**** *book_ *id_body-1 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Introducción 1. Título: el Apologético, un arma de doble filo El título del tratado de Juan de Espinosa Medrano, repetido con distinta matriz tipográfica en la cartela con volutas de la portada y, en la página siguiente, dentro de una orla floral, dice así: «Apologético en favor de don Luis de Góngora, príncipe de los poetas líricos de España, contra Manuel de Faría y Sousa, caballero portugués». Viene después, en ambos lugares, la dedicatoria «al excelentísimo señor don Luis Méndez de Haro, duque conde de Olivares, etc.», y el nombre y cargos de «su autor el doctor Juan de Espinosa Medrano, colegial real en el insigne seminario de San Antonio el Magno, catedrático de artes y sagrada teología en él, cura rector de la santa iglesia catedral de la ciudad del Cuzco, cabeza de los reinos del Perú en el Nuevo Mundo». En ambos casos destacan, por encima de los demás renglones y tipos, los nombres de Luis de Góngora, Luis Méndez de Haro y Juan de Espinosa Medrano. El nombre de Manuel de Faría y Sousa, menos visible, completa la nómina de los citados. El propósito polémico de El Lunarejo queda claro desde el título: el nombre de Espinosa Medrano llega precedido de los de Góngora y del Duque Conde de Olivares, valido de Felipe IV, mecenas de Salcedo Coronel y enemigo del Portugal independiente; el nombre del contrario aparece, por su parte, aislado. Junto a estos cuatro nombres, podía esperarse el de Camões, puesto que Faría ataca a Góngora en su comentario de este poeta. Pero aunque no se le mencione, Camões es aludido en el apelativo «príncipe de los poetas líricos de España», que Espinosa Medrano dedica a Góngora respondiendo directamente al título del comentario del portugués: «Lusiadas de Luis de Camões, príncipe de los poetas de España. Al rey nuestro señor Felipe Cuarto el Grande. Comentadas por Manuel de Faría y Sousa, Caballero de la Orden de Cristo y de la Casa Real». La dedicatoria a Luis Méndez de Haro compite también con la de Faría a Felipe IV, que en 1639 era todavía un patrón plausible para el comentador de Camões por ser rey de las dos coronas ibéricas. Desde la portada, con un título construido sobre el de Faría, Espinosa Medrano exhibe el carácter polémico del Apologético. Este género especializado en la controversia tiene ilustres modelos antiguos: la oratoria forense o judicial y la literatura polémica de los primeros siglos de la cristiandad. En origen, una apología es una pieza de elocuencia forense cuyo objeto es defender a un acusado: se compone de una refutatio de los cargos, seguida por una breve defensa basada en un examen de la vida del acusado, argumentando la nulidad de la inculpación a partir del probabile ex vita. Posteriormente, historiadores del cristianismo como Eusebio de Cesarea o Lactancio adoptaron el término, como equivalente de refutatio o defensio, para describir una literatura polémica que defiende el cristianismo refutando las calumnias y burlas de los gentiles. Para Eusebio de Cesarea, el primer criterio genérico de la apología es su contexto enunciativo: los tratados que define de esta manera están dedicados y dirigidos a alguna autoridad, emperador, príncipe o senado. San Jerónimo, en su De viris illustribus y en la Epístola 70, renuncia a este criterio genérico así como al término mismo de apología, refiriéndose a este género como libri contra o adversus gentes. Así culmina un proceso de transformación en el que la apología en sentido estricto, entendida como discurso de un abogado en defensa de su cliente, pasa a abarcar textos dispares de autores cristianos en contra del paganismo (contra gentes): libros que pueden tener forma de defensa o de invectiva, o ser exhortaciones a la conversión, pasando pues del género judicial al deliberativo. El Apologético cita varios testimonios de la vertiente cristiana del género, empezando por el Apologeticum de Tertuliano, del que traduce directamente el título, siguiendo un uso muy extendido. Más significativo es el epígrafe, de Gregorio Nacianceno, que pertenece a un texto polémico del santo. En la sección primera del libro, Espinosa Medrano calca un lugar de la apología de San Jerónimo contra Domnio, para dirigir un argumento ad hominem contra Manuel de Faría (sección I, § 2). La máscara de San Jerónimo sirve para que El Lunarejo la emprenda contra el portugués, nuevo Domnio, rebatiendo su acusación hacia Góngora como «Mahoma de los poetas». Esta comparación entre Góngora y Mahoma, quizá por situarse en un plano fronterizo con la religión, da ocasión al cuzqueño de exhibir su cultura teológica y de situar su opúsculo en la gloriosa tradición de los padres de la Iglesia. Para rebatir tal comparación, cita de hecho a Tertuliano y su Apologeticum, asimilando esta vez a Faría con Nerón (sección VII, § 57). En esta misma línea van los ataques de Espinosa Medrano contra la herejía del portugués así como la reivindicación de la ortodoxia y del tomismo, que de nuevo permite apelar a apologetas y padres de la Iglesia. Aunque la tradición polémica cristiana solo aparezca de forma intermitente en el Apologético, el título recalca la pertenencia de Espinosa Medrano a esta tradición, como corresponde a un profesor de Teología renombrado por sus sermones y dedicado a escribir aquí, como lo subrayan los preliminares, una obra menor que vale, sobre todo, como botón de muestra de una futura obra de mayor aliento. Así, el hecho de poner en el epígrafe un texto de Gregorio Nacianceno supone ponerse bajo el patronazgo de aquel que fuera maestro de San Jerónimo, y por tanto maestro por antonomasia de predicadores. La vertiente profana de la apología sitúa por otra parte este texto en un ámbito inequívocamente literario. A juego con el epígrafe tomado de Gregorio Magno, la conclusión de El Lunarejo es una reescritura de la recapitulatio de la Apología de Apuleyo (XI, § 120). Abundan en el tratado entero las referencias a polémicas literarias, de las que Espinosa Medrano retoma el tono, las formas, el léxico y hasta la estructura de su libro. En este sentido, el Apologético conecta directamente con el propio Góngora, que en 1615, en una de sus letrillas sobre la polémica de las Soledades, escribe: «Por la estafeta he sabido / que me han apologizado». Si bien en estos versos el sentido de ‘apologizar' es ‘atacar', en el título de El Lunarejo se funden los dos sentidos de defensa y ataque, como también ocurre bajo la pluma de algunos de los más fervientes defensores del cordobés. El título de apología o apologético se encuentra así en varios testimonios de la polémica como los Discursos apologéticos de Díaz de Rivas, el Examen del Antídoto o Apología por las Soledades de don Luis de Góngora y Argote contra el autor del Antídoto, de Francisco Fernández de Córdoba, Abad de Rute, la Apología por una décima del autor de las Soledades del mismo abad, o la Apología a favor de don Luis de Góngora de Francisco Martínez de Portichuelo. El Apologético es por tanto una cita textual de varios títulos en defensa de Góngora así como del doble modelo genérico anticuario, cristiano y profano, de Tertuliano y Apuleyo. El Lunarejo emplea el término en el doble sentido de defensa y ataque, como primera muestra de erudición filológica y de conocimiento de Góngora en un tratado que las exhibe por doquier. Es una defensa de Góngora y un ataque contra Faría y contra el lusitanismo, como lo comentamos en la sección 7.2. Por todo ello, el título del tratado es un arma de doble filo. 2. Autor: estado de la cuestión Tres son las fuentes principales para establecer la biografía de Espinosa Medrano. Su primera semblanza biográfica procede de los preliminares de La novena maravilla (Valladolid, Joseph de Rueda, 1695), colección de sermones publicada por Agustín Cortés de la Cruz, discípulo de El Lunarejo y autor de un elogio en el que refiere los múltiples talentos de Espinosa Medrano y da cuenta de sus escritos, cargos y relaciones con la intelectualidad cuzqueña. Diego de Esquivel y Navia firma a mediados del siglo XVIII la segunda vida de El Lunarejo en sus Noticias cronológicas de la gran ciudad del Cuzco, donde aporta datos sobre su nacimiento en Juliaca o con mayor probabilidad en Calcauso, en la provincia de Aymaraes. La tercera fuente, dispersa en archivos y bibliotecas, es la documentación que la investigación reciente se afana en recopilar y ordenar, como el testamento o la correspondencia. Resumimos a continuación la biografía y bibliografía de El Lunarejo, basándonos en el más cumplido estudio de la misma, «Juan de Espinosa Medrano, un intelectual cuzqueño del seiscientos: nuevos datos biográficos», así como en otros trabajos más recientes del mismo o de otros investigadores, que confirman o completan la información aportada por este artículo. Omitimos voluntariamente lo relativo a sus orígenes indígenas o no, tema debatido por sus biógrafos a partir de Esquivel y Navia: tratamos este tema, junto con su defensa del criollismo, en el aparte correspondiente, infra. Espinosa Medrano nace entre 1628 y 1630, en Calcauso. En torno a 1645, a los 15 años, se documentan sus estudios en el colegio seminario de San Antonio Abad de Cuzco, donde debió de entrar un año antes. Al cabo de siete años como colegial, en 1651, pasó a ser catedrático de este mismo colegio seminario. Antes de obtener su cátedra, a finales de la década de 1640, tiene escrito su auto sacramental en quechua, El robo de Proserpina y sueño de Endimión y su Panegírica declamación. También escribió en sus años de colegial su comedia Amar su propia muerte. En 1654 obtiene el grado de doctor en teología en la universidad jesuita de San Ignacio de Loyola del mismo Cuzco. A finales de mayo del año siguiente, el día 28, firma su primer asiento bautismal en la parroquia del Sagrario, en la que permanece activo hasta 1659. A partir de 1656 se mencionan sus sermones en distintas fuentes documentales y en 1658, enseña en el seminario de San Antonio Abad como catedrático de teología. El título del Apologético enumera estos cargos: el autor, que ronda en 1660 la treintena, se presenta como antiguo «colegial real en el insigne seminario de San Antonio el Magno», «catedrático de Artes y Sagrada Teología en él» y «cura rector de la santa iglesia catedral de la ciudad del Cuzco», en la parroquia del Sagrario. En 1664 publica su Discurso sobre si en un concurso de opositores a beneficio curado debe ser preferido caeteris paribus el beneficiado al que no lo es en la promoción de dicho beneficio (Lima, Juan de Quevedo y Zárate) y la Panegírica declamación por la protección de las ciencias y estudios. Posterior a 1657, pero de fecha incierta, es la escritura de otro auto sacramental en quechua, titulado El hijo pródigo. En 1668 es cura de la parroquia de Chincheros y participa con composiciones poéticas en castellano y quechua en la fiesta por la visita del conde de Lemos, virrey de Perú, a Cuzco. En 1676 el obispo Mollinedo elogia sus méritos al presidente del consejo de Indias, y en 1677 obtiene para él el curato de San Cristóbal, una de las parroquias de indios de la ciudad cuzqueña. Entre 1676 y 1678, Mollinedo trata de que le sea concedida a su protegido una ración catedralicia. El cursus honorum eclesiástico de El Lunarejo se prosigue con un puesto de canónigo magistral en la catedral, ganado en concurso en agosto de 1681 y otorgado solemnemente el 23 de diciembre de 1683. El 31 de diciembre de 1684 suma a estos cargos el de tesorero del cabildo catedralicio y en 1686 o 1687 es además chantre de la misma iglesia catedral. El 1 de abril de 1686 otorga al dominico fray Leonardo López Dávalos un poder para que lleve sus obras a Europa, aunque en el testamento de El Lunarejo sólo se menciona el encargo relativo a una de ellas, el libro de artes que corresponde a su Lógica tomística. Se publican así la Philosophia Thomistica en 1688 (Roma, Ex Typ. Reu. Cam. Apost.), el Apologético en 1694, y La novena maravilla en 1695 (Valladolid). El Lunarejo fallece el 22 de noviembre de 1688, sin tener por lo tanto noticia de la publicación europea de sus obras. Al morir es un hombre rico, con numerosos bienes inmuebles, ganado y esclavos, numerosas joyas, vestidos y pinturas, y una biblioteca rica y completada por préstamos temporales de la del Colegio de San Antonio Abad. 3. Cronología: uno de los testimonios del final de la polémica El Apologético es uno de los testimonios más tardíos de la polémica gongorina. Su primera edición salió de las prensas de Juan de Quevedo y Zárate, en Lima, en 1662. La segunda es una edición pirata, con el mismo pie de imprenta, pese a que Juan de Quevedo llevaba años difunto cuando se publicó, en 1694, probablemente en España. Esta segunda edición se hizo con una intención que no tiene relación directa con la controversia literaria, sino que deriva de un conflicto jurisdiccional entre jesuitas y clero seglar en Cuzco, centrado en la titularidad universitaria o no del colegio seminario de San Antonio Abad. La segunda edición del Apologético sirve a todas luces, en 1694, para probar en la Corte metropolitana la valía intelectual de dicho colegio seminario, del que El Lunarejo fue alumno y profesor. Entre 1662 y 1694 no hay pruebas de que el tratado fuera leído en España. Sin embargo, en 1714, Luis de Salazar y Castro publica en Madrid su Jornada de los coches de Madrid a Alcalá o Satisfación al Palacio de Momo y a las apuntaciones a la carta del Maestro de Niños, obra en la que se muestra enterado de los ataques de Manuel de Faría a Góngora sobre el hipérbaton y en la que se inspira directamente de los párrafos 16 y 17 del Apologético en su «Tercera división», §28-29, además de citar a nuestro autor en una enumeración de letrados ilustres:... don Diego de Mendoza, Martín de Roa, el autor del Guzmán de Alfarache, el doctor Juan de Espinosa y el rector de Villahermosa, varones insignes. En Lima, el libro de El Lunarejo se encuentra en varios inventarios de bibliotecas coloniales del siglo XVIII. La escritura del tratado es anterior al mes de junio de 1660. El Apologético es por tanto uno de los últimos coletazos que da la controversia literaria iniciada en 1613 en torno a las Soledades. No tuvo respuesta, como tampoco la tuvo la otra defensa de Góngora que rebatía a Manuel de Faría y Sousa, el AntiFaristarcho de Martín de Angulo y Pulgar, fechado en torno a 1641-1645. El camino del Apologético de la pluma de Espinosa Medrano a las prensas limeñas de Juan de Quevedo y Zárate cubre un periodo de año y medio, y transita entre las ciudades de Cuzco, Arequipa y Lima. Las fechas de los preliminares dibujan dos etapas claramente definidas en la preparación de la princeps, en la primavera de 1660 y el otoño de 1661: 1 de junio de 1660: censura de frey Fulgencio Maldonado, en Arequipa 8 de junio de 1660: aprobación de Alonso Bravo de Paredes y Quiñones, en Cuzco 10 de junio de 1660: censura de fray Miguel de Quiñones, en Cuzco 14 de junio de 1660: licencia del ordinario, en Cuzco 20 de septiembre de 1661: aprobación de Juan de Montalvo, en Lima 16 de octubre de 1661: aprobación de fray Gonzalo Tenorio, en Lima 18 de octubre de 1661: licencia de Herrera, en Lima 23 de diciembre de 1661: licencia del ordinario, en Lima 20 de febrero de 1662: dedicatoria de Juan de Espinosa Medrano a Luis Méndez de Haro, en Cuzco El texto del tratado estaba acabado en la primavera de 1660, cuando Espinosa Medrano moviliza a literatos y hombres de iglesia cercanos para establecer las licencias y aprobaciones. Dos de los firmantes de los preliminares afirman haber sido encargados de la lectura del Apologético por Francisco Henríquez, la mayor autoridad de la diócesis de Cuzco entre 1658 y 1663; casi todos son allegados y conocidos de El Lunarejo, como el propio Henríquez. Durante el mes de junio de 1660, los autores de los preliminares que se encuentran en Cuzco y Arequipa firman sus aprobaciones, recopiladas en las dos ciudades provincianas antes que en la capital del virreinato del Perú. El día 14 de junio, el provisor del obispado cuzqueño, Francisco Henríquez, da su licencia firmada por el notario Alonso Díaz Haldón. Ha de transcurrir más de un año, hasta el otoño de 1661, para que el Apologético sea leído en Lima, seguramente con los primeros preliminares, si tenemos en cuenta la coherencia temática del conjunto de las aprobaciones. El 23 de diciembre de 1661, el tratado recibe su licencia limeña. Dos meses median aún entre esa fecha y el momento en que Espinosa Medrano firma su dedicatoria a Luis Méndez de Haro. Desconocemos la fecha exacta de impresión, posterior a ese 20 de febrero de 1662 en el que El Lunarejo concluye su libro. Curiosamente, falta la tasa en los testimonios que hemos podido consultar, aunque sí hay fe de erratas. La advertencia de la fe de erratas, que hemos editado, es una de las singularidades de este paratexto, como lo es el número de censuras para un libro que, no siendo religioso ni político, no requería quizás tantas precauciones. 4. Estructura: un diálogo fingido El Apologético se compone de doce secciones que, salvo la primera y la última, responden a diez citas del comentario de Manuel de Faría a los Lusiadas de Luis de Camões. Las citas pertenecen todas a la glosa de un hipérbaton de Camões donde el crítico portugués ataca a Góngora de forma especialmente puntillosa. Espinosa Medrano recorta en diez fragmentos el comentario de Faría y lo copia íntegramente, glosándolo, criticándolo y tomándolo como pretexto para alardes de erudición e ingenio y ataques contra su oponente con todo el arsenal propio de las controversias literarias. De esta manera, El Lunarejo finge un intercambio dialógico, reivindicado expresamente en la sección I, § 2: «Propondránse primero sus palabras y responderá luego el Apologético». Esta estructura retoma un modelo de las polémicas literarias humanísticas, basado en la forma canónica del diálogo: la polémica sobre la primacía épica de Ariosto o de Tasso, entre Camillo Pellegrino y la florentina Academia della Crusca, toma esta forma en la suma Lo 'Nfarinato secondo (Florencia, Anton Padovani, 1588), que inventa un diálogo a partir de dos textos pro-Tasso de Pellegrino y de otro pro-Ariosto de la Crusca. El Apologético sigue de cerca la estructura del comentario de Faría al hipérbaton camoniano, o mejor dicho la de sus ataques contra Góngora, salvo en las secciones IX y X. Estas, por una parte, responden como las demás a la cita anterior de Faría. Por otra, toman como pretexto las palabras del portugués para buscar en el resto del comentario a Camões más leña para echar al fuego de su descrédito: así, El Lunarejo ataca a Faría con sus propias palabras y aparenta conocer su comentario en toda su monumental extensión. Para exagerar la ignorancia del portugués, estas dos secciones se siguen sin que se intercale texto alguno de Faría, dando a entender que las pocas frases de su cita VIII dan pie a un catálogo de errores de cuarenta y seis párrafos, ordenados en dos secciones. La sección XII, por ser la conclusión del tratado, tampoco responde a texto alguno de Manuel de Faría. En resumidas cuentas, la estructura argumental del Apologético es la siguiente: Sección 1: §1 a 2: 2 párrafos preámbulo Faría 1 Sección 2: §3 a 6: 4 párrafos hipérbaton, 1 Faría 2 Sección 3: §7 a 13: 7 párrafos hipérbaton, 2 Faría 3 Sección 4: §14 a 32: 19 párrafos hipérbaton, 3 Faría 4 Sección 5: §33 a 45: 13 párrafos hipérbaton, 4 Faría 5 Sección 6: §46 a 56: 11 párrafos metáfora Faría 6 Sección 7: §57 a 59: 3 párrafos imitación, 1 (Mahoma) Faría 7 Sección 8: §60 a 67: 8 párrafos imitación, 2 (Góngora) Faría 8 Sección 9: §68 a 90: 23 párrafos yerros de Faría, 1 Sección 10: §91 a 113: 23 párrafos yerros de Faría, 2 Faría 10 Sección 11: §114 a 120: 7 párrafos Góngora y Camões son incomparables, pero de no serlo sería superior Góngora Sección 12: §121 a 124: 4 párrafos conclusión del Apologético y loa al poeta 5. Fuentes: la erudición como autorización y arma de controversia El trabajo de anotación ha consistido fundamentalmente en identificar las fuentes manejadas por el autor. Como resultado de esta investigación, y siguiendo las pautas generales del proyecto Góngora, se ha intentado reconstruir parte de la bibliografía que manejó Espinosa Medrano para escribir el Apologético. En el apartado correspondiente a la bibliografía hipotética del autor, los datos consignados permiten identificar tres tipos de fuentes. Cuando se cita un título sin datos de imprenta, se está remitiendo a un texto que El Lunarejo manejó; cuando se cita un título y se propone entre paréntesis una edición, se está indicando que por coincidencia del texto y otras circunstancias, la edición citada pudo ser la que manejó el autor, sin que sea posible asegurar que sea la única; cuando se indica una edición con todos los datos de imprenta, se postula que fue la edición manejada por Espinosa Medrano. Puesto que la anotación se afana en identificar las fuentes y que la bibliografía recoge los resultados de esta investigación, presentamos brevemente a continuación los distintos materiales a los que acude Espinosa Medrano para escribir su tratado así como la estrategia de prestigio que supone su selección de «escritores que autorizan este Apologético». Esta presentación no aspira por tanto a ser exhaustiva, sino a mostrar cómo Espinosa Medrano emplea la erudición para atacar a Manuel de Faría y para autorizar su tratado. Las fuentes a las que acude El Lunarejo son de gran variedad. Ante su contrario, historiador y poeta, hace valer en varios lugares su cultura en lo que se refiere a física, lógica o teología: tres ámbitos que estudió en el colegio San Antonio Abad y en la universidad San Ignacio de Loyola de Cuzco, y que él mismo enseñó. Aristóteles y Santo Tomás son capitales en este sentido, pero también San Agustín, San Juan Cristóstomo, Gregorio Magno y Gregorio Nacianceno, San Jerónimo, Juvenco, Lactancio o Teodoreto de Ciro así como Agustino Barbosa, Martín del Río, Cesáreo de Heisterbach, Alfonso de Mendoza, Luis de Molina, Callistos Nicephorus, Juan de Pineda, Ruperto de Deutz, Hugues de Saint-Cher o François Vatable. San Isidoro de Sevilla, autor de las Etimologías, es otra referencia ineludible. Los conocimientos de física o lógica de El Lunarejo provienen de manuales y de su enseñanza en el colegio seminario de San Antonio Abad, lo cual complica la tarea de identificación de fuentes: los Selecta circa octo libros physicorum Aristotelis subtilioris doctrinae de Francisco Murcia de la Llana pueden ser una de ellas (véase VI, § 52). Alusiones a la polémica sobre las manchas del sol abierta por las observaciones de Galileo a partir de 1611 muestran sus conocimientos en ciencias naturales (VII, § 57), un campo en el que en ocasiones cita a Lucrecio, De rerum natura, que alaba como poeta y como filósofo (VI, § 54). Todo ese alarde de erudición le permite desmarcarse de su adversario para denostarlo, como en la sección IX, § 89:Linda ignorancia, pues a ser esto así, no habrá negación ni privación que no sea causa positiva del efecto formal de su hábito contrario (bien sé que esto es hablarle en griego a él y a los ignorantes de filosofía, con ser lo más fácil y humilde de ella). Su cultura humanística proviene de varios tipos de fuentes. Ante todo, de sus lecturas abundantes y variadas de los clásicos latinos y de comedias, novelas y poesía modernas: hemos procurado identificar estas fuentes con ayuda del mencionado catálogo de autores del propio Espinosa Medrano, así como del de su biblioteca, establecido en el inventario de su testamento. No faltan entre las fuentes de El Lunarejo las compilaciones eruditas y las enciclopedias humanísticas y, como la mayoría de los lectores del siglo XVII, es un aficionado a la emblemática. En varios lugares aparecen citas de Alciato, Boccalini, Camerario, Cartari, Cats, Conti, Erasmo, Pontanus, Rouillé, Schoonhoven o Pierio Valeriano. Mención aparte merecen sus lecturas de historia, pues le permiten enfrentarse a Manuel de Faría en su faceta de historiador, al punto de desacreditarlo como crítico y poeta (X, § 111):Negole el cielo felicidad para los versos, aunque le concedió el genio de historiador con dicha: para esto es, y no más. A este campo pertenecen autores como Bernardo de Aldrete, Valerio Máximo, Pausanias, Gonzalo de Illescas, Tácito o Tzetzes. Las fuentes de poesía y poética son las más abundantes y ricas del Apologético y permiten reconstruir la fábrica de algunas secciones del tratado, en especial la sección IV. Para definir el hipérbaton, Espinosa Medrano acude a Isidoro de Sevilla: en las Etimologías encuentra de esta manera ejemplos virgilianos de hipérbaton que consulta a su vez en los comentarios canónicos del autor mantuano. En Servio y Juan Luis de la Cerda recaba otros lugares que alimentan su argumentación: toma de estos comentarios de Virgilio citas de poetas y autores como Varrón que no consulta directamente, aunque pueda haberlos leído en algún momento. Es por lo demás una constante de Espinosa Medrano la consulta de los poetas en ediciones comentadas, de Merlín Cocayo a Garcilaso, de Virgilio a Ovidio o Catulo. Los comentadores como Marc Antoine Muret, Joseph Scaliger, Servio, Fernando de Herrera, Teofilo Folengo, Pietro Crinito, Georg Sabinus, Adrien Turnèbe o Juan Luis de la Cerda son una de las fuentes principales de su cultura humanística y poética, a la que se suman gramáticos como Ambrosio de Morales, Antonio de Nebrija o Nicolas Clénard, además de Baltasar Gracián, señaladamente el de la Agudeza y arte de ingenio. Los comentadores de Góngora son por descontado fuente ineludible y Espinosa Medrano lee al poeta con comentos. Además de esa lectura informada, Espinosa Medrano recurre a otros materiales en algunos lugares del tratado: polianteas y florilegios como el Parnassus poeticus de Nicolas de Nomexy, los Dicta notabilia et in thesaurum memorie reponenda Platonis, Aristotelis, etc. de Sebastianus Vicentinum o el Florilegii magni seu Polyantheae de Jano Gruter. Por último, hemos de mencionar dos fuentes que cumplen un importante papel en el Apologético: la oratoria sacra y los testimonios de la polémica gongorina. Los predicadores antiguos (San Jerónimo, Gregorio Nacianceno y otros autores, algunos de los cuales autorizan el título de Apologético) y modernos (Hortensio Félix Paravicino y Juan Caballero de Cabrera, véase VIII, § 61), autorizan directamente a Espinosa Medrano, predicador renombrado desde mediados de la década de 1650. Su conocimiento de Góngora está claramente determinado por los tres comentaristas impresos: Pellicer, Salcedo Coronel y Salazar Mardones, aunque también maneja la Circe de Lope de Vega y es probable que conociera la polémica entre Francisco del Villar y Cascales, o el Discurso de Vázquez Siruela, pues el Apologético se asemeja en varios lugares a una reescritura puntual de estos autores (IV, § 24, VIII, § 64). El hecho de silenciar algunas de estas fuentes se explica por motivos estratégicos: al callar el anti-gongorismo de Lope de Vega, por ejemplo, puede enfrentarlo con Faría (IX, § 77 y X, § 113) y al ocultar, en el «Catálogo de escritores que autorizan este Apologético», a Salazar Mardones, puede acudir a Nicolás de Albiz, que firma uno de los poemas preliminares de la Ilustración y defensa de la Fábula de Píramo y Tisbe y que, en calidad de contador de la Orden de Calatrava, es religioso como el propio Lunarejo. La erudición desplegada por Espinosa Medrano es por tanto instrumento de autorización y arma de controversia. El comentario de Faría a Camões no aparece como tal en el inventario de la biblioteca de Espinosa Medrano, que sí menciona un volumen de «Faria ystoria portuguesa»; una escueta mención a «Sousa», sin número de volúmenes, puede aludir a este libro. 6. Conceptos debatidos El sistema conceptual del Apologético se compone de una serie de definiciones y postulados que se conectan entre sí de una sección a otra del tratado. Para presentar esta red de nociones, nos basamos en los tres conceptos que estructuran el Apologético: hipérbaton, metáfora e imitación. En la explicación de cada apartado profundizamos conceptos correlativos a los tres principales. Nos referimos para terminar a dos conceptos clave, en cuanto son la piedra de toque del antagonismo entre entre Espinosa Medrano y Manuel de Faría: el misterio y el don poético. 6. 1. El hipérbaton Para rebatir la acusación de Faría según la cual Góngora abusa del hipérbaton, Espinosa Medrano hace de esta figura una característica extensiva de la lengua latina y del estilo poético. De esta manera, superpone tres niveles de definición: el hipérbaton es en primer lugar figura o tropo, en segundo lugar una lengua en sí y en tercer lugar una característica propia del estilo poético. El uso que del hipérbaton hace Góngora lo convierte en un héroe o un mesías poético, lo cual permite entender la tensión en el pensamiento de Espinosa Medrano entre la historicidad del estilo, que progresa paulatinamente, y la aparición del genio poético, que trasciende esa historicidad: una tensión que a su vez explica la dualidad del hipérbaton como tropo y como estilo o lengua. 6. 1. A. Figura: el hipérbaton como transposición Para Espinosa Medrano, el término de «trasposición», por oposición a «colocación», se refiere al hipérbaton como tropo. Dos son los supuestos que tiene que cumplir para funcionar como figura: uno es referencial y se basa en la virtud expresiva, el otro es morfológico o sintáctico. El primer aspecto se encuentra desarrollado en la sección III, § 7-8:Bravamente se encabra aquí nuestro Faría, búrlase con toda truhanería de este verso hermosísimo: «Cuanto las cumbres ásperas cabrío». Dice que hace el verso su cabriola pues podía decir el comentador que exprimió el salto del cabrío con el de la oración. Querer deslucir con el mismo crédito es como engañar con la misma verdad. Muy bien dijera el comentador y con harta más viveza que otros, cuando quisiera explicarnos así la del verso. En estos dos párrafos, de los que copiamos las primeras líneas, Espinosa Medrano ofrece tres ejemplos de Virgilio, uno de Antonio de Solís, otro de Camões y el citado de Góngora para demostrar que el hipérbaton es capaz de expresar, denotar, delinear, insinuar o representar el referente al que alude. El hipérbaton funciona por tanto como figura por su «conformidad de dicciones con el asunto» (II, § 5), máxime asociado a otros recursos, en particular el acento:... se expresaba la travesura de ese ganado (como Faría quiere) no solo en la transposición, que aparta el “cuanto” del “cabrío”, porque de esta usa el poeta aun cuando no habla de sujeto que salte; sino que aquella transposición acompañada del “ásperas” con su acento dactílico y despeñado insinuaba el arrojo de las cabras, como el “bramavan” y el “horrissonas”, dice él que representan el estruendo de las bombardas. Este breve comentario del verso gongorino «cuanto las cumbres ásperas cabrío» muestra que el hipérbaton como figura no es válido para un solo uso y no debe verse restringido ni a un único referente ni a un único estilo poético, pues se emplea tanto en el género bucólico (Góngora) como en el género épico (Camões). La transposición unida a una característica rítmica de la cláusula a la que afecta, el acento dáctilo, logra efectuar una mímesis microtextual, a escala de un verso: por motivos referenciales, el hipérbaton puede funcionar por tanto como figura o tropo, «transposición». Si la función de la figura es lograr una «conformidad de dicciones con el asunto» (II, § 5), su definición se basa también en un criterio sintáctico o morfológico, fundamental en los distingos de los gramáticos manejados por Espinosa Medrano. Como anotamos en V, § 34, estos diferencian la frasis y el esquema. La frasis es una expresión correcta, gramaticalmente normativa, que se opone a la falta (barbarismo, impropiedad o solecismo), pero también a la figura (en griego “esquema”), que salva la infracción a la norma por su virtud expresiva. Sin embargo, la figura no debe alejarse demasiado de la corrección sintáctica –y, en el caso del hipérbaton, morfológica-, pues incurriría en barbarismos y solecismos. La figura se define por tanto por su virtud expresiva, como acabamos de ver, pero también por su «suavidad», su «blandura» (IV, § 17), siendo así una infracción, pero moderada o tolerable. Este aspecto se encuentra desarrollado en la sección IV, § 15-17. Allí, tras haber presentado las cinco especies del hipérbaton (anástrofe, hísteron próteron, paréntesis, sínquisis y tmesis), afirma que «en la locución poética la que por antonomasia se nombra hipérbaton es la tmesis, por ser la más rigorosa sección de todas». La tmesis es el hipérbaton que con más propiedad puede ser identificado como figura («por antonomasia se nombra hipérbaton»), siempre y cuando respete la morfología y muestre por parte del poeta un conocimiento rigurosísimo de la lengua y de su potencial poético:... tengo observado lo que nadie reparó en Virgilio, gigante mayor de la Poesía: que las pocas veces que usa de esta especie de hipérbatos que llamamos tmesis, nunca divide la dicción simple, como “dominus”, sino la que consta y se compone de dos términos, como “Ciceromastix”. Góngora, por descontado, es un ejemplo palmario de este conocimiento de la gramática del castellano, llevado al límite de sus capacidades expresivas. 6. 1. B. Lengua y estilo: el hipérbaton como colocación El principal aporte argumental de Espinosa Medrano a la cuestión del orden sintáctico de la poesía gongorina es el de la definición del hipérbaton como lengua. Como lo demostró Mercedes Blanco en un artículo de 2010, lo que Faría cataloga como vicio no es tal, ni tampoco necesariamente una figura: para El Lunarejo es un lenguaje en sí, el más acorde con el genio español. Por tanto, no es transposición (el hipérbaton como figura) sino colocación: el lenguaje genuino del verso. Esta definición del hipérbaton como lengua se encuentra principalmente en la sección IV, § 21-26. Traemos a continuación la conclusión de este razonamiento, en el § 26:Lo que importa advertir mucho es que esta colocación (llámese o no latamente hipérbaton) es tan genuina y natural a la numerosa fábrica del verso que aun el nombre de verso (como dice Georgio Sabino) se derivó de este revolver los términos, invertir el estilo y entreverar las voces. ... Tan lejos está la inversión de las voces, tan distante de viciar los versos, que en ellos no es tropo sino alcurnia, no es afeite sino fayción, no defecto sino naturaleza. Esta definición implica una distinción, que Espinosa Medrano desarrolla en la misma sección IV, § 27-31. Según el § 27, la colocación, «este lenguaje como nacido en los países de la latinidad», es también un estilo poético y retórico «nativamente acomodado a la poesía latina». La colocación es por tanto un complejo con dos elementos: el idioma latino y el estilo retórico o poético. Existe una tensión dentro del concepto de «colocación» entre la idiosincrasia del latín, ontológicamente intransferible, y el estilo poético-retórico de la latinidad, todavía intrasferido al castellano. Para adaptar el estilo latino al idioma castellano aparece Góngora, para adaptar por lo tanto una parte de la lengua latina, aquella que en el latín mismo fue depositada gradualmente en la lengua por los modelos y artes retóricas y que, siendo construcción artificial, es susceptible de progreso, de aprendizaje e imitación. Lo confirma el § 28: «De ignorar pues esta capacidad de nuestro lenguaje y la dificultad que había de aplicarle el ornato de la elocución latina, nace el condenar neciamente aquellas osadías». Hay pues en el concepto de colocación una dualidad entre lo lingüístico y lo poético, y de modo correlativo, lo inimitable (lo que la lengua tiene de naturaleza o particularidad irreductible) y lo imitable (lo que en la lengua misma participa de un esfuerzo consciente y del trabajo de generaciones de autores). 6. 1. C. Historicidad y mesianismo: Góngora y el hipérbaton Ante la tensión entre lo lingüístico y lo poético, Espinosa Medrano no oculta que es «atrevimiento ínclito, proeza ilustre» (IV, § 27) imitar lo que es propio de una lengua ajena. El salto argumentativo que posibilita esta imitación se basa, primero, en una visión inmanente de la historia de la retórica, en la que es fundamental la idea de progreso. El uso del hipérbaton como lengua poética en español es una senda que «hasta hoy» (IV, § 27) no ha sido seguida por ignorancia de la retórica, pero que estaba inscrita «en la capacidad de nuestro lenguaje» (IV, § 28). Por tanto, el logro de Góngora consiste en darle una culminación a la historicidad inmanente del estilo español, confirmando así una tendencia latente de la historia poética castellana, que no es otra que el progreso propio de la asimilación de la retórica. Esta visión de la historicidad del estilo basada en la idea de progreso se corresponde con la vertiente imitable del hipérbaton: en latín y en castellano, el tropo puede aprenderse en artes retóricas y modelos autorizados de escritores, para entrar paulatinamente en los hábitos lingüísticos de los poetas. El caso de Góngora va sin embargo más allá, como vemos en la sección IV, § 30:Por tan imposible como quitarle el rayo a Júpiter y a Hércules la clava juzgó la Antigüedad el usurpar los versos a Homero, y habiendo aprovechádose el Marón de muchos para adornar su Eneida, respondió a la calumnia de sus émulos que estaba tan lejos de arrepentirse, que en usurpar los ornatos del Griego para su musa le había parecido haberle despojado a Júpiter del rayo y arrebatado de los hercúleos puños la clava, de que quedaba tan glorioso, cuanto parecía mayor la imposibilidad de tanta hazaña. Aquí, Espinosa Medrano propone una visión distinta de la historia poética, basada en otros tiempos y en otros ritmos, no tanto en la idea de progreso sino en una translatio studii et stilii que pasa de Homero a Virgilio y de éste a Góngora, avanzando por saltos. Como heredero de esta evolución, Góngora es el unicus castellano, el más sobresaliente de los españoles y el único que merece dialogar directamente con sus avatares antiguos. Por encima de la historicidad de los estilos y del progreso que posibilitan las artes retóricas, sobresalen los tres grandes poetas, el griego, el latino y el español, rodeados de una isotopía heroica que se asemeja a la del Góngora heroico de Vázquez Siruela, como comentamos en la sección IV, § 31. De esta manera, convergen en Góngora dos visiones distintas de la historia poética, una inmanente y progresiva y la otra trascendente y discontinua. Góngora, en el cruce de ambas, es por ello un prodigio, como puede leerse en la sección V, § 33:No inventó Góngora las transposiciones castellanas: inventó el buen parecer y la hermosura de ellas, inventó la senda de conseguirlas. Era ese lenguaje ornamento poético de la majestad romana; no cabía en nuestro idioma tanta imitación de lo grande. La ropa que sirvió de gala a las musas latinas arrastraba más aína a la castellana. ... Mas, ¡oh prodigios del ingenio de Góngora! Levantó a toda superioridad la elocuencia castellana y sacándola de los rincones de su hispanismo hízola de corta sublime, de balbuciente facunda, de estéril opulenta, de encogida audaz, de bárbara culta. Al hacer del poeta de Córdoba el inventor del hipérbaton castellano, Espinosa Medrano incurre sin embargo en una contradicción aparente, denunciada por Faría: otros poetas castellanos han recurrido antes que Góngora al hipérbaton como tropo, por lo que este no puede ser inventor. En la misma sección V, § 35, El Lunarejo contesta:Verdad es que Juan de Mena las usó con anterioridad de centenares de años ocasionando centenares de risas, como dice Faría, y también esos otros tres o cuatro que trae muy gozoso de haberlos hallado, pero todos son unos friones y (precindiendo las materias o asuntos) es quererlos equiparar a la elocución de Góngora conferir con sol flamante al candil moribundo .... Góngora aparece aquí como «sol flamante», prolongando la isotopía que le rodea desde las primeras palabras del Apologético: el poeta es lucido, luminoso, solar, para nada oscuro. Pero la comparación con el candil resulta cuanto menos insólita, puesto que deriva directamente de las Revelaciones de Santa Brígida, que iniciaron una tradición simbólica que oponía en el momento de la Natividad la irrupción en el mundo de una luz flamante y la muerte de un candil, completamente aniquilado (totaliter adnihilaverat) por el splendor divinus. De esta manera, el paso de la Ley a la Gracia, del Antiguo al Nuevo Testamento, es la llegada de una lex nova que aparece como lux nova. Así, el poeta de Córdoba es una suerte de mesías heroico que trasciende la historicidad progresiva del estilo, como puede apreciarse en la sección V, § 37, a cuyo comentario remitimos («Cierto es que el hipérbato fue una figura, como ahora aún antes de Góngora; pero antes de Góngora el hipérbato sólo fue una figura. Con haberlos primero usado otros se compadece el que Góngora los inventase en castellano»). Aparece así en el pensamiento de El Lunarejo una tensión entre el mesianismo, una visión de la historia construida en virtud de un agente trascendente, y una historia que transcurre de acuerdo con determinaciones internas inmanentes. Como cristiano, Espinosa Medrano era forzosamente mesianista en el primer sentido pero oscilaba tal vez entre una extensión por analogía del patrón mesiánico a cuestiones profanas como la poesía y un concepto de la historia profana, más coherente con sus premisas, como exenta de intervenciones trascendentes. Esa tensión entre el curso inmanente de la historia y el mesianismo divide también el hipérbaton. La «figura», el hipérbaton como tropo o «transposición», pertenece a la corriente inmanente de la historia y aparece en las artes retóricas que son el motor de aquella: Góngora tiene antecesores en su uso. La «colocación», por el contrario, es la obra gongorina, la nueva ley hiperbática del mesías heroico: es el idioma poético que iguala en castellano al latín. Esta tensión es constitutiva de la idea del hipérbaton de Espinosa Medrano: la nueva era de la historia poética abierta por Góngora se superpone («como ahora aún antes») a la corriente inmanente de la historia, y en la lengua de la colocación el hipérbaton puede funcionar y, sobre todo, ser analizado como transposición, según los criterios ya mencionados. Tanto es así, que Góngora trasciende toda temporalidad, «atropella los tiempos» (V, § 37) hasta el punto de que los latinos deban su primacía histórica en el oficio poético a la imitación del genio poético cordobés encarnado por Góngora (V, § 41-42). Esta inversión en el orden de la imitación y de la historia se basa en última instancia en la igualdad del latín y del castellano a efectos de estilo poético, de «colocación», tanto como en una idea de Góngora como encarnación del genio poético cordobés, de tradición milenaria. 