podido hacerse ope ingenii. De fecha más tardía (1663), lo habría copiado del ms. E según Carreira, porque su versión del Escrutinio incluye el soneto cuyo primer verso es «Cuando entre alados, cante, serafines», que destaca por la misma hipermetría en el verso 11 y ambos omiten un verbo necesario en la frase «Dos o tres … niegue». Reproducimos a pie de página los cuatro comentarios escuetos que alguien escribió en los márgenes del manuscrito a modo de complemento de información. Hemos consultado también el manuscrito 3906 de la Biblioteca Nacional (Papeles varios gongorinos, 32 f. con la Égloga fúnebre de Martín de Angulo y Pulgar + 700 f. 220 x 160 mm, CS), que perteneció al canónigo Cuesta Saavedra y a Martín de Angulo y Pulgar, y recoge la primera mitad del Escrutinio aproximadamente — desde el inicio hasta lo que dice el autor acerca del destinatario del poema «Tú, cuyo ilustre, (entre una y otra almena», f. 536r-440r. Presenta poquísimas diferencias con la versión del ms. E, excepto la desaparición de un largo pasaje que, lejos de ser una interpolación embolismática, como sostienen los Millé, que también reprodujeron el Escrutinio como apéndice a las Obras completas de Góngora, parece indicar que el autor debía de pensar que Paravicino era el que compuso nuestro texto. Este manuscrito nos incitó también a optar por el verbo «parecer» — que faltaba en E — para hacer más correcta la frase «Dos o tres … niegue» que hemos apuntado anteriormente. El ms. Rennert (37 Span, Biblioteca de la Universidad de Pennsylvania) contuvo también el Escrutinio, pero a fines del siglo XIX ya lo había perdido. Aunque la mayor parte de las diferencias son ecdóticamente insignificantes y muchas conciernen a las abreviaturas introducidas por AA y CS — D. y D. L., respectivamente, en vez de don Luis en E —, hemos indicado todas las variantes en las correspondientes notas de aparato crítico tanto las cinco veces en que nos hemos decantado por ellas en vez de por el ms. E, por supuesto, como todas las demás veces, ampliamente mayoritarias, en que seguimos fielmente a E; las lecturas de los otros dos testimonios manuscritos que quedan reflejadas en nuestra edición solo tienen en este último caso un valor informativo. Queremos expresar nuestro más encarecido agradecimiento a Antonio Carreira, Pedro Conde Parrado y Mercedes Blanco, por haber dedicado el tiempo de que no disponen para revisar tan atentamente nuestra edición. 10. Bibliografía 10.2 Obras citadas por el editor 10.2.1 Manuscritos Fundación Lázaro Galdiano, ms. 23-17 (Estrada): Contiene este volumen las obras que se han podido adquirir del gran don Luis de Góngora y Argote, príncipe y Homero de las poesías de España. El Escrutinio ocupa los f. 2v-7v. Biblioteca Nacional, ms. 19.004: Versos satíricos del gran don Luis de Góngora y Argote, Príncipe y Homero de las poesías de España, que por lo satírico no se han impreso con las demás obras suyas. 1663, f. 4v-12v para el Escrutinio. Biblioteca Nacional, ms. 3906: Papeles varios gongorinos. Contiene la primera mitad del Escrutinio (f. 536r-440r). 10.2.2 Impresos anteriores a 1800 Salcedo Coronel, García de: 10.2.3 Impresos posteriores a 1800 Alarcos Llorach, Emilio: Allés Torrent, Susanna: Alonso Asenjo, Julio: Alonso, Dámaso: —, y Galvarriato de Alonso, Eulalia, Artigas, Miguel: Barrera y Leirado, Cayetano Alberto de la: Bartuschat, Johannes: Blanco, Mercedes: Blecua, Alberto: Canavaggio, Jean: Carrasco Urgoiti, María Soledad: Carreira, Antonio: Cayuela, Anne: Cerdan, Francis: Cervantes, Miguel de: Covarrubias Orozco, Sebastián de: Cruz Casado, Antonio: Cuesta Abad, José Manuel: Daza Somoano, Juan Manuel: Diallo, Karidjatou: Didier, Achille: Dolfi, Laura: Dorion, Louis-André: Fernández-Guerra y Orbe, Aureliano: Foulché-Delbosc, Raymond: Gallardo, Bartolomé José: Genette, Gérard: Góngora, Luis de: Gracián, Baltasar, Guerra Caminiti, Estrella: Guevara, Antonio de: Heredia Mantis, María: Herrera, Fernando de: Iglesias Feijoo, Luis: Jammes, Robert: Jáuregui, Juan de: Kendall, Paul Murray: Laguna Mariscal, Gabriel: Lara Garrido, José: Lázaro Galdiano, José : —, y Reinach, Salomon, Liñán de Riaza, Pedro: López Bueno, Begoña: Ly, Nadine: Madelénat, Daniel: Madroñal Durán, Abraham: Marías, Fernando: Martínez Hernández, Santiago : Moll, Jaime: Montero, Juan: Osuna, Inmaculada: Osuna Cabezas, María José: Paz, Amelia de: Pérez Cuenca, Isabel: Pérez Lasheras, Antonio: Pernot, Laurent: Plinio Segundo, Cayo (El Joven) : Plutarco, Pseudo: Ponce Cárdenas, Jesús: Quevedo, Francisco de: Quintiliano, Marco Fabio: Ramajo Caño, Antonio: Ramírez de Arellano, Rafael: Randolph, F. Julian: Real Academia Española: Real Academia De La Historia: Rodríguez Garrido, José Antonio: Rodríguez-Moñino, Antonio: Roses Lozano, Joaquín: Salinas, Juan de: Sánchez Mariana, Manuel: Sánchez Portero, Antonio: Santos, Francisco: Serís, Homero: Sierra Matute, Víctor: Soria Mesa, Enrique: Valverde Madrid, José: —, y MORENO MANZANO, Joaquín, Vega, Lope de: Wild, Francine: Yeves, Juan Antonio: **** *book_ *id_body-2 *date_1633 *creator_anonimo *resp_perez_de_ribas,_jose *date_1633 Escrutinio sobre las impresiones de las obras poéticas de don Luis de Góngora y Argote Visto lo impreso de las obras de don Luis de Góngora y Argote hasta hoy, se advierte lo que llevan siniestro, para que si hubiere lugar se enmiende. Haya nacido en buen hora donLuis de Góngora en Córdoba, y sean sus padres (como lo fueron) don Francisco de Argote y doña Leonor de Góngora, apellidos en ella de los más esclarecidos caballeros a fuer de toda verdad. Sea su nacimiento en jueves, a once de julio del año de mil quinientos sesenta y uno. Haya vivido sesenta y cinco años, diez meses y trece días, y a Dios pluguiera fueran muchos más. No se quede que fue en segundo día de Pascua de Espíritu Santo. Esté enterrado en la iglesia catedral de Córdoba, en la capilla del señor Santo Bartolomé. Particulares son estos dignos de memoria pues tanto varón aún más merece. Ni se quede, pues, que, pasando un caballero perulero de Sevilla a Madrid, preguntó en Córdoba por don Luis. Supo que era muerto pocos días había. Solicitó al sacristán de la capilla de su entierro para que se le mostrase (que aun muerto le quiso ver), y hay quien dice que le ofreció muchos escudos por esta demostración. Si aceptó el sacristán o no, ¿cómo se puede afirmar? Sus obras se han estampado a trozos por hombres eminentes y afectos a ellas. Débeseles agradecimiento: a la intención, sí, al hecho, no, porque el primero llegó a manos de su autor no con lunares ni con borrones, con más, sí, abominables errores: ofensa sin culpa, si no lo es la ignorancia. El segundo, con defensas o anotaciones, o como quisiere llamarlas el lector pío; grande fatiga, erudición grande, grandes noticias: es, cierto, digna de su autor, venerado en España por eminente; pero parece inútil, porque aquellos que han seguido el genio de don Luis, dueños de sus frasis y modo, ni las han menester ni las aprueban; como asimismo, para los que no conocen estas partes, son confusión sobre confusión, laberinto sobre laberinto: tal les sucedió a las bien trabajadas defensas contra aquel aún más que desventurado