6. 2. La metáfora A partir de la Poética y de la Retórica de Aristóteles, Espinosa Medrano hace de la metáfora la piedra de toque de su definición del estilo, de la poesía, y por tanto de su valoración de Góngora. El verso «y en ruecas de oro rayos del sol hilan» se convierte así en «frasi benemérita del furor verdaderamente poético». 6. 2. A. Lo peregrino, la senda y lo cercano: la metáfora como distancia alcanzable Basándose en la Poética de Aristóteles, Espinosa Medrano define la metáfora como la figura que consiste en emplear términos distintos de los que dicta el uso común (VI, § 46-49). Esta definición se plasma en metáforas espaciales: el término metafórico se distingue por una distancia que lo eleva por encima de la lengua habitual (VI, § 46):No fuera la poesía de Góngora tan alta y peregrina a no florecer con términos tan remotos de la plática vulgar y plebeya. Las metáforas son por tanto peregrinas y remotas, conceptualizadas en el § 47 en base a un movimiento de sustitución o alejamiento (las metáforas son «alusivas, o translaticias, o figurales, o conmutadas») o, en clave negativa, en base a una separación («no como se habla comúnmente, ni como el vulgo razona»). Este elitismo del estilo, que proviene directamente de Aristóteles, queda compensado por otra metáfora espacial (VI, § 48):... los hombres grandes, aunque usen de metáforas altísimas y remotas, con las palabras consecuentes las dejan declaradas o con las anteriores dejan abierta la senda de entenderlas. A la altura (sublime) de las metáforas, a la distancia (remota) y al alejamiento (traslaticio) que las caracteriza, responde otra metáfora espacial, «la senda de entenderlas», expresión que alude al camino que conduce a entender la metáfora. Esto plantea una tensión en la definición de los límites de la metáfora: los ejemplos de El Lunarejo la reducen a la escala del verso («y en ruecas de oro rayos del sol hilan»), o incluso de un término («Et liquidi simul ignis»), pero el paisaje que componen la senda y lo remoto no aclara dónde acaba o empieza la metáfora, si abarca o no la senda que es correlato de lo remoto. Para El Lunarejo, la metáfora es por tanto un concepto caracterizado por una distancia alcanzable con respecto a la lengua común: lo alcanzable presupone un locutor capaz de comprender la metáfora. Al entender la metáfora, el locutor anula su distancia semántica al tiempo que mide su distancia pragmática: entender que «rayos del sol» significa «miel» (VI, § 49) equipara ambos términos en lo que se refiere al significado, pero visibiliza la distancia que los separa en cuanto al significante y al uso convencional. 6. 2. B. La distancia y su referente: en busca del grado cero de la metáfora El razonamiento que justifica el uso del adjetivo líquido referido al fuego en un verso de Virgilio (VI, § 51-56) permite ahondar en la definición de la metáfora. Este concepto, entendido como movimiento o separación, supone un referente que Espinosa Medrano describe como «la plática vulgar y plebeya» (VI, § 47), pero que exige ser precisado. La función y el significado de la metáfora difieren si el término metafórico sustituye a otro término común (claveles por labios) o si apela a un término nuevo o importado de otra lengua para llenar una laguna semántica (avión, derivado del lat. avis): la información que aporta la figura es radicalmente distinta y de esa información depende en gran medida la valoración del estilo poético por El Lunarejo. En la justificación del adjetivo líquido del verso virgiliano «Et liquidi simul ignis», Espinosa Medrano emplea varios argumentos, tras recapitular la opinión de Macrobio, según la cual la metáfora contradice el sentido literal (propio) del adjetivo líquido (VI, § 51):Pareciole a Macrobio que lo líquido era propiedad del agua y de lo húmido y, siendo el fuego sumamente seco y cálido, no se pudo arrogar títulos de licor, llamándose líquido. Tal y como lo presenta Espinosa Medrano, este ataque condena la metáfora a no alejarse del lenguaje literal: si líquido solo puede aplicarse al agua y a lo húmedo, solo puede aplicarse literalmente y de manera tautológica. Este reproche, en última instancia, anula la distancia metafórica: para Macrobio, según El Lunarejo, habría que llamar ardiente al fuego. Esta manera de presentar el reproche lo tergiversa para descalificar a Macrobio como avatar de Faría. Sin embargo, en lugar de defender la libertad del poeta para emplear un término paradójico, El Lunarejo contesta revisando los sentidos de líquido. Primero, entiende que líquido sustituye a puro (VI, § 51); después, avala la metáfora con el sentido etimológico del adjetivo (VI, § 51):Aunque si fuéramos con el rigor gramatical, fácilmente dijéramos que «liquidum» nace de «liquet», estar claro, patente y perspicuo. En estos dos argumentos, el término metafórico no se aleja de su sentido literal, ya sea por coincidir con su sentido etimológico, ya sea por coincidir con su sentido figurado, en base a una sustitución tan clara y fácil de reconocer en su contexto como una sinonimia («Ya veis aquí lo tenue y lo líquido hechos sinónomos», en VI, § 52). Estas discusiones de El Lunarejo permiten poner de relieve la casi imposibilidad de concebir rigurosamente lo que es el sentido literal. El tercer argumento para defender el adjetivo virgiliano se divide en dos partes, aparentemente contradictorias. La primera sugiere que la metáfora tiene un aporte semántico, que responde a una carencia de términos significativos (VI, § 52):Y es llano que muchas cosas absolutas, por entenderlas mejor y por penuria de términos significantes, las demostramos por los respectivos .... En el fuego, pues, si queremos absolutamente significar lo leve sin el respeto al centro, no hallaremos término más apto ni cómodo que “líquido”, que expresa la sutileza, levedad y ligereza de ese elemento .... Sin embargo, el razonamiento prosigue con una justificación lógica, basada en la antonimia, y por tanto en una nueva sustitución de términos:el aire, el agua y las sustancias fluidas eran y se llamaban líquidos, por lo rarefacto o condistinto de denso, y por lo que se parecen al fuego, que siendo sumamente raro ... obtiene el principado sobre todo lo líquido, y de cuya liquidez participan proporcionalmente la denominación esos otros. Lo líquido es por tanto en última instancia sinónimo de raro o rarefacto: el valor semántico específico que podía tener la metáfora se reduce a una nueva sustitución. Así, el término metafórico no cambia fundamentalmente de significado, puesto que ‘líquido' se toma en ese caso por antónimo de ‘sólido' y al aplicarse al fuego funciona en uno de sus sentidos usuales. Para acabar su razonamiento, Espinosa Medrano recapitula afirmando que el fuego es líquido en dos sentidos: formaliter porque su forma y su origen son líquidos, pero también causaliter, porque liquida (VI, § 55). En ambos casos, el término metafórico concuerda con sus significados literales: en el primer caso, porque hay que entender líquido como ‘puro', ‘leve', ‘líquido' (en su sentido material u originario: VI, § 53-54); en el segundo, por derivación del verbo liquidar. Este repaso permite afirmar que para Espinosa Medrano no es paradójico llamar “líquido” al fuego puesto que la distancia metafórica no separa al término metafórico de su(s) sentido(s) literal(es): la metáfora es un desplazamiento del sentido usual a otro sentido, literal, etimológico o figurado. Así, la palabra ‘líquido' es usada por Virgilio de modo más propio que en sus empleos vulgares: cuando en el lenguaje ordinario se dice de algo que es líquido, es con un significado restringido (algo que se parece al agua); en cambio, al usar la palabra para el fuego, Virgilio profundiza en todo lo que el término implica: lo claro, patente y luminoso, la sutileza o rarefacción de la materia, la capacidad de fundir o volver líquidos los sólidos. Así, El Lunarejo desliga la noción de «plática vulgar» del significado genuino del término: los términos remotos o metáforas se alejan de la primera y concuerdan con el segundo. 6. 2. C. La definición de la poesía, la cercanía mimética y el furor Esta definición de la metáfora con una carga semántica reducida concuerda con el desprecio en el que El Lunarejo tiene a la poesía profana por oposición a la poesía revelada: «De las figuras, pues, que sólo sirven y las inventó el arte para la elocución, es bobería pedir que sean concepto, juicio o ingenio» (V, § 45). Además, explica una extrañeza del razonamiento de Espinosa Medrano, y es que el hipérbaton, considerado como estilo poético (colocación), puede ser entendido en cierta medida como metafórico. En la sección IV, § 27, «desviar el lenguaje de la plática común, vulgar y rusticana» es un requisito para alcanzar la colocación (IV, § 27). En la sección V, § 45, El Lunarejo afirma que la colocación «sólo consiste en hermosear la plática con los modos de decir, sin cuidar de si es bueno lo que se dice: y de esto sirven todos los tropos y figuras que enseña la retórica». Esta confusión de «todos los tropos y figuras» le da una preponderancia especial a la metáfora, puesto que su distancia respecto al habla común, su capacidad de «hermosear la plática», es la piedra de toque de la poesía según Aristóteles: «¿No enseñó Aristóteles en el tercero de sus Retóricos que otro era el lenguaje del poeta y otro el del orador?» (VI, § 48). Así, aunque El Lunarejo afirma que Góngora utiliza «pocas veces» extranjerismos –que son una especia de la metáfora-, caracteriza la lengua poética del de Córdoba por un uso generalizado de este tropo (VI, § 47):El grande ingenio de don Luis, aunque pocas veces usa de los términos peregrinos por extraños, pero perpetuamente sus frasis lo son ya por alusivas, o translaticias, o figurales, o conmutadas, etc. y en fin remotas ... de la vulgaridad y plebeyismo. El hecho de que la metáfora no sea una figura únicamente semántica sino también y ante todo una figura pragmática permite extender la distancia metafórica a un aspecto de la poesía gongorina que no es semántico, sino ante todo sintáctico, como el hipérbaton. Esto explica que Espinosa Medrano, a partir de la Poética de Aristóteles, justifique la distancia respecto al habla común –característica de la metáfora-, aduciendo un hipérbaton («Aquiles de», VI, § 47) y defendiendo la colocación gongorina. En el sistema poético de Espinosa Medrano, por tanto, a la ocultación del hipérbaton-transposición como figura (sustituida por el hipérbaton-colocación como estilo poético) responde la extensión de la metáfora como figura semántica a otros ámbitos del estilo poético. Todo parece indicar que para El Lunarejo la delimitación de los tropos con respecto al resto de la lengua poética es incierta: el hipérbaton deja de ser figura y se convierte en estilo, pero todo el estilo no es al fin y al cabo sino metáfora. Esta delimitación incierta es consecuencia de la equiparación de la colocación y de la metáfora como recursos lingüísticos y estilísticos que se alejan del habla común: la metáfora atañe a los términos y al significado (términos remotos), la colocación a segmentos más amplios del discurso y a la sintaxis, por lo que lo metafórico abarca un paisaje casi indiviso, hecho de términos remotos y sendas de entenderlos. Esta irradiación de la metáfora a segmentos más amplios del discurso posibilita el razonamiento según el cual la calidad de un poema se deduce de la calidad de un verso, en virtud del furor (o don poético) de su autor, «porque la frasi, la sentencia, el estilo, la colocación, es tan semejante y tan indivisible en todas como fue uno el espíritu que en sagrados furores las dictó altamente arrebatado» (IX, § 68). Así, el lugar preponderante de la metáfora justifica que El Lunarejo afirme que el verso gongorino «y en ruecas de oro rayos del sol hilan» es «frasi benemérita del furor verdaderamente poético» (VI, § 48). Esta valoración precede un análisis detallado de dicha metáfora, que recurre a Plinio y a su definición de la miel como sudor o saliva de los astros (VI, § 49):... habiendo de subir el estilo a mayor eminencia que Plinio cuanto va de filosofar a metrificar y cuanto va de lo físico a lo metafórico, pues aún están las hebras transparentes y rubias de la miel más cerca de que el Sol las prohije en rayos que de que el Sol las sude en gotas, o las escupa el astro en salivas, o las solloce el lucero en lágrimas. Espinosa Medrano justifica el término remoto por la cercanía («más cerca de que el Sol las prohije en rayos»), que no es sino su perfecta adecuación a la sustancia que describe o cualifica: la poesía se aleja del lenguaje vulgar, solo autorizado por la rutina, para inventar o restaurar un lenguaje autorizado por la perfecta propiedad o adecuación. Así, podemos definir la poesía según Espinosa Medrano como una lengua remota respecto al habla común y cercana a sus referentes miméticos: la distancia de la lengua poética es pragmática ante todo, en el caso de la colocación se basa en la sintaxis, en el caso de la metáfora stricto sensu en el significado, mediante operaciones de sustitución que despliegan la polisemia de los términos remotos. 6. 3. La imitación Menos conceptual que el hipérbaton o la metáfora, la noción de imitación es fundamental en el Apologético porque da pie a la inserción de un fragmento de prosa poética de El Lunarejo, escrito a imitación y emulación de otro de Paravicino. La comparación de ambos ejercicios de hipotiposis los coloca en pugna por el título de «Góngora de los declamadores». La imitación es ante todo imitación de los procesos, siendo la imitación del resultado necesariamente contraria al «genio propio» (VIII, § 63). 6. 3. A. Mahoma en las antípodas de Góngora y la parábola de Hortensio: la conversión del mal imitador Las secciones VII y VIII del Apologético constituyen una unidad temática centrada en la imitación. La primera sección consta sólo de 3 párrafos (§ 57-59), y retoma el ejemplo de la sección segunda, que también es preámbulo de secciones mayores sobre el hipérbaton. Aquí, los tres párrafos de la sección VII responden a la acusación de Faría de «que don Luis es el Mahoma de la poesía, que predicando que venía a mejorarla en España, la inficionó con errores». Los seguidores de Góngora están para el portugués «mal informados» y Espinosa Medrano le responde rebatiéndolo punto por punto. Primero, afirma que Góngora no sólo sigue a rajatabla todas las leyes poéticas, sino que las renueva y amplia. Es por tanto un ortodoxo, y a Mahoma, que define como licencioso, Espinosa Medrano opone a un Góngora legislador (VII, § 57). En cuanto a los seguidores de ambos, opone la ignorancia de los de Mahoma y la erudición y discreción de los de Góngora (§ 58). De esta manera, el cordobés queda exonerado de la responsabilidad que le atribuye Faría de guiar deliberadamente por mal camino a los poetas españoles: «Muchos acometieron a la imitación de Góngora, y viciando sus versos por alcanzar aquella alteza, ocasionaron a Faría a que dijese: “inficionaron peor que Góngora sus secuaces a España”» (VIII, § 60). Más aún, en la sección VIII, Espinosa Medrano defiende que Góngora es inimitable, o inalcanzable en la imitación:Y esto ha sido lo mayor de don Luis, escribir versos que todos anhelen por imitarlos y nadie o pocos arriben a conseguirlos. Esta dificultad de la imitación del autor sublime, no impide su difusión a un ámbito de las letras que interesa especialmente a El Lunarejo: «Ya su colocación se ve introducida aun a lo sagrado de los púlpitos» (VIII, § 61). Después de dar unos pocos ejemplos de seguidores de Góngora entre «los mayores oradores de España y América», Espinosa Medrano se centra en el ejemplo de Paravicino, sucesivamente mal imitador del cordobés en poesía y «Góngora de los declamadores». El error, en el que Paravicino no persevera, consiste en emular a Góngora en los géneros, los temas y las composiciones que son propias suyas, en lugar de intentar alcanzar sus logros por otros caminos, en este caso los de la oratoria sagrada, y volverse así inimitable. De este modo el imitador deja de ser la copia de un modelo para volverse un doble del cordobés, si sigue el estilo que le es propio (VIII, § 61):Este es el maestro fray Hortensio Félix Paravicino, varón sin duda grande (y no lo fuera a proseguir la imitación de Góngora por las floridísimas veredas de aquel monte, que tan estudiosamente tuvo emprendidas): quiso imitar con los pinceles de todo su caudal aquella idea y no pudo arribar más que a la hazaña de haberle con los diseños dado algún aire. Desquitose empero en la oratoria, haciéndose en ella el Góngora de los declamadores .... Planteada así la posibilidad de emular sin imitar, Espinosa Medrano lo prueba en la práctica ofreciendo un ejemplo de hipotiposis de la muerte de Absalón, escrita por Paravicino (VIII, § 61). A continuación, el propio Lunarejo imita la hipotiposis y se da por vencido en la competición. 6. 3. B. Imitar el proceso en lugar del resultado: la muerte de Absalón y el esse videatur Espinosa Medrano compite con Paravicino en una hipotiposis, ejercicio de destreza retórica consistente en describir o narrar con la mayor consistencia imaginaria e intensidad patética la muerte de Absalón. Por modestia, Espinosa Medrano atribuye la victoria a Paravicino, aunque en conjunto «las porciones de la hipotiposis quedan competidas o superadas» (VIII, § 63) en su reescritura. Entre los recursos de la evidencia, Paravicino parece elegir la metáfora en acto para culminar su texto (con tres saetas verbales en gerundio a imitación de las que se clavan en Absalón: «Ellas quedan blandiendo, Absalón palpitando, Joab triunfante»). Abundan en su hipotiposis, preparando ese final, las estructuras tripartitas (VIII, § 61). Por su parte, Espinosa Medrano apuesta decididamente por la descripción extensiva y la acumulatio («rindes en miserable suspendio el pelo a los ramos, el corazón a tres lanzas, la esperanza a los aires, la vida al malogro, la lástima al orbe y el escándalo a los siglos», VIII, § 62) en un texto aliterativo que prueba su apego a la qualitas sonorum virgiliana. También retoma la metáfora en acto de Paravicino aunque de manera que sólo podemos reconocerla teniendo en mente el original («¡Ay belleza desdichada, infeliz hermosura, malograda juventud...!»). Los dos sermones de la muerte de Absalón son comparados de manera que Espinosa Medrano roza la victoria, reivindicando así su papel de Paravicino peruano y segundo «Góngora de los declamadores»: segundo, pero de los dos el único en vida. Pierde como debía perder para aclarar que más vale superar que imitar, puesto que el que imita siempre pierde (VIII, § 63):Solemnizose el bosquejo, examináronse faiciones, aplaudiose la copia y no faltó quien la hombrease en lo crespo de la frasi con el original, como quiera que aquello de «¡ay negro cabello de oro!» es una exclamación tan bella, que aunque las demás porciones de la hipotiposis quedaran competidas o superadas, ella bastaba sola a asegurar de vencimientos al ejemplar. El verso octosílabo «¡ay negro cabello de oro!» no encuentra aparentemente correspondencia en El Lunarejo, y es motivo de su derrota. Más allá de sus virtudes eufónicas y semánticas, es posible que Espinosa Medrano reconociera en ese octosílabo un verso de Góngora, sobre el que desarrolla un concepto por acomodación de verso antiguo, a partir del romance gongorino «Que se nos va la pascua, mozas», fechado en 1582:     Por eso, mozuelas locas, antes que la edad avara el rubio cabello de oro convierta en luciente plata,     quered cuando sois queridas, amad cuando sois amadas, mirad, bobas, que detrás se pinta la ocasión, calva. Que se nos va la pascua, mozas, que se nos va la pascua. El parecido entre el verso gongorino «el rubio cabello de oro» y la exclamación «¡ay negro cabello de oro!», puede perfectamente ser fortuito, puesto que el oxímoron negro/de oro y el calco de un epíteto común para describir aquello que ocasiona desgracias, como es ‘negro', son galas suficientes del octosílabo de Paravicino. Sin embargo, al elegir precisamente este fragmento del sermonario para ilustrar la habilidad del orador en la imitación prosística de Góngora, Espinosa Medrano asume como efectiva la reminiscencia del verso gongorino, que pudo reconocer en el octosílabo de su adversario. Prueba de ello es que el único aporte original de El Lunarejo, más allá de la construcción general de la hipotiposis omitiendo a Joab, es la inclusión de una alegoría de la ocasión, como posible acomodación de verso antiguo a partir de la estrofa citada de Góngora, en la que aparece «la ocasión, calva» a continuación del «rubio cabello de oro» (VIII, § 62):¡Ay belleza desdichada, infeliz hermosura, malograda juventud, que perdiste la ocasión de reinar con más venturas y cogiola por el cabello tu fortuna! Al imitar lo que interpreta como una acomodación de verso antiguo en la hipotiposis de Paravicino, Espinosa Medrano demuestra que prefiere imitar el proceso al resultado. Esta imitación ha de huir de facilidades y mecanismos, evitando marcadores de estilo como el «esse videatur» de Cicerón (VIII, § 64) o los dos hipérbatos «el ronco de los bárbaros estruendo» y «esta, si no mortal, veloz saeta»: dos pastiches de estilo gongorino que podían haber entrado en una hipotiposis de la muerte de Absalón. Los ejemplos que Espinosa Medrano propone de mala imitación de Góngora son dos ejemplos de transposición, mientras que la «venturosa emulación» de la muerte de Absalón propone otros caminos, basados en la retórica de la evidencia y singularmente en la acumulación: seguramente el estilo en el que El Lunarejo es consciente de poder ser el Góngora peruano de los declamadores. El no imitar transposiciones, que son figuras retóricas y pertenecen a la visión inmanente de la historia del estilo en su progresión constante, lleva el concepto de imitación al borde de la aporía, entroncando con otro concepto, el «genio propio» (VIII, § 63) o el ingenio (VIII, § 64):... teneos por notificado que lo sumo, lo grande, lo superior de los oradores o poetas nunca se puede imitar, como el ingenio, la invención, el vigor, la facilidad y todo lo que no enseña el arte. 6. 4. Misterio vs. alma poética Además de la glosa de Faría al hipérbaton de Camões, que estructura el Apologético, hay un lugar del comentario del portugués que resulta extremadamente polémico para El Lunarejo. Se trata del Juicio del poema, § 24, donde compara la poesía de Camões con las Sagradas Escrituras. Espinosa Medrano responde con vehemencia, empleando dos tipos de argumentos. Por una parte, descarta que Camões pueda escribir como profeta, pues su inspiración es la del «don poético» (X, § 103), inferior al «don profético» (II, § 5). Por otra, opone la poesía revelada, que «embozando misterios descoge humildes las cláusulas y llano el estilo», a la poesía profana, que, «toda adorno de dicciones, toda pompa de palabras, toda aliño de elocuencias, yace vana, hueca, vacía y sin corazón de misterio alguno» (II, § 4). El segundo argumento se opone diametralmente a Faría, que admira en los Lusiadas el «profundo entendimiento» y la interconexión de los lugares del poema (X, § 103). Esta ponderación enfurece a Espinosa Medrano: el texto bíblico es el único que para él puede caracterizarse por ser «perenne manantial de varios sentidos, inteligencias y misterios» (X, § 103). Considerada desde este punto de vista, la lectura de Camões por Faría es irreverente en exceso, casi blasfema. La contraposición de la poesía revelada y la poesía profana se superpone a una oposición entre dos modos de lectura. Como comentamos detalladamente en otro lugar:... la búsqueda de un juicio o alma poética que abarque un poema entero, como el que encuentra Faría con su exégesis alegórica en Camões, no tiene validez alguna para Espinosa Medrano. Para éste, la poesía es ante todo estilo y no sentido. O quizá sea más justo decir que la poesía es estilo y materia, unidos por una relación mimética microtextual, reducida al verso. El sentido general y macrotextual, aquel que busca Faría, lo acota Espinosa Medrano, mediante el misterio, en el ámbito de la poesía revelada. Lo que le da cohesión formal al poema, a escala macrotextual, no es el sentido alegórico, según Espinosa Medrano. Como ya hemos dicho en el apartado relativo a la metáfora, esta cohesión formal deriva de un análisis microtextual a partir de un razonamiento inductivo posibilitado por la unidad del furor del autor. Este término, que permite valorar la metáfora «y en ruecas de oro rayos del sol hilan» como «frasi benemérita del furor verdaderamente poético», es sinónimo de «don poético» (por oposición al «furor» verdaderamente furioso de la sección IV, § 15), y se superpone, como inspiración divina (aunque no profética: X, § 103), al genio o ingenio propio del autor, de su lengua y de su tradición poética: en el caso de Góngora, el genio poético cordobés, «Facunda loquitur Corduba» (V, § 42). 7. Un testimonio criollo de la polémica gongorina 7. 1. Sátiros y tritones en las Indias Uno de los aspectos que más ha interesado a la crítica es la reivindicación criolla de Espinosa Medrano en el Apologético. El lugar más citado y comentado del tratado es aquel en el que El Lunarejo comenta, en el prólogo Al lector:Pero, “¿qué puede haber bueno en las Indias?”. ¿Qué puede haber que contente a los europeos, que de esta suerte dudan? Sátiros nos juzgan, tritones nos presumen, que, brutos de alma, en vano se alientan a desmentirnos máscaras de humanidad. Perdono lo que me cabe, no me atrevo al desengaño. El Lunarejo denuncia que los europeos consideran a los criollos como sátiros o tritones carentes de alma y con un falso barniz de humanidad. Elegimos editar entre comillas altas la pregunta que El Lunarejo atribuye a «los europeos, que de esta suerte dudan», aunque no se trate de una cita literal. Esta crítica en forma de pregunta se parece a la célebre invectiva contra los letrados americanos de Justo Lipsio, sin duda la que mayor repercusión tuvo en el Perú colonial:Quid etiam? Nouum orbem ibo? Sane ibi barbaries. ‘Pues ¿qué?, ¿iré al Nuevo mundo? Allí no hay sino barbarie'. Este dictamen despectivo de Justo Lipsio en su examen de las universidades del mundo, mereció una vehemente respuesta por parte de Diego de León Pinelo en su Hypomnema apologeticum. El fragmento citado de Espinosa Medrano parece conectar con esta primera e importante reivindicación de las letras peruanas. El Lunarejo entiende que los europeos consideran a los habitantes del Nuevo Mundo como sátiros que tratan de aparentar humanidad. En este virulento ataque alude a la polémica sobre la racionalidad de los monstruos, basada en la definición agustiniana, de raigambre aristotélica, del hombre como animal racional mortal (De civitate Dei, lib. XVI, cap. VIII). Importaba conocer la naturaleza de los animales y monstruos para establecer los límites del género humano. Los sátiros y tritones, seres híbridos y mitológicos, dejaron su impronta en tal debate: interesaba, primero, discutir su existencia, y sobre todo indagar si tenían alma racional o carecían de ella como animales y monstruos (i.e.: «brutos de alma»). Imperaba la segunda opinión. Sobre los sátiros la controversia iba más allá y se pretendía averiguar si eran avatares del demonio o de algún ente celestial, aunque la opinión dominante era la demonológica. Superponiéndose con ese trasfondo infernal, también se daba en algunos autores una visión naturalista en la que se identificaba al sátiro con el indígena americano: contra esta opinión en concreto se alza aquí El Lunarejo. Un ejemplo de esta doctrina se encuentra desarrollado en la traducción y comentario de Filóstrato por Blaise de Vigenere, Les Images ou tableaux de platte peinture, de 1578. Vigenere identifica al indio con el sátiro, apoyándose en López de Gómara, concretamente en el capítulo 92 de su Historia general de las indias (1552), donde se habla de los patagones, que «no semejan hombres». El cronista les atribuye características de animalidad (gigantismo, paso raudo, fuerza descomunal, mortandad en entorno humano) que se prestan curiosamente, según Blaise de Vigenere, a una comparación con el sátiro. Así, afirma el francés: «Car ces gens mesmes si sauvages pourroient tenir lieu de satyres», ‘Porque estas gentes mismas tan salvajes podrían figurar a los sátiros'. El mismo López de Gómara alude a rumores, que juzga infundados y mentirosos, que asimilaban a los habitantes de las Bermudas con sátiros: «isla despoblada, aunque no de sátiros, según mienten». Curiosamente, Justo Lipsio se apoyaba también en Gómara para deplorar la falta de universidades americanas debida a la barbarie del continente. Parece sin embargo poco probable que Espinosa Medrano se levante con tanta virulencia contra dos lugares tan alusivos de López de Gómara y es igualmente improbable su conocimiento del francés y su lectura de primera mano del Filóstrato de Vigenere: contra los rumores mentirosos documentados por López de Gómara sí pudo tomar la pluma, pero no sabemos nada de sus divulgadores. Y es que la animalización del indio americano estaba en el aire, como puede apreciarse en la obra de José de Acosta. Del jesuita, Espinosa Medrano poseía en su biblioteca un «de nuevo mundo». Aunque el título aparezca en español, la preposición parece referir al De natura noui orbis, tratado compuesto en 1582, publicado junto con el De procuranda indorum salute (1588) y traducido posteriormente en los dos primeros libros de la Historia natural y moral de las Indias. En el De natura noui orbis, Acosta defiende la pertenencia al género humano de los habitantes de las Indias, negando que colonizaran el continente como monstruos marinos, «Syrenas et Nicolaos», semejantes a los tritones, como a continuación veremos. En el De procuranda indorum salute, si bien Acosta describe como animales a parte de los pueblos bárbaros sobre los que escribe, mantiene que merecen ser evangelizados como corresponde a todo ser humano. En el tercer capítulo del libro IV, el jesuita imita el discurso despectivo de quienes consideran a los indios como brutos y animales, recogiendo de estas voces depreciativas la afirmación: «Pecudes potius habendos, quam homines», ‘han de ser considerados como animales más que como hombres'. Estas noticias sobre la animalidad de los indios y otras sobre la lascivia de los habitantes andinos pueden prestarse a una confusión con el sátiro, si consideramos la facilidad con que la comparación surge bajo la pluma de Blaise de Vigenere. Como curiosidad señalo que la asimilación del indio americano con el sátiro llega hasta Feijoo, que indaga en su Teatro crítico universal (Madrid: Imprenta de Francisco del Hierro, 1734), las diferencias entre el sátiro y «algunas cerriles naciones de América». Sobre los tritones, el mismo José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias escribe que los pescadores del Callao de Lima «parecían los tritones, o Neptunos que pintan sobre el agua». Estas pinturas de tritones pueden verse en mapas coetáneos del Apologético, como por ejemplo en la alta mar peruana del America, quarta pars orbis de Claes Jansz Visscher, de 1669. Tal comparación del nadador con un tritón o monstruo marino es sin embargo un tópico que se encuentra en abundantes fuentes documentales y crónicas de Indias. Entre los comentaristas gongorinos, Manuel Serrano de Paz alude de hecho, basándose en la Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo, a la presencia de tritones en las Indias, en la isla de Cubagua, pero también en otras latitudes, empezando por el «océano de Cádiz», alusión al célebre Pece Nicolao que recorría las bahías y los puertos de Andalucía. La relación del tritón con el Perú parece meramente accidental, sobre todo contrapuesta con la alusión al sátiro. Prueba de ello es que en el Diseño historial de los gozos ostentativos con que la regia ciudad de Lima celebró el deseado nacimiento del príncipe N. S. D. Felipe Andrés Próspero, relación de fiesta de Agustín de Salas y Valdés (Lima: Juan de Quevedo y Zárate, 1660), los tritones aparecen en la descripción de las «Fiestas de los pintores» tirando del carro del Agua, en la procesión de los cuatro elementos, y son atributos de lo marino sin relación específica con el mundo americano («y tiraban este carro dos sirenas o tritones»), a diferencia de los sátiros, que llegan en el carro del Perú, siguiendo en procesión a los reyes Incas. Carecen sin embargo aquí de las connotaciones negativas que les da El Lunarejo:... vestíanse las faldas del carro de muchas tarjas adornadas de varias figuras: sátiros, marioletas, grutescos con pendientes y paños de varias frutas, y todo género de follaje, que alcanzó el arte para lleno de sus blancos y adorno de las armas de esta ciudad y otros lugares de este reino, porque llevaba de letras grandes esta inscripción: El Perú. … los faldones se llenaban con unas cabezas grandes de sátiros de color de bronce. Colgaban de sus bocas paños de frutas y hojas, y amagaban imitar la vigilante guarda de los pomos de Hesperia. Es destacable sin embargo que Espinosa Medrano mencione sucesivamente al sátiro y al tritón, puesto que este es para Góngora el «sátiro de las aguas» de la segunda Soledad, identificado como tritón por los comentaristas Pellicer y Serrano de Paz: los dos monstruos mencionados aquí por El Lunarejo son por tanto cuasi sinónimos. Espinosa Medrano alude a un debate aparentemente cerrado, asimilando los sátiros y los tritones a monstruos con alma de bestia, «brutos de alma», y por tanto ajenos a la humanidad. Esta asimilación le sirve para situarse en otra polémica de mayor calado, que corresponde a grandes rasgos a la controversia entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas sobre la naturaleza del indio americano, su humanidad o su barbarie. Pretende ridiculizar la opinión que atribuye a Europa entera según la cual el criollo mismo, y por descontado el indio, es considerado como un monstruo ajeno a la humanidad, literalmente desalmado. Uniendo las dos polémicas sobre la naturaleza del indio americano y sobre la animalidad demoníaca del sátiro y exagerando la opinión de los europeos mediante su extensión al criollo, Espinosa Medrano se muestra extremadamente virulento en su reivindicación como letrado cuzqueño. De esta manera prolonga la polémica sobre el reconocimiento de las letras criollas del Perú planteada por Diego de León Pinelo contra Justo Lipsio, buscando un reconocimiento cuya reivindicación se convierte en un tópico característico de las letras de América. 7. 2. Historia conectada, dinámicas globales y contextos locales A menudo se ha querido relacionar este lugar del Apologético con la anécdota según la cual Espinosa Medrano designó como madre suya a una india que había acudido a oír uno de sus sermones. El origen indio de Espinosa Medrano es sin embargo una incógnita a efectos documentales. Es de notar que, si bien alude a las Indias, El Lunarejo no parece reivindicar en ningún lugar del Apologético la dignidad del indio: su alusión indirecta a la polémica sobre la humanidad o inhumanidad del indio americano tiene valor de hipérbole para denigrar el desprecio europeo por el Nuevo Mundo. Independientemente de su origen, hay que recalcar que las reivindicaciones de Espinosa Medrano son las de un genuino letrado criollo, un grupo social que emerge por oposición a los europeos tanto como a los indios. A partir de esta identidad criolla, se ha planteado a menudo la obra entera de Espinosa Medrano como un intento de amoldarse a un canon foráneo, europeo o español, en todo caso imperialista. Este posicionamiento historiográfico se basa en el modelo centro-periferia: Espinosa Medrano, indio o criollo, trata de asimilar un modelo desde la periferia para obtener en el Perú el reconocimiento que no obtiene del centro, en una pugna por superarlo desde sus márgenes. La escritura criolla se convierte así en una competición que se inicia en la inferioridad respecto al modelo y concluye exitosamente en un sobrepujamiento del patrón inicial, convirtiendo en este caso al Perú o a América en un nuevo centro hasta cierto punto emancipado de su modelo imperial: anacrónicamente, se ha querido en ocasiones iniciar con Espinosa Medrano la historia de la crítica literaria peruana o latinoamericana. Sin embargo, esta tendencia de la crítica no se detiene en estudiar los motivos por los que un criollo cuzqueño toma la pluma para defender a un poeta cordobés denigrado por un polígrafo portugués: parece necesario, dejando de lado el modelo centro-periferia, atender a la dinámica de la mundialización ibérica en función de otro paradigma. Y es que la reivindicación de una identidad periférica o de una nueva centralidad de Espinosa Medrano por parte de la crítica peca a nuestros ojos de parcialidad, pues presenta como excesivamente conflictiva una dinámica constante de negociación entre lo local peruano y lo global mundializado-ibérico, que han de estudiarse necesariamente como fenómenos conectados. En este sentido surgen vías para la investigación de aspectos todavía inexplorados de historia literaria, incorporando en este campo los aportes metodológicos de la historia conectada. Esta corriente historiográfica, iniciada bajo el membrete de connected histories por Sanjay Subrahmanyam y continuada en el ámbito del imperio español e ibérico por Serge Gruzinski, se constituye como método alternativo a otras tres corrientes: la historia comparada, acusada en ocasiones de postular identidades culturales estancas o predefinidas en sus análisis; la World History, sospechosa de caer en el etnocentrismo; y la microhistoria, acotada a una escala inadecuada para el estudio de fenómenos globales. La corriente de la historia conectada aúna por consiguiente el análisis a escala local y a escala global para interpretar los fenómenos históricos más allá de los postulados geográficos y de las tradiciones nacionales que operan en la historiografía tradicional. Su aporte a la historia colonial consiste en romper la dualidad centro-periferia (o vencedor y vencido, criollo y europeo) para estudiar en su lugar los fenómenos de conexión, relocalización y transformación que redefinen las civilizaciones o las culturas que se hallan en contacto. El objetivo es situar los fenómenos locales, anacrónicamente considerados como manifestaciones de una identidad endógena, dentro de los conjuntos regionales o globales en los que se insertan, siendo la escala imperial de la primera modernidad especialmente adecuada para este tipo de análisis. En lo que se refiere en particular a la historia cultural, esta metodología ha sido especialmente fecunda en el estudio de la primera modernidad. En La pensée métisse (1999), Serge Gruzinski demostró que el manierismo, el estilo anticuario y los grotescos conectaban las creencias cristianas con las indígenas en la pintura mestiza del virreinato mexicano de la segunda mitad del siglo XVI. Por su parte, Timothy Brook, con Vermeer's Hat (2008), ofreció un apasionante estudio de las conexiones existentes entre la cultura material de Delft y de Shangaï en el siglo XVII, demostrando entre otras cosas que la porcelana traída de Shangaï a los Países Bajos era un ersatz de las genuinas porcelanas chinas, ersatz que sin embargo acabó teniendo éxito en su propio lugar de producción, debido al mismo gusto por lo exótico que levantaba pasiones en Delft. Asimismo, Roger Chartier, con sus clases del Collège de France tituladas Textes sans frontières (2013), retomadas en el capítulo cuarto de La main de l'auteur et l'esprit de l'imprimeur (2015), ha estudiado la circulación de la Brevísima relación de la destruyción de las Indias de Bartolomé de las Casas, traducida, reinterpretada y recontextualizada en distintas ocasiones entre 1578 y 1820 como uno de los textos fundamentales de la leyenda negra española. Estos tres trabajos analizan el proceso de redefinición material y conceptual de objetos culturales como el estilo manierista, la porcelana china o el tratado de las Casas en función de su inscripción en contextos que les eran originalmente ajenos. Este proceso de relocalización y transformación de los objetos culturales se aplica también a Góngora en el Apologético. Su defensa por Espinosa Medrano lo convierte en el mayor representante del estilo con el que El Lunarejo se reivindica como orador sagrado y en particular como el mejor de los oradores sagrados criollos, por ser el primero en defender desde la colonia el gongorismo tras la muerte del poeta y de su primer emulador desde el púlpito, Hortensio Félix Paravicino. Así pues, el gongorismo no representa un canon foráneo con el que competir sino un instrumento del que valerse para prosperar en la república de las letras virreinal. De esta manera, el Apologético convierte la polémica gongorina en un espacio de autorización letrada a escala imperial, llevado a un nivel —casi— mundializado que dota la obra del poeta de significados que en su origen andaluz y peninsular le eran ajenos: a diferencia de Paravicino, Espinosa Medrano necesita defender a Góngora para convertirse en «Góngora de los declamadores». Esta es quizás la mayor originalidad del Apologético: ser un testimonio criollo de la polémica gongorina, transformando su extensión de la escala peninsular a la escala imperial y produciendo por tanto una redefinición de su historia material y de su significado. El propio criollismo de Espinosa Medrano puede ser revisado en base a los postulados metodológicos de la historia conectada, si se considera su superposición con el anti-lusitanismo del Apologético. La separación de las dos coronas ibéricas en 1640 provoca una confrontación entre nacionalismos literarios en la que la imitación y la impugnación de Góngora pudieron servir de banderas de las dos facciones enfrentadas. Aunque no fuera su intención primera, el comentario de Os Lusiadas pudo ser entendido como un ejemplo palmario de anti-castellanismo, deducido del lusitanismo de Faría en el contexto nacionalista posterior a 1640. Esta interpretación del comentario, sumada a su evidente anti-gongorismo, convierte al portugués en el objeto de los ataques de un Espinosa Medrano que se auto-promociona como abanderado del gongorismo y del castellanismo. Así, El Lunarejo combate el complejo de Ovidio de los letrados americanos que se sienten exiliados «en tan remoto hemisferio», entrando en esa confrontación entre nacionalismos literarios, cosa que entienden y reproducen la mayoría de autores de los preliminares: Si como esta pluma hubiera espadas en valentía, como rendís a Faría presto Portugal se diera. En su anhelo de paridad intelectual con Europa y en particular con España, El Lunarejo no se atrinchera en una periferia peruana ajena a la dinámica global del imperio español, sino que toma posición en un campo literario hispano-luso en el que el mundo colonial es actor y parte esencial, lo que la crítica ignora demasiado a menudo. Así pues, Espinosa Medrano aúna su criollismo con un anti-lusitanismo de circunstancia, con el que trata de hacer leña del árbol caído, de ese Portugal que se ha convertido en enemigo del rey y del valido Luis Méndez de Haro, al que va dedicado el Apologético para mayor gloria de las letras peruanas. Poner el foco en la dinámica global nos parece indispensable para entender el posicionamiento de Espinosa Medrano en el Apologético, pero no menos necesaria es la variación de escalas en el análisis. Cuando El Lunarejo rebate a Justo Lipsio o a «los europeos», capta parte del prestigio de un León Pinelo en la república de las letras peruana; cuando compite con Paravicino, aspira a ser Góngora de los declamadores en el virreinato: entre lo global y lo local, el estudio del gongorismo en América ha de situarse en ambos terrenos. 8. Conclusión El Apologético de Espinosa Medrano es la primera obra impresa de un autor joven, de treinta años de edad, curtido en el teatro de colegio, tanto en castellano como en quechua, y renombrado por su erudición y sus sermones. Cuando El Lunarejo decide entrar en la polémica gongorina, dispone de contactos influyentes en la ciudad de Cuzco, que le favorecen en este intento de aunar su compromiso en la controversia literaria gongorina con su búsqueda de proyección, una constante desde la publicación de su primera obra en la capital del virreinato, hasta la publicación póstuma de la última, en 1688, en Roma. Los preliminares del Apologético lo conectan con otros seis autores peruanos, con un discurso que denuncia el tratado como un testimonio extemporáneo de la polémica gongorina: Faría es el único adversario citado, además del fallecido Pedro de Oña, su derrota es segura ante la lucida pluma de El Lunarejo y el anti-gongorismo se superpone con el lusitanismo, convirtiendo el tratado en una verdadera máquina de reivindicación criolla dirigida al valido Luis Méndez de Haro. Por ironías del imperio y sus enormes distancias, el patrón elegido había muerto antes de que se publicara el libro. Espinosa Medrano no tendrá más ocasiones de polemizar ni de publicitar su defensa de Góngora: El Apologético no obtiene respuesta conocida y llega a Europa por caminos ajenos a la cuestión de la nueva poesía, de manera póstuma, en edición pirata y deturpada por múltiples erratas. Desde su gestación, muertos Góngora y Faría, hasta su difusión, con el fracaso de una ambiciosa estrategia dedicatoria, el tratado sufre la mala fortuna de llegar tarde a la palestra. Espinosa Medrano no deja sin embargo de dar con este texto un documento fundamental. Aunque toma por enemigo un autor muerto y en cierto modo desacreditado por un contexto antilusitano, la visión retrospectiva no debe impedirnos reconocer que a El Lunarejo lo mueve un genuino gongorismo. Es indudable su conocimiento detallado de algunos de los testimonios impresos más importantes de la polémica y también que no considera la controversia cerrada, ni por tanto como motivo oportunista de hacer sangre de un autor indefenso: «Si alguien quisiere proseguir la batalla, la pluma me queda sana y volveré sin temor al combate». El Apologético lleva de hecho la controversia de las Soledades hasta una dimensión global y permite documentar la amplitud de la república de las letras imperial y comprobar una vez más el papel activo de la colonia en ese campo literario multilingüe. Libros de Madrid, París, Roma o Amberes, ideas de Virgilio, Santo Tomás, Pellicer o Pedro de Oña, tratados en latín, castellano o portugués alimentan un brillante escrito, que no por llegar tarde a Europa deja de ser un verdadero acierto en su concepción. El gongorismo que sobrevive a Góngora, máxime en América, es una tentación de la oratoria sagrada, un asunto polémico que todavía muerden algunos «teólogos modernos» (XII, § 123) y se convertirá pronto en una de las mayores galas de un Espinosa Medrano que aspira a ser Demóstenes indiano y Góngora de los declamadores en el Perú. Los autores de los preliminares, al imitar algunos estilemas gongorinos, dan buena fe de ello, siendo todos religiosos, seglares, franciscanos y de la orden de Alcántara. El joven catedrático de Artes y Teología cuzqueño aúna en el Apologético el rigor escolástico, la cultura humanista y el ingenio de la controversia, convirtiendo su tratado en una vitrina de su capacidad: un rasgo de sus centellas en el que reivindica su posición de Góngora peruano, como lo subrayan los preliminares:     Así vuestra Apología os ladea con Apolo, que como él pudiste solo resolver nieblas del día: con tan discreta armonía sutil vuestro ingenio hiló en ruecas de oro, que yo (viéndoos penetrar su esfera) con Pitágoras sintiera que su espíritu os dejó. Nuevo Góngora, pero también nuevo Tertuliano y Apuleyo, nuevo San Jerónimo contra un Domnio portugués, Espinosa Medrano se muestra en el Apologético como un autor erudito, lector del griego, el latín, el italiano, el portugués y el castellano, detractor de Galileo y Lipsio, heredero de León Pinelo, un verdadero humanista en suma, al tanto de las ideas y los textos más en boga en Lima, Madrid o Roma, que aprovecha la controversia para las más densas disquisiciones lógicas y las más certeras pullas. En esta vitrina de erudición, ingenio y elegancia, muestra al fin sus calidades literarias más admiradas, situándose en la república de las letras como heredero de un canon de autores compuesto por Garcilaso, Lope de Vega, Paravicino y Góngora. 9. Establecimiento del texto De la edición príncipe del Apologético se conservan ocho ejemplares conocidos, seis de los cuales en Estados-Unidos, otro en Perú y el último en el Reino Unido. He podido consultar dos de estos testimonios, los de Nueva York y Cambridge, además del de Lima por vía de la edición facsímil de José Carlos González Boixo. No he apreciado diferencias entre estos tres ejemplares, más allá de la ausencia de un folio en el ejemplar limeño, aunque no me ha sido posible cotejar íntegramente los tres testimonios. Por ello, entre los ejemplares íntegros que he consultado, he elegido el de la New York Public Library, por encontrarse en una biblioteca pública que me permite publicarlo reproducido junto a esta edición crítica. He cotejado por tanto dos testimonios para el establecimiento del texto: uno de la primera edición del Apologético (Nueva York, NYPL) y otro de la segunda edición (Madrid, BNE). Se ha elegido A como texto base. A: NYPL, KE 1662 B: BNE, R/1602 El testimonio B presenta numerosos errores que afectan tanto al texto como a las remisiones marginales. Las correcciones que aporta a A son mucho menos abundantes que las erratas que añade: estas enmiendas de B son principalmente las que se enumeran en la fe de erratas del propio A. Incluso en ese caso, B no las corrige sistemáticamente, como prueba el caso siguiente: amebeo em. : ama beo AB Enmienda consignada en la fe de erratas. El testimonio A trae una corrección manuscrita: amebeo. O el siguiente: Georgica em. : Georgia AB Enmienda recogida en la fe de erratas. En el testimonio A encontramos la corrección manuscrita: Georgica. Entre las demás enmiendas añadidas en B hay casos de lectio facilior, como cuando se cambia el título de Fulgencio Maldonado en la firma y el título de su censura, pese a que como miembro de la orden militar de San Juan merece el que trae A: frey A : fray B O también en el caso siguiente, en el f. b2r: rudeza A : dureza B En el prólogo Al lector hay sin embargo dos variantes de gran interés en las que B omite lugares de A: y sino traen las alas del interes; pereçosamente nos visitan las cosas de España; A : om. B Pero que puede auer bueno en las Indias? Que puede auer que contente a los Europeos, que desta suerte dudan? Satyros nos juzgan, Tritones nos presumen, que brutos de alma; en vano se alientan a desmentirnos mascaras de humanidad. Perdono lo que me cabe A : om. B Los fragmentos omitidos en B son aquellos en los que Espinosa Medrano condena con mayor virulencia la desconsideración de los europeos o españoles hacia los criollos. Tales omisiones, que suavizan, censurándola, la vehemencia de El Lunarejo, concuerdan con la hipótesis de que la segunda edición se hizo sin supervisión del autor, post-mortem, y con la intención de gustarle a un público español dentro de una campaña publicitaria en la que estos lugares de A podían haber sido mal recibidos. Los datos textuales se corresponden por tanto con aquellos que nos aporta la documentación externa. Todo ello permite dibujar el stemma siguiente: Ω | A | B Los criterios de modernización que he seguido son los establecidos para el conjunto del proyecto Góngora. Las enmiendas se limitan a casos imprescindibles y se ha intentado respetar siempre la lección originaria. Como ya se ha dicho arriba, el lector podrá visualizar, en línea con el texto de la edición crítica, una reproducción fotográfica de A. N.B. Debo mi mayor gratitud a Mercedes Blanco por su ayuda en la traducción del latín, por sus inestimables revisiones y consejos, y por su siempre amistosa consideración por este trabajo. Idéntica gratitud merece Jaime Galbarro García, que tanto me ha ayudado compartiendo conmigo en todo momento su gran sabiduría y no menor entusiasmo. Conste también mi agradecimiento a Pedro Conde Parrado por su detallada y paciente revisión de esta edición, así como a todos aquellos que la han mejorado con sus consejos, noticias y rectificaciones, especialmente Florence d'Artois, Roland Béhar, Loann Berens, Luis Castellví Laukamp, Arthur Duhé, Muriel Elvira, Johanna Gautier, François-Xavier Guerry, Guillaume Lancereau, Sara Pezzini, Aude Plagnard y David Ruiz. Retomando el séptimo verso de la Fábula de Polifemo a lo burlesco de Alonso de Castillo Solórzano, esta edición «dedico a vuestro cónclave discreto». 10. Bibliografía 10.1 Obras hipotéticamente citadas o consultadas por el polemista Agustín, Santo, obispo de Hipona: Alciato, Andrea: Aldrete, Bernardo: Alessandro Alessandri: Apuleyo: Aquino, Tomás de: Aristófanes: Aristóteles: Barbosa, Augustino: Battista Mantovano, Giovanni: Boccalini, Traiano: Caballero de Cabrera, Juan: Camerarius, Joachim (1534-1598): Cartari, Vicenzo: Cats, Jacob: Catulo: Cervantes, Miguel de: Cicerón: Claudiano: Clenardus, Nicolaus: Collatius, Petrus Apollonius: Conti, Natale: Crisóstomo, Juan: Del Río, Martín: Erasmo de Rotterdam: Faría y Sousa, Manuel de: Folengo, Teófilo: Góngora, Luis de: Gracián, Baltasar: Gregorio Magno: Gregorio Nacianceno: Heisterbach, Cesáreo de: Herrera, Fernando de: Homero: Horacio: Illescas, Gonzalo de: Isidoro de Sevilla: Jerónimo de Estridón, Santo: Juvenal: Juvenco: Lactancio, Lucio Cecilio Firmiano: López Pinciano, Alonso: Lucrecio: Marcial: Mendoza, Alfonso de: Molina, Luis de: Nebrija, Antonio de: Nicephorus, Callistus: Nomexy, Nicolas de: Ovidio: Paravicino, Hortensio Félix: Pellicer de Ossau y Tovar, José: Pérez de Oliva, Fernán: Petronio: Pineda, Juan de: Polo de Medina, Jacinto: Pontanus, Jacobus: Propercio: Rouillé, Guillaume: Ruperto de Deutz: Sabinus, Georg: Saint-Cher, Hugues de: Salazar Mardones, Cristóbal: Salcedo Coronel, García de: Scaliger, Joseph Juste: Schoonhoven, Florens: Tácito: Teócrito: Teodoreto de Ciro: Tibulo: Torreblanca Villalpando, Francisco: Turnebe, Adrien: Tzetzes, Ioannes: Valeriano, Pierio: Vatable, François: Vega Carpio, Lope de: Virgilio: Vulgata: 10.2 Obras citadas por el editor 10.2.2 Impresos anteriores a 1800 Acosta, José de: Agostini, Giuseppe: Agustín, Santo, obispo de Hipona: Alessandro Alessandri: Aristóteles: Basilio, Santo: Brígida de Suecia, Santa: Boccalini, Traiano: Boil, Francisco: Bravo de Paredes y Quiñones, Alonso: Cabreros Avendaño, Antonio: Cats, Jacob: Catulo: Caussin, Nicolás: Cervantes, Miguel de: Cicerón: Claudiano: Collatius, Petrus Apollonius: Crinito, Pietro: Crisóstomo, Juan: Dionisio de Halicarnaso: Domínguez Camargo, Hernando: Faría y Sousa, Manuel: Feijoo, Benito Jerónimo: Ferrari, Giovanni Battista: Gómez Manrique: Granada, Luis de: Gregorio Magno: Gregorio Nacianceno: Gruter, Jano: Herrera, Fernando de: Hidalgo, Juan: Jáuregui, Juan de: Jerónimo de Estridón, Santo: Junio, Adriano: Lactancio, Lucio Cecilio Firmiano: León, Luis de: León Pinelo, Diego de: Lipsio, Justo: Lucrecio: Marcial, Marco Valerio: Nebrija, Antonio de: Nicephorus, Callistus: Nomexy, Nicolas de: Núñez de Guzmán, Hernán: Oña, Pedro de: Orozco y Covarrubias, Juan de: Ovidio: Palafox y Mendoza, Juan de: Paravicino, Hortensio Félix: Pellicer de Ossau y Tovar, José: Pereira, Benedicto: Pérez de Montalbán, Juan: Pérez de Oliva, Fernán: Petronio: Plutarco: Poliziano, Angelo: Polman, Jean: Quevedo, Francisco de: Sabinus, Georg: Saint-Cher, Hugues de: Salas y Valdés, Agustín de: Salazar y Castro, Luis de: Salcedo Coronel, García de: Salmerón, Alfonso: Tácito: Teócrito: Teodoreto de Ciro: Tiraqueau, André: Valderrama, Pedro de: Valeriano, Pierio: Vatable, François: Villalobos, Esteban de: Virgilio: 10.2.3 Impresos posteriores a 1800 Acosta, José de: Agustín, Santo, obispo de Hipona: Aliberti Gaudioso, Filippa Maria y Gaudioso, Eraldo: Alciato, Andrea: Alonso, Dámaso: Alonso Hernández, José Luis: Alzieu, Pierre, Jammes, Roberto, y Lissorgues, Yvan: Angevin, Raphaël: Apuleyo: Aquino, Tomás de: Arasse, Daniel: Arasse, Daniel y Tönnesmann, Andreas: Arellano, Ignacio: Aristóteles: Asturias, Miguel Ángel: Azaustre Galiana, Antonio: Battista Mantovano, Giovanni: Béhar, Roland: Bénat-Tachot, Louise, Gruzinski, Serge, Jeanne, Boris: Bérchez Castaño, Esteban: Bermúdez, José Manuel: Bienvenu, Gilles: Blanco, Mercedes: Boggione, Valter, Casalegno, Giovanni: Bonilla Cerezo, Rafael: Bouzy, Christian: Brook, Timothy: Budé, Guillaume: Cacho Casal, Rodrigo: Caro, Rodrigo: Cascales, Francisco: Castellví Laukamp, Luis: Cayetano, Tomás de Vio: Cayuela, Anne: Cervantes, Miguel de: Chamorro, María Inés: Chartier, Roger: Checa Cremades, Fernando: Cicerón: Claudiano, Claudio: Clavelin, Maurice: Conrad, Sebastian: Corominas, Joan: Cisneros, Luis Jaime: Cisneros, Luis Jaime, Guibovich, Pedro: Conde Parrado, Pedro y García Rodríguez, Javier: Corte-Real, Jerónimo: Crisóstomo, Juan: Cugusi, Paolo: Curcio Rufo, Quinto: Damisch, Hubert: Daza Somoano, Juan Manuel: Deremetz, Alain: Détienne, Marcel, Vernant, Jean-Pierre: Dionisio de Halicarnaso: Domínguez Camargo, Hernando: Dou y de Bassols, Ramón Lázaro: Dundas, Judith: Eguiluz, Antonio: Ennio: Erasmo de Rotterdam: Escandell Bonet, Bartolomé: Espinosa Medrano, Juan de: Esquivel y Navia, Diego de: Esteban Martín, Luis Mariano: Festa, Egidio: Fouto, Catarina, Weiss, Julian: Fredouille, Jean-Claude: Fumaroli, Marc: Galbarro García, Jaime: Galilei, Galileo y Scheiner, Christoph: Garcea, Alessandro: Garcilaso de la Vega: Gates, Eunice Joiner: Góngora, Luis de: González Echevarría, Roberto: Gracián, Baltasar: Gregorio Nacianceno: Greene, Thomas M.: Gregorio Magno: Grimal, Pierre: Gruzinski, Serge: Guibovich, Pedro: Guibovich, Pedro y Domínguez Faura, Nicanor: Hamou, Philippe: Heisterbach, Cesáreo de: Heráclito (s. I): Herrera Montero, Rafael: Hesíodo: Homero: Hopkins Rodríguez, Eduardo: Horacio: Isidoro de Sevilla: Itier, César: Jammes, Robert: Jauralde Pou, Pablo: Jáuregui, Juan de: Jeanne, Boris: Juvenal: Juvenco: La Charité, Claude: Labarre, Albert: Labertit, André: Lactancio: Laercio, Diógenes: Lalande: Lara, Jaime: Laurens, Pierre: Lavallé, Bernard: Lavocat, Françoise: Licofrón: Lohmann Villena, Guillermo: López de Gómara, Francisco: López Estrada, Francisco: López Pinciano, Alonso: López Poza, Sagrario: Lucano: Luciano: Lucrecio: Ly, Nadine: Macrobio: Mancera Rueda, Ana y Galbarro García, Jaime: Marcial, Marco Valerio: Martinengo, Alessandro: Martínez, Francisco José: Martínez, Miguel: Medina, José Toribio: Menéndez y Pelayo, Marcelino: Migne, Jacques-Paul: Moliner, María: Morel, Philippe: Moore, Charles B.: Mujica Pinilla, Ramón: Oña, Pedro de: Pausanias: Peñasco González, Sandra María: Persio: Plagnard, Aude: Plagnard, Aude y Galbarro García, Jaime: Plauto: Plinio, el Viejo: Plinio Cecilio Segundo: Plutarco: Polo de Medina, Jacinto: Ponce Cárdenas, Jesús: Pouderon, Bernard: Ovidio: Pacuvio: Panofsky, Erwin: Pantin, Isabelle: Paravicino, Hortensio Félix: Petronio: Plutarco: Pouncey, Lorene: Propercio: Prudencio: Quintiliano: Rabelais, François: Ramírez Alvarado, María del Mar: Rico, Francisco: Ricoeur, Paul: Robbins, Jeremy: Rodríguez Garrido, José A.: Rose, Sonia: Roses, Joaquín: Ruiz Soto, Héctor: Saavedra Fajardo, Diego de: Ruperto de Deutz: Sabena, Julia: Sabena, Julia, y Stein, Tadeo P.: Sánchez Robayna, Andrés: Schwartz, Lía: Sedulio: Séneca, Anneo L., el Viejo: Servio: Soriano Vallès, Alejandro: Stok, Fabio, y Brugnoli, Giorgio: Subrahmanyam, Sanjay: Tácito, Cayo Cornelio: Téllez, Jorge: Tertuliano: Terukina, Jorge L.: Tibulo: Trambaioli, Marcela: Trazegnies, Ferdinand de: Valerio Máximo: Valladares Ramírez, Rafael: Varrón: Vázquez Siruela, Martín: Vega Carpio, Lope de: Vega Ramos, María José: Vescovo, Pier Mario: Vigenere, Blaise de: Virgilio: Vitulli, Juan: Vitulli, Juan y Solodkow, David: Vulgata: V.V.A.A.: Warburg, Aby: Wilmart, André: Zapata Fernández de la Hoz, Teresa: **** *book_ *id_portada *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético en favor de don Luis de Góngora, príncipe de los poetas líricos de España, contra Manuel de Faría y Sousa, caballero portugués, que dedica al excelentísimo señor don Luis Méndez de Haro, duque conde de Olivares, etc., su autor el doctor Juan de Espinosa Medrano, colegial real en el insigne seminario de San Antonio el Magno, catedrático de Artes y Sagrada Teología en él, cura rector de la santa iglesia catedral de la ciudad del Cuzco, cabeza de los reinos del Perú en el Nuevo Mundo Con licencia. En Lima. En la imprenta de Juan de Quevedo y Zárate, Año de 1662. Muscae cum in oleo moriuntur ac putrescunt ipsius suauitatem corrumpunt; liuor autem ea, quae recta sunt, inficere quidem volet ille, sed non poterit; omnium enim rerum fortissima est veritas. D. Nazianz. orat. 13. **** *book_ *id_preliminar1 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_fray_gonzalo_tenorio *date_1661_10_16 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Aprobación del muy reverendo padre fray Gonzalo Tenorio del orden de nuestro padre San Francisco, provincial que fue en las provincias de Lima Excelentísimo señor, Por comisión de vuestra excelencia he visto el Apologético que el doctor don Juan de Espinosa Medrano compuso en favor de don Luis de Góngora y no hallo en él cosa que sea contra nuestra fe ni buenas costumbres, ni impedimento para su impresión. Vuestra excelencia hará lo que más convenga. En este convento de Jesús de Lima, 16 de octubre de 1661 años. Fray Gonzalo Tenorio **** *book_ *id_preliminar2 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_herrera *date_1661_10_18 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Licencia Concédesele la licencia que pide para que pueda imprimir el Apologético en favor de las obras de Don Luis de Góngora de que hizo demostración, constando tenerla del ordinario. Lima, 18 de octubre de 1661. Herrera **** *book_ *id_preliminar3 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_juan_de_montalvo *date_1661_09_20 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Aprobación del doctor don Juan de Montalvo, racionero de la santa iglesia metropolitana de los Reyes Por comisión del señor doctor don Pedro de Villagómez, provisor y vicario general de este arzobispado, he visto este Apologético que en favor del príncipe de líricos don Luis de Góngora hizo el doctor don Juan de Espinosa Medrano, etc. Y aunque es tan celebrado su nombre por las divinas y humanas letras que le adornan, en las aprobaciones de maestros tan doctos se le aumenta crédito y grande estimación. Y si bien la primera era suficiente para que la obra quedase acreditada, no tengo las otras por superfluas, cuando aquella influye eficaz a la noticia de los autores de estas y todas concurren a una a la más clara noticia del autor, cuyas calidades y estimables prendas quedan a todas luces examinadas cuando tales maestros y doctores teólogos se ajustaron tanto, en el examen de este discurso, a las condiciones y reglas que en los examinadores desea el padre San Basilio, en el tomo I, in proemio operis de Spiritu Sanctu: «A viris theologicis —dice el santo— expendendos ipsos literarum apices, ipsas literas et syllabas, nec dum voces et orationes», porque está tan colmado de erudiciones y conceptos que el que por su dicha le leyere ha de ir advertido del consejo de Teodoreto: «Oportet lectorem perspicacem esse». Y ya deseo la licencia que con justicia pide para que a todos conste esta verdad y se le ajuste lo que a otro intento dice San Jerónimo: «Nihil est in eo quod non luceat et splendore suo mundum illuminet». Este es mi parecer, salvo, etc. Lima, septiembre 20 de 1661. Doctor don Juan de Montalvo **** *book_ *id_preliminar4 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_pedro_de_villagomez *resp_tomas_de_paredes *date_1661_12_23 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Licencia del ordinario El provisor de los Reyes, etc. Por la presente doy licencia para que se pueda imprimir el libro intitulado Apologético en favor de don Luis de Góngora, por el doctor Juan de Espinosa Medrano, atento a que de la aprobación dada por el señor doctor don Juan de Montalvo, racionero de la santa iglesia catedral, consta no tener impedimento. Dada en los Reyes a 23 de diciembre de 1661. Doctor don Pedro de Villagómez, por mandado del señor provisor y vicario general, Tomás de Paredes, notario público. **** *book_ *id_preliminar5 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_frey_fulgencio_maldonado *date_1661_06_01 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Censura del doctor don frey Fulgencio Maldonado, del orden de San Juan, capellán de su majestad, protonotario apostólico y chantre de la santa iglesia catedral de la ciudad de Arequipa. En este hermosamente vago y docto Apologético he hallado, si no entera la acreditada noticia de su autor, aumentada sí con su argumento. «Leoni mortuo insultant lepores». No se le atreviera la calumnia vivo al deliciosísimo e ingeniosísimo don Luis de Góngora, a aquel a quien, en la general estimación de las naciones todas, cedió Apolo sus laureles. ¿Y quién pudiera valiente defenderlos y conservarlos en sus sienes como el doctor Juan de Espinosa Medrano? Sujeto que (ayudado de perpetuas vigilias su caudaloso ingenio) ha llegado a ser admiración de su patria dando a ver a la envidia, que desalumbrada suele concitarse contra los hijos de ella (criollos los llaman con nombre de incógnita etimología), que donde crió Dios más quilatados y copiosos los tesoros de la tierra, depositó también los ingenios del cielo. Reprehender tan suave, enseñar tan sin rudeza, gravedad tan no pesada, sutilezas tan no ligeras, decires tan floridos, censuras tan modestas sin descaecer de lo robusto y picante de las apologías, ¿quién como el doctor Juan de Espinosa Medrano pudiera avenirlo? Mal aprovechó aquel grande, aquel ameno, aquel erudito Manuel de Faría y Sousa el escarmiento del otro que pidió la inmortalidad de su fama al temerario incendio de un templo. En fin los sujetos y materias grandes siempre se vieron sujetas a censuras mordaces: calumniosos émulos tuvo en sus Eneidas Virgilio, no así en su Mosquito. Todo es seguro, como docto todo en estos discursos; ni la fe tropieza, ni las costumbres padecen. Así siento en Arequipa, 1 de junio de 1660. Doctor don frey Fulgencio Maldonado **** *book_ *id_preliminar6 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_alonso_bravo_de_paredes_y_quinones *date_1660_06_08 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Aprobación del doctor Alonso Bravo de Paredes y Quiñones, rector de la iglesia parroquial de San Pedro de Quiquijana, vicario, juez eclesiástico de su distrito, comisario de la Santa Cruzada en él; visitador general del obispado del Cuzco y quondam catedrático de filosofía en el real colegio de Antonio el Grande Ejecuta mis deseos con precepto el señor doctor don Francisco Henríquez, chantre de la santa iglesia catedral de la gran ciudad del Cuzco, provisor y vicario general de su obispado, a que lea el Apologético en defensa del príncipe de los poetas líricos de España don Luis de Góngora, escrito por el doctor Juan de Espinosa Medrano, colegial real y catedrático primario de Teología en el ilustre colegio de San Antonio Abad; cuando, si no por méritos, por ruegos frecuentes míos y favor singular de su merced, se había de introducir mi dicha a tamaña pretensión, «indulgentiae scio istud esse, non iudicii» (dijo Séneca). Felicidad es suma ver en esta corta patria un sujeto epílogo glorioso de muchos grandes. Quae sparguntur in omnes in te mixta fluunt et quae diuisa beatos efficiunt collecta tenes. dijo Claudiano, si con más afecto, no sé si con más propiedad que yo lo repito con experiencia y admiración del doctor Juan de Espinosa Medrano. Miro en este argumento ya no las luces todas de este Demóstenes indiano: tienen estas otra esfera mayor a que iluminar brillando, siendo usurero empleo de la atención en los púlpitos. Veo no el vuelo entero de este fénix criollo remontarse con imperceptibles giros al Olimpo, siendo sutil despertador de las águilas en la cátedra; un rasgo sí admiro de sus centellas que, siendo el menor que ha guiado su pluma, líneas son de oro, en que sin borrón, excediendo esta obra a su materia, «Materiam superabat opus», de nuevo se imprimirá inofenso el nombre del lírico poeta, a pesar rabioso del Crisis lusitano, apelativo que dio muy a pelo el griego Budeo a los que en oposición de la dulce complacencia que el consejo de los dioses tuvo de haber fabricado a Venus, idea suma de las perfecciones todas, no hallan más punto que atildar en su belleza que ser sus sandalias un tilde o, cuando más, de pocos puntos, «Sandalium habet nimis stridulum, et argutum». Crítico será, y Momo, el que delira contra los ajustados pies de los cultos versos de Góngora, cuando la Fama con sonoros estruendos de su bronce lo publica por príncipe sin segundo de la lira castellana. Solo con avecindarse en el cielo y negar sus dilatadas ramas quiso el cedro intentar su venganza de las fatigas con que le atormentaban los hombres. Consolole un espino que ciñéndole los pies era fuerte guarnición y segura corona de sus plantas. Dícele que él, vengativo, ensangrentará al que a él osado le hiriere. «Eritis, arbores, ab hominum iniuriis tutiores, si mecum commoretis». No se ciña, no desde hoy, don Luis de Góngora con el halagüeño laurel de Apolo: sea ya su corona Espinosa, que si Espinosa es su literal escudo en Apologético heroico de tan viva defensa, por consecuencia le teje la guirnalda espinosa: «Scuto bonae voluntatis coronasti eum», cantó el Músico Rey por los que formaban la diadema honrosa del presidio favorable. Mucho es lo que a este ingenio debe don Luis, pues con el alma que este doctor da a sus frases, a sus sentencias y demás retóricos adornos, non solum sapit, sed inebriat. No solo es apetitoso al paladar más desabrido, sino que embriaga dulcemente al ingenio más hidrópico de erudición. Pero en más precisa obligación le reconoce esta escondida América, siendo su ingenio, no el ensaye del oro y la plata que pródigas dan sus brutas peñas, de los grandes talentos, sí, que produce el mineraje racional de sus hijos. Afianzan esta verdad notas tan curiosas, impugnaciones tan acres, argumentos tan eruditos, con que ilustra el autor esta obra sin faltar a las de la piedad, que es la vida de nuestra fe. Con que juzgo que se le puede y debe dar la licencia que para imprimirle pide. Cuzco y junio 8 de 1660. Doctor Alonso Bravo de Paredes y Quiñones. **** *book_ *id_preliminar7 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_fray_miguel_de_quinones *date_1660_06_10 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Censura del muy reverendo padre fray Miguel de Quiñones, catedrático de prima, guardián y regente de los estudios del convento de nuestro padre San Francisco de la ciudad del Cuzco. Por mandado del señor doctor don Francisco Henríquez, chantre de la santa iglesia catedral de la ciudad del Cuzco, provisor y vicario general de todo su obispado, vi este tratado Apologético que en defensa de las obras de nuestro insigne castellano don Luis de Góngora ha hecho el doctor Juan de Espinosa Medrano, y no hallo en él cosa contra nuestra santa fe católica, porque es obra de un gran teólogo, ni contra las buenas costumbres, porque la hace quien desde niño las ama; muchas sí de grande ingenio y letras, de tantas que con toda perfección profesa, con crédito grande de nuestros desesperados climas para ultramarinos pechos. Responde a todas las objeciones de Faría con ingenio, elocuencia y erudición, y tiene ingenio para más elocuencia y erudición. Claro es que no es esto todo lo que sabe, aunque es bastante índice de lo mucho que sabe. Más pudo Dios hacer que al hombre, pero el hombre es crédito de lo mucho que puede, porque es el mundo pequeño, que contiene las perfecciones del grande. Un mundo hay en este breve tratado de curiosidades de ingenio, pero es, el mundo menor, crédito del mayor que en su ingenio le queda. Habla elocuente, arguye fuerte, parece que habla Góngora y que responde. El ofendido, sin leer al que defiende, puede señalar sus agravios en lo que obra. ¿Luego el ofendido responde? ¡Oh qué grande elocuencia! Porque son aun las señas con el agravio elocuentes en un mudo: el calor de una ofensa suele dictarle, si no términos a la lengua, sangre sí a los ojos, con que o explique su inocencia o se satisfaga de la ofensa. Juzgo que aunque respondiera don Luis con la misma verdad, porque es toda su alma, mas no con el mismo calor del pecho, remitiérase magnánimo a lo que otro español en la misma ocasión de calumnia. Lector et auditor nostros probat, Aule, libellos, sed quidam exactos esse poeta negat. non nimium curo, nam coenae fercula nostrae mallem conuiuis quam placuisse cocis. Pero si la magnanimidad mira el desprecio de las afrentas injustas, el celo prudente no debe acreditar con el silencio falsedades, porque cobran fuerzas de verdad sin la satisfacción las calumnias. Contra las cenizas frías de un castellano insigne tiende sus banderas un portugués valiente, quizá fiado en que estaban ya frías; pena común de los poetas, se lamenta el mismo: Viventi decus atque sentienti rari post cineres habent poetae Pero podía temer que si fueron cenizas del fénix de los ingenios castellanos, de ellas mismas saldría otro fénix de ingenio que le llene las medidas. Gustaba Faría de la miel de nuestro Góngora y pudiera no haberle ajado las flores, si hablara más con razón de poeta que con enemiga portuguesa. Una gota del electro castigó en lucida cárcel y dulce sepulcro a una abeja, que maltrató muchas flores por beberles la dulzura: ¡oh qué honrada muerte!, digna de la ocupación de tal vida, y juzgo conforme a lo que ella misma escogiera. Dijo Marcial: Et latet et lucet Phaetontidecondita gutta, ut videatur apis nectare clausa suo. Dignum tantorum pretium tulit illa laborum, credibile est ipsam sic voluisse mori. Las mejores flores de los hesperios jardines maltrató Faría, quizá por beberle la miel; pero de la flor de los ingenios le ha caído sola una gota, en que tienen sus injurias lucida cárcel, dulce sepulcro, muerte honrada: juzgo que la misma que él cuando le lea escoja por digno premio de sus trabajos, pues tan felizmente ve acabadas en el mismo néctar de su ocupación gustosa las calumnias de don Luis; yo no hallo alguna en esta obra, por que no merezca la imprenta; muchas razones sí, porque todos la esperan. Esto es lo que siento, etc. En este convento de nuestro padre San Francisco de la ciudad del Cuzco, en 10 días del mes de junio de 1660. Fray Miguel de Quiñones **** *book_ *id_preliminar8 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_francisco_henriquez *resp_alonso_diaz *date_1660_06_14 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Licencia del Ordinario. El provisor y gobernador del Cuzco y su obispado, etc., por lo que toca a la jurisdicción del ordinario, dio licencia para que se pueda imprimir este Apologético, atento a las aprobaciones de suso. Cuzco, catorce de junio de mil y seiscientos y sesenta. Doctor don Francisco Henríquez Ante mí, Alonso Díaz Haldon, notario público. **** *book_ *id_preliminar9 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_francisco_de_valverde_maldonado_y_jaraba *date_1661 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de De don Francisco de Valverde Maldonado y Jaraba, caballero del orden de Alcántara, vecino feudatario de la ciudad del Cuzco y discípulo del autor en Sagrada Teología. Décimas. Estime, ilustre doctor, Góngora tan culta rosa, pues le defiende Espinosa cuanto le corona flor: sangrienta le dan color las heridas que señalas, bien que en sus purpúreas galas no las colora, ni aviva talón de Venus lasciva, mano sí de docta Palas. Con una pluma aseguras a tu fama muchas alas, si es cañón que escupe balas cañón que escribe dulzuras: de abrojos, cuando censuras, ciñes a la emulación, y si a Faría le son zarzas tus rosas divinas, lleven corona de espinas los yerros de su pasión. **** *book_ *id_preliminar10 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_diego_de_loaysa_y_zarate *date_1661 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de De don Diego de Loaysa y Zárate, caballero del Orden de Alcántara, alcalde ordinario, vecino feudatario de la ciudad del Cuzco y discípulo del autor. Espinelas. Si como esta pluma hubiera espadas en valentía, como rendís a Faría presto Portugal se diera: a Góngora de manera defendéis jovial y serio, que en el austral hemisferio (si no en uno y otro polo) con emulación de Apolo os levantáis con su imperio. Por los filos de su espada al contrario habéis herido, porque es estoque buïdo una pluma bien cortada: vuestra gloria eternizada, vuestro felice trofeo líneas giren de Timbreo, pues contra el ferino diente con espíritu valiente sois de Góngora el Perseo. Y con vuestra aprobación (gran doctor Medrano) ya sin oposición tendrá general aclamación: con tan alta erudición de oro retocáis perfiles a sus conceptos sutiles, que digo (y no lisonjero) lo que Alejandro de Homero viendo la historia de Aquiles. Así vuestra Apología os ladea con Apolo, que como él pudiste solo resolver nieblas del día: con tan discreta armonía sutil vuestro ingenio hiló en ruecas de oro, que yo (viéndoos penetrar su esfera) con Pitágoras sintiera que su espíritu os dejó. **** *book_ *id_preliminar11 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_bernabe_gascon_riquelme *date_1661 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Del licenciado don Bernabé Gascón Riquelme, presbítero, colegial del insigne seminario de la ciudad del Cuzco. Sienta la herida del arpón indiano, Faría, o fiera, y su veneno ardiente sufra el castigo que le das valiente, Montero de Espinosa peruano. Dañó cruel con diente lusitano pimpollo cordobés, mas justamente postrado yace, que plumas de Occidente hoy son flechas que envía diestra mano. Confuso errando en bellas soledades, no conoció en las hojas el tesoro, que el orbe admirará por sus edades. Tú se lo adviertes, tú (por su desdoro) si castigas tocando en las verdades, descubres el caudal con puntas de oro. **** *book_ *id_preliminar12 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_juan_de_lira *date_1661 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Magistri Joannis de Lyra, praeceptori suo, in laudem Apologetici. Epigramma. Nec miror, nec laudo, etenim qui maxima semper vidi, nunc calami cerno minora tui. Forte Europaeis immanem ex ungue leonem ostentare cupis, vel digito Enceladum. Doctos pro musis liceat geminare rugitus, quos schola pro Thoma nostra, Medrane, sonat? Nam sacrae poteras axes torquere quadrigae penna Aquila, ungue Leo, Bos pede; mente Cherub? **** *book_ *id_preliminar13 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_francisco_lopez_mejia *date_1661 *addressee_espinosa_medrano,_juan_de Magister Franciscus López Mejía, Antonianus collega, sacrae theologiae professor, in laudem Apologetici a magistro suo praeclare editi. Aetereas dum nube vapor petit arduus auras, nunc pluvia exundat, fulmine nunc rutilat, eloquium, Medrane, tuum sic sydera lambit, roret ut e superis imbre vel igne tonet; en Tartesiaci illustras monumenta poetae teque ultore loquax caede Faria iacet: mordet obunco aquila innexum sic ungue draconem; littoreas falco sic pede truncat aues. Haud secus in cineres fudit Salmonea flagrans dextra Iouis, raucos dum crepat aere sonos. Mens tibi tot sophiae stellis nouus ardet Olympus ingenioque vibrat tela trisulca tuo. Lector, ama atque time, nam flamma et rore coruscunt, siue docet pluuia, fulmine siue nocet. **** *book_ *id_preliminar14 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_espinosa_medrano,_juan_de *date_1662 Erratas. Enmienda, lector, con pluma estos renglones, que no es justo que sobre los míos me acumules yerros de la imprenta. Son notados de barbaridad en España los indianos y será esforzar la calumnia no barrerle aun los indicios a esta sospecha. **** *book_ *id_preliminar15 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_espinosa_medrano,_juan_de *date_1661_11_26 *addressee_luis_mendez_de_haro Al excelentísimo señor don Luis Méndez de Haro, duque conde de Olivares, etc., Alcides del firmamento católico, delicias del orbe español, padre de la patria, príncipe de la paz. Mucho padrino es vuestra excelencia, príncipe excelentísimo, para que mi pequeñez aspire a su patrocinio; pero menester es que sea tan grande si ha de llegar su sombra hasta el otro mundo. Acá llegan las luces de su valor, prudencia, rectitud, magnificencia y benignidad: hechizo que pudiera contentarse ciñendo su actividad a la esfera de toda esa Europa, pero pasa, arrebatando poderosamente las veneraciones, a inundar nuevos climas con la fragancia de tan glorioso nombre. Orlen en hora buena trozos de cadenas rotas o eslabones desengazados las armas de vuestra excelencia, que a lazos de más suave prisión tiene entregados esta monarquía los cuellos; y rómpanse, porque no necesite de cadenas quien cautiva con las virtudes. Humillado escucha el orbe el nombre de Filipo, que Dios guarde, y saludándole por tantos títulos grande, vemos que bastaba para serlo tener por peaña de su celsitud vasallo de este tamaño: que Alejandro no fuera cumplidamente Magno, a faltarle entre la opulencia de sus imperios la amable confidencia de su Hefestión, ni a Darío dio más fama la innumerable potencia de sus ejércitos que la suave fidelidad de su Zopiro. Vuestra excelencia supo merecerse la gracia de nuestro monarca con créditos tales que nos deja considerar que menos que en tantos méritos no se desahogara voluntad tan soberana. Séanos lícito estimar lo que ella quiere y adorar lo que ella estima, que, para enmudecer a toda la elocuencia, basta saber que estos elogios nadie sino la Real complacencia acierta a significarlos. Gloríese España de haber entre los Haros producido el ramo de oro, que en tan calamitosa edad vuelve a renovar tan dorados siglos como los que hoy goza, ceñida de victoriales palmas la guerra, coronada de fructíferas delicias la paz. Dígalo, armada de paz su diestra, díganlo trepando las ramas de Minerva por su espada. Celebre Francia las que florecen hoy en dulce vínculo de ambas coronas, pues debe a vuestra excelencia el que Austria aspirase el suavísimo austro para fecundidad de los franceses lirios. Con tal Mercurio ha vuéltose la guerra en copia, en concordia el furor, las armas en júbilos, el horror en gozo y en serenidad las iras. Solía la antigüedad de España enviar sus caduceatores a establecer la paz, no con ramos de oliva, ni con guirnaldas de verbena, símbolos que ostentaron griega y romana milicia, pero con los legados que envió a Marcelo exhibió por caduceo y oliva la piel de un lobo. «De quibusdam Hispaniae populis legitur —dice Cartario— qui legatos ad Marcellum pro venia ac pace impetranda miserunt, eos lupi pellem pro caduceo aut olea vel verbena praetulisse». Profecía fue esta que la ancianidad española se vaticinó, anunciando la presente felicidad, pues para la paz más importante del mundo no se ha enviado el caduceo que enrosque la sierpe de los Guzmanes, ni los pacíficos ramos de Olivares, porque no hay más caduceo ni oliva que los lobos que, en el real escudo de los Haros, anuncian prosperidades no fieros, sino leales; no truculentos, sino pacíficos: «Pro pace impetranda miserunt lupi pellem pro caduceo aut olea». Florezca pues la paz, cedan las armas, serénense las musas y abrigue las letras el escudo de tan hermosas fieras, que si vuestra excelencia es el Apolo que las fomenta, cierto es que por insignia de sus grandezas escogió lobos el mismo Apolo, árbitro de las artes, padre de las musas. «Sane aliquot in signis Apollinis lupos adscultos videas». A semejante caso debió Gelón siracusano sus fortunas: precedió a su prosperidad este portento. Cursando estaba la academia con sus condiscípulos, cuando entrándose al general intrépidamente un robustísimo lobo, le quitó los cuadernos de la mano; siguiole sin asombro Gelón y yo sigo con veneración esas que la Cantabria procreó, augustas y valentísimas fieras, que si con violencia me arrebatan hoy este papel, con gusto le consagro a los blasones de vuestra excelencia; llévensele en hora buena, que con cuadernos o tomos de más serios estudios desempeñaré las deudas de haberme honrado estos borrones. Discúlpeme haber pensado en que si el docto y feliz intérprete don García Coronel dedicó a vuestra excelencia los Comentarios sobre Góngora, también se le debían las defensas de aquel gran poeta. A los príncipes grandes suelen presentarse las aves peregrinas, los pájaros que crió región remota: una pluma del orbe indiano se abate a los pies de vuestra excelencia, no de vuelo tan humilde que por lo menos no ha salvado el Antártico mar y el Gaditano; a tributar llega siquiera esta gota al inmenso océano de sus glorias, océano que jamás encresparon las espumas de la elación, ni alborotarán huracanes de envidia tempestuosa. Seguro vive vuestra excelencia en la altísima serenidad que ocupa, que si ese asiento le ha de gozar quien le merezca, ¿quién ha de ser sino vuestra excelencia, que ha podido dejar su virtud atrás los límites de la emulación, desahuciando los últimos esfuerzos de la envidia? Solus hic inuidiae fines virtute reliquit humanumque modum Porque, ¿quién podrá despecharse de que ardan lucidamente eternidades los astros, de que Júpiter empuñe por cetro el rayo, de que Febo sea príncipe universal de la sabiduría? Quis enim liuescere possit quod numquan pereant stellae, quod Iuppiter olim possideat coelum, quod nouerit omnia Phoebus? También tienen los méritos grandes cierto sagrado en su misma sublimidad, ciertos linderos y espacios exentos, adonde jamás arribaron los ímpetus de la envidia más poderosa. Est aliquod meriti spatium, quod nulla furentis inuidiae mensura capit. En esta cumbre tienen colocado a vuestra excelencia sus ínclitas prendas, y en esa le deseamos eternizado los que en tan remoto hemisferio vivimos, distantes del corazón de la monarquía, poco alentados del calor preciso con que viven las letras y se animan los ingenios, contentándonos con saludarle siquiera con los afectos. Guarde Dios a vuestra excelencia como puede y se lo suplico. Cuzco y febrero 20 de 1662. Señor. Capellán de vuestra excelencia, Doctor Juan de Espinosa Medrano. **** *book_ *id_preliminar16 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_espinosa_medrano,_juan_de *date_1661_12 Al lector En la palestra nos ves, lector mío, pero en palestra de entendimientos: peléase aquí entre estos límites, sin que pase el desidio a la voluntad. Hombre es de crédito mi antagonista, que hace glorioso el triunfo la valentía del enemigo. No te pido favorezcas este Apologético, porque no habrá hombre docto a quien don Luis de Góngora no le haya merecido el que mire con afección pía sus causas. Si eres lego te ahorro el que me aplaudas, porque no quiero, y me excuso el que me lastimes, porque no siento. Tarde parece que salgo a esta empresa, pero vivimos muy lejos los criollos y, si no traen las alas del interés, perezosamente nos visitan las cosas de España; además que cuando Manuel de Faría pronunció su censura, Góngora era muerto y yo no había nacido. Si alguien quisiere proseguir la batalla, la pluma me queda sana y volveré sin temor al combate. Ya ves cuán poco me va en defender a quien aun sus paisanos desamparan, pero dicen que es linaje de generosidad reñir las pendencias de los buenos. Si al duque, mi señor y mecenas de este papel, no desagradare esta ofrenda humilde, tenme por animado a mayores empresas. Ocios son estos que me permiten estudios más severos. Pero, “¿qué puede haber bueno en las Indias?”