Antídoto. El tercero tomo que salió de la estampa, es de admirar que, siendo por la disposición de un curioso aficionado, hijo de Córdoba, y del mismo tiempo, saliese con tantas ofensas para la legalidad que se debe a intentos tales, como se verán cuando se llegue a tocarlas, para donde se cita al lector. Y se le advierte que no se ponen todas, pues, para hacerlo, fuera necesario volver a fundir el volumen. Olvidósele a este ingenio devoto, cuando por mayor se cargó de la vida de don Luis, de describir su efigie con el pincel de su pluma, quizá con más felicidad que salió la lámina del buril. Pues, ya que para España no es necesario, por haber sido tan conocido de todos, para los venideros, para Italia, Francia, Flandes, Alemania, para Europa toda, para las Indias de Castilla y de Portugal, donde tan venerado es su nombre, si bien se le deben estatuas de mármol, de bronce, de eternidades a su memoria: culpa (si no de España) de Córdoba, cuyo hijo fue, que se contenta solo con sustentar la nobleza, sin que la hayan corrompido los siglos, dignidades, privanzas de reyes ni los mayores intereses; loable acción, no empero digna de que desprecie la honra que le dan hijos semejantes: los Sénecas, Lucano, Avicena y el jamás enteramente admirado Gonzalo Fernández de Córdoba, Gran Capitán, terror de las naciones y veneración de ellas, no solo de España y Córdoba, por su espada invencible, como así por la pluma del grande (infinitas veces) don Luis de Góngora, émulo y aun vencedor de Homero, de Virgilio y de los mejores, gloria de la antigüedad — porque no parezca juicio temerario, en su género, se entiende. Fue don Luis de buen cuerpo, alto, robusto, blanco y rojo, pelo negro. Así lo dice él en su retrato; de aquel tiempo se habla: fue un tiempo castaña, pero ya es morcilla. Ojos grandes, negros, vivísimos, corva la nariz, señal de hábil, como todo su rostro la dio; adornó el talle y el aire de sus movimientos los hábitos clericales. Habló en las veras con eminencia grande, aun en prosa. En las burlas joviales, fue agudísimo picante (sin pasar de la ropa) y, envuelto en los donaires, con que entretenía, se dejaba oír sentenciosamente. Daba orejas a las advertencias o censuras, modesto, y con gusto. Enmendaba, si había qué, sin presumir: tanto que, haciendo una nenia a la translación de los huesos del insigne castellano Garcilaso de la Vega a nuevo y más suntuoso sepulcro por sus descendientes, una de sus coplas comunicó, y el que la oyó respondió con el silencio. Preguntole don Luis: «¿Qué? ¿No es buena?». Replicósele: «Sí, pero no para de don Luis». Sintiolo con decirle: «¡Fuerte cosa que no basten cuarenta años de aprobación para que se me fíe!». No se habló más en la materia. La noche de este día se volvieron a ver los dos, y lo primero que don Luis dijo, fue: «¡Ah, señor, soy como el gato de algalia, que a azotes da el olor! Ya está diferente la copla». Y así fue, porque se excedió a sí mismo en ella. Solía decir: «El mayor fiscal de mis obras soy yo». Otras veces dijo: «Deseo hacer algo, no para los muchos». Y veinte días antes de su muerte, se le oyó: «Ahora que empezaba a saber algo de la primera letra en el A. B. C., ¿me llama Dios? Cúmplase su voluntad». Repárese en la modestia. Los que no trataron este ingenio le tuvieron por satírico, y aun algunos de sus devotos. ¡Notable engaño! Véanse con cuidado sus obras, y se hallará en todas una doctrina general para estados, oficios, profesiones, tan bien tocada reprehensión que dijo un caballero (bonísimamente entendido): «Más me persuade una copla de don Luis de Góngora que