. ¿Qué puede haber que contente a los europeos, que de esta suerte dudan? Sátiros nos juzgan, tritones nos presumen, que, brutos de alma, en vano se alientan a desmentirnos máscaras de humanidad. Perdono lo que me cabe, no me atrevo al desengaño. Embargo sí las estimaciones: harto es que hablemos, mucho valdría papagayo que tanto parlase, pero sucédenos lo que al de Augusto César. «Oleum et operam perdidi», Dios te guarde, etc. **** *book_ *id_preliminar17 *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_espinosa_medrano,_juan_de *date_1661 Catálogo de los escritores que autorizan este Apologético. San Alchimo, Alciato, Alfonso de Mendoza, Antonio Verderio, don Antonio de Solís, don Antonio Cabreros, Apolonio, Acquario Lodola, Ambrosio de Morales, Alvar Gómez, Apuleyo, Aretino, Aristóteles, Aristófanes, Ascensio, Asclepíades, san Augustín, Alejandre de Alejandro, Barbosa, Bartolomé Leonardo, Beroaldo, Brodeo, Biblia Sacra, Baptista Mantuano, Camões, Claudiano, Claudio Minoe, Cartario, Camerario, Catsio, Cervantes, Clenardo, san Crisóstomo, Cicerón, Coronel, Cabrera, Crinito, Cornelio Tácito, san Cipriano, Cesario Cisterciense, Donato, Durancio, Del Rio, Erasmo, Escalígero, Faría, don Félix de Arteaga, Festo, Góngora, Glosa, Gilberto Cognato, García de Loayza, Galeotto Marcio, san Gregorio Magno, Georgio Sabino, san Jerónimo, Garcilaso, Gregorio Silvestre, Halicarnaseo, Horacio Flaco, Hadriano Junio, Herrera, Homero, Hugo Cardenal, san Isidoro, Juvenco, Juvenal, Julio Cándido, Juan de Mena, Illescas, Jacobo Pontano, Joan Grial, Lactancio Firmiano, Lelio Tifernate, Lorenzo Gracián, Lucrecio, Lucano, Lope de Vega, Luis Vives, Laurencio Valla, Luis Barahona, Merlín Cocayo, Marcial, Macrobio, Marco Antonio Mureto, Molina el Teólogo, Matías Hauzeur, Natal Cómite, Nicéforo, Nebrisense, Nicolás de Albiz, Ovidio Nasón, Hortensio Paravicino, Ferécides, Pacuvio, Pausanias, Pinciano, Propercio, Prudencio, Pedro de Oña, Pedro de Bustamante, Plinio Mayor, Plinio Menor, Plutarco, Pellicer, Pineda, Persio, Petronio Árbitro, Promptuario delle medaglie, Plauto, Pierio Valeriano, Quintiliano, san Ruperto Abad, Servio, Sedulio, Sousa traductor del Bocal, Teócrito, Tibulo, Teodoreto, Tertuliano, santo Tomás de Aquino, Turnebo, Tucca, Tzetzes, Tomás Tamayo, Trajano Boccalini, Virgilio, Varrón, Vatablo, Varo, Valerio Máximo, Villalpando, Cerda. **** *book_ *id_seccion1 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético en favor de don Luis de Góngora, Príncipe de los Poetas Líricos de España Sección I 1. Pensión de las luces del ingenio fue siempre excitar envidias que muerdan, ignorancias que ladren. Iras entrañables delineó Alciato en el natural canino, que al orbe luminoso de la Luna, en la nocturna carrera de sus resplandores, rabioso embiste, enfurecido ladra, mas como ve su figura en el celeste espejo retratada (dice el poeta) parécele que traba rifas con su semejante. Pero sordo a tan importunas voces prosigue el cándido planeta el volante lucimiento de sus rayos: Et latrat, sed frustra agitur vox irrita ventis, et peragit cursus surda Diana suos. Bien puede el ingenio docto brillar elevado en los cuernos de la Luna, que al desatino de la envidia poco le contenta lo ilustre, cuando le asombra lo soberano. Hay algunos hombres no ignorantes, pero ni doctos, sino eruditos a lo sátiro, medio necios y todo locos, que con arrojo (iba a decir desvergüenza) censuran, muerden y lastiman las venerables letras de los varones más insignes. Canes llamó a estos Gilberto Cognato, que voceando al argentado carro de la Luna, nos dicen que el condenar los aciertos que no podrán imitar es ladrido que amotina contra la doctitud el desvanecimiento. No hay que culpar a los totalmente ignorantes, que esta osadía no la cometen, sino los que Gilberto llama sabidillos. «Solet excitari a quibusdam sciolis in viros doctos, quos cum imitari nequeant, iis obloqui non verentur, quo sensu accipio illud Alciati: Allatrant; sed frustra agitur vox irrita ventis, et peragit cursus surda Diana suos». Que bien dijo un discreto que no temía a los muy doctos ni a los muy ignorantes en la censura, porque la generosidad de aquellos perdonaba y la confusión de aquestos no ofendía. Los entreverados son los bachilleres, mordaces y presumidos. Líbreos Dios de quien con su poco de latín leyó cuatro poetas, dos historiadores, un cosmógrafo y medio teólogo, que no le ha de quedar autor que no margene, poeta que no muerda, escritor que no lastime. ¡Oh desventura de gramáticos! ¡Que luego se ha de apoderar de ellos la jactancia y la hinchazón! Tal vez reventaron en errores pestíferos: llórenlo Melanctón, Erasmo, Vatablo, Escalígero, Laurencio ValLa, Luis Vives, etc.; y tal vez fue menester que el doctor de las Españas San Isidoro nos dijese: «Meliores esse grammaticos quam haereticos», que eran mejores que los herejes los gramáticos. En verdad, que debía de haber alguna confusión entre ellos, pues fue menester toda esa advertencia, mas como unos y otros son hijos de la vanidad y elación, parécense en la facilidad de condenar, como en la progenie del presumir. «Quia ingerunt hominibus perniciosam mentis elationem». Sobre esta cláusula su ilustrador García de Loayza dio las señas de este linaje de hombres: «Grammaticos vocat hic Aristarchos illos qui sibi de omni doctrina iudicium vendicabant, censores doctrinae et styli, quorum et inanem tumorem repraehendit Augustinus libro de catechizandis rudibus». Estos son los aristarcos que con vara censoria se arrogan el tribunal de todas las letras: árbitros de toda doctrina, censores de todo estilo. Luna fue esplendidísima el insigne y raro poeta cordobés don Luis de Góngora, si es que el ser sol se quedó sólo, a juicio del mundo, para el mismo Apolo, pues heredero de sus luces resplandece en el tenebroso siglo de tanto culto, planeta mayorazgo del sol, que en la plenitud de sus esplendores nunca le advierte corvo sino quien menguante de seso anduviere con la Luna. 2. No sé qué Furia se apoderó de Manuel de Faría y Sousa para que, de comentador de Camões, se pasase a ladrador de Góngora: pudiera este fidalgo correr su estadio y proseguir su estudio, sin enturbiar con polvo tan ruin el honrado sudor de su fatiga. Vileza es del ingenio no acertar con los fines del aplauso sino tropezando en los medios de algún descrédito. Vituperar las musas de Góngora no es comentar la Lusíada de Camões. Morder para pulir beneficio es de lima; morder por solo roer hazaña será de perro. Cuando al libro le haga bueno la erudición propia, nunca le hace ni aun razonable el deslucimiento ajeno. De don Luis de Góngora nadie dijo mal, sino o quien le envidia o no le entiende. Si esto último es culpa, pendencia tienen que reñir con el sol muchos ciegos. Nunca dijo mayor verdad Manuel de Faría que cuando escribió estos renglones: «Yo me obligo que no está fácil la respuesta para muchos que quieren fácilmente entender y juzgar a los grandes hombres, de que resulta que ni los entienden ni los veneran como les es debido». Bien dicho, pero cógele de medio a medio: pues si Góngora es varón grande, a pesar suyo, ¿de qué puede nacer no venerarle debidamente, si no le disculpa lo craso de no entenderle? Pero yo mejor siento del ingenio de Faría: no faltó conocimiento, sobró sí envidia, que herido de esta peste se confiesa el pobre caballero cuando hablando de su poeta dijo: «Verdaderamente me hallo con envidia de que don Luis de Góngora se le haya parecido tanto en esta gracia y aventajádose en la copia». Gentil confesión para que le creamos cuanto delira: sentencia que dictó la emulación, ¿qué equidad puede prometer? Muy de garnacha y magistrado llama a juicio a quienes no le temieran crítico, pero le despreciaran aprendiz. Quién le dio a Faría la vara censoria para que, loco o desvanecido, publique exámenes a su juicio y hecho asesor de Apolo, oráculo de las Musas, árbitro del Parnaso, prorrumpa en esta bobería diciendo: «Hablo habiéndolos examinado a todos para esta sentencia, que yo confío aprobará el mismo Apolo, porque la di después de haber revuelto todos los textos de las Musas, por no parecerme a los que sin examen se hacen jueces». ¡Qué buenos cascos! Si don Quijote lograra el imperio, o Sancho la ínsula, no se toparan presidente más a propósito. Todo el comento de Camões le hallo sembrado de estas vanidades, alabanzas propias, fanfarronerías, roncas, filaucías, desvanecimientos y vanaglorias; ya es consulto del mismo Apolo, ya es águila que, registrando el menor rizo a las guedejas del sol, arroja en sus exámenes los adulterinos pollos del nido, ya es universal maestro, que enseña a entender lo que nadie, sino él, llegó ni pudo pensar, ya enseña, ya corrige, ya castiga: ¡salve tú, o maestro insigne, por ventura hallado, por felicidad venido! Gloríese el mundo de haber merecido un hombre (como dijo San Jerónimo contra otro habladorazo) un hombre, digo, sin preceptores perfecto, que supo ventajosamente exceder en la elocuencia a Tulio, en la argucia a Aristóteles, en la prudencia a Platón, en la erudición a Aristarco, en los libros a Calcentero, en las escrituras a Dídimo, vencedor ilustre de todos los escritores de su edad. «Inventus est homo sine praeceptore perfectus, qui elocuentia Tullium, argumentis Aristotelem, prudentia Platonem, eruditione Aristarchum, multitudine librorum Calcentherum, Dydimum scientia Scripturarum, omnesque sui temporis vincat tractatores». Faría por lo menos así se sueña, según juzga; y así se pinta, según condena. Atreviose al fin a dar la más impía, soez y afrentosa sentencia contra el mayor poeta de nuestros siglos, condenándole no menos que a «Mahoma de los ingenios»: pero como no descuide el cielo de la tutela de tan divinos cisnes, como cantó Tibulo, Nam diuum servat tutela poetas. No falta quien repare verificado el adagio «sus Minervam», viendo al marrano adiestrando a Minerva, y perdonadas las orejas que mereció Midas por censura quizás menos necia. Véanse los procesos, salga a luz esta iniquidad, examínese el dictamen y desengáñese el mundo: verá frívolas, vanas y ridículas las razones que bastaron a convencer un ingenio no sé si más apasionado que desvanecido. Propondránse primero sus palabras y responderá luego el Apologético. **** *book_ *id_seccion2_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § I. «No puedo contenerme que no diga en tan buena ocasión que hallándome a donde se habló de esto en presencia de algunos sujetos, de los que tienen medio pie en los tribunales y medio en el Parnaso y el otro en el aire, asentaron que don Luis de Góngora solamente era poeta, resolución que bien parece de quien no estaba asentado, sino muy aprisa y con los pies como ahí dijimos. Apretándoles por el lugar o lugares, o misterio o juicio o alma poética en que lo fundaban, concurrieron (uno de ellos el más nuevo, siendo más viejo con pertinacia) en que aquel hipérbaton y ese otro hipérbaton. De manera que en la opinión de estos toda la alteza poética con que don Luis escurece a todos es el hipérbaton o sínquisis, que viene a ser esto de nuestro poeta en este lugar y pocos más, y en don Luis esto que se sigue: “Rico de cuantos la agua engendra bienes. Dulce ya concediéndole risueña Pasos no al sueño, treguas sí al reposo A la del viento cuando no sea cama De fresca sombra, de menuda grama. Marino, si agradable no instrumento. A las, que esta montaña engendra harpías. Viendo el fiero pastor voces él tantas, Y tantas despidió la honda piedras. Si mucho poco mapa las despliega A las que tanto mar dividió playas. Tantas del primer atrevimiento señas. El fresco de los Céfiros ruido. El verde de los árboles celaje. Mientras el viejo tanta acusa tea Al de las bodas Dios no alguna sea De nocturno Faetón carroza Tanta ofrecen los álamos zagala”.» **** *book_ *id_seccion2 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección II 3. No me persuado a que hubiese sucedido esta conferencia con los juristas que este sicofanta refiere; introdúcela él por ocasionar su juicio, porque aunque él dice que tenían medio pie en el Parnaso, pudo entender que solo quien tiene todos cuatro allá (si a su contacto manaron las aguas cabalinas) pudo haber dado sentencia tan caballina, y porque medio pie en el Parnaso basta para saber lo que son hiperbatones y que la alteza poética no puede consistir en sólo el uso de este tropo, que eso fuera necedad. Dirían que en usarlos tenía don Luis peculiar felicidad que no alcanzaron cuantos poetas ha producido España y que, dejado aparte el gloriosísimo caudal de conceptos, historias, alusiones, vivezas, metáforas y demás ornamentos poéticos, excedía a todos en la grandeza y audacia de hacer caber las hipérbases latinas en nuestro idioma con tanta gracia que ni antes remedó a otro, ni después habrá quien le imite alguno. Y esto es pura verdad y juicio irrefragable, como después probaremos tratando de los hiperbatones difusamente. 4. Dice que les apretó a que le dijesen los misterios, juicio y alma poética de Góngora y ellos le dieron con los hiperbatones. No creo tal, pero, ¿quién le dijo a Manuel Faría que los poetas y escritores del siglo habían de tener misterios? ¿O cuándo los halló en su Camões? Debe de querer que una octava rima tenga los sentidos de la Escritura, o que en la corteza de la letra esconda, como cláusula canónica, otros arcanos recónditos, sacramentos abstrusos, misterios inefables. Sabido es que en eso se distingue la escritura humana y poesía secular de la revelada y teológica: que esta embozando misterios descoge humildes las cláusulas y llano el estilo, y aquella, toda adorno de dicciones, toda pompa de palabras, toda aliño de elocuencias, yace vana, hueca, vacía y sin corazón de misterio alguno. Pues decía el Apóstol viendo la opulencia de sacramentos que en tiestos de vocablos sin adorno ocultaban las Escrituras sagradas: tenemos el tesoro en frágiles vasos de barro; cuando al contrario toda la majestad de las letras seculares consiste en tener los tiestos en el alma y el oropel de fuera. «Exterius verborum eloquentia nitent —dijo Isidoro—, interius vacua virtutis sapientia manent; eloquentia autem sacra exterius incompta verbis apparet; intrinsecus autem mysteriorum sapientia fulget, unde et apostolus: Habemus, inquit, thesaurum istum in vasis fictilibus». 5. Pues si toda la alma poética consiste en poco más que nada, que será una alusión a historia, costumbre o fábula, o en un equívoco, en una sal, en un concepto de donaire o gracia, en un viso a la física o política, en una conformidad de dicciones con el asunto. Como cuando hacen milagros de que Virgilio expresó en la celeridad de los pies dáctilos la velocidad con que habían de hacer la fuga los troyanos para escapar de la ferocidad de Polifemo en el 3º de su Eneida. Sed fugite o miseri, fugite, atque ab littore funem rumpite O cuando encarecen lo tranquilo y sosegado de los espondeos con que denotó el poeta la mesura y quietud con que respondió el rey Latino. Olli sedato respondit corde Latinus. Admiraciones hacía Quintiliano cuando le vio acabar un verso diciendo: «Exiguus mus». Porque con lo menudo de aquel monosílabo expresó la tenuidad y pequeñez del ratoncillo, maestría que imitó después Horacio en su «ridiculus mus». Pues si estas y otras vivezas que Escalígero, Cerda y otros idólatras de Virgilio subliman a las estrellas son los asombros de la poesía, ¿qué misterios buscaba Faría en los versos de Góngora? ¿O cuándo han hablado misterios los poetas, sino los profetas? Mas Faría estaba hecho a comentar a su Camões, profeta grande, como él lo dice, achacándole notables vaticinios y entre ellos la expedición para el África, adivinada al rey don Sebastián aún en la cuna: dícelo Faría, canto 9, fol. 36 y 37. No sé qué desdicha se tiene el don profético que no hay poeta, por desventurado y ridículo que sea, a quien no tengan por un Oseas. Hasta de Merlín Cocayo, príncipe de los macarrónicos, dice Aquario Lodola que vaticinó grandes cosas y entre ellas el pontificado de León Décimo y Julio Tercero. «Super omnes quae in ipso fuerant virtutes propheticum habuit spiritum, nam de pontificatu Iulii et Leonis praedixit deque Gonzagarum foelicitate diversorumque nobilium suae civitatis». Mas nuestro Góngora, aunque era vates por lo poético, no lo era en lo adivino, con que se excusará el haber de exhibir misterios para calificarse de poeta. 6. Alma poética dice Faría también que les pidió en Góngora: así suelen llamar la alegoría, que tramando la invención épica sirve de fundamento al poema heroico; mas habiendo empleádose el espíritu de don Luis en lo erótico y lírico, ¿qué mayor necedad que pedir esta alma en sus obras? Mas si alma llamó las centellas del ardor intelectivo con que lucidamente animó tan divino canto, mil almas tiene cada verso suyo, cada concepto mil vivezas. Bien lo significó aquel gran jurisconsulto, diciendo: «Nadie consiguió esto como don Luis de Góngora, honra de su patria y lustre de su nación: pues cada verso es una sentencia y cada palabra una historia, etc.». Además, que cuando tuviera aquella alma poética (que como digo no es menester sino en poema heroico), no todos la podrían demostrar, porque no todos merecen raptos, éxtasis y arrobos en que sus poetas les aparezcan, glorificados, a revelarles sus almas, como a Faría sucedió. ¡Qué necedad tan ridícula! Él cuenta esta visión o delirio de su vanidad en el canto 10, fol. 421, diciendo así: «Estoy por dar crédito a algunos sueños que tuve, en que me pareció mi poeta muy rojo y resplandeciente (señal de gloria), diciéndome le había alcanzado el alma que dejó por este poema y animándome a que prosiguiese. Bien pensé tener esto en secreto siempre, pero la ocasión me obligó a romperle, como ya hizo con San Pablo, que teniendo oculto muchos años su arrebatamiento al cielo, al fin lo vino a manifestar obligado antes de la ocasión que del deseo o la jactancia». ¿Qué hombre cuerdo habrá que, depuesta la severidad, no se descomponga de risa oyendo desatinos tales? Pudiera este fidalgo soñador excusar el compararse con San Pablo en el callar los raptos. Velara más y soñara menos, que a otro loco, que se llamaba Vigilancio, llamó con donaire San Jerónimo Dormitancio («Ut post multa saecula Dormitantius somniaret»), porque desmintiendo lo desvelado del nombre, había roncado los disparates de la pluma. Basta que sueños de Faría pasan por éxtasis hombreadas con el rapto del Apóstol. Pero soñar es fácil, y cuando fuera ilustración extática y no desvarío, ya digo que no todos los comentadores alcanzan estos arrobos para dar con el alma de sus poetas, ni todos los poetas se amañan a aparecerse coronados de gloriosas luces a sus comentadores. No sé si fue malicia o desaliño el ensartar los versos de don Luis confusos y sin distinción, pues quien ignorare que son entresacados de distintas partes para ejemplificar los hiperbatones, juzgará que no tienen más conexión que la que allí se les da, pues leídos en aquel amontonamiento parecen disparates, por estar destituidos del sentido y trabazón que en sus lugares gozaban, agravio que pudiera deslucir aun los versos del gran poeta, si quisiéramos hacer otra retahíla semejante. Habíanse de escribir apartados y con distinción, numerados como hacemos aquí: 1. §. «Rico de cuantos la agua engendra bienes» 2. §. «Marino, si agradable no instrumento.» 3. §. «Viendo el fiero pastor voces él tantas, y tantas despidió la honda piedras.» 4. §. «El fresco de los Céfiros ruido. El verde de los árboles celaje», etc. Descuido sería el dejarlo de advertir, mas esme preciso mirarle a las manos a la envidia. **** *book_ *id_seccion3_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § II.«¿Mas adónde se nos quedaba esto? “Cuanto las cumbres ásperas cabrío”. Aquí para decir que esta poesía hace mucha cabriola no le faltó más que prestarle la música su sexta voz: bien es verdad que, como el poeta escribió con tanto juicio, puede bien decir quien le comentare que su intento fue con el salto de la oración exprimir el del cabrío, que vale cabras que son grandes saltadoras de cumbres ásperas: y por eso salta aquí el cabrío esas, desde el “cuanto” adonde debiera hallarse, hasta esa otra parte adonde se halla, que es salto muy de cabra: y así se descubre que es misterio lo que parece disparate. Pruébase esto con que en otro lugar dan las mismas cabras otro salto, que no es menos lindo, antes más a lo de cabriola, por testimonio de la sutileza del sentido con que comentamos eso otro, veislo aquí: “Llegó pues el mancebo, y saludado (sin ambición, sin pompa de palabras) de los conducidores fue de cabras.” Que en buen romance dice (y no lo entenderá Platón de otra manera) que llegó el mancebo y fue saludado de cabras, o bien que fue uno de los conducidores de cabras porque, como era cortés y entendía de cabras, ayudó los cabreros en la conducción de ellas. Venga otro saltico de cabras: “Cabras aquí le interrumpieron cuantas vagas el pie, sacrílegas el cuerno:” Otro salto ha de venir por la que vende buen vino, aunque salgamos de la esfera de nuestro intento. “El que de cabras fue dos veces ciento esposo, etc., breve de barba; duro no de cuerno,” De modo que las buenas de las cabras hacen aquí su oficio de traviesas a las mil maravillas y es tan ingenioso esto que importa seamos cabreros para entender este secreto del saltar de las cabras y poderlo comentar con erudición benemérita del texto. Pero, ¿a dónde iremos a buscar comento de saltos para tantas cláusulas que los tienen, sin tener cabras con que sanearlos? Mas si todo esto está usado por afectar el estilo grande, pregunto: ¿qué linaje de grandeza es decir en otras tantas ocasiones cosas semejantes a esta: “Dando el huésped licencia para ello”? Que para no bajar de esa grandeza debiera decir: “licencia el para huésped dando ello”. O así, “Para licencia dando el huésped ello”. Con que de este verso, como de casi todo lo restante, se sacaría después de desatado un gran fruto de sentencia, concepto y juicio. Falta sólo que los entendimientos sean cabras para saltar esas cumbres ásperas de cláusulas o que para saltear lo que hay en esta Sierra Morena, o lucos de locuciones, sean Cacos, o que para romper estos Alpestres peñascos sean Aníbales. Y bien me estuviera eso si después de saltar la cabra aquí hallase rama con jugo y si después de saltear el ladrón hallase hacienda o si después de romper peñas Aníbal hallase gloria. Pero no halla alguno ni gloria, ni hacienda, ni sustancia, como se halla todo después de saltar, saltear, o desatar lugares de mi poeta y, aun este hipérbaton tan medido con las fuerzas humanas que no es menester ser cabra, Caco, ni Aníbal para ello, sino que con una moderada atención se descubre un pensamiento razonable.» **** *book_ *id_seccion3 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección III 7. Bravamente se encabra aquí nuestro Faría, búrlase con toda truhanería de este verso hermosísimo: «Cuanto las cumbres ásperas cabrío». Dice que hace el verso su cabriola pues podía decir el comentador que exprimió el salto del cabrío con el de la oración. Querer deslucir con el mismo crédito es como engañar con la misma verdad. Muy bien dijera el comentador y con harta más viveza que otros, cuando quisiera explicarnos así la del verso. ¿Qué más halló Gerónimo Columna en el del divino poeta, cuando dijo: «Nauigiis pinos, domibus cedrosque, cupressosque»; donde notó que había hecho Virgilio un hipermetro, solo porque con lo prolongado del verso y lo prolijo del cupressosque, denotó la longitud, eminencia y largura de los cipreses? Con donaire aludió aquí un poeta castellano encareciendo de luengo y disforme el pie de una dama: Pie tan largo y liberal, que es más que pródigo, pues Isabel no es manirrota, pero es pie rota Isabel. Pie o verso entero que tiene cesuras de juanetés: si fue largo el asonante, bien tiene a quien parecer. ¿Qué más ocasión halló Georgio Sabino en aquel verso de la Eneida, «Turbati fugiunt Rutuli, fugit acer Athinas», para vendernos expresada la turbación de los Rútulos en lo indeciso, tardío y moroso del primer espondeo, y luego la fuga del ejército en lo presto y acelerado de los cuatro dáctilos que, en la cadencia misma, van delineando el tropel de la fugitiva gente? 8. El Camões cuando dijo: «As bombardas horrissonas bramavan», ¿no ocasionó a Faría que dijese que al leer el verso se estaba oyendo la artillería? Los comentadores todos están llenos de semejantes observaciones y quizá de algunas con menos fundamento afectadas, pues, en este verso, «Cuanto las cumbres ásperas cabrío», pudiera alguien decir que se expresaba la travesura de ese ganado (como Faría quiere) no solo en la transposición, que aparta el “cuanto” del “cabrío”, porque de esta usa el poeta aun cuando no habla de sujeto que salte; sino que aquella transposición acompañada del “ásperas” con su acento dactílico y despeñado insinuaba el arrojo de las cabras, como el “bramavan” y el “horrissonas”, dice él que representan el estruendo de las bombardas. Allá en el gran poeta despidió sus cabrillas Melibeo, diciendo: Ite meae, quondam felix pecus, ite capellae. “Andad mis otro tiempo feliz ganado, andad cabritas”. Donde se ve que el “meae” está distante y apartado del “capellae”, ni está más lejos el “cuanto” del “cabrío” en el verso de Góngora que el “mías” del “cabritas” en el de Virgilio, habiendo de decir “andad, mis cabras”; he aquí muy lindo lance para otra frialdad de Faría, pues dirá que se parten despedidas las cabras y, como su inquietud las aguija a brincos y saltos, denotó el Marón sus cabriolas con aquel salto de dicciones, que aquí viniera lindamente, a ser todos los ingenios pajareros como el suyo. Pasa adelante con que dan otro salto las cabras en aquellos versos. Llegó pues el mancebo, y saludado (sin ambición, sin pompa de palabras) de los conducidores fue de cabras. 9. No habrá niño de la escuela que no entienda aquí que el mancebo fue saludado de los conducidores de cabras y no tiene vergüenza un barbado de decir que no entiende sino que saludaron las cabras al mancebo y que ni Platón lo entenderá de otra suerte. ¡Pobre Platón, que ya ha dado en apadrinar bufonerías! Días ha que le dolió a Tertuliano el que a Platón arrastrasen para autorizarse los herejes. «Doleo bona fide Platonem omnium haereticorum condimentarium factum». ¿Qué dijera hoy quien sintió ver a Platón padrino de locuras de herejes, viéndole sazonador de herejías de locos? ¡Cosa de risa es querernos persuadir manchas en el Sol y desaciertos en Góngora con cuatro necedades de cabras, brincos y saltos! El último que trae dice que es «por la que vende buen vino» y cierto que Faría le vende tan malo que por él no se meneara la cabra. Véndenos el generoso néctar de los versos del heroico portugués y poeta insigne Camões, pero dale aguado o adulterado con la zupia de tanto disparate como contra Góngora fabrica. Si su comento era bueno, no le hacía mejor el juicio que hace contra él. Y, ciertamente, que si los fundamentos que trae para reprobar aquella poesía no son más que saltos de cabras e hiperbatones, que son harto ruines y más para callados que para exhibidos a la luz del mundo, donde se reirán de él cuantos vieren que con dos ignorancias frígidas se despeja un pobrete a desmentir y eclipsar el universal aplauso de todo el orbe. Sucederale al contrario de lo que piensa, pues los aficionados de don Luis lo quedarán más viendo que, fatigado su metro en los crisoles de la envidia, no le hallaron otros lunares que registrarle. Confiadísimo vive el buen Faría en el vicio que ha descubierto de lo que él llama hiperbatones y este es el Aquiles y el argumento fatal con que piensa destruir al divino cordobés y en que toda su opinión estriba para desestimarle. Mas en la sección siguiente le daremos a entender que los hiperbatones no son tan buena gente que se pueda fiar mucho de ellos. 10. Hállase confuso sin saber dónde buscar comento de saltos para tantas cláusulas como los tienen sin haber cabras con que sanearlos y que falta sólo que los entendimientos sean cabras para trepar estas cumbres tan ásperas. Trabajoso va el argumento, que ya no tiene a qué apelar sino a chanzas, como un carámbano. Digo pues que nuestro poeta no ha menester hablar de cabras para hacer sus galantes y airosas transposiciones, por sobrarle caudal y artificio para imitar la colocación latina, como después ponderaremos. Y si sólo faltara que los entendimientos fueran cabras para entenderle, ya el de Faría estuviera muy adelante, porque eso no le falta. 11. Nota de inerte aquel verso: «dando el huésped licencia para ello»; y aconseja debiera decir “licencia el para huésped dando ello”, o así: “para licencia dando el huésped ello”. Esta objeción es vulgar y aun rancia sobre el verso del gran poeta: «Irim de caelo misit Saturnia Iuno». Donde no negará Faría que aun siendo más propia la colocación al lenguaje y verso latino que al castellano, va suelta, llana y humilde la oración; pues como el poeta otra vez dijo: Aeream coelo nam Iupiter Irim demisit pudiera decir muy bien: “Iuno de coelis Irim Saturnia misit” y no quiso sino afectar la llaneza de aquel estilo. Y no siendo descuido este en aquel idioma, quiere nuestro Mastige que sea crimen en el nuestro, donde sin esa afectación es nativa la frasi y corriente la locución, sin que por eso se baje de la grandeza del decir, como ni el verso virgiliano se apeó de aquella celsitud por haber dicho «Irim de coelo misit Saturnia Iuno». Tiene gracia particular este hombre para sazonar jerigonzas y aunque por burla y desprecio trastorna aquel verso: «dando el huésped licencia para ello», diciendo “licencia el para huésped dando ello” o de otra manera “para licencia dando el huésped ello”, no se le puede negar la habilidad que Dios le dio para trasegar disparates, pues en un verso que por infelicidad llegó a la ventosa oficina de su ingenio, con miserable destrozo ejecutó tan insolentes anatomías. Llama lucos, Sierra Morena y alpestres peñascos estas locuciones y que es menester sean cabras, Cacos, o Aníbales, para saltar, saltear y romper por ellas; y lo que peor es, que después de todo ni la cabra hallará jugo ni el ladrón hacienda ni Aníbal gloria. «Orador Faría entonces las armas jugó de Tulio». 12. No hay piedra que no mueva para disuadirnos del engaño en que vivimos y, declamando a lo retórico, demuestra la utilidad que después de asperezas tan arduas se malogra. ¡O cielos inmortales, con qué claridad se desembaraza la vista si le quitan los antojos azules! ¡Qué distintamente aparecen las cosas a quien mira sin pasión, a quien juzga sin envidia! Oíd al docto Coronel: «Quien leyere a don Luis sin pasión —dice— hallará inestimables tesoros en la propiedad de las voces y en la grandeza de sus sentencias. Quisiera yo que hiciese juicio de sus obras quien fuese grande en la Poesía, o por mejor decir a quien hubiese el cielo comunicado liberalmente el furor, que se consigue por naturaleza y no con el arte; pero que culpe a don Luis el profano de esta profesión es cosa intolerable y digna de castigo. Por ventura algunos quieren hacerse memorables por la detracción como otros por estudios», hasta aquí este autor y dispeream si no lo dijo por Faría. Yo no sé qué jugo, qué hacienda o qué gloria son los que desea para la cabra, el Caco y el Aníbal. Paréceme que los versos de Góngora están bullendo erudiciones, conceptos y sentencias de que se pudieran hacer suficientísimos jugos, haciendas y glorias para esta cabra, este Caco y este Aníbal. Y si no veamos el hipérbaton de Camões, que tanto aquel sublima en este lugar. Que em terreno nam cabe o altivo peito tam pequeno. 13. ¡Válgame Dios! ¿El decir que un pecho altivo no cabe en poca tierra es la hacienda, el jugo y la gloria que jamás alcanzó Góngora? ¿Es esto lo inimitable? ¿lo divino? ¿Cuántos pensamientos iguales a este (por no decir otra cosa) ocultarán los lucos y Sierra Morena de Góngora? Y el que generosos ánimos no quepan en cortos límites, «Em terreno nam cabe / o altivo peito tam pequeño», también lo supo decir Góngora, cuando del Conde de Salinas cantó: Del León, que en la Silva apenas cabe, o ya por fiero, o ya por generoso. Y es tan infelice esta musa que diciendo juntos casi un mismo concepto, aquel tiene jugo, hacienda y gloria para la cabra, el Caco y el Aníbal, y este otro todo es malezas, lucos y bosques, sin gloria para Aníbal aunque rompa, sin jugo para la cabra aunque salte y sin hacienda para el Caco aunque saltee. Váyase norabuena Faría, recoja esas cabras y déjese de corregir tan ínclita Musa que le podrá decir: «Monitor capras age». Enseñador impertinente lleva tus cabras: adagio que usó la Antigüedad (como dice Hadriano Junio) contra quien neciamente se pone a instruir a quien sabe más en negocio que entiende menos. «Quadrabit in consultorem ineptum, qui alteri dictare consilium parat, ipse super stiuamnon sapiens». Tratando Asclepíades de que el solio del ánima no era el corazón ni el celebro, trujo por ejemplar unas cabras que sin corazón balaron y ciertas moscas que descabezadas volaron, y enfadado Tertuliano dijo: «Retusus Asclepiades capras suas quaerat sine corde balantes, et muscas suas abigat sine capite volitantes». Váyase a recoger sus cabras y a aventar sus moscas, que sin corazón ni cabeza balan y vuelan. Mirad qué dijera de las que Faría hace saltar sin pies ni cabeza. **** *book_ *id_seccion4_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § III.«Volvamos a ensartar trozos de esta decantada poesía: “Y los que por las calles espaciosas fabrican arcos rosas. Cuantas del uno ya, y del otro cuello cadenas de concordia engaza rosas. En los que damascó manteles Flandes. Los novios entra en dura no estacada. Dédalo si del leño no, de lino. O la que torció llave el fontanero. O cuanta al peregrino el amebeo alterno canto dulce fue lisonja. Del bello de la estigia deidad robo. La tantos siglos ya muda sirena. Esta le cuente felicidad (en urna sea dorada) piedra. El inmenso hará el celestial orbe. En sus conchas el sabo la hermosa guardó al tercer Filipo Margarita. Dulce un día después la hizo esposa. Ninguna de las dos reales persona piadoso luego rey cuantas destina penas rigor legal; tantas perdona. Veneciana estos días arrogancia. De vana procedida preeminencia. Al sacro opuesta celestial clavero el fulminante aun en la vaina acero” Pero, ¿a dónde voy? Porque esto está a pares en cada verso, y a docenas en cada cláusula, y a tantos cientos en tan pocas obras que solo en el Polifemo, Soledades y Panegírico (poesías singulares en la opinión de los sectarios de locuciones vanísimas) hay más de seiscientos hipérbatos o sínquisis de tal calidad que por la mayor parte mueven a risa (a la cordura y al reposo digo) cuando hubieran de producir respeto si se usaran con templanza así en el modo como en la cantidad, porque en todas las obras de los latinos (a donde es natural ese término) no se hallan tantos como en solos tan pocos versos de don Luis, con que hace parecer que sólo de aquello anduvo cuidando. En los grandes Dante, Petrarca, Sannazaro, Ariosto, Tasso, Garcilaso y Camões no se hallará que alguno exceda en usar esto de hasta doce veces, en el que más, por tan largos escritos, y de esas no se hallará alguna con la deformidad que tantas acá. De este modo se descubren dos yerros en esto: uno, querer usar en nuestro idioma lo que es sólo del latín; otro, que lo use un hombre en pocos versos más que todos los latinos en todos los suyos, y eso con mayor deformidad que ellos y casi sin variedad, porque los más se reducen a dos o tres modos repetidos perpetuamente. Dejo aparte que después de descifrado esto no contiene sentencia o concepto alguno: así en casi todo, de suerte que se cumple enteramente en esta lira lo que dice Cicerón de los poetas que cantan a ella: “Quos cum cantu spoliaueris, nuda pene remanet oratio”. Yo no digo que falten atrevimientos y galas en ingenios tan grandes como el de don Luis; digo solo que se halle más que eso y eso menos, y que resplandezca el juicio. Trato de lo que escribió de este género.» **** *book_ *id_seccion4 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección IV 14. Demostración matemática se le ha de hacer a Faría convenciendo su error con evidencias bien fáciles. Toda la munición de combatir consiste en la nimiedad de los hiperbatones que en Góngora dice que redunda y, si en los grandes poetas, así latinos como toscanos y españoles, el tropo, que cuando más no pasa de doce veces, repite don Luis más de seiscientas en tan pocos versos, no carece de deformidad tal exorbitancia. Discurso es este que con su primera aparencia pudiera persuadir los idiotas a esta barbaridad. Mas va de desengaño. 15. «Hiperbaton», según los Retóricos se difine, «est transcensio cum verbum aut sententia ordine commutatur». Es un traspasamiento en que o la palabra o la sentencia trueca su orden. Dije traspasamiento por estar al castellano del divino Herrera. Difínese aquí un género o especie subalterna, que en su latitud incluye cinco especies de hipérbatos, como enseña San Isidoro Hispalense, y divídese en ellos: «Huius species sunt anastrophe, histeron proteron, parenthesis, tmesis, sinchesis». La primera especie es anástrofe, que es trueco en el orden de prioridad o posterioridad que debían guardar dos dicciones, como «littora circum», habiendo de decir “circum littora”, y Garcilaso: «En contra puestas del airado pecho», pudiendo decir: “Puestas en contra del airado pecho”. La segunda es hísteron próteron, que es conmutación del mismo orden entre las sentencias. Vulgar ejemplo el de «Postquam altos tetigit fluctus, et ad aequora venit». Después que tocó las altas ondas y vino al mar. Siendo así que primero se viene al mar, que se toquen sus ondas. No sé en quién leí excluido el hísteron próteron del género de los hiperbatones. Pero solo me acuerdo que no era tan docto como Servio, que sobre ese verso dice: «Hyperbaton in sensu, ut progressi subeunt luco, fluuiosque relinquunt». Demás de la autoridad de San Isidoro, que bastaba. La tercera es paréntesis, que es interposición de una sentencia en otra, la cual quitada queda ileso el sentido de la primera. Abundan ejemplos. La cuarta es tmesis, que es una sección o cortamiento de una dicción por interposición de otras. Como en Virgilio, «circum dea fudit amictu», en vez de “circumfudit”; y la del otro versillo: «Deficiente pecu deficit omne nia», por “deficiente pecunia”. La quinta es sínquisis, en que de todas partes se confunden las voces, de suerte que totalmente quede barajada la sentencia, como la del gran Poeta: Iuuenes, fortissima frustra pectora, si vobis audentem extrema cupido est certa sequi, quae sit rebus fortuna videtis. Excessere omnes adytis arisque relictis Dii, quibus imperium hoc steterat; succurritis urbi incensae; moriamur et in media arma ruamus. Cuyo orden debiera ser este: “iuuenes, fortissima pectora, frustra succurritis urbi incensae, quia excessere dii quibus hoc imperium steterat. Unde si vobis cupido certa est me sequi audentem extrema, ruamus in media arma et moriamur”. Estas son todas las especies del hipérbaton, y en la locución poética la que por antonomasia se nombra hipérbaton es la tmesis, por ser la más rigorosa sección de todas. Usáronla los grandes poetas pocas veces por gracia y los principiantes por puerilidad, y cuando niño me acuerdo de haber precipitado con furor este verso: «Me subito fundit velocia carmina dranus». 