un sermón de Castroverde». Dos o tres que pueden parecer o huelen a sátiras son cosas tan conocidas y públicas que no hay calle ni plaza que las niegue; que de su parte no tuvieron más de tocarlas en números, con donaire nunca oído. Quizá si las usaran los poetas modernos como los antiguos, que se les permitió, fueran por su temor menos los vicios. Así, que estas y otras se estampen o no, no las borrarán de la memoria ni el tiempo ni los émulos de don Luis (si los tiene) por ningún caso: antes, de siglo en siglo, y de gente en gente, correrá su tradición a las posteridades del mundo. Da que reparar la relación de la vida de don Luis. ¿Posible es que quien no supo sus exterioridades, pues con tantos absurdos estampó sus obras, supo lo interior de su pensamiento? No es creíble. Don Luis fue muchas veces a Madrid, con no más ocasión que por ser esta corte centro de los insignes en todo género, como él lo decía así: «Aquí me incitan motivos para trabajar, y a dejar el ocio con que Córdoba me persuade». Y la última, a instancia de tanto señor grande, ministros y aun privados, mecenas de las buenas letras y en particular del Conde de Villamediana, que, hasta enviarle litera en que fuese, no desistió. Y para no asistir acaso en la Corte, aceptó la merced que se le hizo con título de capellán de honor. Asimismo, procuró en las vacantes dos hábitos militares, que envió a sus dos sobrinos: mercedes con que los reyes ilustran la nobleza. Diéronle más: cuatrocientos ducados de renta, pensión sobre el obispado de su patria. Todo esto tan lentamente solicitado que casi se le vino a las manos, acusando al dárselas el privado su silencio. Es cierto que no le llevó a la Corte ambición ni interés, pues en su casa tuvo un cuento de renta sin obligaciones, bastante caudal para un bonete. Así que aquellos misterios intricados, confusos y aún más que oscuros a fuerza de estudio (mal perdido tiempo), en su Vida referidos, ni pasaron; y si pasar pudieron, difícil cosa de alcanzar. Esta arenga, inculta por clara, miseria de estos tiempos, conviene: a saber, que si no escribís y aun predicáis oscuro, no es culto, no sois crítico. El escribir, empero, vaya: no le leéis, y si le leéis, quedáis de la misma calidad que no habiéndole leído, pero sermones cultos (oscuros, se entiende), que consiste su mayor cosa, el trabajo, los estudios, en que no los entienda el oyente. No es de burla el caso: que se les predica a las deidades humanas culto, queda el orador con estimación, y no se le ha entendido palabra. Ninguna de ellas lo confiesa, porque a dos por tres le dirán que no es culto. Así ha de ser, pues, todo ministro: admire el sermón, háyase entendido o no. Ahora, pues, si el orador estampa los sudores cultos que predicó, a cuatro días que se los volváis, ni los entiende ni antes los entendió. Maréase y se ignora como el que mejor. Al fin, lector, toda esta mal taraceada armonía se resuelve solo en que el curioso sepa que eligió mal buenas noticias, así de las obras de don Luis, como de sus acciones. Y los aficionados vean los errores por mayor, que si bajásemos por menor a lo que cada verso tiene contra sí, del primer crisol necesita el volumen. F. 2. Soneto 6, que dice: Sacro pastor de pueblos, que, en florida Lo hizo don Luis al oratorio de donSancho Dávila, obispo de Jaén, insigne relicario de las más y mejores reliquias que tiene España, y para él dirá bien el último verso del soneto así: Cielo de cuerpos, vestüario de almas. F. 3. Soneto 15. Se hizo a la armada que pudiera llevar a los Marqueses de Ayamonte a México, no a la que los llevó, pues