16. Mas esto es juego y en los varones grandes fuera desautoridad. Súfreseles empero pocas veces sólo en la poesía latina y griega, y tengo observado lo que nadie reparó en Virgilio, gigante mayor de la Poesía: que las pocas veces que usa de esta especie de hipérbatos que llamamos tmesis, nunca divide la dicción simple, como “dominus”, sino la que consta y se compone de dos términos, como “Ciceromastix”, que los sumulistas pudieran reducir a los términos que llaman complejos. Y así en su Geórgica, hablando de la región aquilonar dijo: «Septem subiecta trioni», por “subiecta septemtrioni”: porque “septemtrio” consta de “septem”, que es siete, y de “triones”, que son los bueyes de la constelación septentrional que llamamos Carro, compuesto de siete estrellas que por tirarle se llamaron “triones” a terendo, que es trilladores, o “teriones”, según enseña Varrón. «Hac Troiana tenus». También fue sección de “hactenus”, dicción compuesta de “hac” y de “tenus”, porciones diversas. «Nebulae circum Dea fudit amictu»: aquí dividió a “circumfudit” en sus dos mitades “circum” y “fudit”, que cada una se es todo por sí. «Qui tecumque manent isto certamine casus». ¿Quién no ve que cortó con el “te” a “quicumque”, dicción compuesta de dos diversas voces? Y finalmente su venerador Ovidio siguió estos pasos en el tercero de Ponto, cuando dijo: «Quale tamen cumque est, ut tueare rogo», partiendo siempre lo que por sí se estaba desuniendo. Pareciole al gran poeta mucha violencia el romper dicciones y destrozar vocablos, y que con menos estruendo y más suavidad los percibiría el oído desatándose lo añudado que rompiéndose lo sólido, puesto que sus hibérbatos no quiebran, sino desenlazan; no cortan, sino reparten. Con toda esta blandura hubo de introducirlos porque de otra manera serían insolencias incomportables, como de Pacuvio, cuando por decir: “Arte hac vescimur”, dijo en Chryse, «Art ves e hac cimur». Y aunque Faría por sólo improbar a Góngora dice que este hipérbaton puede tolerarse por una vez, es lo más cierto que sufrirá una albarda quien tal jerigonza tragare: pues de esta y otras vejeces de Pacuvio que por caducas pasan a delirios, dijo Marcial (riéndose de los que las leían) que aunque todo se hacía con la boca, no eran palabras sino vómitos. Attonitusque legis terrai frugiferai Attius et quicquid Pacuuiusque vomunt. 17. Digo esto, porque en admitir este género de hipérbases los ingenios y juicios grandes escrupulizan aun mucho más que Faría, a quien todavía no le supo mal esa de Pacuvio, y porque realmente aun en verso griego o latino fuera viciosa su frecuencia, puesto que en castellano aun sería el primer atrevimiento cosa de risa, como dijo el Pinciano: «El hipérbaton es dicho cuando se trató del vocablo peregrino cuanto al cuerpo porque en el cuerpo parece su modo diferente, como se ve en el ejemplo dicho: “elegante habláis mente”: el cual modo de decir lícito fue a los griegos mucho y aun a los latinos, como se ve en Virgilio, en sus Geórgicas, hablando del Septentrión; a los italianos ni españoles no es lícito y sería figura muy ridícula, cuanto más a los históricos y oradores». Ya se ve, que aquí se trata del hipérbaton, que es tmesis, como parece del ejemplo, «elegante habláis mente». Cuya introducción dice fuera ridícula en la poesía castellana, ya que en la griega o latina con moderación traída se ve que es adorno. 18. De estos principios pues, mal entendidos y peor aplicados, infiere Faría su pésimo discurso. Cierto es que la multitud de hiperbatones aun en el lenguaje latino es viciosa y esto hasta el mismo Faría lo entiende de las que son tmeses o secciones. Y si estas cuando más en los grandes poetas no pasan de doce veces porque fuera vicio, en Góngora no se verá ni una porque todo es bellezas. 19. He aquí el argumento de Faría: los autores latinos pocas y raras veces usan del hipérbato que llaman tmesis, luego yerra Góngora en frecuentar muchas la colocación de sus versos. Mala consecuencia y el antecedente fundado en ignorancia, pues las transposiciones de Góngora no son tmesis y los ejemplos que él trae lo son, como la de Pacuvio y el «conquegregantur» que dijo Lucrecio, por decir “congreganturque”. Mirad pues cuán ciego está Faría, que compara estos hipérbatos con aquellos versos de Góngora: De oyentes, copia el sitio le ofrecía , silvestres y volátiles, inmensa. 20. ¿Por ventura es esto lo mismo, que decir «conquegregantur»? Cierto es que imitar esto de Lucrecio y frecuentarlo sería necedad, por ser tmesis insufrible; pero ¿qué conveniencia tiene esto con los versos de arriba, para inferir un vicio de otro? ¿Qué uniformidad halló en dos especies diversas, como rábanos y turbante, para que del reprobado uso de la una, se colija la proscripción de la otra? Yo le concederé a Faría que Góngora es el peor poeta del mundo, si es verdad que en solos pocos versos afectó más de seiscientas veces lo que Virgilio y otros poetas insignes en todos sus libros no usaron doce. Pero va de lo que dice este hombre a la verdad «quantum distat ortus ab occidente». Véase cuán al revés lo piensa la envidia todo, pues en lo que Virgilio y todos los poetas latinos, por excusar deformidad, se abreviaron a doce veces, Góngora no se verá que lo usase ni media, como experimentará quien le revuelva: y lo que Góngora más de seiscientas veces usa, no sólo lo escasean doce veces Virgilio y los latinos, pero a millares, cuentos y infinidades lo usurpan en cada libro. No piense Faría que le habemos de dar con la docenita de lugares a que él responde muy fanfarrón, diciendo: «Algunos defensores de esta nueva secta piensan que lo dejan concluido todo con traer uno o dos, y sean doce lugares de Virgilio semejantes a los que condenamos, sin acordarse que él trae esos doce en todo un libro y que los modernos lo usan en cada un verso». Veo que Faría no se acuerda qué sean hiperbatones, pues los que él dice que son doce en Virgilio, no sólo no los usa Góngora en cada verso, pero ni los toma en la boca por todo el libro, como ya dije. 21. Lo que frecuenta don Luis con felicidad notable no es hipérbato ni sínquisis, sino una mera disposición de voces elegante que los construyentes y sintaxistas llaman colocación, estructura genuina del lenguaje latino y tan natural al artificio de metrificar que jamás le conoció el verso por hipérbaton ni por otro tropo poético, sino por lenguaje común y corriente, como «Gracili modulatus auena» y aquello de «summas perlabitur undas» y también «arentia temperat arva». Colocación ordinaria como la de aquellos bellísimos versos: El manso de los Céfiros ruido; el denso de los árboles celaje. 22. Y verase no ser especie de hipérbaton discurriendo por ellas, puesto que no es anástrofe, ni histeron, ni parentesis, ni tmesis, porque en su vida no la hizo Góngora; sínquisis mucho menos, porque esta es total y prolija confusión de unas sentencias con otras, y una que hizo Virgilio se ocupó seis hexámetros, que en castellano gastaran veinticuatro, y ya se ve que en los versos que Faría trae por sínquisis no caben sentencias ni cláusulas barajadas, como en aquel: «Fulminante aun en la vaina acero», ni en este: «Veneciana estos días arrogancia». Ni en este otro: «Ninguna de las dos reales persona». Y finalmente no habrá bárbaro que diga que aquí hay sínquisis: «patulae sub tegmine fagi»; ni aquí: «et pressi copia lactis». Luego ni aquí, que es lo mismo: «El manso de los Céfiros ruido». Pues aun no es media oración y la sínquisis pide muchas seriamente confundidas. 23. La hacha de Hércules en los cuellos de la Hidra se echara menos al confutar el error de Faría, de que tantas falsedades porfiadamente brotan. Dice que en los versos de arriba se comete sínquisis: es falso, porque no les compete su definición. Dice que de eso que Góngora frecuenta, gastó Virgilio cuando más doce veces: es engaño, porque si eso es sínquisis, en Virgilio no llegan a cuatro las que son célebres en todos sus libros, luego ni Virgilio las usurpó doce veces, ni Góngora las frecuentó seiscientas. Si no es sínquisis, luego no es culpable Góngora, que no las usa. 24. El capital y último error es decir que estas transposiciones o colocaciones son hipérbatos no como quiera tales, sino de aquellos que, cuando más, llegan a doce en libros enteros de poetas latinos. Esto es ignorancia, pues no hay poeta latino que acierte a hablar medio verso sin ellas, tanto que cuanto dicen, cuanto escriben, cuanto componen, está bullendo esos hipérbatos (si es que lo son) a millares y a cientos en cada plana. No hay más que decir sino que el probar esto con ejemplos sería trasladar quinientos tomos de versos latinos, puesto que toda la universal poesía empieza, media, prosigue y concluye con este preciso barajar de los términos, que a ser defectuoso no entraran tropezando en él a los umbrales del poema. Mirad comenzar a Virgilio: «Tytire, tu patulae recubans sub tegmine fagi». Que en castellano suena: “O Títiro tú de la coposa recostado debajo del toldo haya”. La divina Eneida: «Ille ego, qui quondam gracili modulatus auena». “Yo soy aquel que en otro tiempo con rústica canté zampoña”. ¿Horacio cómo entró? «Mecoenas atauis edite regibus». “Oh Mecenas de ascendientes procedido reyes”. ¿Ovidio cómo empezó? «In noua fert animus mutatas dicere formas corpora». “En nuevos pretendo las mudadas decir formas cuerpos”. ¿Cómo principia el floridísimo Claudiano? «Inferni raptoris equos afflataque curru sydera Taenario», etc. “Del infernal robador los caballos, y las empañadas con el carro estrellas Tenario”. ¿Marcial cómo entona sus primeros versos? «Barbara pyramidum sileat miraculae Memphis». “Los bárbaros de las pirámides calle milagros Menfis”. ¿Cómo entró Propercio? «Cynthia prima suis miserum me caepit ocellis». “Cintia la primera con sus miserable me cautivó ojuelos”. Y Tibulo. «Diuitias alius fulvo sibi congerat auro». “Riquezas otro en rubio agregue oro”. Y Lucano. «Bella per Aemathios plusquam ciuilia campos». “Guerra por los Ematios más que civil campos”. Y Baptista Mantuano. «Sancta Palestinae repetens exordia Nimphae». “Los santos de la Palestina repitiendo principios Virgen”. Y Prudencio. «Christe, graues hominum semper miserate labores». “Oh Cristo, que de los graves de los hombres siempre te apiadas trabajos”. Y San Alchimo. «Quod varii eveniunt humana in gente labores». “El que varios sucedan en la humana gente desastres”. Y Juvenco. «Rex fuit Herodes iudaea in gente cruentus». “Rey fue Herodes de la hebrea gente sangriento”. Y Sedulio. «Paschales quicunque dapes conviva requiris». “Pascuales, oh cualquiera que manjares convidado buscas”. Y Apolonio Colacio. «Exitium Solymae, et tristes a stirpe ruinas». “La destruición de Jerusalén, y las tristes desde el cimiento ruinas”. Hasta Merlín. «Phantasia mihi quaedam phantastica venit». “Fantasía me una fantástica vino”. 25. Pero, ¿adónde voy? Que esto está a pares en cada verso, a centenares en cada folio y a millones en cada libro. Por no exhibir toda una librería sólo apuntamos los primeros versos de cada poeta y juraré que a ninguno de ellos se le pasó por la imaginación el hipérbato. Y si entraron con él para perpetuarle desde el primero al último verso, ya se ve falsificada la bachillería de quien los redujo a doce. No es esto misterio, no paradoja: preceptos de la niñez los atiende el gramático, líneas del puntero son las que demuestro. Discernir las hipérbases figuradas de las colocaciones vulgares empleo es de la puerilidad: admírame que varón tan erudito tropiece tan feamente en estas niñerías. Divirtiose sin duda en investigar los inefables sentidos de su poeta y en maquinar calumnias a Góngora, menospreciando desdeñoso los gritos de tanto gramático y orador. «Illud miror —dice el máximo doctor— quod Aristarchus nostri temporis puerilia ista nescieris; quamquam tu occupatus in sensibus et ad struendam calumniam cernuus grammaticorum et oratorum praecepta contempseris». Sépase pues Faría, ya que hasta hoy lo ignoraba, que decir «de vana procedida preeminencia» es lo mismo que “de abuelos procedido reyes”: «atauis edite regibus». Y esto ningún simple lo ha llamado hipérbaton poético, y si se lo ha llamado, ha hecho la cuestión de nombre, pues concediéndome (como a su pesar deben) que esa colocación anda a millares en cada plana de los oradores y a cuentos en cada folio de los poetas y que no es esta la que no llega a doce veces en Virgilio, sino la tmesis, importa nada que la llamen hipérbaton, o que la nombren “pasa Gonzalo”. 26. Lo que importa advertir mucho es que esta colocación (llámese o no latamente hipérbaton) es tan genuina y natural a la numerosa fábrica del verso que aun el nombre de verso (como dice Georgio Sabino) se derivó de este revolver los términos, invertir el estilo y entreverar las voces. «Stylus saepe vertendus est, ut inde etiam nominatos esse versus perhiberi posse videatur, quod dum fiunt varie huc atque illuc vertantur». Tan lejos está la inversión de las voces, tan distante de viciar los versos, que en ellos no es tropo sino alcurnia, no es afeite sino fayción, no defecto sino naturaleza. 27. No negaré que este lenguaje, como nacido en los países de la latinidad, es menos propio al castellano y nativamente acomodado a la poesía latina, puesto que le usaron los estrados de la oratoria, la verbosidad de los históricos, la enseñanza de los padres, la gravedad de los concilios. Pero, ¿quién duda que habilitar el idioma castellano a entrar en parte en los adornos de la grandeza latina no es atrevimiento ínclito, proeza ilustre? ¿Por ventura el adornar el patrio dialecto con los atavíos de más excelente lengua no fue siempre heroicidad loable? ¿Por ventura podrase recabar esta facción sin desviar el lenguaje de la plática común, vulgar y rusticana? ¿Por ventura esa colocación latina que hasta hoy ardua, incontrastable y desdeñosa se esquivó a nuestra lengua no era la que habíamos menester para mezclarla, variarla y repartirla? Oídselo al más apasionado patrón y acérrimo defensor de la lengua castellana, el regio cronista Ambrosio de Morales: «¿Y quién habrá que diga que el cuidado que se pusiere en así adornar nuestro hablar castellano no lo ha de desviar mucho del común uso; no en los vocablos, ni en la propiedad de la lengua (que sería grande vicio), sino en el escogerlos, apropiarlos, repartirlos, y suavemente con diversidad mezclarlos, para que resulte toda la composición estremada, natural, llena, copiosa, bien dispuesta y situada, y este pulir de esta manera la habla, cuán ajeno, cuán diferente y cuán contrario es de la afectación? El cielo y la tierra, lo blanco y lo negro, lo claro y lo escuro, no están más lejos de ser una cosa que estas dos de juntarse o parecerse. Por tanto no condenemos en nuestro lenguaje el cuidado de bien hablar, sino dolámosnos de ver que estamos tan fuera de quererlo y saberlo hacer, que tenemos por mal hecho aun solo intentarlo, y lo que sería gran virtud y excelencia culpamos como vicio y fealdad». Hasta aquí este insigne escritor. Tampoco niego que sería afectación querer exactamente regular el verso castellano con el latino en este modo de colocar dicciones. Como si dijéramos con Virgilio: “Oh Títiro tú de la coposa recostado debajo del toldo haya”. 28. Pero Góngora con su gran talento no quiso remedar lo escabroso de esa construcción. Aprovechose sí galantísimamente, dando a este modo de hablar un temple suave, una moderación apacible que, dejándole lo suyo a la latinidad, se robó con felice osadía todo el aseo de que era capaz la musa castellana. Empresa difícil fue, pues no faltando aptitud en nuestra lengua para recibir este ornamento, desmayaron cuantos le acometieron, dejando en tal y cual transposición las lánguidas señas de su deseo, bien que generoso, mal afortunado. Senda fue esta que o por no verla no pisaron, o que aun viéndola no hollaron, por temerla. «Caeteri autem —Petronio— aut non viderunt viam qua iretur ad carmen aut visam timuerunt calcare». De ignorar, pues, esta capacidad de nuestro lenguaje y la dificultad que había de aplicarle el ornato de la elocución latina, nace el condenar neciamente aquellas osadías. Juicio fue de Ambrosio de Morales: «Esta falta de no poder juzgar fácilmente en el castellano lo acertado viene de ser la lengua en sí de tal calidad, que aunque es capaz de mucho ornamento, pero recíbelo con gran dificultad». Y más abajo: «En otras muchas partes también de la elocución es nuestra lengua y su lindeza dificultosa de alcanzar, mas no es esta la principal causa, que al fin trabajo y diligencia vencerían esta dificultad y con el uso se amansaría lo que ahora espanta con representarse casi imposible: la causa verdadera de no acertar a decir bien, ni diferenciar lo bien dicho en el castellano, está principalmente en no aplicarle el arte de la elocuencia en lo que ella enseña mejorar la habla, no para la propriedad, que esta el uso la muestra, sino para la elegancia y la fineza, donde no llega el uso y el arte puede mucho suplir el defecto». Pues siendo gran parte y fundamento de la elocuencia latina esta colocación, ¿quién culpará a Góngora, que con tal valentía la supo aplicar a nuestra poesía, si no es quien apasionado no atiende a los elogios de la patria y emprende deslucimientos del honor materno? 29. Decir Faría que es yerro usar en nuestro idioma lo que es propio del latino es error suyo, pues si eso es aliño de la poesía latina, no es tan inepta, baja o incapaz nuestra lengua que desmerezca romper aquellas galas. Y tiénele respondido el mismo Ambrosio de Morales, diciendo de él y de otros: «Estos, con sus tan ciegas persuasiones, piensan que todo lo que es elocuencia y estudio y cuidado de bien decir es para la lengua latina o griega, sin que tenga que ver con la nuestra, donde será superfluo todo su cuidado, toda su doctrina y trabajo: yerran mucho sin duda». 30. Por tan imposible como quitarle el rayo a Júpiter y a Hércules la clava juzgó la Antigüedad el usurpar los versos a Homero, y habiendo aprovechádose el Marón de muchos para adornar su Eneida, respondió a la calumnia de sus émulos que estaba tan lejos de arrepentirse, que en usurpar los ornatos del Griego para su musa le había parecido haberle despojado a Júpiter del rayo y arrebatado de los hercúleos puños la clava, de que quedaba tan glorioso, cuanto parecía mayor la imposibilidad de tanta hazaña. 31. Asómbrese Faría, clamando por imposible el trasladar a nuestra lengua la trabazón latina, que esto en Góngora es proeza valiente, audacia loable, hazaña heroica; y recoja esos dos yerros por suyos, pues el exceso de hipérbatos a Virgilio fue engaño y el usurpar la inversión latina no ha sido sino grandeza, «Clauam Herculi extorquere». 32. Añade Faría que Góngora la usa con mayor deformidad que los latinos. Esto no merece respuesta: véase la inversión que arriba trajimos de «Tytire tu patulae» y cotéjese con «Estas que me dictó rimas sonoras». También nota que hace la colocación sin variedad. Respondo que es culpa común a toda la latinidad (si culpa llamarse puede) pues toda la variedad de los poetas latinos consiste en colocar sus términos por interposición del verbo entre el sujeto y adyacente, como «arentia temperat arva», “dulce fue lisonja”. Y de los casos entre el sujeto y el verbo, o del nombre entre adyacente y sujeto, como «pressi copia lactis», «El verde de los árboles celaje», etc., que todos juntos se reducen a tres o cuatro modos que repetidos perpetuamente en toda la latinidad los tienen contados de memoria los muchachos. Pues si toda la poesía latina, cuya dice Faría es propia esa alhaja de colocaciones, no tiene otra ni más variedad, ¿qué necedad es esta de quererla mayor en quien lo imita todo? El lugarcillo de Cicerón cerca de los músicos, «Quos cum cantu spoliaueris, nuda pene remanet oratio», ni es de importancia ni a propósito, pues claro es que si a los músicos les quitan el canto no quedarán cantores, y si al orador le despojan de la elocuencia no quedará retórico, y si al poeta le cercenan sus números no quedará sino prosista. Quítenle a Virgilio el ornamento poético y quedará bárbaro. Tengo respondido hasta aquí a lo de los hipérbatos latinos: a los de los toscanos y españoles diré con más oportunidad luego. **** *book_ *id_seccion5_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § IV.«Lo mejor es que hallaban aquellos apoyadores de esta gran suerte de poesía que don Luis había sido el inventor en vulgar, como si ahí no estuviera Juan de Mena con anterioridad de centenares de años, que dio motivo a centenares de risas con esos modos y, por dicha, que no le faltó don Luis con las suyas al tiempo que escribía con reposo. Veislo aquí en la copla 92: “A la moderna volviéndome rueda”. Petrarca otra vez: “Han fatto un dolce de morir desio”. Otra Boscán: “nacieron de la cual otros”. Garcilaso otra: “como en luciente de cristal coluna”. Y usábase mucho aun en coplas pequeñas. Gómez Manrique en las que hizo al contador Diego Arias: “Hartas hallaras tristezas”. Y abajo: “Pues el blanco comen pan”. Y más abajo: “Que hartos te vienen días”. Luego este que pone el sello a todos: “Que con esta son nacidos condición”. Y úsalo tanto que se parece a don Luis, o que don Luis se cansó mucho por parecérsele, y esta es la novedad solene que solenizaron aquellos solenísimos legisladores para darle el primer lugar entre los poetas. No traigo más de estos ejemplos que saqué del Cancionero general antiguo, así porque está lleno de ellos como porque estoy con las narices tapadas mientras los copio, y todavía si esos autores anduvieron atrevidos en este modo, no fue así en el número, pues al fin pueden contarse todos y sufrirse los más, y hasta allí puede correr un hombre cuando a rienda suelta desatina, porque hipérbaton no es otra cosa que una transgresión que perturba y pervierte el orden del hablar; y hablar pervertido, si cual y cual vez fuere gala, muchas será vicio grandísimo sin duda alguna. Y ¿quién hay tan insensato que no juzgue por gran atrevimiento una vez esto: “Las que fabrican arcos rosas”, y por desatino muchas veces? ¿Qué conceto, qué juicio, qué ingenio, qué elegancia arguye eso?» **** *book_ *id_seccion5 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección V 33. Difícil cosa fue siempre corregir a los hombres grandes y no fuera lo peor lo difícil si ello no fuera tan infelice. Quédanse siempre grandes los que lo son y malógranse los filos de quien los quiere cercenar, dejándolos mayores. Corrigere at res est tanto magis ardua, quanto magnus Aristarcho maior Homerus erat. No inventó Góngora las transposiciones castellanas: inventó el buen parecer y la hermosura de ellas, inventó la senda de conseguirlas. Era ese lenguaje ornamento poético de la majestad romana; no cabía en nuestro idioma tanta imitación de lo grande. La ropa que sirvió de gala a las musas latinas arrastraba más aína a la castellana. Tal vez que se atrevió a ostentar esos aparatos, le decía el aliño mal, porque ella decía mal el aliño. Mas, ¡oh prodigios del ingenio de Góngora! Levantó a toda superioridad la elocuencia castellana y sacándola de los rincones de su hispanismo hízola de corta sublime, de balbuciente facunda, de estéril opulenta, de encogida audaz, de bárbara culta. Maravilla que reconoció el mayor orador que admiró España, Hortensio, cuando dijo: O tu Lelio, que heredando al docto Marcial la pluma las sales, que el mundo admira Píndaro mejor renuncias; a quien el jayán de Ulises, cuarta de Trinacria punta, debe más luz que a su frente apagó la griega astucia; cuyas sacras Soledades misteriosas, si no mudas, cuanto respeto las puebla, tanta deidad las oculta; hijo de Córdoba grande, padre mayor de las Musas, por quien las voces de España se ven de bárbaras cultas. 34. Harto mejor, pues, que Júpiter en su celebro a Minerva este «padre mayor de las musas» volvió a dar de nuevo ser a la castellana en la regeneración de su soberano ingenio y amaneció entonces nuestra poesía, de tan divino taller, grande, sublime, alta, heroica, majestuosa y bellísima, digna entonces de mayores ornatos, de pompas mayores; creciole la estatura, igualola al tallazo de la gentileza latina, y quedaron comunes los arreos, indiferentes las galas. Adornáronla entonces con decencia los áureos collares, que antes la brumaban con melindre. Esto fue lo grande, esto lo raro, esto lo nuevo: para jayán ropaje agigantar el bulto y proporcionar con la regia loriga de Saúl la rústica terneza del pastorcillo, que apenas rodaba oprimido del peso de tanta malla. Fullería del teatro fue, para hacer capaces las personas de la grandeza trágica, fingir lo corpulento a diligencias del coturno: porque el lenguaje de los héroes, si no los desmiente el zueco, no cabe en talles ordinarios. En siendo enano el idioma, ¿qué ha de hacer por que no le atropelle el vulgo si, diligente Zaqueo, no trepa al higuerón y encaramado al árbol no remienda la estatura con el tronco? Mas la Musa de Góngora no ha menester zancos teatrales ni mentirosos para arrogarse todo el fausto de la elocuencia latina, estrenándole las joyas de su mayor estimación y los adornos más incomunicables de su vanidad, porque este divino Dédalo le cultivó el lenguaje, le reformó la sentencia, le encrespó la elocución, le abultó la frasi, le aseó las voces, le sazonó las sales, con que la dejó capaz de todo aquel ornamento y llegaron a caber en ella sin azares no sólo esas colocaciones latinas, pero muchas osadías de frasis, construciones, casos y esquemas latinos, como ponderáramos si este papel como es Apología fuera comento. 35. Verdad es que Juan de Mena las usó con anterioridad de centenares de años ocasionando centenares de risas, como dice Faría, y también esos otros tres o cuatro que trae muy gozoso de haberlos hallado, pero todos son unos friones y (precindiendo las materias o asuntos) es quererlos equiparar a la elocución de Góngora conferir con sol flamante al candil moribundo. No me olvido de lo que dijo Faría de todos los poetas de España para hacer príncipe de todos a Camões, que eso mismo vuelvo yo a decir, añadiendo que en ese siglo estaba la poesía castellana desceñida, inculta, rústica y humilde, y quererla cargar de los aseos de la latina era cosa de risa, pues si, como Faría dice, esa colocación o hipérbasis es ornato natural y propio de la grandiosa musa de los latinos, nunca le vendrá bien a la que no fuere de aquel tamaño. 36. Todos los demás anduvieron muy cuerdos en haber usado raras veces de la trasposición y lo fueran más si nunca las usaran, porque cadenas de oro que sirvieron de adorno a robusta matrona, colgárselas a musa pueril más es prenderla que ataviarla. En la poesía latina aquello es gracia; a la castellana, y en aquellas infancias, sólo fue bisoñería, que no está la gallardía en cargarse los estofos del atavío, sino en lograr los perfiles del donaire. Ni dejará de parecer ridícula ante la generosidad de un caballo por más que pasee enjaezada una mona. Por eso los hipérbatos dan que reír en Mena y que burlar en Gómez Manrique. En los demás, o toscanos o españoles, son rarísimos, porque nunca arribaron a aquellas líneas en que Góngora llegó a igualar la musa castellana al copete de la latina. Supieran ellos sublimar el patrio dialecto y engrandecer la genial elocuencia como hizo el «padre mayor de las musas», que yo fío cupieran con desahogo en ella todas esas colocaciones o hipérbatos, pues cuando en el lenguaje latino es tan plausible su frecuencia, nunca los extrañara poesía que fuese de su misma capacidad. 37. Cierto es que el hipérbato fue una figura, como ahora, aun antes de Góngora; pero antes de Góngora el hipérbato sólo fue una figura. Con haberlos primero usado otros se compadece el que Góngora los inventase en castellano. Nunca saben ser después las facciones grandes, por eso se llama primor el acierto heroico. Atropella los tiempos y, de la dignidad del adelantarse en los excesos, capta los elogios de la primacía en las estimaciones. El primero que usó de la quijada que esgrimió Sansón fue el jumento, pero fue Sansón el que primero hiriendo en las palestinas tropas hizo de una quijada estoque, asombro, terror, muerte, estrago, rayo. No siempre es primero el que empieza. En el orden de origen gradúan los filósofos los procedimientos de la naturaleza, echando lo ruin por delante. Y finalmente (en dos palabras) no fue Góngora el que halló los hiperbatones en el castellano, sino el que primero habilitó al castellano a gozar con igualdad de sus colocaciones con el latino. No inventó la tela, pero sacó a luz el traje. Y así hacen muy cuerdamente los que carecen del altísimo espíritu y suma elocuencia de Góngora en abstenerse de colmar sus versos de ornatos de poesía latina, porque como he dicho ha de hombrearse con ella la que quisiere ajustarse sin desaire sus vestidos. 38. El docto chileno y artificiosísimo poeta indiano, el licenciado Pedro de Oña, con ser de los que sintieron y aun escribieron mal de este dulcísimo cisne (ignoro el motivo), nunca le reprobó los hipérbatos, jamás le afeó las trasposiciones: antes, las frecuentó con celo y las logró con valentía en su poema. Y cuando sin poner nota en la colocación halló o buscó otros tropiezos (escrúpulos serían) en que emplear la severidad de su censura, cierto es que aquel erudito y cabalísimo juicio no tuvo qué condenar en la colocación, pues aprobándola con dejarla indemne dejo advertido que quien rabiare por acumular defectos a Góngora ha de rastrear otros, sin acordarse de los hipérbatos. En el Ignacio de Cantabria son raras las octavas que carecen de estas inversiones y, aunque las frecuenta bien, como es lenguaje nativo y peculiar a la sublimidad latina, nunca las logra mejor que cuando levanta el estilo a esa cumbre, como cuando describe la ferocidad de Plutón en guisa de comenzar el razonamiento al ejército infernal con este valiente hipérbole: Dos veces, rodeando, fue la esquiva, sangrienta vista en torno del teatro, y tres, la testa sacudiendo altiva, mostró, de férreo diente, andanas cuatro, con que se estremeció de abajo arriba, no el Orco a solas, no el voraz Baratro, que aun Abila su asombro dijo al Calpe, y pompa desgajó nevada el Alpe. Templado otra vez a lo teológico el plectro, entonó grave la creación de los órdenes angélicos así: De a coros tres crió tres jerarquías, que son, de Trinidad, como unos lejos, unas de la verdad alegorías, unos de aquel divino sol reflejos: fue el ángel primer paso de sus vías, el hombre imagen, lo demás bosquejos, o gradas para Dios, muchas y bellas; pero tan alto es Él, que aun faltan ellas. 39. Bueno, grave, docto y aun tan artificial que juzgamos de este varón lo que de Silio Itálico pronunció Plinio el menor: «Scribebat carmina maiori cura quam ingenio». La solemnísima novedad que, dice Faría, solemnizaron aquellos legisladores, como digo, consiste en explayar la capacidad de la elocuencia castellana, hasta hacerla benemérita de la colocación latina, con aprovechamiento y sin desaire. Y esta gloria conoce por su Colón al espíritu de Góngora, sin que le hagan sombra vejeces anteriores, con ser sombras. Y me espanto se contentase Faría con citar a Mena, Garcilaso, Boscán y Gómez Manrique de los españoles, pues para el coraje con que embiste a todo lo que es aplauso de Góngora pudiera traer más lugares. Pero cegose y cayósele una entre mentira y descuido, diciendo que Garcilaso sólo una vez había dicho «Como en luciente de cristal coluna». Pues con esta son diez las hipérbasis que a primera mano se topan en él: 1. «Como en luciente de cristal coluna.» 2. «Ya de rigor de espinas intratable.» 3. «Los accidentes de mi mal primeros.» 4. «Guarda del verde bosque verdadera.» 5. «De aquel mancebo, por su mal valiente.» 6. «Más helada que nieve, Galatea.» 7. «Escondiendo su luz al mundo cara.» 8. «Aquella tan amada mi enemiga.» 9. «Entre la humana puede, y mortal gente.» 10. «Y con voz lamentándose quejosa.» 40. Y otros pudieran ayudarle, como Luis Barahona de Soto: «La cual de cifras consta clandestinas». Gregorio Silvestre: «Estos veréis aunque pequeños lazos». El Pinciano: «Interior tiene morada». Y más abajo: «Por misma que tenía abierta entrada». Alvar Gómez: «De aquel que más santa nos da invocación». Miguel de Cervantes: «Que la gran culpa le vistió primera». Pero, ¿adónde vamos? Digan todos lo que quisieren, cite Faría los que se le antojaren, aunque es mucho que quien se acordó del «conquegregantur» de Lucrecio no topase con Apuleyo: «Ferocissimos equos nimio libidinis calore laborantes atque ob id truces vesanosque, adhibita detestatione mansue exinde factos», que le socorriera con trincharle el “mansuefactos”. Mas no cuidó más que del «conquegregantur», tan desalumbrado que diciendo que una vez lo dijo Lucrecio le sucedió lo que con Garcilaso, pues sólo en el libro sexto, donde cita a aquel poeta, hay catorce hiperbatones de la especie tmesis, tan feroces como el «conquegregantur». Véase ahora qué de ellos habrá en toda la poesía y véase con cuánta verdad se arrojó a decirnos que sólo una vez en el sexto había salídosele el «conquegregantur», pues una hoja antes había dicho «inque peditur» y después «proqueuoluta» en lugar de “impediturque” y “prouolutaque”. Pero vea los catorce quien quisiere en el margen, porque aquí darán fastidio ensartados y porque no es mi intento autorizar las inversiones de Góngora con hipérbatos ajenos, puesto que aquéllas son colocación corriente como ya dije, y estos son tmeses anatómicas como ya vemos. 41. Vuelvo a nuestro intento, advirtiendo que cuando digo que es grandeza el imitar la de los latinos, no apruebo la introducción de sus vocablos, que eso es ignorancia de muchos que piensan que no hay elocuencia donde no salpican de calepino sus planas, que puede elevarse la frasi sobre la plática vulgar pero no hablando en moscovio, y el lenguaje castellano se ha «de desviar mucho —como dice Ambrosio de Morales— del común uso, no en los vocablos (que sería gran vicio), sino en escogerlos, apropiarlos», etc. Esto hace don Luis con tan inimitable valentía que, aunque dijimos remedaba la coturnada y altísima elocución latina, no lo dijimos todo, porque falta por decir que la elocuencia latina tiene mucho que aprender de la gongoriana, mucho que imitar de sus primores, mucho que admirar de su espíritu. Cada rato lo experimentamos en los lances que ocurren en competencia de un mismo argumento. El de Polifemo escribieron Homero en su Odisea, Virgilio en su Eneida y Ovidio en sus Metamorfosis, pero ¿quién llegó a la eminencia de la musa castellana de don Luis? Solo este parece que escribió el Polifemo, porque sólo en su estilo llegó a ser gigante aquel cíclope. Conferida una elocuencia con otra, mira la española para abajo las demás. Bien levantaron las arduas cumbres los montes de la elegancia griega y latina, pero de ellos puede el jayán castellano decir: ¿Qué mucho, si de nubes se corona por igualarme, la montaña, en vano? 42. No le igualan, aunque los imita; excédelos, aunque los trasunta; que como adelanta las ideas, remeda ventajoso, y copia dejando que aprender a los dechados mismos. Imite pues el latino aquella pompa de frasis, aquel caudal de conceptos vivísimos y aquel crespo del impetuoso torrente de su elocuencia. Eso llamó Faría «ruido de palabrones». Pero este ruido de palabrones enamoró a toda la poesía latina, cuando se dejó enseñar de la bizarría española. Aquel hablar brioso, galante, sonoro y arrogante es quitárselo al ingenio español quitarle el ingenio y la naturaleza. Luego que las musas latinas conocieron a los españoles, se dejaron la femenina delicadeza de los italianos y se pasaron a remedar la braveza hispana, tan amarteladas de ella que se arrastraron a toda la clase de sus poetas a querer imitar aquel natural orgullo de los otros. Confiésalo Marco Antonio Mureto (bien que apasionado y sentido de que el ingenio español hiciese tal contaminación, como él dice): «Hispani poetae praecipue et Romani sermonis elegantiam contaminarunt et cum inflatum quoddam et tumidum et gentis suae moribus congruens invexissent orationis genus, averterunt exemplo suo caeteros a recta illa et simplici, in qua praecipua poetarum sita laus est». Hinchado lo llama, y túmido, y lenguaje natural de aquella gente: y bien se ve que es natural pues, con no florecer entonces como ahora la locución castellana, sólo dictaba aquellas bizarrías el ingenio y la naturaleza que genuinamente las prorrumpía, aun en el idioma extraño: y esto no es tan nuevo que no haya cerca de diecisiete siglos que los españoles hablan como españoles, pues casi desde los tiempos de Augusto César se reconoce que introdujo España este lenguaje en Italia: «Itaque fere post Augusti tempora, ut quisque versum maxime inflaverat, sententiam maxime contorserat, eo denique modo locutus fuerat, quo nemo serio soleret loqui, ita in praetio haberi coepit». Esto dice el buen Marco Antonio con mucho estómago. Recíbasele la confesión y perdonémosle los desdenes, que ya estamos advertidos que es muy del genio español nadar sobre las ondas de la poesía latina con la superioridad del óleo sobre las aguas, sin ser la vez primera que poetas cordobeses den que admirar en lo desusado, peregrino y sonante a sus maestros, como sucedió con Tulio, comúnmente citado: «Cuiusque adeo de suis rebus scribi cuperet, ut etiam Cordubae natis poetis pingue quiddam sonantibus atque peregrinum, tamen aures suas dederet». Donde tomo yo el “pingüe” como se debe en el adagio «pingui Minerva» y como quiere Marcial que se entienda cuando dijo: «Facunda loquitur Corduba»; y el “peregrinum”, como yo con Aristóteles explico en la sección 6 número 47. Hemos dicho esto porque nadie se asombre de oír a Góngora no sólo compitiendo a la lira romana, sino venciéndola, pues cuando advertimos tan ventajosa imitación, sólo recordamos lo que tan de atrás confesó la Antigüedad, aprendiendo lo culto y lo sonoro y peregrino de los poetas cordobeses. Con que nunca nos empachará el remedar a los latinos lo crespo y bizarro de su decir, puesto que ellos primero lo aprendieron de nosotros. Y eso que Mureto llama “túmido”, y lo que nombra «ruido de palabrones» Faría, tan ingénito y tan propio al ardor hispánico, no es lo que menos excelencia acumuló al grave y facundísimo mártir San Cipriano, lustre y gloria mayor de la elegancia latina, de quien dijo Erasmo que su lenguaje no era de quien hablaba con elocuencia sino de quien tronaba con asombro: «Non eloqui sed tonare». Cornelio Tácito fue la flor de la gravedad histórica y cultura romana, y eso que llama “hinchado” Mureto («inflatum quoddam») está tan lejos de anublarle el aplauso que Alciato le recomendó con ese elogio, y calificó la majestuosa corriente de su locución con lo inflado y soberbio de su lenguaje: «Sed grauior Tacitus inflaturque magis, siue quod rerum dignitas hoc expostulet, siue quod sub Vespasianis id dicendi genus magis placuerit». 43. Vamos adelante: discúlpase Faría de no haber trasladado más ejemplos de la poesía de Góngora porque estaba con las narices tapadas mientras los copiaba. Respondo que tenía mucho que tapar, porque hombre tan judicioso y crítico tan severo sería todo narices, pues el censurar de este modo llamó la erudición «naso agere», y es vulgar lo de Plinio: «Nasum noui mores subdolae irrissioni dicauere»; y lo de Horacio: «Naso adunco suspendere». Porque el juez que mofa contrae y frunce la nariz naturalmente. Y así enojado Marcial dijo a su crítico: Nasutus sis, usque licet, sis denique nasus «Burla hago de cuanto dices cuando en juzgarme te empleas, más que narigudo seas o seas todo narices.» Pero es menester preguntarle a Faría si se las tapaba con la izquierda cuando con la derecha escribió aquel chiste de las portuguesas. Cuenta que una libre riñendo con otra altiva le dijo: «“Todas somos de barro”. Respondió la otra: “sí, mas hay barro de que se hacen vasitos regalados, y otro de que se hacen servicios”. A que la otra: “También de ese se hacen esos muy regalados, y yo tengo uno”. Añade aquí Faría: No huela mal la cita, por ser de autor tan nuevo». Pero para él nada oliera así, si como se tapó allí las narices para Góngora, se las tapiara para sí a piedra y lodo. Sentidísimo también de que le quitasen cierta secretaría, quizás porque otro la merecía mejor y él no lo creyó de soberbio, escarneciendo de un secretario dice así: «Sucediendo responder al ayuntamiento de una ciudad, que en portugués se llama cámara, al subscrivirla dijo: “A la señora Cámara”; y de cámaras son verdaderamente tales secretarios, si no es mejor cámaras de secretarios tales sujetos. ¡O mundo, o Príncipes, o miseria!» ¡Qué a tiempo y qué hermosa exclamación! Al mundo y a los príncipes llama, como si los príncipes y el mundo no tuvieran olfato. Grosería por cierto cuidar sólo de sus narices agraviando las ajenas. 44. En el juicio que hace de la Lusíada queda por disolver otra objeción, parienta de la pasada: muérdele pues a Góngora la voz “cuerno” (sin ver que muerde cosa dura) y dice así: «¿cuántas veces se hallará la voz “cuerno”, o el cuerno voceando? Yo me obligo, se hallará materia para millares de artífices de tinteros en millares de siglos. ¿Tan dulce armonía es la del cuerno? Si don Luis fuera casado, y amigo de ganar con su mujer, no pudiera mostrarse más amigo de ellos». ¡Qué lenguaje tan indecente! ¡Qué indecencia tan ajena de escritor cuerdo, de pluma grave! Responder que don Luis sólo usa de ese término describiendo monterías, estruendos bélicos, aplausos festivos, donde es preciso suenen bocinas, trompetas o clarines, y apadrinar de autores la honestidad de esa voz cuando sólo supone por instrumento corvo, sóplele la caza o anímele la guerra, fuera ahora bisoñería; baste que acordemos a Faría que en el abusar de esa voz él sólo es el delincuente. Pues después de haber en el canto 2 estancia 72 corneado al lector hora y media y repetido once veces “cuerno” en sola una columna, reparando al fin en tan cornígera dilación, concluye con esta frialdad: «Bien me perdonará el letor, que me haya detenido en darle con este cuerno». Y mucho antes en su prólogo llama a los comentadores de mucha voz y poca armonía voces de cuerno y sobre otros oprobios concluye «que paran en cuernos tales comentos». No es esto lo más desaseado de ese término, que en el canto 4 estancia 4 refiere la censura de algunos que por haber Camões cantado adúltera a la reina doña Leonor con el conde don Juan Fernández, haciendo célebre su incontinencia, dijeron (dice Faría) que este poema «merecía ser quemado, porque debiendo enseñar virtudes publica vicios, y procurando exaltar a los príncipes y héroes y actos portugueses hace patentes sus defectos y teje al rey don Fernando una corona de cuernos y otra de oprobios a la reina su mujer». A que responde Faría que hizo bien el poeta en ceñirle de tan sucia guirnalda, porque los que lo son insignes, no solo han de solemnizar con dulzuras las virtudes plausibles, sino también vituperar con hieles los vicios odiosos, y en esta defensa gasta columnas enteras. Abstraigo mi juicio: ni culpo a doña Leonor, ni condeno a Camões; acuso sí a Faría que, pudiendo excusar la disputa de que tan feos desdoros provenían a sujetos reales, osó a descomedírseles escarbando sus venerables cenizas. ¡Qué fea es la envidia y qué melindrosa con ser atroz! ¡Que haga ascos Faría de que Góngora ponga cuernos en sus versos y que no se desdeñe de amontonarlos en la cabeza del rey don Fernando! ¡Cosa rara! ¡Que sea culpa en Góngora usar de esa voz en su natural y sencilla significación, y que en Faría aplicársela a su rey en la maliciosa y torpe sea mérito! ¡Rigor grande! ¿Tantas iras tiene el ánimo presumido? ¿Tantos rigores sabe fulminar la emulación altiva? ¿Cegarse hasta caer, tropezando en la materia de las bocinas, y no reparar en los oprobios del adulterio? ¡Furor notable! 