no fueron porque no aceptaron. Yerro leve. F. 8. Soneto 32, que dice: Tú, cuyo ilustre, (entre una y otra almena Se hizo a don Luis Manrique de Vargas, hijo del secretario Vargas y sucesor del palacio que labró en Toledo, obra insigne, y el don Luis, gran mecenas de los versos; y no ya, como dice el curioso, a don Tomás Tamayo de Vargas, que no tiene edificio tal en Toledo. Este yerro muda la forma casi del soneto. F. 37. Un soneto, que dice: Una vida bestial de encantamientos, ¿cómo puede ser de don Luis? ¿Quién lo ha de creer? F. 38. Un soneto, que dice: Rebelde y pertinaz entendimiento, ni es ni puede ser suyo. F. 54. Una octava, que dice: En sola su confusa montería es de don Luis, y está en el pedazo de la Comedia Venatoria. Excusado fuera duplicarla aquí. Es o del curioso o de la imprenta el yerro, pero todo desluce el volumen. F. 67. Una décima, que dice: Mentidero de Madrid. ¿cómo puede ser suya, por mala, y porque no habla bien de Villamediana? Ignorancia crasa. F. 67. Una letrilla, que dice: Arroyo, ¿en qué ha de parar se hizo a don Rodrigo Calderón, en su mayor privanza, y no a fulano de Arroyo, como dice el curioso, si ya no es beatería por no declarar el sujeto. F. 110. Un romance, que dice: Temo tanto los serenos, se hizo (¡atención!) a don Pedro Venegas de Figueroa, gran cortesano, estando en Córdoba huésped del Conde de Luque, donde a una alcoba concurría don Luis a jugar. Para el sujeto es excelente el romance, y para don Pedro de Cárdenas y Angulo (a quien se lo ahíja el curioso), muy disforme, y aun fuera malo el romance. F. 116. Un romance, que dice: En la pedregosa orilla por ningún caso lo hizo a su hermano, ni más origen tuvo que la fantasía. F. 125. Un romance, que dice: Labrando estaba Artemisa ni es suyo ni debe ser cosa tal de espíritu tan elevado. F. 125. Un romance, que dice: La que Persia vio en sus montes, ¡cuidado, por amor de Dios! No es de don Luis este romance, aunque es gallardo y valiente imitador suyo. Es de don Antonio de Paredes, divino ingenio, y que pudiera, si viviera, seguir a don Luis, y como suyo está impreso en sus obras. F. 126. Un romance, que dice: Conocidos mis deseos. No nos cansemos, que no es suyo. F. 128. Un romance que dice: En la beldad de Jacinta, si dijo don Luis que era suyo, digámosle que se engañó. F. 130. Un romance, que dice: Porque corre a despeñarse, en conformidad, digamos que no es suyo. F. 132. Un romance, que dice: Recibí vuestro billete, ¡ama, al corral con él, como con los libros de don Quijote! F. 132. Un romance, que dice: Mil años ha que no canto ¡vaya, ama, al corral! Perdone el curioso, que este romance, aunque más crecido que cuando nació, es de las niñerías de Lope de Vega (de los principios se dice, no se le tuerza el sentido), y no de don Luis. F. 134. Un romance, que dice: Así cantaba Riselo no es de don Luis, sino de Pedro de Liñán Arriaza, florido ingenio. F. 134. Un romance, que dice: ¡Ah, mis señores poetas! ¿posible es que haya quien pueda presumir que este romance es de don Luis, habiendo conocido alguno de sus versos? ¡Ama, aún más allá del corral vaya! F. 134. Un romance, que dice: De Amor con intercadencias, es muy bueno, pero no de don Luis. Es, pues, señor curioso, de Juan de Salinas, canónigo que fue de Segovia; quizá lo conocerá por canónigo, ya que por poeta no lo ha conocido, y crea que hizo lo que hizo de lo primero de nuestros tiempos. F. 135. Una octava, que dice: El pelícano rompe el duro pecho, se puede afirmar que no es de don Luis muy bien, sin cargo de conciencia. F. 135. Un soneto, que dice: Rebelde y pertinaz