45. Dejemos esto con otras obscenidades indignas de este lugar, que no queremos repetir, y prosigamos respondiendo a lo último de la objeción, donde dice son insensatos cuantos no tienen por atrevimiento el decir una vez «las que fabrican arcos rosas», y por desatino muchas veces, y que ¿qué concepto?, ¿qué juicio?, ¿qué ingenio?, ¿qué elegancia arguye eso? Decir con esta facilidad que tantos son insensatos y no probarlo más que con decirlo con facilidad, no muestra más habilidad que la de ser desvergonzado. No es “las que fabrican”, sino «los que fabrican arcos rosas», que va mucho a decir. Y puesto que esta colocación no tiene más que todas las demás de arriba y todas quedan bien defendidas, no hay para que reiterar lo discurrido, ni dar tornos al quicio sin ganar tierra, como Faría, que no acaba de rumiar estos hipérbatos que tantas veces ha mascado. Vedme en la sección 6 número 47. A lo demás respondo preguntando que para qué dijo Camões «noutras a cabeceira de ouro finas», y en otro lugar «e de escritura dignas elegante», y en otra parte «que em terreno nam cabe o altivo peyto tam pequeno», y otras muchas veces: ¿qué concepto?, ¿qué juicio?, ¿qué ingenio demuestra eso? Pues lo mismo que Faría respondiere a esto, le responderemos a él en lo otro. Pero por si él no acertare, o porque no nos salga con sus muchas veces o pocas veces (cosa de burla, pues el número no varía la esencia de la entidad), respondo absolutamente que la oratoria y la poesía tienen dos géneros de adorno: uno que se ha de parte del argumento, o de la materia, que pertenece a la sentencia; y otro que se ha de parte del modo de decir, que pertenece a la elocución (como si a lo metafísico dijéramos uno formal, y otro objetivo). La colocación o inversión no pertenece al ornato primero y así, ni es ingenio, ni concepto, ni juicio; pertenece sí al segundo, que sólo consiste en hermosear la plática con los modos de decir, sin cuidar de si es bueno lo que se dice: y de esto sirven todos los tropos y figuras que enseña la retórica. Puede un pensamiento ser hermosísimo en el concepto, ingenio y juicio, y decirse desnudo de toda elegancia, aliño y elocución, como puede haber un talle muy bien proporcionado y muy mal vestido, y al contrario podrá una elocución elegante vestir un pensamiento humilde (maestría de Homero en sus Ranas, y de Virgilio en su Mosquito). De las figuras, pues, que sólo sirven y las inventó el arte para la elocución, es bobería pedir que sean concepto, juicio o ingenio. Pues aunque todo esto se admira en los versos de Góngora, nunca hemos dicho que todo eso esté vinculado al hipérbato, pues sus pensamientos, vivezas y conceptos, cuando carecieran de esas inversiones, nunca perdieran lo sólido de la sentencia, puesto que les faltase mucha porción de la elocuencia y atavío formal. Y no negará Faría a ley de gramático que esa transposición que los oradores llaman latamente hipérbato (no siéndolo poético) es una de las hermosuras de la oración, cuando el Nebrisense por haber dicho Tulio «in duas diuisam esse partes», despreciando el orden simple de decir “in duas partes”, llamó esa inversión virtud, ornato, gracia y decoro de la oración: «Cum orationis structura decoris gratia variatur neglecto simplicis sermonis ordine, non vitium est, sed virtus, quae hyperbaton appellatur, id est, transgressio verborum. Cicero: Animadverti, iudices, omnem accusatoris orationem in duas diuisam esse partes. 'In duas partes' diuisam esse simplex erat ordo». Periodo es que hurtó entero de Quintiliano, libro 8, capítulo 6. Enójesenos ahora Faría, y dígale también al mayor orador del mundo que decir «in duas diuisam esse partes», ¿qué concepto?, ¿qué juicio?, ¿qué ingenio?, ¿qué elegancia arguye? **** *book_ *id_seccion6_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § V.«No lo arguye más eso otro de metáforas y términos remotísimos y violentísimos, como: “En ruecas de oro rayos del Sol hilan” para decir cera y miel, y la verdad es que es solamente cera el modo de decirlo. ¿Qué dijera de esto y de cosas semejantes, usadas a cada paso, Macrobio, si por una sola vez que Virgilio dijo “Et liquidi simul ignis” lo censura con rigor diciendo “Illud audaciae maximae videri potest”? Y esto que en Virgilio fue lo más es lo menos en don Luis. ¿Por ventura don Luis iguala a Virgilio en juicio, o exceden sus defensores a Macrobio?» **** *book_ *id_seccion6 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección VI 46. Hemos venido al segundo fundamento que mueve a este sicofanta (después de los hipérbases) para condenar esta poesía, que es lo remoto de los términos y metáforas, y hemos visto que en tachar la hermosura de Venus, porque los ojos no están en el colodrillo, Faría sacó de puja a Momo. Parece que Aristóteles no nos ha enseñado poesía, o que no nos dio reglas Tulio para la retórica y el mismo filósofo en los libros Ad Theodecten. 47. No fuera la poesía de Góngora tan alta y peregrina a no florecer con términos tan remotos de la plática vulgar y plebeya. Lo peregrino definió Aristóteles: «Peregrinum voco varietatem linguarum, translationem, extensionem, tum quodcumque a proprio alienum est». Llámase vocablo, o término propio, el que vulgarmente usan todos: «Proprium voco quod omnibus in usu est». Y todo término que saliere de esa vulgaridad será peregrino o siendo extraño, o traslaticio, o fingido, o figural, etc.: «Aut ab alia lingua aut translatio aut ornatus aut fictum aut productum aut substractum aut commutatum». La oración que constare sólo de términos propios será clara, pero humilde y descaecida. «Quae igitur ex propriis nominibus constabit, maxime perspicua erit, humilis tamen». Pero la que de peregrinos términos se compone saldrá grave, sonora y veneranda, como dice el filósofo: «Illa veneranda et omne prorsus plaebeium excludens quae peregrinis utetur vocabulis». El grande ingenio de don Luis, aunque pocas veces usa de los términos peregrinos por extraños, pero perpetuamente sus frasis lo son ya por alusivas, o translaticias, o figurales, o conmutadas, etc. y en fin remotas (como Faría confiesa sin saber que se degüella) de la vulgaridad y plebeyismo, y así de sentencia de Aristóteles erró Faría en haber acusado este lenguaje de remoto, siendo esto lo que más le sublima: «Quapropter errant non parum qui huiusmodi dictionis genus accusant quique poetam ipsum incessere audent». De ignorante trató el filósofo a Ariphades porque había censurado a los trágicos el que hablasen no como se habla comúnmente, ni como el vulgo razona, pues por decir “de Aquiles” decían “Aquiles de”, y por decir “de casa” trocaban “casa de”, y otras cosas así: «Ariphades praeterea carpebat tragaedos perinde ac in tragaediis suis his uterentur quae in communi sermone diceret nemo, ut domibus ab pro ab domibus, Achille de pro de Achille, caeteraque huiusmodi». Sin advertir que el lenguaje trágico, que por alto había de alejarse mucho de la plática común, siquiera de esa suerte llegó a huir del razonamiento trivial de la plebe: «Prorsus ignorans quod haec omnia, dum proprium vitant, plaebeiam interim dictionem effugiunt». Mirad ahora si, con no faltarle razón a Ariphades, bastó el fin de huir la vulgaridad para que en una posposición tan ridícula saliese un Aristóteles a la disculpa, llamando ignorante al censor; pregunto, viendo que Faría llamaba desatino una colocación grave, decente y no monstruosa como decir: Y los que por las calles espaciosas fabrican arcos rosas ¿No os parece que nos lo tratara de ignorante para abajo o de majadero para arriba? 48. El riesgo que pueden traerse los términos remotos y peregrinos es obscurecer la oración, pero Góngora (como ya dije) no frecuenta los peregrinos por extraños, sino los translaticios y metafóricos, y los hombres grandes, aunque usen de metáforas altísimas y remotas, con las palabras consecuentes las dejan declaradas o con las anteriores dejan abierta la senda de entenderlas. En castellano lo dijo lindamente el Pinciano: «Eso mismo también dicen los gramáticos: que de lo que precede, y de lo que se sigue, se saca la claridad de la cosa; y así vemos en Virgilio metáforas altísimas y remotas, las cuales de esta manera son entendidas del mundo todo. Y sea ejemplo cuando de lo que precede se saca lo por venir, el que se ve en el octavo de la Eneida adonde dice de Caco: “Vomita por la boca espeso humo, la casa envuelve de tiniebla ciega, arrebata la vista de los ojos y mezcla claro a escuro en noche humosa.” ¿Quién, pregunto, entendiera la altísima algarabía del último verso, que no estuviera apercebido con el primero?» Trujimos el ejemplo de cuando se declara la oración de lo anteriormente dicho, para responder a Faría, que culpa de remotas las metáforas de Góngora y exhibe la de «En ruecas de oro rayos del Sol hilan», por decir cera y miel. Este verso es el último de una octava, en que aquel gigantazo describe la afluencia de miel y panales que le rinden sus colmenas, árboles, y cortezos diciendo así: «Sudando néctar, lambicando olores, senos que ignora aun la golosa cabra corchos me guardan, más que abeja flores liba inquïeta, ingenïosa labra; troncos me ofrecen árboles mayores, cuyos enjambres, o el abril los abra o los desate el mayo, ámbar distilan, y en ruecas de oro rayos del sol hilan.» Sola esta octava vale más que todos los versos juntos de Faría y cuantos puede hacer en toda su vida. Y lo mejor de ella es el último verso, que quedó claro, abierto y patente con las frasis que le precedieron. Habían primero los corchos y los senos sudado néctar y habían destilado olores, precedieron las abejas libando inquietas y labrando ingeniosas las flores, ofrecieron antes los troncos enjambres que desatados o esparcidos a la amenidad del mayo o abril destilaban ámbar, y concluye últimamente que «en ruecas de oro rayos del Sol hilan». ¿Hemos de pensar por ventura que los enjambres tiraban oro de Milán o hilaban (como suena) las guedejas rubicundas del Sol? ¿O hemos de entender que en las pellas de cera pálidas o doradas devanaban las rubias hebras de la olorosa miel? Júzguelo Apolo. Remota es la metáfora, ¿quién lo ha negado? Pero parece que le oyó ese término a Faría el Pinciano cuando dijo: «Así vemos en Virgilio metáforas altísimas y remotas, las cuales de este modo son entendidas del mundo todo». Y esta y otras, ¿cómo y cuándo se dejan entender? «Cuando —dice— de lo que precede se saca lo por venir». Luego malamente lo pensó en condenar de remotos los términos y metáforas gongorianas, pues con lo peregrino que sublima los números de su verso, los califica de grandes y, con lo próvido que asegura la perspicuidad de su inteligencia, los acredita de claros y comprensibles. Y es lo más gracioso que, por ejemplo de las que reprueba, trajo esa bellísima metáfora de la cera y de la miel. ¿Qué más hermosa y poéticamente pudo describirse el melificio que diciendo de los enjambres que en ruecas de oro hilaban rayos del Sol? ¿No es frasi benemérita del furor verdaderamente poético? ¿No enseñó Aristóteles en el tercero de sus Retóricos que otro era el lenguaje del poeta y otro el del orador? ¿No están las musas cansadas de inspirar esos atrevimientos? O sepamos con qué privilegio llaman los poetas a las alas remos, a los remos pies, copa de Marte al escudo, escudo de Baco a la copa (sabedlo de Aristóteles en su Poética en el texto Proportione vero); y, ¿qué algarabía es la de Virgilio cuando para significar la navegación dificultosa dice: «Luchan en tardío mármol las tresquiladas» —«Lento luctantur marmore tonsae»—, llamando mármol al mar y tresquiladas a los remos. Más dicha tienen los pícaros, que se les tolera y aun aplaude en su idioma jacarando que llamen “trena” a la cárcel, “jaque” al valiente, “chillón” al pregonero, “gurapas” a las galeras, “mosca” al dinero, “trongas” a las rameras y “finibus terrae” a la horca, y otra inmensidad de términos disparatados que merecieron tener quien los quisiera entender y quien por de diversa clase los segregase por estilo de ladrones, azotados, pícaros y tacaños; y asómbranse de que los poetas tengan otra categoría de frasis, otro aparato de locuciones. 49. Dejo aparte el que la cera se llame «ruecas de oro», que es elegante y clarísima traslación por la color y el oficio en la colmena, como deben de explicar e ilustrar los comentadores de Góngora sobre este verso, a quienes dejo esas observaciones. Y vamos a lo que parece más obscuro, aun con tenerse hilado todo el Sol en luces, que es haber llamado a la miel «rayos del Sol». Y veréis que habiéndola llamado Virgilio aérea o etérea, y dádiva celeste, «aerii mellis coelestia dona», no se le quedó atrás quien la adelantó a ser «rayos del Sol». Y si Faría antes de condenar la metáfora hubiera dado una vista a Plinio en el libro once, capítulo doce, supiera que la antigua filosofía jamás creyó que las abejas formasen miel de las flores, sino que la recogían de los pimpollos, donde la llovía el sol a rocíos o el cielo a gotas. Duélese Plinio de que no gocemos este licor que desciende de entre las luces del cielo como de allá destila, puro y líquido, pues ahora cayendo de tanta altura, no dejándose de enturbiar y desvanecer mucho mientras por tanto intervalo baja, y luego inficionado de los vapores terréos que al encuentro le reciben vaheando, y luego chupado de los ramos, bebido de las yerbas, y luego trasegado a los ventrículos de las abejas, y sobre esto mezclado y corrompido con el jugo de las flores, macerado en las colmenas, y con tantas mudanzas alterado, aun todavía retiene aquella dulzura soberana y causa aquel deleite de su celestial naturaleza. Hasta aquí Plinio, y si le preguntáis que qué es al fin ese humor celeste que las flores baña, responde: «siue ille est coeli sudor, siue quaedam siderum saliua, siue purgantis se aeris succus», “Que debe de ser el sudor de los cielos o la saliva de las estrellas o zumo de los aires alambicado”. Cierto que parece poeta Plinio, pues con no requerir Tulio elocuencia en los filósofos, este parece que poéticamente confunde el contar con el cantar. Demos caso que Góngora solo hubiese dicho lo que Plinio y que hubiese faltado a la poesía, que debe levantar el contrapunto sobre la plática oratoria y filosófica. ¿Qué dijera Faría si hubiera dicho que los enjambres habían hilado el zumo del Céfiro, el sudor del sol y la saliva de los luceros? Dijera que era desatino, que era delirio, que era confusión, que era locura, y ahora decimos que la suya fue pensar que habiendo un filósofo, sin afeites poéticos, metáforas ni hipérboles, llamado a la miel de las abejas «sudor del cuerpo celeste» o «saliva de los astros», era desafuero en un poeta grande haber dicho de los enjambres que «en ruecas de oro rayos del Sol hilan», habiendo de subir el estilo a mayor eminencia que Plinio cuanto va de filosofar a metrificar y cuanto va de lo físico a lo metafórico, pues aún están las hebras transparentes y rubias de la miel más cerca de que el Sol las prohije en rayos que de que el Sol las sude en gotas, o las escupa el astro en salivas, o las solloce el lucero en lágrimas; pues a toda esa erudición filosófica atendió Góngora aquí, como cuando ilustremente dijo: «República ceñida, en vez de muros, de cortezas; en esta pues Cartago reina la abeja, oro brillando vago, o el jugo beba de los aires puros, o el sudor de los cielos, cuando liba de las mudas estrellas la saliva.» 50. Dijimos que de aquella octava el mejor verso era: «en ruecas de oro rayos del Sol hilan», y bien. Porque el circunspecto y profundísimo poeta Bartolomé Leonardo, Febo aragonés, quiso honrar un epigrama suyo con ese verso, estimándole por joya de su musa y ornamento de sus versos: bastante calificación de aquel, ser (sin empacho de tan gran poeta) admitido por lucidísimo esmalte de un soneto que el judicioso Gracián llamó grande. He aquí: Rompe la tierra y en el centro afila el buey pesado la esplendiente reja; de varias flores la discreta abeja “en ruecas de oro rayos del sol hila”; no solo labra el ruiseñor, perfila nidos de paja, que en las ramas deja; de hurtada yerba, la inocente oveja nevados copos al vellón distila. Mano enemiga su labor desflora, triunfan malos y trabajan buenos, discanta el grajo lo que el cisne llora, gozan por propios los que son ajenos; que en los premios del mundo no es de agora que el que merece más alcance menos. ¿No advertís ya que en todo el soneto el cuarto verso brilla por astro de todo él? Pues por tal le puso allí quien debidamente estimaba sus esplendores. Pero Faría por desprecio dice que esto de la cera y la miel, como lo demás, todo es cera; y cierto que si todo es cera para él, haremos que todo sea cebo, y parecerale mejor. 51. En negra hora se topó con Macrobio, que llamó atrevimiento el haber dicho Virgilio: «Et liquidi simul ignis»; y aplícanoslo, culpando estas osadías por inescusables, cuando aun llamar «líquido» al fuego fue reprehensible en el príncipe de los poetas. Bien sabemos que Macrobio fue mejor gramático que filósofo y que, de Virgilio y de Macrobio, en puntos filosóficos (como en las demás artes) sin controversia se ha de juzgar que erró Macrobio y no el grande Marón y divino poeta, que ninguna ciencia ignoró ni en facultad alguna erró, como confiesa el mismo Macrobio libro 1 del Sueño de Escipión: «Nullius disciplinae expers. Disciplinarum omnium peritissimus»; y en el libro 2: «Virgilius, quem nullius unquam disciplinae error involvit». Luego o Macrobio se contradice, o si jamás Virgilio erró en ciencia alguna, no fue yerro en filosofía llamar líquido al fuego. Tan lejos está ese fuego así líquido de tiznar o chamuscar aquellos admirables versos, que antes dijo Turnebo había agradádose tanto el poeta de ese epíteto que adornó con él, como con una brillante y preciosísima joya, la hermosura de sus Bucólicos: «Quae tamen adiectio ita Maroni adrisit, ut suum bucolicum carmen hac tanquam gemma ornandum sibi putarit». Pareciole a Macrobio que lo líquido era propiedad del agua y de lo húmido y, siendo el fuego sumamente seco y cálido, no se pudo arrogar títulos de licor, llamándose líquido. No ignoramos lo que los gramáticos aglomeran aquí de textos en defensa de esto líquido. Servio explicó: «purum aetera». Mejor que todos Turnebo entendió líquido por sin heces, por puro, por no turbio, por claro, por limpio: «Sed liquidum etiam appellatur quod defoecatum, quod purum, quod non turbidum, quod clarum, quod sincerum», tomándose la metáfora del vino cuando más depurado del borujo en los coladeros (dice él), con que en esta acepción «fuego líquido» será el puro, el que no ofuscan pavesas, el que no añublan humos: «qua notione liquidum ignem dici reor purum, non admixtum, neque inquinatum a fumo». Aunque si fuéramos con el rigor gramatical, fácilmente dijéramos que «liquidum» nace de «liquet», estar claro, patente y perspicuo, y así los oradores como los dialécticos a cada paso nos dicen que sus razones «liquent», son claras y patentes, y, con todo, sus razones no son agua ni húmidas. Dejo nuestro término español de «liquidar cuentas», números y trampas, que todo se sale a sacar a luz y aclarar. Lo más cierto es que aquí no habló el poeta para gramáticos, sino como profundísimo filósofo y teólogo natural. Introdujo en aquella Écloga a Sileno cantando las infancias del mundo, los principios del universo, la disposición de los elementos, la procreación de las formas y la serie de las mutaciones meteorológicas, y así llamaron esta écloga los antiguos «Sileni Theologia». Después desde aquel verso, «hinc lapides Pyrrae», pasa a cantar transformaciones raras, amores fabulosos, pues porque no fuese todo filosofía hizo tránsito de la física a lo poético, como agudamente reparó aquí Ascensio: «Post physicam narrationem poeticam ac fabulosam interserit… Nam si ipsis dumtaxat philosophica recitasset, non bucolicam, sed philosophiam profiteri videretur». Colijan de aquí Macrobio y su ahijado Faría que cuando Virgilio llamó “líquido” al fuego estaba hablando como delicadísimo filósofo, y llamó dignamente “líquido” al fuego por lo sutil, penetrable, pervio y diáfano, a distinción de grueso, sólido, denso, corpulento y opaco. Líquido aquí es lo común al aire y al fuego, y el mejor término para explicar aquella delgadez de su raridad, según que se contrarían a los demás elementos pesados y densos, porque si es verdad que lo raro y lo denso son cualidades añadidas a una misma cantidad, como siente la mejor escuela, que es la tomística, líquido es lo que mejor explica esa substancia sutil, aun antes que se considere sobrevenir la raridad. 52. También “líquido” expresa mejor y más absolutamente la levedad de ese elemento, porque aunque esos términos “grave” y “leve” denoten la ligereza y pesadumbre de diversos elementos, empero la explican en orden al ubi y al centro, porque leve entendemos «quod tendit sursum», lo que vuela arriba; y grave «quod pergit deorsum», lo que se derriba abajo. Y es llano que muchas cosas absolutas, por entenderlas mejor y por penuria de términos significantes, las demostramos por los respectivos, como discurren los metafísicos en las especificaciones de las potencias, hábitos y respectos transcendentales, y los teólogos en lo de omnipotencia y otras formalidades divinas, que parece, dicen, conexión esencial con las criaturas. En el fuego, pues, si queremos absolutamente significar lo leve sin el respeto al centro, no hallaremos término más apto ni cómodo que “líquido”, que expresa la sutileza, levedad y ligereza de ese elemento y la del aire, que como leve participó del mismo epíteto, llamándole también “líquido” el poeta en su Eneida cuando le rasgaban las alas de aquella célebre paloma: Radit iter liquidum, celeres neque commouet alas. Y Claudiano: «Quicquid liquidus complectitur aer». Ilustremos este sentir con todo el oro de Crisóstomo, que, maravillado del rapto de Elías, se asombraba del ardiente carro que, atropellando nubes, elevó la pesadumbre de un bulto terrestre y grave: Espántame, dice, que el cuerpo líquido y tenue del fuego pudiese levantar y sostener el pesado y sólido del profeta, «Hoc ipsum magis mirum est tenue ac liquidum corpus ignis solidum auferrepotuisse» —sea versión de Erasmo o de Lelio Tifernate—. Ya veis aquí lo tenue y lo líquido hechos sinónomos, veis también lo líquido contrapuesto hermosamente a lo sólido en la misma elocuencia del divino Crisóstomo, cuya autoridad sola pesa aquí más en nuestra veneración que la póliza de quinientos Macrobios y Farías. Antes había de pensarse que de los elementos, el agua y el aire, y de los mixtos las substancias fluidas, eran y se llamaban líquidos, por lo rarefacto o condistinto de denso, y por lo que se parecen al fuego, que siendo sumamente raro (o ralo, como quiere el castellano), obtiene el principado sobre todo lo líquido, y de cuya liquidez participan proporcionalmente la denominación esos otros. Y dado caso que este atributo fuese peculiar y singularísimo del agua (como quiere Macrobio) aun con todo debió llamar el poeta “líquido” al fuego. 53. Porque la opinión de Tales fue muy plausible en la Antigüedad (mayormente entre los poetas) de que la agua era principio de todas las cosas y padre del universo el océano. Como dice Aristóteles en el primero de su Metafísica: «Primo theologizantes sic putant de natura existimandum, Oceanum et Thetin generationis parentes fecerunt». Con que procediendo todos los elementos, y mixtos, y cuerpos celestes del agua, era preciso haber también el fuego brotado de los licores y encendídose en la misma humedad el calor, como advierte sobre este lugar el angélico doctor santo Tomás: «Calor autem ex humore fieri videtur, cum ipse humor sit quasi caloris materia». Y que Virgilio fuese de la misma opinión de Tales es más que cierto, pues casi con las palabras de Aristóteles lo confiesa diciendo: «Oceanumque patrem rerum, Nimphasque sorores». Con que pudo llamar el poeta “líquido” al fuego por denotar su líquida materia, como se llama “florida” la miel por haberse destilado de las flores. 54. Ni tiene esto menor fundamento en las sagradas letras, cuando queramos teologizar, puesto que es probabilísimo dogma de muchos teólogos que no crio Dios al fuego en el principio del mundo, sino que le edujo de la materia ácuea, que criada le antecedió. Persuádelo el oráculo divino en el capítulo 1 del Génesis, refiriendo que Dios, al segundo día de las infancias del orbe, mandó conglobarse el firmamento entre las aguas, dividiendo las ínfimas de las superiores: «Dixitque Deus: fiat firmamentum in medio aquarum et diuidat aquas ab aquis. Et fecit Deus firmamentum diuisitque aquas quae erant sub firmamento ab iis quae erant super firmamentum, et factum est ita». De donde fácilmente se forma este discurso: el firmamento fue hecho en medio de las ondas y con él dividió Dios las aguas de las aguas (como expresamente enseñan las Escrituras); luego antes del firmamento no había aire ni fuego, porque a haberlos, ya estarían las aguas superiores divididas de las inferiores por el aire y el fuego, y consiguientemente no las hubiera Dios dividido con el firmamento, ni refiriera la Escritura había dicho Dios: «Fiat firmamentum in medio aquarum et diuidat aquas». Siendo así, pues, que ese intersticio o espacio que ahora ocupa el firmamento no estuviese vacío desde el principio de la creación del cielo y tierra hasta el segundo día en que fue construido el firmamento, ni haya otro cuerpo que hubiese llenado esa capacidad si no son las aguas que el oráculo refiere haberse criado con el cielo y la tierra, colígese bien que ocuparon ese espacio las aguas y que de ellas fue fabricado el firmamento, esto es todos los orbes celestes y juntamente el aire y el fuego, como infiere bien Molina: «Colligitur profecto in eo spatio fuisse aquas, ex eisque fabricatum fuisse firmamentum, hoc est orbes omnes coelestes ignemque et aerem». He ahí el sequísimo y calidísimo fuego nacido de los líquidos humores del agua. Ni hay que decir que esas aguas que el espacio del firmamento ocupaban se aniquilaron o tornaron a su nada y que de nada el segundo día se cuajó el firmamento, se encendió el fuego y se explayó el aire: no, porque el autor del universo, cuanto por rigorosa creación produjo, todo lo crió junto y en un día, como dice el Eclesiástico: «Qui vivit in aeternum creavit omnia simul». Y también porque es común y constantísimo sentir de los doctores que Dios jamás redujo a la nada ninguna de sus criaturas, y últimamente porque no es conforme a razón que Dios al principio hinchese de aguas aquel espacio, para aniquilarlas luego al segundo día por producir de nada al fuego, al aire y al firmamento. 55. Ved pues al fuego líquido desde su origen y, aunque por la mutua generación de los elementos (aun disímbolos) hoy nace cada día el fuego del agua, empero esto se ha dicho por demonstrar que le viene de alcurnia lo líquido, pues aun la primera llama del mundo prendió en las líquidas humedades de aquel elemento, y de licores fue encendido el ardor primero. Claro está que al poeta no le persuadieron estos motivos revelados, aunque bastaron los filosóficos para llamar congruentísimamente “líquido” al fuego, habiendo sido buen filósofo el primero que lo dijo, que fue Lucrecio: Deuolet in terram liquidi calor aureus ignis. A otros citan en esta comprobación los comentadores de Virgilio, pero escapóseles aun a los más presumidos el lugar de Lucano: Largus item liquidi fons luminis aeterius Sol, irrigat assidue coelum candore recenti. Y otro del platónico Apuleyo en la filosofía del demonio de Sócrates: «Praeterea cum tot vaga sydera, ut jam prius dictum est, sursum in aethere, hoc est in ipso liquidissimo ignis ardore compareant». No se haga pues espantadizo Macrobio de que se le atribuya al incendio cualidad que a ninguna de sus pasiones se contraría. Déjelo para cuando oiga al Madaurense filósofo cuyo asnillo de oro, en la elocuentísima oración que hace a la luna, entre otras útiles benignidades de su influjo le dice que a sus fuegos húmedos deben su nutrición alegres las semillas. «Luce foeminea conlustrans cuncta moenia, et udis ignibus nutriens laeta semina». ¿No es más esto? ¿Cómo no los asombra el fuego húmedo y los admira la llama líquida? ¿Cómo no reclaman contra estos aguados o mojados incendios, «udis ignibus»? Pues en verdad que Filipo Beroaldo dijo que esta plática de Apuleyo con la luna era de entre los arcanos de la filosofía y erudición egipcia: «Plurima ex secretariis philosophiae et religionis Aegyptiae»; y que esta oración no era jumentil (como se finge) sino teológica: «Eloquenter explicatur oratio non asinalis, sed theologica». Parece que han dado los filósofos en mojar los incendios o en humedecer las llamas. Responda Macrobio o sus fiadores, ¿qué es lo que entienden por «udis ignibus», húmidos fuegos? Y si a fuer de buenos filósofos dijeren que a los rayos de la luna, que aquí se llaman fuegos, denominó el otro húmedos causaliter pero no formaliter, les preguntaremos que por qué el fuego de Virgilio no será también líquido causaliter, siendo su efecto liquidar, no menos que lo es de la luna el humedecer. 56. En fin, pues, aquí Macrobio se admiró mal y juzgó peor, como dijo Cerda: «Non apte Macrobius exprompsit in Virgilium suam criticam, cum scripsit audaciae maximae fuisse dici ignem liquidum». También Faría, que en eso lo sigue, censura ineptísimamente y con menos disculpa que el otro, que sólo dice que fue atrevimiento y no más, y cuando esto se le note a Góngora no lo negamos. Que atrevimiento fue embestir Acilio, cortado el brazo diestro, con solo el escudo, vibrando rayos de furor por los ojos con toda la nao de Masilia hasta rendirla él solo, pero fue arrojo ilustre. Atrevimiento fue acometer Aristómenes con todo un ejército, y matar cuatrocientos Lacedemonios de una mano, pero fue osadía heroica. Atrevimiento fue prender el famoso Cortés al emperador Moctezuma dentro de su corte misma ceñido de innumerables bárbaros, pero fue audacia loable. Atrevimiento fue conquistar Góngora frasis nuevas, periodos esquisitos, metáforas peregrinas, pero fue insigne atrevimiento, que no hubiera admirado el mundo hazañas grandes a no haberse usado gigantes osadías. Y así a Faría, cuando nos dice que «¿qué dijera Macrobio de estas cosas, si de Virgilio dijo aquellas?», le respondemos que si había de juzgarlo tan ruinmente como de Virgilio, haríamos de la suya el caso que de la censura de Faría contra Góngora. Luego nos embiste con que si don Luis por ventura iguala a Virgilio o sus defensores a Macrobio. Desatinada pregunta: indigna es de respuesta interrogación tan furiosa. Pero si hay defensores de Góngora que a Virgilio entiendan tan bien como Macrobio, otros lo digan, que aquí con más modestia sólo dijimos que en algunos lances que ocurren entre don Luis y Homero, Ovidio y Virgilio, no pocas veces sale más airoso Góngora, venciendo algunas la lira castellana a la grandeza griega y latina, porque lo demás se quedó para Faría, que para ensalzar a su Camões echa a rodar los Virgilios, los Horacios, los Píndaros, los Homeros, los Plautos y Menandros. Aquí los atropella, aquí los excede, aquí los anochece, pues la fábula de Adamastor dice él que «sin duda hace sombra a Homero y a Virgilio». Y es tan dueño de estas arrogancias que ya no nos quiere dejar de barato algunas migajas de vanidad para que comparemos a Góngora con Virgilio, pues pudiera, ya que Camões le escurece y excede con tantas distancias, sobrarnos el que le cotejemos igualado, ya que él se lleva lo excedido. **** *book_ *id_seccion7_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § VI.«¿Por ventura la poesía no está sujeta a leyes, a juicio, a cordura, a inteligencia, a suavidad y a cláusulas líquidas? Dicen algunos que me atrevo a mucho en querer deslucir lo que tantos aprueban. Respondo que no pretendo negar a don Luis la alabanza adonde la merece, ni tengo por ignorantes los que le aprueban adonde no lo merece, pero téngolos por mal informados y que miran solo a la flor superficial, y el seguir muchos una cosa no la califica, aunque la esfuerce. La mayor parte del mundo sigue a Mahoma. Pregunto si eso califica sus preceptos. Pues entiendan cierto que don Luis es el Mahoma de la poesía, que predicando que venía a mejorarla en España, la inficionó con errores: “Cogitauit ut faceret uuas: et fecit labruscas”.» **** *book_ *id_seccion7 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección VII 57. Gran patrón tienen las leyes poéticas en Faría. Celoso de su observancia acusa a nuestro Góngora por transgresor de ellas. Pero, ¿quién no se reirá de ver acusado de ese crimen a quien, no contento con solo observar todas las de la poesía castellana, pero introducido en las clases griega y latina, descubrió nuevos preceptos a que regularse y solicitó leyes estrañas a que ceñirse? Él lo dijo hablando con los Patos de Aganipe: Pisad graznando la corriente cana del antiguo idioma y, turba lega, las ondas acusad cuantas os niega ático estilo, erudición romana. Olvidósele a Faría el que poco antes conjurado con Macrobio condenaba la osadía virgiliana de llamar “líquido” al fuego. Y ahora dice que “la poesía está sujeta a leyes y cláusulas líquidas”. Como si las cláusulas tuvieran bula para ser más líquidas que el fuego, y no siendo atrevimiento esto, ha de ser audacia aquello. Demos que Góngora tal vez exorbitase de la norma poética (que es falso y soñado). ¿Por ventura el mismo Faría defendiendo a su Camões no dijo: «tanto respeto se debe a los grandes hombres, que ni de todo se les ha de pedir cuenta, porque pueden dar leyes ellos, y dárselas a ellos solo lo podrán hacer otros mayores»? Pues véase ahora si quien lo dijo es mayor que Góngora para doblarle la cerviz al yugo de sus leyes, que don Luis con la autoridad que le decora puede estatuirlas y discernirlas como varón grande. Como creyó su comentador don García Coronel, cuando viendo la novedad de la composición del Soneto 88 dijo: «Autoridad tuvo don Luis de introducir estas novedades». Deseamos ver estos quebrantamientos de las leyes poéticas: salgan a luz estas facinorosas transgresiones, porque hasta ahora Faría no ha exhibido más que saltos de cabras ridículos, hipérbatos mal entendidos y metáforas peor penetradas. Cuerdos eran los que le decían que se atrevía a mucho en querer deslucir lo que tantos aprueban, porque eso de deslucir al sol es vanidad imaginaria de vapores ruines, que suben borrones para despeñarse lágrimas, siendo así que lo pardo que anubla solo es tiniebla de la nube, no opacidad del flamantísimo planeta. Dice que no pretende negar a don Luis las alabanzas adonde las merece. Como si aquí hubiéramos menester sus elogios. Nunca las diga, ni jamás las dé, que de labio que (fuera de Camões) no supo más que alabarse a sí mismo y en cuyas palabras padecieron común oprobio y vilipendio universal tantos hombres insignes, más son de estimar los desprecios que los loores, pues vituperios de quien aborrece tanto bueno, más que lastiman, halagan, más que afrentan, acreditan. Por eso dijo Tertuliano que cuando no afianzaran a la religión cristiana tan soberanos créditos, bastaba para calificarla de loable el haberla aborrecido Nerón: «Tali dedicatore damnationis nostrae etiam gloriamur; qui enim scit illum intelligere potest non nisi grande aliquod bonum a Nerone damnatum». 58. Añade que no tiene por ignorantes a los que le aplauden, sino por mal informados, etc. Pero diciendo después que Góngora inficionó a España con errores, ¿qué más ignorantes los ha de llamar, si les culpa que aplauden errores? Y no entendemos qué es lo que quiere decir en que el seguir muchos una cosa no la califica aunque la esfuerce, porque la certidumbre o probabilidad que proviene de principios extrínsecos a una opinión, lo mismo es esforzarla muchos que calificarla muchos. Y si no la califican, menos la esfuerzan, y si la esfuerzan, es imposible no calificarla, porque como dijimos proviene esta calidad de principios extrínsecos. Pero aquí este gran lógico ha hallado nuevas formalidades que enseñarnos. 59. Si a Mahoma sigue la mayor parte del mundo y no califica su pestífero dogma el innumerable séquito de tanta muchedumbre, sepa Faría que no supo lo que se dijo, que a Mahoma por la larga del apetito y por lo licencioso de la sensualidad bestial le siguen hombres ignorantes, brutos, ciegos, bárbaros, selváticos y bestiales. Pero a Góngora, que no escribió para todos, penétranle los discretos, sóndanle los eruditos y apláudenle los doctos. Pues de aclamar bárbaros y de calificar doctos véase la distancia que hay. Siempre son pocos los sabios, y si por haber banderizado Góngora más doctos en su aplauso que otro poeta, parece que son muchos los que le aclaman, perdónesele a Faría haberlos comparado con los sátiros y jumentos de la morisma. Perdónesele también el desahogo de llamar a Góngora «Mahoma que inficionó de errores a España», porque aquí no tratamos de vengar oprobios con oprobios, que es puerilidad, sino de satisfacer calumnias con razones y desvanecer escrúpulos con evidencias. Pésanos de que tan indignamente traiga un texto sagrado para profanarle con su mordacidad, con ser que el «Cogitauit ut faceret uuas et fecit labruscas» por más que adulteró el «expectauit» en «cogitauit», ni es a propósito, ni él lo entiende. **** *book_ *id_seccion8_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § VII.«Peor sus secuaces. Ellos serán gustosos en parte. Pero razonables jamás lo serán en las orejas cuerdas, judiciosas y científicas: y el ingenio (que ese no se le negamos insigne) no coloca a nadie en el asiento de la verdadera gloria. Yo venero a don Luis, y digo que en lo que escribió antes de aquel capricho, o libre de él, es excelentísisimo, y casi invencible en muchas cosas, a lo menos en las burlas, y esto es porque esas no constan de ciencia sino de ingenio, y genio para ellas: y seguramente creo que si esto faltase en el tomo que vemos impreso de sus obras, poquísimos lo conocieran. Y si yo fuera enemigo de quien le alaba por lo otro, no le deseara mayor mal que haberle descubierto el juicio.» **** *book_ *id_seccion8 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección VIII 60. Imitar lo grande siempre fue tan difícil como deseado. Mal se remeda lo soberano. Por eso diría Aristóteles que abatió las plumas la pintura y sofrenaron su osadía los pinceles en retratar el arco celeste. Aquel nácar de los cielos, aquel zafiro de las nubes, aquel verdor del iris etéreo, aquel colorido celestial, quizá por serlo, no se permiten traducir fielmente a la tabla, por más que Apeles encienda los carmines o sude los pinceles: «Soli colores Iridis non possunt fieri a pictoribus». Muchos acometieron a la imitación de Góngora y viciando sus versos, por alcanzar aquella alteza, ocasionaron a Faría a que dijese inficionaron peor que Góngora sus secuaces a España. Confesamos que aquel peregrino ingenio tan soberanamente abstraído del vulgo fue inimitable, o se deja remedar poco y con dificultad. Eso tiene lo único, eso tiene de estimable el Sol, que no admitir émulo feliz, tolerando las competencias, es la valentía de lo singular. Si os parece fácil imitar a Góngora, durará la presunción hasta la experiencia, pero estimaréis la hermosura de sus versos a costa de vuestra flaqueza y desengaño. Así, decía Plinio el menor que entonces reconocía la sublimidad de los versos de Antonino cuando él intentaba emularlos: «cum versus tuos aemulor, tum maxime quam sint boni experior». Suele atreverse el pincel a copiar una perfecta y absolutísima pintura, y resistiéndose el original, rebatiendo conatos y esgrimiendo primores, turba al artífice, tanto que mientras más trabaja por trasuntar la idea con bizarría, empeoran las porfías el trabajo con desaire. Así las imitaciones que acometen al ejemplar de aquella poesía resbalan del original y desmienten con el despeño sus esforzamientos. «Ut enim pictores pulchram absolutamque faciem raro nisi in peius effingunt, ita ego ab hoc archetypo labor ac decido». Y eso ha sido lo mayor de don Luis, escribir versos que todos anhelen por imitarlos y nadie o pocos arriben a conseguirlos: «Ut quamplurima proferas quae imitari omnes concupiscant, nemo aut paucissimi possint». En particular lo dijo de Góngora su comentador don Joseph Pellicer en la Dedicatoria al infante Cardenal: «Irritados —habla de los envidiosos— de genio tan más allá de todos, que pudo y supo mejorar el idioma castellano, enseñando rumbo, entre la novedad misma docto y grave con la imitación de griegos y latinos, conspiraron contra él, y echando la culpa al estilo bien admitido de todos, y mal imitado de muchos, de cuanto los cansaba su ingenio se dio por ofendida la calumnia, se agravió la envidia», etc. Sin duda dijo bien, pues por más que lo afecte curiosidad presumida, siempre se queda aquel estilo bien admitido de todos y mal imitado de muchos. Porque son sus colores los del arco celeste, inimitables a la fatiga, fénix en fin raro cuya pluma y matices en líneas de celestes renglones iris forman no corvo, que en altísimos vuelos se ostenta a los remedos fugitivo y a las admiraciones sereno. Así lo dijo él de sí mismo en cabeza del fénix: «el pájaro de Arabia (cuyo vuelo arco alado es del cielo, no corvo, mas tendido)». 