entendimiento. es el mismo que citamos en el f. 38, y como le pareció tan bien al curioso, lo quiso duplicar, aun a costa de imprenta y de papel. Vergüenza será, y de más que pertinaz entendimiento, poner duda en que obra tal no es de don Luis. F. 136. Un soneto, que dice: Antes que alguna caja luterana es de don Luis, y gallardo sin duda, pero crea el lector que es a diferentísimo asunto hecho, por más y más que lo contradiga el curioso que lo estampó. F. 142. Un romance, con lo que se le sigue, que dice así: En buen hora, oh gran Felipe, no nos matemos ahora por si es bueno o no, que ni es del caso ni será bien que lo sea; lo certísimo, sí, que no es de don Luis. Maravilla hace que obra tan copiosa se le fuese de la vista al curioso, y le trocase los frenos o los dueños. Paciencia. F. 189. Donde da principio el curioso a las nunca tan bien escritas Firmezas de Isabela, comedia de los más propios, lucidos y elegantes versos que las edades han visto representar en el teatro del mundo, desde su principio hasta hoy, y su traza ejecutada y guardada con todo el rigor del arte. Refiérese esto porque el curioso que la estampó, en la prefación, dijo, para advertencia, estas palabras: «Adviértase (dice) que la comedia de las Firmezas de Isabela, los fines de ella no son de don Luis, porque la acabó don Juan de Argote, su hermano». Hasta aquí son palabras del curioso; y lo cierto, que su hermano de don Luis se llamó don Juan de Góngora, apellido por el cual se conoció, y no por el de Argote (esto en el curioso es culpa, que en otro no lo fuera, no siendo de Córdoba, como él lo es), y asimismo, que este caballero don Juan no supo si su hermano hacía versos ni los oyó ni desperdició (digámoslo así) átomo de tiempo en saber si los había en el mundo, ni musas en el Parnaso. Así que, en estas materias, crea el lector que don Luis nació en Córdoba y su hermano en las Filipinas, o más distante. Y, supuesto esto, ¿hay alguno que se persuada a que don Juan acabó la comedia, y no don Luis? F. 233. Una décima que dice: Aquí yace, aunque a su costa, ¡no, no, no es de don Luis! F. 234. Un romance, que dice: Con ropilla, y sin camisa, no es suyo, ni de su hermano don Juan de Góngora, porque, aunque ignoró las musas, como está dicho, lo hiciera mucho mejor. Lo que resta se quede. Porque si verso a verso se hubiera de recorrer y enmendar el volumen, como queda apuntado, de nuevo es poco volverlo a encuadernar. Adviértase que hay romances y poesías en él que se quedan en confuso, para que el lector les dé el dueño que quisiere. Porque si tienen asomos o imitaciones de don Luis, por cierto (perdone este gran varón) que si culpa pudo tener, lo es dejar cosas tan superiores a la elección de sus aficionados, no obstante que esto sea el extremo de modestia que el natural de don Luis profesó en sus obras, pues muchas veces se le oyó, persuadiéndole sus amigos a que estampase, por temor de este peligro: «No. Mis obras», dijo, «en mi estimación no lo merecen. Si dicha tuvieren, alguno habrá después de mis días que lo haga». No uno, muchos sí, hay y habrá que lo trabajen, pero, hasta hoy, infelizmente todos, como se ha experimentado. Puédese atribuir a contraria fortuna, pues esa lo será que torciere el premio al mérito. Ande el tiempo: podrá ser que, sin errores y sin hurtarle pedazos, quizá las mejores salgan para la duración juntas todas fielmente a luz. Lleve la suerte este volumen a manos de algún aficionado — de los pocos, de los buenos se ha de presumir — a quien se pueda fiar su legalidad, y estámpelo; y será la paga dejar su nombre glorioso a buen seguro.