61. Ya su colocación se ve introducida aun a lo sagrado de los púlpitos. Los mayores oradores de España y América imitaron la transposición. Allá Hortensio severísimamente hablando dijo «Armará enojos insoportables, iras fulminará eternas» y en otra ocasión «Al espejo de sus claridades inmenso». Acá don Juan de Cabrera: «Una de las más erróneas al parecer impiedades». Y otra vez: «En este que me escucha vigilante corazón». No es de estrañar en Hortensio que le siga en prosa cuando siempre le imitó en verso. También don Joseph Pellicer y don García Coronel son perpetuos discípulos de aquel bizarro espíritu. Hortensio en el tomo que anda de sus poesías demuestra bien cuánto se fatigó remedando aquellas ideas. Callo otros, así españoles como peruanos, que siguieron esta senda, pero de todos habla agriamente Faría en su fuente Aganipe, tomo 2, y espumando las hieles que suele contra don Luis, dice de él y de ellos: «Góngora ingenio grande, mas duro; siguiéronle en esta composición otros, errando menos en eso que en pensar le imitaban, que si bien no es digno de imitación, y ninguno de los que la intentaron la consiguió, es dignísimo de veneración, por el singular ingenio que por allí vino a descubrir». Quede recomendada esta dificultad con solo que el más elocuente ingenio de España más aína se hizo inimitable en el estilo oratorio suyo que émulo del poético de Góngora. Este es el maestro fray Hortensio Félix Paravicino, varón sin duda grande (y no lo fuera a proseguir la imitación de Góngora por las floridísimas veredas de aquel monte, que tan estudiosamente tuvo emprendidas): quiso imitar con los pinceles de todo su caudal aquella idea y no pudo arribar más que a la hazaña de haberle con los diseños dado algún aire. Desquitose empero en la oratoria, haciéndose en ella el Góngora de los declamadores, pues de tantos que aspiraron a su competencia, apenas hay quien dibuje sus huellas cuando apenas hay quien no amague sus pasos. En cierto estudio nos hallamos un día donde se descogió un hermosísimo lienzo de aquella mano. Era de la fuga y desastre de Absalón, célebre por cierto con razón por la viveza de las colores y por la valentía de su primor. Corriose el velo, y era esta la pintura. Hortensio, sermonario 1 de Adviento §. 3.«Mirad hacia lo más de ese campo, veréis que viene huyendo Absalón la indignación de su padre: desapoderada corre la bastarda bestia en que se escapa —el pie frecuente al cuidado, largo el freno a la huida, caliente al hierro la boca—. Ya llega a aquellas encinas (algo medroso a las sombras, más al estorbo medroso): ¡detente, ardor juvenil!, ¡para, fugitivo inconsiderado, que te despeñas en llano!, ¡guarda, guarda de ese tronco!, ¡baja la cabeza a esa rama, recoge las guedejas que vuelan mucho! ¡Ah, que te traban en ella!, ¡ah, que sirven no de lazo solo, sino de soga!; ten atado el freno, ¡ay que perdiste las riendas, no pierdas los estribos también, que no hay detener el bruto firme!; ¡que dejas la silla, échale a la cerviz o al cuello las manos!, no te falte su cabello ya que el tuyo te ha sobrado. Pasó la bestia mestiza, así infiel: ¡ay, que te quedas pendiente también del árbol, maltratado de las ramas, mal atento joven!, ¡ay negro cabello de oro, y qué altamente te pierde, así es! ¿No veis que le viene siguiendo un soldado? No es sino un capitán; el general es, sí, Joab, sin duda, Joab es: terciando viene una lanza. Ya se detuvo y la arroja, por el pecho le atraviesa; otra le da un soldado, y otra: todas tres las logra en el desdichado. Ellas quedan blandiendo, Absalón palpitando, Joab triunfante. ¡Oh, malograda hermosura, miserable juventud, espectáculo horrendo a todos!» 62. Enamorado otro de la descripción, cogió el carboncillo y afilando el dibujador con propósito de no dibujar a Joab, mas que al Absalón, por copiarle, acometió a este rasguño: «Tended la vista del espíritu por el llano de aquella campaña: envuelto en nubes de polvo se desbarata un poderoso ejército entre el estruendo de alaridos y atambores. Fugitivo atraviesa el bosque, en apresurado tropel, un mancebo que del estrago escapa. Absalón es, que huye de la batalla, Absalón sobre un bruto que, bañado de espumas el freno, teñidos de mucha sangre los ijares, a todo correr endereza a los encinos. ¡Pica, pica, príncipe mal aconsejado! Cometa parece en la fogosidad, como en lo cabelludo, pues lamiéndole el viento la melena en ondas de oro dilatada, se tremolan poderosamente sus rizos por el aire. Mas ¡ay!, que al romper por la espesura, el ganchoso tronco de una encina le trabó enmarañadas las guedejas; confuso ignora si ataque el bruto que apresura o desgaje la rama que prende: tiró repelado las riendas, mas mordiendo los alacranes al freno, pasó espumoso el mulo desbocado, crujió el tronco, cabeceó el árbol, encorbose el ramo, sonaron las hojas, pendió el joven. ¡Ay belleza desdichada, infeliz hermosura, malograda juventud, que perdiste la ocasión de reinar con más venturas y cogiola por el cabello tu fortuna! ¡La verde encina que coronara el copete a tu fortaleza ya sirve de frondoso patíbulo a tu osadía, pues rindes en miserable suspendio el pelo a los ramos, el corazón a tres lanzas, la esperanza a los aires, la vida al malogro, la lástima al orbe y el escándalo a los siglos!» 63. Solemnizose el bosquejo, examináronse faiciones, aplaudiose la copia y no faltó quien la hombrease en lo crespo de la frasi con el original, como quiera que aquello de «¡ay negro cabello de oro!» es una exclamación tan bella, que aunque las demás porciones de la hipotiposis quedaran competidas o superadas, ella bastaba sola a asegurar de vencimientos al ejemplar. En fin, más a riesgo de venturosa emulación vemos a Hortensio en sus prosas que a Góngora de que Hortensio le remede los versos con felicidad, con ser que Hortensio y Góngora han echado a perder más ingenios en su imitación que juicios la piedra filosofal en su seguimiento. No tienen la culpa las facciones grandes de que se le atrevan competencias aun a la misma individualidad. De que Salmoneo mintiese el estruendoso embeleco de los rayos, ¿qué culpa tuvo Júpiter, que únicamente los fulmina? Cuando sea muy bien lograda la imitación, junto a las vivezas de la idea, no sólo descubre la menoría, pero aun la monería. Eso tiene de vitalidad el genio propio, que menos que en el sujeto nativo, no tendrá consistencia en otro. Empresa fue siempre ardua el lograr las semejanzas afectando las imitaciones. Lo que se compite, mejor suele ser tal vez repasallo que seguillo, porque quien lleva bríos de exceder puede lograr la ventura de igualar. «Nam qui agit ut prior sit, —dice Quintiliano tratando del punto— forsitan si non transierit, aequabit». Pero solo a aquel no podrán alcanzar a quien siempre le atienden los pasos y le compasan las huellas, por ser preciso que siempre se quede atrás quien siempre trata de seguir: «Eum vero nemo potest aequare cuius vestigiis sibi utique insistendum putat: necesse est enim semper sit posterior qui sequitur». Acabaos de persuadir que muchas veces fue más fácil hacer más que hacer otro tanto: tan ardua es de recabarse una semejanza, que apenas acierta a dibujarla aun la naturaleza misma. «Adde quod plerumque facilius est plus facere quam idem: tantam enim difficultatem habet similitudo, ut ne ipsa natura in hoc ita eualuerit». Y donde aun estas esperanzas acabaron de marchitarse es en la imitación del estilo de Góngora, que de suerte se levanta, sublima y erige que rematan sus cumbres en despeñadero, como decía Plinio de la elocuencia eminente: «Effervescere, efferri, ac saepe accedere ad praeceps». Porque no hay celsitud que no empariente con los amagos del precipicio: «nam plerumque altis et excelsis adiacent abrupta». La de Góngora está tan cerca de él, que de su sublimidad al despeño solo dejó un paso: quien le diere, primero se hará pedazos que se le adelante. Pues, ¿para qué le compiten, carrera en que no han de ganar sino ruinas o atrasamientos? 64. Aun en las excelentísimas oraciones de Tulio (entre otros defectos) repararon era enfadosa una cláusula continua, un dejo frecuentísimo en que remataban los más de sus periodos, que era el «esse videatur». Pues de a legua se le puede adivinar que la sentencia tiene precisamente de cerrar con su «esse videatur». Notolo Tácito: «Nolo irridere rotam fortunae et ius Verrinum et illud tertio quoque sensu in omnibus pro sententia positum: esse videatur». Muchos imitaron la elocuencia de Cicerón, y muchos que no pudieron dieron que reír a Quintiliano con dar a entender que ya le tenían imitado con solo largar el «esse videatur». Soñándose cicerones, porque iban remachando con un «esse videatur» una y otra cláusula. «Noueram quosdam qui se pulchre expressisse genus illud coelestis huius in dicendo viri sibi viderentur, si in clausula posuissent: ‘esse videatur'». Así pues entre nuestros imitadores vemos que quien sabe decir «el ronco de los bárbaros estruendo», o dice «esta, si no mortal, veloz saeta», con dos hipérbatos, seis voces, y «plumas calzada» o «aljófares vestida», se tiene persuadido a que el alma de Góngora se le pasó a sus carnes. Pues desengañaos, legos, desengañaos, presumidos (aunque lo mismo sois presumidos que legos), y teneos por notificado que lo sumo, lo grande, lo superior de los oradores o poetas nunca se puede imitar, como el ingenio, la invención, el vigor, la facilidad y todo lo que no enseña el arte. Algo tiene, empero, común y mediocre la elocuencia grande, y esto solo se os permite que remedéis: «Ea quae in oratore maxima sunt imitabilia non sunt: ingenium, inventio, vis, facilitas, et quidquid arte non traditur». Y concluye: «Habet tamen omnis eloquentia aliquid commune: id imitemur quod commune est». No me arguyáis que os niego el imitar a los varones grandes, cuando no hay escuela en que no se nos propongan ejemplares insignes para eso. Porque aquí solo os distingo dos porciones en el estilo: una, hija de la naturaleza, que no se alcanza, y otra, parto del arte, que se consigue. Así os lo enseñan juicios grandes. Tienen los dechados un no sé qué de natural gracia y hermosura, un cierto donaire ínsito (como dice Halicarnáseo): «quod omnibus archetypis et exemplaribus naturalis quaedam venustas et gratia conveniat». Y aunque la copia haya llegado a la suma excelencia de la imitación, jamás deja de traslucírsele lo contrahecho de la afectación desairada. «Quamvis ad summam imitationis excellentiam perveniant, affectatum quiddam et non naturale accedit». El estilo de don Luis solo puede ser suyo, en él es faición, en otro máscara. Siempre le veneramos, nunca presumimos imitarle. Dar a logro el talento de la naturaleza, si le adelanta el arte y le duplica la cultura, tenemos por usura hidalga y por la más segura. Porque quien se halla mal con el genio propio ¿cómo hará milagros con el ajeno? Finalmente el refrancillo de «cada uno estornuda» tenemos por infalible, porque cada uno está necesitado de la naturaleza a no desmentirla. Aun de aquellos cuatro divinos animales que tan lucidamente volátiles tiraban la carroza de Dios, con ser que todos volaban poblados de alas y esgrimiendo plumas, reparó el profeta que el águila sobresalía remontada encima de los demás: «Et facies Aquilae de super ipsorum quatuor». Y era que aunque todos batían plumas, eran nacidas las del águila y las del novillo advenedizas. Mucho volaban el hombre, el león y el buey con sus alas, pero eran prestadas, y cedían ventajas a las nativas. Y apostar un buey, por emplumado que esté, con un águila al vuelo, solo es colocarla sobre su cabeza a que remontada le enseñe no ser lo mismo arrastrar flemáticamente la reja por el barbecho que aventar con velocidad el plumaje por las nubes, «de super ipsorum». Por esto llamaría (claro está) Lope de Vega «Ícaros» a los imitadores de Góngora, porque siendo contrahechas las alas de su osadía, es preciso ser arriesgado el vuelo de su emulación. Alábale primero y luego dice que sus imitadores son los que han menester las defensas, que por don Luis se hacen ostentosas: Claro cisne del Betis, que, sonoro y grave, ennobleciste el instrumento más dulce que ilustró músico acento, bañando en ámbar puro el arco de oro, a ti la lira, a ti el castalio coro debe su honor, su fama y su ornamento, único al siglo y a la envidia esento, vencida, si no muda, en tu decoro. Los que por tu defensa escriben sumas, propias ostentaciones solicitan, dando a tu inmenso mar viles espumas. Los Ícaros defiendan que te imitan, que como acercan a tu sol las plumas, de tu divina luz se precipitan. 65. Es forzoso el precipicio, siempre que tratare de volar quien no ha nacido pájaro, que no bastan plumas para el vuelo, pues aunque de ellas se hacen las alas, también los plumeros. 66. Basta esto de los que Faría mentó diciendo: «peor sus secuaces»; lo demás es mera pugnacidad sin fuerzas ni fundamento. Dice serán los versos de Góngora gustosos en parte, pero no a las orejas judiciosas y científicas. A que decimos que conocemos muchas de hombres más doctos que él, que no solo se deleitan mucho con su armonía sino que la recomiendan con veneración. Dice que también él le venera, pero esto es hipocresía cuando constan sus vejaciones. Llámale casi invencible en lo que escribió antes de aquel capricho, y el capricho es hipérbatos, que las burlas en que es excelentísimo no han menester ciencia, sino ingenio y genio para ellas. Hasta los aciertos que confiesa los pellizca con el rencor, como si todo lo científico y artificioso que puede ennoblecer una lira no hubiese resonado en la de Góngora con admiración del mundo. Mirad lo que decimos a esto en la sección undécima, número 116. 67. Añade que a faltar las burlas en sus obras, poquísimos le conocieran. Este hombre, aun de los pensamientos ajenos y futuros quiere ser árbitro. Pero diga si el Polifemo, Soledades y Panegírico tienen burlas. Y si no las tienen, ¿cómo los conocen tantos por de Góngora y él mismo las llama «poesías singulares en la opinión de los sectarios»? Y si son muchos los que siguen a Góngora y aun tantos que los comparó con los dicípulos de Mahoma, ¿cómo dice ahora le conocieran sin las burlas muy pocos, cuando eso que carece de ellas lo conocieran tantos? Añade que no le quisiera mayor mal, si fuera enemigo de sus aplausos, «que haberle descubierto el juicio»: ¡qué gracia! Cierto que puede estar muy vano de tan glorioso descubrimiento. Desde que Faría escribió esto (¡ay triste!) ya no hay quien lea a Góngora, no hay quien aplauda sus versos, no hay quien estime sus números. En verdad que no pudo hacérsele mayor daño que haber desengañado al mundo. Descubriole Faría el juicio, y eclipsose Góngora, espiró aquella musa. ¡Oh poder grande, oh elocuencia fatal de Faría, que a tu arbitrio degüellas aplausos, apagas opiniones, destruyes famas, aniquilas renombres! Mas ¿cómo le venera quien así le desacredita o cómo le vitupera quien tanto dice que le respeta? Delira la envidia, titubea el odio, confunde contrariedades la iniquidad. Importa un ardite le venere o no le venere, le precie o le desestime, porque la musa de Góngora es de la complexión de la virgiliana, en que ni crece con los elogios, ni con los vituperios mengua: «Ea est Maronis gloria —dice Macrobio— ut nullius laudibus crescat, nullius vituperatione minuatur». **** *book_ *id_seccion9_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § VIII«Hablo en general, que en particular no hay duda que en el Polifemo y Soledades hay cláusulas beneméritas de poeta de estima. Mas, por una parte, la lujuria del ingenio y, por otra, la falta de fuerzas para concluir las obras le ataba e impedía: si no, díganme sus devotos por qué no acabó él obra que empezase, de las que aspiraban a tener cuerpo de principio, medio y fin. Las Soledades, Panegírico y dos Comedias tuvieron principio, pero no tuvieron fin, ni aun medio, y el Polifemo acabado tiene poquísima traza.» **** *book_ *id_seccion9 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección IX 68. Pareciole a Faría se descubría mucho la venenosa y profundísima llaga de su envidioso corazón en haber prorrumpido tan pestíferos hálitos, y por no hacer patente su dolencia, moderó la censura y templó artificiosamente el juicio, como enmendándole, con decir: «Hablo en general, que en particular no hay duda que en el Polifemo y Soledades hay cláusulas beneméritas de poeta de estima». Estas son caravanas de desmentir la envidia, pues por disimularla en hábito de celo o crítica doctrina, a cada paso nos enfada con sus reverencias y veneraciones. Ya confiesa cláusulas estimables y de poeta benemérito en el Polifemo y Soledades, y no ve que de ahí se colige serlo también las restantes, porque la frasi, la sentencia, el estilo, la colocación, es tan semejante y tan indivisible en todas como fue uno el espíritu que en sagrados furores las dictó altamente arrebatado. Esto no necesita de más probanza que de la exhibición de los versos: léanse y sean los ojos árbitros de su igualdad con el juicio, que si hay cláusulas de estima, todas la merecen o todas deben proscribirse si periodos hay dignos de óbelo. Tal es su uniformidad, tal su consonancia. 69. El que don Luis no hubiese dado fin a las Soledades, Panegírico y Comedias no convence falta de caudal en aquel espíritu, sino poca ambición de dar a la prensa sus escritos, lujuria de estos tiempos insaciable, que en los pasados era solo comezón importuna, como dijo Juvenal: Tenet insanabile multos scribendi cacoethes. Y fue también notoria falta de patrones, pues no habiendo mecenas que aliente propicio, no hay que estrañar poeta que fallezca desvalido. Fuese en fin esto o lo otro, el no concluir algunas obras, habiendo otras que basten para el crédito, no arguye en hombres de aquel tamaño falta de capacidad. O dígase que el mayor poeta que conoció la naturaleza no la tuvo, pues no solo dejó de acabar su Eneida, poema divino, pero versos particulares de ella no pudo o no quiso concluir, de que vemos tantos hemistiquios en sus obras. Y ¿quién será tan ignorante que, porque Virgilio no pudo acabar una docena de versos, o no quiso, le acuse de crimen de lesa poesía, por falto de fuerzas de ingenio y espíritu? El mismo poeta en su testamento mandó que, por imperfecta y no acabada, su Eneida se entregase a la llamas, «Testamento comburi iussit —dice Donato— ut rem inemendatam imperfectamque». Pues los retazos de versos que así quedaron, digan Tuca, Varo y otros muchos si han podido ser zurcidos, con haber acometido a este suplemento los mejores ingenios de aquel siglo. Y responderán que aquello imperfecto, manco y no cabal de Virgilio se quedó así para confusión de presumidos y arrogantes, que con todo su caudal no pudieron remendar cuatro hemistiquios. ¿Qué fuera todo el poema? Ni Virgilio acabó su Eneida, ni Lucano dio fin a su Farsalia, ni Claudiano concluyó su Rapto de Proserpina, ni Ronsardo su Franciada, ni otros muchos clarísimos varones, ni por eso perderán la corona que sus gloriosas fatigas les ganaron. ¿Pues del ingenio de Góngora se ha de presumir que no acabase una comedia porque no pudo, cuando no hay hoy zapatero de viejo en España y aun en nuestras Indias que no las escriba a docenas? Digan eso los que se atrevieren a calumniar de sin fuerzas, de enervado, de lánguido el genio virgiliano, solo porque no pudo acabar aquel verso: Proiice tela manu, sanguis meus Eso imperfecto, eso por acabar que se dejó Góngora es mucho mejor que lo muy concluido y sellado de los otros. Y eso poco ha sabido arrastrarse al mundo erudito a sus admiraciones. 70. Lo grande no está en lo mucho. Nunca es poco lo bueno. El bulto del libro solo denota que tiene mucho papel. No crecen los tomos por echar hojas, sino por madurar frutos, eso les quedó a los libros de su linaje de árboles. Al otro profeta se le mandaba hacer un libro grande: «Sume tibi librum grandem», y al cabo no contenía más que cuatro palabras todo aquel tomo: «Spolia detrahere, festina, praedari». Y aun de todas estas las dos primeras eran título (dice Vatablo) con que no quedaba más que otras tantas para toda la profecía: «Haec duo verba sunt vice tituli, duo sequentia sunt ipsius epistolae». Para que acabásemos de creer que podía ser libro grande, libro de dos palabras. 71. Escribió Faría unos cuatro o cinco tomillos de versos y parécele que estos le hacen mayor poeta que es Góngora con el suyo. Mas como no se regula por pliegos el espíritu, podrá aquel decirle lo que Marcial al otro: Tu bis denis grandia libris qui scribis Priami proelia magnus homo es. Nos facimus Bruti puerum, nos Lagona vivum, tu magnus luteum, Gaure, Giganta facis. Libros grandes, grandes prosas escribes con grande nombre, porque es fuerza ser gran hombre quien escribe grandes cosas. Tú en lo grande eres bizarro; y es chico cuanto yo escribo. Yo hago un niño, pero vivo, tú un Gigante, mas de barro. 72. El Polifemo acabado dice que tiene poquísima traza y en verdad que se lo hemos de averiguar. Esta poca traza, ¿respecto de cuál es poca? Porque poco y mucho no son contrarios, como enseña el Filósofo, sino relativos y es preciso que esta traza en orden a alguna mucha o mayor sea poca. Diga pues Faría si es poca, o porque don Luis la pudo hacer mayor, o porque los poetas griegos o latinos trazaron mejor esta fábula, o porque el mismo Faría la pudiera haber mejorado o escribe otras fábulas de más traza. 73. En lo primero fácilmente queda convencido con que bastó haber Góngora dado aquella traza que otros no solo no han excedido, pero ni aun igualado, y aunque de su ingenio se cree la pudiera haber superado, él no estaba obligado a exhibir la mayor de su posibilidad. Pues aun Dios con obrar con solo querer, no debe hacer lo mejor que puede obrar. Ganen el tiro de aquella barra, que, si Góngora la puede adelantar, eso está por hacer y, respeto de lo que no es, nada es mayor ni menor. En lo segundo, salgan a luz de los griegos Teócrito y de los latinos Ovidio, que más profesamente cantaron los amores de Polifemo. El griego no solo no escribe mejor que Góngora este asunto en el Idilio undécimo, que intitula Cyclops y comienza: «Nullum contra amorem est remedium aliud». Pero es indigno aun de ser admitido al certamen. Allí propone al jayán pastor enamorado y a Galatea ninfa desdeñosa, y luego introduce rústicamente aquella cantilena pastoril, que comienza «O candida Galatea». Consta de requiebros a su hermosura y ofertas a su esquivez, y con dos frialdades se acabó el cuento. Además, que la campestre musa de Teócrito (según Quintiliano) no solo huye de la majestad cortesana, pero aun de la policía cívica se aleja temerosa: «Sed Musa illa rustica, et pastoralis, non forum modo, verum etiam ipsam urbem reformidat». 74. El latino la escribió con acierto en el treceno de sus Metamorfosis y así le atendió Góngora por dechado de aquella labor insigne y, tal cual es aquella traza del ingeniosísimo Ovidio, toda la embebió en su Polifemo, pero con tantos realces que, variándola de bellísimos episodios, descripciones, frasis, sentencias y esquemas, queda el dechado como suelen quedar las líneas del dibujo sobreviniendo la bordadura de oro y perlas. A quien esto dudare le es fácil abrir ambos libros y conferir una traza con otra, un ornato con otro. Dejo los lances en que de Homero y Virgilio se vale con ventaja en lo que toca a la robustez y deformidad del gigante, en cuya descripción los dejó atrás. Ya por esta parte no le exceden ni Teócrito, ni Ovidio en la traza de esta fábula: aquel porque ninguna tiene, este porque sobre toda la de él añadió Góngora la suya. Luego respeto de estos no es poquísima la traza del Polifemo, como dice el sicofanta. 75. Resta lo tercero, ver si es poca respeto de la que puede o suele disponer Faría en sus poemas. A que responderá Góngora lo que Marcial en semejante caso: Ista tamen mala sunt: quasi nos manifesta negemus, haec mala sunt, sed tu non meliora facis. Cuanto escribo, es manifiesto que es malo; mas, si lo igualo, veo que, siendo esto malo, nada haces tú mejor que esto. Por ventura, ¿es muchísima la traza de Faría en su fábula de Dafne y Apolo, o la de Tamiras y las Musas? ¿O es mayor la de Pan y Apolo? Y la de otros poemas ridículos, fríos, lánguidos, forzados, inertes, mal puestos y bien cacareados, como los que su clueca Musa abortó en el segundo tomo de su Aganipe? (Dejo los pecados de los demás, porque se haga la comparación de fábula con fábulas). Y ¿a quién no asombrará tanto disparate, como agrega en los esdrújulos forzados de que tejió el poema de Tamiras? Donde por consonante de «número», largó «cucúmero», que malos cucumerazos le habían de dar al cucúmero de sus cascos, pues aun en latín es cucumis. Pero donde se ensartan «satúrnicos», «admirábiles», «ebúrnicos», «orfénica», «puérpera», «pérpera», «saxátiles» y otras monstruosidades semejantes, bien podía pasar el «cucúmero». Y la gracia de todo es que al fin de tanto desatino sin traza quiere persuadirnos en un párrafo en prosa que en aquel género de poesía ha excedido a cuantos con fama y acierto la ejercitaron en nuestro idioma, como el insigne Cairasco, Lope de Vega, etc. 76. Dejemos los consonantes forzados, que a cada paso descubren los callos del remo y las ronchas del látigo. En la fábula de Pan acabó la estancia 56 así: Del gran Petrarca de líricas cadencias patriarca. Y es tan buen esto como si dijéramos, alabando al famoso historiador: «Fue Salustio Crispo / De romanas historias Arzobispo», pues no sabemos si le faltaba algo para ser arzobispo a Salustio en sus Historias, cuando el Petrarca con sus versos llegó a ser patriarca. 77. No es tanto nuestro ocio, que le hayamos de malograr en espulgarle las boberías: baste decir que este hombre censura los versos como que nadie es mejor y los escribe como que es peor ninguno. Horror es oírle fulminar intrépidamente su crítica, siendo en ella Corte Real «mero prosista», Valdivieso «no mondado», Boyardo «mero romancista y gran hablador», Góngora «duro», Montemayor «infelice», el Marino «arrogante sin saber nada», el Tasso «desnudo de erudición». ¡Válgate dios por hombre! O escribe como censuras, o censura como escribes, que quien te oyere árbitro de ese dosel condenar tantos defectos en poetas tan ilustres juzgará que o los excedes o los enmiendas, hablando de ellos como superior a sus aciertos. ¡Oh, cuánto le valió a Lope de Vega haber sido su amigo y dedicádole una comedia! Pues a buen librar escapó con que «escribía mejor redondillas que otra cosa». ¡Y aun esas dice que las aprendió del buen aire de su Camões! Fuele preciso prorrumpillo, por que Lope no se le fuese sin nota, como de Escalígero advirtió en semejante ocasión Antonio Verderio, «Plane adverto Scaligerum haec in illum eructasse, ne ei innotatus abiret». Esto le valió a Francisco, rey de Francia, para acallar el mordacísimo espíritu de Pedro Aretino (Faría de aquel siglo), pues temiéndole venenosamente satírico de las acciones de los príncipes, le presentó una cadena de oro eslabonada de lenguas, con que enfrenó la maledicentísima del Aretino: «Tra gli altri Francesco il primo Re di Francia con averli fatto presentare una gran collana d'oro fatta a lingue, raffrenó quella lingua si maledica», dice el Promptuario de las Medallas. Y el mismo temor se apoderó de quien nunca le supo tener, del invictísimo Carlos Quinto, que por lo propio cohechó su malignidad con una ropa de brocado recamada de orejas de oro, y decía el picarón que aquella dádiva le haría ensordecer para no oír mal del emperador, pero que no le dejaba mudo. ¡O poder fatal de una dicacidad sangrienta, que haga temblar una lengua al héroe que no amedrenta una bombarda! Lope de Vega con su dedicatoria y sus versos consagrados a Faría logró lo que Ulises con el brindis del Cíclope: «Donum Cyclopis». 78. En fin no quedó poeta, ni comentador, ni varón insigne, por favorecido que fuese de las Musas y la Fama, que no lastimase esta pluma y parécele que todo el humano acierto, desdeñando cuantos ingenios tiene el mundo, vive únicamente entronizado en el suyo, por sus frigidísimos versos entre los poetas y por sus quiméricas observaciones entre los comentadores. 79. Qué de estudio le costaría el comentar aquello del Camões: «De tecida seda». Donde dice que en aquel coludir de sonidos «cida seda», significó el poeta el ruido de la seda, que con su tejido apretado suena «cida seda». Como el tafetán, que en su mismo vocablo dice su sonido «tafe tafe». Esto es cosa grande. Y Góngora carece de estos misterios. 80. Trabaja notablemente en acomodar los dioses que poéticamente introduce el divino Camões en su Lusíada y válese de unas analogías ridículas, vanas y fantásticas para que sean santos aquellas deidades. Y dice que Marte es san Pedro Apóstol (sería porque desorejó a Malco) y que Vénus es la Iglesia católica. Pero como la conexión de los disparates no tenga más consistencia que la que el antojo quiso trabar, en otra parte ya Marte dejó de ser san Pedro y es Santiago. Y en el canto 1, estancia 37, deja de ser uno y otro, y es ya Alonso de Alburquerque, y Venus la reina doña Isabel. Y Júpiter, que era Cristo, se pasó a ser el rey don Manuel, y san Pedro, que lo habían hecho Marte, se trueca en Neptuno en el canto 5, estancia 50, y la razón es porque Neptuno es abogado de pescadores en la gentilidad y porque (es notable y profundísimo el misterio) reina Neptuno en el mar de agua salada y es fuerza que sea san Pedro «porque el agua del bautismo lleva sal»: ¡qué necedad! 81. Venus vuelve a ser la Iglesia romana y en el canto 1, estancia 34, lo prueba con que el alba que los sacerdotes visten es blanca y así es la Iglesia Venus (a quien pintó el poeta vestida de lino puro) y hace monacillos a las Parcas, porque acompañan a Venus «y como las vestes blancas —dice— son las propias de la Iglesia, propiamente son las Parcas sus acólitas en esta acción», etc. Aquí mismo convida a los golosos de secretos, agudezas y arcanos a que le oigan en otra parte diciendo: «Los apetitosos de delgadezas y secretos me vayan a oír en la estancia 18, canto 9». Quien esto oyere, pensará que yendo allá registrará las hojas de la Sibila o romperá los siete sellos del Apocalipsis. Vayan enhorabuena allá los «apetitosos de delgadezas y secretos» y verán probado que Venus, la Iglesia, es autora de sementeras, con que la doctrina evangélica es representada en las divinas letras por la mies, y porque Cristo dijo al rey don Alonso en Orique «que tenía elegidos a los portugueses para una sementera suya en partes remotas». Si estos son misterios, secretos y delgadezas, díganlo los apetitosos de ellas, que a Faría sutilísimo le pareció este hilado, pues antes de decir esas delgadezas nos previno diciendo: «Aunque todo esto no es hilado muy gordo, vuelvo con otro más delgado». ¡Presunción vana, arrogancia necia, ciega altivez! Pues a hilar estos cables el araña, no solo prendiera moscones pero enredara elefantes. 82. En el canto 1, folio 128, da en que el rey don Manuel ha de ser hijo de la Iglesia, que es Venus (y no se acuerda de esto cuando después hace Júpiter al rey don Manuel, pues Venus no es madre sino hija de Júpiter), pruébalo con que «el ama que hizo el oficio de madre con el rey don Manuel, criándole, era de la Iglesia, por ser amiga de un obispo». ¡Qué iniquidad! ¿Quién tan impía y violentamente arrastró congruencias mendigadas para una analogía tan impropia y remota? Un príncipe tan ilustre y famoso como el rey don Manuel no ha menester que le acomoden necedades sacrílegas para que la Iglesia le reconozca por uno de sus más esclarecidos hijos y, si él viviendo viera que esta filiación le confirmaban por el lado de haberle criado una ramera, y con tan notorio y escandaloso descrédito del estado pontificio, mandara borrar (creémoslo de su piedad) los insolentes caracteres que en este libro infaman la autoridad regia y episcopal. 83. Aprenda Faría siquiera de la profanidad gentílica más modestia, pues aun en la educación de los mellizos príncipes de Roma, por no confesarlos alumnos de una mujer deshonesta, los celebró colgados de las ubres de una fiera, juzgando más decente a la majestad el que Rómulo y Remo mamasen de una loba, que no que debiesen pecho a pechos de una perdida. Hic patrius Mauortis amor, foetusque notantur Romulei, post amnis inest, et bellua nutrix. 84. Había el famoso Camões fingido, con la felicidad que suele, que el cabo de Buena Esperanza habló una noche a los portugueses en forma de un terrible gigante, y díjoles que fue uno de los titanes que dieron guerra a los dioses, y que convertido por esta osadía en aquella robustísima punta que se descuella en esos mares, serviría de náufrago peligro a las lusitanas flotas. Mete aquí sus misterios Faría y persuádenos que aquel cabo representa a Mahoma, cosa que se la creyéramos con la misma facilidad que la dijera él, pues como quiera que el sentido acomodaticio en todas materias es tan fácil que cualquier beata simple puede producirle con media similitud hallada y treinta salteadas, no había para qué aglomerar tantas boberías en su probanza. Dejémoslas por muchas. Aunque, ¿quién dejará de reírse de algunas ilustres? Como decir que el gigante al responder volvió los ojos y torció la boca, señal infalible de que es Mahoma, pues como condenado está en el infierno haciendo gestos. Mas si aquel cabo primero se llamó Tormentorio y hoy de Buena Esperanza, cuando fuese Mahoma por el primer apellido es forzoso que Faría haga mayores gestos que el gigante al torcer la violentísima aplicación de esta plácida, hermosa y santa denominación a ese infame seductor y falso profeta. 85. Que se llama el jayán Adamastor, y que este nombre se deduce de adamo, adamas, que es enamorar. Con que es Mahoma, porque fue enamorado de mujer ajena y concedió el trato de muchas en su seta. Que el tal gigante, peñasco, cabo o promontorio de piedra es Mahoma, porque está en sepulcro de piedra imán. Que Mahoma es también de piedra, porque los moros echan por entre los muslos unas piedras hacia atrás, ceremonia suya. Que rodean al cabo las ondas del mar, y Mahoma murió hidrópico, que es lo mismo. 86. Que el tal cabo por lo menos es el demonio en figura de Mahoma, o es Baco, pues habiendo sido hidrópico Mahoma, representa a Baco, a quien pintan con gran barriga, y aquel murió con otra tanta. ¿Pero adónde vamos? Que en estas vanísimas y mendicantísimas alusiones gasta este hombre veinticinco columnas de a folio, para risa de los cuerdos y burla de los doctos, que es el afán estudioso de la araña (como decía Camerario) cuando la trabajada tela que tramaron sus entrañas, urdida del tesón y tejida de la fatiga, al fin viene a parar en ultraje de la atención y desprecio del reparo. Ingenti studio componit aranea telam et tamen a cunctis spernitur illud opus. Sic magnas magno promis molimine nugas dum vigilas studiis vane, ⁎ Faria, tuis. 87. Toda esta exposición es lo mejor y más misterioso que él celebra en su libro, que todo se funda en gestos, hidropesía, amo, amas, barriga grande, piedra imán, etc. Y siendo estos los misterios, no hay que admirar que anden tan a rodo que aun sus olvidos y sus descuidos son misteriosos, como él dijo: «Olvidábaseme lo mejor, si ya no fue misterioso el olvido». Mirad si no se han de temer avenidas de misterios cuando no hay olvido ni desatino que no lo sea. 88. Sobre quién es el dios nocturno (de quien hace mención Camões en el canto 2, estancia 1) llama a Lambino «pesado hablador», y con la hinchazón que suele, dice que a él y a Jacobo Durancio les ha de enseñar quién es Nocturno en Plauto: en fin asienta que «es el Sol». Y en probarlo se muestra que Lambino es pesado hablador y Faría hablador de liviandades, pues demás de que hacer a Nocturno el Sol es contra el texto de su poeta, que le introduce abriendo al Sol la puerta del marítimo palacio, y contra san Agustín, acérrimo multiplicador de estas deidades gentílicas, son las pruebas tan ruines como ya veremos. Fúndase en que Plauto introduce a Sosia, que porque le pareció que tardaba el día y era prolija la noche, dijo «que dormía Nocturno borracho, según emperezaba la noche». Y porque después, acusando la tardanza del Sol, dice también que debe estar roncando el Sol muy bien bebido: «Credo edepol equidem dormire Solem, atque appotum probe». Colije: luego Nocturno es el Sol. Mala consecuencia, pues de los gallos, si no cantan a media noche, se pudiera decir que dormían borrachos, y no son los gallos el sol. 89. La razón filosófica con que confirma este dislate es graciosa. Oídla: «Digo que este dios Nocturno es el Sol, porque el sol es autor de la noche con su ausencia». Linda ignorancia, pues a ser esto así, no habrá negación ni privación que no sea causa positiva del efecto formal de su hábito contrario (bien sé que esto es hablarle en griego a él y a los ignorantes de filosofía, con ser lo más fácil y humilde de ella). A ese tono diremos que la ceguedad es causa de la vista del lince, porque con su ausencia causa la vista la ceguedad, que la ignorancia con su receso produce la ciencia, que las tinieblas alumbran el medio día, porque con su falta se ilustra el aire, que la muerte es autora de la vida, pues su ausencia nos deja vivir, y al contrario. Finalmente el sol con su ausencia es autor de la noche, como la vista con la suya lo es de la ceguedad. Debámosle pues a Faría este disparate y aprendamos a decir que la vista es ceguedad, o ciega, como el Sol es noche o Nocturno. 90. Dando de ojos en principios filosóficos, pasa a ostentarse escriturista y acaba de probar esto con que «pidiendo Ezequías a Esaías señal de la certeza de su salud, le dijo el profeta: “Vis, ut ascendat umbra decem lineis, an ut revertatur?” Adonde explican algunos autores que quiso decir si quería que el Sol volviese atrás o pasase adelante. Y el mismo profeta en el cap. 38. refiriendo el propio suceso: “Et reversus est Sol decem lineis”. Luego si lo que allá es sombra, es Sol aquí, y la sombra es la noche, bien es Nocturno el Sol». Todo el sol tiene Faría sobre los ojos o toda la noche en el entendimiento, pues con miserable ceguedad no ha visto el espigón del reloj de Acaz, o no acertó a leer el contexto de aquel lugar, que dice «in horologio Achaz». Advierte, ¡oh el más presumido de los hombres!, que yerras en probar que el sol es noche o Nocturno, con que el sol es sombra. Yerras en pensar que la Escritura llamó sombra a ese clarísimo planeta, yerras en creer que somos simples los que te escuchamos, yerras en suprimir las cláusulas del sagrado texto. Volvió el sol diez pasos atrás y, retrógrados los ejes de su brillante carro, cejaron la carrera del día, retirado al aurora en diez líneas todo el flamante viaje de las luces. Reparó el rey, en el reloj de su padre Acaz, que la sombra del puntero, que señalaba los grados conforme al movimiento solar, había retrocedido diez líneas, que para el ocaso tenía atrasadas el apuntador, y coligió a posteriori que las había desandado el día: «Et reduxit umbram per lineas, quibus iam descenderat in horologio Achaz retrorsum decem gradibus». Pues, ¿qué tiene que ver esto con el desvarío de Faría? Demonstrar la retrocesión del sol en las líneas de un reloj de sombra, ¿es decir que es sombra el sol? ¡Gentil gramaticada! **** *book_ *id_seccion10 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Sección X 91. Prosigamos aprendiendo algunas doctrinas que ostenta nuestro Mastige. Enseña en el canto 9, estancia 54 que «los naranjos, cidros y limones son los pomos de oro que guardaban las Hespérides y cogió Hércules, y los que se echaron entre las tres diosas, por premio de la hermosura, y a Atalanta para grillos de ella». 92. No ignoramos que toda fruta de color pajizo llama la poesía pomos de oro, como observan los intérpretes profanos sobre el «Aurea mala decem missi» del gran poeta, égloga 3, y los sagrados sobre el «Mala aurea in lectis argenteis» del capítulo 25 de los Proverbios. Pero sobre cuáles sean, cada uno pinta la fruta que se le antoja. Válida opinión el que sean cidros o naranjos los del sagrado texto, como veréis en Martín del Río: «Quidam volunt indicari mala aurea, hoc est Medica seu citria». Y también los del poeta, aunque estos últimos, otros los presumen membrillos (como Brodeo y Galeoto Marcio), otros manzanas (como Antonio Augustín, Cerda y otros). Esto es cuanto a las frutas de oro en común sobre esos lugares. Más en particular sobre las de las Hespérides, unos piensan que fueron ganados que robó Hércules, porque en griego es equívoco el nombre de manzana con el de oveja, pues con decir «myla» lo significan todo, y como tenían vellones dorados o pajizos asentáronles lo áureo. Y en fin si aquellas reses eran como nuestras vicuñas y pacos, que por su color rubio y encendido merecen el pelo de oro, mejor que en África pudieran en nuestro Perú haber fingido el huerto de las Hespérides. Y el dragón que guardaba estas manzanas era (dicen) un río, que porque las rodeaba flexuoso y culebreado, le fingieron serpiente: vulgar metáfora de los poetas llamar los ríos sierpes de plata, culebras de diamante, etc., como del Luco dijo nuestro cordobés: En roscas de cristal, serpiente breve, por la arena desnuda el Luco yerra. 93. Otros pensaron que las Hespérides fueron hijas del famoso astrólogo Héspero, o Atlante, que por especular el movimiento de los cielos dijeron de ellas guardaban en el occidente las manzanas de oro. Esto es, observaban las estrellas que por su esplendor dorado y su rotundidad bermeja parecen pomos de oro, fingiendo que solo en el occidente nacía tal fruta, porque solo al ocaso del sol comienzan a brillar los astros. Y el dragón jardinero hicieron al zodiaco de los signos que como sierpe en luciente rosca voltea por todo el globo. «At quis est Draco qui haec mala servabat? Signiferum circulum nonnulli sunt arbitrati»: Natal Cómite. 94. Más luces que las de su zodiaco conduce a esta opinión una agudeza de Augustino. Reparó en que sobre distribuir estrellas a sus deidades el gentilismo, andaba el astro matutino en desidio sobre si había de ser de Venus o de Juno, porque unos adjudicaban el lucero a la una y otros a la otra: «Luciferum enim quidam Veneris, quidam dicunt esse Iunonis». Pero tan luciente y hermosa estrella (dice), manzana puede ser de oro, sobre que dignamente contiendan otra vez Venus y Juno, «quamvis de illo fulgentissimo sydere apud eos, tanquam de malo aureo Iuno Venusque contendant». Pero en verdad que por estrella de Venus aclaman al lucero todos los crepúsculos del alba, todos los arreboles del ocaso, porque Venus al fin vence como suele, «sed ut solet, Venus vincit». Y suya es la manzana, si son fruta dorada los astros. Últimamente Faría dice que no fueron sino limones. Vaya con dios, pero mirad la inconsecuencia de este hombre que dice de los limones que «el apropriar a esta fruta el color de oro es frecuente, y no solo eso, sino llamarla totalmente pomos de oro». Pues si esta fruta por la color pajiza es pomo de oro, ¿por qué la cera por su palidez no será rueca de oro? ¿Cómo acusa a Góngora el que por la cera de la colmena dijese «en ruecas de oro rayos del sol hilan»? Si la color motiva esas licencias, ¿por qué no será oro la cera por rubia si lo es la cidra por pálida? 95. Ilustre necedad decir que se echaron limones para el certamen de hermosura entre las diosas y mayor el motivo de haberse ellas desnudado, pues dice que fue limón «sobre el que se desnudaron las diosas, por ser fruta exquisita entonces». Reparad mucho el porqué. ¿Por qué se desnudaron? «Por ser fruta exquisita entonces». Ya veis que un niño dirá aquí que no fue sino por obtener el lauro y corona de la mayor belleza, por ser aquella fruta índice de la victoria. Pues si venía escrita de estas letras: «Pulchriori?», “dese a la más hermosa”, no por fruta exquisita ni por ser limón (como Faría sueña), pero por un guijarro que se propusiese en el certamen con esa circunstancia se desnudaran ellas, cuando aun el refrán de las vejezuelas vulgarmente clama: «No por el huevo, sino por el fuero». Y realmente Juno en el gran poeta no tiene por injuria el que le salteasen la fruta nueva, sino el que pospusiesen su hermosura. Iudicium Paridis, spretaeque iniuriae formae. Díganlo los griegos desnudándose en el Olimpo por un ramo de encina, díganlo los romanos vertiendo su sangre por una guirnalda de grama. Además, que es disparate sin más fundamento que el antojo de decirlo, decirnos que era fruta esquisita entonces el limón, naranja, cidra o toronja. Pruébolo con evidencia. Esa fruta lo es de Venus y su árbol es dedicado a su deidad. Aurea sunt Veneris poma haec: iucundus amaror indicat, dice Alciato de la cidra y, aquí, Claudio Minoe: «Medica malus, quae et citrus, et apud nostros ob aliquam cum auro similitudinem nomen reperit, Amoris potest esse nota», etc. Luego no pudo hacérsele nueva a Venus fruta que nace a su influjo, luego no era exquisito árbol que por tal le obligase a desnudarse el que se plantó a la protección de esa deidad y al concurso de ese planeta, pues tambien se le hicieran nuevas las uvas a Baco y las espigas a Ceres. Apuro más. Estas frutas, según Faría confiesa, son los pomos de oro de las Hespérides, luego no eran exquisitas, ni nuevas para Juno. Pruébolo. Luego que se casó Júpiter con Juno, tributó en el occidente aquel solar esas doradas frutas, como dice Ferécides, libro 10, citado por Natal Cómite. Pero traigoos un autor que nunca habréis visto citado para el caso. Este es Tzetzes, que cuenta que para las bodas de Juno se trajeron los pomos áureos de las Hespérides, para que fuesen dote esponsal de la diosa: Ex Hesperidibus ferre, ex Hiperboreis Iunoni poma aurea Iuppiter, quae in nuptiis habuit, in Iunonis sponsalibus ut pro pulcherrima dote essent. Luego no se desnudara Juno porque la fruta era exquisita, cuando por dote suya había tanto que la conocía y poseía. Venus mucho menos, pues si el pomo era un limón, como el otro quiere, no había menester certamen o litigio para llevarse lo que notoriamente era suyo, como ni Palas se desnudara para llevársela si fuera aceituna. Luego Venus ni por esa fruta, ni con ese motivo, hizo el célebre alarde de su hermosura, la vez que se vistió Paris la garnacha de Licurgo, cuando Palas, por vellosa, y, por zamba, perdió Juno. 96. El que fuesen también limones los que entorpecieron la velocidad de Atalanta, también es error contra toda buena mitología y contra toda la intención de la moralidad filosófica de la Antigüedad, que fue enseñarnos cuánto puede armado de oro el interés contra la honestidad y cómo rinden las dádivas el recato y esquivez femenil, cuando a tiros de moneda no hay almena segura en las murallas del decoro. Por eso fingieron a Júpiter penetrando la torre y la clausura de Dánae en lluvias de oro, como enseñan Lactancio Firmiano, Catsio, Natal, y todos. Si no es que digamos que la conquistó granizando limones, o a naranjazos, pues es cosa ridícula pensar que Atalanta, dama incansable, esquiva, cruel, zahareña, y en negocio que le iba no menos que la sujeción conyugal, había de rendirse en la verdad histórica con tres limones y no a repetida profusión de escudos y doblones. Últimamente convencemos a Faría ad hominem (como dicen los artistas), reconviniéndole consigo mismo. Pues después en la estancia 76 se contradice, y en la explicación historial de esta fábula se deja los limones y lleva lo que todos, diciendo: «Es buen remedio de alcanzar damas que huyen por la campaña del rigor, echarles palabras de oro para detenerlas: y eso parece es lo que descifra la fábula de que se echaron pomos de oro a Atalanta, para detenerla en la carrera. Entiéndese esto con las que obedecen a las penas del verdadero amor: que a las otras no hay palabras de oro como monedas de cobre, porque es de hierro su amor; ya veo lo que dijo la copla por ellas: Aunque venga Salomón disfrazado en un soneto, no hallaré mejor conceto, que en las letras de un doblón.» 97. En el canto 2 sobre el «auri sacra fames» del poeta, dice que llama «sacra a la hambre o codicia de oro, por sacrílega, y así se ha de entender aquel lugar y no de otra manera. Y a este modo el de Improbus labor, por trabajo grande, aunque sea glorioso: acordándonos que en parte usan aquí estos valientes hombres del tropo antífrasis o ironía, que es llamar bueno a lo malo, por un modo de darle peor nombre que malo, y malo a lo bueno por encarecer más la bondad». ¡Notable vanidad la de este hombre! ¡Rara presunción de gramático! Que podía pasar con su interpretación de sacrílega por sacra, y no que con aquella arrogantísima decisión, que a prorrumpirla parece que se encaramó a la universal cátedra del mundo. Diciendo: «Así se ha de entender este lugar y no de otra manera», nos obliga a que veamos si se puede entender de otra manera. Dejo que la inteligencia de sacrílego, si es lo mismo aquí que execrable, o maldito por sacro, es común y vulgar, que no hemos menester que ahora nos la enseñe Faría, pues esa es su llana significación, sin que sea necesario recurrir a antífrasi ni ironía, como enseña Festo y como veréis en Jacobo Pontano sobre este lugar. Sólo le preguntaremos (si sacro es sacrílego) ¿por qué llaman al espinazo os sacrum, o sacra spina? Y, ¿por qué a la lepra blanca, o fuego de san Antón, nombran ignis sacer? ¿Cómo no siendo sacrílegos esta peste y aquel hueso se llaman sacros? Y si estos se llaman así, dándole otra inteligencia a lo sacro, ¿por qué sacra fames no se dirá por esa inteligencia? Decid lo que quisiereis del fuego sacro, llamándole así por pestilente, mortífero y abominable, que no lo habéis de decir del espinazo. Y si sacro se dice por cosa grande, crecida y desmesurada (como quieren otros): ¿por qué no lo será la hambre del oro? Luego de otra manera puede y aun debe entenderse «sacra fames». Advertid aquí, por si os place saberlo, que ese hueso espinal se llamó sacro por ser eso en las hostias y sacrificios lo primero que consagraba a sus dioses la gentilidad, como dice san Isidoro Hispalense. «Ideoque, ex hostia id primum a gentilibus Diis suis dabatur, unde et sacra spina dicitur». 98. De improbus también dice Faría lo que se le antoja, que allí no hay antífrasi ni ironía, porque cuando el poeta dijo: «Labor omnia vincit improbus», no quiso llamar al trabajo glorioso ni ilustre (encareciendo lo bueno con nombre de malo), sino trabajo perpetuo, infatigable, instante, porfiado, continuo, importuno, sin descanso, con tesón. «Improbus labor est indefessus, continuus, requietis impatiens labor», dice Jacobo Pontano. Insigne lugar el de san Lucas: aquel que a media noche fue a pedir prestados tres panes a su amigo, dice el Evangelio que, repelido muchas veces, instaba muchas más; en fin tanto le golpeó las puertas, tanto le desasosegó el sueño, tanto le rebatió las repulsas, que se levantó a darle los panes, más por su importunación que por la correspondencia. «Et si non dabit eo quod amicus eius sit, propter improbitatem tamen eius surget et dabit». He ahí improbitas, la instancia, importunidad, tesón y porfía. Dejo los textos profanos. Mirad si para labor improbus, trabajo continuo, es menester antífrasi ni ironía. 99. También se metió en escarbar etimologías y dícenos que teta se dijo en castellano de tita, cierta letra griega, que parece teta, y píntala así ʘ _ ʘ. Sin duda ignoró este hombre cuán mal han salido de este negocio de etimologizar cuantos han querido escudriñar los abolengos al vocabulario, empresa en que se acometen de contado los peligros y el acierto en libranza. «Origines verborum qui tradunt —dice Juan Grial sobre Isidoro— periculosae tractant plenum opus aleae». Díganlo Platón, Servio, Varrón, y otros muchos antiguos como modernos, que no son bien vistos en esta disciplina. Esta de nuestro Faría se parece a aquella gentil porrada que dio la Glosa de las Decretales in 6, que averiguándole la etimología a Roma, dijo que quería decir “roedora de manos”: «Roma quasi rodat manus». 100. Riose del disparate aquel varón doctísimo, fray Juan de Pineda, el franciscano, y con el desahogo que suelen los hombres de su tamaño burlarse de estas gracias, añade otra diciendo: Roma quiere decir «roedora de manos, y si dijera roedora de queso, pensáramos que era de casta de ratones». Lo cierto es que este queso se hizo de aquellas tetas griegas que ordeñó Faría, pues ni él ni quien se lo enseñó supieron lo que se mamaban. Dejo el que aquella figura que dibuja más parece de antojos quebrados que de femeniles pechos. 101. Todo lo ingenioso de esta etimología consiste en que dice que teta es una letra, que lo parece por ser como una ʘ, en cuya mitad puesto un punto representa el pezón en medio del pecho. Pero consultad a Clenardo y a cuantos alfabetos griegos hay, y veréis que la tita si es mayúscula y circular (porque dejemos las minúsculas, que son largas y angostas, y sin la figura que Faría pinta) no tiene tal pezón, ni tal punto, sino atravesada en diámetro una línea Θ, y fue tan célebre este rasgo, saeta o flechilla que divide el círculo, que los jueces para condenar a muerte señalaban el nombre del reo con esta letra, que en aquel dardo denotaba la muerte, de donde se llamó carácter infeliz, letra infausta como dijo aquel versillo: O multum ante alias infoelix littera Theta. 102. Así mismo en los padronos o matrículas de milicia, se usaba de las dos letras Tau y Tita. Los soldados vivos denotábanse con la T o Tau, signo de vida, los que habían muerto en la batalla los indicaba la Θ, que es la thita, porque aquella línea o lanza (así la llama san Isidoro) que atraviesa el círculo era símbolo de muerte: «Θ vero ad uniuscuiusque defuncti nomen apponebatur, unde habet per medium telum, idest, mortis signum». De donde se ocasionó el temerse tanto la marca letal de ese carácter. Y así cantó Persio: Et potis est nigrum vitio praefigere theta. Y Marcial: Nosti mortiferum quaestoris, Castrice, signum? Est operae pretium discere theta nouum. Mirad ahora qué diferencia hay de lanza a pezón, de línea a punto, de centro a diámetro, pues toda esa distancia va del dicho de Faría a la verdad. Fue falso acomodar el punto en medio de la O, para figurar la teta, pues si Faría formara esa letra como debía, el rasgo no le dejara aplaudir desvaríos ajenos cuando más parece cuchillada que pezón. 103. Olvidábasenos lo mejor («si ya no fue misterioso el olvido») olvidábasenos el que Faría, idolatra de su Camões, tanto quiso ensalzarle sobre nuestra humanidad que comparó sus versos con las Sagradas Escrituras, y le aclamó iluminado de toda la soberana asistencia del Espíritu santo. Los divinos oráculos, como los autorizan razones que prorrumpió el entendimiento inefable del Altísimo, tienen tal inteligibilidad en sus sacramentos que cada cláusula, cada ápice es perenne manantial de varios sentidos, inteligencias y misterios. Y como los asegura la infalibilidad de una verdad por esencia, no solo no pueden contradecirse, pero unos lugares a otros, por maravillosa conexión que guardan, se ayudan a la interpretación y corroboran mutuamente su inteligencia, cansando a innumerables ingenios, que hubiera, con darles a cada luz, nuevos misterios que sondar, nuevos arcanos que especular. «Así pues en este poema —dice Faría por la Lusiada— se ve tanto de esto, que me persuado a que Luis de Camões arrebatado todo de un divino espíritu procuró imitar aquella admirable Escritura con esta. Y que, si se puede decir de algún modo que hay alguna parecida a ella en esto, es esta solamente, porque siendo tan suave y fácil de estilo, esa fácil y suave claridad contiene profundo entendimiento, y para lo que esa profundidad nos hace difícil, apenas hay lugar en este poema para embarazarnos el entendimiento, que en el mismo no hallemos otros que nos le allanen, sembrados para eso con providencia más que humana». Parécele a Faría que en esto ha dicho para elogio de su poeta una cosa grande y le parece bien, porque para necedad, esta es de buen tamaño. ¿Qué quiso decir este hombre? ¿Qué es lo que suenan aquellas palabras: «Este rarísimo poeta fue singularmente asistido de espíritu divino»? ¿Qué asistencia es esta? Esta, ¿qué singularidad? Si entiende que el espíritu de Dios asistió cooperando a los versos con el poeta, no es elogio, pues siendo causa primera ese espíritu de todo efecto ad extra, como las demás personas, con el concurso general también influye con el jumento al rebuzno, como con el poeta al soneto. Si piensa que asiste ese espíritu porque él es el soberano piélago de las gracias y el dador liberalísimo de los dones gratis datos y así reparte las artes, habilidades y ciencias a quien y como es servido, también es cierto, pero de ninguna singular excelencia como él quiere, pues también los sastres, carpinteros, bordadores y otros artífices mecánicos son asistidos del mismo espíritu, si asistirles es darles aquel don por hábito o infundirseles por inspiración. Como sucedió con Beseleel, a quien en el Éxodo se le concedieron esas facultades mecánicas para la fábrica del tabernáculo de Dios: «Et impleui eum spiritu Dei sapientia, intelligentia et scientia in omni opere ad excogitandum fabre quicquid fieri poterit ex auro et argento», etc. Donde la pericia del edificar, el tejer, etc., son del espíritu de Dios, por ser dones suyos al hombre para su uso concedidos, como dice Teodoreto y Hugo Cardenal: «Spiritu Dei, per quem mechanica fiunt». Y así en esta acepción también Góngora escribió por ese y con ese espíritu, y todos los poetas, no solo católicos pero paganos, como Virgilio, Homero, Ovidio, y cuantos de Dios participaron el don poético. Pudo contentarse Faría con decir que de ese participó su Camões más que todos, pues bastaba para fundar en ese exceso la singularidad que pretende, mas no la constituyó sino en que el poema de Camões se parece a las Escrituras en lo misterioso y profundo. Y como la Escritura (que no es menos que la Ley, Profecía y Evangelio) tuvo autores que asistidos del Espíritu Santo prorrumpieron sus cláusulas de dictamen soberano impelidos, pareciole a Faría que no saldría la Lusiada parecida a las Escrituras en lo misterioso si no era uno el divino espíritu que dictaba las Escrituras y la Lusiada, inspirando a Camões y a David un mismo numen. 104. Ilustre y famosísimo poeta fue Ovidio Nasón, y por menor desatino que el de Faría fueron ajusticiados en Francia los herejes parisienses con su maestro Guilielmo Pictaviense, pues entre otros errores ocasionó su condenación el decir que así hablaba Dios por boca de Ovidio como por boca de Augustino: «Dicebant non aliter esse corpus Christi in pane altaris quam in alio pane et in qualibet re, sicque Deum loquutum fuisse in Ouidio, sicut in Augustino», etc., como refiere el venerando y doctísimo varón Cesario Heisterbaccense. Pues si por la diversidad que hay entre un doctor de la Iglesia y un poeta de la gentilidad fue habido por error abominable el dar un mismo dictamen soberano entre las obras de Augustino y los versos de Ovidio, ¿cuánto más yerra Faría, habiendo mayor distancia entre la Lusiada de Camões y el Evangelio de San Juan? Ni entiende, ni conoce las Escrituras quien con profanas poesías las parea. ¿Qué saben de los meridianos rayos del cénit los nocturnos ojos del fúnebre lechuzo? El que solo supo deslumbrarse al tizón fumigante de una octava rima, hecho a especular crepúsculos, así juzga que son todos los esplendores que no ha visto. ¿Quién fue tan bárbaro que osase a hombrear el sol con la tiniebla, la verdad con la mentira, la divinidad con la criatura, el trueno evangélico con el pífaro militar, la pluma del Espíritu Santo con los borrones de un mortal, en quien son barro el origen, pecado la herencia, mentira la naturaleza, ignorancia el caudal, desaciertos la inclinación y vanidad su ser todo? No hay que decir que no fue propia ni rigorosa la comparación, porque no dijo que la Lusiada se parecía a las Escrituras en que esta y aquella eran escritas o eran palabras, o convenían en tener versos o en ser libros de caracteres y papel compuestos, porque en solo eso puede haber conformidad y analogía entre ellas. Pero en los misterios fue la comparación. En la profundidad de sus sentidos y en la inspiración de sus sacramentos puso el paragón de su similitud. Y lo peor es que poco antes había dicho que se parecía Camões a Homero y a Virgilio «en lo misterioso que se encierra en toda esa perfección». Con que si Camões se parece en los mismos misterios por una parte a Virgilio y a Homero, y por otra a la divina Escritura, la consecuencia es que las Escrituras en lo misterioso se parecen a Virgilio y a Homero, que es otra pajarada. Colígese precisamente de aquel axioma dialéctico: «quae sunt eadem uni tertio». Pues si dos estatuas del César se parecen al César, sin duda se parecen entre sí. Luego si la Escritura y la Eneida se parecen a la Lusiada (porque esta se parece a ellas en lo misterioso), asemejarse han entre sí en eso mismo la Eneida y la Escritura, Virgilio y Ezequiel, Homero y San Mateo. 105. ¡Oh ignorancia atrevida, que osaste a equiparar con los sagrados oráculos lo mismo que asemejaste a las profanidades gentílicas! Son las Escrituras emporio de la verdad increada, sonido del verbo mental, que prorrumpió el entendimiento de Dios, corazón del mismo Cristo, abismo de la Sabiduría, volcán del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, hipoteca de la infalibilidad divina, epístolas soberanas del comercio entre Dios y los hombres, y hoy se ven comparadas no solo a las poesías de Camões, sino a las de Virgilio y Homero. Aquí pudiera exclamar el apóstol: «Quae societas luci ad tenebras? Quae autem conventio Christi ad Belial? Qui autem consensus templo Dei cum idolis?». 106. Por aquellas ranas de Egipto, plaga inmunda de la gitana obstinación, significó el Espíritu Santo a los poetas del siglo y metrificadores profanos, por ser ese vulgo asqueroso de los charcos, esa ruidosa y verdinegra progenie del cieno, símbolo del coro poético (dice Ruperto Abad) cuyas voces roncas embaucaron en los teatros al mundo, cambiando con el estrépito el aplauso de las gentes: «Qui iustius comparantur foeditati ranarum quam poetae perstrepentes in theatris ridicula figmenta fabularum?». Verdad que aun contra sí confesó Aristófanes, cuando introdujo a Baco ir al infierno al examen de los mejores poetas que tuvo Grecia, donde Carón le prometió un coro de ranas que le cantasen como cisnes: Bach. Quos cantus, obsecro? Cha. Ranarum, velut olorum. Y apenas la mohosa barca esgrimió el remo en las perezosas ondas del lago Estigio, cuando comenzó a saludarle el disonante número de ruiseñores de cuatro pies en verso y números poéticos: Aquae paludosa stirps, laudum modos consonos dicamus hic concentibus canoris, etc. 107. Y ciertamente que aunque a los mejores poetas del orbe en el cieno de la profanidad y erudición mundana los admiremos cisnes, otra cosa son al viso de la verdad y al desengaño de las Escrituras. Confusión sea para quien tan frenéticamente los pareó con los oráculos divinos, asemejando las acordes y sonoras armonías del Espíritu Santo con la ronca y sucia clamosidad de las ranas. Aquí esto no tiene más que la respuesta de los necios, que es el «en su tanto» y el «a manera de decir» y el «en cierto modo», caravanas de la ignorancia y proporcionalidades que indujo la locura invencionera. 108. Todavía le admitimos a Faría un resguardo de su temeridad, que es aquella proposición condicional con que cotejó la Escritura divina con la Lusiada, diciendo: «si se puede decir», y como no se puede decir, no ha dicho nada. Ridículos encarecimientos, elogios güeros con que pretendió sublimar a su poeta, y quedó corto, pues no hay blasfemia que añadiendole «si se puede decir» no pudiese haberle servido de hipérbole. 109. En fin, en todas materias yerra nuestro Faría harto más que Góngora en sus hiperbatones. Pudiéramos compilar un libro entero de sus desaciertos, pero baste conocerle por gramático puro, mal filósofo, peor teólogo y pésimo escriturista, poeta ni malo ni bueno. Lo que él acertó siempre se lo confesaremos, ni es de nuestra ingenuidad negarle los aplausos a la virtud por envidia o trampearles el conocimiento a los méritos con malignidad. Confiteorque tulit, nec enim benefacta maligne detrectare meum est… 110. En lo que Manuel de Faría y Sousa se hizo dignamente famoso fueron las Historias Portuguesas. En esa facultad cronística merece todo aprecio. Pero hizo mal en desvanecerse con ese acierto y soñarse luego un Homero, cuando es más fácil ser buen historiador que poeta. Cualquier juicio desnudo de pie y pierna sobra para narrar con agrado, mas no cualquiera voz basta para cantar con delicias. Requieren los versos gran talento y elocuencia suma para su belleza y estimación; la historia de cualquier manera escrita deleita: «carmini est parva gratia, nisi eloquentiae sit summa: historia quoquo modo scripta delectat». Son los hombres naturalmente noveleros, por la genuina curiosidad con que nacen de saberlo todo. Cualquier desnuda noticia de los sucesos los atrae, vemos que cuentos de viejas y fábulas de burla los entretienen. «Sunt enim homines natura curiosi —prosigue Plinio— et qualibet nuda rerum cognitione capiuntur, ut qui sermunculis etiam fabellisque ducantur». Esta es la razón que aquel gran juicio da de que historia cualquiera agrade y no regale poesía cualquiera. Más fácil juzgó la senda para la fama en quien camina por el llano del érase que se era, que en quien vuela por las cumbres del metro y las esferas de la cítara. 111. Del mesmo sentir fue Alciato, que reconoció en la historia tan de suyo el agrado y tan nativo el ganarse al lector para su aplauso, que dice no ha menester atavíos el estilo historial, pues aun el desaliñado aplace, y cualque mediocre narración es gustosa: «Tantum ex se iucunda est lectorisque gratiam aucupatur, ut quoquo modo scripta sit, lectio eius plurimum delectet». Nace esta majestad en la historia del mismo objeto y ministran las materias todo el hechizo de las atenciones. Bueno es Faría para contar, nunca empero lo será para cantar. Las proezas, hazañas y facciones ínclitas del valor lusitano, en cualquiera pluma fueran muy plausibles. Los Alfonsos, los Manueles, los Gamas, los Alburquerques y demás héroes que (en mejores tiempos que este) alistó gloriosamente la nación portuguesa, tejer pueden historia que en cualquier estilo asombre y en cualquier trompa retumbe. No le parezca a Faría que su locución, porque deleitó histórica, pudo luego asombrarnos poética, para que ansar palustre quiera graznar competencias con el cisne más sonoro que escucharon las ondas del Betis. Negole el cielo felicidad para los versos, aunque le concedió el genio de historiador con dicha: para esto es, y no más. Su estilo es bien trabado, limpio, expresivo, libre, acre y propio: nacido para engazar anales. Y así vemos que en cuanto escribe, lo que más sobresale es tal y tal retazo histórico, y deleita con algunas narraciones que esparce, porque de verdad cuenta con despejo y refiere con gracia. 112. El comento de Camões (con ser que allí abrió todo el almacén de sus estudios), prescindiendo las sofisterías, palillos, arrogancias y críticas mazadas de poetas, veréis que lo mejor es lo que enarra, y lo de más importancia son algunos trozos de historia de que salpica a veces aquella prolijísima tarea: como notó don Tomás Tamayo de Vargas (a quien Faría confiesa por «judicioso docto») en la misma aprobación que hace de tal comento, diciendo: «Aquí no solamente se descubren y deleitan las galas de la poesía —habla de la de Camões—, sino se ejecutan y aprovechan los aciertos de la historia con tal conocimiento de sus veras, que parece que aun lo que toca de paso es su principal intento». Y es que como el talento no es más de para historia, es eso lo que más acierta. Con que eso que toca de paso, ya que no sea su principal intento, lo parece, porque es su principal habilidad. 113. Mucho más que su locuencia había menester Faría para ser buen poeta, si es otra cosa locuencia de elocuencia, como pensaba Julio Cándido: «Non invenuste solet dicere aliud esse eloquentiam, aliud loquentiam». Porque, como hemos dicho, ha de descollarse sobre lo sumo de la elocución la poesía para ser venerada: «Carmini est parva gratia, nisi eloquentia sit summa, historia quoquo modo scripta delectat». Atropelló empero Faría sus límites y, profanando la sagrada espesura del Parnaso, arrojó los labios a las aguas de Aganipe, donde, bebiéndole las frialdades, lanzó del estómago agrios y acerbísimos hálitos contra los mejores poetas de aquella amenidad, llamando a Corte Real «mero prosista», a Valdivieso «no mondado», a Boyardo «mero romancista y gran hablador», a Góngora «duro», «Mahoma de los ingenios», a Montemayor «infelice», al Marino «arrogante sin saber nada», al Tasso «desnudo de erudición», «coco de los ingenios abobados de un estilo cultísimo desnudo de artificio», a Lope de Vega «redondillero», y así de todos, con que vemos que al Helicón le estuviera mejor no habérsele introducido esta sabandija, sino quedádose en el valle de sus Epítomes historiales, pues solo sirve de ser tábano del Pegaso, lagarto de sus cristales, víbora de las Musas, sierpe de los ingenios, diablo de los poetas. **** *book_ *id_seccion11_Faría *date_1662 *creator_espinosa_medrano *resp_faria_e_sousa,_manuel_de Manuel de Faría. § IX.«Finalmente cada uno se tenga su alma en su palma, pero no haga comparación de Góngora con Luis de Camões, porque los estilos y asuntos a que cada uno se dio no lo sufren. Y es la razón por que yerran los que le llaman Homero a Góngora, y por que no errarán en llamar Homero y Virgilio a Camões, y Marcial a Góngora en las burlas. Y si sus Silvas y Polifemo y Panegírico agradan, llámenle Estacio, con que también agrada a muchos, ni yo pretendo que desagraden. Pretendo sólo reírme de todos aquellos que pretendieren medir con una misma vara a los dos en esto que se llama espíritu poético científico, ejecutado en obras artificiosas y profundas, con principio, medio y fin. Porque comparar a Góngora con Camões en esto es como contender Aracne con Palas, Marsias con Apolo y la mosca con el águila. Esto digo yo de los que acertaron a leer enteramente estos dos autores, que de los que dicen que Góngora es mejor que el Camões, no solo sin haber entendido al Camões, sino ni leídole (de que hay muchos), aun después de muerto espero reírme.» **** *book_ *id_seccion11 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Apologético. Sección XI 114. También en este punto habla apasionado Faría, no errando menos que en los demás, porque el no compararse las obras de Góngora con la Lusiada de Camões, no es porque el Camões fuese de mayor ingenio y letras que Góngora, pues cuando ambos fuesen iguales en todo eso, siempre quedaban desiguales los escritos, por ser unos épicos y otros líricos, entre los cuales por ser de diversas clases no puede haber comparación unívoca de igualdad específica. De un consumado astrólogo y un excelente pintor, mal se puede dar la ventaja a ninguno, si cada cual es primoroso en su facultad. Comparar un esgrimidor con un citarista es ignorar que se ha de convenir en la especie para regular los excesos en la cualidad. Para estos casos sí se inventó la proporcionalidad y la analogía del «en su tanto». Dirase pues que proporcionalmente en su pericia es tan diestro el esgrimidor como sabio en sus números el músico. Puédese conferir quién sea el mejor poeta heroico entre los heroicos y entre los líricos quién lo sea más ilustre, pero cuando se sepa quiénes lo son en cada profesión, no puede entre ambos balanzarse la mejoría porque ambos serán mejores. Si no es ya que respondamos disparando y fuera de los límites de la comparación, como lo hizo Pirro, de quien refiere Plutarco que preguntándole quién le parecía más insigne músico, Casías o Fición, respondió: Polipercón es mejor capitán. «Rogatus Pyrrus Caphias an Phytion melior musicus videretur, Polyperconta meliorem ducem respondit». Respuesta que con el despropósito envolvió dos reprehensiones. La una insinuando que a un capitán como él, rayo de la guerra, no se le debía preguntar que juzgase de cantilenas, sino de quién peleaba más bien y qué capitán ordenaba mejor un ejército. La otra fue culpándoles de que entre hombres de guerra se estimase ni tomase en la boca el preciarse de música, ejercicio leve para gente de cuidados más robustos. Así dijéramos, pues, que de Camões y de Góngora el mejor escritor es fray Luis de Granada, que enseña lo que importa y escribe lo que nos está mejor. Porque es imposible la comparación entre lo épico del uno y lo lírico del otro, bien que en lo lírico y erótico que escribió Camões comúnmente con Góngora, preferimos a este a voto de los más doctos. Y si esto quiso decir Faría cuando dice: «No se haga comparación de Góngora con Luis de Camões, porque los estilos y asuntos a que cada uno se dio no lo sufren», dijo bien, que la disparidad está en los asuntos, no en los ingenios, ni en los talentos, pues con eso solo prueba que la trompeta no se compara con la lira, no que el clarinero sea más diestro que el citarista. 115. Dice también que yerran en llamar Homero a Góngora y no errarán llamando Virgilio y Homero a Camões, y que acertarían en llamar, a Góngora, Marcial por sus gracias y Estacio por sus silvas. Infelice es este hombre en imponer errores, porque solo descubre los suyos. Si Góngora dice él que es Marcial, ya no yerra quien llamó Homero a Góngora, porque vemos que el emperador Elio Vero, hombre erudito, llamaba «Virgilio suyo» a Marcial, y aun nos embarga las admiraciones por escusadas Crinito, juzgando por merecido aquel encomio: «Itaque minime mirari oportet, si Aelius Verus Imperator solitus est singulari affectu prosequi lepores atque iocos poetae Martialis suumque Virgilium vocare». Vea ahora Faría en qué sentido o manera le cabe a Marcial el blasón glorioso de que le nombrasen Virgilio. Porque siendo Góngora otro Marcial (como él quiere), con ese mismo título pueden aclamarle Homero, puesto que siendo por sus burlas poeta jocoso y no heroico, tan lejos estaba Marcial de llamarse Virgilio como Góngora de apellidarse Homero. 116. Aquí es menester reconvenir con sus palabras a Faría, pues poco ha que decía que Góngora «era invencible en las burlas, porque esas no constaban de ciencia, sino de ingenio y genio para ellas». Y ahora dice que es un Marcial en las burlas. Con que siendo Marcial poeta doctísimo, cuya erudición y letras sólo en el comento del primer libro de sus Epigramas hizo (como dice Faría) gastar una resma de papel a Nicolao Peroto, venimos a inferir que las burlas también envuelven doctitud, y que si Góngora es Marcial por lo festivo, ha venido a confesar que constan de ciencia sus sales, pues las de Marcial aclamó Plinio bullendo ingenio y erudición, como dice Crinito: «Relata sunt a C. Plinio permulta de ingenio et eruditione Val. Martialis». Y por sus excelentes letras y gran doctrina aun vivo mereció que los varones más insignes colocasen su imagen en las bibliotecas: «Tantum concessit ipsius ingenio atque doctrinae, ut viuenti adhuc illi imaginem more veterum in sua bibliotheca posuerit». Luego el gracejo no desdeña la doctrina, luego amigarse pudieron el donaire y la erudición. 117. Añade que no iguala Góngora al Camões en obras científicas y profundas, que tienen principio, medio y fin. A que respondemos con dos preguntas. La una, si Marcial y Estacio juntos igualan al Camões. Porque si le igualan, no queremos darle a Góngora más de lo que Faría quiere darle, haciéndole Marcial y Estacio. La otra es si las obras de Marcial tienen principio, medio y fin, porque si no los tienen, y con todo son de igual estimación que la de Camões, ¿por qué no lo serán las de Góngora, ya que a Faría le plugo equipararle con Marcial? 118. Vemos que puede responder Faría que, «proporcionalmente», «en su tanto» y «en su clase», Marcial no es menor que Camões, ni Camões que Marcial en la suya. Y eso mismo le diremos a él cuando entre Góngora y Camões se alterque sobre la primacía. Con que resolvemos últimamente que el que dijo que Góngora era mejor poeta que Camões no dijo bien, y Faría, que porfió que Camões lo era, dijo mal. Aquello de la Araña y Palas y lo de la mosca y el águila es niñería, y por ahora no merece respuesta. Además, que este hombre se desmiente a sí mismo, porque si Góngora es Marcial y Estacio, ya eso es decirnos que Estacio y Marcial son moscas y arañas. 119. Concluye Faría que aun después de muerto se ha de reír de los que hicieren aquella comparación. La risibilidad, perfección fue de naturaleza racional: en el medio consiste la humanidad, en quien falta es bruto, en quien sobra es bobo. Quien después de muerto se ríe, ¿qué será? Parecerase a lo menos a aquella figura de jaspe que refiere aquel pícaro, que introduce el gran cómico de España, fingiendo que se rio Julio César muerto y en mármol: En el cuadro de un jardín de un gran señor castellano estaba un César romano de mármol, medalla en fín. Mirándole un paje un día le dijo: “César, albricias, si ver el laurel codicias de la antigua Monarquía, que hoy el cielo decretó vuelvas a reinar en Roma.” Mira si placer se toma, pues la estatua se rio y estuvo así muchos días, hasta que el paje volviendo le dijo: “¿Qué estás riendo con esperanzas tan frías? Que Octavio es rey, César fiero.” Y el mármol como le oyó, dicen que a poner volvió la boca como primero. 120. Así se reirá nuestro muerto, que cierto estará para estas gracias entonces, y ahora nos reímos de sus objeciones, que hasta aquí han sido frívolas, vanas, ineficaces y ridículas. Súmense sus argumentos todos, que todos quedarán con facilidad resueltos y desvanecidos. Mirad si con dos razones vencemos tantas opuestas sinrazones: «caeterum ad haec quae obiecistis, numera an binis verbis respondeam». Mirad con la brevedad que respondemos: «Góngora tiene muchos hipérbatos»: imita a los latinos. «Usáronlo los antiguos»: nadie tan felizmente. «Frecuéntalos muy continuo»: parécese a quien imita. «Quita lo que es propio de la latinidad»: es mayor valentía. «Tiene metáforas remotas»: lícito fue a Virgilio. «Descubre poco juicio»: ¿qué poeta le tiene? «No acabó algunas obras»: esas vencen a las acabadas. «En el Polifemo tiene poca traza»: Homero tiene menos. «Son muchos sus atrevimientos»: nadie es grande sin ellos. «Llámanle Homero algunos»: él no tiene la culpa. «No lo entienden muchos»: no importa, si son necios. «No tienen alma sus versos»: no lo juzgue la envidia, censúrelo la verdad, reviente la pasión, léalos el docto, escudríñelos el erudito. **** *book_ *id_seccion12 *date_1662 *creator_espinosa_medrano Sección XII 121. Cese aquí la pluma, cese ya el celo de sacudir calumnias, de persuadir escarmientos. Sépase la mordacidad que la serpiente fue célebre símbolo de la ciencia, quizá porque aunque la erudición yace simplemente enroscada entre las flores de su inocencia, tal vez, pisada de grosero pie, fue áspid que espeluce las escamas, que muña el silbo, que vibre la lengua, que clave los colmillos y torne los antídotos en venenos. No queremos obelar muchos desaciertos que pudiéramos en todas las obras de Faría, por ser bajeza acechar ajenos yerros, cuando tan de cosecha los tiene el caudal de los mortales. Si algunos notamos arriba, pasen a pesar de nuestra modestia, ya porque primero lo aprendimos de Faría, ya porque la verdad provocada se venga con acerbidad. A pesar digo de nuestra modestia, porque aun en quien tan bien merece la invección, no es valentía ensangrentar el ingenio; ¿qué será en quien tantas coronas merece como el de don Luis de Góngora? Si fue culpa el hipérbaton, descuéntese por sus muchos primores. Además, que es hazaña poco hidalga por cuatro cáscaras de palabras, o por tal qué descuido que humanamente se desliza, zaherir a los hombres grandes, arriesgando su nombre y fama a los peligros del descrédito: «Illiberale facinus —dice bien Escalígero— propter nescio quas verborum quisquilias aut propter errorem aliquem qui humanitus contigerit, tantorum hominum eruditionem atque adeo totum nomen et famam in periculum vocare». Hagan eso hombrecillos de bruta discreción, de necia sutileza, que despuntándose de agudos, gastan el tiempo en hablar cardos y pronunciar abrojos: «Hoc solent facere arguti homunciones, qui in huiusmodi acanthologias totam aetatem contriuerunt». Mas, ¿quién podrá tolerar estos cambrones ásperos, estas punzantes zarzas, que aparradas al suelo de su tenuidad y gloriándose de solo brotar puntas y florecer satíricas espinas, presumen reinar sobre los incorruptibles cedros del Líbano? «Quis ferat rhamnos illos humi repentes —dice Matías Hauzeur— et solis spinis ac aculeis satyricis gloriosos supra cedros Libani regnare praesumentes?» 122. A todos había de intimarse aquella célebre sentencia de Apolo que promulgó el discretísimo Trajano Boccalini y con elegancia tradujo el otro más florido Sousa y cortesano portugués. Diéronle al otro crítico, por otra rigorosa censura, en pena, a purgar la neguilla de mucho trigo y a venderla o darla a quien la compre o la gratule, y desesperado de su estimación escuchó de Apolo: «Que si las inmundicias que algunos sacaban de las cosas buenas no eran mercadería de hombres sabios y no aprovechaban ni para venderlas ni para darlas, él mismo venía a confesar haber sido mal aconsejado cuando emprendió el indiscreto e impertinente trabajo de dejar las rosas que halló en el poema que había censurado, y amontonó y guardó inútilmente las espinas. Y que en los estudios de los trabajos ajenos los críticos sabios y discretos imitaban las abejas, que aun de las hojas amargas sabían sacar miel y que, no hallándose cosa debajo del cielo que no tuviese mezcla de muchas imperfecciones, cuando alguno quisiese curiosa y cuidadosamente cerner los escritos de Homero, Virgilio, Livio, Tácito y Hipócrates, que eran la maravilla del mundo, con el cedazo de un continuo estudio, no dejaría también de sacar de ellos algún poco de salvado. Y que él se daba por contento y satisfecho que la harina de los escritos de sus estudiosos secuaces fuese en la plaza mercadería corriente y vendible. Y que los judiciosos y cortesanos ingenios ocultaban los defectos de los sabios y estudiosos escritores que los mal intencionados publicaban. Y que la profesión de sacar de los poemas ajenos solas las inmundicias era oficio solamente de viles y hediondos escarabajos que, con los asquerosos excrementos ajenos, con sumo deleite, entretenían la vida, cosa muy ajena del ejercicio de los sujetos nobles que fructuosamente sustentan sus ánimos de cosas honestas y virtuosas», etc. Verdaderamente que a los hombres del tamaño de don Luis no se ha de calumniar si hay seso, sino cambiar las censuras en respetos. Esa es la distancia de los hombres grandes a los otros, porque de los que escriben con pocos aciertos se entiende que por yerro acertaron algo, y de los que con muchos aciertos escriben, se entiende que nos dan a entender que se descuidaron para darnos qué cuidar, o que no cuidaron de eso para enseñarnos que de menudencias no cuidan espíritus sublimes. Así pues, a quien mucho acierta no se le ha de ajar la veneración por tropiezos leves, porque a la humanidad es imposible la perfección y el yerro en ella es menos de admirar que el acierto, y así la buena dicha consiste solo en errar menos uno que otro. 123. Esto debiera hacer nuestro Faría (cuando los hipérbatos fueran yerros) y esto nuestros teólogos modernos, que en pendencias e impugnaciones de ajenos descuidos nos gastan el papel, el tiempo y la vida, sin acordarse de que mientras pelean, no nos han enseñado ni un átomo de la verdad, ni dejádonos a la paciencia un átomo. 124. Viva pues el culto y floridísimo Góngora, viva a pesar de las envidias, «rumpantur et ilia Codro». Viva esta rara ave, cuya pluma, en altísimos vuelos remontada, no nos deja columbrar si es cisne de la armonía de las Musas o si es águila de todas las luces de Apolo, o es fénix de todos los aromas de la erudición. Bien que el docto crítico Gracián todo dijo que lo era: «Aquel que fue cisne, fue águila, fue fénix en lo canoro, en lo agudo y en lo estremado». Lo mismo repite en el discurso quinto: «fue este culto poeta cisne en los concentos, águila en los conceptos y en toda especie de agudeza eminente». Tampoco es de perder otro elogio que le dá, cuando trata de la sublimidad en que cada poeta exaltó su idioma por las naciones diciendo: «Tomé los ejemplos de la lengua en que los hallé, que si la latina blasona al relevante Floro, también la italiana al valiente Tasso, la española al culto Góngora, y la portuguesa al afectuoso Camões». Viva merecedor de eternos loores, pues en el glorioso ámbito de su erudición pudo de toda la enciclopedia agotar meritísimamente los elogios («Ut sic meruit totius Encyclopediae laude unus nostro aevo clarissimus concivis et amicus noster don Ludovicus de Gongora»), dice el erudito Villalpando en su Magia. Débensele estos honores por los que con su ingenio logró el idioma español, venerándole por su primera y más ínclita gloria el Betis: Boetis oliuiferi Gongora primus honor. Pero son breve esfera los andaluces términos que opulentamente bañan sus espumas, para la afluencia de tanto lustre cuando, como dice aquel grave jurisconsulto, es sin primero el segundo Píndaro, el padre de la cultura, el esplendor de Córdoba, el ornamento de España y el portento del orbe todo: «Cui allusit alter Pindarus, crysis pater, Cordubae decus et ornamentum totius Hesperiae orbisque portentum don Ludouicus a Gongora». Salve tú, divino poeta, espíritu bizarro, cisne dulcísimo. Vive a pesar de la emulación, pues duras a despecho de la mortalidad. Coronen el sagrado mármol de tus cenizas los más hermosos lilios del Helicon, «manibus date lilia plenis». Descansen tus gloriosos manes en serenísimas claridades, sirvan a tus huesos de túmulo ambas cumbres del Parnaso, de antorchas todo el esplendor de los astros, de lágrimas todas las ondas de Aganipe, de epitafio la Fama, de teatro el orbe, de triunfo la muerte, de reposo la Eternidad. Dixi. Laus deo.